Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 12)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
El 29 de mayo, me quedé hasta pasada la medianoche, mirando los resultados electorales en Israel. Fue un duelo emocionante, pues Bibi Netanyahu derrotó a Shimon Peres por menos de un uno por ciento de los votos. Peres ganó el voto árabe por mayoría, pero Netanyahu le venció sobradamente entre los votantes judíos, que constituían más del 90 por ciento del electorado, por lo que finalmente ganó. Lo hizo prometiendo más dureza contra el terrorismo y una ralentización del proceso de paz; utilizó anuncios televisivos al estilo norteamericano, entre ellos algunos que atacaban a Peres, y que se realizaron con la ayuda de un asesor de medios de comunicación republicano de Nueva York. Peres se resistió a las súplicas de sus seguidores de responder a los anuncios hasta casi el final de la campaña y, para entonces, ya era demasiado tarde. Yo pensaba que Shimon había realizado una buena labor como primer ministro y que había entregado toda su vida al estado de Israel pero, en 1996, por un estrecho margen, Netanyahu demostró ser mejor político. Estaba ansioso por ver de qué modo podríamos colaborar él y yo para mantener vivo el proceso de paz.
En junio, con el telón de fondo de la campaña presidencial, me concentré en dos temas, la educación y la perturbadora ola de incendios provocados en las iglesias negras que asolaba el país. En la ceremonia de graduación de la Universidad de Princeton, esbocé un plan para abrir las puertas de las facultades a todos los norteamericanos y hacer que al menos dos años de estudios universitarios fueran accesibles universalmente como el instituto. Incluía una rebaja fiscal según el modelo de las becas Hope en Georgia: 1.500 dólares para los dos primeros años de educación universitaria (el coste de la matrícula media universitaria comunitaria); una desgravación fiscal de 10.000 dólares anuales por educación universitaria, más allá de los dos primeros años; una beca de 1.000 dólares para los estudiantes situados entre el 5 por ciento mejor en cada promoción de graduados de instituto; fondos, entre 700.000 y un millón de dólares, para aumentar los puestos universitarios que combinaran clases y empleo, y aumentos anuales en las becas Pell para estudiantes de ingresos reducidos.
A mediados de mes fui a la escuela intermedia Grover Cleveland en Albuquerque, en Nuevo México, para apoyar el programa de toque de queda de la comunidad, uno de los diversos esfuerzos que surgían por todo el país para lograr que los jóvenes se quedaran en sus hogares después de determinada hora en las noches entre semana, pues habían contribuido a una reducción del crimen y a una mejora del rendimiento. También respaldé la política de exigir uniformes escolares para los estudiantes de cursos elementales e intermedios. Casi sin excepción, los distritos escolares que requerían uniforme mostraban tasas más altas de asistencia, menos violencia y mejor ritmo de aprendizaje de los estudiantes. Las distinciones entre estudiantes pobres y ricos también se reducían.
Algunos de mis detractores ridiculizaron mi énfasis en lo que ellos calificaban de temas de «bajo calibre» como toques de queda, uniformes, programas de formación del carácter y el chip V; decían que todo eso era política y una muestra de mi incapacidad para aprobar grandes reformas legislativas en el Congreso republicano. Eso no era exactamente así. En aquel momento, también estábamos implementando los grandes programas sobre educación y crimen que se aprobaron durante mis dos primeros años de mandato y tenía otra importante iniciativa educativa pendiente de aprobación en el Congreso. Sin embargo, sabía que el dinero federal y las leyes solo podían proporcionar a los norteamericanos las herramientas para hacer que sus vidas fueran mejor; los verdaderos cambios tenían que llevarlos a cabo ellos mismos. Gracias en parte a nuestra promoción del uso de uniformes escolares, más y más distritos optaron por ellos con resultados positivos.
El 12 de junio me encontraba en Greeleyville, en Carolina del Sur, para inaugurar la nueva iglesia episcopal metodista africana del Monte Sión, después de que la antigua iglesia de la congregación hubiera ardido. Hacía menos de una semana, una iglesia en Charlotte, en Carolina del Norte, se había convertido en la iglesia negra número treinta que, en los últimos dieciocho meses, había caído pasto de las llamas. Toda la comunidad negra de Estados Unidos estaba indignada y esperaba que yo hiciera algo al respecto. Apoyé una legislación, aprobada por los dos partidos, que facilitaba la tarea de los fiscales federales para acusar y castigar a los que quemaban centros de culto religioso y prometí fondos federales garantizados para respaldar préstamos a bajo interés con los que reconstruir los templos. La quema de iglesias parecía alimentarse a sí misma, como una racha de pintadas en las sinagogas que tuvimos en 1992. No estaban conectadas por ninguna conspiración, sino por un contagio, por el odio que sienten los que son distintos.
Durante este tiempo, también me enteré de un problema en la gestión de la Casa Blanca; era tan grave que pensé que era el primer tema relacionado con mi administración que realmente merecía una investigación independiente.
A principios de junio, algunos reportajes periodísticos sacaron a la luz que tres años atrás, en 1993, mi Oficina de Seguridad Personal de la Casa Blanca había obtenido cientos de archivos del FBI con información personal de gente que había obtenido luz verde para incorporarse a la Casa Blanca cuando estaban en ella Bush y, después, Reagan. Los archivos se habían obtenido cuando la oficina trataba de reemplazar los archivos de seguridad de los empleados actuales de la Casa Blanca, pues esos archivos los había retirado la administración Bush saliente para depositarlos en la Biblioteca Bush. La Casa Blanca no tenía por qué poseer informes confidenciales del FBI sobre ningún republicano. Me indigné en cuanto me enteré de lo que había sucedido.
El 9 de junio, Leon Panetta y yo nos disculpamos oficialmente por el incidente. En una semana, Louis Freeh anunció que el FBI había entregado por error unos 408 archivos a la Casa Blanca. Unos días más tarde, Janet Reno pidió a Ken Starr que investigara el caso de los archivos. En 2000, la oficina del fiscal independiente dictaminó que todo el incidente había sido un simple error. La Casa Blanca no se dedicaba al espionaje político: el Servicio Secreto había entregado a la Oficina de Seguridad Personal una lista no actualizada de los empleados de la Casa Blanca, que incluía nombres de republicanos, y esa era la lista que habían enviado.
Más tarde, en junio, en la conferencia familiar anual de los Gore en Nashville, hice un llamamiento para la ampliación de la ley de baja familiar para que la gente pudiera tomarse veinticuatro horas anuales, o tres días más de trabajo, para asistir a las reuniones de la asociación de padres en la escuela de sus hijos, o llevar a estos, a un cónyuge o a sus padres a una visita médica de rutina.
El problema de equilibrar la vida familiar y la laboral empezaba a pesarme a causa del precio que tenía que pagar la Casa Blanca. Bill Galston, un brillante miembro del equipo del Consejo de Política Interior, al que había conocido en el CLD, y que era una continua fuente de buenas ideas, había dimitido recientemente para pasar más tiempo con su hijo de diez años: «Mi chico no para de preguntarme dónde estoy. Usted puede conseguir a otra persona para hacer mi trabajo pero nadie puede sustituirme con O. Tengo que irme a casa».
Mi adjunto a jefe de gabinete, Erskine Bowles, que se había convertido en un buen amigo y compañero de mis partidas de golf, y que era un magnífico gestor y nuestro mejor contacto en la comunidad empresarial, también se fue a casa. Su esposa, Crandall, una compañera de Hillary en Wellesley, dirigía una gran empresa textil y tenía que viajar continuamente. Dos de sus hijos estaban en la universidad y el más joven estaba a punto de empezar su último curso en el instituto. Erskine me dijo que le apasionaba su trabajo, pero que «mi chico no debería estar solo en casa en su último curso. No quiero que nunca se pregunte si él era lo más importante en el mundo para sus padres. Me voy a casa».
Yo respetaba y estaba de acuerdo con las decisiones que Bill y Erskine habían tomado; me sentía agradecido porque Hillary y yo vivíamos y trabajábamos en la Casa Blanca, de modo que no teníamos que pasar mucho tiempo desplazándonos de nuestro hogar a nuestro trabajo y al menos uno de los dos casi siempre estaba con Chelsea durante la cena o cuando se levantaba por la mañana. Pero la experiencia de los miembros de mi equipo hizo que me diera cuenta de que demasiados norteamericanos, fuera cual fuera su empleo o sus ingresos, iban a trabajar cada día angustiados por si estaban prestándoles poca atención a sus hijos a causa de sus empleos. Estados Unidos era la nación que menos apoyo prestaba para la conciliación de la vida laboral y familiar, menos que ningún otro país industrializado; yo quería cambiar eso.
Lamentablemente, la mayoría republicana del Congreso se oponía a la idea de imponer ningún requisito nuevo a los empleadores. Un joven se me había acercado hacía poco y había querido contarme un chiste, aunque como muy bien dijo: «Una vez te conviertes en presidente, resulta dificil encontrar un chiste que puedas contar en público». Era el siguiente: «Ser presidente con este Congreso es como estar de pie en medio de un cementerio. Hay mucha gente debajo de ti, pero nadie te escucha». Era un chico listo.
A finales de mes, cuando me preparaba para irme a Lyon, Francia, para la conferencia anual del G-7, que estaría dedicada principalmente al terrorismo, diecinueve miembros de las fuerzas aéreas norteamericanas fueron asesinados y casi trescientos norteamericanos y ciudadanos de otras naciones resultaron heridos cuando un terrorista se acercó con un camión cargado de explosivos a una barrera de seguridad justo frente a las Torres Khobar, un complejo de viviendas militares en Dhaharan, Arabia Saudí. Cuando una patrulla norteamericana se acercó al camión, dos de sus ocupantes dispararon y la bomba explotó. Envié un equipo del FBI de más de cuarenta investigadores y expertos forenses para colaborar con las autoridades saudíes. El rey Fahd me llamó para expresarme sus condolencias y su solidaridad; expresó el compromiso de su gobierno de capturar y castigar a los hombres que habían matado a nuestros aviadores. Al final, Arabia Saudí ejecutó a los que consideró responsables del atentado.
Los saudíes nos habían permitido establecer una base después de la guerra del Golfo con la esperanza de que las fuerzas norteamericanas «preposicionadas» en el Golfo disuadirían a Sadam Husein de volver a atacar, y si la disuasión resultaba inútil al menos podríamos reaccionar con mayor rapidez. El objetivo se logró, pero la base también hacía que nuestras fuerzas fueran más vulnerables a los terroristas de la región. Las condiciones de seguridad en Khobar eran claramente inadecuadas; el camión había podido acercarse al edificio porque nuestra gente y los saudíes habían subestimado la capacidad de los terroristas de construir una bomba explosiva potente. Nombré al general Wayne Downing, ex comandante en jefe del Centro de Operaciones Especiales de Estados Unidos, jefe de una comisión para que recomendara qué medidas debían tomarse para garantizar la seguridad de nuestras tropas en el extranjero.
Mientras terminábamos los preparativos para la cumbre del G-7, pedí a mi equipo que diseñaran medidas y pasos aconsejables para que la comunidad internacional empezara a implementarlos con el fin de luchar con más eficacia contra el terrorismo global. En Lyon, los dirigentes mundiales aceptaron poner en marcha más de cuarenta medidas, entre ellas la aceleración del proceso de extradición y la acusación formal de los terroristas, así como redoblar los esfuerzos para identificar los recursos que financian la violencia, mejorar nuestras defensas internas y limitar el acceso de los terroristas al equipamiento de comunicaciones de alta tecnología tanto como fuera posible.
Para 1996, mi administración había establecido una estrategia de lucha contra el terror que se concentraba en prevenir incidentes serios, capturar y castigar a los terroristas mediante la cooperación internacional, interrumpir el flujo de dinero y de comunicaciones hacia las organizaciones terroristas, impedir el acceso a las armas de destrucción masiva y aislar e imponer sanciones a los países santuario. Como el bombardeo del presidente Reagan sobre Libia, en 1986, y el ataque que ordené contra el cuartel general de los servicios de inteligencia de Irak, en 1993, demostraban, el poder de Estados Unidos podía disuadir a los estados directamente implicados en actos terroristas contra nosotros. Ninguna nación volvió a intentar nada más. Sin embargo, era cada vez más dificil llegar a las organizaciones terroristas no estatales, pues las presiones militares y económicas que funcionaban contra las naciones no se podían aplicar fácilmente en su caso.
La estrategia había cosechado muchos éxitos: habíamos impedido diversos ataques terroristas planeados, entre ellos intentos de bombardear los túneles Holland y Lincoln en Nueva York y hacer estallar varios aviones desde las Filipinas hasta Estados Unidos, y habíamos obtenido la extradición de algunos terroristas del extranjero para juzgarlos en nuestro país. Por otra parte, el terror es más que una forma de crimen organizado internacional. Debido a sus objetivos políticos declarados, a menudo los grupos terroristas disfrutan del respaldo del estado y del apoyo popular. Además, llegar al fondo de las redes que los sustentan puede plantear preguntas peligrosas y complejas, como la investigación de las Torres Khobar, que arrojó la posibilidad de que Irán hubiera prestado ayuda a los terroristas. Aunque dispusiéramos de una buena defensa contra los ataques, ¿acaso hacer cumplir la ley sería una estrategia suficientemente ofensiva frente a los terroristas? Y de no ser así, ¿sería mejor depositar una mayor confianza en las opciones militares? A mediados de 1996, estaba claro que no teníamos todas las respuestas sobre la forma de lidiar con los ataques contra norteamericanos en este país o en otros, y que el problema permanecería durante los años venideros.
El verano empezó con buenas noticias en Estados Unidos y del extranjero. Boris Yeltsin se había visto obligado a someterse a una segunda ronda de votaciones el 3 de julio contra el ultranacionalista Gennady Zyuganov. La primera elección fue muy ajustada, pero Boris ganó la segunda cómodamente, después de una enérgica campaña por las once zonas horarias de su país, en la cual llevó a cabo actos de campaña y anuncios televisivos al estilo norteamericano. Las elecciones fueron una ratificación del liderazgo de Yeltsin para garantizar la democracia, modernizar la economía y estrechar lazos con Occidente. Rusia aún tenía problemas pero yo creía que avanzaba en la dirección correcta.
Las cosas también iban por buen camino en Estados Unidos, con la tasa de desempleo por debajo del 5,3 por ciento, 10 nuevos millones de puestos de trabajo y un crecimiento económico del 4,2 por ciento durante el primer trimestre del año; el déficit se había reducido a menos de la mitad de la cifra que había cuando yo tomé posesión de mi cargo. Los sueldos también subieron. Después del Departamento de Trabajo hiciera públicas las cifras el mercado de valores cayó 115 puntos y me apresuré a tomarle el pelo a Bob Rubin sobre lo poco que le gustaba a Wall Street que le fuera bien al norteamericano medio. De hecho, era un poco más complicado que eso. El mercado trata del futuro; cuando las cosas van realmente bien, los inversores tienden a creer que van a empeorar. Pronto cambiaron de idea y el mercado retomó su marcha ascendente.
El 17 de julio, el vuelo 800 de la TWA explotó en Long Island y murieron 230 personas. En ese momento todo el mundo supuso, equivocadamente como se vio más adelante, que había sido un atentado terrorista, e incluso se especuló con la posibilidad de que el avión hubiera sido abatido por un cohete disparado desde un barco en Long Island Sound. Aconsejé prudencia para evitar llegar a conclusiones erróneas, pero era obvio que teníamos que reforzar más la seguridad del tráfico aéreo.
Hillary y yo fuimos a Jamaica, Nueva York, para reunirnos con las familias de las víctimas y anunciamos nuevas medidas para aumentar la seguridad de la circulación aérea. Habíamos trabajado en ese problema desde 1993, con una propuesta para modernizar el sistema de control del tráfico aéreo, añadir más de 450 inspectores de seguridad y estándares de seguridad uniformes y probar nuevas máquinas de detección de explosivos de alta tecnología. Añadimos el registro manual y el control por pantalla de más equipajes en los vuelos internacionales y nacionales; también exigimos inspecciones previas al vuelo de cada depósito y cabina de aviones de carga antes del despegue. Asimismo, pedí a Al Gore que encabezara una comisión para revisar la seguridad y el control del sistema de tráfico aéreo, y que informara en cuarenta y cinco días.
Apenas diez días después del accidente, sufrimos un claro atentado terrorista cuando estalló una bomba en los Juegos Olímpicos de Atlanta, que mató a dos personas. Hillary y yo habíamos asistido a la ceremonia de apertura, en la que Muhammad Alí encendió la antorcha olímpica. Hillary y Chelsea disfrutaron mucho con las Olimpiadas y fueron a más acontecimientos deportivos que yo, pero pude visitar al equipo norteamericano, así como a los atletas de otras naciones. Irlandeses, croatas y palestinos me agradecieron los esfuerzos de Estados Unidos para llevar la paz a sus países. Los atletas olímpicos de Corea del Norte y Corea del Sur se sentaban en mesas contiguas en el comedor y se dirigían la palabra. Las Olimpiadas eran el símbolo del mundo en su mejor representación, pues acercaba a las personas por encima de las viejas rencillas. La bomba que había colocado un terrorista nacional que aún no había sido capturado era un recordatorio de lo vulnerables que son las fuerzas del aperturismo y la cooperación frente a los que rechazan los valores y reglas necesarios para construir una comunidad global integrada.
El 5 de agosto, en la Universidad de George Washington, realicé un extenso análisis de la forma en que el terrorismo afectaría nuestro futuro y afirmé que se había convertido en «un destructor de la igualdad de oportunidades, sin importar las fronteras». Enumeré las medidas que íbamos a tomar para luchar «contra el enemigo de nuestra generación» y dije que prevaleceríamos si conservábamos nuestra confianza y nuestro liderazgo como «la fuerza indispensable para la paz y la libertad» en el mundo.
El resto del mes de agosto lo dediqué a firmar leyes, asistir a convenciones del partido y a esperar posibles buenas noticias sobre el caso Whitewater. Con las elecciones cada vez más cerca y la batalla presupuestaria al menos momentáneamente solucionada, los miembros del Congreso de ambos partidos estaban ansiosos por dar a los norteamericanos pruebas del progreso fruto de la colaboración bipartita. En consecuencia, se cursaron un gran número de medidas legislativas progresistas por las que la Casa Blanca había luchado. Así, firmé la Ley de Protección de la Calidad Alimentaria, para aumentar la protección de frutas, verduras y cereales de pesticidas dañinos; la Ley del Agua Potable, para reducir la contaminación y destinar 10.000 millones de dólares a préstamos para actualizar los sistemas hidrológicos municipales tras las muertes y enfermedades causadas por la contaminación del agua potable con cristosporidiosis. También aprobé la ley que aumentaba el salario mínimo en 90 centavos la hora, proporcionaba ayudas fiscales a las pequeñas empresas que invertían en renovar su equipamiento y contratar a nuevos empleados, facilitaba a los negocios pequeños que pudieran ofrecer pensiones con un nuevo plan, el 401(k), e incluía un nuevo incentivo, muy importante para Hillary, una rebaja fiscal de 5.000 dólares por adoptar a un niño, y de 6.000 dólares si se trataba de un niño con necesidades especiales.
Durante la última semana del mes, firmé la Ley Kennedy-Kassebaum, que ayudaba a millones de personas, ya que permitía que conservaran el seguro médico si cambiaban de empleo, a la vez que prohibía a las compañías aseguradoras que negaran la cobertura sanitaria a una persona a causa de problemas de salud anteriores. También anuncié la reglamentación final de la Administración de Fármacos y Alimentos, para proteger a los jóvenes de los peligros del tabaco. Exigía que los adolescentes demostraran su edad con una tarjeta de identificación antes de comprar cigarrillos, y restringía notablemente la promoción publicitaria permitida a las compañías tabacaleras, así como la colocación de máquinas expendedoras. Nos ganamos algunos enemigos en la industria del tabaco, pero yo pensaba que el esfuerzo salvaría vidas.
El 22 de agosto, firmé una ley de reforma de la asistencia social histórica, que se había aprobado con una mayoría de más del 70 por ciento en ambos partidos, en las dos cámaras. A diferencia de las dos leyes que yo había vetado, la nueva legislación conservaba la garantía federal de atención sanitaria y ayuda a la alimentación, aumentaba las ayudas federales a la infancia en un 40 por ciento, hasta 14.000 millones de dólares, y contenía las medidas que yo quería para garantizar la responsabilidad paterna; también otorgaba a los estados la capacidad de convertir los pagos de asistencia social mensuales en subsidios salariales como incentivo para que los empleadores contrataran a personas que dependían de la asistencia.
La mayor parte de los defensores de los pobres y de la inmigración legalizada, y también algunas personas de mi gabinete, aún se oponían a la ley y querían que la vetara porque ponía fin a la garantía federal de una prestación fija mensual, tenía un límite de cinco años respecto a las prestaciones recibidas y recortaba el gasto general en el programa de cupones de alimentación; también negaba la posibilidad de recibir cupones de alimentación y atención sanitaria a los inmigrantes legalizados con ingresos reducidos. Yo estaba de acuerdo con las dos últimas objeciones; el golpe contra los inmigrantes legales era particularmente duro y, en mi opinión, injustificable. Poco después de que firmara la ley, dos altos cargos del Departmento de Sanidad y Bienestar Social, Mary Jo Bane y Peter Edelman, dimitieron en señal de protesta. Cuando se fueron, les alabé por su labor y por mantenerse fieles a sus convicciones.
Decidí firmar la legislación porque pensaba que era la mejor oportunidad que Estados Unidos tendría durante mucho tiempo de modificar los incentivos del sistema de asistencia social, de la dependencia absoluta a la capacidad de desarrollo a través del trabajo. Con el fin de maximizar las oportunidades de éxito, pedí a Eli Segal, que había hecho una espléndida labor organizando los AmeriCorps, que organizara una asociación, Welfare to Work, en la que se apuntaran las empresas que aceptaban comprometerse a contratar a personas que dependieran de la asistencia social. Finalmente, unas veinte mil compañías se sumaron a la iniciativa; y contrataron a más de un millón de personas, con lo que las sacaron de la asistencia social.
En la ceremonia de la firma, algunos ex receptores de prestaciones sociales hablaron a favor de la ley. Uno de ellos era Lillie Hardin, la mujer de Arkansas que tanto había impresionado a mis colegas gobernadores diez años atrás cuando dijo que lo mejor de dejar la asistencia y tener trabajo era «que cuando mi chico va a la escuela y le preguntan qué hace su madre, puede darles una respuesta». Durante los siguientes cuatro años, los frutos de la reforma de la asistencia social demostrarían que Lillie Hardin tenía razón. Cuando dejé la presidencia, los subsidios se habían reducido de 14,1 millones a 5,8 millones, una disminución del 60 por ciento; la pobreza infantil había bajado un 25 por ciento, hasta su punto más bajo desde 1979.
Firmar la ley de la reforma de asistencia social fue una de las decisiones más importantes de mi presidencia. Me había pasado casi toda mi carrera tratando de lograr que la gente pasara de la dependencia de las ayudas a tener un puesto de trabajo; poner fin a la asistencia social «tal como la conocemos» había sido una de las promesas centrales de mi campaña de 1992. Aunque habíamos realizado reformas sociales otorgando derechos de exención respecto al sistema existente a muchos estados, el país necesitaba una legislación que cambiara las ayudas a los pobres y pasaran de la dependencia de los cheques sociales a la independencia del trabajo personal.
Los republicanos celebraron su convención en San Diego a mediados de mes; nominaron a Bob Dole y a su candidato para vicepresidente, el ex congresista de Nueva York, ex secretario de Vivienda y Desarrollo Urbano y estrella de los Buffalo Bills, Jack Kemp. Era un hombre interesante, un conservador partidario del libre mercado con un sincero compromiso de dar la oportunidad a los más pobres para que se desarrollaran económicamente. Estaba abierto a ideas de cualquier procedencia y yo creía que sería un activo en la campaña de Dole.
Los republicanos no cometieron el error de abrir la campaña con la dura retórica de derechas que habían empleado en su convención de 1992. Presentaron al pueblo norteamericano una imagen más moderada, positiva y encarada al futuro, con gente como Colin Powell, la senadora Kay Bailey Hutchison, la representante Susan Molinari y el senador John McCain. Elizabeth Dole pronunció un discurso de nominación para su marido impresionante y muy efectivo; bajó de la tribuna para tutearse con los delegados, mientras caminaba entre ellos. Dole también hizo un buen discurso; se concentró en su larga dedicación al servicio público, sus rebajas fiscales y su defensa de los valores tradicionales de América. Se burló de mí porque formaba parte del baby boom, «una élite que jamás creció, jamás hizo nada real y nunca se sacrificó, ni sufrió ni aprendió nada». Prometió construir un puente para volver a un pasado mejor, «de tranquilidad, fe, y confianza en la acción». Dole también la tomó con Hillary por el tema de su libro, que «hace falta un pueblo» para educar a un niño; dijo que los republicanos creían que los padres eran los educadores de sus hijos, mientras que los demócratas pensaban que el gobierno debía encargarse de todo. El ataque de Dole no fue muy duro y en un par de semanas Hillary y yo tuvimos la oportunidad de responderle.
Mientras los republicanos estaban en San Diego, nuestra familia fue a Jackson Hole, Wyoming, por segunda vez. Ahora yo trataba de terminar un libro corto, Between Hope and History, que destacaba las medidas políticas de mi primer mandato a través de las historias personales de los ciudadanos que habían resultado beneficiados por ellas, y articulaba hacia dónde quería llevar a nuestro país durante los próximos cuatro años.
El 12 de agosto regresamos al Parque Nacional de Yellowstone para la única labor pública de nuestras vacaciones; firmé un acuerdo para detener una mina de oro prevista en la parcela adyacente al parque. El acuerdo fue el esperado fruto de los esfuerzos conjuntos de la compañía minera, los grupos de ciudadanos y los miembros del Congreso y del equipo de medio ambiente de la Casa Blanca, encabezados por Katie McGinty.
El día 18, Hillary, Chelsea y yo estábamos en Nueva York para asistir a una gran fiesta de celebración de mi cincuenta cumpleaños en el Radio City Music Hall. Después, me entristeció enterarme de que el avión que transportaba el material y el equipamiento desde Wyoming a Washington se había estrellado y las nueve personas que iban a bordo habían muerto.
Al día siguiente nos reunimos con Al y Tipper Gore en Tennessee, donde celebramos simultáneamente el cumpleaños de Tipper y el mío ayudando a reconstruir dos iglesias rurales, una para blancos y otra para negros, que habían resultado destruidas durante la oleada de incendios provocados en iglesias.
La última semana del mes, la atención de la nación se volvió hacia la Convención Demócrata Nacional de Chicago. Para entonces nuestra campaña, presidida por Peter Knight, estaba bien organizada y trabajaba estrechamente con la Casa Blanca, a través de Doug Sosnik y Harold Ickes, que habían supervisado la organización de nuestra convención. Yo estaba animado acerca del viaje a Chicago, porque era la ciudad natal de Hillary y había desempeñado un papel clave en mi victoria de 1992. También era una ciudad que había aprovechado satisfactoriamente mis iniciativas más importantes en educación, desarrollo económico y control del crimen.
El 25 de agosto, en Huntingon, West Virginia, Chelsea y yo iniciamos un viaje en tren de cuatro días hacia Chicago. Hillary se había adelantado para estar allí durante la inauguración de la convención. Habíamos alquilado un viejo tren maravilloso que bautizamos el Expreso del Siglo XXI, para el viaje por Kentucky, Ohio, Michigan e Indiana hasta Chicago. Nos detuvimos diez veces durante el camino, y ralentizábamos la marcha cuando pasábamos por pequeños pueblos, para que yo pudiera saludar a la gente congregada al lado de las vías. La animación de la multitud me hacía sentir que el tren conectaba con los norteamericanos, igual que ocurrió con los viajes en autobús en 1992; por la expresión de sus caras yo notaba que se sentían más satisfechos acerca del estado del país y de sus propias vidas. Cuando paramos en Wyandotte, Michigan, para asistir a un acto educativo, dos niños me presentaron leyendo The Little Engine That Could. El libro, y su entusiasta lectura, reflejaban ese espíritu de retorno al innato optimismo y confianza en sí misma de Norteamérica.
Durante algunas paradas recogíamos a amigos, a seguidores y a funcionarios locales que querían sumarse a nosotros en el siguiente tramo del viaje. Disfruté especialmente con la oportunidad de compartir aquel viaje sin prisas con Chelsea; mientras estábamos de pie en el vagón de cola, saludando a la gente, hablábamos de todas las cosas que nos interesaban. Nuestra relación era tan cercana como siempre pero ella estaba cambiando; estaba creciendo y convirtiéndose en una joven mujer muy madura, con sus propias opiniones e intereses. Cada vez me asombraba más la forma en que ella veía el mundo.
Nuestra convención se inauguró el día 26, con las apariciones de Jim y Sarah Brady, que agradecieron el apoyo que los demócratas habían proporcionado a la Ley Brady, y de Christopher Reeve, el actor que después de quedar paralítico tras caer mientras montaba a caballo, había inspirado a toda la nación con su valiente lucha por recuperarse y por su defensa de las investigaciones científicas sobre la médula espinal.
El día de mi discurso, nuestra campaña se agitó por la noticia que había publicado la prensa de que Dick Morris había estado viéndose con una prostituta en su habitación de hotel cuando estaba en Washington trabajando para mí. Dick dimitió de la campaña y yo hice una declaración en la que dije que era amigo mío y un gran estratega político, que había realizado una «labor valiosísima» en los pasados dos años. Lamenté su marcha, pero obviamente estaba sometido a una enorme presión y necesitaba tiempo para resolver sus problemas. Sabía que Dick tenía una gran capacidad de recuperación y estaba seguro de que en poco tiempo volvería a la arena política.
Mi discurso de aceptación fue fácil gracias a los logros obtenidos: las tasas de inflación y desempleo más bajas en veintiocho años; 10 millones de nuevos empleos; 10 millones de personas a las que se les había aumentado el salario mínimo; 25 millones de norteamericanos que se beneficiaban de la Ley Kennedy-Kassebaum; 15 millones de trabajadores que recibieron una rebaja fiscal; 12 millones de personas que podían aprovechar la ley de baja familiar; 10 millones de estudiantes que se ahorraron dinero gracias al Programa de Préstamos Estudiantiles Directos, y 40 millones de trabajadores con más pensiones garantizadas.
Señalé que íbamos en la dirección correcta y, refiriéndome al discurso de Bob Dole en San Diego, dije: «Con todos los respetos, no necesitamos construir un puente hacia el pasado, sino hacia el futuro… decidámonos a construir ese puente hacia el siglo XXI». El tema de mi campaña y de mis siguientes cuatro años sería ese «puente hacia el siglo XXI».
A pesar de los éxitos conseguidos, yo sabía que todas las campañas hablan sobre el futuro, así que esbocé mi programa: estándares de rendimiento más elevados para las escuelas y acceso universal a la educación superior; un presupuesto equilibrado que protegiera la sanidad, la educación y el medio ambiente; rebajas fiscales precisas para apoyar la vivienda en propiedad, la atención a largo plazo, la educación superior y la educación y crianza de los hijos; más trabajos para la gente que aún dependía de la asistencia social; más inversiones en las zonas deprimidas urbanas y rurales, y algunas iniciativas nuevas para luchar contra el crimen, las drogas y para proteger el medio ambiente.
Yo sabía que si el pueblo norteamericano veía las elecciones como una opción entre un puente hacia el pasado y la construcción de uno hacia el futuro, ganaríamos. Bob Dole, sin querer, me había servido en bandeja el mensaje central de la campaña de 1996. El día después de que se clausurara la convención, Al, Tipper, Hillary y yo cerramos mi última campaña con un viaje en autobús; lo empezamos en Cape Girardeau, Missouri, con el gobernador Mel Carnahan, que había estado a mi lado desde principios de 1992, y cruzamos el sur de Illinois y el oeste de Kentucky, para terminar en Memphis después de varias paradas en Tennessee, con el ex gobernador Ned Ray McWherter, un hombre grande como un oso que era la única persona a la que he oído nombrar al vicepresidente «Albert». Ned Ray conseguía tantos votos que a mí no importaba cómo llamaba a Al, ni tampoco a mí.
En agosto, Kenneth Starr perdió su primer gran caso, que reflejaba precisamente lo desesperados que él y su equipo estaban por cargarme algún delito. Starr había acusado a los dos propietarios del banco del condado de Perry, el abogado Herby Branscum Jr. y el contable Rob Hill, de cargos derivados de mi campaña para gobernador de 1990.
La acusación declaraba que Branscum y Hill se habían quedado con unos 13.000 dólares de su propio banco a cambio de servicios legales y contables que no realizaron, con el fin de recuperar las contribuciones políticas que habían hecho. También sostenía que habían dado instrucciones al hombre que gestionaba el banco para ellos de que no informara a Hacienda, tal como obligaba la ley federal, acerca de dos retiradas de fondos de más de 10.000 dólares de la cuenta bancaria de mi campaña.
La acusación también mencionaba a Bruce Lindsey, que había sido mi tesorero de campaña, como «copartícipe en la conspiración, sin cargos», aduciendo que cuando Bruce retiró el dinero para pagar nuestras actividades de promoción del voto en el día de elecciones, había instado a los banqueros a que no emitieran el informe requerido. La gente de Starr había amenazado a Bruce con acusarle, pero él no cayó en la trampa; no había nada delictivo en nuestras contribuciones ni en la forma en que se habían gastado. Además, Bruce no tenía ninguna razón para pedir al banco que no emitiera el informe sobre las mismas, puesto que como marcaba la ley electoral del estado de Arkansas, debíamos hacer pública toda la información relacionada con la campaña en tres semanas. Dado que las contribuciones y el modo en que se habían gastado eran legales y nuestro informe público era exacto, la gente de Starr sabía que Bruce no había cometido ningún delito, así que se limitaron a calumniarle citándolo como copartícipe de la conspiración, sin cargos.
Las acusaciones contra Branscum y Hill eran absurdas. En primer lugar, eran los propietarios del banco; si no perjudicaban la liquidez del banco, podían sacar dinero siempre que abonaran los impuestos sobre la renta del mismo, y no había ningún indicio de que no lo hubieran hecho en este caso. En cuanto a la segunda acusación, la ley exige que un banco informe de los depósitos en efectivo o de las retiradas de 10.000 dólares o más, y es una buena medida: permite al gobierno seguir la pista de grandes cantidades de «dinero sucio» relacionadas con actividades criminales como el blanqueo de dinero o el tráfico de drogas. Los informes entregados al gobierno se verifican entre cada tres y seis meses, pero el público no tiene acceso a los mismos. Desde 1996, se habían producido doscientas acusaciones por la falta de presentar los informes exigidos por la ley, pero solo veinte eran debidas a retiradas de dinero no declaradas, y todas ellas estaban relacionadas con dinero fruto de un actividad ilegal. Hasta que Starr llegó, a nadie se le había acusado por negligencia en la presentación de informes sobre depósitos o retiradas de fondos legítimos.
El dinero de los fondos de nuestra campaña era indiscutiblemente limpio; había sido retirado al final de la misma para pagar gastos como llamar a los votantes y ofrecer acompañarles al centro electoral, el día de las elecciones. Habíamos entregado el informe público requerido en las tres semanas posteriores a las elecciones, donde se detallaba cuánto dinero habíamos gastado y de qué forma. Branscum, Hill y Lindsey sencillamente no tenían ningún motivo para ocultar al gobierno una retirada de fondos legal que se haría pública en menos de un mes.
Eso no detuvo a Hickman Ewing, el adjunto de Starr en Arkansas, que estaba tan obsesionado como Starr en nuestra persecución, aunque no era ni la mitad de bueno en ocultarlo. Amenazó con enviar a prisión a Neal Ainley, que dirigía el banco para Branscum y Hill y que era el responsable de emitir los informes, a menos que testificara que Branscum, Hill y Lindsey le habían ordenado específicamente que no enviara el informe, aun cuando Ainley había negado anteriormente cualquier acción delictiva por parte de los tres hombres. El pobre hombre estaba atrapado en una poderosa red y cambió su historia. Acusado inicialmente de cinco cargos, a Ainley se le permitió declararse culpable de dos faltas menores.
Al igual que en el anterior juicio contra los McDougal y Tucker, testifiqué mediante una intervención grabada a petición de los acusados. Aunque no había estado implicado en la retirada de fondos, pude decir que no había designado a Branscum y a Hill para las dos juntas estatales a las que pertenecían a cambio de sus contribuciones a mi campaña.
Tras una enérgica defensa, se declaró inocentes a Branscum y a Hill y el jurado dejó apartada la cuestión de si habían falseado la información acerca de los propósitos para los cuales retiraron fondos de su propio banco. Me sentí aliviado de que Herby, Rob y Bruce Lindsey quedaran libres de sospecha, pero me enfurecía el abuso del poder fiscal, las enormes minutas legales que mis amigos habían tenido que abonar y los desmedidos costes de la acusación, que los contribuyentes tuvieron que financiar, por un importe de 13.000 dólares que los acusados habían obtenido de su propio banco, y la no presentación de informes federales sobre dos retiradas legales de fondos de campaña que se hicieron públicas poco después.
También hubo costes no financieros: los agentes del FBI que trabajaban para Starr fueron a la escuela del hijo adolescente de Rob Hill y le arrastraron fuera del aula para interrogarle. Podrían haber hablado con él después de clase, a la hora de comer o durante el fin de semana; sin embargo, quisieron humillar al chico con la esperanza de presionar a su padre para que les contara algo que me perjudicara, tanto si era cierto como si no.
Después del juicio, algunos miembros del jurado atacaron a la oficina del fiscal independiente con comentarios como «Es una pérdida de dinero… estoy harto de ver cuánto gasta el gobierno en Whitewater»; «Si van a gastar mi dinero de contribuyente, necesitan pruebas más sólidas»; «Si hay alguien intocable aquí es la OFI (Oficina del Fiscal Independiente)». Un miembro del jurado que se identificó como una persona «antiClinton» dijo: «Me hubiera encantado que tuvieran más pruebas, pero no fue así». Incluso los republicanos conservadores que vivían en el mundo real, y no en el de Whitewater, sabían que el fiscal independiente había ido demasiado lejos.
Aunque Starr trató mal a Branscum y a Hill, fue una fiesta campestre comparado con lo que iba a hacerle a Susan McDougal. El 20 de agosto, sentenciaron a Susan a pasar dos años en prisión. La gente de Starr le había ofrecido un trato para evitar que fuera a la cárcel si les entregaba información que implicara a Hillary o a mí en cualquier tipo de actividad ilegal. El día que la condenaron, cuando Susan repitió lo que había dicho desde el principio –que ella no sabía nada de ninguna actividad delictiva por nuestra parte– recibió también una citación para comparecer ante el gran jurado. Apareció, pero se negó a contestar a las preguntas del fiscal; temía que la acusaran de perjurio porque no quería mentir y decirles lo que querían escuchar. La juez Susan Webber Wright la condenó por desacato y la envió a prisión por un período de tiempo indefinido hasta que aceptara cooperar con el fiscal especial. Pasó dieciocho meses encarcelada, a menudo en condiciones miserables.
Septiembre se inició con la campaña a toda máquina. Nuestra convención había sido un éxito y Dole llevaba el lastre de que lo asociaran con Gingrich y con la paralización del gobierno. Aún más importante, el país estaba en buena forma, y los votantes ya no veían las cuestiones como el crimen, la asistencia social, la responsabilidad ciudadana, la política exterior y la defensa como una parcela exclusiva del Partido Republicano. Las encuestas mostraban que mi labor y mi índice de popularidad personal estaba alrededor del 60 por ciento, con el mismo porcentaje de gente que afirmaba que se sentían cómodos conmigo en la Casa Blanca.
Por otra parte, yo suponía que tendría menos apoyo en algunas zonas de Estados Unidos a causa de mis posiciones en temas culturales –las armas, los gays, y el aborto– y, al menos en Carolina del Norte y en Kentucky, sobre el tabaco. Además, también parecía seguro que Ross Perot recibiría muchos menos votos que en 1992, lo cual dificultaba mi victoria en un par de estados en los que él se había llevado más votos del presidente Bush que de mí. Sin embargo, en total yo salía con más ventaja en esta ocasión. Durante todo el mes de septiembre, la campaña atrajo a multitudes entusiastas, o «multitudes de octubre» como yo las llamaba, empezando con las casi treinta mil personas que asistieron a mi desayuno del Día del Trabajo en De Pere, Wisconsin, cerca de Green Bay.
Puesto que las elecciones presidenciales se deciden mediante votos electorales, yo quería aprovechar el impulso del que gozábamos para atraer a un par más de estados nuevos a nuestra columna y obligar así al senador Dole a gastar tiempo y dinero en estados en los que un republicano podría pensar que jugaba super seguro. Dole empleaba la misma táctica conmigo y trataba de hacerse con California, donde yo me oponía a una iniciativa muy popular que estaba incluida en la papeleta, para poner fin a la discriminación positiva en las admisiones a plazas universitarias; él también contaba con la ventaja de haber celebrado la convención del GOP en San Diego.
Mi principal objetivo era Florida. Si ganaba allí y conservaba la mayor parte de estados que me había llevado en las elecciones del 92, la elección estaba cantada. Había trabajado duro en Florida durante cuatro años: desde mi colaboración para ayudar al estado a recuperarse del huracán Andrew, hasta la celebración de la Cumbre de las Américas allí, pasando por el anuncio de recolocación de los militares del Centro de Mando del sur de Panamá a Miami y mi labor para recuperar las Everglades. Incluso había logrado avances dentro de la comunidad cubana, que normalmente, desde los hechos en Bahía de Cochinos, entregaban más del 80 por ciento de los votos en las elecciones presidenciales a los republicanos. Tuve la bendición de contar con una espléndida organización en Florida y con el decidido apoyo del gobernador Lawton Chiles, que tenía una excelente relación con los votantes de las zonas más conservadoras del centro y el norte de Florida. A esa gente les gustaba Lawton, en parte porque devolvía los golpes cuando le atacaban. Como solía decir: «Ningún paleto de campo quiere un perro que no muerde». A principios de septiembre, Lawton vino conmigo para acompañarme durante la campaña en el norte de Florida y para felicitar al congresista Pete Peterson, que dejaba su cargo; Peterson había pasado seis años y medio como prisionero de guerra en Vietnam, y yo le había designado recientemente nuestro primer embajador en la zona desde el final de la guerra.
Pasé la mayor parte del mes recorriendo los estados donde había ganado en el 92. En una escapada hacia el oeste, también hice campaña en Arizona, un estado que no había votado por un presidente demócrata desde 1948, pero donde yo pensaba que podía ganar a causa de su creciente población hispana y de la incomodidad de muchos de los votantes del estado, conservadores tradicionales y moderados, respecto a la política de derechas de los republicanos del Congreso.
El día 16, recibí el apoyo de la Orden Fraternal de Policías. La OFP solía apoyar a los republicanos en las elecciones presidenciales pero, desde la Casa Blanca, habíamos colaborado con ellos durante cuatro años para poner más policías en las calles, impedir a los criminales comprar armas y prohibiendo las balas asesinas de policías. Querían cuatro años más de una colaboración así.
Dos días más tarde, anuncié uno de los éxitos medioambientales más importantes en todo mi mandato de ocho años, la designación de casi 6.900 kilómetros cuadrados de la Gran Escalera, en Escalante, como monumento nacional, en la remota y bella área de rocas rojas al sur de Utah, que contiene fósiles de dinosaurios y los restos de la antigua civilización india de los Anasazi. Tenía la autoridad para hacerlo, según la Ley de Antigüedades de 1906, que permite al presidente proteger terrenos federales de extraordinario valor cultural, histórico y científico. Hice la declaración conjuntamente con Al Gore, al borde del Gran Cañón, que Theodore Roosevelt ya había protegido con la misma ley. Mi acción era necesaria para detener la apertura de una enorme mina de carbón que hubiera alterado radicalmente el carácter del paraje. La mayoría de los funcionarios de Utah y muchos de los que querían el impulso económico que representaba la mina estaban en contra, pero la tierra no tenía precio, y yo pensaba que la calificación de monumento nacional atraería ingresos del turismo que, con el tiempo, compensarían sobradamente la pérdida de la mina.
Aparte del tamaño y de la euforia de las multitudes, en los actos de septiembre hubo anécdotas que probaban que las cosas nos iban bien. Después de un mitin en Longview, Texas, mientras estrechaba la mano a la gente, conocí a una madre soltera con dos hijos que había podido dejar la asistencia social para entrar en los AmeriCorps y que utilizaba el dinero de su beca para estudiar en la Facultad de Kilgore. Otra mujer se había acogido a la ley de baja familiar cuando a su esposo le diagnosticaron cáncer, y un veterano del Vietnam estaba agradecido por las prestaciones sanitarias y de incapacidad que podían recibir los niños nacidos con espina bífida a causa de la exposición de los padres al agente naranja durante la guerra. Tenía a su hija de doce años con él. La niña tenía espina bífida y ya había tenido que someterse a una docena de operaciones en su corta vida.
El resto del mundo no se detuvo a causa de la campaña. Durante la primera semana de septiembre, Sadam Husein volvió a crear problemas; atacó y ocupó la ciudad de Irbil en la zona kurda del norte de Irak, violando las restricciones que se le habían impuesto al final de la Guerra del Golfo. Dos facciones kurdas pugnaban por hacerse con el control de la zona; después de que una de ellas decidiera apoyar a Sadam, él atacó a la otra. Ordené lanzar ataques con bombas y misiles sobre las fuerzas iraquíes, y se retiraron.
El día 24, asistí en Nueva York a la sesión de apertura de Naciones Unidas. Fui el primero de muchos dirigentes mundiales que firmaron el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares; utilicé la pluma con la que el presidente Kennedy había firmado el Tratado de Moscú, de prohibición parcial de pruebas nucleares, treinta y tres años atrás. En mi discurso, esbocé un programa más amplio para reducir la amenaza de las armas de destrucción masiva, insté a los miembros de Naciones Unidas a que hicieran cumplir la Convención de Armas Químicas y a que se reforzaran las cláusulas de cumplimiento de la Convención de Armas Biológicas, así como a garantizar la congelación de producción de materiales fílsiles para su uso en armas nucleares, y a prohibir la utilización, producción, almacenamiento y venta de minas terrestres antipersona.
Mientras Naciones Unidas discutía la no proliferación de armas, el Oriente Medio explotó de nuevo. Los israelíes habían abierto un túnel por debajo del Monte del Templo, en la Vieja Ciudad de Jerusalén. Las ruinas del Templo de Salomón y de Herodes estaban debajo del monte, encima del que se erguía la Cúpula de la Roca y la mezquita de al-Aqsa, dos de los lugares más sagrados para los musulmanes. Desde que los israelíes se hicieron con el este de Jerusalén durante la guerra de 1967, el Monte del Templo, llamado Haram al-Sharif por los árabes, había estado bajo el control de los funcionarios musulmanes. Cuando se reabrió el túnel, los palestinos lo vieron como una amenaza a sus intereses políticos y religiosos y se produjeron disturbios y enfrentamientos armados. Después de tres días, más de sesenta personas murieron y otras muchas resultaron heridas. Hice un llamamiento a ambas partes para poner freno a la violencia y volver a reactivar el acuerdo de paz, mientras Warren Christopher quemaba las líneas telefónicas llamando al primer ministro Netanyahu y al presidente Arafat, para detener el derramamiento de sangre. Siguiendo el consejo de Christopher, invité a Netanyahu y a Arafat a la Casa Blanca para hablar de la cuestión.
Terminé el mes firmando una ley de presupuestos de la sanidad que ponía fin a los llamados partos ambulatorios y garantizaba una estancia hospitalaria de al menos cuarenta y ocho horas para las madres y sus recién nacidos. También proporcionaba asistencia médica a los hijos de los veteranos del Vietnam nacidos con espina bífida, como ya he dicho, y exigía los mismos límites de cobertura vital y anual en los seguros médicos de enfermedades físicas y mentales. El gran avance en la atención sanitaria a las enfermedades mentales era un tributo no solo a los grupos de defensa de los derechos de enfermos mentales, sino también a los esfuerzos personales del senador Pete Domenici, de Nuevo México, el senador Paul Wellstone, de Minnesota y Tipper Gore, a la cual yo había nombrado mi asesora oficial para medidas sanitarias sobre salud mental.
Pasé los dos primeros días de octubre con Netanyahu, Arafat y el rey Hussein, que había aceptado unirse a nuestra reunión para reactivar el proceso de paz. Al término de nuestras conversaciones, Arafat y Netanyahu me pidieron que me encargara de todas las preguntas de la prensa. Dije que aunque aún no se había resuelto el problema del túnel, ambas partes habían aceptado entablar inmediatamente negociaciones en la región, con la vista puesta en el fin de la violencia y el retorno al proceso de paz. En nuestra reunión, Netanyahu había reafirmado su compromiso de poner en marcha los acuerdos que se habían firmado antes de que él tomara posesión de su cargo, incluida la retirada de tropas israelíes de Hebrón. Poco después, el túnel volvió a sellarse, en un acto coherente con el compromiso de ambas partes de no hacer nada por cambiar el statu quo en Jerusalén hasta que llegara el momento de negociarlo.
El día 3, volví a la brecha en campaña; hablé en un mitin en Buffalo, Nueva York, una ciudad que siempre se ha portado bien conmigo. Iba de camino a Chautauqua, pero sirvió para prepararme para mi primer debate presidencial con Bob Dole en Hartford, Connecticut, el 6 de octubre. Todo nuestro equipo estaba allí, incluido mi asesor en medios de comunicación, Michael Sheehan. George Mitchell vino para hacer de Bob Dole en los ensayos del debate. Al principio me dio un baño, pero con la práctica fui mejorando. Entre las sesiones, Erskine Bowles y yo echábamos una partida de golf. Mi juego cada vez mejoraba más. En junio, finalmente logré batear por debajo de 80, pero aún no era capaz de ganar a Erksine cuando él estaba inspirado.
El debate se desarrolló de forma civilizada y creo que fue útil para la gente interesada en nuestras distintas filosofias de gobierno y en las posturas que manteníamos sobre diversos temas. Hubo un ligero enfrentamiento cuando Dole me atacó por meter miedo a los ciudadanos de mayor edad con mis anuncios en los que criticaba las rebajas de Medicare que había en el presupuesto republicano que veté; también repitió la afirmación de su discurso de convención de que yo había llenado la administración de jóvenes elitistas «que jamás habían crecido, ni hecho nada de verdad, y nunca se habían sacrificado, ni sufrido, ni aprendido», y que querían «financiar con el dinero del contribuyente dudosos proyectos para mayor gloria personal». Devolví la pelota diciéndole que uno de esos jóvenes «elitistas» que trabajaba para mí en la Casa Blanca había nacido en una caravana, y respecto a la acusación de que yo era demasiado progresista, «eso es lo que su partido siempre saca a relucir cuando la carrera está ajustada. Es como un viejo éxito del pasado… Sencillamente no creo que ese truco siga funcionando».
El segundo debate estaba previsto diez días más tarde en San Diego. Entretanto, Hillary, Al, Tipper y yo fuimos a ver el gran edredón del SIDA que cubría todo el Mall, en Washington, hecho con retazos distintos en honor de la gente que había muerto. Dos de ellos recordaban a amigos de Hillary y míos. Me sentía satisfecho porque la tasa de mortalidad a causa del SIDA estaba descendiendo y yo estaba decidido a seguir impulsando las investigaciones para desarrollar medicamentos que pudieran salvar vidas.
Mickey Kantor había negociado que el debate de San Diego fuera abierto al público. El día 16, los ciudadanos formularon buenas preguntas en la Universidad de San Diego y Dole y yo respondimos sin atacarnos personalmente hasta el final. En su declaración de cierre, Dole apeló a su base y recordó a la gente que yo me oponía a los límites de mandato, a las enmiendas constitucionales para equilibrar el presupuesto, a proteger la bandera de Estados Unidos y a prohibir las restricciones sobre las oraciones escolares voluntarias. Yo terminé con un resumen de mi programa para los siguientes cuatro años. Al menos la gente sabría cuáles eran las opciones.
Faltaban dos semanas para el día de las elecciones; las encuestas decían que yo tenía una ventaja de veinte puntos y el 55 por ciento de los votos. Ojalá no se hubiera difundido esa encuesta; restó algo de vida a la campaña, pues nuestros seguidores pensaron que las elecciones ya estaban en el bolsillo. Yo seguí trabajando duro y me concentré en nuestros objetivos escogidos, Arizona y Florida, y en los estados donde había ganado anteriormente, incluidos los tres que más me preocupaban: Nevada, Colorado y Georgia. El 25 de octubre celebramos un gran mitin en Atlanta, donde mi viejo amigo Max Cleland estaba metido en una carrera muy ajustada por su escaño en el Senado. Sam Nunn ofreció una serie de razones particularmente efectivas para defender mi reelección; me fui del estado pensando que quizá teníamos una posibilidad.
El 1 de noviembre, me lancé a la recta final de la campaña con un mitin durante la mañana en la Facultad de Santa Bárbara. En un día soleado y cálido, una gran multitud se congregó en la colina del campus que daba al océano Pacífico. Santa Bárbara era un buen sitio para poner punto y final a la campaña de California, pues era una zona mayoritariamente republicana que poco a poco había ido escorando hacia nosotros.
Desde Santa Bárbara, volé a Las Cruces, Nuevo México, y luego hasta El Paso, donde hubo la asistencia más multitudinaria de nuestra campaña, cuando más de cuarenta mil personas se acercaron al aeropuerto para prestarnos su apoyo; finalmente, terminé en San Antonio y el mitin tradicional en El Alamo. Sabía que no podríamos ganar en Texas pero quería rendir tributo a la lealtad de los demócratas del estado y, especialmente, a los hispanos que habían estado a mi lado.
Cuando nos adentramos en los tres últimos días de la campaña tuve que enfrentarme a un dilema. Algunos candidatos al Senado de estados relativamente pequeños me pedían que hiciera campaña para ellos. Mark Penn me dijo que si pasaba los últimos días de la campaña haciéndolo, en lugar de apuntar a los estados más grandes, quizá no obtendría la mayoría de los votos, por varias razones. En primer lugar, el impulso de nuestra campaña se había visto perjudicado durante las dos últimas semanas a causa de acusaciones que sostenían que el CDN había recibido cientos de miles de dólares de contribuciones ilegales de asiáticos, entre ellos gente que yo había conocido durante mi etapa de gobernador. Cuando me enteré, me puse furioso: mi presidente financiero, Terry McAuliffe, se había asegurado de que todas las contribuciones a nuestra campaña se comprobaran escrupulosamente, y se suponía que el CDN también tenía un sistema de vetos para rechazar las contribuciones cuestionables. Claramente, había problemas con los sistemas de verificación del CDN. Todo lo que podía decir era que debían devolver inmediatamente cualquier contribución ilícita. No importaba qué sucediera, la polémica sin duda nos haría daño en el día de las elecciones. En segundo lugar, Ralph Nader se presentaba por el Partido Verde y sin duda nos quitaría algunos votos de la izquierda. En tercer lugar, Ross Perot, que había entrado en campaña en octubre, demasiado tarde para participar en los debates, no obtendría tan buenos resultados como en 1992, pero terminaba su campaña como la anterior, atacándome sin tregua. Dijo que yo «estaría totalmente ocupado durante los dos siguientes años tratando de que no me metieran entre rejas», y me acusó de «evitar el reclutamiento», de tener «lagunas éticas, una financiación de campaña corrupta y una actitud relajada respecto al consumo de drogas». Finalmente, la participación electoral sería probablemente más baja que en 1992, porque a los votantes les habían dicho durante algunas semanas que la carrera electoral ya estaba decidida.
Mark Penn me aconsejó que si quería ganar la mayoría de votos, tenía que ir a los grandes centros de comunicación en los estados importantes y pedir a la gente que fuera a votar. De otro modo, si creían que el resultado no estaba en juego, los demócratas de ingresos inferiores probablemente no estarían tan motivados para ir a votar como los republicanos más pudientes o con una base ideológica más firme. Yo ya tenía algunos actos previstos en Florida y New Jersey y, siguiendo el consejo de Mark, nos detuvimos en Cleveland. Aparte de eso, también organicé actos en las carreras electorales para el Senado: Louisiana, Massachusetts, Maine, New Hamsphire, Kentucky, Iowa y Dakota del Sur. Solo Kentucky era duda para la carrera presidencial, pues yo iba por delante en todos los demás estados, excepto en Dakota del Sur, donde me imaginaba que los republicanos terminarían votando, siguiendo la tradición, a Dole. Decidí ir a estos estados porque pensé que valía la pena sacrificar los dos o tres puntos que había en juego en mi carrera presidencial para ganar más escaños demócratas en el Senado; además, los candidatos de seis de aquellos siete estados me habían ayudado en 1992 o en el Congreso.
El domingo 3 de noviembre, después de asistir a una misa en la escuela episcopal metodista africana de St. Paul, en Tampa, volé a New Hampshire para respaldar a nuestro candidato al Senado, Dick Swett; luego a Cleveland, donde el alcalde Mike White y el senador John Glenn me dieron un empujón de última hora; y a Lexington, Kentucky, para un mitin en la universidad estatal con el senador Wendell Ford, el gobernador Paul Patton y nuestro candidato al Senado, Steve Beshear. Yo era consciente de que resultaría difícil conseguir Kentucky a causa de la cuestión del tabaco y me animó mucho la presencia en el estrado del entrenador de baloncesto del equipo universitario de Kentucky, Rick Pitino. En un estado donde a toda la gente le gustaba el baloncesto y a casi la mitad no les gustaba yo, la presencia de Pitino fue de gran ayuda y requirió mucho valor por su parte.
Cuando llegué a Cedar Rapids, Iowa, eran las 8 de la noche. Yo quería estar allí por Tom Harkin, que se encontraba en una carrera muy ajustada por la reelección. Tom me había apoyado muchísimo en el Senado y, después de las primarias de 1992, él y su esposa Ruth, una abogada que trabajaba conmigo en la administración, se habían convertido en buenos amigos míos.
La última parada de la noche fue en Sioux Falls, en Dakota del Sur, donde el congresista demócrata Tim Johnson tenía una oportunidad real de hacerse con el escaño del actual senador republicano Larry Pressler. Tanto Johnson como su principal apoyo, el senador Tom Daschle, se habían portado muy bien conmigo. Como líder de la minoría del Senado, Daschle había sido valiosísimo para la Casa Blanca durante las batallas presupuestarias y la paralización del gobierno. Cuando me pidió que fuera a Dakota del Sur, no pude negarme.
Era casi medianoche cuando subí a la tarima en el centro de convenciones de la Sioux Falls Arena para hablar «en el último mitin de la última campaña a la que me presentaré». Puesto que era mi discurso final, solté la batería completa de nuestra trayectoria de éxitos, las batallas presupuestarias y lo que quería hacer en los siguientes cuatro años. Y dado que estaba en un estado rural como Arkansas, también les conté un chiste. Dije que el presupuesto de los republicanos me recordaba la historia de un político que quería pedirle el voto a un granjero pero no se atrevía a entrar en su patio porque había un perro ladrando. El político le pregunta al granjero: «¿Su perro muerde?». «No», le dice el granjero. Cuando el político avanza hacia el granjero, el perro le muerde. «¡Pensé que me había dicho que su perro no mordía!», grita y el granjero replica: «Hijo, ese no es mi perro». El presupuesto era su perro.
Las elecciones fueron tal y como Mark Penn había predicho: hubo una bajísima participación y yo gané por un 49 por ciento contra un 41. El voto electoral se repartió en 379 votos contra 159, y yo perdí tres estados que me había llevado en 1992, Montana, Colorado y Georgia, y gané en dos nuevos, Arizona y Florida, con un beneficio neto de nueve votos electorales.
En el cómputo de los números, las sutiles diferencias de los totales por estado entre 1992 y 1996 revelaban hasta qué punto los factores culturales influyeron en el resultado de algunos estados, mientras otros asuntos más tradicionales, sociales y económicos pesaban más en otros. Todas las elecciones competidas se deciden por esas ligeras variaciones, y en 1996 aprendí mucho de lo que importaba a los distintos grupos de ciudadanos. Por ejemplo, en Pennsylvania, un estado con muchos miembros de la ANR y votantes «pro vida», mi porcentaje de victoria fue el mismo que en 1992, gracias a un mayor margen en Filadelfia y al fuerte apoyo de Pittsburgh, mientras que mi porcentaje de votos bajó en el resto del estado a causa de las armas y de mi veto a la ley del aborto de nacimiento parcial. En Missouri, los mismos factores redujeron mi margen electoral casi a la mitad, del 10 al 6 por ciento. Obtuve la mayoría en Arkansas, pero mi margen fue ligeramente menor que en 1992; en Tennessee, bajó del 4,2 al 2,5 por ciento.
En Kentucky, el tabaco y las armas rebajaron nuestro margen del 3 por ciento al uno por ciento. Por las mismas razones, aunque estuve en cabeza en Carolina del Norte durante toda la carrera hasta el final, perdí por el 3 por ciento. En Colorado, pasamos de una victoria del 4 por ciento en 1992 a perder por 1,5 por ciento porque era más probable que los votantes de Perot en 1992 en el oeste hubieran votado a los republicanos en 1996, y porque estos habían ganado 100.000 votantes registrados más que los demócratas desde 1992, en parte como resultado del gran número de organizaciones de la Derecha Cristiana que habían establecido sus sedes en dicho estado. En Montana, esta vez perdí por una gran diferencia por la misma razón que en Colorado, la fuga de votos de Perot significaba que el senador Dole obtendría más que yo.
En Georgia, la última encuesta decía que ganaría por el 4 por ciento y sin embargo perdí por un uno por ciento. La Coalición Cristiana merecía una felicitación por ese resultado, pues en 1992 habían rebajado mi margen de victoria del 6 por ciento a un uno por ciento, distribuyendo masivamente sus «guías electorales» en las escuelas conservadoras el domingo antes de las elecciones. Los demócratas llevaban haciendo lo mismo en las iglesias negras durante años, pero la Coalición Cristiana, al menos en Georgia, era particularmente eficaz con ese método y logró dar la vuelta al resultado en un 5 por ciento tanto en 1992 como en 1996. Me decepcionó perder Georgia pero me alegré de que Max Cleland sobreviviera; obtuvo más votos de los blancos que yo. El Sur era muy duro a causa de los temas culturales; el único estado sureño en el que obtuve un margen de victoria holgado en 1996 fue Louisiana, que subió del 4,5 al 12 por ciento.
Por el contrario, mi porcentaje de victoria mejoró notablemente en las zonas culturalmente menos conservadoras o más sensibles a la situación económica. Mi margen sobre los republicanos subió al 10 por ciento o más en 1996 respecto a 1992 en Connecticut, Hawai, Maine, Massachusetts, New Jersey, Nueva York y Rhode Island. Conservamos nuestras grandes ventajas de 1992 en Illinois, Minnesota, Maryland y California, y aumentamos notablemente la diferencia en Michigan y Ohio. A pesar del tema de las armas, también gané un 10 por ciento respecto a mi resultado de 1992 en New Hampshire. También conservé mi victoria del uno por ciento en Nevada, en gran parte gracias a mi oposición de arrojar residuos nucleares norteamericanos en la zona sin realizar previamente estudios científicos que demostraran que no era perjudicial, y a la constante publicidad que mi postura recibía gracias a mi amigo y compañero de Georgetown, Brian Greenspun, presidente y editor de Las Vegas Sun, que estaba muy implicado en la cuestión.
En conjunto, estaba contento con los resultados. Había ganado más votos electorales que en 1992, y cuatro de los siete candidatos al Senado a los que había apoyado en campaña ganaron su escaño: Tom Harkin, Tim Johnson, John Kerry y, en Louisiana, Mary Landrieu. Pero el hecho de que mi reparto de votos fuera considerablemente más bajo que la calificación que mi labor recibía, así como el resultado de la encuesta de popularidad y el porcentaje de gente que decía que le parecía bien mi presidencia, fue un lúcido recordatorio del poder de los temas culturales como las armas, los derechos de los gays y el aborto, especialmente entre las parejas blancas casadas del Sur, el Oeste central y el Medio Oeste rural, y entre los hombres blancos de todo el país. Todo lo que podía hacer era seguir buscando un terreno común y tratar de atemperar el amargo bipartidismo de Washington haciendo mi labor de presidente lo mejor posible.
Esta vez el ambiente en el mitin de victoria en el edificio Old State en Little Rock era muy distinto de la primera vez. Había mucha gente, pero la celebración no estaba tanto marcada por una euforia ruidosa como por la genuina alegría de que nuestra nación funcionara mejor, y porque el pueblo norteamericano hubiera dado su aprobación al trabajo que yo realizaba.
Dado que el resultado electoral no había sido ningún misterio durante las últimas semanas, era fácil no apreciar su significado. Después de las elecciones de 1994, me habían ridiculizado; me habían tratado de figura irrelevante, destinada al fracaso en 1996. Al principio de la batalla presupuestaria, con el cierre que implicaba la paralización del gobierno planeando sobre mi cabeza, no estaba nada claro si yo podría prevalecer o si los ciudadanos apoyarían mi postura frente a los republicanos. Ahora me había convertido en el primer presidente demócrata reelegido para un segundo mandato desde Franklin Roosevelt, en 1936.
Cuarenta y siete
El día después de las elecciones volví a la Casa Blanca para celebrarlo en el Jardín Sur con mi equipo, el gabinete, otros altos cargos, la gente que había trabajado en la campaña y los dirigentes del Partido Demócrata. En mi breve intervención, mencioné que la noche anterior mientras esperaba los resultados de la elección, me reencontré con la gente que había trabajado conmigo en Arkansas cuando era fiscal general y gobernador, y que «les dije algo que quiero decirles a ustedes ahora: siempre he trabajado muy duro y he exigido mucho a mi equipo. Siempre me concentro en el problema que tengo ante mí. A veces no digo "gracias" lo bastante. Siempre he sido duro conmigo mismo y creo que, sin darme cuenta, he sido demasiado duro con la gente que trabaja aquí».
Nuestro equipo había conseguido mucho durante los últimos cuatro años en circunstancias extremadamente difíciles, consecuencia de los dos primeros años de cobertura extremadamente negativa de la prensa, de la pérdida del Congreso en 1994, de la factura emocional y financiera que se cobró Whitewater, de las tragedias personales y de las constantes exigencias inherentes en un proyecto que trataba de darle la vuelta al país. Me había esforzado por mantener alto el ánimo de todo el mundo y evitar que nos distrajeran las tragedias, la basura y los contratiempos. Ahora que el pueblo estadounidense nos había dado otro mandato, abrigaba la esperanza de que durante los siguientes cuatro años tendríamos más libertad para dedicarnos a la gestión pública sin la confusión y la lucha que habíamos tenido que soportar durante el primer mandato.
Me habían impresionado las declaraciones de finales de octubre del arzobispo de Chicago, el cardenal Bernardin, un incansable defensor de la justicia social al que Hillary y yo conocíamos y admirábamos. Bernardin estaba muy enfermo y no le quedaba mucho tiempo de vida cuando dijo: «Una persona que se está muriendo no tiene tiempo para lo accesorio o lo casual… es un error gastar el precioso regalo del tiempo que hemos recibido, en acritud y división».
La semana después de las elecciones, muchas personas clave del gobierno anunciaron su intención de marcharse a final de año, entre ellas Leon Panetta y Warren Christopher. Chris llevaba cuatro años viviendo en un avión y Leon nos había guiado a través de las batallas presupuestarias, además de acompañarme durante toda la noche electoral jugando a cartas conmigo. Los dos querían regresar a su hogar en California y llevar una vida normal. Me habían servido bien a mí y a la nación, y les iba a echar de menos. El 8 de noviembre anuncié que Erskine Bowles se convertiría en el nuevo jefe de gabinete. Su hijo más pequeño se había ido a la universidad y ahora Bowles estaba libre para trabajar de nuevo con nosotros, aunque le iba a costar un ojo de la cara, pues de nuevo tuvo que abandonar sus lucrativas inversiones empresariales.
Gracias a Dios, Nancy Hernreich y Betty Currie se quedaban con nosotros. Para entonces, Betty conocía a la mayor parte de mis amigos en todo el país, se encargaba de buena parte de las llamadas telefónicas y era una maravillosa ayuda para mí en la oficina. Nancy entendía la dinámica de nuestra oficina y mi necesidad de implicarme en los detalles del día a día, pero a la vez mantener cierta distancia. Se esforzaba por que mi trabajo fuera más sencillo y mantenía las actividades del Despacho Oval a pleno rendimiento. Stephen Goodin, que entonces era mi ayudante presidencial, se marchaba, pero habíamos conseguido un buen sustituto: Kris Engskov, que llevaba en la Casa Blanca desde el principio y a quien conocí en el norte de Arkansas, en 1974, durante mi primera campaña. Puesto que el ayudante del presidente se sentaba justo al otro lado de la puerta del Despacho Oval, estaba siempre conmigo y a mi lado. Era bueno tener en ese puesto a alguien que conocía desde hacía mucho tiempo y que disfrutaba enormemente con su trabajo. También tuve la suerte de contar con Janis Kearny, la cronista de la Casa Blanca. Janis había sido la editora del Arkansas State Press, el periódico negro de Little Rock, y mantenía un meticuloso archivo con datos de todas nuestras reuniones. No sé qué hubiera hecho sin mi equipo del Despacho Oval.
Una semana más tarde anuncié que prorrogaríamos dieciocho meses nuestra misión en Bosnia. Hillary y yo estábamos de camino a Australia, las Filipinas y Tailandia para un viaje que era una mezcla de vacaciones, que necesitábamos desesperadamente, y trabajo. Comenzamos con tres días de pura diversión en Hawaii, luego volamos a Sydney, Australia. Después de una reunión con el primer ministro, John Howard, un discurso en el parlamento australiano en Camberra y un día en Sydney que incluyó un partido de golf con uno de los mejores golfistas de nuestros tiempos, Greg Norman, volamos a Port Douglas, un centro turístico en la costa del mar del Coral, cerca de la Gran Barrera de Coral. Durante nuestra estancia allí caminamos por la selva tropical de Daintree, con un guía aborigen, dimos una vuelta por una reserva natural donde acaricié a un koala llamado Chelsea y buceamos alrededor del impresionante arrecife. Como todos los arrecifes de coral del mundo, estaba amenazado por la contaminación del océano, el calentamiento de la tierra y los abusos humanos. Justo antes de partir para verlo, anuncié que Estados Unidos apoyaba la Iniciativa Arrecifes de Coral, diseñada para evitar que todos los arrecifes del planeta siguieran deteriorándose.
Volamos de Australia a Filipinas para la cuarta reunión de líderes de la Asociación Asia-Pacífico, una cumbre cuyo anfitrión era el presidente Fidel Ramos. El resultado principal de la conferencia fue un acuerdo que yo impulsé y que eliminaba todos los aranceles sobre ordenadores, semiconductores y tecnologías de telecomunicaciones hacia el año 2000, un cambio que redundaría en un aumento de las exportaciones y más empleos con salarios altos para Estados Unidos.
Visitamos Tailandia para honrar el quincuagésimo año del reinado de uno de los aliados más antiguos de Estados Unidos en el sudeste asiático: Estados Unidos había firmado un tratado de amistad y comercio con el rey de Siam en 1833. El rey Bhumibol Adulyadej era un pianista de talento y un gran aficionado al jazz. Le hice un regalo de cumpleaños que cualquier aficionado apreciaría: un gran dossier de fotografías de músicos de jazz firmado por el gran fotógrafo Herman Leonard.
Regresamos a casa a tiempo para la tradicional celebración del Día de Acción de Gracias en Camp David. Este año nuestro grupo incluía a dos encantadores sobrinitos: el hijo de Roger, Tyler, y el hijo de Tony, Zach. Verles jugar juntos nos hacía sentir el espíritu de las fiestas.
En diciembre tuve que remodelar buena parte de mi administración. Bill Perry, John Deutch, Mickey Kantor, Bob Reich, Hazel O'Leary, Laura Tyson, y Henry Cisneros se marchaban. También estábamos perdiendo a gente muy valiosa en la Casa Blanca. Harold Ickes volvía al ejercicio del derecho y a los trabajos de consultoría y la jefe de gabinete adjunta, Evelyn Lieberman, se trasladaba al Departamento de Estado para dirigir la Voz de América.
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