Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 5)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Los Rangers asaltaron el edificio y capturaron a los lugartenientes de Aidid y a algunos otros jefes menos importantes. Pero luego el asalto se torció. Las fuerzas de Aidid contraatacaron y abatieron a dos Black Hawks. El piloto del primer helicóptero quedó atrapado en los restos del aparato. Los Rangers no querían abandonarle: jamás abandonan a sus hombres en el campo de batalla, vivos o muertos. Cuando volvieron a entrar, empezaron los fuegos artificiales de verdad. Al poco rato, noventa soldados norteamericanos rodeaban el helicóptero y se enfrentaban a cientos de somalíes que les disparaban sin cesar. Finalmente, la fuerza de despliegue rápido del general Montgomery entró en combate, pero la resistencia somalí fue suficientemente fuerte para impedir que la operación de rescate pudiera completarse a lo largo de toda una noche. Cuando la batalla terminó, habían muerto diecinueve norteamericanos y había docenas de heridos. El piloto de Black Hawk, Mike Durant, había sido capturado. Más de quinientos somalíes murieron y más de mil fueron heridos. Un grupo de somalíes enfurecido arrastró el cuerpo sin vida del jefe de tripulación del Black Hawk por las calles de Mogadiscio.
Los ciudadanos norteamericanos se sentían ultrajados y atónitos. ¿Cómo era posible que nuestra misión humanitaria se hubiera convertido en una lucha obsesiva contra Aidid? ¿Por qué obedecían las fuerzas norteamericanas las órdenes de Boutros-Ghali y del almirante Howe? El senador Robert Byrd reclamó el final de las «operaciones de policías y ladrones». El senador John McCain dijo: «Clinton debe traerlos de vuelta a casa». El almirante Howe y el general Garrison querían perseguir a Aidid; de acuerdo con sus fuentes en Mogadiscio, muchos de sus aliados tribales habían huido de la ciudad, y no faltaba demasiado para completar la misión.
El día 6, convoqué a nuestro equipo de seguridad nacional en la Casa Blanca. Tony Lake también trajo a Robert Oakley, que había sido el civil norteamericano de más alto rango en Mogadiscio desde diciembre hasta marzo. Oakley creía que Naciones Unidas, y también su viejo amigo el almirante Howe, habían cometido un error aislando a Aidid del proceso político y obsesionándose con su captura. Por extensión, estaba en desacuerdo con nuestra decisión de tratar de apresar a Aidid para Naciones Unidas.
Yo comprendía al general Garrison y a los hombres que querían volver para terminar su misión. Las bajas de nuestros soldados me ponían enfermo y quería que Aidid pagara por lo que había hecho. Si intentar capturarle había costado diecinueve muertos y ochenta y cuatro heridos norteamericanos, ¿no valía la pena terminar lo que habíamos empezado? El problema de esa argumentación era que si volvíamos y capturábamos a Aidid, vivo o muerto, entonces seríamos nosotros quienes estaríamos a cargo de Somalia, y no había ninguna garantía de que pudiéramos reconstruirla políticamente mejor de lo que Naciones Unidas lo había hecho. El desarrollo de los acontecimientos demostró la validez de esa reflexión: Aidid murió de causas naturales en 1996, y Somalia siguió dividida. Además, el Congreso no apoyaba que desempeñáramos un papel más importante en Somalia, como descubrí durante una reunión con algunos de sus miembros en la Casa Blanca. La mayoría me pidieron que retirara nuestras fuerzas. Yo no estaba en absoluto de acuerdo y al final llegamos al compromiso de un período de transición de seis meses. No me importaba enfrentarme al Congreso, pero tenía que pensar en las consecuencias de cualquier acción que pudiera dificultar la obtención de la autorización del Congreso para enviar tropas norteamericanas a lugares como Bosnia y Haití, donde teníamos muchos más intereses en juego.
Al final, acepté enviar a Oakley con la misión de que negociara con Aidid la liberación de Mike Durant, el piloto capturado. Sus instrucciones eran claras: Estados Unidos no tomaría represalias si se liberaba inmediata e incondicionalmente a Durant. No lo intercambiaríamos por los prisioneros que acabábamos de capturar. Oakley entregó el mensaje y Durant fue liberado. Reforcé nuestros efectivos, fijé una fecha para su retirada y di seis meses más a Naciones Unidas para que estableciera un sistema de control en la zona o reconstruyera una organización política somalí eficaz. Después de la liberación de Durant, Oakley entabló negociaciones con Aidid y finalmente obtuvo una tregua provisional.
La batalla de Mogadiscio me atormentaba. Creía saber cómo se sintió el presidente Kennedy después de lo sucedido en la Bahía de Cochinos. Era responsable de una operación que había aprobado en general, pero de la que desconocía los detalles. A diferencia de la Bahía de Cochinos, no era un fracaso en el sentido estrictamente militar. El equipo de Rangers había arrestado a los lugartenientes de Aidid después de aterrizar en mitad de Mogadiscio a plena luz del día, de realizar una misión compleja y difícil y de soportar bajas inesperadas con valor y habilidad. Pero esas bajas conmocionaron a Estados Unidos, y la batalla en la que se produjeron no era coherente con los objetivos más amplios de nuestra misión humanitaria y la de Naciones Unidas.
Lo que más me torturaba era que cuando di mi aprobación para que se emplearan fuerzas norteamericanas en la captura de Aidid, jamás me imaginé que asaltarían de día un barrio habitado y hostil. Supuse que trataríamos de apresarlo cuando estuviera desplazándose, lejos de un gran número de civiles y de la cobertura que eso proporcionaría a sus mercenarios. Pensé que aprobaba una acción policial hecha por soldados norteamericanos que tenían mejor entrenamiento, capacidad y equipamiento que sus homólogos de Naciones Unidas. Aparentemente, también era eso lo que Colin Powell pensaba que me estaba pidiendo que aprobara. Cuando hablé con él sobre este tema, después de salir de la Casa Blanca y cuando él ya era secretario de Estado, Powell me dijo que jamás habría aprobado una operación así a menos que se llevara a cabo de noche. Pero nosotros no habíamos tratado ese aspecto, y aparentemente nadie había impuesto ningún parámetro a la gama de opciones de las que disponía el general Garrison. Colin Powell se retiró tres días antes del asalto y aún no se había confirmado a su sustituto, John Shalikashvili. La operación no la aprobó ni el general Hoar, en el CentCom, ni el Pentágono. En consecuencia, en lugar de autorizar una operación policial agresiva, había dado luz verde a un ataque militar en un territorio hostil.
En una carta manuscrita que me envió el día después de la batalla, el general Garrison asumió plena responsabilidad por su decisión de seguir adelante con el ataque y explicó las razones que habían motivado aquella decisión: los informes de los que disponía eran excelentes; los soldados tenían experiencia; la capacidad del enemigo era conocida, y las tácticas apropiadas; se habían tenido en cuenta los imprevistos; una fuerza de reacción armada quizá habría ayudado, pero no habría reducido el número de bajas norteamericanas, porque los soldados del equipo no querían dejar atrás a sus camaradas caídos en combate, uno de los cuales había quedado atrapado en los restos del aparato abatido. Garrison terminaba su carta diciendo: «La misión fue un éxito. Los objetivos fueron capturados y retirados del edificio… El presidente Clinton y el secretario Aspin deben ser excluidos de la lista de responsables».
Yo respetaba a Garrison y compartía lo que decía en su carta, exceptuando ese último punto. No había ninguna forma de que yo pudiera, o debiera, apartarme de la «lista de responsables». Creo que el asalto fue un error, porque, al realizarse durante el día, subestimó la fuerza y la determinación de las fuerzas de Aidid y la consiguiente posibilidad de perder uno o más helicópteros. En tiempo de guerra, quizá los riesgos habrían sido aceptables. En una misión de paz, no lo eran, porque el objetivo no era suficientemente importante como para correr el riesgo de sufrir bajas significativas y cambiar la naturaleza de nuestra misión a los ojos tanto de los somalíes como de los norteamericanos. Arrestar a Aidid y a sus lugartenientes porque las fuerzas de Naciones Unidas no podían hacerlo, tenía que ser una prioridad secundaria en nuestras actividades en la zona, no el principal objetivo. Valía la pena intentarlo en las circunstancias adecuadas, pero cuando di mi consentimiento a la recomendación del general Powell, también debería haber solicitado una aprobación previa por parte del Pentágono y de la Casa Blanca para una operación de esta magnitud. Desde luego, no culpo al general Garrison, un excelente soldado cuya carrera se vio injustamente perjudicada. La decisión que tomó, dadas sus instrucciones, era defendible. Las implicaciones más amplias de la misma deberían haberse determinado a niveles más altos del escalafón.
Durante las semanas siguientes, visité a algunos de los heridos en el hospital militar Water Reed, y mantuve dos emotivos encuentros con las familias de los soldados que habían perdido la vida. En uno de ellos, dos padres, atormentados, me hicieron preguntas muy duras, Larry Joyce y Jim Smith, un ex Ranger que había perdido una pierna en Vietnam. Querían saber en nombre de qué habían muerto sus hijos y por qué habíamos cambiado de opinión. Cuando concedí la Medalla de Honor póstuma a los francotiradores de los Delta, Gary Gordon y Randy Shugart, por su heroísmo tratando de salvar a Mike Durant y a su tripulación del helicóptero, sus familias aún estaban transidas por el dolor. El padre de Shugart estaba furioso conmigo y me dijo, enfadado, que no estaba calificado para ser Comandante en Jefe. Después del precio que había pagado, podía decir lo que quisiera por lo que a mí respectaba. Ignoraba si opinaba aquello porque yo no había ido a Vietnam, porque había dado luz verde a la operación o porque me había negado a perseguir a Aidid después del 3 de octubre. A pesar de todo, yo no creía que los beneficios estratégicos, políticos o emocionales de capturar o matar a Aidid justificaran más pérdidas de vidas humanas de ninguno de ambos lados o una transferencia de mayor responsabilidad en el futuro de Somalia de Naciones Unidas a Estados Unidos.
Después de Black Hawk Derribado, siempre que aprobaba un despliegue de fuerzas, exigía más información de los riesgos que comportaba y dejé mucho más claro qué clase de operaciones tenían que aprobarse en Washington. La lección de Somalia no cayó en saco roto para los estrategas militares que planearon nuestras acciones en Bosnia, Kosovo, Afganistán y otros puntos conflictivos del mundo que había nacido tras la Guerra Fría; un mundo en el que Estados Unidos recibía a menudo peticiones de detener una violencia atroz, y demasiadas veces se esperaba que lo hiciera sin pérdida de vidas humanas de nuestras fuerzas o de nuestros adversarios. El reto de enfrentarse a problemas delicados como Somalia, Haití y Bosnia inspiró una de las mejores frases de Tony Lake: «A veces echo mucho de menos la Guerra Fría».
Treinta y seis
Pasé casi todo el resto de octubre haciendo frente a las repercusiones del incidente de Somalia y esquivando los intentos del Congreso de limitar mi capacidad para enviar tropas norteamericanas a Haití y a Bosnia.
Por fin, el día 26 tuvimos un momento alegre con la celebración del primer cumpleaños de Hillary en la Casa Blanca. Fue una fiesta de disfraces sorpresa. Su equipo lo había organizado todo para que nos vistiéramos como James y Dolley Madison. Cuando volvió, después de una larga jornada dedicada a su trabajo en la reforma sanitaria, la llevaron al piso superior, en una Casa Blanca totalmente a oscuras, donde descubrió su traje. Cuando bajó a la planta principal, maravillosa con su traje de época y su peluca, me encontró también ataviado con una peluca y unas medias coloniales, y a algunos miembros de su equipo vestidos como ella en todas sus variantes: con distintos peinados y en distintos papeles, desde la defensora de la sanidad hasta el ama de casa con sus galletas y su té. Como yo ya tenía el pelo canoso, la peluca me quedaba muy bien, pero tenía un aspecto un poco ridículo con las medias.
Al día siguiente, vestidos con ropa normal, entregamos personalmente nuestro proyecto de ley sobre la sanidad al Congreso. Hillary había estado informando a miembros del Congreso de ambos partidos, y sus reacciones habían sido espléndidas. Muchos republicanos habían alabado nuestros esfuerzos, y el senador John Chafee de Rhode Island, representante de los republicanos en el Senado, dijo que pese a que discrepaba en algunos aspectos de nuestro plan, pensaba que podíamos trabajar juntos para lograr un compromiso satisfactorio. Empezaba a creer que realmente podríamos tener un debate honesto del que podría salir algo muy parecido a la cobertura universal.
Nuestros detractores se lo pasaron en grande con la extensión de la propuesta, que era de 1.342 páginas. Cada año el Congreso aprueba leyes de más de mil páginas que tratan temas mucho menos complejos y profundos. Además, las leyes y reglamentos que nuestra propuesta derogaría sumaban muchas más páginas todavía. Todo el mundo en Washington lo sabía, pero el pueblo norteamericano no. La extensión de la ley añadió credibilidad a los eficaces anuncios que las compañías de seguros médicos ya emitían en contra de nuestro plan. En ellos se veía a dos actores, que representaban a una pareja normal llamados Harry y Louise, y que hablaban, resignados, de su temor acerca de que el gobierno les «obligara a elegir entre unos pocos seguros médicos diseñados por burócratas». Los anuncios eran absolutamente engañosos, pero astutos, y los vio mucha gente. De hecho, los costes burocráticos que las compañías de seguros médicos imponían eran una de las razones por las que los norteamericanos pagaban más por la sanidad, pero aún no disfrutaban de la cobertura sanitaria universal que los ciudadanos de todas las demás naciones prósperas consideraban como un derecho garantizado. Las compañías de seguros médicos querían conservar los beneficios de un sistema injusto e ineficaz, y explotar el conocido escepticismo de los norteamericanos acerca de cualquier iniciativa gubernamental de importancia era la mejor manera de lograrlo.
A principios de noviembre, el Congressional Quarterly informó de que yo tenía el índice más alto de éxitos en el Congreso que cualquier presidente durante su primer año desde Eisenhower, en 1953. Habíamos aprobado el plan económico, reducido el déficit y puesto en práctica muchas de mis promesas electorales, incluido el aumento de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, las zonas de desarrollo, una rebaja fiscal para las rentas de capital de las pequeñas y medianas empresas, la iniciativa de la inmigración infantil y la reforma de los sistemas de préstamos estudiantiles. El Congreso también había aceptado el servicio nacional, el paquete de ayudas a Rusia, la ley del «votante conductor» y la ley de baja médica y familiar. Ambas cámaras habían aprobado mi ley contra la criminalidad, que empezaría a financiar el despliegue de más de 100.000 agentes comunitarios, los que había prometido durante la campaña. Con las reformas económicas, se habían conseguido ya más nuevos puestos de trabajo en el sector privado que el total de empleos creados en los últimos cuatro años juntos. Los tipos de interés seguían bajos y las inversiones aumentaban.
El lema de campaña de Al Gore se estaba convirtiendo en realidad. Ahora todo lo que tenía que estar alto lo estaba, y todo lo que tenía que estar bajo también lo estaba, con una gran excepción: a pesar de estos éxitos, mi índice de popularidad seguía bajo. El 7 de noviembre, en un especial de Meet the Press con motivo del cuarenta y seis aniversario del programa, concedí una entrevista a Tim Russert y Tom Brokaw. Russert me preguntó por qué mi popularidad había descendido. Le dije que no lo sabía, aunque tenía algunas ideas al respecto.
Unos días atrás, había leído una lista de nuestros éxitos a un grupo de Arkansas que me visitaba en la Casa Blanca. Cuando terminé, uno de mis conciudadanos de estado dijo: «Pues debe de haber una conspiración para que esto quede en secreto, porque nosotros no nos enteramos de nada». Parte del error era mío. Tan pronto como terminaba algo, me ponía manos a la obra en la siguiente tarea, sin hacer ningún tipo de seguimiento sobre la información que recibía el público. En política, si tú no haces sonar la trompeta, nadie lo hace por ti. Otra parte del problema era la constante intromisión de crisis, como la de Haití y Somalia. También estaba, claro, la propia naturaleza de la cobertura periodística que me habían dado. El corte de pelo, la Oficina de Viajes, las noticias acerca del personal de la Casa Blanca y de nuestro proceso de toma de decisiones se transmitían, en mi opinión, de forma errónea o exagerada.
Hacía unos meses, una encuesta nacional mostró que yo había recibido una cobertura periodística negativa inusitadamente alta. Parte del problema me lo había buscado yo, por no haber sabido llevar bien las relaciones con la prensa al principio. Y quizá la prensa, que tan a menudo se considera progresista, era de hecho más conservadora que yo, al menos en lo relativo a cambiar el modo en que se suponía que funcionaban las cosas en Washington. Sin duda tenía otro concepto de qué era importante. Además, muchos de los periodistas que cubrían la información de la Casa Blanca eran muy jóvenes; trataban de abrirse paso en un sistema de cobertura periodística que está en marcha las veinticuatro horas del día, en el que cada noticia debe tener un enfoque político agresivo y en un entorno en el que los compañeros no te felicitan por las noticias positivas. Esto era casi inevitable en un sector donde la prensa escrita y las cadenas de noticias se enfrentaban a la competencia de los canales por cable, y donde las diferencias entre prensa tradicional, tabloides, publicaciones partidistas y programas sobre política en radio y televisión se confundían.
También había que reconocerles a los republicanos su parte de mérito en el hecho de que mi índice de popularidad fuera peor que mi gestión: habían sido muy eficaces en sus constantes ataques y habían impuesto sus opiniones negativas sobre la reforma sanitaria y el plan económico. Además, habían explotado a fondo mis errores. Desde que había salido elegido, los republicanos habían ganado las elecciones especiales al Senado en Texas y en Georgia, los puestos de gobernador en Virginia y en New Jersey y las alcaldías de Nueva York y Los Angeles. En cada caso, el resultado se debió a factores locales decisivos, pero sin duda mi influencia no era precisamente positiva. La gente todavía no notaba la recuperación de la economía, y la vieja retórica antigubernamental y contra los impuestos aún daba mucho juego. Finalmente, algunas de las cosas que tratábamos de sacar adelante, y que ayudarían a millones de norteamericanos, eran o bien demasiado complejas para entenderlas fácilmente, como la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, o demasiado polémicas para evitar que fueran políticamente perjudiciales, incluso cuando eran buenas medidas políticas.
Noviembre ofreció dos ejemplos de medidas políticas sólidas y estilos de política cuestionables. Después de que Al Gore superara claramente a Ross Perot en un debate televisivo que tuvo una gran audiencia, sobre el TLCAN, el Congreso aprobó la propuesta por 234 a 200 votos. Tres días más tarde, el Senado siguió sus pasos y votó a favor por 61 contra 38. Mark Gearan informó a la prensa de que Al y yo habíamos llamado o visto a más de doscientos miembros del Congreso y que el gabinete había hecho unas novecientas llamadas. El presidente Carter también colaboró y estuvo llamando a los miembros del Congreso todo el día durante una semana. También tuvimos que pactar en una serie de cuestiones; el esfuerzo para presionar a favor del TLCAN se parecía mucho más a cómo se hace una salchicha de lo que ya lo había parecido la batalla por el presupuesto. Bill Daley y todo nuestro equipo habían logrado una gran victoria política y económica para Estados Unidos pero, como en el presupuesto, costó muy caro, pues dividió a nuestro partido en el Congreso y enfureció a muchos de nuestros seguidores más fieles en los sindicatos.
La Ley Brady también se aprobó en noviembre, después de que los republicanos del Senado retiraran una maniobra obstruccionista impulsada por la Asociación Nacional del Rifle. Cuando firmé la ley, Jim y Sarah Brady estaban presentes. Desde que Jim salió herido cuando John Hinckley Jr. intentó asesinar al presidente Reagan, Jim y Sarah se habían embarcado en una cruzada para aprobar leyes sensatas acerca de la posesión de armas. Se habían dedicado durante siete años a impulsar una ley que exigiera un período de espera para todas las compras de armas, de modo que se pudiera realizar una verificación del historial del comprador, para detectar problemas mentales o antecedentes penales. El presidente Bush había vetado una anterior versión de la Ley Brady a causa de la fuerte oposición de la ANR, que afirmaba que violaba el derecho constitucional de poseer y llevar armas. La ANR creía que ese breve período de espera era una condición inaceptable para los compradores legítimos de armas y declaró que se podía conseguir el mismo resultado aumentando las penalizaciones sobre las armas ilegalmente adquiridas. La mayoría de norteamericanos estaban a favor de la Ley Brady, pero una vez se aprobó, ya no era un tema importante para ellos. Por el contrario, la ANR estaba decidida a defenestrar a tantos miembros del Congreso que hubieran votado en contra de sus intereses como fuera posible. Cuando dejé la presidencia, las comprobaciones de historial de la Ley Brady habían evitado que más de 600.000 delincuentes, fugitivos y acosadores compraran armas, y se habían salvado innumerables vidas. Pero, como en el caso del presupuesto, puso en peligro a muchos de los que eran suficientemente valientes para votar a favor, pues les valió duros ataques que, en algunos casos, consiguieron el efecto deseado y les hicieron perder el cargo.
No todas las cosas buenas que hice eran polémicas. El día 16 firmé la Ley de Restauración de la Libertad Religiosa, que estaba pensada para proteger una variedad razonable de expresiones de fe religiosa en zonas públicas, como escuelas y lugares de trabajo. La ley revocaba la decisión de 1990 de la Corte Suprema, que concedía más autoridad a los estados para regular las expresiones de religiosidad en dichos lugares. Estados Unidos está lleno de gente profundamente comprometida con una gran diversidad de creencias. Yo pensaba que la ley era el punto medio adecuado entre la protección de los derechos de los creyentes y la necesidad de respetar el orden público. La impulsaron en el Senado Ted Kennedy y el republicano Orrin Hatch, de Utah, y se aprobó por 97 contra tres; en el Congreso se aprobó con una votación de viva voz. Aunque más tarde la Corte Suprema la revocó, sigo convencido de que era una ley buena y necesaria.
Siempre pensé que proteger la libertad religiosa y hacer que la Casa Blanca fuera accesible a todas las confesiones era una parte importante de mi trabajo. Asigné un miembro del personal del departamento de comunicación de la Casa Blanca para que hiciera de puente con las diversas comunidades religiosas. Asistí a todos y cada uno de los Desayunos Nacionales de Oración, que se celebran cada año cuando el Congreso empieza su calendario laboral. Pronunciaba unas palabras y me quedaba durante todo el acto; así podía conocer a gente de distintas religiones y partidos políticos que acudían a rezar para que Dios nos guiara en nuestra labor. Cada año, cuando el Congreso reanudaba sus sesiones después del receso de agosto, celebraba en el comedor oficial un desayuno multiconfesional que me permitía escuchar las preocupaciones de los líderes religiosos y compartir las mías con ellos. Quería mantener las líneas de comunicación abiertas, incluso con aquellos que estaban en desacuerdo conmigo, y trabajar con ellos siempre que pudiera sobre los problemas sociales que teníamos en el país y sobre las crisis humanitarias que había en todo el mundo.
Creo firmemente en la separación entre Iglesia y Estado, pero también creo que ambos hacen valiosas contribuciones a la fortaleza de nuestra nación, y que en ocasiones pueden cooperar para el bien común, sin violar la Constitución. El gobierno es por definición imperfecto y experimental, siempre un trabajo en permanente desarrollo. La fe habla a nuestra vida interior, a la búsqueda de la verdad y a la capacidad del espíritu para cambiar profundamente y crecer. Los programas gubernamentales no funcionan tan bien en una cultura que devalúa la familia, el trabajo y el respeto mutuo. Resulta difícil vivir según la fe y no seguir las amonestaciones de las Escrituras de cuidar a los pobres y a los desamparados, y de «amar al prójimo como a ti mismo».
Pensé en el papel de la fe en nuestra vida nacional a mediados de noviembre, cuando viajé a Memphis para dirigirme a la asamblea del sínodo de la Iglesia de Dios en Cristo, en la iglesia de Mason Temple. Se habían producido una serie de noticias sobre la creciente violencia contra menores en los barrios afroamericanos, y quería hablar con los ministros y la gente de a pie para ver qué podíamos hacer. Era obvio que existían poderosas fuerzas económicas y sociales tras la falta de empleos en los centros deprimidos de las ciudades, como también tras la desintegración de la familia, tras los problemas escolares y tras el aumento de la gente que dependía de la asistencia social. Lo mismo podría decirse de la violencia y de los nacimientos fuera del matrimonio. Pero la demoledora combinación de todas estas dificultades había dado a luz a una cultura que aceptaba como normal la violencia, el paro y la ruptura de la familia tradicional. Yo estaba convencido de que el gobierno solo no sería capaz de modificar esa cultura. Muchas iglesias negras ya empezaban a tratar esos problemas y yo quería alentarlas para que hicieran más cosas.
Cuando llegué a Memphis, me encontré entre amigos. La Iglesia de Dios en Cristo era la confesión afroamericana que más había crecido. Su fundador, Charles Harrison Mason, recibió la inspiración para el nombre de su iglesia en Little Rock, en un lugar donde yo había ayudado a poner una placa dos años atrás. Su viuda estaba en la iglesia ese día. El obispo encargado de la ceremonia, Louis Ford, de Chicago, había desempeñado un papel clave en la campaña presidencial.
Mason Temple es tierra sagrada en la historia de los derechos civiles. Martin Luther King Jr. predicó su último sermón allí, la noche antes de que le mataran. Evoqué el espíritu de King y su asombrosa predicción de que su vida quizá no duraría mucho, para pedirles a mis amigos que examinaran con honestidad «la gran crisis espiritual de la que hoy es víctima Estados Unidos».
Luego dejé a un lado mis notas y pronuncié lo que muchos comentaristas dirían más tarde que fue el mejor discurso en mis ocho años de presidencia; hablé con sencillez y desde el fondo de mi corazón, con el lenguaje de nuestra herencia común:
Si Martin Luther King reapareciera hoy a mi lado y nos diera su valoración de los últimos veinticinco años, ¿qué diría? Han hecho un buen trabajo, diría, votando y eligiendo a la gente que antes no podía serlo por el color de su piel… Han hecho un buen trabajo, diría, por dejar que la gente que puede vaya a vivir allí donde le plazca, en este gran país… Diría, han hecho un buen trabajo porque han creado una clase media negra… y han abierto oportunidades para todos.
Pero, también diría, no he vivido ni he dado mi vida para ver a la familia americana destruida. No he vivido ni he dado mi vida para ver a chicos de trece años empuñar armas automáticas y matar a niños de nueve solo por el placer de verlos morir. No he vivido ni he dado mi vida para que los jóvenes destrocen sus propias vidas con las drogas y luego amasen fortunas destruyendo las de los demás. No vine aquí para eso. Yo luché por la libertad, diría, pero no por la libertad de matarse entre sí con insensato frenesí, no por la libertad de los niños para tener niños ni por la libertad de que los padres de los niños les dejen a un lado y les abandonen como si no importaran nada. Luché para que la gente tuviera derecho al trabajo, pero no para que se abandonen comunidades enteras, ni para que se abandone a la gente. No es por eso por lo que viví ni por lo que di mi vida.
No luché por el derecho de los negros a asesinar a otros negros con insensato desenfreno…
Hay cambios que podemos hacer desde el exterior; ese es el cometido del Presidente y del Congreso, y de los gobernadores y los alcaldes y de la asistencia social. Y luego hay algunos cambios que tendremos que hacer desde el interior, o todos los demás no valdrán para nada… A veces no hay respuestas desde el exterior; a veces todas las respuestas tienen que nacer de los valores y de las emociones que nos conmueven y de las voces que nos hablan desde dentro…
Donde no hay familias, donde no hay orden, donde no hay esperanza… ¿quién vendrá para dar estructura, disciplina y amor a estos niños? Tienen que hacerlo ustedes. Y es nuestra labor ayudarles.
Así que desde este púlpito, en este día, déjenme que les pida a todos ustedes que digan en su corazón: honramos la vida y la labor de Martin Luther King… De algún modo, con la gracia de Dios, cambiaremos las cosas. Daremos un futuro a estos niños. Les quitaremos sus armas y les daremos libros. Les quitaremos su desesperación y les daremos esperanza. Reconstruiremos las familias, los barrios y las comunidades. No dejaremos que todo el trabajo que ha llegado hasta aquí beneficie a unos pocos. Lo haremos juntos, por la gracia de Dios.
El discurso de Memphis era un himno de alabanza a una filosofía pública enraizada en mis valores religiosos personales. Había demasiadas cosas que se estaban desmoronando; yo trataba de unirlas.
El 19 y el 20 de noviembre, de nuevo traté de unir más cosas, cuando volé a Seattle para la primera reunión de los líderes de la organización Cooperación Económica Asia-Pacífico. Antes de 1993, la CEAP había sido un foro para que los ministros de finanzas discutieran temas económicos. Yo había propuesto que los propios jefes de estado se reunieran anualmente para hablar de sus intereses comunes, y quería utilizar nuestro primer encuentro en la isla de Blake, frente a la costa de Seattle, para lograr tres objetivos: un área de libre comercio entre Estados Unidos y las naciones del Pacífico asiático; un debate informal sobre temas de política y de seguridad, y la creación de un hábito de cooperación, que claramente sería más importante que nunca en el siglo XXI. Las naciones asiáticas del Pacífico concentraban más de la mitad de la producción mundial y tenían grandes retos, políticos y de seguridad. En el pasado, Estados Unidos jamás se había relacionado con aquella zona con el mismo enfoque integral que utilizábamos con Europa. Yo pensaba que había llegado el momento de hacerlo.
Disfruté de mi encuentro con el nuevo primer ministro japonés, Morihiro Hosokawa, un reformista que había roto el monopolio del poder del Partido Liberal y que había seguido abriendo Japón económicamente. También me alegré de la oportunidad de hablar largamente con el presidente de China, Jiang Zemin, en un marco más informal. Aún manteníamos nuestras diferencias sobre los derechos humanos, el Tíbet y la economía, pero teníamos el interés común de construir una relación que no aislara a China de la comunidad global, antes bien que la integrara. Tanto Jiang como Hosokawa compartían mi inquietud acerca de la crisis que se avecinaba con Corea del Norte, que parecía decidida a convertirse en una potencia nuclear, algo que yo quería impedir y para lo cual necesitaría su ayuda.
De vuelta a Washington, Hillary y yo celebramos nuestra primera cena oficial, en honor del presidente de Corea del Sur, Kim Yong-Sam. Siempre disfrutaba con las visitas de Estado. Eran los actos más protocolarios que tenían lugar en la Casa Blanca, empezando por la ceremonia oficial de bienvenida. Hillary y yo esperábamos de pie en el Pórtico Sur de la Casa Blanca para recibir a nuestros invitados en cuanto bajaran del coche. Después de darles la bienvenida, caminábamos hasta el Jardín Sur para una breve fila de saludos de recepción, y luego el dignatario visitante y yo nos quedábamos en la tarima, frente a un impresionante grupo de hombres y mujeres con el uniforme de nuestras fuerzas armadas. La banda militar tocaba el himno nacional de los dos países, después de lo cual yo escoltaba a mi invitado a pasar revista a las tropas. Luego volvíamos a la tarima para pronunciar unas palabras; a menudo nos deteníamos por el camino para saludar a una multitud de escolares, ciudadanos de la nación visitante que vivían en Estados Unidos, y norteamericanos que procedían de dicha nación.
Antes de la cena oficial, Hillary y yo ofrecíamos una pequeña recepción para la delegación visitante en la Sala Oval Amarilla, en la planta residencial. Al y Tipper, el secretario de Estado y el de Defensa y algunas personas más se unían a nosotros para conocer a los invitados extranjeros. Después de la recepción, un guardia de honor militar, hombre o mujer, nos escoltaba por la escalera, mientras pasábamos ante los retratos de mis predecesores, hasta una fila de recepción para los invitados. Durante la cena, que generalmente se servía en el Comedor Oficial (para los grupos más numerosos, la cena se celebraba en la Sala Este o fuera, bajo una carpa), la orquesta de cuerda del Cuerpo de los Marines, o sus homólogos de las fuerzas aéreas, nos obsequiaban con música. Siempre me emocionaba verlos entrar en la sala. Después de la cena, había alguna actuación musical, a menudo seleccionada según los gustos de nuestro invitado. Por ejemplo, Václav Havel quería escuchar a Lou Reed, cuya potente música había inspirado a los partisanos de Havel en la Revolución de Terciopelo de Checoslovaquia. Aproveché todas las oportunidades que tuve de traer a todo tipo de músicos a la Casa Blanca. A lo largo de los años, vinieron Earth, Wind and Fire; Yo-Yo Ma; Plácido Domingo; Jessye Norman y muchos otros músicos clásicos, de jazz, de blues, de Broadway y de gospel, así como bailarines de distintos estilos. Para los espectáculos, generalmente podíamos invitar a más personas de las que habían acudido a la cena. Después, todo el que quisiera quedarse volvía al vestíbulo de la Casa Blanca para un baile de última hora. Generalmente, los invitados estaban cansados y se iban pronto a la Blair House, la residencia oficial de huéspedes. Hillary y yo nos quedábamos durante un par de bailes y luego nos retirábamos arriba mientras los juerguistas se quedaban durante una hora más aproximadamente.
A finales de noviembre, tomé parte en la tradición anual, que se remontaba al presidente Coolidge, de indultar al pavo de Acción de Gracias, después de lo cual Hillary, Chelsea y yo nos fuimos durante un largo fin de semana a Camp David. Tenía mucho por lo que estar agradecido. Mi índice de popularidad volvía a subir y American Airlines había anunciado la resolución de la huelga que llevaba cinco días en marcha. La huelga podría haber perjudicado seriamente a la economía y se solucionó gracias a la intensa y hábil implicación de Bruce Lindsey en las negociaciones. Estaba contento porque mis conciudadanos podrían volar de vuelta a sus hogares para pasar la fiesta con su familia.
Pasar el día de Acción de Gracias en Camp David se convirtió en una tradición anual; nos acompañaban nuestras familias y unos pocos amigos. Siempre celebrábamos la comida de Acción de Gracias en Laurel, la cabaña más grande del terreno, pues tenía una gran sala de conferencias, un espacioso comedor, una amplia zona abierta con una chimenea y televisión y un despacho privado para mí. Íbamos al refectorio general para saludar al personal naval y de los marines y a sus familias, pues ellos se encargaban de que el campamento funcionara. De noche mirábamos películas y jugábamos a los bolos. Y al menos una vez en todo el fin de semana, sin importar el frío que hiciera o la lluvia que cayera, los hermanos de Hillary, Roger y yo, nos íbamos a jugar al golf con quienquiera que tuviese el valor suficiente para ir con nosotros. Sorprendentemente, Dick Kelley siempre se apuntaba, aunque en 1993 tenía casi ochenta años.
Disfruté intensamente de todos y cada uno de los días de Acción de Gracias que pasé en Camp David, pero el primero fue especial, porque fue el último de Madre. Hacia finales de noviembre, el cáncer se había extendido y había infectado la sangre. Tenían que hacerle transfusiones diarias solo para que siguiera viva. Yo no sabía cuánto tiempo viviría, pero las transfusiones le daban un aspecto engañosamente sano y ella estaba decidida a vivir cada día al máximo. Se lo pasaba bien mirando los partidos de fútbol americano por la televisión, saboreando la comida y departiendo con los jóvenes oficiales, hombres y mujeres, que iban al bar de Camp David. Lo último que quería hacer era hablar de la muerte. Estaba demasiado llena de vida para perder el tiempo con eso.
El 4 de diciembre, fui de nuevo a California para asistir a una conferencia económica sobre las permanentes dificultades del estado. Hablé con un gran número de personas del mundo del espectáculo, en las oficinas de la Creative Artists Agency, para pedirles que cooperaran conmigo para reducir la cantidad de violencia en los medios de comunicación que se dirigían a los jóvenes, así como para impedir el ataque de la cultura contra la familia y el trabajo. Durante las dos semanas siguientes, cumplí dos de los compromisos de mi batalla presupuestaria: fui al distrito de Marjorie Margolies-Mezvinsky para dar una conferencia sobre ayuda social, y nombré a Bob Kerrey copresidente, junto con el senador John Danforth, de Missouri, de una comisión para analizar la Seguridad Social y otras iniciativas de asistencia social.
El 15 de diciembre, saludé con satisfacción la declaración conjunta del primer ministro británico, John Major, y del primer ministro irlandés, Albert Reynolds, que sentaba las bases de un marco de trabajo para la resolución pacífica del conflicto de Irlanda del Norte. Era un maravilloso regalo de Navidad, que esperaba me diera la oportunidad de desempeñar un papel contribuyendo a solucionar un problema que me había interesado por primera vez durante mi etapa estudiantil en Oxford. El mismo día, designé a mi viejo amigo de los días de McGovern, John Holum, responsable de la Agencia de Desarme y Control de Armas, y aproveché la ocasión para destacar mi programa de no proliferación: incluía la ratificación de la convención de control de armas químicas, alcanzar un tratado de prohibición de pruebas nucleares global, obtener una ampliación permanente del Tratado de No Proliferación Nuclear (TNPN), que había expirado en 1995, y financiar íntegramente el programa Nunn-Lugar para localizar y destruir el armamento y material nuclear ruso.
El 20 de diciembre, firmé una ley especialmente importante para Hillary y para mí. La Ley de Protección Nacional de la Infancia ofrecía una base de datos nacional que cualquier responsable de una guardería o centro de atención infantil podía consultar para comprobar el historial de los candidatos a un puesto en esos lugares de trabajo. La idea era del escritor Andrew Vachss, en respuesta a las historias de niños sometidos a atroces abusos en los centros preescolares o las guarderías. Muchos padres tenían que ir a trabajar y por lo tanto tenían que dejar a sus hijos en edad preescolar en guarderías. Tenían derecho a saber si sus hijos estaban a salvo y bien cuidados.
La Navidad nos dio a Hillary y a mí la oportunidad de ver a Chelsea actuar dos veces: en El Cascanueces, con la Compañía de Ballet de Washington, donde asistía diariamente a clase después de la escuela, y en una obra de Navidad en la iglesia que habíamos elegido, la Iglesia Metodista Unida Foundry, en la calle Dieciséis, no lejos de la Casa Blanca. Nos gustaba el pastor de Foundry, Phil Wogaman, y el hecho de que la iglesia aceptaba gente de diversas razas, culturas, ingresos, afiliaciones políticas y también daba la bienvenida a los gays.
La Casa Blanca es un lugar especial en Navidad. Cada año se trae un gran abeto y se coloca en la Sala Azul Oval, en el piso principal. Lo decoran, igual que todas las salas abiertas al público, de acuerdo con el tema del año. Hillary decidió que la artesanía norteamericana fuera el tema de nuestra primera Navidad. Los artesanos de todo el país nos regalaron decoraciones navideñas y otras obras de cristal, madera y metal. Cada año, en el Comedor Oficial se coloca una enorme Casa Blanca de pan de jengibre que especialmente a los niños les encanta contemplar. En 1993, unas 150.000 personas vinieron a visitar la Casa Blanca durante las fiestas, para admirar la decoración.
También pusimos otro gran árbol de Navidad en la Sala Amarilla Oval, en la planta de la residencia, y lo llenamos de adornos que Hillary y yo hemos acumulado desde la primera Navidad que pasamos juntos. Tradicionalmente, Chelsea y yo colocamos la mayoría de los adornos; es una costumbre que empezamos cuando ella se hizo suficientemente mayor. Entre Acción de Gracias y Navidad, ofrecimos una gran cantidad de recepciones y fiestas para el Congreso, la prensa, el servicio secreto, el personal de la residencia, el equipo y el gabinete de la Casa Blanca, otros funcionarios de la administración y los seguidores que nos apoyaban desde todo el país, aparte de para la familia y nuestras amistades. Hillary y yo nos pasábamos horas de pie saludando a la gente y tomando fotografías, mientras los coros y otros grupos musicales tocaban por toda la casa. Era una forma agotadora pero feliz de dar las gracias a la gente que hacía que nuestro trabajo fuera posible y nuestras vidas fueran más ricas.
Nuestra primera Navidad fue especialmente importante para mí porque, como el primer día de Acción de Gracias que pasamos en Camp David, era casi sin lugar a dudas el último que pasaría con Madre. La convencí a ella y a Dick de que vinieran a pasar una semana con nosotros, a lo cual se avino cuando le prometí que la llevaría de vuelta a casa a tiempo de prepararse para ir a Las Vegas a ver actuar a Barbra Streisand en su anunciadísimo concierto de Fin de Año. Barbra realmente quería que Madre asistiera y Madre estaba decidida a ir. Quería mucho a Barbra y además, en su opinión, Las Vegas era lo más parecido que había visto al paraíso terrenal. No sabía qué haría si resultaba que no había juego o espectáculos alegres en el más allá.
Mientras disfrutábamos de la Navidad, Whitewater volvió a convertirse en un tema de actualidad. Durante las semanas anteriores, el Washington Post y el New York Times habían publicado rumores que apuntaban a que Jim McDougal podía ser acusado de nuevo. En 1990 le habían juzgado y declarado inocente de los cargos derivados de la bancarrota de Madison Guaranty. Aparentemente, la Corporación de Resolución de Fondos estaba estudiando la posibilidad de que McDougal hubiera realizado contribuciones ilegales a las campañas de políticos, entre ellas a la mía. Durante la campaña, habíamos encargado un informe que demostró que perdimos dinero en la inversión de Whitewater. Mis contribuciones de campaña estaban en un registro público y ni Hillary ni yo habíamos aceptado jamás ningún préstamo de McDougal. Sabía que todo el asunto de Whitewater solo era un intento de mis enemigos para desacreditarme y reducir mi capacidad para cumplir con mis funciones presidenciales.
No obstante, Hillary y yo decidimos que deberíamos contratar a un abogado. David Kendall había estado en la facultad de derecho con los dos. Había representado a clientes en casos de préstamos y ahorros, y sabía cómo organizar y sintetizar documentos y materiales complejos aparentemente sin conexión entre sí. Tras la modesta actitud cuáquera de David, había una mente brillante y la voluntad de luchar contra la injusticia. Le habían encarcelado por su defensa de los derechos civiles en Mississippi durante el Verano de la Libertad, en 1964, y había defendido casos de pena de muerte para el Fondo de Defensa Legal de la NAACP. Y lo mejor de todo era que David Kendall era un magnífico ser humano, que nos acompañó en los momentos más duros de los años posteriores con fuerza, sensatez y un gran sentido del humor.
El 18 de diciembre, Kendall nos dijo que el American Spectator, una revista mensual de derechas, publicaría un artículo de David Brock en el que cuatro oficiales de la policía estatal de Arkansas afirmarían que me habían conseguido mujeres durante mi etapa de gobernador. Solo dos de los cuatro policías aceptaron ser entrevistados por la CNN. Había algunas acusaciones en la historia que podían refutarse fácilmente y los dos policías tenían sus propios problemas de credibilidad, pues les habían investigado por fraude de póliza de seguros en relación a un vehículo que destrozaron en 1990. David Brock más tarde se disculpó con Hillary y conmigo por toda aquella historia. Si quieren saber más, lean su valiente autobiografía, Blinded by the Right, donde revela los extraordinarios esfuerzos que hicieron para desacreditarme ciertos millonarios de extrema derecha relacionados con Newt Gingrich y algunos de mis adversarios en Arkansas. Brock reconoce que permitió que le utilizaran en una campaña de calumnias personales a las que no les importaba si la información negativa por la que pagaban era cierta o no.
La historia de los policías era ridícula, pero hacía daño. Para Hillary fue un golpe duro porque ella creía que habíamos dejado todo aquello atrás, en la campaña. Ahora sabía que quizá no terminaría jamás. Por el momento, no podíamos hacer nada excepto seguir adelante y esperar que la noticia pasara. Cuando aún estaba en pleno apogeo, fuimos una noche al Kennedy Center para asistir a un concierto del Mesías, de Handel. Cuando Hillary y yo aparecimos en la tribuna presidencial, en la galería, el numeroso público se levantó y nos jaleó. Nos conmovió ese gesto amable y espontáneo. No sabía lo mucho que me había disgustado todo aquello hasta que me di cuenta de que tenía lágrimas de gratitud en los ojos.
Después de una memorable semana de Navidad, Hillary, Chelsea y yo acompañamos a Madre y a Dick de vuelta a Arkansas. Hillary y Chelsea se quedaron con Dorothy en Little Rock, mientras yo llevé en coche a Madre y a Dick hasta Hot Springs. Fuimos todos a cenar con algunos de mis amigos del instituto a Rocky's Pizza, uno de los antros preferidos de Madre, frente al hipódromo. Después de la cena, Madre y Dick querían ir a descansar, así que les acompañé a casa y luego me fui a la bolera con mis amigos. Después, volví a la casita del lago Hamilton para echar una partida de cartas y charlar hasta altas horas de la madrugada.
Al día siguiente, Madre y yo nos sentamos a solas para tomar una taza de café en lo que resultó ser la última visita que le hice. Estaba animada como siempre y decía que la única razón por la que salía a relucir de nuevo la historia de los policías era porque mi índice de popularidad se había recuperado durante el mes pasado; había llegado al nivel más alto desde mi investidura. Luego se rió entre dientes y dijo que sabía que los dos policías no eran precisamente «las lumbreras más brillantes del firmamento», pero que desde luego deseaba que «aquellos chicos encontraran otra forma de ganarse la vida».
Durante un breve instante, hice que pensara en ese reloj de arena cuyo contenido se deslizaba para no volver. Estaba trabajando en sus memorias con un excelente colaborador de Arkansas, James Morgan, y ya había grabado cintas con toda su historia, pero aún había varios capítulos en proceso de borrador. Le pregunté qué quería que hiciéramos si ella no podía terminarlo. Sonrió y dijo: «Por supuesto lo terminarás tú». Le pregunté: «¿Cómo debo hacerlo?». Dijo que debía comprobar los hechos, cambiar todo lo que estuviera equivocado y aclarar lo que fuera confuso. «Pero quiero que sea mi historia, con mis palabras. Así que no cambies nada a menos que pienses que he sido demasiado dura con alguien que aún vive.» Dicho esto, volvió a hablar de política y de su viaje a Las Vegas.
Más tarde ese mismo día me despedí de Madre, conduje hasta Little Rock para recoger a Hillary y a Chelsea y volamos a Fayetteville para ver al líder de la clasificación, los Arkansas Razorbacks, jugar al baloncesto; luego fuimos al fin de semana del Renacimiento con nuestros amigos Jim y Diane Blair. Después de un año repleto de acontecimientos y lleno de altibajos, fue bueno pasar unos días entre viejos amigos. Paseé por la playa, fui a los debates y en general disfruté de la compañía.
Pero mis pensamientos no se alejaban de Madre. Era una mujer maravilla, aún bella a los setenta, incluso después de la mastectomía, los tratamientos de quimioterapia que la dejaron sin pelo y la obligaron a usar peluca, y las transfusiones sanguíneas diarias que hubieran postrado en cama a la mayoría de la gente. Terminaba su vida como la había empezado, yendo a por todas, agradecida por lo que tenía, sin un ápice de autocompasión por su dolor y su enfermedad y esperando con ilusión las aventuras que cada nuevo día podía traer. Estaba tranquila porque la vida de Roger estaba encarrilada de nuevo, y convencida de que yo aprendía a dominar mi trabajo. Le hubiera encantado llegar a los cien, pero si su tiempo se había acabado, que le íbamos a hacer, así era la vida. Había hecho las paces con Dios. El podía llamarla a su lado, pero antes tendría que echar una carrera para atraparla.
Treinta y siete
El año 1994 fue uno de los más dificiles de toda mi vida, en el que hubo importantes éxitos en política interior y exterior que quedaron eclipsados por la desestimación de la reforma sanitaria y por una obsesión por los escándalos fantasma. Empezó con un profundo dolor personal y terminó en desastre político.
La noche del 5 de enero, Madre me llamó a la Casa Blanca. Acababa de regresar a casa de su viaje a Las Vegas. Le dije que la había llamado a su habitación de hotel varios días, y que no la había encontrado nunca. Se río, y me dijo que había salido día y noche, que se lo había pasado de fábula en su ciudad preferida y que no tenía tiempo de quedarse esperando a que sonara el teléfono. Le había encantado el concierto de Barbra Streisand, y le había gustado mucho que Barbra la presentara al público y le dedicara una canción. Madre estaba muy animada y parecía fuerte; solo quería decirme que estaba bien y que me quería. No fue una conversación muy distinta de las muchas que habíamos compartido a lo largo de los años, generalmente las noches de domingo.
Hacia las dos de la madrugada, el teléfono volvió a sonar y nos despertó a Hillary y a mí. Era Dick Kelley, llorando. Dijo: «Se ha ido, Bill». Después de una semana perfecta pero agotadora, Madre sencillamente se había ido a dormir y había muerto. Yo sabía que el final estaba cerca, pero no estaba preparado para dejarla ir. Ahora nuestra última conversación telefónica parecía demasiado rutinaria, llena de cháchara; habíamos hablado como personas convencidas de que tienen todo el tiempo del mundo para hablar con el otro. Ansiaba volver a revivir esa conversación, pero todo lo que podía hacer era decirle a Dick que le quería, que le agradecía que la hubiera hecho feliz durante los últimos años de su vida y que iría a casa tan pronto como pudiera. Hillary supo qué había pasado por lo que me oía decir. La abracé y lloré. Dijo algo acerca de Madre y su amor por la vida, y comprendí que esa llamada era justamente el tipo de conversación que Madre habría querido que fuera la última. Madre siempre estuvo por la vida, no por la muerte.
Llamé a mi hermano. Sabía que la noticia le destrozaría. Idolatraba a Madre, porque ella jamás dejó de creer en él. Le dije que tenía que aguantar por ella y seguir adelante con su vida. Luego llamé a mi amiga Patty Howe Criner, que había formado parte de nuestras vidas durante más de cuarenta años, y le pedí que nos ayudara a Dick y a mí con los preparativos del funeral. Hillary despertó a Chelsea y se lo dijimos. Ya había perdido a un abuelo, y ella y Madre, a la cual llamaba Ginger, mantenían una relación muy estrecha y tierna. En la pared de su estudio, tenía un fantástico retrato a pluma de Madre realizado por un artista de Hot Springs, Gary Simmons, titulado Chelsea's Ginger. Era conmovedor ver a mi hija tratando de aceptar su propio dolor y mantener la compostura, dejándose ir y conteniéndose. Chelsea's Ginger está hoy colgado en la pared de su habitación en Chappaqua.
Más tarde, esa mañana emitimos un comunicado anunciando la muerte de Madre, que inmediatamente fue noticia. Por casualidad, Bob Dole y Newt Gingrich estaban en un programa de noticias matutino. Sin inmutarse por lo que había sucedido, los entrevistadores preguntaron acerca de Whitewater, y Dole dijo que «clamaba al cielo» que debía nombrarse a un fiscal independiente. Yo estaba aturdido; creí que hasta la prensa y mis adversarios se tomarían una pausa el día de la muerte de mi madre. En honor a Dole, años más tarde se disculpó conmigo. Para entonces, yo comprendía mejor lo que había sucedido. La droga preferida de Washington es el poder. Atonta los sentidos y confunde el juicio. Dole ni siquiera era de los más adictos. Agradecí su disculpa.
Ese mismo día, Al Gore fue a Milwaukee para pronunciar en mi lugar un discurso sobre política exterior que yo me había comprometido a dar, y yo volé a casa. El hogar de Dick y de Madre estaba lleno de amigos, familia y la comida que la gente de Arkansas suele traer para mitigar el dolor colectivo. Todos nos reímos, contando historias sobre ella. Al día siguiente llegaron Hillary y Chelsea, y algunos de los amigos de Madre de fuera del estado, entre ellos Barbra Streisand y Ralph Wilson, el propietario de los Buffalo Bills, que había invitado a Madre a la Super Bowl el año anterior, cuando descubrió que era una gran seguidora de los Bills.
No había una iglesia suficientemente grande para acomodar a todos los amigos de Madre, y hacía demasiado frío para celebrar la misa fúnebre en su lugar preferido, el hipódromo, así que la organizamos en el Centro de Convenciones. Asistieron unas tres mil personas, entre ellas el senador Pryor, el gobernador Tucker y todos mis compañeros de la universidad. Pero la mayoría de personas que vino era gente de a pie, trabajadores que Madre había conocido y con los que había entablado amistad a lo largo de los años. Todas las mujeres de su «club de cumpleaños» también vinieron. Había doce miembros, y cada una celebraba el cumpleaños en un mes distinto. Los celebraban juntas, con un almuerzo mensual. Después de que Madre muriera, tal y como pidió, las demás mujeres eligieron una sustituta; rebautizaron su grupo con el nombre de el Club de Cumpleaños de Virginia Clinton Kelley.
El reverendo John Miles ofició la misa y se refirió a Madre como «una genuina americana». «Virginia –dijo–, era como una pelota de goma; cuanto más la golpeaba la vida, más alto rebotaba.»
El hermano John recordó a la multitud la respuesta automática de Madre a cualquier problema: «Eso es pan comido».
Durante la ceremonia sonaron sus himnos preferidos. Todos cantamos «Amazing Grace» y «Precious Lord, Take My Hand». Su amiga Malvie Lee Giles, que una vez perdió la voz y luego la recuperó «de Dios» con una octava de más, cantó «His Eye Is on the Sparrow», y la preferida de Madre, «A Closer Walk with Thee». Nuestra amiga pentecostal Janice Sjostrand cantó un bello himno que Madre había oído en la misa de mi investidura, «Holy Ground». Cuando Barbra Streisand, que estaba sentada detrás de mí, oyó a Janice, me tocó el hombro y agitó la cabeza asombrada. Al término de la misa, preguntó: «¿Quién es esa mujer y cuál es esa canción? ¡Son magníficas!». A Barbra le inspiró tanto la música del funeral de Madre que hizo su propio álbum de himnos y canciones espirituales, entre ellas una escrita en memoria de Madre, «Leading with Your Heart».
Después del funeral llevamos a Madre a Hope en coche. A lo largo de todo el camino, la gente se quedaba de pie al lado de la carretera en señal de respeto. La enterramos en el cementerio situado al otro lado de la calle donde había estado la tienda de su padre, en una parcela que llevaba tiempo esperándola, al lado de sus padres y de mi padre. Fue el 8 de enero, el día del cumpleaños de su hombre favorito fuera de la familia, Elvis Presley.
Después de una recepción en Sizzlin' Steakhouse, fuimos al aeropuerto para volar de vuelta a Washington. No hubo tiempo para llorar; tenía que regresar y arreglar unas cuantas cosas. Tan pronto como dejé a Hillary y a Chelsea, me fui a Europa, en un viaje previsto desde hacía tiempo para establecer un proceso de apertura en la OTAN que permitiera a las naciones de Europa Central entrar en la alianza, sin que ello le causara a Yeltsin demasiados problemas en Rusia. Yo estaba decidido a hacer todo lo posible para crear una Europa unida, libre, democrática y segura, por primera vez en la historia. Tenía que garantizar que la expansión de la OTAN no se limitaba simplemente a trasladar la línea divisoria de Europa más hacia el este.
En Bruselas, después de un discurso en el ayuntamiento frente a un grupo de jóvenes europeos, recibí un regalo especial. Bélgica celebraba el cien aniversario de la muerte de mi belga favorito, Adolphe Sax, el inventor del saxo, y el alcalde de Dinant, la ciudad natal de Sax, me regaló un precioso saxo tenor Selmer hecho en París.
Al día siguiente los dirigentes de la OTAN aprobaron mi propuesta de una Asociación por la Paz para aumentar la seguridad y la cooperación con las nuevas democracias de Europa hasta que pudiéramos completar la propia expansión de la OTAN.
El 11 de enero, estaba en Praga con Václav Havel, veinticuatro años después de mi primer viaje como estudiante. Havel, un hombre pequeño y de hablar suave, con ojos vivaces y un agudo ingenio, era un héroe para las fuerzas de la libertad en todo el mundo. Había estado encarcelado durante algunos años y, mientras estuvo en prisión, se dedicó a escribir libros elocuentes y provocativos. Cuando fue liberado, supo liderar Checoslovaquia durante la pacífica Revolución de Terciopelo, y luego supervisó la ordenada división del país en dos estados. Ahora era el presidente de la República Checa y estaba ansioso por construir una economía de mercado que funcionase y solicitar la protección que entrañaba pertenecer a la OTAN. Havel era un buen amigo de nuestra embajadora en la ONU, Madeleine Albright, nacida en Checoslovaquia, y que aprovechaba todas las ocasiones en las que podía hablar con él en su lengua materna.
Havel me llevó a uno de los clubs de jazz que habían sido un hervidero de apoyo para su Revolución de Terciopelo. Después de que el grupo tocara un par de melodías, Havel me llevó a conocer a la banda y me regaló otro saxo nuevo. Este lo había hecho en Praga una compañía que, en la época comunista, fabricaba saxos para las bandas militares de todas las naciones del Pacto de Varsovia. Me invitó a probarlo con la banda. Tocamos «Summertime» y «My Funny Valentine»; Havel se sumó, entusiasta, con la pandereta.
De camino a Moscú, me detuve brevemente en Kiev para conocer al presidente de Ucrania, Leonid Kravchuk, y agradecerle el acuerdo que él, Yeltsin y yo firmaríamos el viernes siguiente, por el que Ucrania se comprometía a destruir 176 misiles balísticos intercontinentales y 1.500 cabezas nucleares que apuntaban a Estados Unidos. Ucrania era un gran país, con sesenta millones de habitantes y un gran potencial. Como Rusia, batallaba con el problema de qué tipo de futuro quería. Kravchuk se enfrentaba a una fuerte oposición en el Parlamento por lo de la eliminación de sus armas nucleares, y yo quería mostrarle mi apoyo.
Hillary se reunió conmigo en Moscú. Se trajo también a Chelsea, porque no queríamos dejarla sola justo después de la muerte de Madre. Estar juntos en la residencia de invitados del Kremlin y ver Moscú en pleno invierno sería una buena distracción para todos nosotros. Yeltsin sabía que yo estaba pasándolo mal, porque él también había perdido recientemente a su madre, a la que adoraba.
Siempre que podíamos nos lanzábamos a la calle; comprábamos recuerdos de Rusia y pan en una pequeña panadería. Encendí una vela por Madre en la catedral de Kazan, ahora totalmente restaurada de los destrozos del estalinismo, y visité al patriarca de la Iglesia Ortodoxa Rusa en el hospital.
El 14 de enero, después de una impresionante ceremonia de bienvenida en la Sala de San Jorge del Kremlin, una enorme estancia blanca con arcadas y altas columnas con los nombres estampados en oro de todos los héroes de guerra rusos desde hace más de doscientos años, Yeltsin y yo firmamos el tratado sobre armas nucleares con el presidente ucraniano Kravchuk y celebramos reuniones sobre iniciativas económicas y de seguridad.
En la conferencia de prensa posterior, Yeltsin expresó su agradecimiento por el paquete de ayudas norteamericano y por el que se había aprobado en la cumbre del G7 en Tokio, que aportaría mil millones más de dólares en cada uno de los dos siguientes años, así como por nuestra decisión de reducir los aranceles sobre cinco mil productos rusos. Dio su apoyo a la Asociación por la Paz, condicionándolo a la firmeza de mi compromiso para diseñar un acuerdo de cooperación especial entre la OTAN y Rusia. También fue satisfactorio que acordáramos, a partir del 30 de mayo, no apuntar nuestros misiles nucleares contra nuestros respectivos países, ni contra ningún otro, y que Estados Unidos compraría a Rusia uranio altamente enriquecido, durante los siguientes veinte años, por valor de 12.000 millones de dólares, para así eliminar gradualmente la posibilidad de que se utilizara para fabricar armas.
Yo pensaba que todas estas acciones eran positivas tanto para Estados Unidos como para Rusia, pero no todo el mundo estaba de acuerdo. Yeltsin tenía algunos problemas en su nuevo parlamento, especialmente con Vladimir Zirinovsky, el líder de un importante bloque de nacionalistas militantes que querían devolver a Rusia su gloria imperial y que estaban convencidos de que yo sólo quería limitar su poder y su influencia. Para calmar un poco los ánimos, yo repetí mi mantra de que el pueblo ruso debía definir su grandeza en términos relevantes para el futuro, no basándose en el pasado.
Después de la conferencia de prensa, fui a una reunión pública con jóvenes en la cadena de televisión Ostankino. Me hicieron preguntas sobre todo tipo de temas de actualidad, pero también querían saber si los estudiantes norteamericanos podían aprender algo de Rusia, cuántos años tenía cuando se me ocurrió ser presidente, qué consejos podía darle a un joven ruso que quisiera entrar en política y cómo quería que me recordaran. Esos estudiantes me hicieron sentir esperanza por el futuro de Rusia. Eran inteligentes, idealistas y estaban profundamente comprometidos con la democracia.
El viaje iba bien; se avanzaba en los intereses norteamericanos de construir un mundo más libre y más seguro, pero eso no se notaba en Estados Unidos, donde lo único de lo que querían hablar los políticos y la prensa era de Whitewater. Incluso los periodistas que me acompañaban me hicieron algunas preguntas sobre ese tema durante el viaje. Aun antes de que me fuera, el Washington Post y el New York Times se habían sumado a los republicanos para reclamar que Janet Reno nombrara un fiscal independiente.
El único nuevo desarrollo en los últimos meses era que David Hale, un republicano que había sido acusado de fraude a la Agencia de la Pequeña y Mediana Empresa, afirmaba que yo le había pedido que concediera un préstamo a Susan McDougal, cuando ella no reunía los requisitos exigidos. Yo no había hecho tal cosa.
El criterio para designar a un fiscal independiente tanto según la antigua legislación, que había expirado, como según la nueva, que estaba estudiándose en el Congreso, era la existencia de «pruebas verosímiles» de mala fe. En su editorial del 5 de enero, en el que solicitaba un fiscal independiente para Whitewater, el Washington Post reconocía explícitamente «que no existen cargos verosímiles en este caso de que ni el presidente ni la señora Clinton hayan hecho algo malo». No obstante, el Post seguía diciendo que el interés público exigía un fiscal independiente, pues Hillary y yo habíamos sido socios en el negocio inmobiliario de Whitewater (en el que perdimos dinero), antes de que McDougal comprara Madison Guaranty (de la que jamás recibimos ningún préstamo). Aún peor, resultaba que por lo visto no habíamos solicitado la desgravación fiscal completa que podíamos pedir por nuestras pérdidas. Aquella era, probablemente, la primera vez en la historia en que el escándalo se cernía sobre un político a causa del dinero que había perdido, de los préstamos que no había recibido y de la desgravación fiscal que no había solicitado. El Post dijo que el Departamento de Justicia estaba dirigido por cargos nombrados por el presidente, en los que no se podía confiar para que me investigaran o para decidir si alguien más debía investigarme.
La ley del fiscal independiente fue aprobada en respuesta al despido por parte del presidente Nixon de Archibald Cox, fiscal especial del Watergate, que había sido nombrado por el fiscal general de Nixon, y por lo tanto era un empleado del Ejecutivo, sujeto a cese. El Congreso reconoció la necesidad de que pudieran llevarse a cabo investigaciones independientes de presuntos delitos por parte del presidente y sus cargos principales, pero también comprendió el peligro de conceder un poder sin límites a un fiscal que no respondía ante nadie y que disponía de recursos ilimitados. Por esa razón la ley exigía que hubiera pruebas verosímiles de que se había cometido un delito. Ahora la prensa decía que el presidente debía aceptar un fiscal independiente sin la existencia de dichas pruebas, cada vez que alguien con el que hubiera estado relacionado fuera objeto de una investigación.
Durante los años de Reagan y Bush, se condenó a más de veinte personas por delitos en investigaciones de fiscales independientes. Después de siete años de investigaciones y del descubrimiento por parte de la comisión del senador John Tower de que el presidente Reagan había autorizado la venta ilegal de armas a los rebeldes de Nicaragua, el fiscal
del caso Irán-Contra, Lawrence Walsh, acusó a Caspar Weinberger y a cinco personas más, pero el presidente Bush les concedió un indulto. La única investigación del fiscal independiente sobre las actividades de un presidente antes de que tomara posesión del cargo fue sobre el presidente Carter, investigado por un polémico préstamo a un almacén de cacahuetes propiedad suya y de su hermano Bill. El fiscal especial solicitado por el presidente terminó su investigación en seis meses y exoneró a los Carter.
Cuando salí hacia Moscú, algunos senadores demócratas y el presidente Carter se habían sumado a los republicanos y a la prensa para exigir un fiscal independiente, aunque no podían dar ninguna razón remotamente parecida a la prueba verosímil de un delito. La mayoría de demócratas no sabían nada de Whitewater; solo estaban ansiosos por demostrar que ellos no tenían ningún inconveniente en que se investigara a un presidente demócrata, y tampoco querían enfrentarse al Washington Post ni al New York Times. Probablemente también pensaban que se podía confiar en que Janet Reno nombraría a un fiscal profesional, que se haría cargo del tema con celeridad. No obstante, estaba claro que teníamos que hacer algo, en palabras de Lloyd Bentsen, para «reventar el grano».
Cuando llegué a Moscú, montamos una teleconferencia con mi equipo, David Kendall y con Hillary, que entonces aún estaba en Washington, para comentar qué debíamos hacer. David Gergen, Bernie Nussbaum y Kendall estaban en contra de solicitar un fiscal independiente, porque no había motivos para ello y, si teníamos mala suerte, un fiscal sin escrúpulos podía llevar indefinidamente una investigación negativa. Además, no tendría que durar demasiado para dejarnos en bancarrota; yo tenía menos recursos que cualquier presidente de la historia moderna. Nussbaum, un abogado de primera clase que había trabajado con Hillary en la investigación del Congreso del Watergate, estaba categóricamente en contra de pedir un fiscal independiente. Lo llamó «una institución maligna», porque concedía a fiscales que no tenían superiores jerárquicos la capacidad de hacer lo que les viniera en gana; Bernie dijo que le debía a la presidencia, y a mí mismo, resistirme a lo del fiscal independiente con uñas y dientes. Nussbaum también señaló que el desdén que el Washington Post había expresado respecto a la investigación del Departamento de Justicia era infundado, pues mis documentos estaban siendo revisados por un fiscal profesional al que había designado para un cargo en el Departamento de Justicia el presidente Bush.
Gergen estaba de acuerdo, pero también argumentó con firmeza que yo debía entregar toda nuestra documentación al Washington Post. Mark Gearan y George Stephanopoulos también pensaban lo mismo. David dijo que Len Downie, el director ejecutivo del Post, había ganado sus espuelas con lo de Watergate, y que estaba convencido de que ocultábamos algo. El New York Times también parecía compartir esa opinión. Gergen pensaba que la única forma de desviar la presión para solicitar un fiscal especial era sacar a la luz nuestros archivos privados.
Todos los abogados –Nussbaum, Kendall y Bruce Lindsey– estaban en contra de entregar los documentos porque, aunque habíamos aceptado facilitar al Departamento de Justicia todos los que habíamos encontrado, los archivos estaban incompletos y repartidos por varios sitios, y aún estábamos tratando de reunirlo todo. Dijeron que en cuanto no pudiéramos contestar a una pregunta o recuperar un documento, la prensa volvería a los tambores de guerra y solicitaría un fiscal especial. Mientras, solo se publicarían noticias negativas llenas de insinuaciones y especulación.
El resto de mi equipo, incluidos George Stephanopoulos y Harold Ickes, que había sido nombrado en enero adjunto al jefe de gabinete, pensaban que puesto que los demócratas optaban por el camino de no oponer la menor resistencia, era inevitable que hubiera un fiscal independiente, y que sencillamente lo solicitáramos de una vez para poder seguir trabajando en lo nuestro. Le pregunté a Hillary qué opinaba. Dijo que solicitar un fiscal sentaría un mal precedente, pues modificaría fundamentalmente el criterio, que era la exigencia de que hubiera pruebas verosímiles de la comisión de un delito, y a partir de entonces bastaría con ceder a cualquier tipo de presión mediática que se desencadenara; sin embargo, dijo que la decisión tenía que ser mía. Me di cuenta de que estaba cansada de discutir con mi equipo.
Dije a todos los que estaban en la teleconferencia que no me preocupaba una investigación, pues no había hecho nada malo, ni tampoco Hillary, y tampoco tenía objeciones a que se hicieran públicos los archivos. Después de todo, habíamos soportado muchas noticias irresponsables por lo de Whitewater desde la campaña.
Mis instintos me decían que debía entregar los archivos y negarme a lo del fiscal independiente, pero si el consenso era que hiciéramos lo contrario, podría vivir con ello. Nussbaum estaba angustiado y predijo que quienquiera que fuera el fiscal nombrado tendría una decepción al descubrir que no había nada y que seguiría ampliando la investigación hasta que encontrara cualquier falta o delito cometida por alguno de mis conocidos. Dijo que si yo creía que debíamos hacer más, sencillamente podía pasar los archivos a la prensa y ofrecerme a testificar frente al Comité Judicial del Senado. Stephanopoulos opinaba que eso era una mala idea, a causa de toda la publicidad que generaría. Dijo que Reno designaría a un fiscal independiente que contentaría a la prensa y que todo el asunto quedaría cerrado en pocos meses. Bernie no estaba de acuerdo; afirmaba que si el Congreso aprobaba una nueva ley del fiscal independiente y yo la firmaba, cosa que me había comprometido a hacer, los jueces de la Corte de Apelaciones de Washington nombrarían a un nuevo fiscal y todo volvería a empezar.
George se enfadó, dijo que Bernie era un paranoico y que eso jamás sucedería. Bernie sabía que el presidente del tribunal Rehnquist nombraría la comisión que se encargaría de eso y que estaría dominada por republicanos conservadores. Se rió nerviosamente ante el estallido de George y dijo que quizá la posibilidad de que hubiera un segundo fiscal era del cincuenta por ciento.
Después de un rato, pedí hablar a solas con Hillary y David Kendall. Les dije que pensaba que teníamos que respetar el consenso de los no abogados del equipo, que creían que debíamos pedir un fiscal independiente. Después de todo, no tenía nada que ocultar, y todo aquel clamor estaba desviando la atención del Congreso y del país de nuestra lista de prioridades. Al día siguiente la Casa Blanca solicitó a Janet Reno que nombrara a un fiscal independiente. Aunque yo había dicho que podría vivir con ello, lo cierto es que casi no sobrevivo.
Fue la peor decisión presidencial que jamás he tomado. Fue errónea según los hechos y según la ley, y mala para la política, la presidencia y la Constitución. Tal vez lo hice porque estaba absolutamente agotado y todavía en período de duelo por Madre; me hizo falta reunir toda la concentración de que fui capaz para llevar a cabo las tareas que tuve que atender después de su funeral. Lo que debería haber hecho era entregar los documentos, negarme al nombramiento de un fiscal independiente, proporcionar toda la información a los demócratas que la desearan y pedirles su apoyo. Por supuesto, quizá no hubiera hecho que las cosas fueran distintas. En aquel momento, no me preocupaba porque sabía que no había violado ninguna ley y aún creía que lo que la prensa buscaba era solo la verdad.
Al cabo de una semana, Janet Reno nombró a Robert Fiske, un republicano que había sido fiscal en Nueva York, y que habría completado la investigación en un plazo adecuado si le hubieran dejado hacer su trabajo. Por supuesto, a Fiske no le permitieron terminar, pero me estoy adelantando. Por ahora, parecía que aceptar un fiscal especial era como tomarse una aspirina para un resfriado: un alivio pasajero. Muy pasajero.
Durante mi regreso a casa desde Rusia, después de una breve parada en Bielorrusia, volé a Ginebra, para reunirme por primera vez con el presidente Assad, de Siria. Era un hombre despiadado pero brillante, que una vez arrasó todo un pueblo para dar una lección a sus oponentes, y cuyo apoyo a grupos terroristas del Oriente Próximo había distanciado a Siria de Estados Unidos. Assad raramente dejaba Siria, y cuando lo hacía casi siempre era para ir a Ginebra y reunirse con dirigentes extranjeros.
Durante nuestra visita, me impresionó su inteligencia y su casi perfecta memoria de detallados acontecimientos que se remontaban a más de veinte años atrás. Assad era famoso por sus largas reuniones; podía aguantar durante seis o siete horas sin tomarse un descanso. Yo, por el
contrario, estaba cansado y necesitaba beber café, té o agua para mantenerme despierto. Afortunadamente, la reunión solo se alargó unas horas. De nuestra conversación salieron las dos cosas que yo quería: la declaración explícita de Assad de que estaba dispuesto a hacer las paces y establecer relaciones normales con Israel y su compromiso a retirar todas las fuerzas sirias del Líbano y a respetar su independencia una vez se alcanzara una paz global en la zona de Oriente Próximo.
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