Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 4)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Yo era optimista acerca del G7, porque acudía a la reunión con mis objetivos bien definidos y creía que los demás líderes eran suficientemente listos para entender que la mejor manera de resolver los problemas de su país era alcanzar un resultado positivo en Tokio. Apenas se inauguró la conferencia, ya superamos un obstáculo, pues todos los ministros de Comercio acordaron reducir a cero los aranceles en diez sectores industriales distintos, con lo que se abrían mercados al comercio por valor de cientos de miles de millones de dólares. Fue la primera victoria de Mickey Kantor, nuestro embajador comercial. Había demostrado ser un negociador duro y eficiente; sus habilidades ayudaron a que al final se concretaran más de doscientos acuerdos que pusieron en marcha una expansión comercial que representó casi el 30 por ciento de nuestro crecimiento económico durante los siguientes ocho años.
Después de llegar a un acuerdo acerca de un generoso paquete de medidas de ayuda, la reunión del G7 también despejó cualquier duda respecto al compromiso de las naciones ricas con Rusia. En lo referente a la coordinación de nuestras políticas interiores, los resultados fueron más ambiguos. Yo estaba esforzándome por reducir el déficit, y el Banco Central alemán acababa de bajar los tipos de interés, pero la voluntad de Japón de estimular su economía y abrir sus fronteras al comercio exterior y a la competencia era más dudosa. Eso tendría que esperar a mis conversaciones bilaterales con los japoneses, que empezaron justo después de la cumbre del G7.
En 1993, dado que Japón se enfrentaba a un estancamiento económico y a la incertidumbre política, sabía que me resultaría difícil obtener cambios en su política comercial, pero tenía que intentarlo. Nuestro déficit comercial con Japón era muy grande, en buena parte debido a su proteccionismo. Por ejemplo, no querían comprar nuestros esquís porque afirmaban que no eran suficientemente anchos. Yo tenía que encontrar un modo de abrir las puertas del mercado japonés sin perjudicar nuestra importante alianza de seguridad, que era esencial para construir un futuro estable en Asia. Mientras comentaba estos tres aspectos durante un discurso frente a los estudiantes japoneses de la Universidad de Waseda, Hillary se lanzó a su propia ofensiva de amabilidad en Japón, y halló una cálida bienvenida especialmente entre el creciente número de jóvenes profesionales japonesas.
El primer ministro Miyazawa aceptó, en principio, mi propuesta de que pactáramos un plan de trabajo y nos comprometiéramos a realizar pasos concretos y cuantificables para que mejorara nuestra relación comercial. También aceptó el Ministerio de Asuntos Exteriores japonés, cuyo funcionario principal, el padre de la nueva princesa heredera japonesa, estaba decidido a alcanzar un acuerdo. El gran obstáculo era el Ministerio de Industria y Comercio Internacional, cuyos responsables pensaban que sus políticas comerciales habían hecho de Japón una potencia de primer orden y no veían motivo para cambiar. Un día, a última hora de la noche, al cierre de nuestras negociaciones, los representantes de ambos ministerios terminaron, literalmente, gritándose sus argumentos en el vestíbulo del hotel Okura. Nuestros equipos llegaron a lo más parecido a un acuerdo que pudimos conseguir, y Charlene Barshefsky, la adjunta a Mickey Kantor, llevó con tanta firmeza las riendas de la negociación que los japoneses la llamaban «Muro de Piedra». Luego Miyazawa y yo nos reunimos para degustar una comida tradicional japonesa en el hotel Okura e intentar resolver los flecos pendientes. Así lo hicimos, en lo que más tarde se bautizó como «la Cumbre del Sushi», aunque Miyazawa siempre bromeó diciendo que el sake que bebimos contribuyó mucho más al resultado final que el sushi.
El plan de trabajo comprometía a Estados Unidos a reducir su déficit comercial, y a Japón a tomar las medidas necesarias durante los años siguientes para abrir sus mercados en los sectores del automóvil y los componentes, la informática, las telecomunicaciones, los satélites, el equipamiento médico, los servicios financieros y los seguros, con estándares objetivos para medir el éxito del proceso según un calendario previamente fijado. Yo estaba convencido de que este acuerdo sería económicamente beneficioso tanto para Estados Unidos como para Japón, y que ayudaría a los reformistas japoneses a llevar, con éxito, a su extraordinaria nación a la siguiente era de grandeza. Como muchos acuerdos de este tipo, no aportó todos los beneficios que eran de esperar para cada uno de los países, pero aun así fue bueno.
Cuando abandoné Japón para dirigirme a Corea, los informes de prensa que llegaban de Estados Unidos decían que mi primera cumbre del G7 había sido un triunfo de mi diplomacia personal con los demás dirigentes y de mi capacidad de llegar al pueblo japonés. Era agradable que se publicaran artículos positivos, y aún era mejor haber cumplido los objetivos que nos fijamos para el G7 y para las negociaciones con los japoneses. Había disfrutado conociendo y colaborando con los demás dirigentes. Después de aquella cumbre gané confianza en mi capacidad de hacer progresar los intereses de Estados Unidos en el mundo y comprendí por qué muchos presidentes preferían la política exterior a las frustraciones que les acechaban en el frente interior.
En Corea del Sur, visité a nuestras tropas en la zona desmilitarizada que había dividido al país en dos desde el armisticio que puso fin a la guerra de Corea. Caminé por el Puente Sin Retorno, me detuve a unos diez metros de la raya de pintura blanca que separaba a los dos países y contemplé al joven soldado norcoreano que vigilaba su lado en aquel último y solitario reducto de la Guerra Fría. En Seúl, Hillary y yo fuimos los invitados del presidente Kim YongSam en la residencia oficial de huéspedes, que tenía una piscina cubierta. Cuando fui a nadar un poco, la música llenó repentinamente el aire. Me encontré nadando al ritmo de algunos de mis temas preferidos, desde Elvis hasta jazz, un bonito ejemplo de la famosa hospitalidad coreana. Después de una reunión con el presidente y de un discurso frente al Parlamento, dejé Corea del Sur, agradecido por nuestra larga alianza y decidido a mantenerla.
Treinta y cuatro
Volví a los rigores de Washington. La tercera semana de julio, siguiendo las recomendaciones de Janet Reno, prescindí de los servicios del director del FBI, William Sessions, después de que se negara a dimitir a pesar de los numerosos problemas que tenía su agencia. Teníamos que encontrar rápidamente a un sustituto. Bernie Nussbaum me apremió a escoger a Louis Freeh, un ex agente del FBI a quien el presidente Bush había nombrado juez federal en Nueva York tras una carrera estelar de fiscal federal. Cuando me reuní con Freeh, le pregunté qué pensaba de la afirmación del FBI de que en Waco habían realizado el asalto porque era un error mantener todos aquellos recursos en un solo lugar durante tanto tiempo. Sin saber qué pensaba yo, me dijo directamente que no compartía ese punto de vista: «Les pagan para esperar». Eso me impresionó. Sabía que Freeh era republicano, pero Nussbaum me aseguró que era un profesional y un hombre fiel a sus superiores, que no usaría el FBI con objetivos políticos. Programamos el anuncio de su designación para el día veinte. La víspera, cuando corrió el rumor de su nombramiento, un agente retirado del FBI que era amigo mío llamó a Nancy Heinreich, que dirigía las operaciones del Despacho Oval, para decirme que no siguiera adelante. Dijo que Freeh era demasiado político e interesado para los tiempos que corrían. Me hizo reflexionar, pero le contesté que era demasiado tarde: ya se lo habíamos ofrecido y él había aceptado. Tendría que confiar en el juicio de Bernie Nussbaum.
Cuando anunciamos la designación de Freeh, durante un acto matutino en el Jardín de las Rosas, me di cuenta de que Vince Foster estaba en pie al fondo, junto a uno de los grandes y viejos magnolios que había plantado Andrew Jackson. Vince sonreía, y recuerdo haber pensado que debía sentirse aliviado ahora que él y la oficina de abogados se dedicaban a la Corte Suprema y a los nombramientos del FBI en lugar de responder a una serie interminable de preguntas sobre la Oficina de Viajes. Toda la ceremonia fue perfecta, casi demasiado buena para ser verdad. Y así fue, en más de un sentido.
Esa noche aparecí en el programa de Larry King, desde la biblioteca de la planta baja de la Casa Blanca, para hablar sobre mi batalla por el presupuesto y sobre cualquier otra cosa que quisieran preguntar los telespectadores. A mí me gustaba Larry King, como a casi todo el mundo. Tenía sentido del humor y sabía darle un toque humano a sus entrevistas, incluso cuando hacía preguntas bastante duras. Cuando llevábamos tres cuartos de hora de programa, las cosas estaban yendo tan bien que Larry me preguntó si estaría dispuesto a seguir media hora más para que pudiéramos dejar entrar más preguntas de los televidentes. Inmediatamente le dije que sí, pues tenía muchas ganas de hacerlo, pero durante la siguiente pausa para la publicidad, Mack McLarty entró en la biblioteca y dijo que tendríamos que haber acabado la entrevista tras la primera hora. Al principio me irrité, pues creía que mi equipo tenía miedo de que pudiera cometer algún error si me dejaban más tiempo en antena, pero la mirada de Mack bastó para convencerme de que había sucedido algo.
Después de que Larry despidiera la entrevista y yo diera la mano a su equipo, Mack me acompañó al piso de arriba de la residencia. Conteniendo las lágrimas, me dijo que Vince Foster había muerto. Vince había salido del Jardín de las Rosas tras la ceremonia de nombramiento de Louis Freeh, había conducido hasta el parque Fort Marcy y se había pegado un tiro con un viejo revólver que había pasado de generación en generación en su familia. Vince y yo habíamos sido amigos prácticamente toda la vida. Cuando vivía con mis abuelos, en Hope, nuestros patios de atrás se tocaban; jugábamos juntos ya antes de que Mack y yo comenzáramos a ir a la guardería. Yo sabía que Vince estaba molesto por la polémica de la Oficina de Viajes y que se consideraba responsable de las críticas dirigidas a la oficina de abogados. También se sentía herido por las dudas sobre su competencia e integridad que habían apuntado algunos editoriales del Wall Street Journal.
Justo la noche anterior, yo había llamado a Vince para invitarlo a ver una película conmigo; quería animarlo un poco, pero ya se había ido a casa y me dijo que necesitaba pasar tiempo con su mujer, Lisa. Hice lo que pude durante nuestra conversación telefónica para intentar que no le afectaran los editoriales del Journal. Era un periódico muy bueno, pero poca gente leía sus editoriales, y la mayoría de los que los leían eran, al igual que quienes los escribían, eran conservadores a los que nada de lo que hiciéramos les iba a parecer bien de todas formas. Vince escuchó, pero pude ver que no le había convencido. Nunca hasta entonces le habían criticado públicamente de aquella forma y, como mucha gente cuando la prensa arremete contra ellos por primera vez, pensaba que todo el mundo había leído las cosas malas que se habían dicho sobre él y las había creído.
Después de que Mack me contara lo que había pasado, Hillary llamó desde Little Rock. Ya se había enterado y estaba llorando. Vince había sido su mejor amigo en el bufete Rose. Hillary trataba desesperadamente de encontrar una respuesta a por qué había sucedido aquello, una respuesta que jamás llegaríamos a tener por completo. Hice cuanto pude por convencerla de que ella no podría haber hecho nada, mientras no cesaba de preguntarme qué podría haber hecho yo. Entonces, Mack y yo fuimos a casa de Vince para estar con su familia. Webb y Suzy Hubbell estaban allí, así como los muchos amigos que Vince había dejado en Arkansas y en la Casa Blanca. Traté de consolar a todo el mundo, pero yo también estaba herido y me sentía, igual que cuando se suicidó Frank Aller, enfadado con Vince por lo que había hecho y enfadado conmigo mismo por no haberlo visto venir y hacer algo, cualquier cosa, para tratar de impedirlo. También lo sentía por todos mis amigos de Arkansas que habían venido a Washington sin otro objetivo que servir al pueblo y hacer el bien, y que, en cambio, solo veían cómo se criticaban todos y cada uno de sus actos. Ahora Vince, el hombre alto, fuerte, seguro de sí mismo y al que todos consideraban el más estable de todos ellos, se había ido. Por la razón que fuera, Vince llegó al límite de su resistencia. En su maletín, Bernie Nussbaum encontró una nota que había roto en pedacitos muy pequeños.
Cuando los reunimos, vimos que decía: «Yo no estaba hecho para un trabajo aquí, bajo los focos de la vida pública en Washington. Aquí, arruinar la vida de la gente se considera un deporte… El público nunca creerá en la inocencia de los Clinton y de su leal equipo». Vince estaba abrumado, exhausto y se sentía vulnerable a los ataques de gente que no jugaba con las mismas reglas que él. Se había criado con los valores del honor y del respeto, pero la gente que valoraba más el poder y el ataque personal acabó con él. La depresión que había sufrido sin recibir ningún tipo de tratamiento le había privado de las defensas que, al resto de nosotros, nos permiten sobrevivir.
Al día siguiente hablé al equipo. Les dije que había cosas en la vida que no podíamos controlar y misterios que no podíamos comprender. Les dije que quería que se cuidaran más, que cuidaran a sus amigos y a sus familias, y que no podíamos «matar nuestra sensibilidad trabajando demasiado». Siempre me había resultado más fácil dar este último consejo que practicarlo.
Fuimos todos al funeral por Vince en la catedral católica de St. Andrew, en Little Rock, luego conduje hasta casa, hasta Hope, para dar el último adiós a Vince en el cementerio donde estaban enterrados mis abuelos y mi padre. Vino mucha gente con la que había ido a la guardería y a la escuela. Para entonces ya había dejado de intentar entender la depresión y el suicidio de Vince y había comenzado a aceptarlos y a estarle agradecido por todo lo que había hecho por nosotros. En mi panegírico en el funeral traté de describir todas las maravillosas cualidades de Vince, qué había significado para todos nosotros, lo mucho que había hecho en la Casa Blanca y su profunda honestidad. Cité la conmovedora «A Song for You» de Leon Russell: «Te amo donde no hay espacio ni tiempo. Te amo porque en mi vida tú eres mi amigo».
Era verano y se empezaba a recoger la cosecha de sandías. Antes de marcharme de la ciudad, me detuve en casa de Carter Russell y probé tanto las sandías como los melones. Luego hablé de las grandes virtudes del principal producto de Hope con la prensa que nos acompañaba; sabían que necesitaba un respiro para recuperarme del dolor y, ese día, fueron extraordinariamente amables conmigo. Volé a Washington pensando que Vince había vuelto a casa, al lugar donde pertenecía, y di gracias a Dios de que tantas personas le amasen.
Al día siguiente, 24 de julio, di la bienvenida a la Casa Blanca a la promoción de aquel año de la Nación de los Muchachos de la Legión Americana, cuando se cumplían treinta años del día en que yo fui al Jardín de las Rosas para conocer al presidente Kennedy. Algunos de los que habían sido delegados en la misma promoción en la que lo fui yo también acudieron a la reunión. Al Gore estaba muy ocupado presionando a un montón de gente para tratar de sacar adelante nuestro plan económico, pero aun así tuvo un par de minutos para venir y hablar con los chicos. «Solo les voy a dar un consejo —les dijo—. Si consiguen haceros una foto dándole la mano al presidente Clinton es muy posible que luego les sea útil.» Di la mano a todos ellos y ni uno se fue sin su foto; lo hice en seis de mis ocho años en la Casa Blanca, tanto para la Nación de los Muchachos como para la de las Muchachas. Espero que algún día esas fotos aparezcan en algún anuncio de campaña.
Pasé el resto del mes y los primeros días de agosto presionando a senadores y miembros de la cámara de representantes para que dieran su apoyo a nuestro plan económico. La sala de guerra de Roger Altman intentaba convencer al público; me organizaba conferencias de prensa telefónicas en aquellos estados cuyos miembros del Congreso podían decidirse en un sentido u otro. Al Gore y el gabinete estaban haciendo literalmente cientos de llamadas y visitas. El resultado todavía estaba en el alero, pero se iba alejando de nosotros por dos motivos. La primera era la propuesta del senador David Boren de eliminar el impuesto sobre la energía; mantener la mayoría, pero no todos, de los impuestos sobre los norteamericanos con rentas altas y compensar la diferencia eliminando la mayor parte de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta; reducir los ajustes al coste de la vida de la Seguridad Social y de las pensiones militares y civiles y situar el límite de gastos para Medicare y Medicaid por debajo de las estimaciones de nuevos ingresos y aumentos de coste. Boren no tenía ninguna posibilidad de que su propuesta fuese más allá del comité, pero dio a los demócratas de los estados moderados una bandera bajo la que refugiarse. También recibió el apoyo del senador demócrata Bennett Johnston, de Louisiana, y de los senadores republicanos John Danforth, de Missouri, y Bill Cohen, de Maine.
El presupuesto se aprobó por 50 a 49, gracias a que Al Gore rompió el empate con su voto de calidad; Bennett Johnston había votado en contra, junto con Sam Nunn; Dennis DeConcini, de Arizona; Richard Shelby, de Alabama; Richard Bryan, de Nevada y Frank Lautenberg, de New Jersey. Shelby ya se escoraba hacia el partido republicano, en un estado que cada vez se volvía más republicano; Sam Nunn era un «no» tajante; DeConcini, Bryan y Lautenberg estaban preocupados por la opinión contraria a los impuestos de la gente de sus estados. Como he dicho, la primera vez pude pasar sin ellos porque dos senadores, uno republicano y uno demócrata, no votaron. La siguiente vez se iban a presentar todos. Con todos los republicanos contra nosotros, si Boren votaba que no y ninguno de los otros cambiaba, perderíamos por 51 a 49. Además de esos seis, el senador Bob Kerrey decía que quizá también él votaría contra el programa. Nuestra relación se había vuelto tensa desde la campaña presidencial, y Nebraska era un estado profundamente republicano. Aun así yo era optimista respecto a Kerrey, pues sabía que estaba realmente decidido a reducir el déficit y porque estaba muy próximo al presidente del Comité de Finanzas del Senado, Pat Moynihan, que era uno de los principales valedores de mi plan.
En la Cámara de Representantes tenía un problema distinto. Todos los demócratas sabían que sus votos eran decisivos, así que muchos trataban de aprovecharse de ello para negociar conmigo algunos detalles del plan o para pedir ayuda sobre otros temas. Muchos de los demócratas que procedían de distritos muy contrarios a los impuestos estaban bastante asustados por tener que votar otro aumento del impuesto sobre la gasolina apenas tres meses después de que el Congreso lo hubiera subido por última vez. Además del portavoz y su equipo, mi mejor baza era el poderoso presidente del Comité de Medios y Arbitrios, el poderoso congresista de Illinois, Dan Rostenkowski. Rostenkowski era un legislador excelente que combinaba una inteligencia muy aguda con las habilidades que se desarrollan en la calles de Chicago, pero le estaban investigando por convertir fondos públicos para usos políticos, y se creía que esa investigación reduciría su influencia sobre otros miembros. Cada vez que me reunía con miembros del Congreso, la prensa me preguntaba por Rostenkowski. Hay que decir, en defensa de Rosty, que no retrocedió ni para tomar impulso y se lanzó a reunir los votos necesarios y a decir a sus colegas que debían hacer lo correcto. Todavía era muy efectivo. Y tenía que serlo, pues el menor paso en falso podría costarnos un voto o dos, y darnos el empujón que nos sacaría del filo de la navaja y nos precipitaría a la derrota.
A principios de agosto, a medida que el drama del presupuesto iba acercándose a su clímax, Warren Christopher consiguió por fin el acuerdo de los británicos y los franceses para realizar ataques aéreos en Bosnia, pero éstos solo podrían producirse si la OTAN y Naciones Unidas los aprobaban, siguiendo el mecanismo que se conocía como de doble llave. Yo estaba preocupado por si no podíamos conseguir las dos llaves, pues Rusia tenía derecho de veto en el Consejo de Seguridad y estaba muy unida a los serbios. La doble llave fue un obstáculo que frustró una y otra vez los intentos de proteger a los bosnios, pero marcó otro paso en el largo y tortuoso proceso de hacer que Europa y Naciones Unidas adoptaran una postura más agresiva.
Hacia el 3 de agosto ya habíamos acordado un plan presupuestario final, con 255.000 millones de dólares en recortes presupuestarios y 241.000 millones en aumentos de impuestos. Algunos demócratas todavía estaban preocupados por si el aumento del impuesto sobre la gasolina nos costaba el voto de la clase media, que ya estaba molesta porque no habíamos hecho el recorte de impuestos que habíamos prometido. Los demócratas conservadores decían que para reducir el déficit, no bastaba con recortar los gastos de los programas de ayuda social de Medicare, Medicaid y de la Seguridad Social. Más del 20 por ciento de nuestros ahorros ya procedían de reducir los pagos que se harían en el futuro a médicos y hospitales bajo Medicare, más otro gran pedazo que sometía a impuestos a un tramo mayor de los ingresos por Seguridad Social de los jubilados con mayor poder adquisitivo. Eso es todo lo que pude lograr sin arriesgarme a que los cambios me hicieran perder más votos de los que me otorgaban.
Esa noche, en un discurso televisado desde el Despacho Oval, hice un último llamamiento para que el público apoyara el plan y dije que crearía ocho millones de puestos de trabajo en los siguientes cuatro años. También anuncié que firmaría un decreto presidencial al día siguiente para crear un fondo de reserva para la reducción del déficit, donde iría todo el dinero de los nuevos impuestos y los recortes de gastos, para asegurarnos de que se emplearía solo con el objetivo de reducir el déficit. El fondo de reserva era especialmente importante para el senador Dennis DeConcini, de Arizona, y le concedí el mérito de la idea en el discurso televisado. De los seis senadores que habían votado en contra del plan la primera vez, DeConcini era mi única esperanza. Había cenado con los demás, me había reunido con ellos y les había llamado por teléfono; también hice que sus mejores amigos en la administración intentaran convencerles para que cambiaran de opinión, pero sin éxito. Si DeConcini no cambiaba su voto, estaríamos perdidos.
Al día siguiente, lo hizo; dijo que votaría a favor porque el fondo de reserva le había convencido. Ahora, si Bob Kerrey se mantenía a nuestro lado, obtendríamos los cincuenta votos del Senado y Al Gore podría volver a romper el empate. Pero, antes de llegar ahí, la Cámara de Representantes debía aprobar el presupuesto. Solo teníamos un día más para conseguir la mayoría de 218 votos, y todavía no los teníamos. Más de treinta demócratas dudaban. Tenían miedo de los impuestos, a pesar de que habíamos impreso listados para cada uno de lo miembros en los que les mostrábamos cuánta gente en sus distritos pagaría menos gracias a la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, comparando la lista con la de aquellos a los que se les subiría. En general, la proporción era de diez a uno, o más todavía, y en solo apenas una docena de casos a los electores les iban tan bien las cosas que en su distrito habría más subidas que bajadas de impuestos. Aun así, a los miembros de la Cámara de Representantes les preocupaba el impuesto sobre la gasolina. Podría haber aprobado fácilmente el plan si hubiera descartado el impuesto sobre la gasolina y hubiera compensado la pérdida de ingresos desechando también el gasto que suponía el recorte de impuestos. Para mí, hubiera sido mucho menos dañino, políticamente. La gente pobre y trabajadora no tenía cabilderos en Washington y nunca se hubiera enterado. Pero yo sí lo sabría. Además, si íbamos a cargar de impuestos a los ricos, el mercado de obligaciones no vería mal que salpicáramos un poco también a la clase media.
Esa tarde, Leon Panetta y el líder de la mayoría de la Cámara de Representantes, Dick Gephardt, que trabajaba a destajo en el presupuesto, habían cerrado un trato con el congresista Tim Penny, de Minnesota, que encabezaba a un grupo de demócratas conservadores que querían más recortes de gastos, y les había prometido otro voto durante el proceso de asignaciones presupuestarias del otoño para recortar los gastos todavía más. Penny se mostró satisfecho, y su aprobación nos dio siete u ocho votos más.
Perdimos dos de los anteriores votos a favor cuando Billy Tauzin, de Louisiana, que más adelante se convirtió en un republicano, y Charlie Stenholm, de Texas, que representaba a un distrito donde la mayoría de los votantes eran republicanos, anunciaron que votarían no. Rechazaban absolutamente el impuesto sobre la gasolina y decían que la oposición republicana al plan había convencido a sus electores de que no era más que un aumento de impuestos.
Menos de una hora antes de la votación hablé con el congresista Bill Sarpalius, de Amarillo, Texas, que había votado contra el plan en mayo. En nuestra cuarta conversación telefónica aquel día Bill dijo que había decidido votar a favor del plan, pues la inmensa mayoría de sus electores pagaría menos impuestos y porque la secretaria de Energía, Hazel O'Leary, se había comprometido a pasar más trabajo del gobierno a la planta Pantex que había en su distrito. Hicimos muchos acuerdos como ese. Alguien dijo que las dos cosas cuyo proceso de fabricación la gente nunca debería ver son las leyes y las salchichas. Fue un proceso feo y de desenlace incierto.
Cuando comenzaron las votaciones, no sabía si íbamos a ganar o a perder. Después de que David Minge, que representaba a un distrito rural en Minnesota, dijera que votaría no, todo acabó dependiendo de tres personas: Pat Williams, de Montana; Ray Thornton, de Arkansas, y Marjorie Margolies-Mezvinsky, de Pennsylvania. En realidad no quería que Margolies-Mezvinsky tuviera que votar con nosotros. Ella era una de los pocos demócratas en cuyo distrito habría más electores que con el nuevo plan pasarían a pagar más impuestos, y en su campaña había prometido no votar a favor de ningún aumento de impuestos. Era también una decisión muy difícil para Pat Williams. Lo cierto es que muchos más de sus electores salían beneficiados que perjudicados por el plan, pero Montana era un estado inmenso y escasamente poblado en que la gente tenía que conducir grandes distancias, de modo que el impuesto sobre la gasolina les iba a afectar más que a la mayoría de los norteamericanos. Pero Pat Williams era un buen político y un populista duro de batir que detestaba lo que la economía de cascada había hecho a su gente. Al menos tenía posibilidades de sobrevivir a un voto positivo.
Comparado con Williams y Margolies-Mezvinsky, Thornton lo tenía fácil. Representaba al centro de Arkansas, donde una amplia mayoría de la gente pagaría menos impuestos con el nuevo plan. Era popular y no le hubieran podido sacar de su escaño ni con un cartucho de dinamita. Era mi congresista, y mi presidencia estaba en juego. Además, tenía buena cobertura, pues los dos senadores de Arkansas, David Pryor y Dale Bumpers, apoyaban a fondo el plan. Pero al final Thornton dijo que no. Nunca antes había votado por un aumento de los impuestos sobre la gasolina y no iba a comenzar ahora, ni siquiera para salvar mi presidencia o la carrera de Marjorie Margolies-Mezvinsky.
Al final, Pat Williams y Margolies-Mezvinsky bajaron de sus escaños, votaron sí y nos dieron la victoria por un solo voto. Los demócratas aplaudieron su valor y los republicanos les abuchearon. Fueron especialmente crueles con Margolies-Mezvinsky, a la que saludaban con las manos y le cantaban «Adiós, Margie». Se había ganado un lugar en la historia, con un voto que no debió verse obligada a emitir. Dan Rostenkowski estaba tan contento que se le saltaban las lágrimas. De vuelta a la Casa Blanca, dejé escapar un grito de alegría y alivio.
Al día siguiente, el drama se trasladó al Senado. Gracias a George Mitchell, a su equipo y a nuestro propio trabajo, habíamos logrado conservar a todos los senadores de la primera votación, excepto a David Boren. Dennis DeConcini había ocupado valientemente su lugar, pero el resultado todavía estaba en el aire, pues Bob Kerrey seguía sin comprometerse en un sentido u otro. El viernes, Kerrey se reunió conmigo durante noventa minutos y luego, más o menos una hora y media antes de la votación, habló en el mismo Senado dirigiéndose directamente a mí: «No debo, y no puedo, emitir un voto que acabe con su presidencia».
Aunque iba a votar sí, dijo que tendría que mejorar el control de los gastos en programas de ayuda social. Le prometí que trabajaría con él para que así fuera. Le satisfizo mi respuesta, así como también que hubiera aceptado la propuesta de Tim Penny para que en octubre se votaran más recortes.
El voto de Kerrey llevó a un empate a cincuenta votos. Entonces, igual que en la primera votación el 25 de junio, Al Gore, como presidente del Senado, emitió el voto decisivo. En una declaración tras la votación, di las gracias a George Mitchell y a todos los senadores que habían «votado por el cambio» y a Al Gore por su «inquebrantable contribución al progreso». A Al le gustaba bromear diciendo que cuando él votaba, siempre ganábamos.
Firmé la ley el 10 de agosto. Con ella poníamos fin a doce años en los que la deuda nacional se había cuadruplicado, a un déficit resultado de unas previsiones de ingresos excesivamente optimistas y a una creencia casi teológica en que los impuestos bajos y los elevados gastos lograrían de algún modo aportar el suficiente crecimiento económico para equilibrar el presupuesto. En la ceremonia di las gracias especialmente a aquellos senadores y miembros de la Cámara cuyo apoyo no desfalleció desde el principio hasta el fin y que, por lo tanto, no se les había mencionado en las noticias. Cada uno de los miembros de ambas cámaras del Congreso que hubiera votado sí tenía todo el derecho a decir que si no fuera por él o por ella, no lo habríamos conseguido.
Habíamos avanzado mucho desde aquellos acalorados debates en la mesa del comedor, en Little Rock, el diciembre anterior. Los demócratas, y solo ellos, habían reemplazado una teoría económica absurda pero muy arraigada en nuestra sociedad, por otra que tenía sentido. Habíamos convertido en realidad nuestra idea de una nueva economía.
Por desgracia, los republicanos, cuyas políticas erróneas habían sido el origen del problema, habían conseguido hacer creer a la gente que el plan económico no era más que un aumento de impuestos. Era cierto que la mayoría de las rebajas se iban a iniciar después de los aumentos, pero lo mismo podía decirse del presupuesto alternativo que había presentado el senador Dole. De hecho, su plan aplicaba el porcentaje mayor de sus recortes de impuestos en los dos últimos años, en vez de los cinco que abarcaba el mío. Simplemente sucede que lleva tiempo reducir los gastos de defensa y de sanidad; no puedes simplemente cortarlo todo de golpe. Más aún, nuestras inversiones de «futuro» en educación, formación, investigación, tecnología y medioambiente eran ya inaceptablemente reducidas, después de que se hubieran mantenido bajas durante los años ochenta, mientras aumentaban las rebajas de impuestos, el presupuesto de defensa y los costes de la sanidad. Mi presupuesto comenzaba a invertir esa tendencia.
Como era predecible, los republicanos dijeron que mi plan económico haría que el cielo cayera sobre las cabezas de los estadounidenses. Dijeron que era un «exterminador de empleos» y «un billete de ida a la recesión». Estaban equivocados. Nuestra apuesta con el mercado de obligaciones funcionó mucho mejor de lo que nos hubiéramos atrevido a soñar y nos trajo tipos de interés bajos, espectaculares subidas en la bolsa y un boom económico. Como había predicho Lloyd Bentsen, los norteamericanos más ricos recuperaron, con creces, el dinero que habían pagado en las subidas de impuestos con los beneficios sobre sus inversiones. La clase media recuperó, de sobras, el dinero del impuesto de la gasolina, en forma de hipotecas más baratas y tipos de interés más bajos para las compras de coches, los créditos estudiantiles o las compras con tarjeta de crédito. Y las familias trabajadoras con ingresos modestos se beneficiaron de inmediato de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta.
Durante los años siguientes me preguntaron a menudo cuál había sido la mejor idea que mi equipo económico y yo habíamos aportado a la política económica. Más que dar una respuesta complicada sobre la estrategia de reducción del déficit y la potenciación del mercado de obligaciones, siempre daba una respuesta de una sola palabra: «aritmética». Durante más de una década, le habían explicado al pueblo norteamericano que su gobierno era un leviatán glotón que tragaba sus impuestos sin ofrecer gran cosa a cambio. Luego, los mismos políticos que habían dicho esto, y que habían dispuesto recortes de impuestos para matar de hambre a la bestia, darían un giro de ciento ochenta grados, se gastarían el dinero de los contribuyentes para conseguir salir reelegidos y darían a los votantes la impresión de que podían beneficiarse de programas gubernamentales que no pagaban y que la única razón por la que teníamos un enorme déficit era que tirábamos demasiado dinero en ayudas al extranjero, asistencia social y otros programas para los pobres, que en realidad eran solo una pequeña parte del presupuesto. Gastar en «ellos» era malo; gastar y recortarnos impuestos a «nosotros» era bueno. Como mi amigo el senador Dale Bumpers, que era muy conservador en lo fiscal, solía decir: «Si a mí me dejaran firmar cheques sin fondos por un valor de doscientos mil millones al año, yo también me lo pasaría en grande».
Habíamos devuelto la aritmética al presupuesto, y habíamos librado a Estados Unidos de un mal hábito. Por desgracia, aunque los beneficios comenzaron a verse de inmediato, la gente no los sintió durante algún tiempo. Mientras tanto, mis colegas demócratas y yo nos llevamos el impacto del síndrome de abstinencia que sufrían los ciudadanos. No podía esperar gratitud. Aunque se tenga una caries, a nadie le gusta ir al dentista
Treinta y cinco
Después de aprobar el presupuesto, el Congreso comenzó su receso de agosto. Yo tenía muchas ganas de llevarme durante dos semanas a mi familia de vacaciones, que buena falta nos hacían, a Martha's Vineyard. Vernon y Ann Jordan habían dispuesto que nos alojáramos en el extremo de Oyster Pond, en una casita que había pertenecido a Robert McNamara.
Pero antes de poder partir, tuve una semana muy movida. El día 11, nombré al general del ejército John Shalikashvili, para que sustituyera a Colin Powell como presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor cuando terminó el mandato de Colin a finales de septiembre. "Shali", como todos le llamaban, había entrado en el ejército como recluta y había ascendido hasta su actual cargo de comandante de la OTAN y de las fuerzas norteamericanas destacadas en Europa. Había nacido en Polonia, en el seno de una familia procedente de Georgia, en la ex Unión Soviética. Antes de la Revolución Rusa, su abuelo había sido general en el ejército del zar, y su padre también fue oficial. Cuando Shali tenía dieciséis años, su familia se trasladó a Peoria, Illinois, donde aprendió inglés mirando las películas de John Wayne. Yo pensaba que era el hombre adecuado para dirigir nuestras fuerzas en el mundo posterior a la Guerra Fría, especialmente teniendo en cuenta todos los problemas que había en Bosnia.
A mediados de mes, Hillary y yo volamos a St. Louis, donde aprobé la legislación sobre asistencia para los daños causados por las inundaciones del río Mississippi, después de que una enorme crecida en el tramo superior del río desbordara sus orillas por todo Minnesota y los dos estados de Dakota, hasta Missouri. La ceremonia de aprobación de la ley supuso la tercera vez que visitaba las tierras inundadas. Las empresas y las granjas estaban destruidas, y algunos pueblecitos que se encontraban en la llanura cercana al río, y que apenas se inundaban una vez cada cien años, habían quedado completamente borrados del mapa. En cada viaje, me maravillaba el número de ciudadanos que acudían de todo el país, sencillamente para ofrecer su ayuda.
Luego volamos hacia Denver, donde dimos la bienvenida a Estados Unidos al papa Juan Pablo II. Mantuve una reunión muy fructífera con su santidad, que apoyaba nuestra misión en Somalia y mi deseo de hacer más por el problema de Bosnia. Cuando terminamos, tuvo la deferencia de recibir a todo el personal católico de la Casa Blanca y a mi equipo de protección del servicio secreto, que habían podido viajar a Denver para acompañarme. Al día siguiente también firmé la Ley de la Naturaleza de Colorado, mi primera ley medioambiental importante, que protegía más de 2,5 millones de kilómetros cuadrados de bosques nacionales y terrenos públicos, en el marco del Sistema Nacional de Protección de la Naturaleza.
Luego seguí hasta Tulsa, Oklahoma, para dar un discurso frente a mis antiguos colegas de la Asociación Nacional de Gobernadores sobre sanidad. Aunque la tinta del plan presupuestario todavía no se había secado, quería empezar a trabajar en la sanidad; pensaba que los gobernadores podrían ayudarme, pues los crecientes costes de Medicaid, de los seguros médicos para los empleados federales y de la cobertura sanitaria para los que no contaban con seguros privados constituían una pesada carga en los presupuestos estatales.
El día 19, en mi cuarenta y siete cumpleaños, anuncié que Bill Daley, de Chicago, sería el presidente de nuestro equipo de trabajo sobre el Tratado de Libre Comercio de América del Norte. Seis días atrás, junto con Canadá y México, habíamos completado los acuerdos bilaterales del TLCAN sobre derechos laborales y medioambientales, tal y como había prometido en mi campaña electoral, así como otro acuerdo para proteger a nuestros mercados de los repentinos aumentos en las importaciones. Ahora que ya habíamos ultimado los acuerdos, yo estaba dispuesto a presentar todas las medidas relacionadas con el TLCAN en el Congreso. Pensé que Bill Daley era la persona ideal para encargarse de impulsar la propuesta. Era un abogado demócrata, y procedía de la familia política más famosa de Chicago. Su hermano era el alcalde de la ciudad, y su padre lo había sido antes que él; mantenía muy buenas relaciones con algunos líderes sindicales. El TLCAN sería una batalla muy distinta a la del presupuesto. Muchos republicanos estarían a favor, pero teníamos que encontrar a suficientes demócratas que lo apoyaran a pesar de las objeciones del AFL-CIO, la federación nacional de sindicatos.
Después del nombramiento de Daley, por fin volamos de regreso a Martha's Vineyard. Esa noche los Jordan celebraron una fiesta de cumpleaños para mí, con viejos amigos y algunos nuevos. Jackie Kennedy Onassis y su pareja, Maurice Tempelsman, también vinieron, junto con Bill y Rose Styron y Katharine Graham, la editora del Washington Post y una de las personas a las que yo más admiraba en Washington. Al día siguiente fuimos a navegar y a nadar con Jackie y Maurice, Ann y Vernon, Ted y Vicki Kennedy y Ed y Caroline Kennedy Schlossberg. Caroline y Chelsea se subieron a una plataforma bastante alta en el yate de Maurice, y se lanzaron al agua, desafiando a Hillary a que las imitara. Ted y yo también la animamos; solo Jackie le dijo que tomara un camino más seguro hasta el agua. Con su habitual buen juicio, Hillary hizo caso del consejo de Jackie.
Me pasé los siguientes diez días paseando por Oyster Pond. Cogí cangrejos con Hillary y Chelsea, caminé por la playa que bordeaba la laguna y el océano Atlántico, entablé amistad con la gente que vivía en la zona durante el resto del año y leí mucho.
Las vacaciones terminaron demasiado aprisa, y regresamos a Washington para el inicio del primer curso en el instituto de Chelsea. También nos reencontramos con la campaña por la reforma sanitaria de Hillary, con las primeras recomendaciones de Al Gore para recortar gastos según su análisis del rendimiento nacional y con un Despacho Oval recién redecorado. Me encantaba trabajar ahí. Siempre era luminoso y abierto, incluso en los días nublados, gracias a los altos ventanales y a las puertas de cristal orientadas al sur y al este. Por la noche, la luz indirecta se reflejaba en el techo ovalado, lo que aumentaba la iluminación y hacía más cómodo trabajar en casa. La estancia era elegante pero acogedora; siempre me sentí muy bien allí, ya estuviera solo o con mucha gente. Kaki Hockersmith, una decoradora amiga nuestra de Arkansas, nos ayudó a darle un aspecto más alegre y actual: cortinas doradas ribeteadas de azul, sillas con respaldos dorados y sofás con la tapicería a rayas doradas y rojas. También añadió una preciosa alfombra de color azul oscuro, con el sello presidencial en el centro, como un reflejo del que había en el techo. Ahora me gustaba aún más.
Septiembre también fue el mes más intenso en política exterior de toda mi presidencia. El 8 de septiembre, el presidente bosnio Izetbegovic vino a la Casa Blanca. La amenaza de los ataques aéreos de la OTAN había logrado contener a los serbios y reactivar las negociaciones de paz. Izetbegovic me aseguró que él quería alcanzar un acuerdo pacífico, siempre que fuera justo para los musulmanes bosnios. Si lo lograban, quería que yo me comprometiera a enviar a Bosnia tropas de la OTAN, con participación norteamericana para garantizar su cumplimiento. Reafirmé mi intención de hacerlo así.
El 9 de septiembre, Yitzhak Rabin me llamó para decirme que Israel y la OLP habían alcanzado un acuerdo de paz. Se había logrado mediante unas conversaciones secretas entre las partes celebradas en Oslo, de las que se nos informó poco después de que tomara posesión del cargo. En un par de ocasiones, cuando las conversaciones corrían el riesgo de romperse, Warren Christopher se había encargado, y muy bien, de que continuasen. Las conversaciones fueron confidenciales, lo que ayudó a los negociadores a tratar con franqueza los temas más delicados y a acordar una serie de principios que ambas partes podían aceptar. La mayor parte del trabajo aún quedaba para el futuro: colaborar en la tarea inmensamente difícil de solucionar las cuestiones más espinosas; insistir en los plazos de la implementación y obtener dinero para financiar los costes del acuerdo, que iban desde proporcionar mayor seguridad a Israel hasta fondos para el desarrollo económico y el traslado de los refugiados, pasando por compensaciones para los palestinos. Yo había recibido señales alentadoras de apoyo financiero por parte de otros países, entre ellos Arabia Saudí, donde el rey Fand, aunque aún estaba furioso con Yasser Arafat por su apoyo a Irak durante la guerra del Golfo, estaba a favor del proceso de paz.
Estábamos aún lejos de una solución definitiva, pero la Declaración de Principios constituyó un enorme paso adelante. El 10 de septiembre, anuncié que los líderes israelí y palestino firmarían el acuerdo en el Jardín Sur de la Casa Blanca el lunes 13, y que puesto que la OLP había renunciado a la violencia y había reconocido el derecho a la existencia de Israel, Estados Unidos retomaría el diálogo con ellos. Un par de días antes, la prensa me preguntó si Arafat sería bienvenido en la Casa Blanca. Dije que dependía de las partes directamente implicadas decidir quién sería su representante en la ceremonia. De hecho, yo quería, sin ninguna duda, que Rabin y Arafat asistieran en persona, y les exhorté a que lo hicieran. Si no, nadie en la región creería en su compromiso de implementar los principios del acuerdo; en cambio, si lo hacían, mil millones de personas en todo el mundo les verían por televisión, y ellos abandonarían la Casa Blanca aún más comprometidos con la paz de lo que lo estaban a su llegada. Cuando Arafat dijo que asistiría, le volví a pedir a Rabin que viniera. Aceptó, aunque con reservas.
En retrospectiva, la decisión de ambos líderes de asistir puede parecer fácil. En aquel momento, era una apuesta tanto para Rabin como para Arafat, que no podían estar seguros de la reacción de sus respectivos pueblos. Aun si una mayoría del electorado les apoyaba, los extremistas en ambos lados por fuerza se enfurecerían ante los compromisos que se habían adoptado en la Declaración de Principios sobre algunos temas fundamentales. Rabin y Arafat demostraron ambos tener una gran visión política y mucho valor, cuando aceptaron asistir y pronunciar algunas palabras. El acuerdo lo firmarían el Ministro de Asuntos Exteriores, Shimon Peres, y Mahmoud Abbas, más conocido como Abu Mazen; ambos habían estado estrechamente implicados en las negociaciones de Oslo. El secretario Christopher y el Ministro de Asuntos Exteriores ruso, Andrei Kozyrev, serían testigos del acuerdo.
La mañana del día en cuestión, la atmósfera de la Casa Blanca estaba impregnada de animación así como de tensión. Habíamos invitado a más de dos mil quinientas personas al acto, de cuya organización se habían encargado George Stephanopoulos y Rahm Emanuel. Me alegraba especialmente que Rahm estuviera colaborando en esto, pues él había estado en el ejército israelí. El presidente Carter, que había negociado los acuerdos de Camp David entre Egipto e Israel, estaría presente; también el presidente Bush, que había sido el impulsor, junto con Gorbachov, de las conversaciones de Madrid en 1991, en las que participaron Israel, los palestinos y los estados árabes. También se invitó al presidente Ford, pero no pudo llegar a Washington hasta la noche, y se nos unió durante la cena de celebración. Todos los ex secretarios de Estado y asesores de seguridad nacional que habían trabajado por la paz durante los últimos veinte años fueron invitados. Chelsea se tomó la mañana libre en la escuela, y también los hijos de los Gore. Era algo que no querían perderse.
La noche anterior, me había ido a dormir a las diez, una hora temprana para mí, pero a las tres de la madrugada me desvelé. Incapaz de conciliar el sueño, abrí mi Biblia y leí todo el libro de Josué. Eso me inspiró para reescribir algunos pasajes de mi discurso y para ponerme una corbata azul con cuernos de oro, que me recordó a las trompetas que Josué había soplado para derrumbar las murallas de Jericó. Ahora esas trompetas anunciarían la llegada de una paz que devolvería Jericó a los palestinos.
Tuvimos dos incidentes menores durante la mañana. Cuando me dijeron que Arafat tenía intención de aparecer con su atuendo habitual, la kufiya y un uniforme verde oliva, al que quería añadirle un último toque con el revólver que solía llevar colgado a la cintura, me planté y le envié un mensaje en el que le prohibía que trajera el arma. Estaba allí para la paz, y una pistola enviaría un mensaje totalmente equivocado. Le garanticé que estaría a salvo sin ella. Aceptó venir desarmado. Cuando los palestinos vieron que en el tratado recibían el nombre de «delegación palestina», y no OLP, también se plantaron. Israel estuvo de acuerdo en aceptar el término que preferían.
Luego estaba la cuestión de si Rabin y Arafat se darían la mano. Yo sabía que Arafat quería hacerlo. Antes de llegar a Washington, Rabin dijo que también lo haría, «de ser necesario», pero era evidente que no tenía muchas ganas. Cuando llegó a la Casa Blanca, saqué a relucir el tema. Evitó comprometerse y me habló de todos los jóvenes israelíes que había tenido que enterrar por culpa de Arafat. Le dije a Yitzhak que si realmente quería la paz, tendría que estrechar la mano de Arafat para demostrarlo. «Todo el mundo les estará observando y esperan ese apretón de manos.» Rabin suspiró, y con su voz profunda y hastiada, dijo: «Supongo que uno no acuerda la paz con sus amigos». «Entonces, ¿lo hará?», le pregunté. Me replicó casi al instante: «De acuerdo, de acuerdo. Pero sin besos». El saludo tradicional árabe era dar un beso en la mejilla, y no quería ni oír hablar de eso.
Yo sabía que Arafat era muy teatral y que quizá querría darle un beso a Rabin después de estrecharle la mano. Habíamos decidido que primero yo les daría la mano a cada uno y, a continuación, haría un gesto para acercarles y que se estrecharan la mano. Estaba seguro de que si Arafat no trataba de besarme, tampoco lo intentaría con Rabin. Mientras me encontraba en el Despacho Oval comentándolo con Hillary, George Stephanopoulos, Tony Lake y Martin Indyk, Tony dijo que sabía una manera de darle la mano a Arafat y evitar el beso. Describió el gesto y practicamos. Yo hice de Arafat, y Tony de mí; me mostró qué debía hacer. Cuando le di la mano y me adelanté para besarle, puso su mano izquierda en mi brazo derecho, en el codo doblado, y apretó; me detuvo instantáneamente. Luego intercambiamos los papeles y se lo hice a él. Practicamos un par de veces hasta que me aseguré de que la mejilla de Rabin permanecería intacta. Todos nos reímos mucho con eso, pero yo sabía que evitar el beso era algo tremendamente serio para Rabin.
Minutos antes de la ceremonia, las tres delegaciones se reunieron en la amplia Sala Oval Azul, en el piso principal de la Casa Blanca. Los israelíes y los palestinos aún no se hablaban en público, así que los norteamericanos iban de un grupo al otro, mientras recorrían la estancia circular. Parecíamos una pandilla de chicos torpes subidos a un carrusel que se movía lentamente.
Gracias a Dios, aquello terminó rápidamente y fuimos al piso de abajo para dar comienzo a la ceremonia. Todo el mundo salió según el orden que habíamos establecido y nos dejaron solos a Arafat, a Rabin y a mí durante un instante. Arafat saludó a Rabin y le tendió la mano. Las de Yitzhak estaban firmemente sujetas a su espalda. Dijo lacónicamente: «Fuera». Arafat se limitó a sonreír y a asentir para indicar que lo comprendía. Luego Rabin dijo: «Sabes, vamos a tener que esforzarnos mucho para que esto funcione». Arafat respondió: «Lo sé, y estoy dispuesto a hacer mi parte».
Caminamos hacia el exterior; hacía un hermoso día de finales de verano. Empecé la ceremonia con una breve bienvenida y unas palabras de agradecimiento, apoyo y aliento para ambos líderes y su determinación de alcanzar la «paz de los valientes». Después, Peres y Abbas pronunciaron un breve discurso y luego se sentaron para firmar el acuerdo. Warren Christopher y Andrei Kozyrev actuaron como testigos mientras Rabin, Arafat y yo permanecimos de pie a la derecha, un poco retirados. Cuando la firma hubo concluido, todos los ojos se clavaron en ambos líderes, Arafat a mi izquierda y Rabin a mi derecha. Estreché la mano de Arafat, con la maniobra de bloqueo que había practicado. Luego me giré y le di la mano a Rabin, después de lo cual di un paso hacia atrás, dejé libre el espacio que había ocupado y extendí los brazos para acercarlos. Arafat tendió su mano hacia Rabin, que aún seguía algo reacio. Cuando Rabin extendió la suya, pudo oírse cómo la multitud profería una discreta exclamación de asombro, seguida por un estruendoso aplauso, cuando el apretón de manos, sin beso, terminó. Todo el mundo lo celebró, excepto los manifestantes del núcleo duro en Oriente Próximo, que incitaban a la violencia, y algunos delante de la Casa Blanca que afirmaban que estábamos poniendo en peligro la seguridad de Israel.
Después del apretón de manos, Christopher y Kozyrev hicieron unos breves comentarios y luego Rabin se acercó al micrófono. Sonaba como un profeta del Antiguo Testamento cuando habló en inglés, dirigiéndose a los palestinos: «Estamos destinados a convivir en el mismo suelo y en la misma tierra. Nosotros, los soldados que hemos regresado de las batallas teñidos de sangre…, os decimos hoy, con voz alta y clara: basta ya de sangre y de lágrimas. ¡Bastal… Nosotros somos personas, igual que lo sois vosotros, gente que quiere construir un hogar, plantar un árbol, amar y vivir a vuestro lado con dignidad, con nuestras afinidades como seres humanos, y como hombres libres». Luego, citando el libro de Koheleth, que los cristianos llaman Eclesiástes, Rabin dijo: «Hay un momento oportuno para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol… un tiempo para nacer y un tiempo para morir; un tiempo para matar y un tiempo para sanar; un tiempo para la guerra y un tiempo para la paz. Ha llegado el tiempo para la paz». Fue un discurso magnífico. Lo había utilizado para tender la mano a sus adversarios.
Cuando llegó el turno de Arafat, él utilizó otro enfoque. Ya había tendido su mano a los israelíes, con sonrisas, gestos amigables y su ansioso apretón de manos. Ahora, con su voz rítmica y cantarina, habló a su gente en árabe, contando cuáles eran sus esperanzas respecto al proceso de paz y reafirmando la legitimidad de sus aspiraciones. Como Rabin, promovía la paz, pero con matices: «Nuestro pueblo no considera que ejercer su derecho a la autodeterminación constituya una violación de los derechos de nuestros vecinos o un ataque a su seguridad. Más bien pensamos que poner fin al sentimiento de haber sido maltratados y de sufrir una injusticia histórica es la garantía más fuerte de alcanzar la coexistencia y la transparencia en las relaciones entre nuestros pueblos y las futuras generaciones».
Arafat había optado por hacer gestos generosos para dirigirse a los israelíes, y emplear palabras duras para tranquilizar a los escépticos que había entre los suyos. Rabin lo había hecho a la inversa. Había sido sincero y auténtico en su discurso para los palestinos y ahora utilizaba el lenguaje corporal para tranquilizar a los que, en Israel, dudaban del proceso. Durante todo el tiempo que duró el discurso de Arafat, parecía incómodo y escéptico, tan inquieto que daba la impresión de estar realmente impaciente por irse. Sus distintas tácticas, yuxtapuestas, fueron fascinantes y muy reveladoras; tomé nota, mentalmente, para tenerlo en cuenta en mis futuras negociaciones con ellos. Pero no debería haberme preocupado. Al poco tiempo, Rabin y Arafat desarrollaron una extraordinaria relación de colaboración, un tributo del respeto que Arafat sentía por Rabin y una muestra de la asombrosa capacidad del dirigente israelí para comprender el funcionamiento de la mente de Arafat.
Cerré la ceremonia rogando a los descendientes de Isaac e Ismael, ambos hijos de Abraham, «Shalom, salaam, paz», e instándoles a «irse como artífices de la paz». Después del acto tuve un breve encuentro con Arafat y un almuerzo privado con Rabin. Yitzhak estaba agotado tras la larga negociación y la emotiva ceremonia. Era un giro sorprendente en su azarosa vida, gran parte de la cual la había pasado vestido de uniforme, luchando contra los enemigos de Israel, entre ellos Arafat. Le pregunté por qué había decidido apoyar las conversaciones de Oslo y el acuerdo resultante. Me contestó que se había dado cuenta de que el territorio que Israel llevaba ocupando desde la guerra de 1967 ya no era necesario para su seguridad, es más, era una fuente de peligros. Dijo que la intifada que se había desatado hacía algunos años demostró que ocupar un territorio lleno de gente furiosa no era ninguna garantía para la seguridad de Israel, sino que la hacía más vulnerable a los ataques desde el interior. Luego, durante la guerra del Golfo, cuando Irak atacó a Israel con misiles Scud, comprendió que, con el armamento moderno, la tierra no era ninguna garantía de seguridad contra los ataques desde el exterior. Finalmente, prosiguió, si Israel quería quedarse en Cisjordania de forma permanente, tendría que decidir si debía dejar a los árabes votar en las elecciones israelíes, como lo habían hecho los que vivían dentro de las fronteras anteriores a 1967. Si los palestinos obtenían el derecho al voto, dada su tasa de natalidad más alta, en unas décadas Israel ya no sería un estado judío. Y si se les negaba el derecho al voto, Israel ya no sería una democracia, sino un estado de apartheid. Por lo tanto, concluyó, Israel debía abandonar ese territorio, pero solo si al hacerlo conseguía la paz real y la normalización de las relaciones con sus vecinos, entre ellos Siria. Rabin pensaba que podría llegar a un acuerdo con el presidente sirio Hafez al-Assad más pronto o más tarde, una vez hubiera terminado el proceso de paz palestino. Yo también pensaba lo mismo, a tenor de mis conversaciones con Assad.
A lo largo de los años, el análisis de Rabin de lo que significa Cisjordania para Israel se convirtió en una tesis ampliamente aceptada entre los israelíes a favor de la paz, pero en 1993 era novedoso, perspicaz y valiente. Yo admiraba a Rabin aun antes de conocerle en 1992, pero ese día, contemplándole mientras hablaba en la ceremonia, y escuchando sus argumentos a favor de la paz, pude ver que poseía una grandeza de espíritu que le convertía en un dirigente excepcional. Jamás había conocido a nadie como él y estaba decidido a ayudarle a hacer realidad sus sueños de paz.
Después del almuerzo, Rabin y los israelíes volaron hacia su país para celebrar los Días Sagrados, y para explicar el acuerdo al Knesset, el parlamento israelí, con una parada en el camino en Marruecos, para hablar de él también con el rey Hassan, que desde hacía tiempo mantenía una postura moderada respecto a Israel.
Esa noche Hillary y yo ofrecimos una cena de celebración para unas veinticinco parejas, entre ellas el presidente Carter y su esposa, el presidente y la señora Ford y el presidente Bush. También asistieron seis de los nueve secretarios de Estado que aún vivían, y los líderes republicanos y demócratas del Congreso. Los presidentes habían aceptado venir no solo para celebrar el importante avance en el proceso de paz, sino también para participar en el lanzamiento público de la campaña para el TLCAN, que tendría lugar al día siguiente. Durante la velada les llevé a todos a mi despacho en el piso de la residencia, donde nos hicimos una fotografía para conmemorar una ocasión tan especial en la historia de Norteamérica, en la que cuatro presidentes cenaban juntos en la Casa Blanca. Después de la cena los Carter y los Bush aceptaron nuestra invitación a quedarse a pasar la noche. Los Ford declinaron, por una muy buena razón: habían reservado la suite del hotel de Washington en la que pasaron su noche de bodas.
Al día siguiente seguimos impulsando la paz, pues los diplomáticos jordanos e israelíes firmaron un acuerdo que les acercaba a la paz final y unos cientos de empresarios judíos y árabeamericanos se reunieron en el Departamento de Estado para comprometerse, en un esfuerzo conjunto, a invertir en las zonas palestinas donde las condiciones fueran lo suficientemente pacíficas como para que pudiera desarrollarse una economía estable.
Mientras, los demás presidentes se unieron a mí, en la Sala Este de la Casa Blanca, en una ceremonia en la que firmamos los acuerdos bilaterales del TLCAN. Yo defendí que el TLCAN sería beneficioso para las economías de Estados Unidos, Canadá y México, pues crearía un mercado gigante de casi 400 millones de personas. Además, reforzaría el liderazgo de Estados Unidos en la zona y en el mundo entero; si no se aprobaba, aumentaría la posibilidad de que hubiera una fuga de puestos de trabajo a México, donde los salarios eran mucho más reducidos. Los aranceles de México eran dos veces y media superiores a los nuestros y aun así, junto con Canadá, era el primer comprador de productos norteamericanos. La mutua retirada progresiva de aranceles sería una ganancia añadida para nosotros.
Luego los presidentes Ford, Carter y Bush hablaron a favor del TLCAN. Todos lo hicieron muy bien, pero Bush fue especialmente brillante, e ingeniosamente generoso conmigo. Me felicitó por mi discurso y dijo: «Ahora comprendo por qué él está dentro, y mirando hacia fuera, y yo estoy fuera, mirando hacia dentro». Los presidentes ofrecieron a esta campaña la seriedad de los dos partidos del país; y necesitábamos toda la ayuda que nos pudieran prestar. El TLCAN se enfrentaba a una intensa oposición por parte de una insólita coalición de demócratas progresistas y republicanos conservadores que compartían el temor de que una relación más abierta con México costara a Estados Unidos puestos de trabajo de calidad, sin que por ello se ayudara a los mexicanos de a pie; éstos, a su vez, creían que seguirían recibiendo salarios más bajos por una carga laboral más alta, sin importar el dinero que sus jefes ganaran comerciando con Estados Unidos. Yo era consciente de que quizá tenían razón en lo segundo, pero creía que el TLCAN era esencial, no solamente para nuestras relaciones con México y Latinoamérica, sino también para nuestro compromiso de construir un mundo más cooperativo e integrado.
Aunque cada vez estaba más claro que no se lograría votar la reforma sanitaria hasta el año siguiente, aún teníamos que enviar nuestra propuesta de ley a Capitol Hill para que el proceso legislativo pudiera comenzar. Al principio, nos planteamos la idea de enviar únicamente un resumen de la propuesta a los comités jurisdiccionales y dejar que ellos redactaran el texto en sí, pero Dick Gephardt y otros insistieron en que tendríamos más posibilidades de éxito si empezábamos con una propuesta de legislación concreta. Después de una reunión con los líderes del Congreso en la Sala del Gabinete, propuse a Bob Dole que colaboráramos en esta cuestión. Lo hice porque a Dole y a su jefe de gabinete, una notable enfermera llamada Sheila Burke, les importaba de veras la sanidad y, en cualquier caso, si yo terminaba presentando una propuesta que no le gustara, él podría obstruirla indefinidamente. Dole rechazó la idea de trabajar en la redacción de una propuesta conjunta y me dijo que yo debía preparar mi propio texto y que ya llegaríamos a un compromiso más tarde. Quizá lo creía cuando lo dijo, pero desde luego no fue eso lo que sucedió después.
Yo tenía que presentar el plan de sanidad en una sesión conjunta del Congreso el 22 de septiembre. Me sentía optimista. Esa mañana había firmado la ley de creación de los AmeriCorps, el programa de servicio nacional, una de mis prioridades personales más importantes. También nominé a Eli Segal, que se había encargado de que la propuesta se aprobara en el Congreso, el primer presidente ejecutivo de la Corporación para el Servicio Nacional. Entre los asistentes a la ceremonia de la firma, en el Jardín Sur de la Casa Blanca, había jóvenes que habían respondido a mi llamamiento para dedicarse a los servicios comunitarios ese verano; dos viejos veteranos del Cuerpo de Conservación Civil de Franklin Roosevelt, cuyos proyectos aún daban forma al paisaje de Norteamérica y Sargent Shriver, el primer director de los Cuerpos de Paz. Sarge tuvo la deferencia de prestarme una de las plumas estilográficas que el presidente Kennedy había utilizado treinta y dos años atrás para firmar la legislación de los Cuerpos de Paz, y yo la empleé para dar vida a los AmeriCorps. Durante los siguientes cinco años, casi 200.000 jóvenes norteamericanos se unieron a las filas de AmeriCorps, una cifra más alta que los que habían participado en los cuarenta y cinco años de historia de los Cuerpos de Paz.
La tarde del día 22 me sentía confiado mientras avanzaba por el pasillo de la cámara de representantes. Miré a Hillary, que estaba sentada en la tribuna con dos de los médicos más famosos de Estados Unidos, el pediatra T. Berry Brazelton, amigo suyo desde hacía tiempo, y el doctor C. Everett Koop, que había sido el Director General de Salud Pública del presidente Reagan, un cargo desde el que educó a la nación acerca del SIDA y la importancia de prevenir el contagio. Tanto Brazelton como Koop eran defensores de la reforma sanitaria y darían mucha credibilidad a nuestros esfuerzos.
Mi confianza se esfumó cuando eché un vistazo al TelePrompTer, donde estaba mi discurso. Es decir, donde debería haber estado. Pero lo que había en la pantalla era el principio de mi discurso frente al Congreso sobre el plan económico, el que había pronunciado en febrero. El presupuesto ya se había aprobado hacía un mes, y al Congreso no le hacía ninguna falta volver a oír aquel discurso. Me volví hacia Al Gore, que estaba sentado en su puesto, detrás de mí, le conté el problema y le pedí que llamara a George Stephanopoulos para que se encargara del solucionarlo. Mientras, empecé mi discurso. Tenía una copia escrita frente a mí y sabía qué quería decir, de modo que no estaba muy preocupado, aunque me distraían un poco todas aquellas frases irrelevantes pululando por el TelePrompTer. A los siete minutos, por fin apareció el texto correcto. No creo que nadie se diera cuenta de la diferencia, pero a mí me tranquilizó mucho poder contar con mi muleta electrónica.
Tan sencilla y directamente como pude, expliqué cuál era el problema (que nuestro sistema sanitario costaba demasiado y ofrecía cobertura a demasiada poca gente), y me dispuse a esbozar los principios básicos de nuestro plan: seguridad, simplicidad, ahorro, elección, calidad y responsabilidad. Todo el mundo tendría derecho a cobertura sanitaria, mediante aseguradoras privadas, y ese derecho no se perdería durante una baja por enfermedad o por un cambio de trabajo. Se reduciría la burocracia porque instauraríamos un seguro médico con un paquete mínimo de condiciones; también podríamos recortar gastos reduciendo los costes administrativos, que eran notablemente más elevados que los de otras naciones industrializadas. Además, seríamos más duros con el fraude y el abuso. Según el doctor Koop, eso podía ahorrarnos decenas de miles de millones de dólares.
Con nuestra reforma, los norteamericanos podrían elegir su propio seguro médico y conservar sus propios doctores, una elección que cada vez estaba al alcance de menos ciudadanos; las organizaciones sanitarias eran las que gestionaban los seguros, y trataban de contener sus gastos restringiendo la libertad de elección de los pacientes y realizando interminables comprobaciones antes de autorizar tratamientos costosos. La calidad quedaría garantizada mediante la emisión de boletines de valoración que se darían a los consumidores de los planes sanitarios; además, proporcionarían más información a los médicos. Se exigiría responsabilidad a todos los niveles. En ese sentido, se contemplaba emprender las actuaciones pertinentes contra las compañías aseguradoras que, de mala fe, negaran tratamientos; contra los médicos y suministradores que inflaran sus facturas; contra las compañías farmacéuticas que sobrecargaran el precio de sus productos; contra los abogados que impulsaran demandas falaces y contra los ciudadanos cuyas elecciones irresponsables perjudicaran su salud y generaran costes para todos los demás.
Propuse que todos los empleadores garantizaran una cobertura sanitaria, como ya estaban haciendo casi un 75 por ciento de ellos, y que se aplicara un gran descuento a los propietarios de pequeñas y medianas empresas que, de otro modo, no podrían costear el seguro médico de sus trabajadores. El subsidio se financiaría mediante un aumento en el impuesto sobre el tabaco. Los trabajadores autónomos podrían deducir todos los costes de sus seguros médicos de su base fiscal.
Si se hubiera aprobado el sistema que propuse, se habría reducido la inflación de los costes sanitarios, se habría repartido la carga de la financiación de la sanidad de una forma más justa y se habría garantizado cobertura sanitaria a millones de norteamericanos que no la tenían. Además, hubiera puesto punto final a las terribles injusticias de los casos con los que yo me había encontrado personalmente, como el de una mujer que tuvo que abandonar un trabajo con un salario de 50.000 dólares anuales, con el que criaba a sus seis hijos, porque el más pequeño estaba tan enfermo que ella perdió su seguro médico; el único modo para que aquella madre obtuviera cobertura sanitaria para su hijo era ir a la asistencia social e inscribirse en Medicaid. O el caso de una pareja joven con un niño enfermo, cuyo único seguro médico procedía del empleador de uno de los padres, una pequeña organización no lucrativa con veinte empleados. El tratamiento del niño era tan caro que la aseguradora de la organización le dio a elegir entre despedir a la empleada o subir el coste de los seguros médicos de los demás empleados en 200 dólares. Francamente, yo creía que Estados Unidos merecía algo mejor que eso.
Hillary, Ira Magaziner, Judy Feder y todos los que colaboraron con ellos diseñaron un plan que podíamos poner en práctica a la vez que reducíamos el déficit. Y contrariamente a como más tarde se describió, generalmente los expertos en sanidad lo elogiaron y lo calificaron de moderado y factible. Desde luego no era una absorción gubernamental del sistema sanitario, como algunos críticos llegaron a decir, pero eso es otra historia y vino luego. La noche del día 22 yo estaba bastante contento porque el TelePrompTer funcionaba otra vez.
Hacia finales de septiembre, Rusia volvió a ocupar los titulares, cuando los miembros del ala dura del parlamento trataron de deponer a Yeltsin. Su reacción fue disolver el parlamento y convocar nuevas elecciones para el 12 de diciembre. Nosotros aprovechamos la crisis para aumentar el paquete de ayudas a Rusia, que se aprobó el 30 de septiembre en una votación en el Congreso que ganamos por 321 votos contra 108, y en el Senado, por 87 contra 11.
El domingo 3 de octubre, el conflicto entre Yeltsin y sus oponentes reaccionarios en la Duma degeneró en una batalla campal en las calles de Moscú. Grupos armados, con banderas rojas con la hoz y el martillo y fotografías de Stalin, dispararon lanzagranadas contra el edificio en el que se encontraban una serie de televisiones rusas. Otros líderes reformistas de países ex comunistas, como Václav Havel, emitieron un comunicado de apoyo a Yeltsin; yo también hice uno en el que declaraba a los periodistas que era obvio que los oponentes de Yeltsin habían desencadenado el estallido de violencia, y que éste se «había esforzado muchísimo» para evitar un excesivo uso de la fuerza. También dije que Estados Unidos le apoyaría a él y a su propuesta de celebrar unas elecciones parlamentarias libres y justas. Al día siguiente las fuerzas armadas rusas bombardearon el edificio parlamentario y amenazaron con asaltarlo, para obligar a los líderes de la rebelión a entregarse. A bordo del Air Force One, de camino a California, llamé a Yeltsin para expresarle mi apoyo.
Los enfrentamientos en las calles de Moscú fueron la noticia más destacada de aquella noche en los hogares de todo el mundo, pero en Estados Unidos era una historia distinta la que ocupaba el interés de los espectadores, una noticia que marcó uno de los días más negros de mi presidencia e hizo famosa la expresión «Black Hawk Derribado».
En diciembre de 1992, el presidente Bush, con mi apoyo, había enviado tropas norteamericanas a Somalia para ayudar a Naciones Unidas, después de que más de 350.000 somalíes hubieran muerto en una sangrienta guerra civil que dejó a su paso hambruna y epidemias. En aquel momento, el asesor de seguridad nacional de Bush, el general Brent Scowcroft, le dijo a Sandy Berger que volverían a casa antes de mi investidura. Pero no fue así, porque en Somalia no había ningún gobierno al frente del país y, sin la presencia de nuestras tropas, los matones armados habrían robado los suministros y la ayuda humanitaria de Naciones Unidas, lo que habría provocado aún más hambre. Durante los meses siguientes, Naciones Unidas envió unos 20.000 efectivos, y redujimos la presencia norteamericana a un poco más de 4.000 soldados, de los 25.000 que habíamos tenido. Después de siete meses, los campos volvían a dar frutos, el hambre había desaparecido, los refugiados volvían a sus hogares, las escuelas y hospitales reabrían sus puertas y se había creado una fuerza policial. Muchos somalíes estaban inmersos en un proceso de reconciliación nacional que impulsaba a su país hacia la democracia.
Entonces, en junio, la tribu del señor de la guerra somalí, Mohammed Aidid, mató a veinticuatro paquistaníes miembros de las fuerzas de paz. Aidid, cuyos mercenarios controlaban buena parte de la ciudad de Mogadiscio, la capital, y al que no le gustaba el proceso de reconciliación, quería controlar el país y pensaba que para lograrlo tenía que echar a Naciones Unidas. Después del asesinato de los paquistaníes, el secretario general Boutros-Ghali y su representante para Somalia, un almirante norteamericano retirado llamado Jonathan Howe, decidieron que había que ir a por Aidid; creían que la misión de Naciones Unidas no podría tener éxito a menos que se le llevara ante un tribunal. Puesto que Aidid estaba fuertemente protegido por un ejército muy bien armado, Naciones Unidas no podía capturarle, así que pidió ayuda a Estados Unidos. El almirante Howe, que había sido adjunto militar de Brent Scowcroft en la Casa Blanca bajo el mandato de Bush, pensó, especialmente después de la muerte de los paquistaníes, que arrestar a Aidid y llevarlo ante un tribunal era el único modo de poner fin a los conflictos tribales que mantenían a Somalia en la violencia, el fracaso y el caos.
Unos días antes de jubilarse de presidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, Colin Powell fue a verme para recomendarme que aprobara una ayuda norteamericana para capturar a Aidid, aunque su opinión era que teníamos un 50 por ciento de posibilidades de apresarlo y un 25 por ciento de que huyera con vida. Aun así, argumentó, no podíamos comportarnos como si no nos importara que Aidid hubiera matado a fuerzas de Naciones Unidas, que estaban en esto con nosotros. Las repetidas ocasiones en que la organización había tratado de detener a Aidid —sin éxito— no habían hecho más que aumentar el prestigio de éste y empañado la naturaleza humanitaria de la misión de Naciones Unidas. Yo estaba de acuerdo con él.
El comandante norteamericano de los Rangers era el general de división William Garrison. La Décima División de Montaña del ejército, destacada en Fort Drum, Nueva York, también tenía soldados en Somalia, a cargo del comandante general de las fuerzas norteamericanas que se encontraban allí, el general Thomas Montgomery. Ambos respondían frente al general de marines Joseph Hoar, comandante del centro de mando de Estados Unidos en la base de las fuerzas aéreas de MacDill, en Tampa, Florida. Yo conocía a Hoar y confiaba mucho en su buen juicio y su capacidad.
El 3 de octubre, basándose en un soplo que decía que dos de los ayudantes de confianza de Aidid estaban en el barrio de Mogadiscio llamado «Mar Negro», controlado por Aidid, el general de división Garrison ordenó a los Rangers del ejército que asaltaran el edificio donde se suponía que estaban los dos hombres. Volaron hacia Mogadiscio en helicópteros Black Hawk a plena luz del día, lo cual era mucho más arriesgado que si se hubiera hecho de noche. Gracias a los instrumentos de visión nocturna, los helicópteros y las tropas cuentan con la misma capacidad operativa que durante el día, pero son menos detectables. Garrison decidió correr ese riesgo porque sus hombres habían llevado a cabo tres operaciones anteriores de día sin mayores problemas.
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