Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
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- Epílogo
Treinta
El domingo 17 de enero, Al y Tipper Gore, y Hillary y yo empezamos la semana de la investidura con una visita a Monticello, seguida de una reflexión, ante un público de jóvenes, sobre la importancia de la figura de Thomas Jefferson para Estados Unidos.
Después del acto, nos subimos a nuestro autobús para el viaje de vuelta a Washington, a unos 190 kilómetros. El autobús simbolizaba nuestro compromiso de devolver el gobierno federal a la gente. Además, recordábamos con cariño los momentos felices que habíamos pasado en él y queríamos realizar un último viaje. Nos detuvimos para una breve misa en Culpeper, una pequeña localidad del precioso valle de Shenandoah, y luego proseguimos hasta Washington. Al igual que durante la campaña, la gente nos saludaba y nos daba ánimos, aunque también hubo unos pocos detractores, a lo largo del camino.
Cuando llegamos a la capital, ya estaban en marcha los preparativos de nuestra investidura, que llevaba por título «Una reunión americana: nuevos comienzos y esperanzas renovadas». Harry Thomason, Rahm Emanuel y Mel French, un amigo de Arkansas que durante mi segundo mandato fue jefe de protocolo, habían organizado una extraordinaria serie de actos y se habían esforzado para que el mayor número de ellos fueran de gratuitos o, como mínimo, a un precio asequible para los votantes que me habían elegido. El domingo y el lunes, en el bulevar entre el edificio del Capitolio y el monumento a Washington, se celebró un festival al aire libre con comida, música y muestras de artesanía. Esa misma noche celebramos en los peldaños del monumento a Lincoln un concierto de «Llamamiento a la reunión», en el que actuaron artistas famosos como Diana Ross y Bob Dylan, que supieron emocionar a las más de doscientas mil personas que abarrotaron el espacio entre el escenario y el monumento a Washington. De pie, debajo de la estatua de Lincoln, pronuncié un breve discurso en el que apelé a la unidad nacional y dije que Lincoln «insufló nueva vida a la idea de Jefferson de que todos hemos nacido libres e iguales».
Después del concierto, la familia Gore y la mía encabezamos una procesión de miles de personas que sostenían linternas. Cruzamos el río Potomac por el puente Memorial, hasta Lady Bird Johnson Circle, justo enfrente del cementerio nacional de Arlington. A las 6 de la tarde tañimos una réplica de la Campana de la Libertad, para que las «Campanas de la Esperanza» repicaran por todo Estados Unidos, e incluso a bordo de la nave espacial Endeavour. Luego hubo fuegos artificiales, seguidos por diversas fiestas de bienvenida. Cuando volvimos a Blair House, la residencia oficial de huéspedes, situada justo enfrente de la Casa Blanca, estábamos eufóricos pero derrengados, y antes de caer rendido repasé brevemente el último borrador de mi discurso de toma de posesión.
Aún no estaba satisfecho. En comparación con mis discursos de campaña, parecía que se quedaba corto. Sabía que tenía que ser más solemne, pero no quería que se hiciera pesado. Me gustaba un pasaje en concreto, que giraba en torno a la idea de que nuestro nuevo comienzo había «hecho llegar la primavera» a Estados Unidos en este frío día de invierno. Era idea de mi amigo el padre Tim Healey, ex rector de la Universidad de Georgetown. Tim había fallecido repentinamente, de un ataque cardíaco, mientras cruzaba el aeropuerto de Newark, pocas semanas después de las elecciones. Cuando sus amigos fueron a su apartamento, encontraron en su máquina de escribir el principio de una carta dirigida a mí, en la que entre otras cosas me proponía expresiones para el discurso inaugural. Su frase «hacer que llegue la primavera» nos impresionó mucho a todos y yo quería emplearla en su memoria.
El lunes 18 de enero se celebraba el cumpleaños de Martin Luther King Jr. Por la mañana di una recepción para los representantes diplomáticos de las demás naciones en el patio interior de Georgetown y pronuncié un discurso desde los peldaños del edificio Old North. Era el mismo lugar en el que habían hablado George Washington, en 1797, y el gran general francés, y héroe de la guerra de la Independencia, Lafayette, en 1824. Dije a los embajadores que mi política exterior se basaría en tres pilares: la seguridad económica del país; la reestructuración de las fuerzas armadas para hacer frente a los retos del mundo que había nacido después de la Guerra Fría; y el apoyo a los valores democráticos en todo el globo. El día anterior, el presidente Bush había ordenado un ataque aéreo contra un emplazamiento iraquí sospechoso de ser una fábrica de armas, y esa misma mañana en que yo hablaba en Georgetown los aviones norteamericanos bombardearon las defensas antiaéreas de Sadam Husein. Yo apoyaba cualquier esfuerzo que obligara a Sadam a cumplir las resoluciones de Naciones Unidas y pedí a los diplomáticos que hicieran hincapié en esto cuando transmitieran mi mensaje a sus gobiernos. Después del acto diplomático, hablé ante estudiantes y graduados de Georgetown, entre ellos algunos de mis antiguos compañeros, y les insté a que apoyaran mi iniciativa sobre el servicio nacional.
De Georgetown, fuimos en coche a la Universidad de Howard para una ceremonia de homenaje al doctor King, y luego a un almuerzo en la preciosa Biblioteca Folger al que asistieron más de cincuenta personas a las que Al, Tipper, Hillary y yo habíamos conocido a lo largo de la campaña y que nos habían impresionado profundamente por diversos motivos. Los llamamos «los rostros de la esperanza», a causa de su valor frente a la adversidad o a la original manera en que se habían enfrentado a los desafíos de su época. Queríamos agradecerles la inspiración que nos habían dado y también recordar a todo el mundo, en medio del glamour de la semana de investidura, que muchos norteamericanos lo estaban pasando mal.
Entre los «rostros de la esperanza» había dos ex miembros de bandas rivales de Los Ángeles, que unieron sus fuerzas, después de los disturbios, para poder ofrecer un futuro mejor a los chicos; dos de los veteranos de Vietnam que me habían enviado sus medallas; un director de escuela que había hecho de su centro un santuario libre de violencia, en el vecindario con el índice de criminalidad más alto de Chicago, y cuyos estudiantes normalmente sacaban notas superiores a la media estatal y nacional; un juez de Texas que había ideado un innovador programa para adolescentes con problemas; un joven de Arizona que me hizo comprender las presiones familiares que causaban las horas extra que su padre se veía obligado a trabajar; un doctor nativo americano, de Montana, que trabajaba para mejorar las condiciones de atención de los enfermos mentales de su tribu; hombres que habían perdido sus empleos a causa de la competencia de países extranjeros donde se pagaban salarios más bajos; gente enferma que luchaba por hacer frente a los costosos tratamientos sanitarios que necesitaban, sin que el gobierno les prestara ninguna ayuda; un joven emprendedor que luchaba por obtener el capital inicial para lanzar su empresa; responsables de centros comunitarios para familias rotas; la viuda de un policía cuyo esposo fue asesinado por un desequilibrado que había salido de un hospital psiquiátrico y pudo adquirir el arma sin que se realizara ninguna verificación previa; un mago de las finanzas de dieciocho años, que ya trabajaba en Wall Street; una mujer que había empezado un gran programa de reciclaje en su fábrica, y muchos otros. Michael Morrison, el joven que fue en silla de ruedas por una autopista helada de New Hampshire para trabajar en mi equipo, también se encontraba allí. Y Dimitrios Theofanis, el inmigrante griego de Nueva York que me pidió que su hijo disfrutara de la suficiente libertad para poder salir a la calle sin miedo.
Todos los «rostros de la esperanza» me habían enseñado algo acerca del dolor y de la promesa de Estados Unidos, en 1992, pero nadie tanto como Louise y Clifford Ray, cuyos tres hijos eran hemofílicos y contrajeron el virus VIH cuando recibieron transfusiones de sangre contaminada. También tenían una hija que no se había infectado. La gente de su pequeña comunidad de Florida, asustada, hizo que echaran a los hijos de Ray de la escuela por miedo a que contagiaran a sus pequeños si los niños se herían y la sangre tocaba a sus hijos. Los Ray presentaron una demanda para defender el derecho de sus hijos a quedarse en la escuela y llegaron a un acuerdo extrajudicial. Después, decidieron trasladarse a Sarasota, una ciudad más grande, donde los representantes escolares les dieron la bienvenida. Era obvio que el hijo mayor, Ricky, estaba gravemente enfermo y luchaba por seguir vivo. Después de las elecciones, llamé a Rick al hospital para darle ánimos e invitarle a la investidura. Tenía muchas ganas de venir pero, lamentablemente, no pudo ser. A los quince años perdió su batalla; justo cinco semanas antes de que me convirtiera en presidente. Me alegré muchísimo de que los Ray vinieran al almuerzo a pesar de todo. Cuando tomé posesión del cargo, ellos se volcaron en defender la causa de los hemofílicos con SIDA, y presionaron, con éxito, para que el Congreso aprobara el Fondo de Ayudas para la Hemofilia de Ricky Ray. Pero eso les llevó ocho años, y su dolor aún no había acabado. En octubre de 2000, tres meses antes del final de mi presidencia, el segundo hijo de los Ray, Robert, murió de SIDA, a los veintidós años. Ojalá el tratamiento con medicamentos retrovirales hubiera existido unos años antes. Ahora que ya es una realidad, paso mucho tiempo tratando de que esas medicinas lleguen a los Ricky Ray de todo el mundo. Quiero que ellos también sean «rostros de la esperanza».
El martes por la mañana, Hillary y yo empezamos el día con una visita a las tumbas de John y Robert Kennedy, en el cementerio nacional de Arlington. Acompañados de John Kennedy Jr., Ethel Kennedy, algunos de sus hijos y el senador Ted Kennedy, me arrodillé frente a la llama eterna y pronuncié una breve plegaria; agradecí a Dios sus vidas y sus obras y recé para tener la sabiduría y la fuerza necesarias para llevar a cabo las grandes empresas que me esperaban. A las doce, ofrecí un almuerzo a mis colegas gobernadores en la Biblioteca del Congreso y les agradecí todo lo que había aprendido de ellos durante los pasados doce años. Después de un acto celebrado por la tarde en el Kennedy Center en honor de los niños de Estados Unidos, fuimos en coche hasta el Capitol Centre, en Landover, Maryland, para un concierto de gala, donde Barbra Streisand, Wynton Marsalis, k.d. lang, las leyendas del rock Chuck Berry y Little Richard, Michael Jackson, Aretha Franklin, Jack Nicholson, Bill Cosby, la compañía de baile Alvin Ailey y otros artistas nos deleitaron con un espectáculo que duró horas. Fleetwood Mac hizo que la gente se quedara embelesada con nuestro himno de campaña, «Don't Stop (Thinking About Tomorrow)».
Después del concierto, asistimos a una misa a última hora de la noche en la Primera Iglesia Bautista; ya era pasada la medianoche cuando volví a Blair House. Aunque había mejorado, aún no estaba contento con mi discurso de toma de posesión. Mis redactores, Michael Waldman y David Kusnet, sin duda se tiraban de los pelos, porque mientras ensayábamos entre la una y las cuatro de la mañana del día anterior a la toma de posesión, yo seguía haciendo cambios. Bruce Lindsey, Paul Begala, Bruce Reed, George Stephanopoulos, Michael Sheehan junto con Tommy Caplan y Taylor Branch, que tenían un don para las palabras, se quedaron hasta tarde para ayudarme. También Al Gore colaboró. El fantástico personal de la Blair House estaba acostumbrado a cuidar de jefes de estado que tenían todo tipo de horarios, así que habían preparado litros de café para mantenernos despiertos y aperitivos para que conserváramos un razonable buen humor. Cuando me fui a dormir, para descansar tan solo un par de horas, estaba más satisfecho del discurso.
El miércoles por la mañana amaneció frío y despejado. Empecé el día con una reunión de seguridad a primera hora, en la que recibí instrucciones acerca de cómo mi asesor militar se ocuparía del tema del lanzamiento de cabezas nucleares. El presidente tiene cinco ayudantes militares, jóvenes oficiales destacados de cada uno de los cuerpos del ejército, y uno de ellos permanece a su lado a todas horas. Aunque un conflicto nuclear parecía impensable tras el final de la Guerra Fría, asumir el control de nuestro arsenal era un serio recordatorio de las responsabilidades que caerían sobre mis hombros al cabo de unas horas. Hay mucha diferencia entre conocer la presidencia y ser realmente el presidente. Es difícil describirlo con palabras, pero abandoné la Blair House con un sentimiento de humildad que atemperó mi entusiasmo.
La última actividad antes de la ceremonia de investidura fue una misa celebrada en la Iglesia Episcopal Metodista Africana Metropolitana. Era importante para mí. Aconsejado por Hillary y Al Gore, yo mismo había elegido a los pastores y cantantes que intervendrían, así como la música. La familia de Hillary y la mía estuvieron presentes. Madre estaba exultante y Roger sonreía, feliz, absorto en la música. Los dos pastores de nuestras iglesias de Arkansas participaron en el servicio, al igual que los ministros de Al y Tipper y el padre de George Stephanopoulos, el diácono griego ortodoxo de la Catedral de la Sagrada Trinidad de Nueva York. El padre Otto Hentz, que casi treinta años atrás me había pedido que considerara la posibilidad de hacerme jesuita, pronunció una oración. El rabino Gene Levy, de Little Rock, y el imán Wallace D. Mohammad también hablaron, al igual que algunos clérigos negros que eran amigos míos; el doctor Gardner Taylor, uno de los más importantes predicadores de Estados Unidos de cualquier raza o confesión, pronunció el sermón principal. Mis amigos pentecostales de Arkansas y Louisiana cantaron, junto con Phil Driscoll, un fabuloso cantante y trompetista que Al conocía de Tennessee. Carolyn Staley cantó «Be Not Afraid», uno de mis himnos preferidos y una buena lección para ese día. Las lágrimas se agolparon en mis ojos varias veces durante el oficio; cuando terminó me sentía animado y dispuesto para las horas que me esperaban.
Volvimos a Blair House para echar un último vistazo al discurso; había mejorado mucho desde las cuatro de la mañana. A las diez, Hillary, Chelsea y yo cruzamos la calle hasta la Casa Blanca, donde nos reunimos en los peldaños delanteros con el presidente y la señora Bush. Nos acompañaron al interior, para tomar un café con los Gore y los Quayle. Ron y Alma Brown también estaban ahí. Yo quería que Ron compartiera este momento, por el que tanto había hecho para que se convirtiera en realidad. Me impresionó lo bien que el presidente y la señora Bush llevaban una situación dolorosa y una despedida triste. Era obvio que tenían una excelente relación con algunos miembros del personal, a los que echarían de menos, y viceversa. Hacia las once menos cuarto todos subimos a las limusinas. Siguiendo la tradición, el presidente y yo fuimos juntos, con el portavoz Foley y Wendell Ford, el senador de voz rasposa de Kentucky, que copresidía el Comité Conjunto del Congreso de Ceremonias de Investidura y que había trabajado mucho para que Al y yo lográramos la ajustada victoria que obtuvimos en su estado.
Afortunadamente, el proyecto de restauración del Capitolio había exigido que las tres últimas investiduras tuvieran lugar en el lado oeste del edificio. Antes, se celebraban en el otro lado, frente a la Corte Suprema y la Biblioteca del Congreso. La mayor parte de la gente que asistió no podría haber seguido la ceremonia si se hubiera celebrado en ese lugar. Según las estimaciones del Servicio Nacional de Parques, la multitud que llenaba toda la extensión de la explanada, seguía por el paseo y llegaba hasta las avenidas Constitution y Pennsylvania, era de entre 280.000 y 300.000 personas. Cualquiera que fuera la cantidad de gente, era una muchedumbre compuesta de personas de todo tipo, ancianos y jóvenes, de todas las razas y de todas las creencias, de todas las clases y condiciones sociales. Me hacía feliz que tantos de los que habían hecho que este día fuera posible, tuvieran la ocasión de compartirlo conmigo.
Los muchos «Amigos de Bill» que asistieron daban buen ejemplo de hasta qué punto yo estaba en deuda con mis amigos personales: Martha Scott y Martha Whetstone, que organizaron mis campañas en el norte de California, eran viejas amigas de Arkansas; Sheila Bronfman, jefa de los Viajeros de Arkansas, había vivido a la vuelta de la esquina de nuestra casa cuando yo era fiscal general; Dave Matter, mi jefe en el oeste de Pennsylvania, me había sucedido como presidente de promoción en Georgetown; Bob Raymar y Tom Schneider, dos de mis recaudadores de fondos más importantes, eran amigos de la facultad y nos veíamos también en los fines de semana del Renacimiento. Había mucha gente como ellos, que habían hecho que este día fuera posible.
La ceremonia empezó a las once y media. Los altos cargos desfilaron por la plataforma, siguiendo el orden protocolario, junto con sus acompañantes del Congreso. El presidente Bush salió justo antes que yo, con la banda de los marines, dirigida por el coronel John Bourgeois, tocando «Hail to the Chief» para ambos. Contemplé la inmensa multitud.
Entonces, Al Gore juró el cargo. Le tomó juramento el juez de la Corte Suprema Byron White. En principio estaba previsto que lo tomara el juez jubilado de la Corte Suprema Thurgood Marshall Jr., un gran abogado de los derechos civiles al cual el presidente Johnson había designado juez del alto tribunal, el primero de raza negra, pero se había puesto enfermo. No era habitual que un juez jubilado hiciera los honores, pero el hijo de Marshall, Thurgood III, pertenecía al equipo de Al. Otro hijo, John, era un policía estatal en Virginia y había abierto nuestro desfile en automóvil desde Monticello hasta Washington. Marshall murió cuatro días después de la investidura. La mayoría de ciudadanos norteamericanos lloraron por él, le echaron de menos y apreciaron profundamente la importancia de su figura, pues recordaban cómo era el país antes de que él se propusiera cambiarlo.
Después de la jura, la gran mezzosoprano Marilyn Horne, a la que conocí cuando actuó en Little Rock unos años atrás, interpretó un popurrí de canciones clásicas norteamericanas. Luego llegó mi turno. Hillary se quedó de pie a mi izquierda, sosteniendo nuestra Biblia familiar. Con Chelsea a mi derecha, puse mi mano izquierda sobre la Biblia, levanté la derecha y repetí las palabras del juramento que pronunciaba el presidente de la Corte Suprema Rehnquist; juré solemnemente «ejecutar fielmente» el mandato presidencial, y «con todas mis fuerzas y mi voluntad, conservar, proteger y defender la Constitución de los Estados Unidos, con la ayuda de Dios».
Estreché la mano del presidente de la Corte Suprema y la del presidente Bush, luego abracé a Hillary y a Chelsea y les dije que las quería. A continuación el senador Wendell Ford me convocó a la tribuna como «el presidente de Estados Unidos». Empecé situando el momento actual en el marco de la historia de Estados Unidos:
Hoy nos hemos reunidos para celebrar el misterio de la renovación norteamericana. Esta ceremonia se desarrolla en lo más profundo del invierno. Pero con las palabras que pronunciamos y los rostros que mostramos al mundo, hemos hecho llegar la primavera. Una primavera renacida de la democracia más antigua del mundo, que trae consigo la visión y el valor necesarios para reinventar Norteamérica.
Cuando nuestros fundadores declararon valientemente la independencia de Norteamérica frente al mundo, y nuestra resolución con el Todopoderoso, sabían que Norteamérica, para sobrevivir, tendría que cambiar… Cada generación de ciudadanos tiene que redefinir lo que significa ser norteamericano.
Después de saludar al presidente Bush, describí la situación actual:
Hoy, una generación nacida a la sombra de la Guerra Fría asume nuevas responsabilidades en un mundo cálido gracias a los rayos de la libertad, pero aún amenazado por los antiguos odios y las nuevas plagas. Nos criamos durante una etapa de prosperidad sin par y heredamos una economía que sigue siendo la más fuerte del mundo, pero que está debilitada… Fuerzas profundas y poderosas agitan y transforman nuestro mundo y la pregunta más urgente de nuestro tiempo es si podemos hacer del cambio nuestro amigo, en lugar de nuestro adversario… No hay nada de lo que hoy aflige a Norteamérica que no pueda curarse con lo bueno que tiene Norteamérica.
Sin embargo, advertí que «no resultaría fácil; requerirá sacrificios… Debemos cuidar de nuestra nación del mismo modo que una familia cuida de sus hijos». Pedí a mis conciudadanos que pensaran en la posteridad, en «el mundo que vendrá después de nosotros, el mundo para el que preservamos nuestros ideales, para el que pedimos prestado nuestro planeta, al que debemos una sagrada responsabilidad. Debemos hacer lo que Norteamérica sabe hacer mejor: ofrecer más oportunidades para todos y exigir más responsabilidades a todos».
Dije que, en nuestra época,
No existe ya una clara división entre lo que es extranjero y lo que es nacional. La economía mundial, el entorno mundial, la crisis mundial del SIDA, la carrera armamentística mundial, nos afectan a todos… Norteamérica debe seguir liderando el mundo, que tanto hemos trabajado para crear.
Cerré mi discurso con un reto al pueblo norteamericano; dije que con sus votos «habían hecho llegar la primavera», pero que el gobierno solo no podía crear la nación que ellos deseaban. «Ustedes también deben desempeñar un papel en nuestra renovación. Ofrezco este reto a una nueva generación de norteamericanos jóvenes: un tiempo de responsabilidades… Hay tanto que hacer… Desde la jubilosa cima de esta montaña de celebración, nos llega una llamada para luchar en el valle. Hemos oído las trompetas. Hemos cambiado la guardia. Y ahora, cada uno a nuestra manera, y con la ayuda de Dios, debemos responder a la llamada.»
Aunque algunos comentaristas criticaron mucho el discurso, argumentando que carecía tanto de frases pegadizas como de precisiones convincentes, yo me sentí muy satisfecho. Tenía destellos de elocuencia y era claro. Decía que íbamos a reducir el déficit, al tiempo que aumentaríamos las inversiones clave para nuestro futuro; retaba al pueblo norteamericano a hacer más por ayudar a los necesitados y para curar las divisiones que nos herían. Además era corto, el tercer discurso de investidura más corto de la historia, después del segundo que pronunció Lincoln en su investidura, que fue el mejor de todos, y el segundo de Washington, que duró menos de dos minutos. Esencialmente, Washington solo había dicho algo así como «Gracias, vuelvo al trabajo, y si no lo hago bien, que me riñen». Por el contrario, William Henry Harrison pronunció el discurso más largo de la historia, en 1841; habló, en un frío día y sin abrigo, durante más de una hora. Terminó enfermo de una neumonía mal curada que treinta y tres días más tarde le costó la vida. Al menos yo fui compasiva e inusualmente breve; la gente sabía mi forma de ver el mundo y qué tenía intención de hacer.
Las palabras más bellas de ese día las pronunció sin duda Maya Angelou, una mujer alta con una voz profunda y fuerte, a la que pedí que escribiera un poema para la ocasión, el primer poeta que lo hacía desde que Robert Frost habló durante la ceremonia de toma de posesión del presidente Kennedy, en 1961. Yo había seguido la carrera de Maya desde que leí su autobiografía, Yo sé por qué canta el pájaro enjaulado, que habla de su infancia traumática, cuando era una niña muda en una comunidad negra y pobre en Stamps, Arkansas.
El poema de Maya, «On the Pulse of Morning», encandiló a la gente. A partir de la poderosa imagen de una roca en la que erguirse, un río donde descansar y un árbol con raíces en todas las culturas y razas que conforman el mosaico de Estados Unidos, el poema era una súplica apasionada bajo la forma de una amable invitación:
Lift up your faces, you have a piercing need
For this bright morning dawning for you.
History, despite its wrenching pain,
Cannot be unlived, but if faced
With courage, need not be lived again.
Lift up your eyes upon
This day breaking for you.
Give birth again
To the dream.
………………….
Here on the pulse of this new day
You may have the grace to look up and out
And into your sister's eyes, and into
Your brother's face, your country
And say simply
Very simply
With hope
Good morning.*
Billy Graham puso fin a nuestro buen día con una breve bendición y Hillary y yo abandonamos el escenario para acompañar a los Bush por la escalera posterior del Capitolio, mientras el helicóptero presidencial, el Marine One, esperaba para llevarles durante la primera etapa de su regreso a casa. Volvimos dentro para almorzar con el Comité del Congreso y luego condujimos por Pennsylvania Avenue, hacia la tarima situada frente a la Casa Blanca desde donde contemplaríamos el desfile de la investidura. Salimos del coche con Chelsea y andamos durante las últimas manzanas de la ruta, para poder saludar a toda la gente que había a lo largo del camino.
Después del desfile, entramos por primera vez en nuestro nuevo hogar, con apenas dos horas para saludar a todo el personal, descansar, y prepararnos para la noche. Milagrosamente, los transportistas ya habían trasladado todas nuestras pertenencias durante las ceremonias de toma de posesión y el desfile.
A las siete, dimos comienzo a nuestra maratoniana velada con una cena, seguida de una visita a cada uno de los once bailes de investidura que se celebraban. Mi hermano cantó para mí en el Baile Juvenil de la MTV, y en otro yo toqué un dúo de saxo, basado en «Night Train», con Clarence Clemons. Sin embargo, en la mayoría de los bailes Hillary y yo decíamos unas breves palabras de agradecimiento y luego bailábamos algunos compases de alguna de nuestras canciones preferidas, «It Had to Be You» en las que ella lucía su precioso vestido de color púrpura. Mientras tanto, Chelsea estaba de fiesta con sus amigos de Arkansas en el Baile Juvenil y Al y Tipper se ciñeron a su propia agenda. En el baile de Tennessee, Paul Simon les obsequió con su famoso éxito «You Can Call Me Al». En el baile de Arkansas, presenté a Madre a Barbra Streisand y les dije que creía que se llevarían bien. Hicieron más que eso. Se hicieron rápidamente amigas íntimas; Barbra llamó por teléfono a mi madre cada semana, hasta que murió. Aún tengo una fotografía de las dos, caminando cogidas de la mano la noche de la investidura.
Cuando volvimos a la Casa Blanca ya eran más de las dos de la madrugada. A la mañana siguiente, teníamos que levantarnos temprano para asistir a una recepción pública, pero yo estaba demasiado animado para irme a dormir. Teníamos a todo el mundo en casa: los padres de Hillary, Madre y Dick, nuestros hermanos, los amigos de Chelsea de Arkansas y nuestros amigos Jim y Diane Blair, y Harry y Linda Thomason. Solo nuestros padres se habían ido a dormir.
Quería echar un vistazo. Ya habíamos estado en las salas del segundo piso antes, pero ahora era distinto. Empezaba a darme cuenta de que realmente íbamos a vivir allí y que tendríamos que convertirlo en un hogar. La mayoría de las estancias tenían techos altos y muebles bellísimos y muy cómodos. El dormitorio y la sala de estar presidenciales miraban al sur; había una pequeña habitación justo al lado, que se convertiría en la salita de Hillary. Chelsea tenía una habitación y un estudio al otro lado del vestíbulo, pasados el comedor oficial y la cocina pequeña. Al final del vestíbulo, al otro lado, estaban los dormitorios principales para invitados, uno de los cuales había sido la oficina de Lincoln y contiene una de sus copias manuscritas del Discurso de Gettysburg.
La Sala de Tratados está al lado del dormitorio Lincoln; se llama así porque el tratado que puso fin a la guerra entre Estados Unidos y España se firmó allí, en 1898. Durante muchos años fue el despacho privado del presidente; generalmente, allí había un panel de televisores de modo que el presidente del ejecutivo pudiera ver todos los programas de noticias a la vez. Creo que el presidente Bush tenía cuatro televisores ahí. Yo decidí que quería convertirlo en un lugar tranquilo donde poder leer, reflexionar, escuchar música y mantener reuniones reducidas. Los carpinteros de la Casa Blanca hicieron estanterías desde el suelo hasta el techo y el personal trajo la mesa en la que se había firmado el tratado de paz entre España y Estados Unidos. En 1869, fue la mesa de gabinete de Ulysses Grant; había suficiente espacio para que se sentaran el presidente y sus siete jefes de departamento. Desde 1898, la habían utilizado para firmar todos los tratados, incluida la prohibición temporal de pruebas nucleares, bajo el mandato del presidente Kennedy, y los acuerdos de Camp David bajo el del presidente Carter. Antes de que terminara el año, yo también la usé.
Acabé de completar la habitación con un sofá Chippendale de finales del siglo XVIII, el mueble más antiguo de la colección de la Casa Blanca, y una mesa antigua que compró Mary Todd Lincoln, sobre la cual pusimos la copa de plata conmemorativa del tratado de 1898. Cuando puse mis libros y mis CD, y colgué algunas de mis viejas fotografías, entre ellas una imagen de 1860 de Abraham Lincoln y la famosa fotografía de Churchill hecha por Yousuf Karsh, el ambiente de la estancia se volvió apacible y cómoda. Pasé muchísimas horas allí en los años siguientes.
Durante mi primer día de presidente, llevé a Madre al Jardín de Rosas para mostrarle el lugar exacto donde estreché la mano del presidente Kennedy, casi treinta años atrás. También cambiamos la práctica habitual y abrimos las puertas de la Casa Blanca al público; habíamos dado una entrada a dos mil personas seleccionadas por sorteo. Al, Tipper, Hillary y yo estuvimos allí de pie y estrechamos la mano de todos los afortunados, así como de los que esperaban bajo la fría lluvia su oportunidad de acercarse a la entrada sur y entrar en la Sala de Recepciones Diplomáticas para saludar. Recuerdo a un joven muy decidido, sin entrada, que había viajado toda la noche haciendo autoestop hasta la Casa Blanca; llevaba por todo equipaje un saco de dormir. Después de seis horas, tuvimos que parar, de modo que salí fuera para hablar con el resto de la gente congregada en la Jardín Sur. Esa noche, Hillary y yo estuvimos de pie durante unas horas más, recibiendo a nuestros amigos de Arkansas y a nuestros compañeros de Georgetown, Wellesley y Yale.
Unos meses después de la toma de posesión, se publicó un libro lleno de hermosas fotografías que captan la alegría y el significado de la semana de la investidura, con un texto explicativo de Rebecca Buffum Taylor. En el epílogo de su libro, Taylor escribe:
Hace falta tiempo para que cambien los valores políticos. Incluso si tienen éxito, deben pasar meses o incluso años para que se vean con claridad, para que la perspectiva se amplíe y luego se reduzca de nuevo, hasta que se halla un punto medio que se funde con lo que podemos ver hoy.
Eran palabras profundas y probablemente ciertas. Pero yo no podía esperar años, meses o incluso días para ver si la campaña y la ceremonia de toma de posesión efectivamente habían transformado los valores, habían hecho más profundas las raíces y habían ampliando el alcance de la comunidad norteamericana. Tenía demasiado que hacer y, una vez más, la tarea pasó rápidamente de la poesía a la prosa, y no toda fue bonita.
Treinta y uno
El año siguiente trajo una sorprendente combinación de grandes logros legislativos, frustraciones y éxitos en política exterior, acontecimientos imprevisibles, tragedias personales, errores sin mala intención y tontas violaciones de las costumbres de Washington, que, combinadas con la manía compulsiva de filtrarlo todo que sufrían algunos nuevos miembros del equipo, hicieron que la prensa se volcara sobre nosotros como no sucedía desde las primarias de Nueva York.
El 22 de enero, anunciamos que Zoë Baird había retirado su nombre de la lista de posibles candidatos a fiscal general. Puesto que nos habíamos enterado de que había empleado inmigrantes ilegales y de que no les había pagado la Seguridad Social durante el proceso de selección al cargo, no me quedó más remedio que reconocer que no habíamos evaluado el problema de forma conveniente y que era yo, y no ella, el responsable de la situación. Zoë no nos había engañado en ningún momento. Cuando contrató a aquellos asistentes domésticos acababa de conseguir un trabajo nuevo y su marido tenía vacaciones de verano de sus clases universitarias. Al parecer, ambos creyeron que el otro se había encargado de la cuestión de los impuestos. Yo la creí y seguí trabajando para que se aprobara su designación durante tres semanas más, después de que me ofreciera retirarse. Más adelante nombré a Zoë miembro de la Junta Asesora de Inteligencia Extranjera, donde contribuyó de forma significativa a la labor del grupo del almirante Crowe.
Ese mismo día, la prensa se enfureció con la Casa Blanca cuando les negamos el privilegio, que habían tenido durante años, de caminar desde la sala de prensa, situada entre el Ala Oeste y la residencia, hasta la oficina del secretario de Prensa, en el primer piso, cerca de la sala del gabinete. Durante sus continuos paseos se quedaban por los pasillos y acribillaban a preguntas al primero que pasaba. Aparentemente un par de ex altos cargos de la administración Bush mencionaron esta circunstancia a sus respectivos sucesores y añadieron que restaba eficiencia y aumentaba las filtraciones; así que decidimos cambiarla. No recuerdo que me consultaran sobre ello, pero es posible que lo hicieran. La prensa puso el grito en el cielo, pero nosotros mantuvimos la decisión; suponíamos que al final lo aceptarían. No hay ninguna duda de que esta nueva norma facilitó la libertad de movimientos y las conversaciones entre el personal de la Casa Blanca, pero huelga decir que no valió la pena dada la animadversión que generó. Y puesto que durante los primeros meses la administración tuvo más filtraciones que una cabaña de cartón con goteras en el techo y agujeros en las paredes, no se puede afirmar que confinar a la prensa en su sala fuera demasiado útil.
Aquella tarde, la del aniversario de «Roe contra Wade», dicté diversas órdenes ejecutivas. Una de ellas anulaba la prohibición de Reagan y Bush sobre la investigación con tejidos fetales. Otra derogaba la llamada regla de Ciudad de México, que prohibía dar ayudas federales a agencias de planificación internacionales que estuvieran de alguna forma relacionadas con los abortos. Por último, acabé con la «Ley de la Mordaza» de Bush, que impedía dar información sobre el aborto en las clínicas de planificación familiar que recibían fondos federales. Me había comprometido a todo ello en campaña y eran decisiones en las que creía. La investigación con tejidos fetales era esencial para encontrar tratamientos mejores para el Parkinson, la diabetes y otras enfermedades. La regla de Ciudad de México había hecho que no se produjeran menos, sino más abortos, pues no había permitido repartir información sobre otros medios de planificación familiar. Y la ley de la mordaza utilizaba los fondos federales para impedir que las clínicas de planificación familiar dieran a las mujeres embarazadas —a menudo jóvenes asustadas y solas— información sobre una opción que la Corte Suprema había definido como un derecho constitucional. Los fondos federales todavía no podían usarse para financiar abortos, ni en el país ni en el extranjero.
El 25 de enero, el primer día de Chelsea en su nueva escuela, anuncié que Hillary iba a encabezar un grupo de trabajo cuyo objetivo sería elaborar un plan completo para la sanidad. La ayudarían Ira Magaziner, que sería el vínculo principal con el gabinete, la asesora de política interior Carol Rasco y Judy Feder, que había dirigido nuestro equipo de transición sobre sanidad. Yo estaba encantado de que Ira hubiera aceptado dedicarse a la sanidad. Éramos amigos desde 1969, cuando fue a Oxford como becario Rhodes un año después que yo. Ahora era un empresario de éxito que había trabajado en el equipo económico de nuestra campaña. Ira creía que ofrecer cobertura sanitaria universal era un imperativo tanto moral como económico. Yo sabía que Hillary obtendría de ellos el apoyo que necesitaba para la agotadora tarea que nos esperaba.
Que la primera dama dirigiera los esfuerzos para reformar la sanidad era algo nunca visto, como también lo fue mi decisión de dar a Hillary y a su equipo oficinas en el Ala Oeste, que es donde está la acción política, en oposición al tradicional espacio que tenía a su disposición la primera dama en el Ala Este, donde tenían lugar los actos sociales de la Casa Blanca. Ambas decisiones generaron mucha polémica. En lo referente al papel de la primera dama, parecía que Washington era más conservadora que Arkansas. Decidí que Hillary debía dirigir el esfuerzo en sanidad porque sabía que el tema le importaba mucho, porque tenía tiempo para hacer bien el trabajo y porque creía que sería una juez justa entre las agencias gubernamentales, los grupos de consumidores y los diversos intereses que competían en la industria sanitaria. Yo era consciente de que se trataba de una empresa difícil; el intento de Harry Truman de ofrecer cobertura sanitaria universal casi había acabado con su presidencia, y ni Nixon ni Carter consiguieron que sus proyectos de ley fueran más allá del comité. Con el Congreso más demócrata en muchas décadas, Lyndon Johnson consiguió Medicare para los ancianos y Medicaid para los pobres, pero ni siquiera trató de asegurar al resto de los que se quedaron sin cobertura. Sin embargo, yo creía que debíamos aspirar a la cobertura universal, de la que todas las demás naciones ricas hacía tiempo que disfrutaban, tanto por razones de salud como por motivos económicos. Casi cuarenta millones de personas no tenían seguro médico, pero nos gastábamos el 14 por ciento de nuestro PIB en sanidad, un 4 por ciento más que Canadá, el país que tenía el siguiente porcentaje más alto.
La noche del veinticinco, la Junta del Estado Mayor solicitó una reunión de urgencia para discutir la cuestión de los gays en el ejército. A primera hora de aquel día, el New York Times había informado que debido a la fuerte oposición militar al cambio, yo demoraría la redacción de un reglamento formal que levantaría la prohibición de que sirvieran en el ejército durante un período de seis meses, mientras consultaba la opinión de funcionarios más veteranos y reflexionaba sobre los aspectos prácticos del asunto. Era algo muy razonable. Cuando Harry Truman ordenó la integración racial de las fuerzas armadas, dio al Pentágono todavía más tiempo para decidir cómo llevarla a cabo de una forma que fuera coherente con su misión fundamental de mantener una fuerza de combate bien preparada, cohesionada y con la moral alta. Durante esos seis meses, el secretario Aspin pediría al ejército que dejara de preguntar a los reclutas su orientación sexual y que terminaran los licenciamientos de los hombres y mujeres homosexuales, a menos que se les hubiera descubierto realizando actos homosexuales, pues estos constituían una violación del Código de Justicia Militar, que seguiría vigente.
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