Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 7)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Berlusconi era, en muchos aspectos, el primer político italiano de la era de la televisión: carismático, con una fuerte voluntad y decidido a implantar su propio estilo de disciplina y de dirección en la vida política italiana, conocida por su inestabilidad. Sus detractores le acusaban de tratar de imponer un orden neofascista en Italia, una acusación que él rechazaba enérgicamente. Me tranquilizaron las garantías de Berlusconi de que estaba comprometido a preservar la democracia y los derechos humanos, a mantener la histórica relación entre Italia y Estados Unidos y a cumplir las responsabilidades de Italia en la OTAN en lo relativo a Bosnia.
El 3 de junio, pronuncié un discurso en el cementerio norteamericano de Nettuno, en un tiempo escenario de una desgarradora contienda y ahora repleto de pinos y cipreses. Fila tras fila, las lápidas de mármol mostraban los nombres de los 7.862 soldados que yacían allí. Los nombres de otros 3.000 soldados norteamericanos cuyos cuerpos jamás se recuperaron están inscritos en una capilla cercana. Todos murieron demasiado jóvenes, por la liberación de Italia. Este fue el teatro de operaciones en el que participó mi padre.
Al día siguiente fuimos a Inglaterra, a la base de las fuerzas aéreas de Mildenhall, cerca de Cambridge, donde visitamos otro cementerio norteamericano, éste con los nombres de 3.812 pilotos, soldados y marinos que estaban destacados allí, y otro Muro de los Ausentes con más de 5.000 nombres, entre ellos dos que jamás volvieron de sus vuelos por encima del canal: Joe Kennedy Jr., el mayor de los hijos de Kennedy, que todo el mundo pensaba que se convertiría en el político de la familia; y Glenn Miller, el director de orquestra de las bigbands, cuya música causó furor durante la década de los cuarenta. En el acto, la banda de las fuerzas aéreas tocó la canción más característica de Miller, «Moonlight Serenade».
Después de una reunión con John Major en Chequers, la residencia de campo, del siglo XV, del primer ministro británico, Hillary y yo asistimos a una colosal cena en Portsmouth, donde me sentaron junto a la reina. Me cautivaron su gracia, su inteligencia y la agudeza que desplegaba cuando comentaba temas de interés público, mientras me tanteaba para obtener información y descubrir mis puntos de vista, sin aventurarse demasiado a expresar sus opiniones políticas, algo prohibido para el jefe de estado británico. Me dio la impresión de que, de no haber sido por las circunstancias de su nacimiento, su majestad quizá se hubiera convertido en un político o en un diplomático de éxito. En su caso, tenía que ser ambas cosas sin parecer ninguna de ellas.
Después de la cena, la familia real nos invitó a su yate, el HMS Britannia, donde tuvimos el placer de pasar un rato con la reina madre, que a sus noventa y tres años estaba llena de vitalidad y era encantadora, con unos ojos luminosos y penetrantes. A la mañana siguiente, el día antes del día D, asistimos todos a la misa militar, la ceremonia religiosa en recuerdo de las «fuerzas entregadas» a la batalla. La princesa Diana, que estaba separada pero no divorciada del príncipe Carlos, también asistió. Después de saludarnos a Hillary y a mí, se fue hacia la multitud para estrechar la mano de sus conciudadanos, que estaban obviamente muy contentos de verla. Durante el poco tiempo que pasé con Carlos y Diana, ambos me gustaron mucho y deseé que la vida les hubiera tratado de un modo distinto.
Cuando la misa terminó, subimos a bordo del Britannia para almorzar; zarpamos para cruzar el canal de la Mancha, rodeados de una enorme flota de barcos. Después de navegar durante un rato, nos despedimos de la familia real y subimos a bordo de un pequeño barco tripulado por los SEAL, que nos llevó hasta el portaaviones George Washington, en el que hicimos el resto del viaje. Hillary y yo disfrutamos de la cena acompañados de algunos de los seis mil marineros y marines que formaban la tripulación del barco, y yo me dediqué a pulir mis discursos.
El día D, hablé en Pointe du Hoc, en la playa de Utah, y en el cementerio norteamericano de Collevillesur-Mer. Cada uno de estos lugares estaba lleno de veteranos de la Segunda Guerra Mundial.
También di un paseo por la playa de Utah con tres veteranos, uno de los cuales había ganado una Medalla de Honor por su heroísmo en ese día aciago, cincuenta años atrás. Era la primera vez que regresaba a aquel lugar. Me dijo que estábamos caminando casi en el sitio exacto en el que él había desembarcado en 1944. Luego señaló más allá de la playa y me dijo que su hermano había caído unos metros más lejos. Dijo: «Es curioso como es la vida, ¿no? Yo gané la Medalla de Honor y mi hermano murió en combate». «¿Aún le echa de menos, verdad?», le pregunté. Jamás olvidaré su respuesta: «Cada día de mi vida, durante cincuenta años».
En la ceremonia me presentó Joe Dawson, de Corpus Christi, Texas, que cuando era un joven capitán fue el primer oficial en alcanzar con éxito la cima de los imponentes acantilados de Normandía bajo un implacable fuego alemán. Casi 9.400 norteamericanos murieron en Normandía, entre ellos treinta y tres pares de hermanos, un padre y su hijo y once hombres de la pequeña población de Bedford, Virginia. Reconocí que los que habían sobrevivido y regresado al escenario de su triunfo «quizá caminaban con menos empuje y eran cada vez menos. Pero cuando eran jóvenes, estos hombres salvaron al mundo».
Al día siguiente fui a París para reunirme con el alcalde Jacques Chirac, pronunciar un discurso frente a la Asamblea Nacional Francesa en el Palais Bourbon y asistir a una cena organizada por el presidente Francois Mitterrand en el palacio del Elíseo. Al término de la misma, hacia medianoche, me sorprendí cuando Mitterrand me preguntó si a Hillary y a mí nos gustaría ver el «Nuevo Louvre», la magnífica creación de un arquitecto norteamericano de origen chino, I. M. Pei. Mitterrand tenía unos setenta años y no gozaba de buena salud, pero tenía muchas ganas de mostrarnos la más reciente obra maestra de Francia.
Cuando Francois, la embajadora norteamericana Pamela Harriman, Hillary y yo llegamos al emplazamiento del edificio, descubrimos que nuestro guía durante la visita sería precisamente el propio Pei. Durante al menos hora y media, admiramos la magnífica pirámide de vidrio, los antiguos edificios restaurados y adaptados y las ruinas romanas excavadas. Mitterrand demostró su energía mientras complementaba las explicaciones de Pei para asegurarse de que no nos perdíamos detalle.
El último día del viaje fue personal, un regreso a Oxford para recibir un título honorífico. Fue uno de aquellos días perfectos de la primavera inglesa. El sol brillaba, soplaba la brisa y los árboles, las glicinias y las flores estaban exuberantes. Hice algunos breves comentarios sobre la conmemoración del día D; luego dije: «La historia no siempre nos concede grandes cruzadas como aquella, pero nos da oportunidades». Teníamos muchas, tanto en Estados Unidos como en el mundo: restaurar el crecimiento económico, extender la democracia a más países, poner fin a la destrucción del medio ambiente, construir una nueva seguridad en Europa y detener la «proliferación de armas nucleares y del terrorismo». Hillary y yo pasamos una semana inolvidable, pero ya era hora de volver a esas «oportunidades».
El día después de mi regreso, el Comité de Recursos Humanos y de Trabajo del senador Kennedy devolvió la propuesta de ley de reforma sanitaria. Era la primera vez que una legislación que contemplaba la cobertura sanitaria universal había sobrevivido a un comité del Congreso. Un republicano, Jim Jeffords, de Vermont, había votado a favor. Jeffords me animó a seguir tratando de convencer a los republicanos. Dijo que con un par de enmiendas más que no desvirtuaran la ley, podríamos conseguir algunos votos más.
Nuestra dicha duró poco. Dos días más tarde, Bob Dole, pese a sus anteriores palabras acerca de que llegaríamos a un acuerdo sobre aquella cuestión, anunció que bloquearía cualquier legislación sanitaria que se propusiera y que haría de mi programa uno de los ejes de las elecciones al Congreso de noviembre. Unos días más tarde, Newt Gingrich afirmó que la estrategia republicana era que se impidiera la aprobación de la reforma sanitaria, votando en contra de las enmiendas que la mejoraran. Cumplió su palabra. El 30 de junio el Comité de Medios y Arbitrios devolvió la propuesta de la cobertura universal sin un solo voto republicano a favor.
Los líderes republicanos habían recibido un memorándum de William Kristol, ex jefe de gabinete del vicepresidente Dan Quayle, en el que les exhortaba a impedir por todos los medios que se aprobara la reforma sanitaria. Kristol decía que los republicanos no podían permitírselo: un éxito en la sanidad representaría una «grave amenaza política para el Partido Republicano», mientras que su fracaso sería «un duro revés para el presidente».
A finales de mayo, durante la pausa del Día de los Caídos, los líderes republicanos del Congreso decidieron adoptar la postura de Kristol. A mí no me sorprendió que Gingrich siguiera la línea dura marcada por Kristol; su objetivo era hacerse con el control de la Cámara y empujar al país hacia la derecha. Por el contrario, a Dole le interesaba de veras la sanidad y sabía que necesitábamos una reforma en el sistema. Pero se presentaba candidato a la presidencia. Todo lo que tenía que hacer para hundirnos era conseguir cuarenta y un compañeros de partido para una maniobra obstruccionista.
El 21 de junio, envié al Congreso una reforma de la asistencia social redactada por Donna Shalala, Bruce Reed y los principales miembros de su equipo político para hacer de la asistencia «una segunda oportunidad, no un modo de vida». La ley era fruto de meses de consultas con todos los grupos de interés afectados, desde gobernadores hasta personas que dependían de las ayudas. La legislación requería que la gente que estuviera capacitada para ello volviera a trabajar después de dos años de subsidio; durante este tiempo el gobierno le proporcionaría educación y formación. Si no había empleos disponibles en el sector privado, al receptor del subsidio se le pediría que aceptara uno en la administración.
Se incluían algunas medidas para garantizar que la situación económica de los receptores del subsidio no se viera perjudicada al incorporarse a la población activa, entre ellas más fondos para ayudas a la infancia y cobertura sanitaria y de alimentos permanente durante un período de transición, proporcionadas por Medicaid y el programa de cupones de alimentos. Estos cambios, además de la gran rebaja fiscal sobre el impuesto de la renta para trabajadores con salarios reducidos, que se había aprobado en 1993, serían más que suficientes para hacer que incluso los empleos con menor sueldo fueran más atractivos que la asistencia social. Por supuesto, si lográbamos que se aprobase la reforma sanitaria, los trabajadores con menores sueldos disfrutarían de una cobertura sanitaria permanente, y no temporal, y la reforma de la asistencia social tendría todavía más éxito.
También propuse poner fin al perverso incentivo del sistema vigente, según el cual las madres adolescentes recibían más ayuda si vivían solas que si se quedaban con sus padres y seguían estudiando. E insté al Congreso a que endureciera las medidas que garantizaban la plena responsabilidad de los padres en el cuidado de sus hijos, para obligar a los progenitores que no vivieran en el hogar a pagar una parte más alta de la astronómica cantidad de treinta y cuatro mil millones de dólares de atención infantil y guarderías, cifra fijada por sentencias judiciales que aún no se había pagado. La secretaria Shalala ya había concedido a diversos estados «exenciones» respecto a algunas legislaciones federales existentes para llevar a cabo algunas de estas reformas, y se obtenían resultados: los subsidios de asistencia social se reducían notablemente.
Junio fue un mes importante para los asuntos internacionales. Endurecí las sanciones económicas contra Haití. Hillary y yo celebramos una Cena de Estado para el emperador y la emperatriz de Japón, dos personas muy amables e inteligentes, que repartían buena voluntad en nombre de su país allá dónde iban. Me reuní con el rey Hussein de Jordania, y también vi a los presidentes de Hungría, Eslovaquia y Chile. Sin embargo, la cuestión más importante en política exterior era Corea del Norte.
Como he dicho antes, Corea del Norte puso fin a las inspecciones de la ALEA, que trataba de asegurarse de que las barras de combustible usadas no se transformaran en plutonio para armas nucleares. En marzo, cuando las inspecciones se detuvieron, yo me comprometí a impulsar sanciones de Naciones Unidas contra Corea del Norte y me negué a descartar una intervención militar. La cosa empeoró después de eso. En mayo, Corea del Norte empezó a descargar combustible de un reactor de forma que los inspectores no podían supervisar adecuadamente su funcionamiento ni determinar qué uso se haría del combustible usado.
El presidente Carter me llamó el 1º. de junio y me dijo que le gustaría ir a Corea del Norte para tratar de resolver el problema. Envié al embajador Bob Gallucci, que estaba llevando aquel tema, hasta Plains, Georgia, para que informara a Carter de la gravedad de las violaciones de Corea del Norte. Aun así insistió en ir; después de consultarlo con Al Gore y mi equipo de seguridad nacional, decidí que valía la pena intentarlo.
Hacía unas tres semanas había recibido una estimación de las terribles pérdidas que ambos bandos sufrirían si estallaba un conflicto, y me había hecho reflexionar muy seriamente. Yo me encontraba en Europa durante el día D, de modo que Al Gore llamó a Carter y le dijo que yo no tenía objeciones sobre su viaje a Corea del Norte, siempre que el presidente Kim Il Sung comprendiera que yo no aceptaría una suspensión de las sanciones a menos que Corea del Norte dejara trabajar a los inspectores, aceptara congelar su programa nuclear y se comprometiera a una nueva ronda de negociaciones con Estados Unidos para sentar las bases de un futuro no nuclear.
El 16 de junio, el presidente Carter llamó desde Pyongyang y luego realizó una entrevista en directo para la CNN en la que afirmó que Kim no expulsaría a los inspectores de sus complejos nucleares siempre que se hicieran esfuerzos de buena fe para resolver las diferencias existentes acerca de las inspecciones internacionales. A continuación Carter dijo que gracias a este «paso tan positivo», nuestra administración debía suavizar las sanciones económicas y empezar a negociar al más alto nivel con Corea del Norte. Yo respondí que si Corea del Norte estaba dispuesta a congelar su programa nuclear, retomaríamos las conversaciones, pero que no tenía la seguridad que Corea del Norte hubiera aceptado eso.
Basándome en la experiencia, no confiaba demasiado en Corea del Norte, así que decidí dejar que las sanciones económicas actuaran como una amenaza permanente hasta que recibiéramos confirmación oficial del cambio en su política. En una semana la obtuvimos, recibí una carta del presidente Kim en la que confirmaba lo que le había dicho a Carter y aceptaba nuestras condiciones previas para entablar negociaciones. Agradecí al presidente Carter sus esfuerzos y anuncié que Corea del Norte había aceptado todas nuestras condiciones, y que Corea del Norte y del Sur habían aceptado plantear una posible reunión entre sus presidentes. A cambio, dije que Estados Unidos estaba dispuesto a empezar a negociar con Corea del Norte en Ginebra el mes siguiente y que durante la ronda de negociaciones se suspenderían las sanciones.
A finales de junio, anuncié algunos cambios en el equipo; esperaba que nos permitieran enfrentarnos mejor a nuestro amplio programa legislativo y a las elecciones, para las que apenas faltaban unos meses. Unas semanas antes, Mack McLarty me había dicho que pensaba que había llegado el momento de que cambiara de empleo. Había soportado muchos golpes por lo de la Oficina de Viajes y había tenido que leer incontables reportajes periodísticos que criticaban nuestro proceso de toma de decisiones. Mack propuso que nombrara jefe de gabinete a Leon Panetta, porque conocía bien el Congreso y a la prensa y sabría llevar el timón con firmeza. Cuando se hizo público lo de Mack, hubo otros que también se pronunciaron a favor de Leon para el puesto. Mack dijo que le gustaría intentar tender puentes entre los republicanos moderados y los demócratas conservadores en el Congreso y supervisar nuestros preparativos para la Cumbre de las Américas, que se celebraría en Miami, en diciembre.
En mi opinión Mack hizo un trabajo mucho mejor de lo que la gente le reconoció, pues gestionó la Casa Blanca con menos personal y más carga de trabajo de la que nunca hasta entonces había tenido, y desempeñó un papel clave en nuestras victorias del plan económico y del TLCAN. Como Bob Rubin solía decir a menudo, Mack había creado un ambiente universitario en la Casa Blanca y el gabinete que muchas de las anteriores administraciones jamás consiguieron. Este entorno nos había ayudado a conseguir mucho, tanto en el Congreso como en las agencias gubernamentales. Ese clima también propiciaba el tipo de debate libre y abierto que tantas críticas generó sobre nuestro proceso de toma de decisiones, pero que, dado lo complejo y novedoso de muchos de nuestros retos, también nos ayudó a decidir mejor.
Además, dudaba que pudiéramos hacer demasiado, aparte de reducir las filtraciones, para evitar la cobertura informativa negativa que recibíamos. El profesor Thomas Patterson, una autoridad en el papel de los medios de comunicación en las elecciones, acababa de publicar un importante libro, Out of Order, que me ayudó a comprender mejor lo que sucedía, y a no tomármelo tan personalmente. La tesis de Patterson era que la cobertura periodística de las campañas presidenciales, progresivamente, ha ido adquiriendo tintes más negativos durante los últimos veinte años aproximadamente, a medida que la prensa se ha visto como un «mediador» entre los candidatos y el público, con la responsabilidad de decir a los votantes la forma en que deben ver a los candidatos y lo que hay de malo en ellos. En 1992, Bush, Perot y yo recibimos los tres más cobertura informativa negativa que positiva, en conjunto.
En el epílogo de la edición de 1994, Patterson afirmaba que, después de las elecciones de 1992, por primera vez los medios de comunicación trasladaron el enfoque negativo de campaña a su cobertura del trabajo del gobierno. Ahora, decía, la cobertura de prensa que reciba un presidente «depende menos de su gestión real durante el mandato que del sesgo cínico de los medios de comunicación. La prensa casi siempre magnifica lo malo y subestima lo positivo». Por ejemplo, el Centro para Medios de Comunicación y Asuntos Públicos, un organismo imparcial, dijo que la cobertura informativa respecto a mi gestión de los temas de política interior había sido negativa en un 60 por ciento y que se había centrado sobre todo en promesas electorales incumplidas.
Sin embargo, Patterson también señalaba que yo había cumplido «docenas» de compromisos electorales y que era un presidente que «debería haber tenido la reputación de que cumplía con sus promesas», en parte porque me había impuesto en el Congreso en 88 disputadas votaciones, una marca solo superada por Eisenhower en 1953 y por Johnson en 1965. Patterson concluía diciendo que la cobertura informativa de signo negativo no solo provocó la caída de mi índice de popularidad, sino también la del apoyo del público hacia mis programas, entre ellos la reforma sanitaria, y así «se impuso una pesada carga en la presidencia de Clinton y en los intereses de la nación».
En verano de 1994, el libro de Thomas Patterson me ayudó a comprender que quizá no había nada que yo pudiera hacer para cambiar el comportamiento de la prensa y los medios de comunicación. Si eso era cierto, tenía que aprender a llevarlo mejor. Mack McLarty jamás había querido ser jefe de gabinete, sin embargo Leon Panetta estaba dispuesto a enfrentarse a aquel reto. Ya se había ganado una muy buena reputación en la Oficina de Gestión y Presupuestos que sería dificil superar, pues nuestros dos presupuestos eran los primeros que el Congreso había aprobado cumpliendo los plazos establecidos en diecisiete años, y además garantizaban tres años seguidos de reducción del déficit por primera vez desde que Truman fue presidente. Por si fuera poco, presentaban la primera reducción en gasto interior discrecional de la administración en veinticinco años, y a la vez garantizaban el aumento de la inversiones en educación, programas de Head Start, formación laboral y nuevas tecnologías. Quizá, en tanto que jefe de gabinete, Leon Panetta podría comunicar con más claridad qué habíamos logrado y qué seguiríamos logrando para América. Le designé para el cargo y nombré a Mack asesor presidencial, encomendándole las tareas que él me había indicado.
Treinta y nueve
En junio se produjo la primera acción real por parte de Robert Fiske. Decidió realizar una investigación independiente sobre la muerte de Vince Foster, dado que se habían planteado muchas preguntas al respecto tanto en los medios de comunicación como entre los republicanos del Congreso. Me tranquilizó que Fiske se dedicara a aclararlo. La máquina del escándalo trataba de exprimir sangre de una piedra, y quizá esto ayudaría a hacerlos callar y llevaría a la familia de Vince un poco de alivio.
Algunas de las acusaciones y de las payasadas que tuvieron lugar esos días habrían tenido gracia, si no fuera por la tragedia que lo envolvía todo. Uno de los miembros más escandalosos y mojigatos de la panda que sostenía que «Foster fue asesinado» era el congresista republicano Dan Burton, de Indiana. En un intento por demostrar que Vince no podía haberse suicidado, Burton fue a su patio y disparó su revólver contra una sandía. Era de locos. Jamás pude entender qué trataba de demostrar.
Fiske se entrevistó con Hillary y conmigo. Fue una sesión directa y profesional, después de la cual tuve la seguridad de que sería minucioso, y creí que cerraría la investigación al cabo de un tiempo razonable. El 30 de junio emitió sus conclusiones preliminares sobre la muerte de Vince, así como las relacionadas con las conversaciones entre Bernie Nussbaum y Rogert Altman, criticadas a bombo y platillo. Fiske dijo que la muerte de Vince había sido un suicidio y que no había hallado ninguna prueba de que estuviera en absoluto relacionado con Whitewater. También declaró que en su opinión Nussbaum y Altman se habían comportado de modo correcto.
A partir de ese momento, Fiske fue objeto del menosprecio de los republicanos conservadores y de sus aliados de los medios de comunicación. El Wall Street journal ya había empujado a la prensa a ser más agresiva en sus noticias y reportajes críticos contra Hillary y contra mí, sin importar lo mucho que más tarde «los hechos les superaran». Algunos comentaristas conservadores y miembros del Congreso empezaron a exigir la dimisión de Fiske. El senador Lauch Faircloth, de Carolina del Norte, fue uno de los más vehementes, atizado por un nuevo miembro de su equipo, David Bossie, que había participado con Floyd Brown en Ciudadanos Unidos, el grupo conservador de extrema derecha que ya había difundido rumores falsos sobre mí.
El mismo día que Fiske hizo público su informe, terminé de remachar otro clavo en mi propio ataúd; firmé la nueva ley del fiscal independiente. La ley admitía que Fiske volviera a ser nombrado, pero la «División Especial» del tribunal del circuito de Washington de la Corte de Apelaciones también podía retirarlo del caso y designar a otro fiscal que empezara el proceso desde cero. Según los estatutos, a los jueces de la División Especial los seleccionaría el presidente del tribunal Rehnquist, que había sido un activista republicano extremadamente conservador antes de llegar a la Corte Suprema.
Yo quería asegurarme de que se incorporara a Fiske en el nuevo esquema de funcionamiento, pero mi nueva responsable de asuntos legislativos, Pat Griffin, dijo que a algunos demócratas les parecería que causaba mala impresión si lo hacíamos. Lloyd Cutler dijo que no había de qué preocuparse, porque Fiske era claramente independiente y no había modo de que lo reemplazaran. Le dijo a Hillary que si sucedía, «se comería su sombrero».
A principios de julio, volví a Europa para asistir a la cumbre del G7 en Nápoles. De camino hacia allí, me detuve en Riga, Letonia, para reunirme con los líderes de las repúblicas bálticas y celebrar la retirada de las tropas rusas de territorio lituano y letonio, un paso que habíamos contribuido a acelerar cuando proporcionamos un gran número de cupones de alojamiento para los oficiales rusos que querían volver a casa. Aún quedaban tropas rusas en Estonia, y el presidente Lennart Meri, un cineasta que siempre se había opuesto a la dominación rusa en su país, estaba decidido a que se fueran lo antes posible. Después de la reunión hubo una emocionante celebración en la Plaza de la Libertad de Riga, donde más de cuarenta mil personas agitaron banderas en señal de gratitud por el firme apoyo de Estados Unidos a su recién reencontrada libertad.
La siguiente parada era Varsovia, para reunirme con el presidente, Lech Walesa y hacer hincapié en mi compromiso de hacer de Polonia un miembro de la OTAN. Walesa se había convertido en un héroe y en la elección natural como presidente de la Polonia libre, pues había liderado la revuelta de los obreros de los astilleros de Gdansk contra el comunismo hacía más de una década. Desconfiaba mucho de Rusia, y quería que Polonia entrara en la OTAN lo antes posible. También quería atraer más inversiones norteamericanas en Polonia y afirmaba que el futuro de su país necesitaba más generales norteamericanos, «empezando con el General Motors y el General Electric».
Esa noche Walesa ofreció una cena a la que invitó a los líderes de todo el espectro político. Escuché fascinado un apasionado debate entre la señora Walesa, una vivaz madre de ocho hijos, y un líder legislativo que además cultivaba patatas. Ella despotricaba contra el comunismo, mientras que él argumentaba que los agricultores habían vivido mejor bajo el comunismo. Pensé que iban a llegar a las manos. Traté de ayudar recordando al legislador que, incluso durante el comunismo, las granjas polacas estaban en manos privadas; todo lo que habían hecho los comunistas polacos era comprar los alimentos y venderlos en Ucrania y en Rusia. Me dio la razón en ese punto, pero dijo que él siempre había encontrado mercado y un buen precio para sus cosechas. Le dije que él jamás había estado en un sistema completamente comunista como el de Rusia, donde las propias granjas estaban colectivizadas. Luego le expliqué cómo era el sistema norteamericano y de qué forma todos los sistemas de libre mercado que funcionaban bien también habían llegado a algún tipo de marketing cooperativo, y de precios subvencionados. El granjero seguía teniendo sus dudas; la señora Walesa siguió categóricamente convencida de su posición. Si la democracia se basa en el debate libre y sin trabas, sin duda había echado raíces en Polonia.
Mi primer día en la cumbre de Nápoles lo dediqué a Asia. Kim II Sung había muerto el día anterior, justo cuando se reanudaban en Ginebra nuestras negociaciones con Corea del Norte, lo que arrojó ciertas dudas sobre el futuro de nuestros acuerdos. El otro miembro del G7 que tenía gran interés en esta cuestión era Japón; había habido tensiones entre los japoneses y los coreanos durante décadas, mucho antes de la Segunda Guerra Mundial. Si Corea del Norte poseía armas nucleares, Japón se vería sometido a mucha presión y tendría que desarrollar su propio programa de armas nucleares disuasorias, un paso que, dada su propia y dolorosa experiencia, los japoneses no querían dar. El nuevo primer ministro japonés, Tomiichi Murayama, que se había convertido en el primer dirigente socialista japonés, unido en coalición con el Partido Liberal, me garantizó que nuestra solidaridad respecto a Corea del Norte permanecería intacta. Por respeto a la muerte de Kim Il Sung, las negociaciones de Ginebra se suspendieron durante un mes.
Las decisiones más importantes que tomamos en Nápoles consistieron en proporcionar un paquete de ayudas a Ucrania e incluir a Rusia en el área política de las siguientes cumbres. La entrada de Rusia en ese prestigioso círculo representaba un gran impulso para Yeltsin y los demás reformistas que trataban de estrechar lazos con Occidente; también era una garantía de que nuestras futuras reuniones serían más interesantes. Yeltsin siempre era divertido.
Nápoles nos encantó a Chelsea, a Hillary y a mí, y después de las sesiones, nos tomamos un día para visitar Pompeya, ciudad en la que los italianos han hecho una excelente labor de recuperación del pasado, rescatándola de las cenizas del volcán que devoró la urbe en el año 79 d.C. Vimos las pinturas con los colores originales que habían conservado su rica textura, entre ellas lo que podrían ser versiones del siglo 1 de nuestros carteles políticos; vimos también paradas de alimentos al aire libre, que eran tempranas precursoras de los restaurantes de comida rápida. También observamos los restos de varios cuerpos sorprendentemente bien conservados por las cenizas, entre ellos el de un hombre con la mano sobre el rostro de su mujer, obviamente embarazada, con dos niños tendidos a su lado. Era un intenso recordatorio de la frágil y efímera naturaleza de la vida.
El trayecto europeo concluyó en Alemania. Helmut Kohl nos llevó de visita a su pueblo natal, Ludwigshafen, antes de que yo volara a la base Ramstein de las fuerzas aéreas para ver a nuestros soldados, muchos de los cuales pronto abandonarían aquel lugar, ahora que se reducían los efectivos con el final de la Guerra Fría. Los oficiales y soldados de Ramstein, al igual que sus homólogos de la marina que había conocido en Nápoles, solo me hablaron de una cosa: la sanidad. La mayoría de ellos tenían niños y en el ejército disfrutaban de atención sanitaria garantizada. Ahora les preocupaba que, a causa de los recortes en defensa, volverían a un país que ya no podría proporcionar cobertura sanitaria a sus hijos.
Berlín estaba en plena expansión, lleno de grúas constructoras, mientras la ciudad se preparaba para retomar su papel de capital de una Alemania unificada. Hillary y yo salimos del Reichstag con los Kohl y paseamos a lo largo de la línea donde había estado el Muro de Berlín, y a través de la magnífica Puerta de Brandenburgo. El presidente Kennedy y el presidente Reagan habían pronunciado memorables discursos justo frente a la puerta, del lado occidental del muro. Ahora yo estaba en una tribuna en el lado oriental del Berlín unificado, frente a una multitud entusiasta de cincuenta mil alemanes, muchos de ellos jóvenes inquietos por su futuro en un mundo muy distinto del que habían conocido sus padres.
Animé a los alemanes a liderar Europa hacia una mayor unidad. Si lo hacían, prometí en alemán que «Amerika steht an Ihrer Seite jetzt und für immer» (América está a vuestro lado, ahora y siempre). La Puerta de Brandenburgo había sido durante largo tiempo un símbolo de su época, a veces un monumento a la tiranía y una torre de la conquista, pero ahora era lo que sus constructores habían querido que fuera: una puerta de entrada al futuro.
Cuando volví a casa, el trabajo en política exterior continuó. La creciente represión en Haití había provocado nuevas oleadas de inmigrantes venidos en barco y la suspensión de todo el tráfico aéreo comercial. Hacia finales de mes, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas había aprobado la invasión para derrocar a la dictadura, una intervención que parecía cada vez más inevitable.
El 22 de julio, anuncié un gran aumento en los paquetes de ayuda humanitaria urgente para los refugiados de Ruanda, y las fuerzas del ejército norteamericano establecieron una base en Uganda para apoyar los envíos que se hacían, las veinticuatro horas, de suministros de auxilio para el enorme número de refugiados hacinados en los campamentos cerca de la frontera ruandesa. También ordené al ejército que garantizara el suministro de agua potable y que distribuyera toda la que pudiera entre aquellos que corrían más riesgo de contraer el cólera u otras enfermedades. Igualmente, declaré que Estados Unidos entregaría veinte millones de unidades de terapia de rehidratación oral durante los dos siguientes días, para ayudar a frenar el brote de cólera que se estaba produciendo. En una semana, habíamos aportado más de 1.300 toneladas de alimentos, medicinas y otros suministros; generábamos y distribuíamos más de cuatrocientos mil litros de agua potable diarios. El esfuerzo total requeriría unos 4.000 soldados y costaría casi 500 millones de dólares, pero a pesar de la horrible matanza que se había producido, todavía pudimos salvar muchas vidas.
El 25 de ese mismo mes, el rey Hussein y el primer ministro Rabin vinieron a la ciudad para firmar la declaración de Washington, que daba oficialmente por cerrado el estado de beligerancia entre Jordania e Israel y por el que se comprometían a negociar un acuerdo de paz total. Habían mantenido conversaciones en secreto durante algún tiempo, y Warren Christopher había trabajado mucho para facilitar su acercamiento y este acuerdo. Al día siguiente, los dos dirigentes hablaron ante una sesión conjunta del Congreso y, a continuación, los tres ofrecimos una conferencia de prensa para reafirmar nuestro compromiso con un proceso de paz integral en el que participaran todas las partes implicadas en el conflicto de Oriente Próximo.
El acuerdo entre Israel y Jordania era un duro contraste con los recientes ataques terroristas contra un centro judío en Buenos Aires, y otros que tuvieron lugar en Panamá y Londres, de los que se creía que Hezbollah era responsable. Hezbollah recibía armas de Irán y ayuda de Siria para llevar a cabo todas sus operaciones contra Israel desde el sur de Líbano. Puesto que el proceso de paz no podía completarse sin un tratado entre Israel y Siria, las actividades de Hezbollah constituían un serio obstáculo. Llamé al presidente Assad para hablarle del acuerdo entre Israel y Jordania, pedirle que lo apoyara y asegurarle que Israel y Estados Unidos querían seguir manteniendo negociaciones amistosas con su país. Rabin dejó la puerta abierta a unas conversaciones con Siria, pero afirmó que los sirios podían poner un límite, pero no fin, a las actividades de Hezbollah. Hussein reaccionó declarando que no solamente Siria, sino todo el mundo árabe, debía seguir el ejemplo de Jordania y reconciliarse con Israel.
Cerré la conferencia de prensa diciendo que Hussein y Rabin sin duda habían «traído la paz a todo el mundo». Boris Yeltsin acababa de informarme de que 61 y el presidente Meri habían acordado la completa retirada de las tropas rusas de Estonia para el 31 de agosto.
En agosto hace mucho calor en Washington y el Congreso generalmente se toma un descanso. En 1994, el Congreso se quedó hasta casi final de mes para trabajar en las propuestas de sanidad y de la ley contra el crimen. Tanto el Senado como la Cámara habían aprobado revisiones de la ley contra el crimen, que garantizaba el despliegue de 100.000 policías de barrio más, instauraba penas más duras para los reincidentes y aportaba más fondos tanto para la construcción de prisiones como para los programas de prevención que evitaban que los jóvenes se metieran en líos.
Cuando el comité de conferencia se reunió para resolver las diferencias entre las propuestas de ley contra el crimen del Senado y de la Cámara, los demócratas incluyeron la prohibición de las armas de asalto en la ley de compromiso. Como ya he dicho, esa prohibición se había aprobado en la Cámara por separado, por una diferencia de solo dos votos y con la furiosa oposición de la Asociación Nacional del Rifle. La ANR ya había perdido la batalla contra la Ley Brady y, esta vez, estaba decidida a vencer, para que los norteamericanos pudieran conservar su derecho a «poseer y llevar» armas de repetición con grandes cargadores diseñadas con un único propósito: matar al mayor número de personas lo más deprisa posible. Estas armas funcionaban; las víctimas de delitos que reciben disparos procedentes de ellas tienen tres veces más posibilidades de morir que las que reciben disparos de pistolas normales.
La conferencia decidió combinar la prohibición de armas con la ley contra el crimen, porque aunque teníamos una clara mayoría a favor de la prohibición en el Senado, no contábamos con los sesenta votos necesarios para romper la maniobra obstruccionista que a ciencia cierta preparaban los seguidores de la ANR. Los demócratas de la conferencia sabían que resultaría mucho más difícil obstruir toda la ley contra el crimen en lugar de la prohibición contra las armas únicamente. El problema de esta estrategia es que obligaba a los demócratas de la Cámara procedentes de distritos rurales, que estaban a favor de la tenencia de armas, a votar de nuevo para la prohibición de armas de asalto, con lo que nos arriesgábamos a que la propuesta de ley fracasara por completo y poníamos en peligro sus escaños si votaban a favor.
El 11 de agosto, la Cámara rechazó la ley contra el crimen por 225 contra 210 votos, en una votación de procedimiento, con 58 demócratas en contra y solo 11 republicanos a favor. Algunos de los votos negativos demócratas eran progresistas que se oponían a la ampliación de la pena de muerte que contemplaba la ley, pero la mayoría de nuestros desertores votaban con la ANR. Un notable número de republicanos dijeron que querían apoyar la ley, incluida la prohibición de las armas de asalto, pero que creían que representaba un gasto demasiado grande en conjunto, y concretamente en los programas de prevención. Estábamos en apuros para cumplir una de las promesas electorales más importantes de mi campaña, y tenía que hacer algo para cambiar la situación.
Al día siguiente, frente a la Asociación Nacional de Oficiales de Policía de Minneapolis, con el alcalde Rudy Giuliani, de Nueva York, y el alcalde Ed Rendell, de Filadelfia, traté de plantearlo como una elección entre la policía y la gente de un lado, y la ANR del otro. Desde luego todavía no habíamos llegado al punto en que la única forma de mantener a nuestros cargos en el Congreso era dejar que el pueblo norteamericano y los oficiales de policía corrieran mayor peligro.
Tres días más tarde, en una ceremonia en el Jardín de Rosas, aquel tema fue expuesto de forma todavía más cruda por Steve Sposato, un empresario republicano cuya esposa había sido asesinada cuando un demente con un arma de asalto mató a todo el que se le puso por delante en el edificio de oficinas de San Francisco donde ella trabajaba. Sposato, que había traído a su joven hija Megan con él, hizo un conmovedor y convincente alegato a favor de la prohibición de las armas de asalto.
Más tarde, ese mes, la ley contra el crimen volvió a someterse a votación. A diferencia de lo que sucedía con la sanidad, en esta cuestión los dos partidos cooperamos de buena fe y negociamos. Esta vez ganamos, 235 contra 195, mediante la recuperación de 20 votos republicanos, que obtuvimos pactando un sustancial recorte de gastos en la ley. A algunos progresistas demócratas les convencimos de que cambiaran sus votos en razón de la solidez de los programas de prevención incluidos en la ley; otros, procedentes de distritos a favor de las armas, se jugaron su escaño. Cuatro días más tarde, el senador Joe Biden logró que el Senado también votase a favor, por 61 a 38; 6 republicanos aportaron los votos necesarios para romper la maniobra obstruccionista. La legislación contra el crimen tuvo un impacto muy positivo, y contribuyó al descenso constante del índice de criminalidad más importante que jamás se hubiera visto.
Justo antes del voto en la Cámara, el portavoz, Tom Foley, y el líder de la mayoría, Dick Gephardt, habían hecho un intento desesperado para convencerme de que retirara la prohibición de armas de asalto de la ley. Argumentaron que muchos demócratas que representaban a distritos divididos por un estrecho margen ya habían emitido un voto muy dificil a favor del programa económico, y que ya habían desafiado a la ANR una vez con la Ley Brady. Dijeron que si les hacíamos caminar por la cuerda floja otra vez con lo de la prohibición, quizá no se aprobaría la ley íntegramente, y si lo conseguía, muchos demócratas que habían votado por ella no superarían las elecciones de noviembre. Jack Brooks, de Texas, el presidente del Comité Judicial de la Cámara, me dijo lo mismo. Brooks había estado en la Cámara durante más de cuarenta años, y era uno de mis congresistas preferidos. Era el representante de un distrito en el que había muchos miembros de la ANR, y había abanderado los esfuerzos por derrotar la prohibición de armas de asalto cuando ésta se planteó originalmente. Jack estaba convencido de que, si no nos olvidábamos de la prohibición, la ANR echaría a muchos demócratas de sus escaños, aterrorizando a los propietarios de armas.
Me preocupaba lo que Foley, Gephardt y Brooks habían dicho, pero estaba convencido de que podíamos ganar un debate contra la ANR sobre el tema, incluso en su terreno. Dale Bumpers y David Pryor sabían cómo explicárselo a los votantes de Arkansas. El senador Howell Heflin, de Alabama, al que conocía desde hacía casi veinte años, tenía una ingeniosa explicación para justificar su apoyo a la ley contra el crimen. Decía que jamás había votado a favor del contrOl de armas, pero que la ley solo prohibía diecinueve tipos de armas de asalto y él no conocía a nadie que poseyera esas armas. Por otro lado, la ley prohibía expresamente cualquier restricción en la posesión de cientos de otras armas, incluidas «todas con las que estoy familiarizado».
Era un argumento convincente, pero no todos podían salir del paso como Howell Heflin. Foley, Gephardt y Brooks tenían razón y yo estaba equivocado. El precio de una Norteamérica más segura fueron las duras bajas que sufrieron las filas de sus defensores.
Quizá estaba presionando demasiado al Congreso, al país y a la administración. En mi conferencia de prensa del 19 de agosto, un periodista me hizo una pregunta muy perspicaz: «Me preguntaba si ha pensado en que, como presidente al que le ha votado un 43 por ciento de la población, quizá está tratando de hacer muchas cosas, y muy deprisa… abusando de su mandato» al exigir que se aprobaran tantas leyes nuevas con tan poco respaldo por parte de los republicanos. Aunque habíamos logrado mucho, yo también me lo preguntaba, pero no tendría que preguntármelo durante mucho más tiempo.
Mientras ganábamos en la ley contra el crimen, seguíamos perdiendo en la sanidad. A principios de agosto, George Mitchell introdujo un proyecto de ley de compromiso para aumentar el porcentaje de población asegurada, sin autorización del empleador, hasta el 95 por ciento; pero dejaba la puerta abierta a que ascendiera al ciento por ciento, mediante otra propuesta que se haría más adelante, si es que los procedimientos voluntarios establecidos en el actual proyecto no la situaban ya en esa cifra. Anuncié mi apoyo al proyecto de Mitchell al día siguiente, y empezamos a vendérselo a los republicanos moderados, pero no hubo nada que hacer. Dole estaba firmemente decidido a defenestrar cualquier reforma importante; era una buena táctica política por su parte. El día que se aprobó la ley contra el crimen, el Senado entró en un receso de dos semanas sin tomar ninguna decisión respecto a la sanidad. Dole había fracasado en sus esfuerzos por evitar que se aprobara la ley contra el crimen, pero había logrado hacer que la reforma sanitaria no saliera adelante.
La otra gran noticia de agosto tuvo lugar en el mundo paralelo de Whitewater. Después de que firmara la ley del estatuto del fiscal independiente, el presidente del tribunal Rehnquist designó al juez David Sentelle para que encabezara la División Especial, responsable de nombrar a los fiscales independientes según la nueva ley. Sentelle era un ultraconservador, protegido del senador Jesse Helms, que ya había denunciado, indignado, la influencia de los «herejes de izquierdas» que querían que Estados Unidos se convirtiera en un «estado socialmente permisivo, hipersecular, consciente de la raza, materialista, igualitarista y colectivista». El tribunal de tres miembros también contaba con la presencia de otro juez conservador, de modo que Sentelle tenía las manos libres para hacer lo que quisiera.
El 5 de agosto, el tribunal de Sentelle despidió a Robert Fiske y nombró a Kenneth Starr como su sustituto. Este había sido juez de corte de apelación y abogado gubernamental bajo la administración Bush. A diferencia de Fiske, Starr no tenía experiencia como fiscal, pero tenía algo mucho más importante: era mucho más conservador y partidista que Fiske. En un escueto comunicado, el juez Sentelle dijo que reemplazaba a Fiske por Starr para garantizar «la apariencia de independencia», una prueba que Fiske no pudo superar porque estaba «relacionado con la actual administración». Era un argumento absurdo. Fiske era un republicano cuya única relación con la administración era que Janet Reno le había designado para que se encargara de un trabajo que él no había pedido. Si la División Especial le hubiera confirmado en su puesto, se hubiera acabado cualquier tipo de relación.
En su lugar, el tribunal del juez Sentelle nombró a alguien que tenía no la apariencia, sino un obvio y patente conflicto de intereses. Starr había sido un destacado defensor del derecho de Paula Jones a presentar su demanda; había aparecido en televisión para comentarlo y hasta se había ofrecido a redactar un informe de apoyo en su nombre. Cinco ex presidentes del Colegio de Abogados de Estados Unidos criticaron el nombramiento de Starr a causa de su aparente sesgo político. También lo hizo el New York Times, después de que saliera a la luz que el juez Sentelle había comido con el mayor detractor de Fiske, el senador Lauch Faircloth, y con Jesse Helms, apenas dos semanas antes del reemplazo de Fiske por Starr. Los tres dijeron que solo hablaron de sus problemas de próstata.
Por supuesto, Starr no tenía ninguna intención de retirarse a un lado. Su prejuicio en mi contra era la propia razón por la que le habían escogido y por la que aceptó el encargo. Nos hallábamos frente a una estrambótica definición de un fiscal «independiente»: tenía que ser independiente respecto a mí, pero no era ningún problema que estuviera estrechamente relacionado con mis enemigos políticos y mis adversarios legales.
El nombramiento de Starr fue un hecho sin precedentes. En el pasado, se había hecho un esfuerzo para garantizar que los fiscales especiales no fueran solamente independientes, sino también justos y respetuosos con la institución de la presidencia. Leon Jaworski, el fiscal especial del caso Watergate, era un demócrata conservador que había apoyado la reelección del presidente Nixon en 1972. Lawrence Walsh, el fiscal del caso IránContra, era un republicano de Oklahoma que había apoyado al presidente Reagan. Aunque jamás quise que la investigación de Whitewater se asemejara a un «partido en casa», en palabras de Doug Sosnik, pensaba que al menos tenía derecho a jugar en campo neutral. Pero no iba a ser así. Puesto que no había ningún caso Whitewater, la única forma de utilizar la investigación en mi contra era convirtiéndolo en un largo «partido fuera de casa». Robert Fiske era demasiado justo y demasiado rápido para la tarea. Tuvo que desaparecer.
Lloyd Cutler no se comió su sombrero, pero menos de una semana después del nombramiento de Starr él también se fue, una vez cumplió con su compromiso de hacer su cometido en la oficina legal. Le sustituí con Abner Mikva, un ex congresista de Illinois y juez de la corte de apelación con una reputación impecable y una visión muy lúcida de las fuerzas a las que nos enfrentábamos. Lamenté que, después de una carrera tan larga y distinguida, Lloyd tuviera que aprender que la gente que él creía conocer y en quien confiaba estaban jugando según unas reglas distintas.
Cuando el Congreso se disolvió, nos fuimos a Martha's Vineyard de nuevo. Hillary y yo necesitábamos un tiempo de descanso. También Al Gore. Unos días atrás se había desgarrado el tendón de Aquiles jugando a baloncesto. Era una lesión muy dolorosa y requería una larga recuperación; sin embargo, Al volvió más fuerte que antes, pues durante su forzosa inmovilidad se dedicó a hacer pesas. Mientras tanto, con las muletas, viajó por cuarenta estados y cuatro países extranjeros, incluido Egipto, donde negoció un acuerdo sobre el delicado tema del control de la natalidad en la Conferencia sobre Desarrollo Sostenible de El Cairo. También siguió supervisando la iniciativa de Reinvención del Gobierno. Hacia mediados de septiembre, ya habíamos ahorrado 47.000 millones de dólares, suficientes para pagar todo el coste de la ley contra el crimen. Nos lanzamos a una iniciativa conjunta con los fabricantes de automóviles para desarrollar un «coche limpio»; también redujimos la extensión del documento de solicitud de un préstamo de la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa de cien páginas a solo una. Reformamos la Agencia Federal de Gestión de Emergencias de modo que ya no fuera la agencia federal más impopular entre el público, sino la más admirada, gracias a James Lee Witt, y ahorramos más de mil millones de dólares cancelando proyectos de construcción innecesarios, bajo la dirección de Roger Johnson, en la Administración de Servicios Generales. Al Gore hacía mucho, teniendo en cuenta que iba a la pata coja.
Nuestra semana en el Vineyard fue interesante por diversas razones. Vernon organizó una partida de golf con Warren Buffett y Bill Gates, los hombres más ricos de Estados Unidos. Me cayeron bien los dos, aunque me impresionó particularmente que Buffett fuera un demócrata de pro, que creía en los derechos civiles, un sistema impositivo justo y el derecho de la mujer a elegir.
La velada más memorable para mí fue una cena en casa de Bill y Rose Styron, en la que los invitados de honor fueron el espléndido escritor mexicano Carlos Fuentes y mi héroe literario, Gabriel García Márquez. García Márquez era amigo de Fidel Castro, el cual, en un esfuerzo por exportarnos alguno de sus problemas, estaba dejando partir un éxodo en masa de cubanos hacia Estados Unidos que recordaba al secuestro del barco Mariel, que tantos problemas me había causado allá en 1980. Miles de cubanos, con gran riesgo para sus vidas, se habían lanzado al mar en pequeños botes y balsas para cubrir un viaje de ciento cuarenta y cinco kilómetros hasta Florida.
García Márquez se oponía al embargo que Estados Unidos mantenía sobre Cuba y trató de convencerme de que lo levantara. Le dije que no lo haría, pero que apoyaba la Ley de Democracia Cubana, que otorgaba al presidente la autoridad de mejorar las relaciones con Cuba a cambio de un mayor avance hacia la libertad y la democracia. También le pedí que le dijera a Castro que, si el flujo de refugiados cubanos seguía llegando, recibiría una respuesta de Estados Unidos muy distinta de la que había recibido en 1980, del presidente Carter. «Castro ya me ha costado una elección –le dije–. No puede costarme dos.» Le hice llegar el mismo mensaje a través del presidente Salinas, de México, que mantenía una buena relación de cooperación con Castro. Poco después, Estados Unidos y Cuba llegaron a un acuerdo por el cual Castro se comprometía a poner freno al éxodo y nosotros prometíamos aceptar veinte mil cubanos más al año por las vías habituales. Castro respetó fielmente el acuerdo durante el resto de mi mandato. Tiempo después, García Márquez bromeaba diciendo que era el único hombre que era a la vez amigo de Fidel Castro y de Bill Clinton.
Después de hablar de Cuba, García Márquez prodigó casi toda su atención a Chelsea, que le dijo que había leído dos de sus libros. Más tarde él me confió que no había creído posible que una chica de catorce años pudiera comprender sus obras, así que se lanzó a una profunda discusión con ella acerca de Cien años de soledad. Se quedó tan impresionado que más adelante le envió todas sus novelas.
El único trabajo al que me dediqué durante las vacaciones estuvo relacionado con Irlanda. Concedí un visado a Joe Cahill, un hombre de setenta y seis años que era un héroe para los irlandeses republicanos. En 1973, condenaron a Cahill por tráfico de armas en Irlanda, y siguió promoviendo la violencia durante años. Le di el visado porque ahora quería promover la paz entre los norteamericanos que apoyaban al IRA, como parte de un acuerdo según el cual el IRA por fin anunciaría una tregua. Cahill llegó a Estados Unidos el 30 de agosto; al día siguiente, el IRA anunció el cese total de la violencia, con lo que abría un camino para que el Sinn Fein participara en las negociaciones de paz. Fue una victoria para Gerry Adams y para el gobierno irlandés.
Al la vuelta de nuestras vacaciones, nos mudamos a Blair House durante tres semanas, mientras reparaban el sistema de aire acondicionado de la Casa Blanca. También estaba en marcha una gran restauración, iniciada durante la administración Reagan, de la zona exterior, piedra por piedra, pues tenía ya casi doscientos años. Durante todo mi primer mandato, una parte de la Casa Blanca siempre estuvo cubierta de andamios.
Nuestra familia disfrutaba de los momentos que pasábamos en Blair House, y esta prolongada estancia no fue una excepción, aunque provocó que nos perdiéramos un dramático incidente al otro lado de la calle. El 12 de septiembre, un hombre borracho que estaba decepcionado con su vida robó una pequeña avioneta, despegó y se dirigió al centro de Washington y hacia la Casa Blanca. Trataba de matarse chocando contra el edificio, o quizá quería aterrizar espectacularmente en el Jardín Sur, imitando al joven piloto alemán que había descendido sobre la plaza Roja de Moscú unos años atrás. Lamentablemente, su pequeña unidad Cessna tocó tierra demasiado tarde, rebotó por encima del seto y bajo el magnolio gigante que está al oeste de la entrada y luego se incrustó en la amplia base de piedra de la Casa Blanca; murió instantáneamente. Unos años más tarde, otro hombre con problemas psicológicos y armado con una pistola saltó por encima de la valla de la Casa Blanca; los oficiales de la División Uniformada del servicio secreto le hirieron y le detuvieron. La Casa Blanca era un imán para más gente aparte que para políticos ambiciosos.
En septiembre, la crisis en Haití llegó al límite. El general Cédras y sus matones habían intensificado su reino del terror; ejecutaban a niños huérfanos, violaban a mujeres jóvenes, asesinaban a curas, mutilaban a gente y dejaban los cuerpos en medio de las calles para aterrorizar a los demás y destrozaban los rostros de las madres con machetes, en presencia de sus hijos. En aquel momento, ya llevaba dos años tratando de alcanzar una solución pacífica y estaba harto. Hacía más de un año, Cédras había firmado un acuerdo para traspasar el poder, pero cuando llegó el momento de irse, sencillamente se negó.
Era hora de echarlo, pero la opinión pública y la tendencia del Congreso eran contrarias a esa idea. Aunque el caucus negro del Congreso, el senador Tom Harkin y el senador Chris Dodd me apoyaban, los republicanos se oponían firmemente a cualquier acción; la mayoría de demócratas, incluido George Mitchell, pensaban que trataba de arrastrarlos a otro precipicio sin el apoyo de la ciudadanía ni la autorización del Congreso. Incluso había una división interna en la administración. Al Gore, Warren Christopher, Bill Gray, Tony Lake y Sandy Berger estaban a favor. Bill Perry y el Pentágono estaban en contra, pero habían preparado un plan de invasión por si yo daba orden de atacar.
Yo creía que debíamos actuar. Estaban asesinando a gente inocente en nuestras narices, y ya habíamos gastado una pequeña fortuna para atender a los refugiados haitianos. Naciones Unidas apoyó unánimemente la expulsión de Cédras.
El 16 de septiembre, en un intento de última hora de evitar una invasión, envié al presidente Carter, a Colin Powell y a Sam Nunn a Haití para intentar persuadir al general Cédras y a sus seguidores en el ejército y en el parlamento de que aceptaran pacíficamente el regreso de Aristide; Cédras debía dejar el país. Por distintas razones, todos se mostraban en desacuerdo con mi decisión de utilizar la fuerza para devolver el poder a Aristide. Aunque el Centro Carter había supervisado la arrolladora victoria de Aristide en las elecciones, el presidente Carter había desarrollado una relación con Cédras y dudaba del compromiso de Aristide con la democracia. Nunn estaba en contra de la vuelta de Aristide hasta que se celebraran elecciones parlamentarias, porque no confiaba en que Aristide protegiera los derechos de las minorías si no existía una fuerza de compensación establecida en el parlamento. Powell pensaba que solo el ejército y la policía podían gobernar Haiti, y que estos jamás colaborarían con Aristide.
Como los acontecimientos posteriores demostraron, había algo de razón en sus afirmaciones. Haití estaba profundamente dividido, económica y políticamente; no poseía ninguna experiencia democrática previa; no había clase media como tal y tenía una escasa capacidad institucional para gestionar un estado moderno. Aunque Aristide volviera sin complicaciones, quizá no lograría gobernar. Sin embargo, él era el presidente –había salido elegido por mayoría aplastante– y Cédras y su panda estaban matando a gente inocente. Al menos podíamos detener ese estado de cosas.
A pesar de sus reservas, el distinguido trío se comprometió a comunicar fielmente mi política. Querían evitar una entrada norteamericana violenta que pudiera empeorar las cosas. Nunn habló con los miembros del parlamento haitiano; Powell contó a los mandos militares, en términos muy gráficos, qué sucedería si Estados Unidos invadía la isla y Carter se dedicó a Cédras.
Al día siguiente fui al Pentágono para repasar el plan de invasión con el general Shalikashvili y la Junta del Estado Mayor y, por teleconferencia, con el almirante Paul David Miller, el comandante de la operación global, y el teniente general Hugh Shelton, comandante del Decimoctavo Cuerpo Aerotransportado, que encabezaría nuestros soldados en la isla. El plan de invasión requería una operación unificada, en la que estaban implicados todos los cuerpos del ejército. Dos portaaviones se encontraban en aguas haitianas; uno transportaba fuerzas de las Operaciones Especiales, el otro, soldados de la Décima División de Montaña. Los cazas de las fuerzas aéreas estaban dispuestos para garantizar el apoyo aéreo necesario. Los marines tenían la misión de ocupar Cap Haitien, la segunda ciudad más grande del país. Los aviones que transportaban a los paracaidistas de la Octogésimo segunda División Aerotransportada saldrían de Carolina del Norte y ellos saltarían sobre la isla justo al inicio del asalto. Los SEAL entrarían antes para explorar las zonas designadas. Ya habían realizado un asalto de prueba aquella mañana; habían salido del agua y arribado a tierra sin ningún incidente. La mayoría de los soldados y del equipamiento debía entrar en Haiti para la operación llamada «RoRo», por «roll on, roll off». Los soldados y los vehículos avanzarían en lanchas y navíos de desembarco para el viaje hacia Haiti y luego se replegarían en la costa haitiana. Cuando la misión se hubiera cumplido, el proceso se revertiría. Además de las fuerzas norteamericanas, contábamos con el apoyo de otros veinticinco países que se habían sumado a la coalición de Naciones Unidas.
Cuando faltaba poco para la hora de nuestro ataque, el presidente Carter me llamó y rogó que le diera más tiempo para convencer a Cédras de que se fuera. Carter quería evitar a toda costa una invasión militar. Y yo también. Haiti no tenía ninguna capacidad militar; sería como disparar contra una diana inmóvil. Acepté darle tres horas más, pero le dejé claro que el acuerdo al que llegara con el general no podía contemplar ninguna dilación en el traspaso del poder a Aristide. Cédras no podía disponer de más tiempo para asesinar a niños, violar a jóvenes y mutilar a mujeres. Ya nos habíamos gastado doscientos millones de dólares para proporcionar refugio a los haitianos que habían dejado su país. Yo quería que pudieran volver a sus casas.
En PortauPrince, cuando el límite de las tres horas se agotó, una multitud furiosa se congregó frente al edificio donde aún se desarrollaban las negociaciones. Cada vez que yo hablaba con Carter, Cédras proponía un trato distinto, pero todos ellos le daban cierto margen de maniobra para ganar tiempo y postergar el regreso de Aristide. Los rechacé todos. Con el peligro fuera y el plazo para la invasión a punto de cumplirse, Carter, Powell y Nunn siguieron esforzándose por convencer a Cédras, sin éxito. Carter me suplicó más tiempo. Acepté otro plazo; hasta las 5 de la tarde. Los aviones con los paracaidistas debían llegar justo después de que cayera la noche, hacia las seis. Si los tres seguían negociando para ese entonces, correrían un peligro mucho mayor a manos de la multitud.
A las 5.30 seguían allí y la situación era mucho más peligrosa, porque Cédras ya estaba enterado de que la operación había empezado. Había estado vigilando la pista de aterrizaje de Carolina del Norte, cuando nuestros sesenta y un aviones con los paracaidistas despegaron. Llamé al presidente Carter y le dije que él, Colin y Sam tenían que irse inmediatamente. Los tres hicieron un último llamamiento al jefe titular del estado de Haití, el presidente de ochenta y siete años, Emile Jonassaint, que finalmente dijo que elegiría la paz en lugar de la guerra. Cuando todos los miembros del gabinete aceptaron, menos uno, Cédras por fin cedió, menos de una hora antes de que el cielo de PortauPrince se llenara de paracaidistas. En lugar de eso, ordené que los aviones dieran media vuelta y regresaran a casa.
Al día siguiente, el general Shelton lideró a los primeros quince mil hombres de la fuerza multinacional hacia Haití, sin que hubiera que disparar un solo tiro. Shelton era un hombre que llamaba la atención; medía más de metro ochenta, tenía el rostro cincelado y un deje sureño ligeramente arrastrado. Aunque era un par de años mayor que yo, seguía saltando en paracaídas regularmente, junto con sus soldados. Tenía aspecto de ser capaz de deponer a Cédras él solo. Yo había visitado al general Shelton hacía poco tiempo, en Fort Bragg, después de que en un accidente de avión, en la base aérea cercana de Pope, murieran algunos hombres que estaban de servicio. En la pared del despacho de Shelton había fotografías de dos grandes generales confederados de la guerra de la Independencia, Robert E. Lee y Stonewall Jackson. Cuando vi a Shelton por televisión en el momento de saltar a tierra, comenté a un miembro de mi equipo que Estados Unidos había recorrido un largo camino si un hombre que veneraba a Stonewall Jackson podía convertirse en el libertador de Haití.
Cédras prometió cooperar con el general Shelton y abandonar el poder antes del 15 de octubre, tan pronto como la ley de amnistía general exigida por el acuerdo de Naciones Unidas se aprobara. Aunque casi tuve que arrancarlos de Haití, Carter, Powell y Nunn hicieron una valiente labor en circunstancias muy difíciles y potencialmente peligrosas. Una combinación de diplomacia obstinada y de amenaza militar inminente había evitado el derramamiento de sangre. Ahora era Aristide quien tenía que cumplir con su compromiso de «no a la violencia, no a la venganza, sí a la reconciliación». Como tantas otras declaraciones por el estilo, era más fácil decirlo que hacerlo.
Puesto que la restauración de la democracia en Haití se produjo sin incidentes, no produjo el impacto negativo que los demócratas habían temido. Deberíamos haber encarado las elecciones en buena forma: la economía generaba 250.000 puestos de trabajo al mes, la tasa de desempleo había bajado desde un 7 por ciento a menos de un 6 por ciento y el déficit se reducía. Habíamos aprobado importantes medidas legislativas contra el crimen y para la educación, el servicio nacional, el comercio y la baja familiar. Yo progresaba en nuestro programa de política exterior con Rusia, Europa, China, Japón, Oriente Próximo, Irlanda del Norte, Bosnia y Haití. Pero a pesar de esta gestión política y de los resultados obtenidos, teníamos problemas en ese último tramo de las seis semanas previas a las elecciones, por una serie de razones: había mucha gente que aún no notaba la mejora económica y nadie se creía lo de la reducción del déficit. La mayoría de la gente no se enteraba de las victorias legislativas y no sabían, o no les importaban, los progresos en política exterior. Los republicanos, sus medios de comunicación y sus grupos de interés aliados seguían atacándome constante y eficazmente; me describían como un progresista enloquecido que solo quería exprimirles con impuestos y quitarle a la gente sus médicos y sus pistolas. La cobertura periodística era abrumadoramente negativa.
El Centro para Medios de Comunicación y Asuntos Públicos emitió un informe en el que decía que, en mis primeros dieciséis meses, se habían hecho una media de casi cinco comentarios negativos cada noche en los programas de los canales de noticias, muchos más que los que había recibido el presidente Bush en sus primeros dos años. El director del centro, Robert Lichter, dijo que yo tuve «la desgracia de ser presidente en el amanecer de una era que combina el periodismo de perro de presa con las noticias de los tabloides». Había honrosas excepciones, por supuesto. Jacob Weisberg escribió que «Bill Clinton ha sido más fiel a su palabra que cualquier otro jefe del ejecutivo del pasado reciente», pero que «los votantes desconfian de Clinton en parte porque los medios de comunicación les repiten que no confien en é1». Jonathan Alter escribió en Newsweek: «En menos de dos años, Bill Clinton ha logrado más cosas en política interior que John F. Kennedy, Gerald Ford, Jimmy Carter y George Bush juntos. Aunque Richard Nixon y Ronald Reagan a menudo conseguían que se aprobara lo que querían en el Congreso, el Congressional Quarterly dice que Clinton es el presidente con más éxitos legislativos desde Lyndon Johnson. El parámetro para medir los resultados en el plano interior no debería ser la coherencia del proceso, sino hasta qué punto se modifican y se transforman verdaderamente las vidas de las personas. Y según ese parámetro, lo está haciendo bien».
Alter quizá tenía razón, pero de ser así, era un secreto muy bien guardado.
Cuarenta
Las cosas se pusieron todavía peor conforme septiembre se acercaba a su fin. El comisionado para el béisbol, Bud Selig, anunció que no se había podido llegar a un acuerdo y que, debido a la huelga de los jugadores, cancelaba el resto de la temporada y las Series Mundiales, por primera vez desde 1904. Bruce Lindsey, que había mediado en la huelga de las aerolíneas, trató de resolver el enfrentamiento. Yo llegué a invitar a los representantes de los jugadores y de los propietarios a la Casa Blanca, pero no hubo forma de alcanzar un compromiso. Las cosas no podían ir bien si se cancelaba el pasatiempo nacional.
El 26 de septiembre, George Mitchell tiró oficialmente la toalla en el tema de la reforma sanitaria. El senador Chafee había seguido trabajando con él, pero no consiguió arrastrar a suficientes senadores republicanos para romper las tácticas obstruccionistas del senador Dole. Los trescientos millones de dólares que las compañías aseguradoras y otros grupos de presión se habían gastado para impedir la reforma sanitaria habían demostrado ser una buena inversión. Yo emití una breve declaración en la que dije que volvería a intentarlo al año siguiente.
Aunque hacía meses que presentía que nos iban a derrotar, todavía me sentía decepcionado y estaba preocupado porque Hillary e Ira Magaziner cargaran con las culpas del fracaso. Era injusto por tres motivos. En primer lugar, nuestras propuestas no eran la obsesión de un gobierno intrusivo por manejar la sanidad que las campañas publicitarias de las compañías de seguros habían querido dar a entender. En segundo lugar, el plan era lo mejor que Hillary e Ira habían podido hacer, dadas las premisas que yo les exigí: cobertura universal sin aumento de impuestos. Y, en tercer y último lugar, no fueron Hillary e Ira quienes hicieron fracasar la reforma de la sanidad, sino la decisión del senador Dole de abortar cualquier compromiso significativo. Traté de animar a Hillary diciendo que había errores mucho más graves en la vida, aparte de que te pillaran «con las manos en la masa» intentando conseguir que cuarenta millones de norteamericanos que carecían de seguro médico tuvieran cobertura sanitaria.
A pesar de nuestra derrota, todo el trabajo de Hillary, Ira Magaziner y el resto de nuestra gente no fue en vano. Al cabo de unos años, muchas de nuestras propuestas se convirtieron en ley y se pusieron en práctica. El senador Kennedy y la senadora republicana Nancy Kassebaum, de Kansas, pasaron una propuesta de ley para que los trabajadores no perdieran su seguro cuando cambiaban de trabajo. También conseguimos que, en 1997, se aprobara el Programa de Seguro Médico Infantil (PSMI), que dio cobertura sanitaria a millones de niños en lo que fue la expansión más grande de la sanidad desde que se puso en marcha Medicaid, en 1965. PSMI ayudaría a que por primera vez en doce años se redujera el número de norteamericanos sin seguro médico.
Hubo otras muchas victorias sanitarias: una propuesta de ley que permitía a las mujeres quedarse en el hospital más de veinticuatro horas, tras el parto, con lo que pusimos fin a los partos ambulatorios de las compañías aseguradoras; un aumento de la cobertura para las mamografias y los chequeos de próstata; un programa de autogestión de la diabetes que la Asociación Americana de la Diabetes consideró el avance más importante en la lucha contra la enfermedad desde la insulina; grandes mejoras en la investigación biomédica y en el cuidado y tratamiento del VIHISIDA, tanto en Estados Unidos como en el extranjero; la vacunación infantil, por primera vez, llegó a estar por encima del 90 por ciento y se aplicó por decreto presidencial una «carta de derechos» del paciente que garantizaba su derecho a elegir al médico y a disponer de un tratamiento rápido y adecuado a los ochenta y cinco millones de norteamericanos que estaban bajo la cobertura de planes financiados con fondos federales.
Pero todo eso ocurriría más adelante. Por ahora, nos habían dado una buena paliza. Y esa es la idea que la gente se llevaría a las elecciones.
Hacia finales de mes, Newt Gingrich reunió a más de trescientos cargos y candidatos republicanos para un acto en la escalera del Capitolio en el que ofreció un «Contrato con América». Los detalles del contrato se habían filtrado desde hacía algún tiempo. Newt los había reunido para demostrar que los republicanos no se limitaban a decir que no a todo, sino que tenían un programa de medidas positivas. El contrato era algo nuevo en la política norteamericana. Tradicionalmente las elecciones de mitad de mandato se habían hecho luchando escaño a escaño. Las condiciones por las que pasaba la nación y la popularidad del presidente podían ser un impulso o un lastre, pero el saber popular decía que los factores locales eran los decisivos. Gingrich estaba convencido de que el saber popular estaba equivocado. Dando un paso muy audaz, pidió al pueblo norteamericano que diera a los republicanos una mayoría, y añadió: «Si rompemos este contrato, échennos; lo digo en serio».
El contrato apostaba por presentar una enmienda para conseguir un presupuesto equilibrado según la Constitución y por el veto parcial, que permitía que el presidente eliminara partidas concretas de una ley presupuestaria sin tener que vetar la ley entera; penas más duras para los criminales y abolición de los programas de prevención que aparecían en mi ley contra el crimen; una reforma de la asistencia social, con un límite de dos años para los beneficiarios capaces de trabajar; una desgravación fiscal de quinientos dólares por niño y otros quinientos por el cuidado de un padre o abuelo, y el endurecimiento de las medidas para garantizar el cuidado de los menores; la revocación de los impuestos que gravaban a los receptores de la Seguridad Social que tenían más ingresos (que formaban parte del presupuesto de 1993); un recorte del 50 por ciento en el impuesto sobre los beneficios del capital y otras rebajas fiscales; poner fin a los mandatos sin financiación que el gobierno federal imponía sobre los gobiernos locales y estatales; un aumento radical del gasto en defensa; reforma de la responsabilidad extracontractual para limitar los daños punitivos; un límite de mandatos para los senadores y los miembros de la Cámara de Representantes; requerimiento de que el Congreso, como empleador, siguiera todas las leyes que había impuesto a los demás empleadores; una reducción de un tercio en las plantillas de los comités del Congreso y el requisito de que cada una de las cámaras del Congreso aprobara cualquier futuro aumento de impuestos por una mayoría cualificada del 60 por ciento.
Yo estaba de acuerdo con muchos detalles del contrato. Ya estaba promoviendo la reforma de la sanidad y un endurecimiento de las medidas para garantizar el cuidado de los menores; también había defendido el veto parcial y el fin de los mandatos sin fondos desde hacía mucho tiempo. Me gustaba la idea de las desgravaciones fiscales familiares. Aunque algunos de los puntos concretos eran atractivos, el contrato era, en esencia, un documento simplista e hipócrita. En los doce años que habían transcurrido antes de que yo llegara a la presidencia, los republicanos, con el apoyo de unos pocos demócratas del Congreso, habían cuadruplicado la deuda nacional. Lo habían hecho reduciendo los impuestos y aumentando el gasto; ahora que los demócratas reducían el déficit, querían que la Constitución exigiera un presupuesto equilibrado, incluso a pesar de que ellos mismos proponían un gran aumento del gasto en defensa sin mencionar qué otras inversiones abandonarían para costearlo. Igual que habían hecho en la década de 1980 y que harían de nuevo en la de 2000, los republicanos estaban tratando de abolir la aritmética. Como dijo Yogi Berra, todo eso ya lo habíamos visto antes, pero ahora nos lo daban envuelto para regalo.
Además de dar a los republicanos un programa de ámbito nacional para la campaña de 1994, Gingrich les aportó una lista de palabras que podían usar para definir a sus oponentes demócratas. Su comité de acción política, GOPAC, publicó un panfleto titulado Lenguaje: Un mecanismo de control clave. Entre las «palabras de contraste» que Newt proponía para calificar a los demócratas estaban: traición, trampa, colapso, corrupción, crisis, decadencia, destrucción, fracaso, hipocresía, incompetencia, inseguridad, progresista, mentira, patético, permisivos, obtusos, escurridizos, traidores. Gingrich estaba convencido de que si podía institucionalizar ese tipo de insultos, podría convertir a los demócratas, a base de definiciones, en un partido que permaneciera en minoría durante mucho tiempo.
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