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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 14)


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A medida que julio iba llegando a su fin, todavía no habíamos logrado un acuerdo en los detalles presupuestarios que fuera coherente con el acuerdo más general que previamente habíamos cerrado con los republicanos. Seguíamos enfrentados por la forma y el alcance de las rebajas fiscales y sobre cómo debían emplearse los nuevos fondos. Mientras nuestro equipo seguía negociando con el Congreso, me dediqué al resto de mi trabajo; yo afirmaba que, contrariamente a la opinión dominante en el Congreso, el calentamiento global era una realidad y que teníamos que recortar nuestras emisiones de gases que contribuían al efecto invernadero, por lo que celebré un encuentro con Al Gore y otros funcionarios federales y estatales en Incline Village, Nevada, sobre el estado del lago Tahoe.

Tahoe era uno de los lagos más profundos, puros y limpios del mundo, pero se estaba degradando por culpa del desarrollo, la contaminación ambiental que generaba el tráfico y la que provocaba directamente el combustible que arrojaban al agua motores de barco y de motos acuáticas. En California y Nevada había un amplio apoyo de ambos partidos para regenerar el lago, y Al y yo estábamos decididos a hacer todo lo posible para ayudar.

A finales de mes, después de que yo hablara ante la Asociación Nacional de Gobernadores, que se reunió en Las Vegas, el gobernador Bob Miller me llevó a mí y a algunos de mis antiguos colegas a jugar a golf con Michael Jordan. Yo había vuelto a jugar apenas hacía dos semanas y todavía llevaba una protección flexible en la pierna. Creía que ya no la necesitaba, así que me la quité para el partido de golf.

Jordan era un gran golfista; tenía un golpe largo muy potente, aunque a veces algo errático, y un gran juego corto. Comprendí un poco mejor por qué había ganado tantos campeonatos de la NBA cuando nuestro grupo jugó un hoyo corto de par cinco. Los cinco tuvimos una gran ocasión para hacer un birdie con cuatro golpes. Jordan se quedó mirando el largo putt de casi catorce metros que le quedaba, cuesta abajo, y dijo: «Bien, supongo que tengo que lograrlo con este golpe para ganar este hoyo». Podía ver por su mirada que realmente esperaba convertir aquel putt tan complicado. Lo hizo, y ganó el hoyo.

Jordan me dijo que jugaría mejor si me volvía a poner la protección en la pierna. «Su cuerpo ya no la necesita, pero su mente todavía no lo sabe.» Una razón por la que no estaba jugando bien era porque estaba constantemente al teléfono hablando con la Casa Blanca para que me pusieran al día en las negociaciones presupuestarias conforme hacíamos ofertas y cerrábamos compromisos de última hora en un esfuerzo por alcanzar un acuerdo.

Cuando llevábamos un poco más de la mitad del partido, me llamó Rahm Emanuel y me dijo que habíamos conseguido un trato. Luego me llamó Erskine para confirmarlo y me dijo que era muy bueno. Habíamos conseguido todo el dinero que queríamos para la educación y la sanidad, el recorte de impuestos era aproximadamente un 10 por ciento de la de Reagan en 1981, los recortes de Medicare eran asumibles, habíamos conseguido incluir la bajada de impuestos para la clase media, el tipo impositivo de los beneficios sobre el capital se reduciría del 28 al 20 por ciento y todo el mundo se había mostrado de acuerdo en que el presupuesto estaría equilibrado en 2002, o incluso antes si la economía seguía creciendo. Erskine y todo nuestro equipo, especialmente mi asesor legislativo John Hilley, habían hecho un trabajo magnífico. Estaba tan contento que hice el par del campo en los siguientes tres hoyos, con mi protección de la pierna puesta otra vez.

Al día siguiente lo celebramos a lo grande en el Jardín Sur con todos los miembros del Congreso y de la administración que habían trabajado en el presupuesto. La atmósfera era eufórica y los discursos fueron cálidos, generosos y no partidistas, aunque yo me esforcé al máximo para dar las gracias a los demócratas, y especialmente a Ted Kennedy, Jay Rockefeller y Hillary, por el plan de cobertura sanitaria para los niños. Puesto que el déficit ya se había reducido en más de un 80 por ciento desde su máximo de doscientos noventa mil millones en 1993, el acuerdo era básicamente un presupuesto progresista, con la reducción de impuestos a la clase media que yo defendía y el recorte del impuesto sobre los beneficios del capital que querían los republicanos. Además de la salud, la educación y los recortes de impuestos, subía el impuesto a los cigarrillos en quince centavos el paquete para financiar la cobertura sanitaria infantil, devolvía doce mil millones para subsidios por incapacidad y salud a los inmigrantes legales, doblaba el número de zonas de desarrollo y nos daba el dinero necesario para seguir limpiando el medio ambiente.

Con toda la alegría y luz que hubo en la Casa Blanca ese día, era difícil recordar que habíamos estado peleándonos a muerte durante más de dos años. No sabía cuánto iban a durar las buenas intenciones pero había trabajado duro para que las conversaciones tuvieran un tono más civilizado durante las estresantes negociaciones. Unas semanas más tarde, Trent Lott, que estaba picado por haber perdido una batalla legislativa menor con la Casa Blanca, me había llamado «mocoso malcriado» en uno de los programas de tertulias políticas del domingo por la mañana. Poco después de los comentarios de Lott le llamé y le dije que sabía lo que había pasado y que no volviera a pensar en ello. Después de una semana muy dura se había levantado el domingo por la mañana sintiéndose mal y deseando no haberse comprometido a hacer una entrevista por televisión. Estaba cansado e irritable y cuando el entrevistador le provocó hablándole de mí, picó el anzuelo. Lott rió y dijo: «Eso es exactamente lo que pasó», y con eso se acabó el problema entre nosotros.

La mayoría de la gente que está bajo mucha presión dice de vez en cuando cosas que desearía no haber dicho. Yo mismo, ciertamente, lo he hecho. Habitualmente ni siquiera leía lo que los republicanos decían sobre mí y si me llegaba algún comentario especialmente duro trataba de no hacer caso. La gente contrata a los presidentes para que actúen en su nombre; preocuparse por desaires personales puede llegar a interferir en ese trabajo. Estoy contento de haber llamado a Trent Lott y desearía haber hecho más llamadas de ese tipo en situaciones similares.

No sentía la misma indiferencia hacia los constantes esfuerzos de Ken Starr para coaccionar a la gente para que hicieran acusaciones falsas contra Hillary y contra mí, y perseguir a todos los que se negaban a mentir por él. En abril, Jim McDougal, que había cambiado su declaración para satisfacer a Starr y a su adjunto en Arkansas, Hick Ewing, acabó yendo a la cárcel con una recomendación de Starr de que le redujeran la condena. Starr había hecho lo mismo por David Hale.

Los mimos que Starr dispensó a McDougal y Hale contrastaban radicalmente con la forma en la que trató a Susan McDougal, que todavía estaba en prisión por desacato al haberse negado a responder a las preguntas de Starr ante el gran jurado. Después de un breve período en la prisión del condado en Arkansas, a la que la llevaron esposada, con grilletes y con una cadena en la cintura, trasladaron a Susan a una prisión federal, donde se la mantuvo apartada de las demás presas en una unidad médica durante unos cuantos meses. Entonces la trasladaron a la prisión de Los Ángeles para que respondiera por los cargos de estafa a un antiguo empleador. Cuando se descubrieron nuevas pruebas que demostraban que las acusaciones eran ridículas, la declararon inocente. Mientras tanto, la obligaron a pasar veintitrés horas al día en un bloque de celdas sin ventanas que habitualmente se reserva a los asesinos que cumplen condena. También la obligaron a llevar un vestido rojo, que habitualmente solo llevan los asesinos y los pedófilos. Después de eso, la pusieron en una celda de plexiglás en medio de una zona de seguridad especial; no podía hablar con otras reclusas ni ver la televisión. No oía ningún ruido de fuera de la celda. En el autobús que la llevaba a sus comparecencias en el juzgado la ponían en una celda separada que se reservaba a los delincuentes peligrosos. Su confinamiento a lo Hannibal Lecter terminó el 30 de julio, cuando la Unión de Libertades Civiles Americanas puso una demanda en la que acusaba a Starr de retener a McDougal en condiciones «inhumanas» para coaccionarla a testificar.

Años más tarde, cuando leí el libro de McDougal, The Woman Who Wouldn't Talk, me subían escalofríos por la espalda. Podía haber terminado su sufrimiento en cualquier momento y, además, haber ganado bastante dinero, simplemente repitiendo las mentiras que Starr y Hick Ewing querían que dijera. Nunca sabré cómo pudo resistir y plantarles cara, pero su imagen encadenada comenzó a traspasar el escudo que los periodistas de Whitewater habían erigido en torno a Starr y su gente.

Más tarde, aquella misma primavera, la Corte Suprema decidió por unanimidad que la demanda de Paula Jones podía seguir adelante aunque yo estuviera en la Casa Blanca; rechazaron las alegaciones de mis abogados de que el trabajo de la presidencia no podía verse interrumpido por la demanda, pues esta, además, podía dirimirse al final de mi mandato. Las sentencias anteriores de la Corte habían establecido que un presidente en ejercicio no puede ser objeto de un pleito civil si es consecuencia de sus actividades no oficiales porque su defensa le tomaría tiempo y le distraería. La Corte dijo que adoptar un principio de demora en lo relativo a las actividades no oficiales de un presidente podría perjudicar a la otra parte, de modo que la demanda de Jones no se retrasaría. Además, la Corte dijo que defenderme de la demanda no sería excesivamente pesado ni me llevaría mucho tiempo. Fue una de las sentencias más políticamente ingenuas que la Corte Suprema había emitido en mucho tiempo.

El 25 de junio, el Washington Post informó que Kenneth Starr estaba investigando rumores de que entre doce y quince mujeres, incluida Jones, habían mantenido relaciones conmigo. Starr dijo que no tenía ningún interés en mi vida sexual, sino que solo quería interrogar a cualquiera con quien yo pudiera haber hablado sobre Whitewater. Al final, Starr desplegó a docenas de agentes del FBI, además de investigadores privados pagados con el dinero de los contribuyentes, para que investigaran sobre aquel tema por el que no tenía ningún interés.

Hacia finales de julio me empezaba a preocupar por el FBI, por razones mucho más importantes que las investigaciones sobre sexo que llevaba a cabo para Ken Starr. Había habido muchos errores bajo la dirección de Louis Freeh: informes chapuceros del laboratorio forense del FBI habían amenazado diversos casos penales pendientes; se había excedido con mucho el presupuesto en dos programas de ordenadores diseñados para mejorar el Centro Nacional de Información sobre el Crimen y para aportar rápidas comprobaciones de huellas dactilares a los oficiales de policía de todo el país. Hubo la cuestión de la difusión de archivos del FBI sobre altos cargos republicanos a la Casa Blanca, así como la declaración pública y el aparente intento de inculpación de Richard Jewell, un sospechoso en el caso de la bomba en los Juegos Olímpicos que fue declarado inocente. También había en marcha una investigación criminal sobre la conducta y las actividades del adjunto a Freeh, Larry Potts, respecto al asalto a Ruby Ridge en 1992, por el que el FBI había recibido duras críticas y Potts había recibido una censura antes de que Freeh le nombrara adjunto.

Freeh había recibido muchas críticas de la prensa y de los republicanos del Congreso; decían que los errores del FBI eran la razón por la que se negaban a aprobar la provisión de fondos de mi legislación antiterrorista, que hubiera dado a la agencia la autorización para intervenir el teléfono de los sospechosos de terrorismo durante sus desplazamientos.

Había un método seguro para que Freeh satisficiera a los republicanos del Congreso y se sacara a la prensa de encima: solo tenía que enfrentarse a la Casa Blanca y, ya fuera por convicción o por necesidad, eso es exactamente lo que hizo. Cuando el asunto de los archivos se hizo público, su reacción inicial fue culpar a la Casa Blanca y negarse a aceptar cualquier responsabilidad del FBI. Cuando surgió la historia de la financiación de las campañas, le escribió a Janet Reno un memorándum, que se filtró a la prensa, en el que la apremiaba a nombrar un fiscal independiente. Cuando surgieron las noticias de los posibles intentos del gobierno chino para enviar contribuciones ilegales a los miembros de Congreso en 1996, agentes de bajo rango informaron a niveles inferiores de la cadena de mando del Consejo de Seguridad Nacional y les dijeron que no se lo contaran a sus superiores. Cuando Madeleine Albright estaba preparándose para ir a China, el asesor de la Casa Blanca, Chuck Ruff, un respetado ex fiscal de Estados Unidos y alto cargo del Departamento de Justicia, pidió al FBI información sobre los planes de Pekín para influenciar al gobierno. Esto era claramente algo que el secretario de Estado necesitaba conocer antes de reunirse con los chinos, pero Freeh ordenó personalmente que el FBI no nos enviara la respuesta que tenía preparada, a pesar de que la habían aprobado el Departamento de Justicia y dos de los principales ayudantes de Freeh.

No creo que Freeh fuera tan idiota como para creer que el Partido Demócrata había aceptado contribuciones ilegales del gobierno chino; simplemente estaba tratando de evitar las críticas de la prensa y los republicanos, aunque con ello perjudicara nuestra política exterior. Recordé aquella llamada que había recibido —un día antes de nombrar a Freeh- de aquel agente del FBI jubilado de Arkansas que me rogaba que no lo escogiera, y me prevenía de que me vendería y me tiraría al río en cuanto le conviniera.

Fueran cuales fueran los motivos de Freeh, la conducta del FBI hacia la Casa Blanca fue solo otro ejemplo de la casa de locos en que se había convertido Washington. Al país le iba bien y le iría mejor, y estábamos convirtiendo al mundo entero en un lugar más próspero y pacífico, pero la constante búsqueda sin sentido del escándalo continuaba. Unos meses atrás Tom Oliphant, el reflexivo e independiente columnista del Boston Globe, resumió bien la situación:

Las grandilocuentes y jactanciosas fuerzas que dirigen la Gran Máquina Americana del Escándalo son muy buenas en tratar con apariencias. El alimento vital de la máquina son las apariciones, que generan preguntas y provocan más apariciones, que a su vez generan un frenesí de superioridad moral que exige investigaciones exhaustivas por parte de inquisidores superescrupulosos que deben a toda costa ser independientes. El frenesí, por supuesto, solo pueden resistirlo los cómplices y los culpables.

Agosto comenzó con buenas y malas noticias. El paro había bajado hasta el 4,8 por ciento, la cifra más baja desde 1973, y la confianza en el futuro seguía siendo muy grande una vez conseguido el acuerdo bipartito por el presupuesto. Por otra parte, la cooperación no se extendía al proceso de nombramientos: Jesse Helms estaba reteniendo mi nominación del gobernador republicano de Massachusetts, Bill Weld, para que fuera embajador en México, porque consideraba que este le había insultado, y Janet Reno dijo a la Asociación de los Colegios de Abogados de Estados Unidos que había 101 vacantes para puestos de juez federal porque el Senado solo había confirmado a nueve de mis designados en 1997, ninguno de ellos para el Tribunal de Apelación.

Después de dos años sin hacerlo, nos fuimos de nuevo en familia a Martha's Vineyard para nuestras vacaciones de agosto. Nos quedamos en casa de nuestro amigo Dick Friedman, cerca de Oyster Pond. Celebré mi cumpleaños yendo a correr con Chelsea y convencí a Hillary de que jugara su partido de golf anual conmigo en el campo público de Mink Meadows. Nunca le había gustado el golf, pero una vez al año me seguía la corriente y paseaba alrededor de unos cuantos hoyos. También jugué mucho al golf con Vernon Jordan en el maravilloso campo de Farm Neck. A él le gustaba mucho más que a Hillary.

El mes acabó como había comenzado, con buenas y malas noticias. El día veintinueve, Tony Blair invitó al Sinn Fein a unirse a las conversaciones de paz para Irlanda del Norte, con lo que daba al partido un trato formal por primera vez. El treinta y uno, la princesa Diana murió en un accidente de tráfico en París. Menos de una semana después murió la madre Teresa. Hillary se entristeció mucho por estas muertes. Las había conocido a ambas y las apreciaba mucho; representó a Estados Unidos en ambos funerales. Voló primero a Londres y luego a Calcuta unos días después.

Durante agosto, tuve que anunciar una gran decepción: Estados Unidos no podría firmar el tratado que prohibía las minas terrestres. Las circunstancias que habían llevado a nuestra exclusión eran casi estrambóticas. Estados Unidos se había gastado ciento cincuenta y tres millones de dólares eliminando minas en todo el mundo desde 1993. Recientemente habíamos perdido un avión y a sus nueve tripulantes y pasajeros después de llevar un equipo de desactivación de minas al suroeste de Africa. Habíamos entrenado a más de una cuarta parte de todos los expertos del mundo en desactivación de minas, habíamos destruido más de un millón y medio de nuestras propias minas y teníamos la previsión de destruir otro millón y medio antes de 1999. No había ninguna otra nación del mundo que hubiera hecho más que nosotros para librar al mundo de las peligrosas minas terrestres.

Hacia el final de las negociaciones del tratado, había pedido dos enmiendas: una excepción para el campo de minas muy señalizado y sancionado por Naciones Unidas que se extendía a lo largo de la frontera coreana y que protegía a la gente de Corea del Sur y a nuestras tropas allí; y una nueva redacción de la cláusula que aprobaba los misiles antitanque fabricados en Europa pero no los nuestros. Los nuestros eran igual de seguros y funcionaban mejor para proteger a nuestras tropas. Ambas enmiendas se rechazaron, en parte porque la Conferencia contra las Minas estaba decidida a aprobar el tratado más duro posible tras la reciente muerte de su principal defensora pública, la princesa Diana, y en parte porque algunas personas en la conferencia simplemente querían avergonzar a Estados Unidos u obligarnos a firmar el tratado tal y como estaba. Me molestaba no formar parte del tratado internacional porque perjudicaba nuestra capacidad de influencia para detener la fabricación y el uso de más minas terrestres, alguna de las cuales podían comprarse por una cantidad irrisoria, tres dólares la unidad, pero no podía arriesgar la seguridad de nuestras tropas ni la de la gente de Corea del Sur.

El 18 de septiembre, Hillary y yo llevamos a Chelsea a Stanford. Queríamos que su nueva vida allí fuera tan normal como fuera posible; habíamos trabajado con el Servicio Secreto para asegurarnos de que le asignarían agentes jóvenes que se vestirían con ropa informal y que tratarían de pasar desapercibidos. Stanford había aceptado prohibir el acceso de los medios de comunicación al campus. Disfrutamos de las ceremonias de bienvenida y de las visitas con los demás padres, después de lo cual llevamos a Chelsea a su dormitorio y la ayudamos a instalarse. Chelsea estaba contenta y entusiasmada; Hillary y yo un poco tristes y preocupados. Hillary trató de sobreponerse dedicándose a ayudar a Chelsea a ordenar sus cosas, incluso a forrar los cajones con papel adhesivo. Yo le había subido el equipaje por la escalera hasta la habitación y luego arreglé su litera. Después de eso, me quedé mirando por la ventana, mientras su madre ponía nerviosa a Chelsea organizándolo todo. Cuando el portavoz de los estudiantes en la ceremonia de recepción, Blake Harris, nos había dicho a los padres que nuestros hijos nos echarían de menos «al cabo de un mes y durante unos quince minutos», todos reímos. Yo esperaba que fuera verdad, pero desde luego nosotros la íbamos a echar de menos. Cuando llegó la hora de irnos, Hillary ya se había recuperado y estaba lista. Yo no; yo quería quedarme también a cenar.

El último día de septiembre asistí a la ceremonia de jubilación del general John Shalikashvili y le entregué la Medalla Presidencial de la Libertad. Había sido un soberbio presidente de la Junta de Estado Mayor, había apoyado la expansión de la OTAN, la creación de la Asociación para la Paz y el despliegue de nuestras tropas en más de cuarenta operaciones, entre ellas Bosnia, Haití, Irak, Ruanda y el estrecho de Taiwan. Yo había disfrutado mucho trabajando con él. Era inteligente, iba al grano cuando hablaba y estaba completamente comprometido con el bienestar de los hombres y mujeres que vestían uniformes. Nombré al general Hugh Shelton para que le sustituyera, pues me había impresionado la forma en que había llevado la operación de Haití.

La primera parte del otoño la dedicamos en su mayor parte a asuntos de política exterior, pues realicé mi primer viaje a Sudamérica. Fui a Venezuela, Brasil y Argentina para expresar que América Latina era importante para el futuro de Estados Unidos y para seguir impulsando la idea de una zona de libre comercio que abarcara toda América. Venezuela era nuestro principal proveedor de combustible y siempre había puesto más petróleo que los demás a disposición de Estados Unidos cuando lo habíamos necesitado, desde la Segunda Guerra Mundial hasta la guerra del Golfo. Mi visita fue breve y no tuvo complicaciones; el momento culminante fue un discurso a la gente de Caracas ante la tumba de Simón Bolívar.

Con Brasil la situación era distinta. Había habido muchas tensiones entre nuestros países. Muchos brasileños estaban resentidos con Estados Unidos desde hacía tiempo. Brasil encabezaba el bloque comercial del Mercosur, que también incluía a Argentina, Paraguay y Uruguay, y que tenía un volumen de comercio mayor con Europa que con Estados Unidos. Por otra parte, el presidente de Brasil, Fernando Henrique Cardoso, era un dirigente eficaz y moderno que quería mantener una buena relación con Estados Unidos y que entendía que una asociación más intensa con nosotros le ayudaría a modernizar la economía de su país, a reducir su pobreza crónica y a aumentar su influencia en el mundo.

A mí me fascinaba Brasil desde que el gran saxofonista de jazz Stan Getz popularizó su música en Estados Unidos en la década de los sesenta, y desde entonces siempre había querido conocer sus ciudades y sus bellos paisajes. Me gustaba Cardoso, y le respetaba. El ya había ido a Washington en visita de Estado, y pensé que era uno de los dirigentes más impresionantes que había conocido. Quería que afirmáramos nuestra mutua dedicación a conseguir una cooperación económica más estrecha y nuestro apoyo a sus políticas, especialmente a aquellas que trataban sobre la conservación de la enorme jungla tropical de Brasil, que estaba seriamente en peligro por el exceso de tala, y a aquellas dedicadas a mejorar la educación. Cardoso había iniciado un curioso programa que se llamaba bolsa escola y que pagaba mensualmente una cantidad de dinero a los brasileños pobres si sus hijos iban a la escuela al menos el 85 por ciento del tiempo.

Hubo un momento interesante en nuestra rueda de prensa, en la que, además de algunas preguntas sobre las relaciones entre Brasil y Estados Unidos y sobre el cambio climático, hubo cuatro de la prensa norteamericana sobre la polémica que tenía lugar en Estados Unidos sobre la financiación de la campaña de 1996. Un periodista me preguntó si me sentía avergonzado porque me hicieran ese tipo de preguntas en un viaje al extranjero. Le contesté: «Esa es una decisión que deben tomar ustedes. Deben decidir qué preguntas quieren hacer. No puedo sentirme avergonzado por la manera en que ustedes deciden hacer su trabajo».

Antes de una visita a una escuela de un barrio pobre de Río de Janeiro con Pelé, el legendario jugador de fútbol, Hillary y yo fuimos a Brasilia para una cena de Estado en la residencia presidencial, donde Fernando Henrique y Ruth Cardoso nos agasajaron con la música brasileña que a mí me había gustado durante más de treinta años y que interpretó un grupo de percusión femenino que tocaba ritmos sincopados en una serie de platillos que tenían atados al cuerpo y una fabulosa cantante de Bahía, Virginia Rodrigues.

El presidente de Argentina, Carlos Menem, había sido un sólido aliado de Estados Unidos, nos había apoyado en la guerra del Golfo y en Haití y había adoptado una decidida política económica a favor del libre mercado. Celebró una barbacoa en la sede de la Sociedad Rural de Argentina en Buenos Aires, que incluyó clases de tango para Hillary y para mí y una demostración de la habilidad de los argentinos montando a caballo: un hombre dio la vuelta a la pista puesto en pie sobre dos sementales.

El presidente Menem también nos llevó a Bariloche, un bello centro turístico en la Patagonia, para discutir sobre el calentamiento global y la que yo esperaba que sería nuestra respuesta común al problema. La conferencia internacional sobre el cambio climático se iba a celebrar en diciembre en Kyoto, Japón. Yo estaba completamente a favor de establecer objetivos agresivos para la reducción de las emisiones de gases que creaban el efecto invernadero tanto para las naciones desarrolladas como para aquellas en vías de desarrollo, pero quería conseguir el objetivo no a través de reglamentos y tasas sino a través de incentivos que promovieran el ahorro de energía y el uso de las fuentes de energía ecológicas. Bariloche era el lugar perfecto para subrayar la importancia del medio ambiente. Justo al otro lado del frío y transparente lago del hotel Llao Llao, en el que nos alojábamos, Hillary y yo paseamos por el mágico bosque de Arrayanes, con sus mirtos sin corteza. Los árboles estaban manchados de naranja por el ácido tánico y estaban fríos al tacto. Sobrevivían gracias al buen estado de la tierra, al agua limpia, al aire limpio y al clima moderado. Si se tomaban las medidas adecuadas contra el cambio climático podríamos preservar aquellos árboles frágiles y únicos y la estabilidad de la mayor parte del resto del planeta.

El 26 de octubre, de vuelta en Washington, Capricia Marshall, Kelly Craighead y el resto del equipo de Hillary montaron una gran celebración para su cincuenta cumpleaños bajo una carpa en el Jardín Sur. Chelsea volvió a casa para darle una sorpresa. Había mesas con comida y música de todas las décadas de su vida, con gente alrededor de ellas a las que había conocido en cada uno de esos períodos: de Illinois en los cincuenta, de Wellesley en los sesenta, de Yale en los setenta y de Arkansas en los ochenta.

Al día siguiente, Jiang Zemin llegó a Washington. Esa noche le invité a la residencia para una reunión informal. Después de casi cinco años trabajando con él, me impresionaban su habilidad política, su deseo de integrar a China en la comunidad mundial y la forma en que el crecimiento económico se había acelerado bajo su dirección y la del primer ministro Zhu Rongji, pero todavía me preocupaba que China siguiera sin reconocer las libertades básicas y que todavía encarcelara a gente por motivos políticos. Pedí a Jiang que liberara a algunos disidentes y le dije que para que Estados Unidos y China pudieran mantener una relación a largo plazo, tenía que haber lugar para el desacuerdo justo y honesto.

Cuando Jiang dijo que estaba de acuerdo, comenzamos a hablar sobre qué cambios y cuánta libertad podía China asumir sin arriesgarse al caos interno. No resolvimos nuestras diferencias, pero nos comprendimos mejor el uno al otro y, después de que Jiang volviera a la Blair House, me fui a la cama pensando que China se vería forzada por los imperativos de la sociedad moderna a abrirse más y que en el nuevo siglo era más probable que nuestras naciones fueran socias que adversarias.

Al día siguiente, en nuestra rueda de prensa, Jiang y yo anunciamos que aumentaríamos nuestra cooperación para detener la proliferación de armas de destrucción masiva; que trabajaríamos juntos en el uso pacífico de la energía nuclear y en la lucha contra el crimen organizado, el tráfico de drogas y el contrabando de personas; que ampliaríamos los esfuerzos de Estados Unidos para impulsar el imperio de la ley en China ayudándoles a formar a jueces y a abogados, y que cooperaríamos para proteger el medio ambiente. También me comprometí a hacer lo posible para que China ingresara en la Organización Mundial del Comercio. Jiang se hizo eco de mis palabras y dijo a la prensa que también habíamos acordado reunirnos al más alto nivel cada cierto tiempo y abrir un «teléfono rojo» para garantizar que tuviéramos comunicación directa.

Cuando dimos paso a las preguntas, la prensa hizo las inevitables respecto a los derechos humanos, la plaza de Tiananmen y el Tíbet. Jiang pareció un poco sorprendido, pero mantuvo su buen humor y básicamente repitió lo que me había dicho a mí sobre estas cuestiones la noche anterior; añadió que sabía que estaba visitando una democracia en la que la gente era libre para manifestar sus opiniones. Yo le contesté que aunque China estaba en el lado correcto de la historia en muchos temas, en la cuestión de los derechos humanos «creemos que la política del gobierno está en el lado equivocado». Un par de días después, durante un discurso en Harvard, el presidente Jiang reconoció que se habían cometido errores en la forma de gestionar las manifestaciones de la plaza de Tiananmen. China a veces se movía a un ritmo que a los occidentales nos parecía irritantemente lento, pero no era impermeable al cambio.

Octubre trajo nuevos acontecimientos en el frente legal. Después de que la juez Susan Webber Wright desestimara con perjuicio (es decir, que no podían volverse a plantear) dos de los cuatro cargos de la demanda de Paula Jones, ofrecí un trato extrajudicial para zanjar aquella cuestión. Yo no quería hacerlo, pues nos iba a costar más o menos la mitad de lo que Hillary y yo habíamos ahorrado a lo largo de veinte años, y porque sabía, sobre la base de la investigación que había realizado mi equipo legal, que ganaríamos el caso si jamás llegaba a juicio. Pero no quería perder en esto ni un día más de los tres años que me quedaban.

Jones se negó a aceptar el acuerdo a menos que me disculpara por haberla acosado sexualmente. No podía hacerlo porque no era cierto. No mucho después sus abogados pidieron al tribunal que les liberara de sus deberes y les sustituyó un bufete de Dallas que mantenía estrechas relaciones y estaba financiado por el Instituto Rutherford, otra fundación de derecha financiada por mis adversarios. Ahora ni tan solo trataban de mantener la apariencia de que Paula Jones seguía siendo la demandante en el caso que llevaba su nombre.

A principios de aquel mes, la Casa Blanca entregó videos de cuarenta y cuatro de los tan discutidos cafés al Departamento de Justicia y al Congreso. Demostraban que yo había dicho la verdad desde el principio, que los cafés no eran reuniones para recaudar fondos, sino conversaciones, a menudo muy interesantes, sobre temas muy variados que había sostenido con una serie de personas, algunas de las cuales eran partidarias mías y otras no. Lo único que pudieron hacer la mayor parte de los periodistas que me criticaban era quejarse de que no las hubiéramos hecho públicas antes.

Poco después de ello, Newt Gingrich anunció que no tenía los votos necesarios para aprobar la legislación comercial de «vía rápida» en la Cámara. Yo había trabajado duro durante meses para aprobar aquella legislación. En un intento de lograr más votos de mi partido, me había comprometido con los demócratas a negociar acuerdos comerciales que incluyeran cláusulas sobre el trabajo y sobre el medio ambiente y les dije que había asegurado el pacto con Chile para incluir tales requisitos en el acuerdo bilateral que estábamos negociando. Desgraciadamente no pude convencer a demasiados de ellos, porque la AFLCIO, que estaba todavía molesta por haber perdido la votación del TLCAN, había hecho de la legislación de vía rápida una prueba en la que los demócratas deberían demostrar si estaban a favor o en contra de los sindicatos. Incluso los que estaban de acuerdo conmigo sobre el contenido de la legislación no estaban dispuestos a enfrentarse a una campaña de reelección sin el apoyo financiero y organizativo de la AFLCIO. Muchos republicanos conservadores condicionaron su voto a si yo impondría o no más restricciones a la política internacional de Estados Unidos sobre la planificación familiar. Cuando les dije que no lo haría, perdí también sus votos. El portavoz también había trabajado para aprobar la propuesta de ley, pero al final nos faltaban como mínimo seis votos. Ahora tendría que seguir haciendo acuerdos comerciales individuales y esperar que el Congreso no los echara abajo con las enmiendas.

A mediados de mes tuvimos otra crisis en Irak, cuando Sadam expulsó a seis miembros norteamericanos de los equipos de inspectores de Naciones Unidas. Ordené que el portaviones George Washington se desplazara a la región, y unos días después se readmitió en el país a los inspectores.

Las conversaciones sobre el calentamiento global de Kyoto se abrieron el 1º. de diciembre. Antes de que hubieran terminado, Al Gore voló a Japón para ayudar a nuestro principal negociador, el subsecretario de Estado Stu Eizenstat, a conseguir un acuerdo que pudiéramos firmar, con objetivos firmes pero sin restricciones indebidas en los medios para conseguirlos y con un llamamiento a los países en desarrollo como India y China para que participaran; en treinta años sobrepasarían a Estados Unidos como emisores de gases que creaban el efecto invernadero (hoy en día Estados Unidos es el mayor emisor de esos gases). A menos que se aceptaran los cambios, no podía enviar el tratado al Congreso pues ya sería difícil de aprobar incluso en las mejores circunstancias. Con el apoyo del primer ministro Hashimoto, que quería que la reunión de Kyoto fuera un éxito para Japón, y de otras naciones amigas, entre ellas Argentina, las negociaciones produjeron un acuerdo que me hizo feliz apoyar, con objetivos que creía que podíamos cumplir si el Congreso aprobaba los incentivos necesarios para impulsar la producción y la compra de más tecnologías de conservación de energía y más productos de energía ecológica.

Unos días antes de Navidad, Hillary, Chelsea y yo fuimos a Bosnia a animar a la gente de Sarajevo para que se mantuviera en el camino de la paz y a saludar a nuestras tropas en Tuzla. Bob y Elizabeth Dole se unieron a nuestra delegación junto con algunos jefes militares y una docena de miembros del Congreso de ambos partidos. Elizabeth era la presidenta de la Cruz Roja de Estados Unidos y Bob acababa de acceder a mi petición de que encabezara la Comisión Internacional de Personas Desaparecidas en la ex Yugoslavia.

El día antes de Navidad, Estados Unidos había acordado aportar mil setecientos millones de dólares para apoyar la tambaleante economía surcoreana. Aquello marcó el principio de nuestros esfuerzos para resolver la crisis financiera asiática, que empeoró todavía mucho más al año siguiente. Corea del Sur acababa de elegir a un nuevo presidente, Kim Dae Jung, un activista a favor de la democracia al que habían sentenciado a muerte en la década de 1970 y al que salvó la intervención del presidente Carter. Conocí a Kim en la escalinata de entrada del ayuntamiento de Los Angeles en 1992, cuando me dijo muy orgulloso que él representaba el mismo enfoque de la política que yo. Era valiente, tenía visión de futuro y yo quería ayudarle.

A medida que nos acercábamos al fin de semana del Renacimiento y al Año Nuevo, volví la vista atrás a 1997 con satisfacción; esperaba que lo peor de los enfrentamientos partidistas hubiera pasado después de todo lo que habíamos logrado: el presupuesto equilibrado; el mayor aumento en ayudas para la universidad en cincuenta años; el mayor aumento en la cobertura sanitaria para niños desde 1965; la expansión de la OTAN; la Convención de Armas Químicas; el tratado de Kyoto; la reforma total de nuestras leyes de adopción y de nuestra Administración de Fármacos y Alimentos para que acelerara la introducción de medicinas e instrumentos médicos que podían salvar vidas, y la iniciativa «Una sola Norteamérica», que ya había hecho que millones de personas comenzaran a hablar sobre el estado actual de las relaciones entre razas. Era una lista impresionante, pero no lo suficiente como para tender un puente sobre la división ideológica.

Cuarenta y ocho

Cuando empezó el año 1998, yo no tenía ni idea de que sería el año más extraño de mi presidencia, lleno de humillaciones personales y de vergüenza, de luchas políticas en el país y de éxitos en el extranjero y, contra todo pronóstico, una asombrosa demostración del sentido común y de la profunda decencia del pueblo norteamericano. Puesto que todo sucedió a la vez, me vi obligado como nunca hasta entonces a llevar vidas paralelas, solo que esta vez, la parte más oscura de mi vida interior quedó totalmente expuesta a la vista de todos.

Enero empezó con una nota positiva, con tres iniciativas de gran importancia. En primer lugar, un aumento del 50 por ciento en el número de voluntarios de los Cuerpos de Paz, principalmente con objeto de apoyar las nuevas democracias surgidas tras la caída del comunismo. En segundo lugar, un programa de atención a la infancia dotado con 22.000 millones de dólares de presupuesto: para que el doble de niños de familias trabajadoras pudieran recibir ayudas para el cuidado infantil; para rebajas fiscales a los empleadores que pusieran guarderías a disposición de sus trabajadores, y para la ampliación de los programas escolares antes y después de clase, con el fin de atender a 500.000 niños. Finalmente, mi tercera iniciativa era una propuesta que permitía a la gente «comprar» Medicare con antelación, que cubría a los ciudadanos de sesenta y cinco años o más, a los de sesenta y dos años, o a los de cincuenta y cinco si habían perdido su empleo. El programa estaba diseñado para autofinanciarse mediante modestas primas y otros pagos. Era necesario, pues había un gran número de norteamericanos que abandonaban la población activa antes de la jubilación, a causa de las reestructuraciones, los despidos o por elección, y que no podían encontrar un seguro médico asequible después de haber perdido su cobertura sanitaria laboral.

Durante la segunda semana del mes, fui al sur de Texas, uno de mis lugares preferidos de Estados Unidos, para instar al gran número de estudiantes de origen hispano del instituto Mission High a que ayudaran a acortar la brecha que existía entre la tasa de jóvenes hispanos que iban a la universidad y el resto de la población estudiantil; para ello, podían aprovecharse del notable aumento en ayudas a la educación superior que el Congreso había autorizado en 1997. Cuando me encontraba allí, me informaron del colapso económico de Indonesia; mi equipo económico se puso manos a la obra para analizar la siguiente baja en la crisis financiera asiática. El adjunto al secretario del Tesoro, Larry Summers, fue a Indonesia para obtener el acuerdo del gobierno de que se implementarían las reformas necesarias para recibir ayuda del Fondo Monetario Internacional.

El día 13, se desató de nuevo el conflicto en Irak cuando el gobierno de Sadam bloqueó un equipo de inspectores de Naciones Unidas encabezado por norteamericanos y les impidió cumplir con su labor. Fue el principio del prolongado esfuerzo de Sadam para obligar a Naciones Unidas a levantar las sanciones a cambio de seguir llevando a cabo las inspecciones en busca de armas. Ese mismo día, Oriente Próximo empezó a precipitarse hacia una crisis cuando el gobierno del primer ministro Netanyahu, que aún no había completado la apertura del aeropuerto de Gaza ni garantizado la seguridad de los desplazamientos entre Gaza y Cisjordania, a pesar de que el plazo para hacerlo había vencido hacía tiempo, puso en peligro todo el proceso de paz votando a favor de retener el control de Cisjordania indefinidamente. En enero, la única esperanza en el horizonte mundial fue el acuerdo entre la Casa Blanca y las repúblicas bálticas sobre una asociación con la OTAN, diseñada para formalizar nuestras relaciones de seguridad y garantizarles que el objetivo último de todas las naciones de la OTAN, incluida Estados Unidos, era la plena integración de Estonia, Lituania y Letonia en la organización y en las demás instituciones multilaterales.

El día 14, me encontraba en la Sala Este de la Casa Blanca con Al Gore para anunciar nuestra iniciativa de la Declaración de Derechos del paciente, para garantizar a los norteamericanos que contaban con planes de cobertura sanitaria los tratamientos básicos que tan a menudo les eran denegados; mientras, a Hillary la interrogaba Ken Starr por quinta vez. En esta ocasión era para averiguar cómo habían llegado los archivos del FBI a la Casa Blanca, algo de lo que ella no sabía nada.

Mi testimonio en el caso Jones llegó tres días después. Habíamos repasado una serie de posibles preguntas con mis abogados y pensaba que estaba razonablemente bien preparado, aunque no me sentía bien ese día y desde luego no tenía ganas de que llegara de encontrarme con los abogados del Instituto Rutherford. El presidente del tribunal, la juez Susan Webber Wright, ya había permitido a los abogados de Jones que fisgaran a placer en mi vida privada, supuestamente para determinar si existía una pauta de acoso sexual hacia las mujeres que habían estado empleadas, o que habían buscado trabajo, en la administración estatal durante mi etapa de gobernador, o en la administración federal durante mi presidencia. La investigación se remontaba a cinco años atrás, desde el momento en que se produjo el supuesto acoso contra Jones, hasta entonces. La juez también había dado a los abogados de Jones estrictas instrucciones de que no se filtrara el contenido de ningún testimonio ni de cualquier otro aspecto de su investigación.

El objetivo declarado podría haberse logrado de forma menos intrusiva; sencillamente podían haber pedido que respondiera sí o no a ciertas preguntas, como por ejemplo, si había estado a solas con alguna empleada del gobierno; después los abogados podrían haber preguntado a esas mujeres si yo las había acosado. Sin embargo, esto hubiera convertido el testimonio en inútil. En aquel momento, todos los implicados en el caso ya sabían que no había pruebas de acoso sexual. Yo estaba seguro de que los abogados querían obligarme a reconocer algún tipo de relación con una o más mujeres, para así poderlo filtrar a la prensa, violando la orden de confidencialidad de la juez. Como después se vería, no sabía de la misa la mitad.

Después de que me tomaran juramento, la declaración empezó con una petición por parte de los abogados del Instituto Rutherford para que el juez aceptara la definición de «relaciones sexuales» que supuestamente habían hallado en un documento legal. Básicamente, la definición cubría los contactos íntimos más allá del beso, para la persona que respondía a la pregunta, y si la actividad se hacía para obtener placer o excitación. Parecía requerir un acto concreto y un determinado estado de ánimo por mi parte, y no incluía ningún acto de ninguna otra persona. Los abogados dijeron que trataban de evitarme preguntas vergonzosas.

Estuve allí durante algunas horas y solo dedicaron diez o quince minutos a Paula Jones. El resto del tiempo trataron temas que no estaban relacionados con Jones, entre ellos me hicieron muchas preguntas acerca de Monica Lewinsky, que había trabajado en la Casa Blanca durante el verano de 1995 como becaria y luego fue empleada fija desde diciembre hasta principios de abril, cuando la trasladaron al Pentágono. Los abogados preguntaron, entre otras cosas, si la conocía bien, si alguna vez habíamos intercambiado regalos, si habíamos mantenido conversaciones telefónicas y si había mantenido «relaciones sexuales» con ella. Hablé de nuestras conversaciones, reconocí que le había hecho regalos y respondí que no a la pregunta de las «relaciones sexuales».

Los abogados del Instituto Rutherford siguieron haciéndome las mismas preguntas una y otra vez con ligeras variaciones. Cuando hicimos una pausa, mi equipo legal estaba perplejo, porque el nombre de Lewinsky había aparecido en la lista de posibles testigos de la demandante solo desde principios de diciembre, y la habían citado a declarar como testigo dos semanas más tarde. No les hablé de mi relación con ella, pero dije que no estaba seguro de qué significaba exactamente esa curiosa definición de relaciones sexuales. Ellos tampoco. Al principio del testimonio, mi abogado, Bob Bennett, había pedido a los abogados del Instituto Rutherford que formularan preguntas concretas y no ambiguas acerca de mi contacto con las mujeres. Al final del interrogatorio sobre Lewinsky, le pregunté al abogado si no quería preguntarme algo más concreto. Una vez más declinó hacerlo, pero dijo: «Señor, creo que esto saldrá a la luz dentro de poco, entonces lo comprenderá».

Yo estaba aliviado pero algo inquieto porque el abogado no parecía querer formular preguntas específicas, ni tampoco obtener respuestas. Si hubiera hecho esas preguntas, las habría contestado sinceramente, pero no me hubiera gustado en absoluto. Durante el cierre de las oficinas del gobierno, a finales de 1995, cuando muy poca gente tenía acceso a la Casa Blanca y los que venían se quedaban a trabajar hasta tarde, mantuve una relación inapropiada con Monica Lewinsky, y volví a mantenerla en otras ocasiones entre noviembre y abril, cuando dejó la Casa Blanca para ir al Pentágono. Durante los diez meses siguientes no la vi, aunque hablábamos por teléfono de vez en cuando.

Una tarde, en febrero de 1997, Monica estaba entre los invitados a una grabación de mi discurso semanal, después del cual me reuní a solas con ella durante unos quince minutos. Estaba disgustado conmigo mismo por haberlo hecho y, en primavera, cuando volví a verla, le dije que me sentía mal por mí, por mi familia y por ella, y que no podía seguir haciéndolo. También le dije que era una persona inteligente e interesante que tenía derecho a algo mejor y que, si ella quería, yo trataría de ser amigo suyo y ayudarla.

Monica siguió visitando la Casa Blanca; la vi en alguna de esas ocasiones pero no sucedió nada inadecuado. En octubre, me pidió que la ayudara a conseguir un trabajo en Nueva York, y así lo hice. Recibió dos ofertas; aceptó una de ellas y a finales de diciembre vino a la Casa Blanca para despedirse. Para entonces ya había recibido su citación en el caso Jones. Dijo que no quería testificar, y le comenté que algunas mujeres habían evitado los interrogatorios presentando una declaración jurada en la que afirmaban que yo no las había acosado sexualmente.

Lo que había hecho con Monica Lewinsky era inmoral y estúpido. Estaba profundamente avergonzado y no quería que saliera a la luz pública. En la declaración, traté de proteger a mi familia y a mí mismo de mi propia estupidez. Creí que la tortuosa definición de «relaciones sexuales» me lo permitiría, aunque estaba suficientemente preocupado como para invitar al abogado que me interrogaba a que formulara preguntas más concretas. No tuve que esperar demasiado para descubrir por qué había declinado hacerlas.

El 21 de enero, el Washington Post abrió el fuego publicando la noticia de que yo tenía una relación con Monica Lewinsky y que Kenneth Starr estaba investigando posibles cargos por haberla incitado a mentir acerca de ello bajo juramento. La historia salió a la luz pública a primera hora del día 18, en una página web de internet. La declaración había sido una trampa; casi cuatro años después de que se ofreciera a ayudar a Paula Jones, Starr por fin había logrado meterse en el caso.

En verano de 1996, Monica Lewinsky contó a una compañera, Linda Tripp, la relación que mantenía conmigo. Un año más tarde, Tripp empezó a grabar sus conversaciones telefónicas. En octubre de 1997, Tripp ofreció la posibilidad de escuchar las cintas a un periodista del Newsweek y se las dejó oír a Lucianne Goldberg, una publicista republicana conservadora. Llamaron a Tripp a declarar en el caso Jones, aunque jamás se la mencionó en ninguna lista de testigos de las que enviaron a mis abogados.

A última hora del lunes 12 de enero de 1998, Tripp telefoneó a la oficina de Starr, describió las grabaciones confidenciales de sus conversaciones con Lewinsky e hizo un trato para entregar las cintas. Le preocupaba su propia responsabilidad legal, pues la grabación que había llevado a cabo era un delito según la ley de Maryland, pero la gente de Starr prometió protegerla. Al día siguiente Starr hizo que agentes del FBI prepararan a Tripp para que esta pudiera grabar una conversación privada con Lewinsky mientras comían en el City Ritz-Carlton del Pentágono. Un par de días más tarde, Starr pidió permiso al Departamento de Justicia para ampliar sus atribuciones y abarcar la investigación sobre Lewinsky; al parecer, adujo razones muy alejadas de la realidad como base de su petición.

El día 16, un día antes de mi declaración, Tripp organizó otro encuentro con Lewinsky, de nuevo en el mismo lugar. Esta vez recibieron a Monica agentes del FBI y abogados que se la llevaron a una habitación de hotel, la interrogaron durante algunas horas y la disuadieron de que llamara a un abogado. Uno de los abogados de Starr le dijo que debía cooperar si quería evitar ir a la cárcel y le ofreció un trato de inmunidad, cuyo plazo expiraba a medianoche. También la presionaron para que se pusiera micrófonos y grabara en secreto conversaciones con gente relacionada en la supuesta conspiración. Finalmente, Monica pudo llamar a su madre, que se puso en contacto con su padre, del cual había estado divorciada durante mucho tiempo. Este llamó a un abogado, William Ginsburg, que le aconsejó que no aceptara el trato hasta que pudiera averiguar más detalles sobre el caso y que le lanzó la caballería a Starr por retener a su cliente «durante ocho o nueve horas sin abogado» y por presionarla para que aceptara llevar micrófonos y hacer caer en una trampa a otras personas.

Después de que saltara la noticia, llamé a David Kendall y le aseguré que yo no había incitado a nadie a cometer perjurio ni a obstruir la justicia. Estaba claro para los dos que Starr trataba de crear una tormenta política para echarme de la presidencia. Todo había empezado con unos fuegos artificiales impresionantes, pero yo pensaba que si podía resistir al vapuleo público durante un par de semanas, el humo se despejaría, la prensa y el público se concentrarían en las tácticas de Starr y surgiría una visión más equilibrada de todo el asunto. Sabía que había cometido un gran error y estaba decidido a no agravarlo permitiendo que Starr me echara del cargo. De momento, la histeria que se había desatado era abrumadora.

Seguí haciendo mi trabajo y me escondí tras un muro; negaba lo sucedido a todo el mundo: a Hillary, a Chelsea, a mi equipo, a mi gabinete, a mis amigos en el Congreso, a los miembros de la prensa y al pueblo norteamericano. Lo que lamento más, aparte de mi conducta, es haberles engañado a todos. Desde 1991 me habían llamado mentiroso acerca de todo lo que podían encontrar, cuando de hecho yo había sido honesto en mi vida pública y en mis asuntos económicos, como todas las investigaciones terminaron demostrando. Ahora estaba engañando a todo el mundo acerca de mis defectos personales. Me sentía avergonzado y quería evitar que mi esposa y mi hija se enteraran. No quería ayudar a Starr a criminalizar mi vida privada y no quería que el pueblo norteamericano supiera que les había decepcionado. Era como vivir una pesadilla; como si volviera a llevar vidas paralelas, pero muchísimo peor.

El día que la noticia se publicó, hice una entrevista, que se había concertado anteriormente, con Jim Lehrer para el programa NewsHour de la PBS. Respondí a sus preguntas diciendo que yo no le había pedido a nadie que mintiera, lo cual era cierto, y que «no existe ninguna relación inapropiada». Aunque la impropiedad había terminado mucho antes de que Lehrer me hiciera la pregunta, mi respuesta era engañosa y me avergonzó decírsela a Lehrer. A partir de entonces, siempre que podía, me limitaba a decir que jamás le había pedido a nadie que no dijera la verdad.

Mientras sucedía todo esto, yo tenía que seguir con mi trabajo. El día 20 me reuní con el primer ministro Netanyahu en la Casa Blanca para analizar sus planes de una retirada por fases de Cisjordania. Netanyahu había tomado la decisión de avanzar en el proceso de paz siempre que tuviera «paz con seguridad». Era un gesto valiente porque su coalición de gobierno no era muy estable, pero se daba cuenta de que si no actuaba, la situación pronto se descontrolaría.

Al día siguiente vino Arafat a la Casa Blanca. Le hice un resumen alentador de mi reunión con Netanyahu y le garanticé que estaba presionando al primer ministro para que Israel cumpliera con sus obligaciones según el proceso de paz. También le recordé los problemas políticos del dirigente israelí y declaré, como siempre, que él tenía que seguir luchando contra el terror si quería que Israel siguiera adelante con el plan de paz. Al día siguiente condenaron a muerte a Mir Aimal Kansi por el asesinato de dos agentes de la CIA en enero de 1993, el primer acto terrorista que tuvo lugar durante mi presidencia.

Hacia el 27 de enero, el día del discurso del Estado de la Unión, el pueblo norteamericano había sido martilleado durante una semana con la cobertura informativa sobre la investigación de Starr, y yo llevaba una semana soportándola. Starr ya había enviado citaciones a algunas personas del equipo de la Casa Blanca y había solicitado parte de nuestros archivos y documentos. Yo había pedido a Harold Ickes y a Mickey Kantor que colaboraran para hacer frente a la polémica. El día antes del discurso, a instancias de Harold y Harry Thomason, que pensaban que mis declaraciones públicas habían sido muy vacilantes, aparecí una vez más, con reticencias, frente a la prensa para decir que «no había mantenido relaciones sexuales» con Lewinsky.

La mañana del discurso, en el programa Today de la NBC, Hillary dijo que ella no creía las acusaciones que lanzaban contra mí y que «una gran conspiración de derechas» había tratado de destruirnos desde la campaña de 1992. Starr, indignado, emitió un comunicado en el que se quejaba de que Hillary cuestionara sus motivos. Aunque ella tenía razón acerca de la naturaleza de nuestros adversarios, ver a Hillary defendiéndome me hizo sentir aún más avergonzado por lo que había hecho.

La difícil entrevista de Hillary y mis encontradas reacciones a ella ejemplificaban claramente el aprieto en el que me hallaba: como marido, había hecho algo malo por lo que debía disculparme y pedir perdón. Como presidente, estaba envuelto en una lucha política y legal contra fuerzas que habían abusado de la legislación civil y penal y que habían perjudicado gravemente a gente inocente, en su intento de destruir mi presidencia y limitar mi capacidad para cumplir con mis funciones.

Finalmente, después de años dando palos de ciego, les había dado algo con lo que trabajar. Había perjudicado a la presidencia y al pueblo a causa de mi mala conducta. Eso no era culpa de nadie, solo mía. No quería agravar el error dejando que los reaccionarios prevalecieran.

Hacia las 9 de la noche, cuando entré en la sala de la Cámara, llena hasta los topes, la tensión era palpable tanto allí como en los hogares de todo Estados Unidos; la audiencia de mi discurso del Estado de la Unión era la más alta desde que había pronunciado mi primer discurso. La gran pregunta era si iba a mencionar la polémica. Empecé por las cosas sobre las que no había ninguna duda. El país estaba en una etapa positiva, con catorce millones de nuevos empleos, la tasa de vivienda en propiedad más alta de la historia y la cifra más baja de personas dependientes de la asistencia social en los últimos veintisiete años; también teníamos el gobierno federal más reducido desde hacía treinta y cinco años. El plan económico de 1993 había rebajado el déficit, cuyas estimaciones lo situaban alrededor de 357.000 millones de dólares en 1998, hasta un 90 por ciento, y el presupuesto equilibrado del año anterior lo eliminaría definitivamente.

A continuación hablé de mis planes para el futuro. Primero, propuse que antes de gastar los futuros superávits en nuevos programas o rebajas fiscales, debíamos ahorrar para las pensiones de la seguridad social de la generación del baby boom. En educación, recomendé financiar la contratación de 100.000 nuevos maestros y reducir el tamaño de las clases a dieciocho alumnos en los primeros tres cursos. También apunté un plan para ayudar a las comunidades a modernizar o construir cinco mil escuelas, y ayudas a estas para que practicaran la «promoción social» aportando fondos para lecciones suplementarias en horarios fuera de clase o en los programas de la escuela de verano. Reiteré mi apoyo a la Declaración de Derechos del paciente, a ampliar Medicare para los norteamericanos entre cincuenta y cinco y sesenta y dos años, al tiempo que se ampliaba la ley de baja médica y familiar. Hice un llamamiento para que se realizara una expansión suficientemente grande de la atención federal a la infancia, para proporcionar cobertura a un millón de niños más.

En el frente de la seguridad, pedí el respaldo del Congreso para luchar contra un «eje diabólico de nuevas amenazas procedentes del terrorismo, los criminales internacionales y los traficantes de drogas». También solicité la aprobación del Senado para la expansión de la OTAN; que siguiéramos financiando nuestra misión en Bosnia, y nuestros esfuerzos para hacer frente a los peligros de las armas biológicas y químicas, y a los estados canallas, terroristas o criminales organizados que trataran de adquirirlas.

La última sección de mi discurso trataba de ser una llamada a Estados Unidos para que apostara por la unidad y por el futuro: quería triplicar el número de «zonas de desarrollo» en las comunidades deprimidas; lanzar una nueva iniciativa para limpiar el agua de nuestros ríos, lagos y aguas costeras; proporcionar seis mil millones en rebajas fiscales y fondos de investigación para el desarrollo de coches de combustibles de mayor rendimiento, hogares con energía limpia y renovable; financiar la «nueva generación» de internet para transmitir información mil veces más de prisa, y aportar fondos para la Comisión de Igualdad de Oportunidades Laborales, que a causa de la hostilidad del Congreso, no tenía recursos para gestionar sesenta mil casos congelados acerca de la discriminación en el trabajo. También propuse el mayor aumento de la historia para los Institutos Nacionales de la Salud, el Instituto Nacional del Cáncer y la Fundación Científica Nacional, para que «la nuestra sea la generación que finalmente venza la guerra contra el cáncer e inaugure una revolución en nuestra lucha contra todas las enfermedades mortales».

Cerré el discurso agradeciéndole a Hillary que liderara nuestra campaña del milenio para preservar los tesoros históricos de Estados Unidos, incluida la deshilachada Vieja Bandera de Barras y Estrellas, que inspiró a Francis Scott Key para escribir nuestro himno nacional durante la guerra de 1812.

No había ni una palabra en el discurso acerca de la polémica y la idea nueva más importante había sido «primero hay que salvar la seguridad social». Yo temía que el Congreso se enzarzara en una disputa sobre la forma en que gastaríamos los superávits que llegarían, y que los malgastaran en rebajas fiscales y gastos antes de solucionar el problema de la jubilación de la generación del baby boom. La mayoría de los demócratas estaban de acuerdo conmigo, y la mayor parte de los republicanos no, aunque durante los años siguientes celebramos una serie de foros bipartitos por todo el país en los cuales, aparte de todo lo que sucedía a nuestro alrededor, buscábamos un terreno común y debatíamos cómo garantizar la seguridad de las pensiones, en lugar de preguntarnos si hacía falta.

Dos días después del discurso, la juez Wright ordenó que todas las pruebas relacionadas con Monica Lewinsky se apartaran del caso Jones porque «no eran esenciales para la causa principal»; esto convertía la investigación de Starr sobre mi declaración en un acto aún más cuestionable, puesto que el perjurio requiere una falsa declaración sobre un tema «esencial». El último día del mes, diez días después de que se desatara la tormenta, el Chicago Tribune publicó una encuesta que demostraba que el índice de aprobación de mi gestión había subido al 72 por ciento. Yo estaba decidido a demostrar al pueblo norteamericano que estaba esforzándome y consiguiendo resultados, para ellos.

El 5 y el 6 de febrero, Tony y Cherie Blair llegaron a Estados Unidos para una visita oficial de dos días. Fueron una ráfaga de aire fresco tanto para Hillary como para mí. Nos hicieron reír y Tony me apoyó mucho en público, haciendo hincapié en nuestro enfoque común a los problemas económicos y sociales y a la política exterior. Los llevamos a Camp David para cenar con Al y Tipper Gore; también celebramos una cena de gala en la Casa Blanca, amenizada por Elton John y Stevie Wonder. Después del acto Hillary me dijo que Newt Gingrich, que estaba sentado en su mesa con Tony Blair, había dicho que los cargos contra mí eran «ridículos», «un sinsentido» aunque fueran ciertos y que «no iban a ninguna parte».

En nuestra rueda de prensa, después de que Tony dijera que yo no era solamente su colega, sino también su amigo, Mike Frisby, un periodista del Wall Street Journal, finalmente me hizo la pregunta que yo había estado esperando. Quería saber si, teniendo en cuenta el dolor y todos los asuntos relacionados con mi vida personal, «hasta qué punto considera usted que sencillamente ya no vale la pena seguir, y se plantea dimitir de la presidencia?». «Jamás», respondí. Dije que trataba de dejar a un lado el veneno personal y separarlo de la política, y que cuanto más lo intentaba, «más tiraban los demás en la otra dirección». Aun así, dije que «jamás me alejaré de la gente de este país y de la confianza que han depositado en mí», de modo que pensaba «seguir yendo a trabajar».

A mediados de mes, mientras Tony Blair y yo seguíamos reuniendo apoyos por todo el mundo para lanzar ataques aéreos sobre Irak en respuesta a la expulsión de los inspectores de Naciones Unidas, Kofi Annan obtuvo un acuerdo de última hora con Sadam Husein para reanudar las inspecciones. Parecía que Sadam jamás movía un dedo excepto cuando le obligaban a ello.

Además de impulsar mis nuevas iniciativas, me dedicaba a trabajar en la ley de reforma de la financiación de la campaña McCain-Feingold, que los republicanos del Senado abortaron a finales de mes. También designé a un nuevo director de Salud Pública, el doctor David Satcher, director del Centro para la Prevención y el Control de Enfermedades, y visité las zonas perjudicadas por los tornados en Florida central. Igualmente, anuncié las primeras becas para ayudar a las comunidades a reafirmar sus esfuerzos para prevenir la violencia contra las mujeres y colaboré en la recaudación de fondos de los demócratas para las siguientes elecciones.

A finales de enero y durante febrero, llamaron a algunos miembros del personal de la Casa Blanca para comparecer ante el gran jurado. Me sentí muy mal porque estuvieran atrapados en todo aquello, especialmente Betty Currie, que había tratado de entablar amistad con Monica Lewinsky y ahora la castigaban por ello. También me disgustó que aquella vorágine afectara a Vernon Jordan. Habíamos sido amigos íntimos durante mucho tiempo y una y otra vez yo había sido testigo de la forma en que ayudaba a la gente más necesitada. Ahora también se había convertido en un blanco, por mi culpa. Yo sabía que él no había hecho nada malo y esperaba que algún día fuera capaz de perdonarme por el desastre en el que le había metido.

Starr también citó a Sidney Blumenthal, periodista y viejo amigo de Hillary y mío, que había venido a trabajar a la Casa Blanca en julio de 1997. Según el Washington Post, Starr estaba estudiando la posibilidad de que las críticas de Sid contra él constituyeran una obstrucción a la justicia. Era una estremecedora muestra de lo susceptible que era Starr, y de hasta qué punto estaba dispuesto a hacer uso del poder de su oficina contra cualquiera que le criticara. Starr llamó a declarar a dos investigadores privados contratados por el National Enquirer para acallar el rumor de que él estaba teniendo una aventura con una mujer de Little Rock. El rumor era falso, al parecer un caso de confusión de identidades, pero de nuevo reflejaba la doble vara de medir por la que se regía. El utilizaba a agentes del FBI y a investigadores privados para hurgar en mi vida personal, pero cuando un tabloide hacía lo mismo con la suya, iba tras ellos.

Las tácticas de Starr empezaban a atraer la atención de la prensa. Newsweek publicó un reportaje de dos páginas, «Conspiración o coincidencia», que rastreaba las conexiones de más de veinte activistas y organizaciones conservadores que habían impulsado y financiado los «escándalos» que Starr investigaba. El Washington Post publicó una noticia según la cual cierto número de ex fiscales federales expresaban su incomodidad no solo ante el nuevo enfoque de Starr sobre mi vida privada, sino también ante «el arsenal de armas que ha desplegado para lanzar sus acusaciones contra el presidente».

Starr fue especialmente criticado porque obligó a la madre de Monica Lewinsky a testificar contra su voluntad. Las directrices de conducta federales, a las que Starr supuestamente debía atenerse, decían que, generalmente, no debía forzarse a testificar a los miembros de la familia a menos que formaran parte de la actividad delictiva que se estaban investigando, o que existieran «motivos por parte de la fiscalía que anularan dicha condición». A principios de febrero, de acuerdo con una encuesta de NBC News, solo el 26 por ciento de los norteamericanos creían que Starr estaba llevando una investigación imparcial.

La saga prosiguió hasta marzo. Mi declaración del caso Jones se filtró, obviamente por alguien del lado de Jones. Aunque el juez había advertido repetidamente a los abogados del Instituto Rutherford que no lo hicieran, no se sancionó a nadie en ningún momento. El día 8, Jim McDougal falleció en una prisión federal de Texas, un final triste e irónico para su larga caída al abismo. Según Susan McDougal, Jim había cambiado su versión a instancias de Starr y Hick Erwing porque quería evitar a toda costa morir en la cárcel.

A mediados de mes, 60 Minutes emitió una entrevista con una mujer llamada Kathleen Willey, que afirmaba que yo le había hecho proposiciones no deseadas mientras estuvo empleada en la Casa Blanca. No era cierto. Teníamos pruebas que arrojaban dudas sobre su historia, incluida la declaración jurada de su amiga Julie Hiatt Steele, que dijo que Willey le había pedido que mintiera; debía decir que Willey le había contado el supuesto episodio poco después de que sucediera, cuando en realidad no había sido así.

El marido de Willey se había suicidado y le había dejado una deuda pendiente de más de doscientos mil dólares. En una semana, las noticias informaron de que después de mi llamada para ofrecerle mis condolencias por la muerte de su marido, ella había dicho a todo el mundo que yo asistiría al funeral. Esto sucedió después del supuesto incidente. Finalmente, decidimos difundir cerca de una docena de cartas que Willey me había escrito, donde decía cosas como que era «mi fan número uno» y que quería ayudarme «de cualquier manera que fuera posible». Después de una noticia que decía que quería cobrar trescientos mil dólares por contar su historia a un tabloide o en un libro, la historia se perdió en el olvido.

Menciono la triste historia de Willey por lo que Starr hizo con ella. Primero, en un gesto extremadamente excepcional, le concedió «inmunidad total» —protección completa contra cualquier investigación penal —a condición de que le dijera «la verdad». Cuando la pillaron en una mentira sobre unos detalles embarazosos relacionados con otro hombre, Starr volvió a concederle la inmunidad. Por el contrario, cuando Julie Hiatt Steele, una notoria republicana, se negó a cambiar su versión y mentir para Starr, éste la acusó. A pesar de que no la condenaron, la arruinó económicamente. La oficina de Starr incluso trató de cuestionar la legalidad de su adopción de un bebé rumano.

El día de San Patricio, me reuní con los líderes de todos los partidos políticos de Irlanda del Norte que participaban en el proceso político, y mantuve extensas reuniones con Gerry Adams y David Trimble. Tony Blair y Bertie Ahern querían alcanzar un acuerdo. Mi papel consistía principalmente en tranquilizar e impulsar a los partidos hacia el marco de trabajo que George Mitchell estaba construyendo. Quedaban todavía por delante difíciles compromisos, pero yo estaba convencido de que estábamos avanzando.

Unos días más tarde, Hillary yo volamos a África, lejos de la agitación que había en nuestro país. África era un continente que Norteamérica había ignorado demasiado a menudo y que, en mi opinión, desempeñaría un papel importante, para bien o para mal, en el siglo XXI. Yo me sentía verdaderamente feliz de que Hillary viniera conmigo; había disfrutado mucho del viaje que Chelsea y ella hicieron a África el año anterior; además, necesitábamos estar juntos y alejados de todo.

La visita empezó en Ghana, donde el presidente Jerry Rawlings y su esposa Nana Konadu Agyemang nos acompañaron durante una ceremonia emocionante en la plaza de la Independencia, con más de medio millón de personas. En la tarima estábamos flanqueados por reyes tribales envueltos en trajes nativos de kente multicolor, y nos obsequiaban con ritmos musicales africanos ejecutados por ghaneses que tocaban el tambor más grande que he visto en toda mi vida.

Rawlings me gustó; yo respetaba que, después de haberse hecho con el poder en un golpe militar, hubiera sido elegido y reelegido presidente y hubiera prometido entregar el poder en 2000. Además, teníamos una relación familiar indirecta: cuando Chelsea nació, una maravillosa comadrona ghanesa había ayudado al médico durante el parto; se encontraba en Arkansas completando su formación. Hillary y yo llegamos a sentir cariño por Hagar Sam, y nos complació descubrir que también había ayudado a nacer a los cuatro hijos de los Rawlings.

El día 24 fuimos a Uganda para reunirnos con el presidente Yoweri Museveni y su esposa Janet. Uganda había progresado mucho desde la opresiva dictadura de Idi Amin. Apenas unos años atrás, tenía la tasa de enfermos de SIDA más alta de África. Gracias a una campaña bautizada «el gran ruido», la tasa de mortalidad se había reducido a la mitad, haciendo hincapié en la abstinencia sexual, la educación, el matrimonio y los preservativos.

Los cuatro visitamos dos pequeñas aldeas, Mukono y Wanyange, para destacar la importancia de la educación y de los microcréditos financiados con ayuda norteamericana. Uganda había triplicado su presupuesto para la educación durante los anteriores cinco años y había realizado un verdadero esfuerzo para educar a niñas y niños en la igualdad. Los escolares que visitamos en Mukono llevaban bonitos uniformes de color rosa. Eran obviamente listos y tenían curiosidad, pero sus materiales de aprendizaje no eran los más adecuados: el mapa de la clase era tan viejo que aún incluía a la Unión Soviética. En Wanyange, la cocinera de la aldea había ampliado su campo de actividades y otra mujer había diversificado su negocio de cría de pollos para incluir conejos, gracias a los microcréditos financiados con la ayuda de Estados Unidos. Conocimos a una mujer con un bebé de dos días. Me dejó sostener al niño mientras el fotógrafo de la Casa Blanca tomaba una foto de dos tipos llamados Bill Clinton.

El Servicio Secreto no quería que viajara a Ruanda a causa de los permanentes problemas de seguridad, pero yo sentía que tenía que hacerlo. Como una concesión al tema de la seguridad, me reuní en el aeropuerto de Kigali con los dirigentes del país y con los sobrevivientes del genocidio. El presidente Pasteur Bizimungu, de la etnia hutu, y el vicepresidente Paul Kagame, un tutsi, trataban de reconstruir el país. Kagame era el líder político más poderoso de la nación; él había decidido que el proceso de reconciliación avanzaría mejor si se empezaba con un presidente de la mayoría hutu. Reconocí que Estados Unidos y la comunidad internacional no habían actuado con suficiente rapidez y no habían podido detener el genocidio ni tampoco impedir que los campos de refugiados se convirtieran en santuarios para los asesinos, y le ofrecí ayuda para reconstruir la nación y apoyar a los tribunales de crímenes de guerra que condujeran a los responsables del genocidio ante la justicia.

Los sobrevivientes me contaron sus historias. El último orador era una mujer de actitud muy digna que contó cómo sus vecinos hutus, gente cuyos hijos habían jugado con los suyos durante años, habían denunciado a su familia a los asesinos que saqueaban la zona, identificándola como tutsi. Había sido gravemente herida con un machete, y la habían dado por muerta. Despertó en un charco de su propia sangre y vio a su marido y a sus seis hijos que yacían muertos a su lado. Nos dijo a Hillary y a mí que había llorado desesperadamente y había increpado a Dios porque había sobrevivido; luego, progresivamente, comprendió que «su vida había sido perdonada por algún motivo, y que no podía ser algo tan mezquino como la venganza. De modo que hago lo que puedo para que volvamos a empezar». Yo me sentía abrumado; aquella magnífica mujer había hecho que mis problemas parecieran patéticamente insignificantes. Por ella, mi decisión de hacer lo que estuviera en mi mano para ayudar a Ruanda se hizo aún más profunda.

Empecé la primera visita que un jefe de estado norteamericano realizaba a Sudáfrica por Ciudad del Cabo, con un discurso ante el parlamento donde dije que había venido «en parte para ayudar al pueblo norteamericano a ver a la nueva África con nuevos ojos». Para mí resultaba fascinante contemplar a los seguidores y a las víctimas del antiguo apartheid trabajando juntos. No negaban el pasado, ni ocultaban sus discrepancias actuales, pero parecían confiados en que podrían construir un futuro en común. Era un tributo al espíritu de reconciliación que emanaba de Mandela.

Al día siguiente Mandela nos llevó a Robben Island, donde había pasado los primeros dieciocho años de su cautiverio. Vi la cantera de piedra en la que había trabajado y la estrecha celda en la que le custodiaban cuando no estaba picando piedra. En Johannesburgo, llamé al adjunto al presidente, Thabo Mbeki, que se había reunido con Al Gore dos veces al año para tratar nuestro programa de acciones conjuntas y que, casi con toda certeza, sería el sucesor de Mandela. También inauguré un centro comercial bautizado en honor a Ron Brown, que había amado mucho a Sudáfrica, y visité una escuela primaria. Hillary y yo fuimos con Jesse Jackson a la iglesia, en Soweto, el bullicioso distrito del que habían salido muchos activistas anti apartheid.

Para entonces yo había desarrollado una verdadera amistad con Mandela. Era admirable, no solo por el asombroso viaje que había hecho desde el odio hacia la reconciliación durante los veintisiete años que pasó encarcelado, sino también porque era un político firme y una persona amable la cual, a pesar de su largo confinamiento, jamás había perdido el interés por el lado personal de la vida, o su capacidad para demostrar amor, amistad y amabilidad.

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