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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 2)


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La temprana petición de la Junta del Estado Mayor de celebrar una reunión generaba un problema. Yo estaba más que dispuesto a escucharles, pero no quería que aquel tema recibiera más publicidad de la que ya había recibido, no porque estuviera tratando de esconder mi posición, sino porque no quería que el público pensara que le estaba prestando más atención que a la economía. Esto era exactamente lo que los republicanos del Congreso querían que creyeran los norteamericanos. El senador Dole ya hablaba de aprobar una resolución que me retirara la autoridad para levantar la prohibición; estaba claro que quería que este fuera el asunto que definiera, y por el que se juzgaran, mis primeras semanas en el cargo.

En la reunión, los jefes reconocieron que había miles de hombres y mujeres homosexuales que se distinguían por su servicio entre el millón ochocientas mil personas que formaban nuestras fuerzas armadas, pero mantuvieron que dejarles servir haciendo ostensible su orientación sexual sería, en palabras del general Powell, «perjudicial para el orden y la disciplina». El resto de los jefes del Estado Mayor apoyaron a su presidente. Cuando saqué a relucir el hecho de que, aparentemente, a las fuerzas armadas les había costado quinientos millones de dólares echar a diecisiete mil homosexuales del ejército durante la década anterior, a pesar de que había un informe del gobierno que decía que no había ningún motivo por el que no pudieran servir en el ejército de forma efectiva, los jefes replicaron que el gasto valió la pena para preservar la cohesión y la moral de las unidades.

El jefe de Operaciones Navales, el almirante Frank Kelso, dijo que la marina se enfrentaba al problema práctico más importante, puesto que en los barcos había poco espacio para convivir. El jefe del Ejército, el general Gordon Sullivan y el general de la Fuerza Aérea, Merrill McPeak, también se oponían. Pero el más ferviente opositor era el comandante del Cuerpo de Marines, el general Carl Mundy. Le preocupaban más las apariencias que las cuestiones prácticas. Creía que la homosexualidad era inmoral y que si se permitía que los gays sirvieran abiertamente, el ejército estaría entonces aceptando una actitud inmoral y ya no podría atraer a los mejores jóvenes de la nación. Yo estaba completamente en desacuerdo con Mundy, pero él me gustaba. De hecho, me gustaban y respetaba a todos ellos. Me habían dado su opinión honestamente, pero también habían dejado claro que cumplirían mis órdenes, fueran cuales fueran, lo mejor que supieran, aunque si les llamaban a testificar al Congreso, tendrían que exponer sus opiniones con sinceridad.

Un par de días más tarde asistí a otra reunión nocturna para debatir el tema con los miembros del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, en el que estaban los senadores Sam Nunn, James Exon, Carl Levin, Robert Byrd, Edward Kennedy, Bob Graham, Jeff Bingaman, John Glenn, Richard Shelby, Joe Lieberman y Chuck Robb. Nunn, aunque se oponía a mi posición, se había mostrado de acuerdo con retrasar la cuestión seis meses. Algunos de los miembros de mi equipo estaban molestos con Nunn por haberse manifestado de forma tan tajante y tan pronto, pero yo no; después de todo, él era conservador y como presidente del comité, respetaba la cultura militar y creía que era su deber protegerla. No estaba solo. Charlie Moskos, el sociólogo de la Northestern University que había trabajado con Nunn y conmigo en la propuesta de servicio nacional del CLD y que dijo que había conocido a un oficial gay durante la guerra de Corea, también se oponía a levantar la prohibición, pues decía que esta preservaba la «expectativa de intimidad» a la que los soldados que vivían en espacios bastante reducidos tenían derecho. Moskos decía que debíamos apoyar lo que deseaban la gran mayoría de los militares, porque lo que más necesitábamos de nuestras fuerzas armadas era que estuvieran dispuestas a luchar. El problema que yo veía en ese razonamiento, y en el de Nunn, es que se podía haber usado de forma igualmente convincente contra la orden de Truman de la integración o contra los actuales esfuerzos por aumentar la presencia de la mujer en el ejército.

El senador Byrd adoptó una línea todavía más dura que la de Nunn y repitió lo que ya había oído de boca del general Mundy. Creía que la homosexualidad era un pecado; dijo que nunca permitiría que su nieto, al que adoraba, se uniera a unas fuerzas armadas que admitieran a gays y afirmó que la razón de la caída del Imperio romano había sido aceptar una presencia cada vez mayor de homosexuales en las legiones, comenzando por Julio César. A diferencia de Byrd y Nunn, Chuck Robb, que era conservador en muchos otros aspectos y que había sobrevivido a peligrosos combates en Vietnam, apoyaba mi posición, basándose en su contacto en tiempos de guerra con hombres que eran gays y valientes. No era el único veterano de Vietnam del Congreso que pensaba de ese modo.

La división cultural era en parte, aunque no totalmente, partidista y generacional. Algunos demócratas jóvenes se oponían a levantar la prohibición, mientras que algunos republicanos de más edad estaban a favor de hacerlo, entre ellos Lawrence Korb y Barry Goldwater. Korb, que había hecho cumplir la prohibición cuando había sido secretario adjunto de Defensa bajo el mandato Reagan, decía que no era necesaria para mantener la calidad y la fuerza de nuestras tropas. Goldwater, que había sido presidente del Comité de las Fuerzas Armadas del Senado, que era un veterano de guerra y que había fundado la Guardia Nacional de Arizona, era un conservador a la antigua, con instintos libertarios. En una declaración publicada en el Washington Post dijo que permitir que los gays sirvieran en el ejército no era una llamada a una licenciosidad cultural, sino una reafirmación del valor norteamericano de darles oportunidades a los ciudadanos responsables y de limitar el acceso del gobierno a sus vidas privadas. En su estilo franco y directo, dijo que no le importaba un pimiento si un soldado era o no homosexual mientras tuviera buena puntería.

Pero resultó que incluso el apoyo de Goldwater y todos mis argumentos no sirvieron de nada. La Cámara pasó una resolución en la que se oponía a mi posición por más de tres a uno. En el Senado la oposición no fue tan espectacular, pero seguía siendo importante. Eso quería decir que si perseveraba en mi intento, el Congreso me derrotaría introduciendo una enmienda en la ley del presupuesto de defensa que yo no podría vetar fácilmente. E incluso si la vetaba, ambas Cámaras anularían mi veto.

Mientras sucedía todo esto, vi una encuesta que decía que entre el 48 y el 45 por ciento del público no estaba de acuerdo con mi posición. No eran números demasiado malos para un tema tan polémico, pero aun así lo eran, y explicaban por qué los miembros del Congreso creían que aquella cuestión era un callejón sin salida para ellos. Solo un 16 por ciento del electorado aprobaba decididamente levantar la prohibición, mientras que el 33 por ciento estaba radicalmente en contra. Este porcentaje de gente que tenía una opinión tan fuerte sobre el tema era la que, probablemente, retiraría el voto a su congresista si no le gustaba su posición. Es difícil que los políticos de distritos disputados acepten una posible deserción de un 17 por ciento de votantes, por el tema que sea, ante unas elecciones. Es interesante que las mayores divisiones fueran estas: los que se identificaban como cristianos renacidos se oponían a mi postura por un 70 contra un 22 por ciento, mientras que la gente que decía que conocía personalmente a algún homosexual la aprobaba por un 66 contra un 33 por ciento.

La derrota en el Congreso era inevitable, así que Les Aspin trabajó con Colin Powell y la Junta del Estado Mayor para alcanzar un compromiso. Casi exactamente seis meses después, el 19 de julio, fui a la Universidad de Defensa Nacional, en Fort McNair, y anuncié a los oficiales allí presentes el acuerdo a que habíamos llegado. «No preguntar, no decir» consistía básicamente en que si eres gay, se supone que tienes intención de violar el Código de Justicia Militar y por tanto puedes ser licenciado, a menos de que puedas convencer a tu comandante de que eres célibe y en consecuencia no incumples el código. Pero si no declaras que eres gay, hay una serie de cosas que puedes hacer y por las que no te pueden echar del ejército: participar en desfiles por los derechos de los gays con ropa de paisano; ir a bares gay o salir con homosexuales reconocidos; aparecer en listas de correo de homosexuales y vivir con una persona del mismo sexo que sea beneficiaria de tu seguro de vida. Sobre el papel, las fuerzas armadas habían dado un gran paso en la dirección de «vive y deja vivir» sin por ello dejar de aferrarse a la idea de que no podía reconocer a los gays sin aprobar la homosexualidad o comprometer la moral o la cohesión. Sin embargo, en la práctica, a veces las cosas no funcionaban así. Muchos oficiales homófobos simplemente ignoraron la nueva política y se esforzaron todavía más por echar a los homosexuales, lo que costó a las fuerzas armadas miles de dólares que hubiéramos podido gastar mejor haciendo de Estados Unidos un lugar más seguro.

A corto plazo, obtuve lo peor en ambos frentes: perdí la batalla política y la comunidad gay criticó duramente el acuerdo; se negó a reconocer el obstáculo que había supuesto que tuviéramos tan poco apoyo en el Congreso. Además, me concedieron poco o ningún crédito por haber levantado otra de las prohibiciones que pesaban sobre los gays —la que les impedía servir en posiciones críticas para la seguridad nacional— o por el considerable número de gays y lesbianas que estaban trabajando en la administración. En cambio, para el senador Bob Dole era una victoria memorable. Desde un principio, se dedicó a hablar machaconamente de aquella cuestión, con lo que le dio tanta publicidad que al final parecía que era lo único a lo que me dedicaba; muchos de los americanos que me habían votado para que arreglara la economía se preguntaban qué demonios estaba haciendo y si no se habrían equivocado conmigo.

Estaba descubriendo que iba a resultar bastante difícil cumplir otro de mis compromisos de campaña: recortar la plantilla de la Casa Blanca en un 25 por ciento. Estaba siendo una verdadera pesadilla para Mack McLarty, especialmente porque teníamos un programa más ambicioso que la administración anterior y recibíamos el doble de correo. El 9 de febrero, tan solo una semana antes de la fecha en que debía anunciar mi programa económico, propuse una reducción del 25 por ciento, que recortaba la plantilla en 350 personas y la dejaba en 1.044 empleados. Nadie se libró de la quema. Incluso la oficina de Hillary iba a ser más pequeña que la de Barbara Bush a pesar de que asumiría responsabilidades mucho mayores. Lo que peor me supo fue tener que despedir a veinte antiguos empleados en la sección de correspondencia. Hubiera preferido reducir el número de trabajadores allí conforme se fueran jubilando, pero Mack me dijo que no había otra forma de cumplir el objetivo. Además, necesitábamos dinero para modernizar la Casa Blanca. Nuestra gente no podía ni siquiera enviar y recibir email y la instalación telefónica no se había cambiado desde los años de Carter. No podíamos hacer llamadas de larga distancia, pero cualquiera podía pulsar uno de los grandes botones luminosos de las extensiones y escuchar las conversaciones de los demás, incluidas las mías. Pronto nos hicimos instalar un sistema telefónico mejor.

También reforzamos una parte de la plantilla de la Casa Blanca: el trabajo de asistencia social individual estaba diseñado para ayudar a ciudadanos que tenían problemas concretos con el gobierno federal; a menudo eran casos de personas que trataban de obtener una pensión por estar incapacitado o por ser veterano. Habitualmente los ciudadanos llaman a sus senadores o representantes para que les ayuden en esos temas, pero puesto que yo había llevado a cabo una campaña particularmente personal, muchos norteamericanos sentían que podían dirigirse directamente a mí. Recibí una petición especialmente memorable el 20 de febrero, cuando Peter Jennings, el presentador de las noticias de la ABC moderó un «Consejo de Niños» en la Casa Blanca, en el que niños entre ocho y quince años me preguntaban libremente. Los niños me preguntaron si ayudaba a Chelsea con sus deberes, por qué nunca se había elegido presidente a una mujer, qué pensaba hacer para ayudar a Los Ángeles después de los disturbios, cómo se iba a pagar la atención sanitaria y si podía hacer algo para detener la violencia en las escuelas. A muchos de ellos les interesaba el medio ambiente.

Pero una de las niñas quería ayuda. Anastasia Somoza era una preciosa neoyorquina que tenía que ir en silla de ruedas debido a que tenía parálisis cerebral. Me explicó que tenía una hermana gemela, Alba, que también la padecía pero que, a diferencia de ella, no podía hablar. «Así que como no puede hablar la pusieron en una clase de educación especial. Pero usa el ordenador para hablar y le gustaría estar en una clase normal, como yo.» Anastasia dijo que sus padres estaban convencidos de que Alba podía hacer frente a las exigencias de una escuela normal si se le daba la oportunidad de hacerlo. La ley federal decía que los niños con incapacidades debían educarse en el ambiente «menos restrictivo» posible, pero la decisión final sobre lo que es «menos restrictivo» se toma en la escuela del niño. Costó más o menos un año, pero al final Alba pasó a una clase normal.

Hillary y yo no perdimos el contacto con los Somoza y en 2002 hablé en la graduación de la promoción de las niñas. Las dos fueron a la universidad, porque Anastasia y sus padres estaban decididos a darle a Alba todas las oportunidades que merecía y no les intimidaba tener que pedir ayuda a otros, incluso a mí, para lograrlo. Cada mes, la persona que estaba a cargo de los casos en nuestra agencia, me enviaba un informe con los nombres de la gente a la que habíamos ayudado junto con algunas de las emotivas cartas de agradecimiento que nos habían enviado.

Además de los recortes de personal, anuncié un decreto presidencial por el que se reducirían en un 3 por ciento los gastos administrativos en todo el gobierno y habría una reducción de los salarios de los principales altos cargos, así como de sus beneficios complementarios, como el servicio de limusinas o el comedor privado. En una decisión que aumentó de forma espectacular la moral de nuestro equipo, cambié las reglas del comedor de la Casa Blanca para permitir a todos los empleados que usaran lo que hasta entonces había sido coto privado de los altos cargos del gobierno.

Nuestros jóvenes empleados trabajaban muchísimas horas, incluidos los fines de semana, y no me parecía de recibo hacer que tuvieran que salir para comer, pedir comida a domicilio o traérsela de casa. Además, dejarles acceder al comedor de la Casa Blanca les demostraba que también ellos eran importantes. El comedor era una habitación con paneles de madera en la que se servía una comida excelente, preparada por personal de la marina. Yo pedía aquella comida casi cada día y me encantaba bajar para visitar a los jóvenes que trabajaban en la cocina. Una vez a la semana servían comida mexicana, que a mí me gustaba especialmente. Después de que yo abandonara el cargo, el comedor volvió a utilizarse solo para los altos cargos. Creo que nuestra política era buena para la moral y para la productividad.

Con todo aquel trabajo extra y menos gente para hacerlo, tuvimos que confiar más que nunca no solo en aquellos jóvenes empleados, sino también en los más de mil voluntarios que nos dedicaron muchas horas, algunos de ellos colaboraban casi a tiempo completo. Los voluntarios abrían el correo, contestaban cuando había que hacerlo, se encargaban de las solicitudes de información y realizaban otras muchas tareas sin las que la Casa Blanca hubiera sido una institución mucho menos cercana al pueblo norteamericano. Todo lo que los voluntarios obtuvieron a cambio de sus grandes esfuerzos, aparte de la satisfacción de servir a su país, fue una fiesta de agradecimiento anual que Hillary y yo celebrábamos para ellos en el Jardín Sur. La Casa Blanca no hubiera podido funcionar sin ellos.

Además de los recortes específicos que ya había decidido hacer, estaba convencido de que con una aproximación más sistemática al problema podríamos ahorrarnos mucho más dinero y mejorar los servicios que prestaba el gobierno. En Arkansas había iniciado un programa de Control Total de Calidad con el que había conseguido resultados muy positivos. El 3 de marzo anuncié que Al Gore revisaría, durante los seis meses siguientes, todas las operaciones federales. Al se sentía en aquel trabajo como pez en el agua, trajo a expertos de fuera y consultó ampliamente con los funcionarios del gobierno. Siguió supervisando las operaciones federales durante los siguientes ocho años; ayudó a eliminar cientos de programas y más de dieciséis mil páginas de reglamentos, y redujo el personal en trescientas mil personas, con lo que nuestro gobierno federal fue el más pequeño desde 1960 y ahorramos ciento treinta y seis millones de dólares del dinero de los contribuyentes.

Mientras nos organizábamos y tratábamos de resolver nuestros pequeños problemas con la prensa, pasé la mayor parte de enero y febrero ultimando los detalles de nuestro plan económico. El lunes 24 de enero, Lloyd Bentsen apareció en Meet the Press. Se suponía que debía dar respuestas generales a todas las preguntas que se refirieran a los detalles del plan, pero fue un poco más allá y anunció que propondríamos alguna tasa sobre el consumo y que se estaba considerando la posibilidad de crear un impuesto sobre la energía que abarcara una base muy amplia. Al día siguiente los tipos de interés de los bonos del gobierno a treinta años cayeron del 7,29 por ciento al 7,19 por ciento, la tasa más baja de los últimos seis años.

Mientras tanto, seguíamos debatiendo los detalles del presupuesto. Todos los recortes de gastos y los impuestos que recaudaban dinero de verdad eran polémicos. Por ejemplo, cuando me reuní con los líderes de los comités presupuestarios del Senado y de la Cámara de Representantes, Leon Panetta propuso que decretáramos una moratoria de tres meses en las compensaciones por el incremento del costo de la vida. La mayoría de expertos estaban de acuerdo en que las compensaciones estaban demasiado altas, dado lo baja que estaba la inflación, y que la moratoria ahorraría quince mil millones de dólares a lo largo de los siguientes cinco años. El senador Mitchell dijo que la moratoria que proponíamos era regresiva e injusta, y que no podía apoyarla. Tampoco pensaban hacerlo los demás senadores. Tendríamos que encontrar esos quince mil millones en otra parte.

Durante el fin de semana del 30 al 31 de enero llevé al gobierno y a altos cargos de la Casa Blanca a Camp David, el preciso retiro de campo en las montañas Catoctin, en Maryland. Camp David es un precioso paraje boscoso con acogedoras cabañas e instalaciones de ocio. El personal procede de la marina y del Cuerpo de Marines. Era el ambiente perfecto para que nos conociéramos mejor y para comenzar a hablar del año que nos esperaba. También invité a Stan Greenberg, Paul Begala y Mandy Grunwald. Sentían que les habíamos dejado de lado durante la transición y que la obsesión por eliminar el déficit había acabado con todos los demás objetivos que había anunciado durante la campaña. Creían que Al y yo estábamos coqueteando con el desastre al desoír las preocupaciones más profundas de la gente que nos había elegido. Comprendía cómo se sentían. Por una parte, no habían estado presentes durante las horas y horas de discusiones que llevaron a que la mayoría de nosotros concluyéramos que, si no acabábamos con el déficit, nunca conseguiríamos el crecimiento fuerte y sostenido que mis otros compromisos de campaña, al menos aquellos que costaban dinero, necesitaban para no hundirse en una economía en recesión.

Dejé que Mandy y Stan comenzaran el debate. Mandy habló de la preocupación que sentía la gente de clase media por su trabajo, su jubilación, la sanidad y la educación. Stan dijo que lo que más preocupaba a los votantes era, por este orden, el empleo, la reforma sanitaria, la reforma de la asistencia social y luego la reducción del déficit, y que si para reducir el déficit íbamos a tener que subir los impuestos a la clase media, ya podía ir pensando qué demonios les iba a dar a cambio. Hillary entonces explicó que, en Arkansas, habíamos fracasado durante mi primer mandato por intentar abarcar demasiadas cosas a la vez, sin un plan de acción claro y sin realizar el esfuerzo necesario para preparar a la gente para una larga y continuada lucha. Después les habló del éxito que tuvimos la segunda vez, cuando nos centramos en uno o dos temas cada dos años y explicamos cuáles eran nuestros objetivos a largo plazo junto con una serie de parámetros de referencia que midieran nuestro progreso y por los que se nos pudiera juzgar. Ese tipo de enfoque, dijo, me permitió desarrollar un guión que la gente podía comprender y apoyar. Alguien respondió que no podíamos elaborar ningún guión mientras siguiera la plaga de las filtraciones, que afectaban a las propuestas más polémicas. Tras el fin de semana, los consultores trataron de diseñar una estrategia de comunicaciones que nos evitara las fugas y controversias diarias.

El resto del fin de semana lo dedicamos a conversaciones más informales y personales. El sábado por la noche celebramos una sesión, dirigida por un guía que era amigo de Al Gore, en la que se suponía que debíamos reforzar el vínculo que existía entre nosotros; debíamos sentarnos en grupo y, por turnos, decir a los demás algo de nosotros que ignoraran. Aunque el ejercicio no gustó a todos, yo me lo pasé bien y logré confesar que cuando era niño estaba gordo y a menudo se burlaban de mí. Lloyd Bentsen creyó que el ejercicio era idiota y volvió a su cabaña; si había algo de él que los demás no sabíamos, era que no quería que lo supiéramos. Bob Rubin se quedó, pero dijo que no tenía nada que decir —al parecer, este tipo de confesión en grupo no había sido la clave de su éxito en Goldman Sachs—. Warren Christopher participó, quizá porque era el hombre más disciplinado del mundo y creyó que aquella versión estilo baby boom de la tortura de la gota malaya fortalecería de algún modo su ya de por sí extraordinario carácter. En suma, el fin de semana fue de mucha ayuda, pero lo que de verdad fortalecería nuestros vínculos sería el fuego de la lucha y las victorias y derrotas que nos esperaban en el futuro.

El domingo por la noche regresamos a la Casa Blanca para celebrar la cena anual de la Asociación Nacional de Gobernadores. Era el primer acto oficial de Hillary como primera dama y estaba un poco nerviosa, pero todo salió bien. Los gobernadores estaban preocupados por la economía, que iba mal, reducía los ingresos de los estados y les obligaba a dejar de prestar algunos servicios, a subir los impuestos o, en ocasiones, a ambas cosas a la vez. Entendían la necesidad de reducir el déficit, pero no querían que se hiciera a su costa y que se transfirieran responsabilidades del gobierno federal a los estados sin acompañarlas de las correspondientes transferencias de fondos.

El 5 de febrero sancioné mi primera propuesta de ley con mi firma y cumplí otra de las promesas electorales. Con la Ley de Licencia Médica y Familiar, Estados Unidos se sumó por fin a las más de 150 naciones del mundo que conceden a sus trabajadores un período de baja cuando tienen un hijo o un miembro de la familia enfermo. El principal defensor de la ley, mi viejo amigo el senador Chris Dodd, de Connecticut, llevaba años trabajando para sacarla adelante. El presidente Bush la había vetado en dos ocasiones, porque decía que sería una carga demasiado gravosa para las empresas. Aunque la propuesta contaba con algunos apoyos fuertes entre las filas republicanas, la mayoría de los republicanos se habían opuesto a ella por la misma razón. Yo creía que los permisos por motivos familiares serían buenos para la economía. Con ambos padres en el mercado laboral, por elección o por necesidad, era necesario que a los norteamericanos les fuera bien tanto en el trabajo como en el hogar. La gente que está preocupada por sus hijos o por sus padres enfermos es menos productiva que aquélla que ha ido a trabajar sabiendo que ha hecho lo mejor para su familia. Durante mi etapa de presidente, más de treinta y cinco millones de personas se beneficiaron de la Ley de Licencia Médica y Familiar.

En los ocho años siguientes, y después de que abandonara el cargo, esa era la ley que la gente más veces me mencionaba. Muchas de las historias que me contaban eran muy emotivas. Un domingo por la mañana, temprano, cuando regresaba de correr un rato, topé con una familia que estaba visitando la Casa Blanca. Una de las niñas, una adolescente, iba en silla de ruedas y saltaba a la vista que estaba muy enferma. Les saludé y les dije que si aguardaban a que me duchara y me vistiera para ir a misa, les llevaría al Despacho Oval para hacernos una foto. Esperaron y fue una visita muy agradable. Disfruté especialmente conversando con aquella valiente joven. Cuando ya me iba, su padre me agarró por el brazo, hizo que me diera la vuelta y me dijo: «Es probable que mi niñita no se vaya a curar. Las últimas tres semanas que he pasado con ella han sido las más importantes de mi vida. Y no hubiera podido estar con ella si no hubiera sido por la ley de licencia familiar».

A principios de 2001, cuando tomé mi primer puente aéreo de Nueva York a Washington de nuevo como ciudadano particular, una de las azafatas me dijo que sus padres se habían puesto gravemente enfermos a la vez, de cáncer y Alzheimer. Me dijo que no había nadie que los pudiera cuidar en sus últimos días de vida excepto ella y su hermana, y que no hubieran podido hacerlo sin la ley de licencia familiar. «Sabe, los republicanos siempre hablan de los valores de la familia —dijo—, pero creo que la forma como mueran tus padres es una parte importante de los valores de la familia.»

El 11 de febrero, cuando trabajábamos para acabar el plan económico, conseguí por fin cubrir el puesto de fiscal general. Me decidí, después de una o dos salidas nulas, por Janet Reno, la fiscal del condado de Dade, en Florida. Hacía años que conocía y admiraba el trabajo de Janet, especialmente sus innovadores «tribunales de drogas», que daban a los que delinquían por primera vez la oportunidad de evitar la cárcel si aceptaban someterse a un tratamiento de desintoxicación y presentarse regularmente ante el juez. Mi cuñado, Hugh Rodham, había trabajado en un tribunal de drogas de Miami de abogado de la oficina del defensor público. Siguiendo su consejo, asistí a ver dos sesiones de aquellos tribunales yo mismo, en la década de los ochenta, y me quedé sorprendido por el modo inusual pero efectivo en que el fiscal, el abogado defensor y el juez trabajaban juntos para convencer a los acusados de que aquella era su última oportunidad de no ir a la cárcel. El programa tenía mucho éxito y un porcentaje de reincidencia mucho menor que el del sistema penitenciario, además de que resultaba mucho más barato para los contribuyentes. Durante la campaña me había comprometido a apoyar la asignación de fondos federales para financiar la formación en todo el país de tribunales de drogas según el modelo de Miami.

Cuando le llamé, el senador Bob Graham dio a Reno su más ferviente apoyo. También lo hizo Diane Blair, que había ido a Cornell con ella treinta años atrás. Y lo mismo Vince Foster, que era muy bueno juzgando a la gente. Después de entrevistar a Janet, me llamó y me dijo con su ironía habitual: «Creo que ésta podría sobrevivir». Reno era también extraordinariamente popular en su circunscripción, pues tenía reputación de ser una fiscal práctica y dura, pero justa. Había nacido en Florida, medía más o menos un metro ochenta y no se había casado. Servir como cargo público era su vida, y lo había hecho muy bien. Pensé que podría reforzar las a menudo tensas relaciones entre las agencias federales que vigilaban el cumplimiento de la ley y sus homólogas estatales y locales. Me preocupaba un poco que, como yo, no conociera las costumbres de Washington, pero en Miami había acumulado una larga experiencia trabajando con las autoridades federales en casos de inmigración y de narcóticos y creí que aprendería lo suficiente para ejercer su cargo sin problemas.

Durante el fin de semana trabajamos duro para finalizar el plan económico. Paul Begala había venido a trabajar a la Casa Blanca hacía un par de semanas, en buena medida para ayudarme a explicar lo que quería hacer de forma que fuera coherente con mi mensaje electoral de que iba a devolver las oportunidades a la clase media, algo que Paul creía que importaba bastante poco a la mayoría de miembros de nuestro equipo económico. Begala estaba convencido de que debíamos concentrarnos en destacar tres puntos: que la reducción del déficit no era un fin en sí misma, sino solo el medio para alcanzar los que en realidad eran nuestros objetivos —crecimiento económico, más empleos y sueldos más altos—; que nuestro plan representaba un cambio fundamental en la forma en que el gobierno había estado trabajando y pondría fin a la irresponsabilidad y a la injusticia del pasado exigiendo a las grandes empresas y a los demás grupos de intereses especiales que se habían beneficiado de los recortes impositivos y los déficits de la década de los ochenta, que pagaran la parte que les correspondía para arreglar aquel desastre, y que no debíamos pedir a la gente que se «sacrificara» sino que «contribuyera» a la renovación de Estados Unidos, que era una formulación mucho más patriótica y positiva. Begala escribió un memorándum en el que expresaba sus opiniones y proponía un nuevo eslogan: «NO es el déficit, estúpido». Gene Sperling, Bob Reich y George Stephanopoulos estaban de acuerdo con Paul y se alegraban de haber encontrado por fin un poco de ayuda interna para defender sus tesis.

Mientras todo esto sucedía en público, seguíamos teniendo muchas dificultades con algunos de los grandes temas. La mayor, con mucha diferencia, era si introducir la reforma sanitaria junto con el plan económico en la Ley de Reconciliación Presupuestaria. Había un argumento a favor muy convincente: el presupuesto, a diferencia del resto de propuestas de ley, no está sujeto a la posibilidad de obstrucción, una práctica del Senado que permite que, con solo 41 senadores, se pueda acabar con cualquier ley: se debate la propuesta indefinidamente y se impide una y otra vez que se pase a la votación; finalmente, el Senado tiene que abandonar el tema y dedicarse a otra cosa. Puesto que el Senado tenía cuarenta y cuatro republicanos, las probabilidades de que intentaran, al menos, obstruir la reforma de la sanidad eran muy altas.

Hillary e Ira Magaziner querían a toda costa que la sanidad se incluyera en el presupuesto, y los líderes del Congreso estaban dispuestos a ello. Dick Gerphardt le había dicho a Hillary que tenía que hacerlo, porque estaba seguro de que los senadores republicanos tratarían de obstruir el proyecto si se presentaba solo. Mitchell era partidario de esta idea por otro motivo: si la reforma de la sanidad se presentaba como una propuesta de ley independiente, se enviaría al Comité de Finanzas del Senado, cuyo presidente, el senador Pat Moynihan, de Nueva York, se mostraba, por decirlo suavemente, escéptico ante el hecho de que hubiéramos logrado un plan de sanidad aceptable en tan poco tiempo. Moynihan me recomendó que nos dedicáramos primero a la reforma de la asistencia social y que nos pasáramos los siguientes dos años desarrollando nuestra propuesta para la sanidad.

El equipo económico se oponía radicalmente a incluir la sanidad en el presupuesto, y también por buenos motivos. Ira Magaziner y muchos economistas que se dedicaban a la sanidad creían —y estaban en lo cierto, según se demostró— que la mayor competencia entre las empresas de la sanidad, que nuestro plan provocaría, aumentaría significativamente el ahorro sin que tuviéramos que aplicar medidas de control sobre los precios. Sin embargo, la Oficina Presupuestaria del Congreso no iba a aceptar que incorporáramos ese ahorro como partida a nuestro favor en el presupuesto. Así pues, para conseguir ofrecer una cobertura universal, teníamos o bien que incluir una provisión de fondos para financiar los controles de precios del plan, subir los impuestos y bajar el gasto todavía más o fijarnos un objetivo de reducción del déficit menos ambicioso, lo que podría afectar de forma negativa a nuestra estrategia para reducir los tipos de interés.

Decidí retrasar la decisión hasta haber expuesto los detalles del plan económico al pueblo norteamericano y al Congreso. No mucho más tarde, alguien la tomó por mí. El 11 de marzo, el senador Robert Byrd, el senador demócrata más veterano y la máxima autoridad sobre el reglamento del Congreso, nos dijo que no haría una excepción a la «Regla de Byrd» con la sanidad. Esa regla prohibía que se introdujeran en la ley de reconciliación presupuestaria conceptos no genéricos. Habíamos reclutado a cuantas personas se nos ocurrieron para convencer a Byrd de lo contrario, pero estaba seguro de que la reforma de la sanidad no se podía considerar parte del proceso presupuestario básico. Ahora, si los republicanos decidían adoptar una postura obstruccionista, nuestro plan de sanidad estaría condenado al fracaso desde el principio.

La segunda semana de febrero decidimos dar un impulso a la cuestión de la sanidad y completar el resto del plan. Yo me había metido muy a fondo en los detalles del presupuesto y estaba decidido a tener en cuenta el impacto humano que tenían nuestras decisiones. La mayor parte de la gente de nuestro equipo quería reducir la ayuda a las granjas y a otros programas rurales que no creían justificados. Alice Rivlin insistió mucho en obtener estos recortes y afirmó que entonces podría decir que había terminado con la asistencia social para los granjeros «tal como la conocíamos». Con ello usaba contra mí una de mis mejores frases durante la campaña, mi compromiso de «acabar con la asistencia social tal como la conocemos». Recordé a la mayor parte de mis economistas, que eran gente de ciudad, que los granjeros son buena gente que ha escogido un trabajo duro en un entorno incierto y que, aunque tuviéramos que hacer algunos recortes en sus programas, «no debemos disfrutar con ello». Puesto que no podíamos reestructurar por completo el programa agrícola, reducir los subsidios que recibían los granjeros de otros países ni eliminar todas las barreras que se ponían a nuestras exportaciones alimentarias, acabamos reduciendo modestamente los subsidios establecidos. Pero no disfruté con ello.

Otra cosa que debíamos considerar al proponer recortes era, por supuesto, si tenían alguna posibilidad de prosperar. Por ejemplo, alguien dijo que podíamos ahorrarnos mucho dinero eliminando todos los llamados proyectos de las manifestaciones en las autopistas, que eran conceptos específicos de gasto que los miembros del Congreso obtenían para sus distritos o estados. Cuando surgió esa propuesta, mi nuevo hombre de contacto con el Congreso, Howard Paster, sacudió incrédulo la cabeza. Paster había trabajado tanto en la Cámara de Representantes como en el Senado para grupos de presión republicanos y demócratas. Era un neoyorquino de modales bruscos y francos, así que restalló: «¿Cuántos votos tiene el mercado de obligaciones?». Por supuesto, sabía que teníamos que convencer el mercado de obligaciones de que nuestro plan de reducción del déficit era creíble, pero quería que recordáramos que primero tenía que ser aprobado y que la mejor manera de conseguirlo no era buscándonos problemas con los miembros del Congreso.

Algunas de las propuestas que consideramos eran tan absurdas que resultaban cómicas. Cuando alguien dijo que impusiéramos tasas a los servicios de guardacostas, le pregunté de qué forma podríamos hacerlo. Me explicaron que a menudo se llama a los guardacostas para que rescaten barcos en apuros, muchas veces debido a la negligencia de sus tripulantes. Me reí y dije: «Así que cuando nos abarloemos o tiremos una cuerda desde un helicóptero, antes de ir al rescate preguntaremos: "¿Visa? ¿MasterCard?"». Al final descartamos esa idea, pero de todos modos logramos incluir más de 150 recortes presupuestarios.

Decidir sobre los aumentos de impuestos no era más sencillo que establecer los recortes. Lo más difícil para mí fue el impuesto sobre la energía. Ya era suficientemente malo que me retractara de mi compromiso de reducir los impuestos a la clase media, pero encima ahora me decían que tendría que subirlos, tanto si quería alcanzar los ciento cuarenta mil millones de reducción del déficit en el quinto año como si pretendía cambiar la forma de pensar del mercado de obligaciones. A la clase media la habían engañado en los ochenta y a Bush le había hecho trizas un aumento en el precio de la gasolina. Si proponía el impuesto sobre la energía, conseguiría, de golpe, convertir de nuevo a los republicanos en el partido antiimpuestos. Además, principalmente satisfaría la avaricia de los prósperos individuos que fijaban los tipos de interés y que apretarían un poco más las tuercas a la clase media, en este caso unos nueve dólares al mes en costes directos, que ascenderían a diecisiete si se les sumaban los costes indirectos, pues al subir la energía también subiría el precio de algunos productos. Lloyd Bentsen dijo que a él nunca le había perjudicado votar a favor de un impuesto sobre la energía y que los problemas que acarreó a Bush haber firmado el incremento del impuesto sobre la gasolina, en 1990, se debieron a su compromiso de «lean mis labios» y al hecho de que los más militantes en contra de los impuestos eran los republicanos de toda la vida. Gore presionó de nuevo a favor de ese impuesto y afirmó que favorecería el ahorro de energía y la independencia.

Al final cedí, pero hice algunos cambios en las propuestas de impuestos del Departamento del Tesoro que esperaba que redujeran la carga impositiva del estadounidense medio. Insistí en que incluyéramos en el presupuesto los veintiséis mil ochocientos millones que costaba en total mi promesa electoral de aumentar a más del doble las rebajas fiscales del impuesto sobre la renta a millones de familias trabajadoras con ingresos de treinta mil dólares anuales o menos. Se trataba de la llamada Rebaja Fiscal sobre el Impuesto de la Renta y por primera vez añadí otra rebaja más modesta para más de cuatro millones de norteamericanos pobres que no tenían personas dependientes a su cargo. Esta propuesta aseguraba que, incluso a pesar del impuesto sobre la energía, las familias trabajadoras con ingresos de treinta mil dólares o menos todavía notarían un considerable recorte en sus impuestos. Durante la campaña electoral había dicho en prácticamente todas las paradas que «Nadie con hijos que trabaje a tiempo completo debería vivir en la pobreza». En 1993 había mucha gente en esa situación. Después de que dobláramos las rebajas fiscales, más de cuatro millones de personas salieron de la pobreza y pasaron a engrosar las filas de la clase media, durante mi presidencia.

Mientras intentábamos cerrar el trato, Laura Tyson dijo que creía que debía decirnos que no había ninguna diferencia económica significativa entre una reducción a cinco años de ciento cuarenta mil millones de dólares y otra de ciento veinte mil o ciento veinticinco mil millones. Lo más probable era que, de todas formas, el Congreso redujera la cifra que yo le propusiera, fuera cual fuera. Laura afirmaba que si contribuía a quitarnos de encima un problema político o si simplemente considerábamos que era una línea de acción mejor, podíamos ahorrarnos muchos dolores de cabeza si reducíamos la cifra a ciento treinta y cinco mil millones o incluso a un poco menos. Reich, Sperling, Blinder, Begala y Stephanopoulos estaban de acuerdo con ella. Los otros seguían abogando por una cifra mayor. Bentsen dijo que podríamos ahorrarnos tres mil millones si eliminábamos del presupuesto el coste de la reforma de la asistencia social. Le dije que adelante. Después de todo, todavía no habíamos desarrollado nuestra propuesta y esa cifra era solo una estimación. Sabíamos que tendríamos que gastar más en formación, cuidado infantil y transporte para ayudar a la gente pobre a pasar de la asistencia social al trabajo, pero si lográbamos que suficiente gente realizara esa transición y dejara de cobrar sus cheques del estado, el coste neto de la operación sería menor, no mayor. Más aún, yo creía que podríamos aprobar la reforma de la asistencia social por separado, contando con el apoyo de los dos partidos.

Más tarde, Lloyd Bentsen añadió un toque final al plan y eliminó el límite máximo de 135.000 dólares para el impuesto sobre el salario del 1,45 por ciento que financiaba a Medicare. Fue necesario para asegurarnos de que nuestras cifras sobre la previsión de la solvencia de Medicare cuadraran, pero exigía más de los norteamericanos más pudientes, pues ya habíamos propuesto elevar su límite máximo al 39,6 por ciento; además, casi sin ninguna duda, ellos jamás le costarían al programa Medicare tanto como lo que ahora pagaban para financiarlo. Cuando le pregunté a Bentsen, se limitó a sonreír y dijo que sabía lo que estaba haciendo; confiaba en que él y los demás norteamericanos con ingresos elevados que abonarían el impuesto suplementario, lo recuperarían con creces gracias al boom del mercado de valores que nuestro programa económico desencadenaría.

El lunes 15 de febrero, pronuncié mi primer discurso televisado desde el Despacho Oval, un resumen de diez minutos del programa económico que presentaría dos días más tarde en una sesión conjunta del Congreso. Aunque la economía parecía estar en fase de recuperación, estadísticamente hablando, aún no se producía creación de empleo y, además, arrastraba el lastre de la deuda, que se había cuadruplicado en los últimos doce años. Dado que todos los déficits eran fruto de las rebajas fiscales para los más ricos, los altísimos costes sanitarios y los aumentos en el gasto militar, se invertía menos en «las cosas que nos hacen más fuertes, más inteligentes, ricos y seguros», como la educación, la infancia, el transporte y el cumplimiento de la ley local. Al paso que íbamos, nuestro nivel de vida, que generalmente doblaba cada veinticinco años, no volvería a hacerlo hasta dentro de otros cien años. Para revertir la tendencia, haría falta un cambio radical en nuestras prioridades nacionales; una combinación de incrementos fiscales y recortes de gastos para reducir el déficit e invertir más en nuestro futuro. Dije que mi esperanza había sido conseguirlo sin pedir más sacrificios a la clase media norteamericana, pues ya había hecho suficientes y se la había tratado injustamente durante los doce años anteriores, pero el déficit había crecido más allá de las estimaciones iniciales en las que había basado mis propuestas presupuestarias durante la campaña. Ahora, «más norteamericanos deben contribuir hoy para que a todos los norteamericanos les vaya mejor mañana». Sin embargo, a diferencia de lo que había sucedido durante los ochenta, la mayoría de los nuevos impuestos recaerían en los ciudadanos más acomodados; «por primera vez en más de una década, estamos todos juntos en esto». Además de la reducción del déficit, mi plan económico daría incentivos a las empresas que crearan empleos; estímulos a corto plazo para crear 500.000 puestos de trabajo inmediatos; inversiones en educación y formación, con programas especiales para ayudar a los trabajadores desplazados del sector de la industria militar; la reforma de la asistencia social y el gran aumento de la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta; los programas educativos Head Start y vacunas para todos los niños que las precisaran, y la iniciativa del servicio nacional, para que los jóvenes pudieran ganar dinero para la universidad, a cambio de trabajar para sus comunidades. Reconocí que poner en práctica estas propuestas no sería fácil ni rápido, pero cuando estuvieran en marcha, «restaurarían la vitalidad del sueño americano».

El miércoles por la noche me dirigí al Congreso; expliqué la estrategia a la que respondía el plan y detallé las medidas concretas. Había cuatro directrices principales: desviar una cantidad superior de gasto público y privado del consumo a la inversión con el fin de crear más empleos; honrar el trabajo y la familia; presentar un presupuesto basado en estimaciones conservadoras, y no en las irreales cifras «de color de rosa» que se habían utilizado en el pasado, y financiar los cambios con recortes reales en el gasto, y con impuestos justos.

Para crear más empleo, propuse una permanente rebaja fiscal a la inversión para las pequeñas y medianas empresas, que daban empleo a un 40 por ciento de la población activa pero que eran la fuente de la mayoría de nuevos puestos de trabajo; también propuse la creación de bancos comunitarios y de zonas de desarrollo, dos de mis promesas electorales, que estaban diseñadas para atraer nuevos préstamos e inversiones a las áreas deprimidas. Solicité también más financiación para construir carreteras, puentes, transporte público, sistemas de información de alta tecnología, y centros de limpieza medioambiental para incrementar la productividad y el empleo.

En el tema de la educación, recomendé aumentar las inversiones y los estándares para las escuelas públicas, así como incentivos para animar a más estudiantes a ir a la universidad, donde incluí mi propuesta del servicio nacional. Felicité al Congreso por haber aprobado la Ley de Licencia Familiar y pedí que siguiéramos por ese camino con los programas de responsabilidad paterna. Respecto a la criminalidad, pedí que aprobaran la ley Brady, y los campamentos de entrenamiento al estilo militar para delincuentes juveniles no reincidentes que hubieran cometido un delito no violento, así como mi propuesta de destinar 100.000 agentes más a patrullar las calles.

A continuación pedí al Congreso que me ayudara a modificar el funcionamiento del gobierno, promulgando la reforma del sistema de financiación electoral y las condiciones de registro para los grupos de presión y eliminando la desgravación fiscal para los gastos de éstos. Me comprometí a reducir la plantilla federal en 100.000 personas y a recortar los gastos de administración, con lo que se generaría un ahorro de nueve mil millones de dólares. Pedí al Congreso que me ayudara a ralentizar el ritmo galopante del aumento de los costes sanitarios y dije que podíamos seguir adelante con nuestra moderada reducción del gasto militar, pero que nuestras responsabilidades como única superpotencia mundial nos obligaban a invertir lo suficiente para que nuestro ejército siguiera siendo el mejor entrenado y el más equipado del mundo.

Dejé los impuestos para el final. Indiqué que debíamos aumentar el porcentaje impositivo de las rentas más elevadas de un 31 a un 36 por ciento para salarios superiores a 180.000 dólares y con un 10 por ciento suplementario si superaban los 250.000 dólares; recomendé aumentar el porcentaje impositivo del impuesto de sociedades de 34 a 36 por ciento, para beneficios superiores a 10 millones de dólares; poner fin al subsidio fiscal que hacía que fuera más rentable para una compañía cerrar las puertas de sus instalaciones en Estados Unidos y trasladarse al extranjero que reinvertir en su país; hacer pagar más impuestos a los que recibían subsidios más altos de la Seguridad Social y promulgar el impuesto sobre la energía. El tipo impositivo de la renta solo aumentaría para el 1,2 por ciento de los ciudadanos con ingresos más altos; el incremento de la Seguridad Social se aplicaría a un 13 por ciento de receptores y el impuesto sobre la energía costaría unos 17 dólares mensuales a gente con ingresos superiores a 40.000 dólares anuales. Para las familias con unos ingresos de 30.000 dólares o menos, la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta compensaría sobradamente el coste del impuesto sobre la energía. Los impuestos y el presupuesto previsto nos permitirían reducir el déficit alrededor de 500.000 millones de dólares en cinco años, según las estimaciones económicas de entonces.

Al finalizar el discurso, me esforcé por transmitir lo más claramente posible la magnitud del problema del déficit y señalé que si la tendencia actual se mantenía, en una década el déficit anual aumentaría al menos hasta 635.000 millones de dólares anuales, respecto a los 290.000 millones de dólares de ese año, y que los intereses de nuestra deuda acumulada se convertirían en el concepto más elevado de nuestro presupuesto, por lo que se llevarían más de veinte centavos de cada dólar recaudado. Para demostrar que iba en serio acerca de la reducción del déficit, invité a Alan Greenspan a sentarse con Hillary en la tribuna de la primera dama en la galería del Congreso. Para demostrar que también iba en serio al respecto, Greenspan asistió, superando su comprensible reticencia a efectuar lo que podría entenderse como una aparición de signo político.

Después del discurso, que en general fue bien recibido, todos los comentaristas destacaron que había abandonado mi rebaja fiscal para la clase media. Y era cierto, pero muchas de las demás promesas se cumplían en el plan económico propuesto. Durante los siguientes días, Al Gore, los miembros del gabinete y yo viajamos incansablemente por todo el país para convencer a la gente. Alan Greenspan alabó nuestro plan económico. Y también Paul Tsongas, que dijo que el Clinton que había hablado frente al Congreso no era el Clinton contra el que se había presentado, lo cual, por supuesto, era precisamente lo que preocupaba a mis asesores políticos y a algunos demócratas del Congreso.

Había suficientes propuestas polémicas e importantes en mi discurso como para que el Congreso se mantuviera ocupado durante el resto del año, por no mencionar las otras propuestas de ley que ya estaban, o que pronto lo estarían, en el calendario del Congreso. Sabía que habría muchos altibajos antes de que pudiera aprobarse el programa económico, y que no podría pasarme todo el tiempo defendiéndolo e impulsándolo. Los problemas en el exterior y en la nación no me lo permitieron.

En el país, febrero terminó con violencia. El día 26, una bomba explotó en el World Trade Center de Manhattan, con un balance total de seis víctimas y más de mil heridos. La investigación descubrió rápidamente que era obra de terroristas de Oriente Próximo, que no habían sabido borrar sus huellas. Los primeros arrestos se llevaron a cabo el 4 de marzo; al final, en un tribunal federal de Nueva York, se declaró culpables a seis de los implicados y se les condenó a 240 años de prisión a cada uno. La eficacia de nuestra labor para que se cumpliera la ley me complació, pero también me preocupó la evidente vulnerabilidad de nuestra sociedad frente al terror. Mi equipo de seguridad nacional empezó a prestar más atención a las redes terroristas y a las medidas que podíamos tomar para proteger al país y a las sociedades libres de todo el mundo contra esa amenaza.

El 28 de febrero, cuatro agentes de la Oficina de Alcohol, Tabaco y Armas de Fuego fueron asesinados y otros dieciséis salieron heridos al desencadenarse un enfrentamiento contra un culto religioso, la Secta Davidiana, en su complejo situado a las afueras de Waco, en Texas. Se sospechaba que los davidianos poseían armas ilegales. El líder mesiánico de la secta, David Koresh, creía que era Cristo reencarnado y el único conocedor del secreto de los siete sellos, mencionado en el Apocalipsis. Koresh poseía un control mental casi hipnótico sobre los hombres, mujeres y niños que le seguían, así como un amplio arsenal de armas, que obviamente estaba dispuesto a utilizar, y suficientes provisiones como para atrincherarse durante mucho tiempo. El pulso entre los davidianos y el FBI se alargó durante casi dos meses. En ese tiempo, algunos adultos y niños se fueron, pero la mayoría se quedaron; Koresh prometía entregarse, pero siempre hallaba una excusa para postergarlo.

El domingo por la noche, 18 de abril, Janet Reno vino a la Casa Blanca para decirme que el FBI quería entrar en el complejo, capturar a Koresh y a cualquiera de sus seguidores que hubiera tomado parte en el asesinato de los agentes, o en cualquier otro crimen, y liberar al resto de personas. Janet dijo que le preocupaban los informes del FBI que alertaban de que Koresh abusaba sexualmente de los menores, muchos de ellos preadolescentes, y que quizá planeaba llevar a cabo un suicidio en masa. El FBI también le había advertido que no podían dedicar tantos recursos indefinidamente en un solo emplazamiento. Querían asaltar el complejo al día siguiente; utilizarían vehículos blindados para hacer agujeros en los edificios y luego lanzarían gas lacrimógeno en el interior, una maniobra que según sus cálculos obligaría a todos los miembros de la secta a rendirse en dos horas. Reno tenía que dar la autorización al asalto y antes quería mi aprobación.

Algunos años atrás, cuando era gobernador, tuve que hacer frente a una situación similar. Un grupo radical de extrema derecha se había instalado en un complejo en las montañas del norte de Arkansas. Entre los hombres, mujeres y niños que vivían allí había dos sospechosos de asesinato. La gente dormía en cabañas, y cada una tenía una trampilla que conducía a un refugio subterráneo desde el cual podían disparar a las autoridades que se aproximaran. Y disponían de muchas armas. El FBI también quería asaltar el complejo en aquel caso. En una reunión que convoqué con el FBI, la policía estatal y agentes voluntarios de Missouri y Oklahoma, escuché los argumentos del FBI y luego dije que antes de aprobar ninguna medida de ese tipo, quería que un veterano del Vietnam, alguien que hubiera luchado en la jungla, sobrevolara la zona para inspeccionar la situación, y me diera sus impresiones. El experto veterano volvió y dijo: «Si esa gente sabe disparar, perderá cincuenta hombres en el asalto». Suspendí la operación, bloqueé las salidas del campamento, corté los cupones de alimentación que algunas de las familias recibían, e impedí a todo el que abandonaba el lugar para obtener provisiones que pudiera volver a entrar. Finalmente los habitantes del complejo se rindieron y se pudo detener a los sospechosos sin que hubiera que lamentar ninguna pérdida de vidas humanas.

Cuando Janet me habló del asalto, pensé que debíamos intentar lo que ya había funcionado en Arkansas, antes de aprobar la operación del FBI. Ella argumentó que el FBI estaba cansado de esperar; que aquel pulso costaba al gobierno un millón de dólares a la semana y ocupaba las fuerzas del orden que eran necesarias en otras zonas; que la secta davidiana podía aguantar mucho más que los rebeldes de Arkansas y que las posibilidades de que se estuvieran produciendo abusos sexuales, o se planeara un suicidio en masa eran reales, pues Koresh estaba loco y también muchos de sus seguidores. Al final le dije que si ella opinaba que era lo correcto, tenía luz verde.

Al día siguiente, cuando miraba la CNN en un televisor al lado del Despacho Oval, vi el complejo de Koresh en llamas. El asalto había ido terriblemente mal. Después de que el FBI lanzara gases lacrimógenos dentro de los edificios donde la gente estaba amontonada, los davidianos encendieron un fuego. Empeoró cuando abrieron las ventanas para despejar el gas lacrimógeno, pues también dejaron entrar el viento seco de las llanuras tejanas, que avivó las llamas. Cuando el incendio se apagó, habían muerto más de ochenta personas, incluidos nueve niños. Solo sobrevivieron ocho menores. Yo era consciente de que teníamos que hablar con la prensa y asumir responsabilidades por el desastre. Dee Dee Myers y Bruce Lindsey opinaban lo mismo. Pero en diversas ocasiones durante aquel día, siempre que me decidía a dar un paso adelante para hablar, George Stephanopoulos me suplicaba que esperara, arguyendo que no sabíamos si aún quedaba gente con vida o si, en el caso de que Koresh estuviera vivo, podría oír mis palabras, reaccionar violentamente y matar a los sobrevivientes. Janet Reno apareció frente a las cámaras, explicó lo sucedido y asumió toda la responsabilidad por el ataque. En tanto que era la primera mujer en el cargo del fiscal general pensaba que era importante no pasar la patata caliente a nadie. Cuando finalmente hablé con la prensa de Waco, Reno recibía elogios por su declaración y a mí me criticaban por dejar que ella cargara con las culpas.

Por segunda vez en menos de veinticuatro horas, había aceptado consejos que iban en contra de mis instintos. No le reprochaba nada a George. Era joven y prudente, y me había dado su opinión honesta, aunque equivocada. Pero me sentía furioso conmigo mismo, primero por aceptar que se ordenara el asalto a sabiendas de que podía terminar mal, y luego por demorar el reconocimiento público de mi responsabilidad al respecto. Una de las decisiones más importantes que debe tomar un presidente es cuándo aceptar el consejo de la gente que trabaja para él, y cuándo rechazarlo. Nadie puede tener siempre razón, pero es mucho más fácil vivir con las decisiones equivocadas en las que creías en el momento de tomarlas, que con aquellas que los asesores bendecían pero que tus instintos rechazaban. Después de Waco, decidí que me dejaría guiar por mis instintos.

Quizá una razón por la que no confiaba lo suficiente en mis instintos era que la administración recibía muchas críticas en Washington, y a mí me cuestionaban a cada paso. Después de una extraordinaria aparición inicial en Capitol Hill, a Hillary le reprochaban las sesiones cerradas que celebraba con su equipo de trabajo sobre la reforma sanitaria. Puesto que estaban consultando a cientos de personas, nada de lo que hacían era secreto, sencillamente trataban de moverse con celeridad en diversos temas inmensamente complejos, para cumplir con mi objetivo, extremadamente ambicioso, de presentar una propuesta de reforma sanitaria al Congreso a los cien días de iniciar el mandato. El equipo de trabajo oyó el testimonio de más de 1.100 grupos, se entrevistó con más de 200 miembros del Congreso y celebró reuniones públicas por todo el país. Su fama de secretismo era una exageración. Al final, el sistema de grupos de trabajo no funcionó demasiado bien y se finiquitó. Además, de todos modos, tampoco pudimos cumplir con la fecha límite de los cien días.

Por si todo esto fuera poco, también rechazaron mi paquete de medidas a corto plazo, diseñado para crear 500.000 empleos nuevos inyectando dinero rápidamente a las ciudades y estados para proyectos de infraestructuras. La economía aún crecía lentamente, necesitaba ese impulso; además, los reducidos gastos que comportaba el paquete de medidas, y que solo se desembolsaban una vez y no representaban ningún coste para los ejercicios sucesivos, no habrían empeorado nuestro déficit. El Congreso aprobó la propuesta de ley rápidamente, y el Senado también estaba a favor, pero Bob Dole contaba con más de cuarenta senadores republicanos dispuestos a obstruir la propuesta. Después de la votación, deberíamos de haber tratado de negociar un paquete de medidas más reducido con Dole, o haber aceptado una propuesta de compromiso menos ambiciosa, como la que ofrecieron los senadores John Breaux y David Boren, dos demócratas conservadores. El senador Robert Byrd, que se encargaba de impulsar la propuesta, insistió en que si no cedíamos podríamos romper el voto obstruccionista. Pero no pudimos, y finalmente aceptamos la derrota el 21 de abril, dos días después de lo de Waco.

En mi primer mandato, los republicanos utilizaron el recurso del voto obstruccionista hasta un extremo sin precedentes; prescindían de la voluntad de la mayoría del Congreso y estaban convencidos o deseaban demostrar que yo era incapaz de gobernar. Solo durante mis primeros cien días, el senador George Mitchell tuvo que organizar doce votaciones para romper las maniobras obstruccionistas.

El 19 de marzo sufrimos un golpe personal, de los que te hacen ver la política desde otra perspectiva, cuando el padre de Hillary sufrió un derrame. Hillary corrió a su lado, al hospital St. Vincent de Little Rock, con Chelsea y mi cuñado, Tony. El doctor Drew Kumpuris, el médico de Hugh y viejo amigo nuestro, le dijo a Hillary que su padre había sufrido graves daños cerebrales y que se encontraba en un coma profundo del que, con toda probabilidad, jamás se recuperaría. Yo llegué dos días más tarde. Hillary, Chelsea, Dorothy, y sus hijos Hugh y Tony, se habían turnado para hablar, e incluso cantarle a Hugh, que tenía aspecto de estar apaciblemente dormido. No sabíamos cuánto tiempo resistiría, y yo solo podía quedarme un día. Dejé a Hillary en las buenas manos de su familia, los Thomason, Carolyn Huber, que conocía a Hugh desde sus días como administradora en la mansión del gobernador, y Lisa Caputo, la secretaria de prensa de Hillary y una de las favoritas de Hugh, porque como él, procedía del este de Pennsylvania, cerca de su pueblo natal de Scranton.

Al domingo siguiente volé a casa de nuevo por un par de días. Quería estar con mi familia, aunque no había nada que hacer, excepto esperar. El doctor nos dijo que esencialmente Hugh presentaba un cuadro de muerte cerebral. Durante el fin de semana, la familia decidió desconectar la máquina de respiración asistida; todos nosotros rezamos y nos despedimos, pero Hugh decidió que no había llegado todavía el momento de irse. Su viejo y fuerte corazón siguió latiendo. Aunque yo había podido atender la gran mayoría de mis deberes desde Arkansas, tenía que volver a Washington el martes. Me dolía tener que irme, sabiendo que sería la última vez que vería a mi suegro. Quería mucho a Hugh Rodham, con su aspereza sin manías y su inquebrantable lealtad hacia su familia. Me sentía agradecido porque me hubiera aceptado en su redil, veinticinco años atrás, cuando yo era un joven desaliñado sin un centavo, y encima demócrata. Echaría de menos nuestras partidas de pinacle, nuestras conversaciones sobre política o, sencillamente, saber que estaba ahí.

El 4 de abril, Hugh seguía aferrándose a la vida pero Hillary también tenía que volver a Washington, para acompañar a Chelsea al regreso a la escuela después de las vacaciones de primavera y para volver al trabajo. Había prometido dar un discurso el 6 de abril en la Universidad de Texas, en Austin, para Liz Carpenter, que había sido la secretaria de prensa de Lady Bird. Liz le suplicó que no lo cancelara, así que ella decidió ir. En un momento en que estaba destrozada por el dolor, buscó en el fondo de su alma y dijo que, a la entrada del nuevo milenio, «necesitamos una nueva política del sentido. Necesitamos un espíritu nuevo de responsabilidad individual y de amor al prójimo. Necesitamos una nueva definición de la sociedad civil, que responda a las cuestiones aún por resolver, planteadas tanto por las fuerzas del mercado como por los poderes gubernamentales, sobre cómo llegar a tener una sociedad que nos llene de nuevo y que nos haga sentir que formamos parte de algo más grande que nosotros mismos». Hillary se había inspirado para elaborar este argumento al leer un artículo escrito por Lee Atwater poco antes de que muriera de cáncer, a los cuarenta años. Atwater era conocido y temido por sus despiadados ataques contra los demócratas, cuando trabajaba para el presidente Reagan y el presidente Bush. Cuando se enfrentó a la muerte, descubrió que una vida dedicada únicamente a acumular poder, riqueza y prestigio dejaba mucho que desear, y esperaba que con sus palabras finales pudiera impulsarnos a un propósito más alto. En Austin, el 6 de abril, soportando su propio dolor, Hillary trató de definir cuál es ese propósito. Me gustó mucho lo que dijo ese día, y me sentí muy orgulloso de ella.

Al día siguiente, Hugh Rodham murió. Celebramos una misa fúnebre por su alma en Little Rock y luego le trasladamos a Scranton, para el funeral en la iglesia metodista de Court Street. Pronuncié el panegírico del hombre que había apartado sus convicciones republicanas para trabajar para mí en 1974, y que, durante toda una vida de aprendizaje basado en su experiencia personal, había abandonado todos los prejuicios con los que había crecido. Dejó atrás su racismo cuando trabajó con un hombre negro en Chicago. Dejó atrás su homofobia cuando entabló amistad con sus vecinos gays, un doctor y un enfermero de Little Rock, que le cuidaron mucho. Había crecido en un estado especialmente volcado en el fútbol americano, en el este de Pennsylvania, donde las estrellas católicas iban al Notre Dame y las protestantes, como él, iban a Penn State. Esa división era fruto de un prejuicio contra los católicos que también formó parte de la educación de Hugh. También eso lo dejó atrás. A todos nos pareció muy adecuado que sus últimos días los pasara en el hospital St. Vincent, donde las monjas católicas le cuidaron con amor y dedicación.

Treinta y dos

La mayor parte de los titulares de periódicos durante mis primeros meses de mandato mencionaban, entre otras cosas, el esfuerzo que había hecho por definir, defender y lograr que se aprobara mi plan de medidas económicas, la entrada de los gays en el ejército y la labor acerca de la reforma sanitaria que Hillary había emprendido. Sin embargo, la política exterior siempre formó parte de mi rutina cotidiana y era una de mis constantes preocupaciones. La impresión generalizada entre los observadores de Washington era que a mí no me interesaba demasiado la política exterior y que quería dedicarle el menor tiempo posible. Es cierto que durante mi campaña buena parte de mi mensaje trató sobre temas de política interior, pues así lo exigían nuestros problemas económicos. Pero como he repetido hasta la saciedad, la creciente interdependencia global estaba erosionando la división entre la política interior y la exterior. Y el «nuevo orden mundial» que el presidente Bush había proclamado después de la caída del Muro de Berlín estaba plagado de caos y de importantes incógnitas por resolver.

Tiempo atrás, mi asesor nacional de seguridad, Tony Lake, había declarado que el éxito en la política exterior a menudo consiste en prevenir o en desactivar incidentes antes de que se conviertan en problemas graves y salgan a la luz pública. «Si realmente hacemos bien nuestro trabajo –dijo–, el público quizá jamás se entere, porque los perros no ladrarán».

Cuando tomé posesión del cargo, teníamos una perrera llena de ruidosos mastines, con Bosnia y Rusia a la cabeza, aullando a todo volumen, y algunos más, entre ellos Somalia, Haiti, Corea del Norte, y la política comercial de Japón, gruñendo en segundo plano.

El desmembramiento de la Unión Soviética y el colapso del comunismo entre las naciones del Pacto de Varsovia aumentaron las expectativas de que Europa pudiera llegar a unirse democrática y pacíficamente por primera vez en la historia. Todo dependía de cuatro grandes cuestiones: ¿habría reunificación entre la Alemania oriental y la occidental? ¿Se convertiría Rusia en una nación verdaderamente democrática, estable y no imperialista? ¿Qué sucedería en Yugoslavia, un caldo de cultivo de provincias de diversas etnias, antaño unidas bajo la férrea voluntad del mariscal Tito? ¿Llegarían a integrarse Rusia y los demás países ex comunistas en la Unión Europea y la OTAN, con Estados Unidos y Canadá?

Cuando llegué a ser presidente, Alemania ya se había reunificado, gracias a la gran visión de futuro del canciller Helmut Kohl y al firme apoyo del presidente Bush, que superaron las dudas del resto de países europeos acerca del poder económico y político de una recuperada Alemania. Las otras tres cuestiones todavía estaban por resolver, y yo sabía que una de mis responsabilidades más importantes como presidente era asegurarme de que recibieran una respuesta adecuada.

Durante la campaña electoral, tanto el presidente Bush como yo nos habíamos pronunciado a favor de enviar ayudas a Rusia. Al principio, yo me mostré más firme que él, pero después de cierta presión por parte del presidente Nixon, Bush anunció que el G7, el grupo de las siete naciones más industrializadas del mundo –Estados Unidos, Alemania, Francia, Italia, el Reino Unido, Canadá y Japón– aportaría 24.000 millones para apoyar la democracia y la reforma económica en Rusia. Cuando Yeltsin viajó a Washington, en junio de 1992, como presidente ruso, estaba agradecido y se mostraba abiertamente a favor de la reelección de Bush. Como he dicho antes, Yeltsin aceptó mantener una reunión de cortesía conmigo en la Blair House el 18 de junio, gracias a la amistad entre el ministro de Asuntos Exteriores ruso, Andrei Kozyrev y Toby Gati, uno de mis asesores en política exterior. No me preocupaba que Yeltsin apoyara a Bush; solo quería que supiera que si yo ganaba, le apoyaría a él.

En noviembre, un par de días después de las elecciones, Yeltsin me llamó para felicitarme y me animó a visitar Moscú tan pronto como me fuera posible, para reafirmar el apoyo norteamericano hacia sus reformas, frente a la creciente oposición que despertaban en su país. Yeltsin tenía un problema candente entre manos. Había sido elegido presidente en junio de 1991, cuando Rusia aún formaba parte de la tambaleante Unión Soviética. En agosto, unos conspiradores que habían organizado un golpe de estado pusieron bajo arresto domiciliario, en su residencia de verano en el mar Negro, al presidente soviético Mijail Gorbachov. Los ciudadanos rusos se lanzaron a las calles de Moscú para protestar. La hora de la verdad llegó cuando Yeltsin, que solo llevaba dos meses en el cargo, subió a un tanque frente a la Casa Blanca rusa, el edificio del parlamento que los golpistas tenían bajo asedio, e instó al pueblo ruso a defender la democracia que tanto les había costado conseguir. De hecho, estaba diciendo a los reaccionarios: «Pueden robar nuestra libertad, pero tendrán que hacerlo por encima de mi cadáver». El heroico llamamiento galvanizó el apoyo nacional e internacional y el golpe de estado fracasó. Hacia diciembre, la Unión Soviética ya se había disuelto en estados independientes y Rusia ocupó el asiento soviético en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas.

Pero los problemas de Yeltsin no habían acabado. Los elementos reaccionarios, resentidos por haber perdido el poder, se opusieron a su determinación de retirar las tropas soviéticas de las naciones bálticas de Estonia, Lituania y Letonia. El desastre ecónómico se avecinaba. A medida que la corrupción de la economía soviética sucumbía a las reformas que llevarían el país a una economía de mercado, la inflación se disparó y se malvendieron bienes que eran propiedad del estado a una nueva clase de empresarios multimillonarios llamados «oligarcas», que hacían que los capitalistas sin escrúpulos de finales del siglo XIX en Estados Unidos parecieran predicadores puritanos. Las redes del crimen organizado también se instalaron en el país aprovechando el vacío creado por el colapso del estado soviético, y extendieron sus tentáculos por todo el mundo. Yeltsin había destruido el viejo sistema, pero aún no había tenido tiempo de construir uno nuevo. Tampoco había desarrollado una buena relación de trabajo con la Duma, el parlamento ruso, en parte porque era un hombre reacio por naturaleza al compromiso, y en parte porque la Duma estaba llena de gente que ansiaba volver al viejo orden, o crear uno nuevo pero igualmente opresivo y basado en el ultranacionalismo.

Yeltsin estaba rodeado de tiburones, y yo quería ayudarle. Bob Strauss me animaba a hacerlo. El presidente Bush había enviado a Bob a Moscú como embajador norteamericano, a pesar de que era un ferviente demócrata y ex presidente del Comité Demócrata Nacional. Strauss dijo que yo podría trabajar con Yeltsin y ofrecerle buenos consejos políticos, y me instó a hacer ambas cosas.

Yo me inclinaba por aceptar la invitación de Yeltsin para viajar a Rusia pero Tony Lake dijo que Moscú no debía ser mi primer viaje al extranjero, y el resto de mi equipo convino en que le restaría protagonismo a nuestro programa de política interior. Sus argumentos eran sólidos pero Estados Unidos se había jugado mucho para que Rusia saliera adelante, y desde luego no queríamos que terminara bajo el control de los radicales, ya fueran comunistas o ultranacionalistas. Boris solucionó el dilema proponiendo que acordáramos encontrarnos en un tercer país.

Por esa época, convencí a mi viejo amigo y compañero de habitación de Oxford, Strobe Talbott, de que dejara la revista Time y viniera a trabajar conmigo en el Departamento de Estado, para colaborar en el diseño de nuestra política con la antigua Unión Soviética. Strobe y yo llevábamos casi veinticinco años hablando de la historia y la política de Rusia. Desde que tradujo y editó las memorias de Jruschov, Strobe conocía y le importaba más Rusia y el pueblo ruso que nadie que yo conociera. Tras su apariencia impecablemente profesional, se ocultaban una mente aguda y analítica y una gran imaginación; yo confiaba en su buen juicio, su franqueza y su absoluta disposición a contarme la pura verdad. No existía ningún cargo en el Departamento de Estado que cumpliera las funciones que yo quería encomendarle a Strobe, de modo que creamos uno, con la bendición de Warren Christopher y la colaboración de Dick Holbrooke, un banquero inversionista y un veterano en política exterior, que nos había asesorado durante la campaña y que se convirtió en una de las figuras más destacadas de mi administración.

Finalmente, el nuevo puesto de Strobe tuvo por título: embajador honorífico y asesor especial del secretario de Estado para los nuevos estados independientes de la ex Unión Soviética. Más tarde se convirtió en adjunto al secretario de Estado. No creo que hubiera ni cinco personas capaces de repetir el nombre del cargo de Strobe de un tirón, pero todos sabíamos de qué se ocupaba: era nuestro hombre en Rusia.

Durante ocho años, estuvo a mi lado en todas las reuniones que mantuve con el presidente Yeltsin y con Vladimir Putin, y en dieciocho entrevistas en las que vi únicamente al presidente. Puesto que Strobe hablaba ruso y tomaba abundantes notas, su colaboración conmigo y sus propias relaciones con los rusos garantizaban una precisión y una exactitud en nuestra labor que se demostró inestimable. Strobe narra la odisea de los ocho años que compartimos en su crónica The Russia Hand, un libro extraordinario, no solo por sus aportaciones, sino también por el relato literal de las pintorescas conversaciones que mantuve con Yeltsin. A diferencia de muchos otros libros sobre este tema, las citas no son reconstrucciones; son, para bien o para mal, lo que realmente dijimos. La principal tesis de Strobe es que me convertí en mi propio «hombre en Rusia», pues aunque no era un experto en el país, sabía «una cosa esencial en los dos temas que habían constituido la piedra de toque de la Guerra Fría: la democracia frente a la dictadura en el plano nacional y la cooperación frente a la competencia en el plano exterior», Yeltsin y yo estábamos «en principio, en el mismo bando».

Durante el período de transición, hablé mucho con Strobe acerca de la deteriorada situación en Rusia y lo importante que era evitar el desastre. Durante el fin de semana del Renacimiento, Strobe y su esposa, Brooke, que se había volcado en la campaña junto a Hillary y estaba a punto de convertirse en la responsable del programa de becas de la Casa Blanca, corrieron conmigo en la playa Hilton Head. Yo quería hablar de Rusia, pero la cabeza de nuestro grupo, el corredor de vallas olímpico Edwin Moses, iba tan rápido que no podía seguirle y hablar al mismo tiempo. Nos encontramos con Hillary, que daba su paseo matutino, y así los tres tuvimos una excusa para ralentizar la marcha y charlar.

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