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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 13)


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A principios de ese mismo mes anuncié la composición de mi nuevo equipo de Seguridad Nacional: Madeleine Albright sería secretaria de Estado; Bill Cohen, ex senador republicano por Maine, secretario de Defensa; Tony Lake dirigiría la CIA; Bill Richardson sería el embajador ante Naciones Unidas y Sandy Berger sería mi asesor de Seguridad Nacional. Albright había hecho un trabajo extraordinario en Naciones Unidas y comprendía los desafíos a los que nos enfrentábamos, especialmente en los Balcanes y en Oriente Próximo. En mi opinión, se había ganado el derecho a ser la primera mujer secretaria de Estado. Bill Richardson había demostrado ser un diplomático muy hábil en sus esfuerzos en Corea del Norte e Irak, y me alegré mucho cuando aceptó ser el primer embajador hispano de Estados Unidos ante Naciones Unidas.

Bill Cohen era un político elocuente y de aspecto juvenil que llevaba años sosteniendo unas ideas muy innovadoras sobre las cuestiones de defensa. Había ayudado a dar forma al tratado START I y había tenido un papel clave en la legislación que reconocía y fortalecía la estructura de mando militar en la década de 1980. Quería a un republicano en el gabinete y Cohen me gustaba y le respetaba, de modo que creí que podría encargarse de la nada sencilla tarea de sustituir a Bill Perry. Cuando le prometí que jamás politizaría las decisiones sobre defensa, aceptó el trabajo. No me gustó nada perder a John Deutch en la CIA. Había hecho una espléndida labor de secretario adjunto de defensa y luego se había ocupado de la dura tarea de llevar las riendas de la CIA después del breve período de Jim Woolsey. El trabajo de Tony Lake en el Consejo de Seguridad Nacional le permitía entender de forma particularmente profunda los puntos fuertes y las debilidades de nuestras actividades de inteligencia, lo que resultaba de especial importancia dado el auge del terrorismo.

Sandy Berger fue mi primera y única opción para el puesto de asesor de Seguridad Nacional. Éramos amigos desde hacía veinte años. No tenía problemas en darme malas noticias ni en mostrarse en desacuerdo conmigo en las reuniones y había hecho un trabajo impecable en una gran variedad de temas durante el primer mandato. La capacidad analítica de Sandy era notable. Evaluaba de forma exhaustiva los problemas complejos y detectaba posibles escollos que a otros se les pasaban por alto, sin que por ello le paralizaran. Conocía mis puntos fuertes y débiles y sabía sacar el máximo partido de lo primero y minimizar lo segundo. Tampoco permitía nunca que su ego se entremetiera en su capacidad de tomar decisiones.

También se marchaba George Stephanopoulos. Me había dicho, no mucho antes de las elecciones, que estaba agotado y tenía que irse. Hasta que leí sus memorias no tuve ni idea de lo difíciles que aquellos años de tantas presiones habían sido para él o lo duro que había sido consigo mismo y conmigo. George iba a iniciar una carrera en la enseñanza y en televisión, donde deseé que fuera más feliz.

En menos de dos semanas había cubierto el resto de vacantes en el gabinete. Nombré a Bill Daley, de Chicago, secretario de Comercio después de que Mickey Kantor me dijera, para mi pesar, que deseaba regresar a la vida privada. Daley era un hombre de talento que había encabezado nuestra campaña para el TLCAN. Charlene Barshefsky había sido la representante comercial en funciones durante los ocho meses que habían pasado desde que Mickey Kantor se había ido a Comercio. Estaba haciendo un trabajo fantástico y había llegado el momento de eliminar el «en funciones» de su título.

También nombré a Alexis Herman para que sucediera a Bob Reich en el Departamento de Trabajo; al secretario adjunto de Vivienda y Desarrollo Urbano, Andrew Cuomo, para que sustituyera a Cisneros en VDU y a Federico Peña para que reemplazara a Hazel O'Leary en Energía. Por su parte, Rodney Slater, administrador federal de las autopistas sucedió a Peña como secretario de Transportes y nombré a Aída Álvarez directora de la Agencia para la Pequeña Empresa. Designé a Gene Sperling para que dirigiera el Consejo Económico Nacional tras la partida de Laura Tyson, y a la doctora Janet Yellen, profesora de Larry Summers en Harvard, presidenta del Consejo de Asesores Económicos. Bruce Reed se convirtió en mi asesor de política interior, reemplazando a Carol Rasco, que iba al Departamento de Educación a dirigir nuestro programa «América Lee». Nombré a Sylvia Matthews, una brillante joven que trabajaba para Bob Rubin, para sucederle como adjunta al jefe de gabinete.

Bob Reich había hecho una buena labor en el Departamento de Trabajo y formaba parte del equipo económico, pero la situación se estaba volviendo complicada para él. No estaba de acuerdo con mis políticas económicas y presupuestarias, pues creía que hacían demasiado hincapié en la reducción del déficit y demasiado poco en educación, formación y nuevas tecnologías. Bob también quería regresar a su casa en Massachusetts con su mujer, Clare, y sus hijos.

Me partía el corazón perder a Henry Cisneros. Éramos amigos desde antes de que me presentara a la presidencia, había hecho un trabajo brillante en VDU y, durante más de un año, Henry había sido objeto de una investigación por un fiscal independiente por unas declaraciones incorrectas sobre sus gastos personales en la entrevista que le hizo el FBI antes de acceder al cargo en VDU. La ley consideraba delito que alguien designado para un cargo público hiciera una declaración errónea y modificara «esencialmente» los hechos, pues esa tergiversación afectaría el proceso de confirmación. El senador Al D'Amato, cuyo comité había recomendado que se confirmara a Cisneros, escribió una carta diciendo que la tergiversación de Henry de los detalles de los gastos no habría afectado su voto ni a los de ningún otro senador miembro del comité. Los fiscales de la oficina de integridad pública del Departamento de Justicia afirmaban que no debía nombrarse un fiscal especial.

Desgraciadamente, Janet Reno también remitió el caso de Cisneros al tribunal del juez Sentelle. Como era de esperar, ese tribunal le adjudicó un fiscal especial republicano que tenía un conflicto de intereses en el caso. David Barrett era un hombre muy partidista, que a pesar de que no se le había acusado de ninguna actividad ilícita, mantenía estrechos lazos con funcionarios condenados durante los escándalos que habían afectado al VDU durante la administración Reagan. Nadie había acusado a Henry de tener una conducta inadecuada en su trabajo pero, aun así, lo habían arrastrado al entorno de Whitewater. Las facturas que le pasaban sus abogados le habían endeudado tanto, que tenía que ganar más dinero para las minutas legales y a la vez pagar la universidad de sus dos hijos. Le estaba profundamente agradecido por haberse quedado conmigo durante los cuatro años del primer mandato.

Aunque había hecho muchos cambios, creía que podríamos mantener el espíritu de camaradería y trabajo en equipo que había caracterizado el primer mandato. La mayor parte de los nuevos designados venían de otros trabajos en la administración y la mayoría de los miembros de mi gabinete seguían conmigo.

Hubo muchos acontecimientos interesantes en política exterior en diciembre. El día 13, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, con el firme apoyo de Estados Unidos, escogió a un nuevo secretario general de la organización, Kofi Annan, de Ghana. Annan era la primera persona procedente del África subsahariana en detentar este cargo. Como subsecretario de Naciones Unidas para el mantenimiento de la paz durante los cuatro años anteriores, había apoyado nuestras iniciativas en Bosnia y en Haití. Madeleine Albright pensaba que era un líder nato y me pidió que le apoyara; Warren Christopher, Tony Lake y Dick Holbrooke también me lo pidieron. Kofi era un hombre inteligente; su impresionante presencia transmitía a la vez calma y autoridad. Había dedicado la mayor parte de su vida profesional al servicio de Naciones Unidas, pero eso no le impedía reconocer sus carencias; además, tampoco se había acomodado. En vez de ello, estaba decidido a que las actividades de Naciones Unidas fueran más eficaces y más responsables. Esto hablaba en su favor y era vital para que yo pudiera persuadir a los republicanos del Congreso de que pagáramos nuestras deudas a Naciones Unidas. Debíamos mil quinientos millones en atrasos y, desde 1995, cuando los republicanos se hicieron con la mayoría, el Congreso se había negado a pagar hasta que la organización se reformara. Yo creía que la negativa a pagar nuestras deudas era irresponsable y nos perjudicaba tanto a nosotros como a Naciones Unidas, pero estaba de acuerdo en que la reforma era necesaria.

En Oriente Próximo, el primer ministro Netanyahu y el presidente Arafat trataban de resolver sus diferencias. La víspera de Navidad, Netanyahu fue a Gaza durante tres horas para hablar con él. Mientras transcurrían los últimos días del año, mi enviado, Dennis Ross, iba de uno a otro tratando de cerrar un acuerdo que permitiera la entrega de Hebrón a los palestinos. No podíamos darlo por hecho, pero empecé 1997 con más esperanzas depositadas en el proceso de paz que las que había albergado en los últimos meses.

Después de pasar los primeros días de Año Nuevo en St. Thomas, en las Islas Vírgenes, una parte de nuestra nación que los presidentes casi nunca visitan, mi familia regresó a casa para la toma de posesión y mi quinto año como presidente. En muchos sentidos, sería el año más normal de mi presidencia hasta entonces. Durante la mayor parte de los doce meses, todo lo que rodeaba al caso Whitewater apenas se interpuso en mi trabajo; solo de vez en cuando reaparecían algunas investigaciones sobre la financiación de la campaña.

En los días previos a la toma de posesión, celebramos una serie de actos para subrayar que las cosas iban por buen camino. Destacamos que se habían creado 11,2 millones de empleos en los últimos cuatro años, que se había producido el descenso más radical del índice de criminalidad en veinticinco años y que se habían reducido en un cuarenta por ciento los impagos de los créditos estudiantiles.

Corregí una vieja injusticia otorgando la Medalla de Honor del Congreso a siete veteranos afroamericanos de la Segunda Guerra Mundial. Sorprendentemente, no se había concedido ninguna Medalla de Honor a los negros que habían luchado en esa guerra. La selección de los galardonados se realizó a partir de un exhaustivo estudio de sus expedientes militares. Seis de las medallas se concedieron a título póstumo, pero uno de los condecorados, Vernon Baker, de setenta y siete años, vino a la Casa Blanca para asistir a la ceremonia. Era un hombre impresionante, de una dignidad reposada y una inteligencia preclara: cuando era un joven teniente en Italia, había acabado él solo con tres nichos de ametralladoras, un puesto de observación y un refugio subterráneo. Cuando le preguntaron cómo había podido aguantar la discriminación y los prejuicios después de haber dado tanto por su país, Baker dijo que había vivido toda su vida según un credo muy simple: «Respeta antes de esperar que te respeten, trata a la gente como te gustaría que te trataran a ti, acuérdate de tus objetivos, da ejemplo y sigue adelante». A mí me sonaba muy bien.

Al día siguiente de la ceremonia de la Medalla de Honor, el primer ministro Netanyahu y el presidente Arafat me llamaron para decirme que por fin habían llegado a un acuerdo sobre el despliegue israelí en Hebrón, con lo que concluían con éxito las conversaciones iniciadas en septiembre. El acuerdo de Hebrón era una parte relativamente pequeña del proceso de paz, pero era la primera vez que Netanyahu y Arafat conseguían algo juntos. Si no lo hubieran logrado, todo el proceso habría estado en grave peligro. Dennis Ross había trabajado con ellos prácticamente veinticuatro horas al día durante un par de semanas y, durante las últimas sesiones de negociación, tanto el rey Hussein como Warren Christopher habían presionado a las partes para que llegaran a un acuerdo. El presidente Mubarak también intervino cuando le llamé para pedirle ayuda a la una de la madrugada a El Cairo al final del Ramadán. Oriente Próximo era así; a veces hacían falta todos los marineros a bordo para conseguir que se hicieran las cosas.

Tres días antes de la toma de posesión le concedí la Medalla Presidencial de la Libertad a Bob Dole; en la ceremonia destaqué que desde su participación en la Segunda Guerra Mundial, en la que resultó gravemente herido al acudir al rescate de un camarada caído, y a pesar de todos los altibajos de su carrera política, Dole «había convertido la adversidad en ventaja, el dolor en voluntad de servicio público y encarnaba el lema del estado que tanto amaba y al que había continuado sirviendo con dedicación: Ad astra per aspera, a las estrellas a través de las dificultades». A pesar de que habíamos sido rivales y de que discrepábamos en muchas cosas, Dole me gustaba. Podía ser agresivo y muy duro en una pelea, pero ni era un fanático ni quería destruir al contrario, al contrario de lo que hacían muchos de los republicanos de extrema derecha que ahora dominaban su partido en Washington.

Tuve un encuentro fascinante con Dole un mes atrás. Vino a verme y me trajo un pequeño juguete, que dijo que era de su perro, para nuestro gato, Socks. Hablamos sobre las elecciones, sobre política exterior y sobre las negociaciones presupuestarias. La prensa todavía estaba haciéndose eco de los abusos financieros de la campaña. Además del CDN, el Comité Republicano Nacional y la campaña de Dole habían cometido algunas irregularidades. Me habían criticado por invitar a mis partidarios a pasar la noche en la Casa Blanca y por tomar café por la mañana con miembros de la administración, partidarios, donantes y con muchos otros que no tenían vínculos políticos conmigo.

Le pregunté a Dole si, basándose en sus años de experiencia, la política y los políticos en Washington eran más o menos honestos que treinta años atrás. «Oh, está clarísimo –dijo–. Son mucho más honestos hoy en día.» Luego le pregunté: « ¿Pero estaría de acuerdo en que la gente cree que las cosas se hacen de forma menos honesta?». «Desde luego –dijo–, pero se equivocan.»

Yo estaba impulsando con fuerza una nueva propuesta de ley para reformar la financiación de las campañas patrocinada por el senador John McCain y el senador Russ Feingold, pero dudaba de que su aprobación fuera a aumentar la confianza de la gente en la integridad de sus políticos. Fundamentalmente la prensa estaba en contra de la influencia que tenía el dinero en las campañas, a pesar de que la mayor parte del dinero se gastaba en anuncios en medios de comunicación. A menos que estableciéramos por ley que se concediera a los partidos tiempo en antena gratuito o a precio reducido –propuesta a la que los medios, por regla general, se oponían– o que las campañas se hicieran con financiación pública –una opción que contaba con escaso apoyo en el Congreso y entre la opinión pública–, los medios seguirían siendo los mayores destinatarios de los dólares de las campañas, a pesar de que se burlaban de los candidatos por recaudar los fondos con los que les pagaban.

En mi discurso inaugural, dibujé el retrato más vivaz que pude de lo que sería Estados Unidos en el siglo XXI, y dije que el pueblo norteamericano no había «mantenido en el cargo a un presidente de un partido y a un Congreso de otro… para fomentar la política de enfrentamientos por nimiedades y el extremo partidismo que tanto deploraban», sino para que trabajaran conjuntamente en «la misión de América».

Las ceremonias inaugurales, como las fiestas de celebración de nuestra victoria en noviembre, fueron mucho más serenas, incluso relajadas, a pesar de que la misa de la mañana fue muy animada debido a los encendidos sermones de los reverendos Jesse Jackson y Tony Campolo, un pastor evangelista italiano de Filadelfia que quizá era el único predicador blanco de Estados Unidos que podía mantenerse al nivel de Jesse. La atmósfera en la comida con el Congreso fue amistosa e incluso le hice ver al nuevo líder de la mayoría en el Senado, Trent Lott, de Mississippi, que él y yo compartíamos una gran deuda con Thomas Jefferson: si no hubiera decidido comprar el territorio de Lousiana a Francia, ninguno de los dos hubiéramos llegado donde estábamos. Strom Thurmond, un senador de noventa y cuatro años que estaba sentado junto a Chelsea le dijo: « ¡Si tuviera setenta años menos te pediría una cita!». No es sorprendente que viviera tanto. Hillary y yo asistimos a los catorce bailes inaugurales; en uno de ellos conseguí bailar con mi preciosa hija, que ahora estaba en el último curso del instituto. No iba a estar en casa mucho más tiempo y saboreé el momento.

El día después de la inauguración, como resultado de una investigación que se remontaba a algunos años atrás, la Cámara de Representantes votó reprender al portavoz Gingrich y multarle con trescientos mil dólares por haber violado en diversas ocasiones las reglas de ética de la Cámara: había usado fondos exentos de impuestos para propósitos políticos, fondos que habían donado sus partidarios a supuestas organizaciones benéficas; también había dado respuestas falsas sobre sus actividades a los investigadores del Congreso. El abogado del Comité de Ética de la Cámara dijo que Gingrich y sus partidarios políticos habían infringido las leyes fiscales y que había pruebas de que el portavoz había inducido a engaño adrede al comité sobre ello.

A finales de la década de 1980, Gingrich había encabezado la carga para deponer a Jim Wright de su cargo de portavoz de la Cámara porque sus partidarios habían comprado, al por mayor, ejemplares de una autoedición de los discursos de Wright, en un supuesto intento para saltarse el reglamento de la Cámara, que prohibe a los miembros aceptar dinero a cambio de hacer declaraciones. A pesar de que los cargos contra Gingrich eran mucho más graves, el jefe de disciplina republicano, Tom DeLay, se quejó de que la multa y la reprimenda eran completamente desproporcionadas respecto a la falta cometida y que era un abuso del proceso de control de la ética de la cámara. Cuando me preguntaron sobre el asunto, pude haber pedido al Departamento de Justicia o al fiscal de Estados Unidos que investigara los cargos de evasión fiscal y las mentiras al Congreso; en lugar de ello, dije que la Cámara debía encargarse de aquella cuestión «y luego debíamos volver a trabajar en interés de la gente». Dos años después, cuando quien estaba en apuros era otro, Gingrich y DeLay no se mostraron tan generosos.

Poco antes de la inauguración, como preparación para el segundo mandato y para el Estado de la Unión, convoqué a unos ochenta miembros del personal de la Casa Blanca y de los diversos departamentos a una reunión de todo un día en la Blair House para centrarnos en dos cosas: el significado de lo que habíamos hecho en los primeros cuatro años y qué íbamos a hacer en los siguientes cuatro.

Yo creía que en el primer mandato habíamos conseguido seis logros importantes: (1) restablecer el crecimiento económico sustituyendo la economía de la oferta por nuestra política más disciplinada de «inversión y crecimiento»; (2) habíamos resuelto el debate sobre el papel del gobierno en nuestras vidas demostrando que no es ni el enemigo ni la solución, sino el instrumento para dar a nuestra gente las herramientas y disponer las condiciones necesarias para que saquen el mayor provecho de sus vidas; (3) reafirmar la primacía de la comunidad como el modelo político operativo para Estados Unidos, rechazando las divisiones por razón de raza, religión, sexo, orientación sexual o filosofía política; (4) reemplazar la retórica por la realidad en nuestra política social, demostrando que la acción del gobierno podía ser efectiva en áreas como la asistencia social y el crimen si se llevaba a cabo con sentido común y creatividad, y no solo con palabras duras y retórica exaltada; (5) restablecer la familia como la unidad primaria de la sociedad, una unidad que el gobierno podía reforzar con políticas como la ley de baja familiar, la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, el aumento del salario mínimo, el chip V, la iniciativa contra la publicidad del tabaco dirigida a los adolescentes, los esfuerzos para aumentar las adopciones y las nuevas reformas en sanidad y educación, y (6) habíamos reafirmado el liderazgo de Estados Unidos en el mundo tras la Guerra Fría, como una fuerza defensora de la democracia, la prosperidad compartida y la paz, y contra las nuevas amenazas del terrorismo, las armas de destrucción masiva, el crimen organizado, el narcotráfico y los conflictos raciales y religiosos.

Estos éxitos eran la base desde la que podíamos proyectar a Estados Unidos hacia un nuevo siglo. Puesto que los republicanos controlaban el Congreso y es más complicado poner en marcha grandes reformas cuando las cosas van bien, no estaba seguro de qué o cuánto podríamos conseguir en mi segundo mandato, pero estaba decidido a seguir intentándolo.

El 4 de febrero, durante el discurso del Estado de la Unión, pedí al Congreso que en primer lugar concluyera el trabajo que nuestro país había dejado a medias: equilibrar el presupuesto, aprobar la propuesta de ley para reformar la financiación de las campañas, completar la reforma de la asistencia social ofreciendo más incentivos a los empleados y a los estados para que pudieran contratar a receptores de asistencia, y más formación, transporte y ayudas para el cuidado de los niños que facilitaran que la gente fuera a trabajar. También pedí que se restauraran las prestaciones sanitarias y de incapacitación para los inmigrantes legales, que los republicanos habían eliminado en 1996 para hacer sitio en el presupuesto a sus recortes fiscales.

Mirando hacia el futuro, pedí al Congreso que se uniera a mí para hacer de la educación nuestra principal prioridad puesto que «todo niño de ocho años tiene que ser capaz de leer, todo niño de doce años debe saber conectarse a internet, todo joven de dieciocho años debe poder ir a la universidad y todo adulto norteamericano debe poder seguir aprendiendo durante toda su vida». Ofrecí un plan de diez puntos para conseguir estos objetivos, en el que se incluían el desarrollo de estándares nacionales y exámenes para medir el rendimiento y su cumplimiento; la certificación de cien mil «maestros de maestros» por la Junta Nacional de Estándares Pedagógicos Profesionales, cuando en aquel momento, en 1995, solo había 500; la iniciativa «América Lee» para los niños de ocho años, a la que sesenta presidentes de universidades ya habían aceptado apoyar; más niños en preescolar; elección de las escuelas públicas en todos los estados; formación del carácter en todas las escuelas; un programa dotado de varios miles de millones de dólares para construir y reparar instalaciones deterioradas y construir nuevas en los distritos escolares que estaban tan masificados que se estaban impartiendo clases en trailers; una beca de mil quinientos dólares durante los dos primeros años de la universidad y una deducción de diez mil dólares para toda la educación superior después del instituto; una «propuesta de ley GI» para que los trabajadores norteamericanos financiaran una beca de formación a los adultos que necesitaban mayor preparación, y un plan para conectar a todas las aulas y a todas las bibliotecas a internet para el año 2000.

Dije al Congreso y al pueblo norteamericano que el mayor poder de Estados Unidos durante la Guerra Fría había sido una política exterior común a los dos partidos. Ahora, cuando la educación era esencial para nuestra seguridad en el siglo XXI, pedía que la enfocáramos de la misma manera: «La política debe detenerse en la puerta de la escuela».

También pedí al Congreso que apoyara los demás compromisos que yo había adquirido con el pueblo norteamericano durante mi campaña: la expansión de la ley de baja familiar; un aumento importante de la investigación sobre el SIDA para conseguir desarrollar una vacuna; la extensión del seguro médico a los hijos de la gente trabajadora con ingresos bajos que no pudiera permitirse pagarlo; la lucha comprometida contra el crimen juvenil, la violencia, las drogas y las bandas; doblar el número de las zonas de desarrollo y el número de depósitos de residuos tóxicos limpiados, y la continuada expansión de los servicios y programas comunitarios.

En política exterior, pedí apoyo para la expansión de la OTAN, para el acuerdo nuclear con Corea del Norte; para la ampliación de la misión en Bosnia; para aumentar nuestro compromiso con China; autorización para utilizar la «vía rápida» en las negociaciones comerciales, que requiere que el Congreso vote sobre los acuerdos comerciales a favor o en contra, sin enmiendas; un programa de modernización de armas en el Pentágono para hacer frente a los nuevos desafíos de seguridad, y la ratificación de la Convención de Armas Químicas, que yo creía que sería un instrumento muy útil para proteger a Estados Unidos de ataques terroristas con gas venenoso.

En el discurso, traté de extender la mano hacia los republicanos y hacia los demócratas; dije que defendería el voto de cualquiera de ellos que defendiera un presupuesto equilibrado y cité un versículo de las escrituras, Isaías 58:12: «te llamarán el que acorta las brechas y el que restaura senderos frecuentados». De una u otra forma, esto es lo que yo había tratado de hacer durante la mayor parte de mi vida.

Los medios tienen un apetito limitado para la política, a diferencia de su voracidad para deglutir escándalos, lo que se hizo obvio con un punto de humor al final de mi discurso. Yo tenía lo que creía que era un colofón muy bueno; señalé que «un niño nacido esta noche prácticamente no recordará nada del siglo XX. Todo lo que ese niño sabrá de Estados Unidos lo sabrá por lo que hagamos a partir de ahora para construir el nuevo siglo». Recordé a todos los que me escuchaban que solo nos quedaban algo más de mil días hasta el nuevo siglo, «mil días para construir un puente hacia la nueva tierra prometida». Mientras yo hacía estas declaraciones, las cadenas de televisión dividieron la pantalla en dos para que los espectadores pudieran ver el veredicto del jurado en el pleito civil contra O. J. Simpson por el asesinato de su mujer, un juicio que se inició después de que el jurado no le condenara en el juicio penal. Los espectadores oyeron a la vez el veredicto del jurado contra Simpson y mis exhortaciones sobre el futuro. Todavía me sentía afortunado porque no me hubieran cortado por completo y porque la respuesta del público al discurso fue positiva.

Dos días después presenté mi presupuesto al Congreso. El presupuesto equilibraba las cuentas nacionales de Estados Unidos en cinco años; aumentaba la inversión en educación en un 20 por ciento, incluida la mayor subida de las ayudas para la universidad desde la propuesta de ley GI; recortaba el gasto en cientos de otros programas; ofrecía ayudas fiscales a la clase media, por ejemplo una rebaja fiscal de quinientos dólares por cada hijo; aseguraba el Fondo de Financiación de Medicare, que estaba a punto de quebrar, durante diez años más; aportaba un seguro médico a cinco millones de niños que carecían de él, ayudaba a las familias a cuidar a un ser querido al que le hubieran diagnosticado Alzheimer y, por primera vez, las mamografías para mujeres mayores entraban dentro de Medicare; además, revertía la espiral de descenso de la inversión en asuntos exteriores para que pudiéramos hacer más para promover la paz y la libertad en el mundo y para luchar contra el terrorismo, la proliferación de armas y el narcotráfico.

A diferencia de dos años atrás, cuando obligué a los republicanos a hacer públicas sus duras propuestas presupuestarias antes de exponer las mías, esta vez yo fui el primero en hablar. Creía que, además de un buen movimiento político, era lo correcto. Ahora, cuando los republicanos presentaran su presupuesto, con sus mayores rebajas de impuestos para la gente que más ganaba, tendrían que rebajar mis propuestas sobre educación y sanidad para financiarlos. Ya no estábamos en 1994; el público ya se había hecho una idea de cómo iban las cosas y los republicanos querían salir reelegidos. Estaba seguro de que, en pocos meses, el Congreso aprobaría un presupuesto equilibrado muy parecido a mi plan.

Un par de semanas más tarde fracasó en el Senado otro intento de aprobar la enmienda a la Constitución que exigía un presupuesto equilibrado, pues el senador Bob Torricelli, de New Jersey, decidió votar en contra. Fue un voto valiente. New Jersey era un estado contrario a los impuestos y Bob había votado a favor de la enmienda cuando era congresista. Esperaba que su valor nos llevara más allá de las meras poses públicas y permitiera empezar la verdadera tarea de equilibrar realmente el presupuesto.

A mediados de mes conseguimos otro impulso económico cuando en las negociaciones de Ginebra, lideradas por Estados Unidos, se logró un acuerdo para liberalizar el comercio mundial en los servicios de telecomunicaciones, lo que abría el noventa por ciento de los mercados a las marcas estadounidenses. Las negociaciones las lanzó Al Gore y las condujo Charlene Barshefky. Gracias a su trabajo, era seguro que habría más empleos para los norteamericanos, que además podrían disfrutar de servicios más baratos, y que los beneficios de las nuevas tecnologías llegarían a todas partes del mundo.

Más o menos en esos momentos yo estaba en Boston con el alcalde Tom Menino. La delincuencia, la violencia y el consumo de drogas estaban descendiendo en todo Estados Unidos, pero todavía aumentaban entre los menores de dieciocho años, aunque no en Boston, donde no había muerto ningún niño por un disparo de arma de fuego en dieciocho meses, un logro notable para una ciudad grande. Propuse poner seguros para niños en las armas para evitar que estas se dispararan accidentalmente. Propuse también una campaña de anuncios antidroga a gran escala, análisis de consumo de drogas obligatorios para los jóvenes que querían el carnet de conducir y reformar el sistema judicial para menores, donde se incluiría el tipo de libertad condicional y servicios después de la escuela que Boston había puesto en práctica con tanto éxito.

En febrero, hubo algunos giros interesantes en el caso Whitewater. El día 17, Kenneth Starr anunció que dejaría su puesto el 1 de agosto para convertirse en decano de la Facultad de Derecho de la Universidad Pepperdine, en el sur de California. Obviamente había decidido que Whitewater era un pozo seco y esta era su manera de irse con estilo, pero le llovieron fuertes críticas por su decisión. La prensa dijo que el asunto tenía mala pinta porque el cargo que iba a ocupar en Pepperdine lo había pagado Richard Mellon Scaife, cuya financiación del Proyecto Arkansas todavía no se había hecho pública, pero al que todo el mundo reconocía como un extremista de derecha que me la tenía jurada. A mí sus objeciones me parecían endebles; Starr ya estaba ganando mucho dinero representando a los oponentes políticos de mi administración al mismo tiempo que trabajaba como fiscal independiente y, de hecho, ir a Pepperdine contribuiría a reducir sus conflictos de intereses.

Lo que realmente sacudió a Starr fueron todas las presiones que recibió de la derecha republicana y de los tres o cuatro periodistas que estaban realmente decididos a encontrar algo que hubiéramos hecho mal o, al menos, a continuar con el tormento. Para entonces Starr ya había hecho mucho por ellos: había ahogado a mucha gente con enormes minutas legales, había dañado sus reputaciones y había conseguido, con un enorme coste para los contribuyentes, alargar la investigación durante tres años, incluso después de que el informe de la CRF dijera que no había ninguna base para una investigación civil o criminal contra Hillary o contra mí. Pero la derecha y la prensa de Whitewater sabían que si Starr se marchaba sería como admitir tácitamente que ahí «no había nada». Después de que le dieran duro durante cuatro días, anunció que se quedaba. Yo no sabía si reír o llorar.

La prensa también seguía escribiendo sobre la recaudación de fondos en la campaña de 1996. Entre otras cosas, les preocupaba que hubiera invitado a gente que había contribuido a mi campaña de 1992 a pasar la noche en la Casa Blanca, a pesar de que, como con todos los demás invitados, yo pagaba el coste de las comidas y cualquier otro gasto. Lo que daban a entender es que yo había estado alquilando la Casa Blanca para recaudar dinero para el CND. Era ridículo. Yo era el presidente en ejercicio y había estado arriba en las encuestas de principio a fin; recaudar dinero no era un problema e incluso si lo hubiera sido nunca habría usado la Casa Blanca de esa forma. A finales de mes publiqué una lista de todos los huéspedes que se habían quedado a pasar la noche durante mi primer mandato. Había cientos de ellos, el 85 por ciento de los cuales eran parientes, amigos nuestros o de Chelsea, visitantes y dignatarios extranjeros o gente a la que Hillary y yo habíamos conocido antes de que me presentara a la presidencia. Y en cuanto a los amigos que me apoyaron en 1992, quería que el mayor número posible de ellos tuviera el honor de pasar una noche en la Casa Blanca. A menudo, dado que yo trabajaba hasta muy tarde, el único momento en que podía encontrarme con gente de manera informal era muy tarde por la noche. No hubo un solo caso en que esta práctica me ayudara a recaudar dinero. Mis críticos parecían querer decir que los únicos que no debían pasar la noche en la Casa Blanca eran mis amigos y mis seguidores. Cuando publiqué la lista, a muchas de las personas que aparecían en ella las interrogó la prensa. Un periodista llamó a Tony Campolo y le preguntó si me había dado alguna donación para mi campaña. Cuando dijo que sí, le preguntaron qué cantidad había sido. «Creo que veinticinco dólares –dijo–, pero puede que fueran cincuenta.» «Vale –contestó el periodista–, no es usted la persona con la que queremos hablar», y colgó.

El mes acabó con un momento feliz, pues Hillary y yo nos llevamos a Chelsea y a once de sus amigas a comer al Bombay Club Restaurant de Washington para celebrar que cumplía diecisiete años, y luego fuimos a Nueva York a ver algunas obras de teatro. Además, Hillary ganó un premio Grammy por la versión sonora de Es labor de toda la aldea. Tiene una voz maravillosa y el libro está lleno de historias que ella disfruta contando. El Grammy fue otro recordatorio de que, al menos más allá del cinturón de Washington, había muchos norteamericanos interesados en las mismas cosas que nosotros.

A mediados de febrero el primer ministro Netanyahu vino a verme para discutir el estado en el que se encontraba el proceso de paz; Yasser Arafat hizo lo mismo a principios de marzo. Netanyahu estaba muy limitado políticamente para tomar otras iniciativas más allá del Tratado de Hebrón. Los israelíes empezaban a elegir a su primer ministro de forma directa, así que Netanyahu tenía un mandato de cuatro años, pero aun así todavía necesitaba una coalición mayoritaria en el Knesset. Si perdía a la derecha en su coalición, podía formar un gobierno de unidad nacional con Peres y el Partido Laborista, pero no quería hacerlo. Los más radicales de su coalición lo sabían y le dificultaban mucho los movimientos hacia la paz, como abrir el aeropuerto de Gaza o incluso dejar que los palestinos de Gaza volvieran a trabajar en Israel. En el aspecto psicológico, Netanyahu se enfrentaba a los mismos problemas que Rabin: Israel tenía que ofrecer algo concreto –tierra, acceso, empleo, un aeropuerto– a cambio de algo menos tangible –un esfuerzo denodado de la OLP para evitar los ataques terroristas.

Yo estaba convencido de que Netanyahu quería hacer más, y me preocupaba que si no lo conseguía, a Arafat le sería más dificil contener la violencia. Para complicar más las cosas, cada vez que el proceso de paz se ralentizaba o los israelíes tomaban represalias por un ataque terrorista o iniciaban otro programa de construcciones en un asentamiento de Cisjordania, solía haber una resolución del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas que condenaba a Israel por sus continuas violaciones de lo acordado; estas se hacían de forma que insinuaban en qué debería consistir el acuerdo negociado al que las partes debían llegar. Los israelíes dependían de Estados Unidos para vetar tales medidas, lo que normalmente hacíamos. Eso nos permitía mantener nuestra influencia sobre ellos, pero debilitaba nuestra imagen de mediadores honestos ante los palestinos. Yo tenía que seguir recordándole a Arafat que estaba comprometido con el proceso de paz y que solo Estados Unidos podía lograrlo, porque los israelíes confiaban en Estados Unidos, y no en la Unión Europea o en Rusia, para que protegiera su seguridad.

Cuando Arafat vino a verme traté de trabajar con él sobre los siguientes pasos que había que hacer. Como era lógico, veía las cosas desde una óptica muy distinta a la de Netanyahu; él creía que se suponía que su labor era evitar la violencia y esperar a que la situación política de Netanyahu permitiera a Israel respetar los compromisos que había adquirido bajo el proceso de paz. Para entonces, yo había desarrollado una relación de trabajo muy cómoda con ambos líderes y había decidido que la única opción realista para evitar que el proceso de paz se desmoronara era mantenerme en contacto permanente con ambos; así podía volver a encarrilar las cosas cuando, como sucedía, descarrilaban, y mantener el impulso, aunque fuera a pasos diminutos.

La noche del 13 de marzo, después de celebrar unos actos en Carolina del Norte y en el sur de Florida, fui a casa de Greg Norman, en Hobe Sound, a visitarles a él y a su mujer, Laura. Fue una tarde muy agradable y el tiempo pasó volando. Antes de que me diera cuenta era la una de la mañana y, puesto que se suponía que teníamos que jugar en un torneo de golf unas horas más tarde, me levanté para irme. Mientras bajábamos los escalones, no vi el último; mi pie no encontró el suelo donde esperaba y me empecé a caer. Si hubiera caído hacia delante, no me hubiera pasado nada, aparte de unos arañazos en las manos. Pero me eché hacia atrás, oí un fuerte crujido y me caí. El ruido fue tan fuerte que Norman, que iba un metro delante de mí, lo oyó, se giró y me sostuvo, gracias a lo cual la cosa no fue peor.

Una ambulancia me llevó al hospital St. Mary, a unos cuarenta y cinco minutos; era una institución católica que el equipo médico de la Casa Blanca había elegido porque tenía una excelente sala de urgencias. Me pasé allí el resto de la noche, con un dolor terrible. Cuando la resonancia magnética reveló que me había desgarrado el 90 por ciento de mi cuadriceps, me enviaron en avión de vuelta a Washington. Hillary fue a reunirse conmigo cuando llegó el Air Force One a la base aérea de Andrews y miró mientras me bajaban de la panza del avión en una silla de ruedas. Tenía previsto un viaje a África, pero lo había retrasado para estar conmigo durante la operación que tendrían que hacerme en el hospital naval de Bethesda.

Unas trece horas después de mi lesión, un excelente equipo de cirujanos dirigidos por el doctor David Adkinson me puso una epidural, música de Jimmy Buffett y Lyle Lovett y charlaron conmigo durante la operación. Podía ver lo que hacían en un panel de vidrio sobre la mesa de operaciones: el doctor realizó una serie de incisiones en mi rodilla, estiró el músculo desgarrado a través de ellas, suturó los extremos a una parte sólida del músculo y cosió. Tras la operación, Hillary y Chelsea me ayudaron a soportar un día de horrible dolor después del cual las cosas comenzaron a mejorar.

Lo que más temía eran los seis meses de rehabilitación, durante los que no podría correr ni jugar al golf. Llevaría muletas durante un par de meses y después una protección flexible para la pierna. Además, durante un tiempo había el peligro de que otra caída volviera a lesionarme. El personal de la Casa Blanca llenó mi ducha de asideros de seguridad para que pudiera mantener el equilibrio. Pronto aprendí a vestirme con la ayuda de un pequeño bastón. Podía hacerlo todo menos ponerme los calcetines. El equipo médico en la Casa Blanca, dirigido por la doctora Connie Mariano, estaba disponible las veinticuatro horas del día. La marina me prestó a dos magníficos fisioterapeutas, el doctor Bob Kellogg y Nannete Paco, que trabajaron conmigo cada día. A pesar de que me habían dicho que ganaría peso durante mi período de inmovilidad, cuando los fisioterapeutas acabaron conmigo había perdido casi siete kilos.

Cuando regresé a casa desde el hospital, tenía menos de una semana para preparar la reunión con Boris Yeltsin en Helsinki y un tema muy importante con el que lidiar antes de irme. El día diecisiete, Tony Lake vino a verme y me pidió que retirara su designación a director de la CIA. El senador Richard Shelby, el presidente del Comité de Inteligencia, había retrasado las audiencias de confirmación de Lake arguyendo que la Casa Blanca no había informado al Comité de nuestra decisión de levantar el embargo de armas a Bosnia en 1994. La ley no exigía que yo informara al comité y había decidido que era mejor no hacerlo para evitar que hubiera una filtración. Sabía que una sólida mayoría de ambos partidos en el Senado estaba a favor de levantar el embargo; de hecho, no mucho después habían votado una resolución pidiéndome que lo dejara de aplicar.

A pesar de que me llevaba bien con Shelby, decidí que estaba pasándose de la raya al retener la confirmación de Lake y perturbar innecesariamente el funcionamiento de la CIA. Tony tenía algunos partidarios muy firmes entre los republicanos, entre ellos el senador Lugar, y si no hubiera sido por Shelby el comité hubiera votado a favor suyo y le hubiera confirmado, pero estaba agotado después de pasarse trabajando setenta u ochenta horas a la semana durante cuatro años. Tampoco quería arriesgarse a perjudicar a la CIA con más retrasos. Si hubiera dependido de mí, hubiera seguido luchando durante un año o más si era necesario para conseguir que se votara. Pero podía ver que Tony ya había tenido bastante. Dos días después designé a George Tenet, el director de la CIA en funciones, que había sido adjunto de John Deutch y que anteriormente había trabajado como mi asesor principal de inteligencia en el CSN y como director de equipo del Comité de Inteligencia del Senado. Lo confirmaron fácilmente, pero todavía lamento el trato injusto que le dieron a Lake, que había dedicado treinta años de su vida a la seguridad de Estados Unidos y había desempeñado un papel clave en muchos de los éxitos de política exterior de mi primer mandato.

Mis médicos no querían que fuera a Helsinki, pero no podía quedarme en casa. Yeltsin había sido reelegido y la OTAN estaba a punto de votar la admisión de Polonia, Hungría y la República Checa; teníamos que cerrar un acuerdo sobre la forma en que íbamos a proceder.

El vuelo era largo e incómodo, pero pasó muy rápido debatiendo con Strobe Talbott y el resto del equipo qué podíamos hacer para que a Yeltsin no le supusiera un problema la expansión de la OTAN, como por ejemplo dar entrada a Rusia en el G7 y en la Organización Mundial del Comercio. Esa noche el presidente Martti Ahtisaari, de Finlandia, nos ofreció una cena; me alegré de ver que Yeltsin estaba de buen humor y al parecer recuperado de una operación a corazón abierto. Había perdido mucho peso y todavía estaba un poco pálido, pero ya volvía a ser tan optimista y agresivo como siempre.

A la mañana siguiente nos pusimos a trabajar. Cuando le dije a Boris que quería que la OTAN se ampliara y firmara un acuerdo con Rusia, me pidió que me comprometiera en secreto –dijo literalmente «dentro de un armario»– a limitar la futura expansión de la OTAN entre las naciones del Pacto de Varsovia, en consecuencia que excluyera a los estados de la ex Unión Soviética, como las repúblicas bálticas y Ucrania. Le dije que no podía hacerlo porque, en primer lugar, no habría manera de mantenerlo en secreto y porque llevarlo a cabo disminuiría la credibilidad de la Asociación para la Paz. Tampoco era lo que convenía a los intereses de Estados Unidos o de Rusia. La principal misión de la OTAN ya no consistía en enfrentarse a Rusia, sino a las nuevas amenazas para la paz y la estabilidad en Europa. Le dije que una declaración de que la OTAN no seguiría su expansión con las naciones del Pacto de Varsovia sería el equivalente a anunciar una nueva línea divisoria en Europa, con un imperio ruso más pequeño. Eso haría que Rusia pareciera más débil, no más fuerte, mientras que un acuerdo entre la OTAN y Rusia podría disparar el prestigio ruso. También le insistí para que no cerrara la puerta a una futura incorporación a la OTAN de la propia Rusia.

Yeltsin todavía temía la reacción que la ampliación podría provocar en su país. En un momento en que estuvimos a solas le pregunté: «Boris, ¿de verdad crees que permitiría que la OTAN atacara a Rusia desde bases en Polonia?». «No –contestó él–, no lo creo, pero mucha de la gente mayor que vive en la parte occidental de Rusia y que escucha a Zyuganov sí lo cree.» Me recordó que, a diferencia de Estados Unidos, Rusia había sido invadida en dos ocasiones –por Napoleón y por Hitler– y que el trauma de aquellos acontecimientos todavía poblaba el imaginario colectivo y daba forma a la política rusa. Le dije a Yeltsin que si llegábamos a un acuerdo para la ampliación de la OTAN y para la cooperación entre la OTAN y Rusia, me comprometería a no situar tropas ni misiles en los nuevos países de forma prematura y a apoyar la candidatura rusa a formar parte del nuevo G8, de la Organización Mundial del Comercio y de otras organizaciones internacionales. Cerramos el trato.

Yeltsin y yo también nos enfrentábamos a dos problemas de control de armas en Helsinki: la resistencia de la Duma rusa a ratificar el tratado START II, que reduciría nuestros arsenales nucleares en unos dos tercios respecto al punto máximo que alcanzaron durante la Guerra Fría; y la creciente oposición en Rusia al desarrollo de sistemas de defensa con misiles por parte de Estados Unidos. Cuando la economía rusa se derrumbó y se recortó drásticamente el presupuesto de defensa, el tratado START II se había convertido en un mal trato para ellos. Exigía que ambos países desmantelaran sus misiles con múltiples cabezas nucleares (MIRV) y establecía que ambas partes se quedaran con arsenales parejos de misiles de una sola cabeza nuclear. Puesto que Rusia basaba su potencia nuclear en los MIRV mucho más que Estados Unidos, los rusos tendrían que construir un número considerable de misiles de una sola cabeza nuclear para recuperar la paridad, y no tenían los medios para hacerlo. Le dije a Yeltsin que no quería que el START II nos diera superioridad estratégica y le propuse que nuestros equipos llegaran a una solución que incluyera adoptar objetivos para un tratado START III que hiciera que ambos países bajaran a entre dos mil y dos mil quinientas cabezas nucleares, una reducción de un 80 por ciento desde el máximo de la Guerra Fría y un número suficientemente pequeño para que Rusia no tuviera que construir nuevos misiles para mantener la paridad con nosotros. En el Pentágono había ciertas reticencias a bajar hasta esa cantidad, pero el general Shalikashvili creía que era seguro hacerlo y Bill Cohen le apoyaba. Al cabo de poco tiempo ampliamos la fecha límite del START II de 2002 a 2007 e hicimos que el START III entrara en vigor ese mismo año, de modo que Rusia nunca se encontrara en una situación de desventaja estratégica.

En la segunda cuestión, Estados Unidos había estudiado las posibilidades de un sistema de defensa de misiles, a partir de una idea del presidente Reagan, con un sistema orbital que permitiera derribar todos los misiles hostiles y que, por lo tanto, librara al mundo del fantasma de una guerra nuclear. Había dos problemas con esta idea: en primer lugar, todavía no era técnicamente factible y, en segundo lugar, un sistema de defensa con misiles nacional (DMN) violaría el Tratado de Misiles Antibalísticos, que prohibía tales sistemas porque si una nación los poseía y otra no, los respectivos arsenales nucleares ya no serían un obstáculo para que la nación que poseyera el DMN atacara a la otra.

Les Aspin, mi primer secretario de Defensa, había cambiado el objetivo de nuestros esfuerzos, que habían pasado de desarrollar defensas que pudieran detener misiles de largo alcance rusos, a financiar un sistema de defensa con misiles en el teatro de operaciones (DMT) que pudiera proteger a nuestros soldados, y a otras personas, de misiles de menor alcance, como los que poseían Irán, Irak, Libia y Corea del Norte. Estos eran un peligro muy real; en la guerra del Golfo, veintiocho de nuestros soldados habían muerto por el impacto de un misil Scud iraquí.

Yo apoyaba fervientemente el programa DMT, que no infringía el tratado ABM y que, como dije a Yeltsin, podría usarse algún día para defender a nuestras naciones en un campo de batalla en el que fuéramos aliados, como los Balcanes o cualquier otro lugar. El problema que Rusia tenía con nuestra posición es que no estaba clara cuál era la línea que separaba la defensa de misiles en el teatro de operaciones y un sistema mayor, prohibido por el tratado. Las nuevas tecnologías desarrolladas para el DMT podrían adaptarse para usarse en un DMN, violando el tratado. Al final, ambas partes acordaron una definición técnica de la línea divisoria entre programas permitidos y prohibidos que nos permitió seguir adelante con el DMT.

La cumbre de Helsinki fue un inesperado éxito, gracias en buena parte a la capacidad de Yeltsin para imaginarse un futuro para Rusia, en el que reafirmaría su grandeza en unos términos distintos de la dominación territorial, y a su disposición a enfrentarse a la opinión mayoritaria en la Duma y a veces incluso a la de su propio gobierno. A pesar de que nuestro trabajo nunca alcanzó su máxima realización, puesto que la Duma siguió negándose a ratificar el START II, se establecieron las condiciones para que la futura cumbre de la OTAN, que se celebraría en julio en Madrid, fuera un éxito y nos hiciera avanzar hacia una Europa unida.

Cuando volví a casa las reacciones fueron, en general, favorables, aunque Henry Kissinger y algunos otros republicanos me criticaron por haber acordado no desplegar tropas ni misiles nucleares de la OTAN más cerca de Rusia, en el territorio de los nuevos miembros de la organización. Los ex comunistas criticaron muy duramente a Yeltsin y le dijeron que se había rendido a mí en todos los temas importantes. Zyuganov dijo que Yeltsin había permitido que «su amigo Bill le diera una buena patada en el trasero». Sin embargo, era Yeltsin quien acababa de darle una patada en el trasero a Zyuganov en las elecciones, luchando por el futuro de Rusia en vez de aferrarse al pasado. Creí que Yeltsin podría superar las turbulencias.

Cuando Hillary y Chelsea regresaron de África, me contaron sus aventuras. Africa era importante para Estados Unidos, y el viaje de Hillary, al igual que su anterior desplazamiento al sudeste asiático, subrayaba nuestro compromiso a apoyar a los líderes y a los ciudadanos en sus esfuerzos para encontrar la paz, la prosperidad y la libertad y para frenar la marea del SIDA.

El último día del mes, anuncié el nombramiento de Wes Clark como sucesor del general George Joulwan; Clark sería comandante en jefe, comandante estadounidense para Europa y supremo comandante aliado de las fuerzas de la OTAN en Europa. Yo admiraba a ambos hombres. Joulwan había apoyado vigorosamente la posición de la OTAN en Bosnia, y Clark había formado parte del equipo de negociadores de Dick Holbrooke. Pensé que era la mejor persona para continuar nuestro firme compromiso de paz en los Balcanes.

En abril vi al rey Hussein y al primer ministro Netanyahu en un intento de evitar que el proceso de paz se viniera abajo. Había vuelto a estallar la violencia tras la decisión israelí de construir nuevas casas en Har Homa, un asentamiento israelí en las afueras de Jerusalén Oriental. Cada vez que Netanyahu daba algún paso adelante, como el acuerdo de Hebrón, su coalición gubernamental le forzaba a hacer algo que volvía a distanciarle de los palestinos. Durante ese mismo período, un soldado jordano se había vuelto loco y había matado a varios niños israelíes. El rey Hussein fue inmediatamente a Israel y ofreció sus disculpas. Eso logró rebajar la tensión entre Israel y Jordania, pero Arafat tuvo que conformarse con la continua exigencia de Estados Unidos e Israel de que evitara actos terroristas a la vez que tenía que convivir con el proyecto de Har Homa, que en su opinión contradecía el compromiso israelí de no modificar sobre el terreno las zonas que debían resolverse en las negociaciones.

Cuando el rey Hussein vino a verme, estaba preocupado porque el proceso de paz progresivo que acordamos con Rabin no funcionaría, debido a las limitaciones políticas a las que Netanyahu se enfrentaba. El dirigente israelí también estaba preocupado por lo mismo; había expresado interés en tratar de acelerar el proceso y definir rápidamente las difíciles cuestiones del estado final. Hussein creía que, si era posible, debíamos intentarlo. Cuando Netanyahu vino a la Casa Blanca unos días después, le dije que apoyaría ese enfoque pero que para obtener el acuerdo de Arafat tendría que encontrar la forma de cumplir los puntos intermedios prometidos a los palestinos, incluida la apertura del aeropuerto de Gaza, el paso seguro entre Gaza y las zonas palestinas de Cisjordania y ayuda económica.

Pasé la mayor parte del mes esforzándome para convencer al Senado de que ratificara la Convención de Armas Químicas. También convoqué una reunión con los miembros del Congreso, y acordé con Jesse Helms integrar la Agencia de Control y Desarme, y la Agencia de Información de Estados Unidos en el Departamento de Estado a cambio de que permitiera el voto sobre el CAQ, a la que se oponía. Celebré un acto en el Jardín Sur con distinguidos republicanos o militares partidarios del tratado, incluido Colin Powell y James Baker, para contrarrestar la oposición de los republicanos conservadores como Helms, Caspar Weinberger y Donald Rumsfeld.

Me sorprendió la oposición de los conservadores, puesto que todos nuestros jefes militares apoyaban firmemente la CAQ; su postura reflejaba el profundo escepticismo de la derecha sobre la cooperación internacional y en general su deseo de mantener la máxima libertad de acción ahora que Estados Unidos era la única superpotencia del mundo. Hacia finales de mes llegué a un acuerdo con el senador Lott para añadir ciertas frases que él creía que reforzaban el tratado. Finalmente, con el apoyo de Lott, se ratificó el tratado por 74 votos a 26. Curiosamente, vi la votación del senado por televisión junto al primer ministro japonés, Ryutaro Hashimoto, que había llegado a la ciudad para reunirse conmigo al día siguiente. Pensé que le gustaría ver la ratificación después del ataque con gas sarín que había sufrido Japón.

En el frente interior, nombré a Sandy Thurman, una de las principales personalidades que se habían dedicado al SIDA en Estados Unidos, para que dirigiera la Oficina Nacional de Política sobre el SIDA. Desde 1993, nuestras inversiones totales para combatir el VIH y el SIDA habían aumentado en un 60 por ciento, habíamos aprobado ocho nuevos medicamentos contra el SIDA y diecinueve más para afecciones relacionadas con esta enfermedad, y la tasa de mortalidad estaba bajando en nuestro país. Sin embargo, todavía estábamos muy lejos de tener una vacuna o una cura y el problema había estallado en Africa, donde no estábamos haciendo lo suficiente. Thurman era brillante, enérgica y tenía un carácter muy fuerte; sabía que nos mantendría a todos alerta.

El último día de abril, Hillary y yo hicimos pública la decisión de Chelsea de asistir a Stanford en otoño. Siguiendo su habitual forma de ser metódica, había visitado también Harvard, Yale, Princeton, Brown y Wellesley, incluso había ido a algunas de ellas dos veces para hacerse más a la idea de cómo era la vida académica y social de cada institución. Dado que tenía unas notas excelentes y había sacado una magnífica puntuación en los exámenes, la aceptaban en todas; sin embargo, Hillary hubiera deseado que se hubiera quedado más cerca de casa. Yo siempre sospeché que Chelsea se iría lejos de Washington. Solo quería que fuera a una escuela donde pudiera aprender, hacer amigos y pasárselo bien. Pero su madre y yo íbamos a echarla mucho de menos. Tenerla en casa durante los primeros cuatro años en la Casa Blanca, ir a sus fiestas de la escuela y a sus actuaciones de ballet y llegar a conocer a sus amigos y a sus padres había sido un placer que nos había recordado constantemente que, sin importar qué estuviera sucediendo, nuestra hija era una bendición.

El crecimiento económico en el primer trimestre de 1997 fue del 5,6 por ciento, lo que redujo la estimación del déficit a setenta y cinco mil millones, más o menos un cuarto de la cifra que había cuando yo llegué al cargo. El 2 de mayo anuncié, por fin, que había llegado a un acuerdo para tener un presupuesto equilibrado con el portavoz Gingrich, el senador Lott y los negociadores del congreso de ambos partidos. El senador Tom Daschle también anunció su apoyo al acuerdo; Dick Gephardt no lo hizo, pero esperaba que lo hiciera en cuanto tuviera ocasión de revisarlo. El trato había sido mucho más sencillo en esta ocasión porque el crecimiento económico había reducido el desempleo a menos del 5 por ciento por primera vez desde 1973, lo que había disparado las plantillas, los beneficios y los ingresos por impuestos.

A grandes rasgos, el acuerdo alargaba la vida de Medicare durante una década y aceptaba las mamografías y las pruebas de diabetes anuales que yo quería; ampliaba la cobertura sanitaria a cinco millones de niños, la mayor ampliación desde que se aprobó Medicaid en la década de 1960; contenía el mayor aumento en gastos para la educación en treinta años; daba más incentivos a los negocios para contratar a gente que estuviera recibiendo subsidios de asistencia social; restauraba la cobertura sanitaria a los inmigrantes legales incapacitados; financiaba la limpieza de quinientos emplazamientos más de residuos tóxicos y aportaba rebajas fiscales cercanas a la cantidad que yo había recomendado.

Llegamos a un acuerdo con los republicanos, cediendo unos y otros, sobre los ahorros de Medicare; ahora yo creía que podían conseguirse con cambios adecuados de política que no dañaran a los ciudadanos de la tercera edad y, por su parte, los republicanos aceptaron un recorte de menos impuestos, el programa de cobertura sanitaria para los niños y el gran aumento del gasto en educación. Conseguimos el 95 por ciento de las nuevas inversiones que yo había recomendado en el discurso del Estado de la Unión y los republicanos se llevaron aproximadamente dos tercios de la cifra de recorte de impuestos que habían propuesto al principio. Los recortes serían ahora bastante más pequeños que el recorte de impuestos de Reagan en 1981. Yo me sentía eufórico porque por fin las interminables horas de reuniones, que habían comenzado a finales de 1995 bajo la amenaza del cierre del gobierno, habían producido el primer presupuesto equilibrado desde 1969, y muy bueno por cierto. El senador Lott y el portavoz Gingrich habían trabajado con nosotros de buena fe, y Erskine Bowles, con sus habilidades como negociador y su sentido común, había hecho que las cosas funcionaran con ellos y con los principales negociadores del Congreso en los momentos más críticos.

Más adelante, ese mismo mes, cuando se votó el presupuesto en una resolución, el 64 por ciento de los demócratas de la Cámara se unieron al 88 por ciento de los republicanos para votar a favor. En el Senado, donde Tom Daschle aprobaba el acuerdo, los demócratas estuvieron a favor del acuerdo de forma incluso más amplia que los republicanos, 82 a 74 por ciento.

Recibí algunas críticas de demócratas que se oponían al recorte de impuestos o simplemente al hecho de que hubiéramos llegado a un acuerdo con los republicanos. Sostenían que si no hubiéramos hecho nada, el presupuesto se hubiera equilibrado de todas formas al año siguiente o al otro, gracias al plan de 1993 por el que solo habían votado los demócratas; ahora íbamos a dejar que los republicanos compartieran parte del mérito. Tenían razón, pero también habíamos logrado el mayor aumento en ayudas para la educación superior de los últimos cincuenta años, cobertura sanitaria para cinco millones de niños y recortes de impuestos para la clase media, tal como yo quería.

El día cinco, partí para un viaje que me llevaría por México, Centroamérica y el Caribe. Poco más de una década atrás, nuestros vecinos habían padecido guerras civiles, golpes de estado, dictadores, economías cerradas y una pobreza endémica. Ahora todas las naciones del hemisferio excepto una eran democracias, y la región como un todo era nuestro mayor socio comercial. Exportábamos el doble al resto de América que a Europa, y casi un 50 por ciento más que a Asia. Aun así, todavía había mucha pobreza en la región y teníamos graves problemas con las drogas y con la inmigración ilegal.

Me llevé a cierto número de miembros del gabinete y a una delegación del Congreso a México, donde anunciamos nuevos acuerdos destinados a reducir la inmigración ilegal y el paso de drogas a través del Río Grande. El presidente Zedillo era un hombre capaz y honrado que tenía a un buen equipo tras él, y yo estaba seguro de que haría todo lo posible para solucionar esos problemas. Aunque sabía que podíamos mejorar, no estaba seguro de que hubiera una solución completamente satisfactoria para ninguno de los dos problemas. Había una serie de factores que debíamos tener en cuenta. México era más pobre que Estados Unidos; la frontera era muy larga; millones de mexicanos tenían parientes en nuestro país y muchos inmigrantes ilegales venían a Estados Unidos buscando trabajo, a menudo empleos con sueldos bajos que la mayoría de los norteamericanos no quería. En cuanto a las drogas, nuestra demanda era un imán para ellas y los cárteles tenían un montón de dinero con el que sobornar a funcionarios mexicanos y muchos sicarios con los que intimidar o asesinar a aquellos que se negaban a cooperar. A algunos policías de frontera mexicanos les ofrecían cinco veces su salario anual si miraban hacia otra parte durante un envío de drogas. Un fiscal honesto en el norte de México había recibido más de cien disparos justo frente a su casa. Eran problemas muy difíciles, pero sabía que la puesta en marcha de nuestros acuerdos tendría un impacto positivo sobre la situación.

En Costa Rica, un país precioso que no tiene un ejército permanente y que es quizá la nación más avanzada en política medioambiental de todo el mundo, el presidente José María Figueres fue el anfitrión de los dirigentes centroamericanos en una reunión que se centró en el comercio y en el medio ambiente. El TLCAN había perjudicado sin pretenderlo a América Central y a las naciones del Caribe; las había colocado en una situación de desventaja competitiva respecto a México en sus negocios con Estados Unidos. Yo quería hacer lo que estuviera en mi mano para rectificar esa desigualdad. Al día siguiente repetí esta declaración en Bridgetown, Barbados, donde el primer ministro Owen Arthur fue el anfitrión de la primera reunión que se celebraba en su territorio entre un presidente de Estados Unidos y todos los dirigentes de las naciones del Caribe.

La inmigración también fue uno de los temas principales de ambas reuniones. Había mucha gente en Centroamérica y en las naciones del Caribe que estaban trabajando en Estados Unidos y enviaban dinero a casa para sus familias, lo que suponía una importante fuente de ingresos para los países más pequeños. Sus dirigentes estaban preocupados por la postura contraria a la inmigración que los republicanos habían adoptado y querían que les garantizara que no habría deportaciones en masa. Se lo concedí, pero también les dije que tendríamos que aplicar nuestras leyes de inmigración.

A finales de mes volé a París para firmar el pacto OTAN-Rusia. Yeltsin había mantenido su compromiso de Helsinki: el rival de la OTAN durante la Guerra Fría era ahora su socio.

Después de una parada en Holanda para celebrar el cincuenta aniversario del plan Marshall, volé a Londres para mi primera reunión oficial con el nuevo primer ministro británico, Tony Blair. El Partido Laborista había ganado ampliamente a los Tories en las recientes elecciones, gracias a la dirección de Blair, al mensaje más moderno y moderado del laborismo y al natural desgaste del apoyo a los conservadores tras muchos años en el poder. Blair era joven, elocuente, tenía carácter y compartíamos nuestras posiciones políticas en muchas cuestiones. Yo creía que tenía lo necesario para ser un buen líder para el Reino Unido y para toda Europa y me entusiasmaba la posibilidad de trabajar con él.

Hillary y yo fuimos a comer con Tony y Cherie Blair a un restaurante en un almacén remodelado de un barrio del Támesis. Desde el principio fue como si nos conociéramos desde siempre. La prensa británica estaba fascinada por lo parecido de nuestras filosofías y políticas y las preguntas que me hacían parecieron causar impacto a la prensa norteamericana que viajaba conmigo. Por primera vez, tenía la impresión de que comenzaban a creer que había algo más que retórica en mi enfoque de Nuevo Demócrata.

El 6 de junio, el día del cumpleaños de mi madre, pronuncié el discurso de apertura de la ceremonia de graduación de Chelsea en Sidwell Friends. Teddy Roosevelt había hablado a los estudiantes de Sidwell casi un siglo atrás, pero yo estaba allí por un motivo distinto, no como presidente, sino como padre. Cuando le pregunté a Chelsea qué quería que dijera, me contestó: «Papá, quiero que seas muy sabio y muy breve. —Y luego añadió—. Las chicas quieren que seas sabio, los chicos solo quieren que seas gracioso.» Yo quería que mi discurso fuera mi regalo para ella y estuve despierto hasta las tres de la mañana la noche anterior escribiéndolo y rescribiéndolo una y otra vez.

Dije a Chelsea y a sus compañeros de promoción que ese día «el orgullo y la alegría de sus padres se veían templados por la separación que se aproximaba… nos acordamos de su primer día en la escuela y de todos los triunfos y trabajos desde entonces hasta hoy. A pesar de que les hemos educado para que llegaran a este momento y de que estamos muy orgullosos de ustedes, una parte de nosotros desea abrazarles una vez más como hacíamos cuando casi no podían caminar, leerles una vez más Good-night Moon o Curious George o The Little Engine That Could». También les dije que les esperaba un mundo apasionante y que tendrían oportunidades prácticamente ilimitadas en él, y les recordé la máxima de Eleanor Roosevelt de que nadie puede hacerte sentir inferior si tú no lo permites: «No lo permitan».

Cuando Chelsea se acercó a recoger su diploma, la abracé y le dije que la quería. Después de la ceremonia, muchos padres me agradecieron que hubiera dicho lo que ellos también pensaban y sentían; luego, volvimos a la Casa Blanca para una fiesta de graduación. A Chelsea le emocionó ver a toda la plantilla de la residencia reunida para felicitarla. Había recorrido un camino muy largo desde que era aquella jovencita con aparatos dentales que habíamos traído a la Casa Blanca hacía cuatro años y medio, y eso que el camino acababa de comenzar.

Al poco tiempo de la graduación de Chelsea acepté la recomendación de la Comisión Nacional Asesora de Bioética de que la clonación humana era «moralmente inaceptable» y propuse que el Congreso la prohibiera. Se había convertido en un tema controvertido desde la clonación de la oveja Dolly en Escocia. La clonación se venía usando desde hacía algún tiempo para aumentar la producción agrícola y para conseguir avances biomédicos en el tratamiento del cáncer, la diabetes y otras enfermedades. Podía ser muy beneficiosa para producir nueva piel, cartílagos y tejidos óseos para las víctimas de quemaduras o de accidentes, y tejido nervioso para tratar las lesiones de la médula espinal. No quería interferir con todo esto, pero creía que debíamos trazar una línea muy clara en la clonación humana. Justo un mes antes me había disculpado por los despiadados y racistas experimentos de sífilis que se llevaron a cabo sobre hombres negros décadas atrás por parte del gobierno federal en Tuskegee, Alabama.

A mediados de junio fui a la Universidad de California, en San Diego, para hablar sobre la continua lucha de Estados Unidos por eliminar la discriminación racial y sacar el máximo provecho de nuestra creciente diversidad. En Estados Unidos todavía había discriminación, hipocresía, crímenes de odio y grandes diferencias en salarios, educación y cobertura sanitaria. Nombré una comisión de siete miembros presidida por el distinguido académico John Hope Franklin para que explicara a Estados Unidos el estado de las relaciones entre razas en nuestro país y para que hiciera recomendaciones que nos ayudaran a construir «Una sola Norteamérica» para el siglo XXI. Yo coordinaría sus esfuerzos a través de una nueva oficina en la Casa Blanca, que dirigiría Ben Johnson.

A finales de junio, Denver fue la ciudad anfitriona de la reunión anual del G-7. Le había prometido al presidente Yeltsin que se incluiría a Rusia, pero los ministros de economía se opusieron a ello debido a su debilidad económica. Puesto que Rusia dependía del apoyo financiero de la comunidad internacional, estos ministros creían que no debería estar en el proceso de decisiones del G-7. Yo podía comprender que los ministros de economía consideraran mejor reunirse y tomar decisiones sin Rusia, pero el G-7 era también una organización política; estar en ella simbolizaría la importancia de Rusia en el futuro y fortalecería la imagen de Yeltsin en su país. Ya habíamos llamado a esta reunión la Cumbre de los Ocho. Al final, votamos que Rusia fuera un miembro de pleno derecho del nuevo G-8, pero permitimos a los ministros de economía de las otras siete naciones que continuaran reuniéndose para tratar de los temas que les concernían. Ahora, tanto Yeltsin como yo habíamos cumplido nuestra parte de los acuerdos de Helsinki.

Más o menos en esos momentos, Mir Aimal Kansi, a quien se creía responsable del asesinato de dos empleados de la CIA y del de otros tres hombres en su cuartel general, en 1993, volvió a Estados Unidos desde Pakistán para ser juzgado, después de unos esfuerzos extraordinarios para garantizar su extradición por parte del FBI, la CIA, y los departamentos de Estado, Justicia y Defensa. Era una prueba sólida de nuestra determinación de perseguir a los terroristas y llevarlos ante la justicia.

Una semana más tarde, después de un acalorado debate, la Cámara de Representantes votó continuar las relaciones comerciales con China con normalidad. A pesar de que la moción se aprobó por ochenta y seis votos, despertó una oposición enérgica entre los conservadores y liberales que no aprobaban las políticas comerciales y de derechos humanos de China. Yo también estaba a favor de una mayor libertad política en China y había invitado recientemente al Dalai Lama y a Martin Lee, un activista pro derechos humanos de Hong Kong, a la Casa Blanca, para explicitar así mi apoyo a la integridad religiosa y cultural del Tíbet y al mantenimiento de la democracia en Hong Kong ahora que el Reino Unido la había devuelto a China. Yo creía que las relaciones comerciales podían mejorarse solamente a través de negociaciones que condujeran a que China entrara en la Organización Mundial de Comercio. Mientras tanto necesitábamos seguir implicándonos en China, no aislarla. Es interesante apuntar que Martin Lee estaba de acuerdo conmigo y también era partidario de que prosiguieran las relaciones comerciales.

Poco después regresé a casa, a Hope, para el funeral de Oren Grisham, mi tío Buddy, que había fallecido a los noventa y dos años y que había desempeñado un papel importantísimo en mi vida. Cuando llegué a la funeraria, su familia y yo inmediatamente comenzamos a intercambiar historias graciosas sobre él. Como dijo uno de mis parientes, era la sal de la vida. Según Wordsworth, la mejor parte de la vida de un hombre son sus pequeños actos de bondad y amor de los que no se acuerda. Buddy me había regalado muchos de ellos cuando yo era un niño sin padre. En diciembre, Hillary me regaló un precioso perro labrador de color chocolate para que me hiciera compañía ahora que Chelsea se había marchado. Era un perro amable, lleno de vida e inteligente. Le llamé Buddy.

A principios de julio, Hillary, Chelsea y yo, después de un par de días relajados con el rey Juan Carlos y la reina Sofía en la isla de Mallorca, fuimos a Madrid para la cumbre de la OTAN. Tuve una discusión muy fructífera con el presidente José María Aznar, que acababa de decidir integrar por completo a España en la estructura de mando de la OTAN. Luego la OTAN votó admitir a Polonia, a Hungría y a la República Checa, y dejamos claro a las dos docenas de otras naciones que se habían unido a la Asociación para la Paz que la puerta de la OTAN seguía abierta a nuevos miembros. Yo había presionado para que la OTAN se expandiera y creía que este paso histórico contribuiría tanto a unificar Europa como a mantener la alianza transatlántica.

Al día siguiente firmamos un acuerdo de asociación con Ucrania y partí para visitar Polonia, Rumania y Dinamarca y dar todavía más significado a la expansión de la OTAN. En Varsovia, Bucarest y Copenhague me recibieron multitudes entusiastas. En Polonia estaban celebrando su ingreso en la OTAN. En Bucarest, unas cien mil personas gritaban «¡U.S.A., U.S.A.!» para expresar su apoyo a la democracia y su deseo de entrar en la OTAN cuanto antes mejor. En Copenhague, en un día brillante y soleado, el tamaño y entusiasmo de la multitud reflejaba la fuerza de nuestra alianza y el hecho de que apreciaban que yo era el primer presidente norteamericano en ejercicio que visitaba Dinamarca.

Hacia mediados de mes ya había vuelto a la Casa Blanca. Propuse aprobar una ley que prohibiera la discriminación por motivos genéticos. Los científicos estaban descubriendo muy rápidamente los misterios del genoma humano, y sus descubrimientos podrían salvar millones de vidas y revolucionar la atención médica. Pero los exámenes genéticos también revelarían la propensión de un individuo a desarrollar algunas enfermedades, como el cáncer de pecho o el Parkinson. No podíamos permitir que los exámenes genéticos se convirtieran en un motivo por el que se negara la cobertura médica o el acceso a un trabajo, y no queríamos que la gente rechazara someterse a ellos por miedo de que los resultados se pudieran usar contra ellos en lugar de contribuir a prolongar sus vidas.

Más o menos al mismo tiempo, el IRA restableció el alto el fuego que había roto en febrero de 1996. Yo me había esforzado por conseguirlo y, esta vez, iba a fructificar y a permitir a los irlandeses encontrar un camino a través de la espesura del dolor y del recelo para conseguir un futuro común.

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