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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 19)


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Yo quería que la biblioteca estuviera situada en Little Rock, porque sentía que se lo debía a mi estado natal y porque pensaba que la biblioteca debía estar en el corazón de Estados Unidos, en un lugar donde la gente que no viajaba a Washington ni a Nueva York pudiera tener acceso a ella. La ciudad de Little Rock, por iniciativa del alcalde Jim Daley y del miembro de la junta ciudadana el doctor Dean Kumpuris, había ofrecido unas 11 hectáreas de terreno a lo largo del río Arkansas, en la parte antigua del pueblo, que se estaba revitalizando y no se encontraba lejos del Old State Capitol, el escenario de muchos hechos importantes de mi vida.

Aparte de la biblioteca, yo sabía que quería escribir un libro sobre mi vida y la presidencia, y que tendría que trabajar mucho durante tres o cuatro años para pagar las facturas de abogados, comprar nuestro hogar —dos hogares, si Hillary ganaba la carrera al Senado— y ahorrar algo de dinero para ella y para Chelsea. Luego quería dedicar el resto de mi vida al servicio público. Jimmy Carter había realizado una labor de enorme relevancia durante los años posteriores a la presidencia, y yo pensaba que podía hacer lo mismo.

A mediados de mes, el día en que me fui para un viaje de diez días por Turquía, Grecia, Italia, Bulgaria y Kosovo, saludé con satisfacción el anuncio de Kofi Annan de que el presidente Glafcos Clerides, de Chipre, y el líder turcochipriota Rauf Denktash empezarían unas «conversaciones de proximidad» en Nueva York a principios de diciembre. Chipre había obtenido la independencia del Reino Unido en 1960. En 1974, el presidente de Chipre, el arzobispo Makarios, fue derrocado por un golpe orquestado por un régimen militar griego. En respuesta, el ejército turco envió tropas a la isla para proteger a los turcos chipriotas, dividió el país y creó un enclave turco independiente de facto en el norte.

Muchos griegos de la zona norte de Chipre abandonaron sus hogares y se trasladaron al sur. La isla vivía dividida desde entonces, y las tensiones seguían siendo muy fuertes entre Turquía y Grecia; este país quería poner fin a la presencia militar turca en Chipre y hallar una solución que al menos dejara abierta para los ciudadanos griegos la posibilidad de regresar al norte. Yo había tratado de resolver el problema durante años, y esperaba que el esfuerzo del secretario general tuviera éxito. No fue así; cuando dejé la presidencia, seguía decepcionado de que Chipre siguiera siendo un obstáculo para la reconciliación entre Grecia y Turquía, y para que esta última fuera plenamente aceptada por Europa.

También logramos alcanzar un acuerdo con los líderes republicanos sobre tres de mis prioritarios objetivos en el presupuesto: financiar la contratación de 100.000 nuevos maestros, doblar el número de alumnos que asistiera a los programas extraescolares y, por fin, pagar nuestra deuda económica con Naciones Unidas. De algún modo, Madeleine Albright y Dick Holbrooke habían podido cerrar un trato con Jesse Helms y otros escépticos acerca de Naciones Unidas. A Dick le llevó más trabajo hacer que pagáramos lo que debíamos que lograr la paz en Bosnia, pero estoy prácticamente seguro de que ninguna otra persona hubiera sido capaz de hacerlo.

Hillary, Chelsea y yo llegamos a Turquía para una visita de cinco días, una estancia inusualmente larga. Yo quería dar mi apoyo a los turcos, que acababan de sufrir el devastador impacto de dos terribles terremotos, y animarles a seguir colaborando con Estados Unidos y Europa. Turquía era un aliado de la OTAN, y esperaba ser admitido en la Unión Europea, algo que yo había estado impulsando durante años. Era uno de esos pocos países cuyo desarrollo futuro tendría un enorme impacto en el mundo del siglo xxi. Si se podía resolver el problema chipriota con Grecia, obtener un espacio para la minoría kurda, intranquila y a menudo reprimida, y conservar su identidad como una democracia musulmana secular, Turquía podría ser la puerta de entrada de Occidente a un nuevo Oriente Próximo. Si la paz en el Oriente Próximo se convertía en una creciente oleada de extremismo islámico, una Turquía estable y democrática podía actuar de baluarte e impedir su propagación por Europa.

Me alegró ver al presidente Demirel de nuevo. Era un hombre de miras abiertas que quería que Turquía fuera un puente entre el Este y el Oeste. Hablé de mi visión al primer ministro, Bülent Ecevit, y también ante la Gran Asamblea Nacional turca; les exhorté a rechazar el aislacionismo y el nacionalismo para solucionar sus problemas con los kurdos y con Grecia y avanzar hacia la integración en la Unión Europea.

Al día siguiente, expliqué los mismos argumentos a los principales empresarios norteamericanos y turcos en Estambul, después de una parada en un campamento cerca de Izmit, para conocer a las víctimas del terremoto. Visitamos a algunas familias que lo habían perdido todo, y agradecí la ayuda de todas las naciones que habían prestado asistencia a las víctimas, incluida Grecia. Poco después de los terremotos en Turquía, Grecia también sufrió su propio terremoto; los turcos les devolvieron el favor. Si los desastres naturales podían acercarles, tenían que ser capaces de seguir colaborando cuando la tierra dejara de temblar.

Los turcos definieron todo mi viaje por mi visita a las víctimas del terremoto. Cuando sostuve a un niño pequeño entre mis brazos, él estiró la mano y me agarró la nariz, igual que solía hacerlo Chelsea cuando era bebé. Un fotógrafo logró captar aquella imagen, que se publicó en todos los periódicos turcos al día siguiente. Uno de los titulares decía: «¡Es turco!».

Después de visitar con mi familia las ruinas de Efesos, donde se encuentra una de las mayores bibliotecas del mundo romano y un anfiteatro abierto donde predicó San Pablo, participé en la conferencia de las cincuenta y cuatro naciones que componen la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa. La OSCE se fundó en 1973 para defender la democracia, los derechos humanos y la legislación internacional. Nosotros estábamos allí para apoyar el Pacto de la Estabilidad para los Balcanes y la resolución de la crisis permanente en Chechenia que pusiera fin al terrorismo contra Rusia y al uso excesivo de la fuerza contra los chechenos no combatientes. También firmé un acuerdo con los líderes del Kazajstán, Turkmenistán, Azerbayán y Georgia, en el que Estados Unidos se comprometía a apoyar la construcción de dos oleoductos que transportaran petróleo desde el mar Caspio hasta Occidente sin pasar por Irán. En función del futuro que Irán eligiera para sí, el acuerdo del oleoducto podía tener una enorme importancia para la estabilidad futura de los países productores y compradores de petróleo.

Estambul y su rica historia como capital del Imperio Otomano y del Imperio Romano del Este me fascinaron. En otro intento por impulsar la reconciliación, visité al patriarca ecuménico de todas las iglesias ortodoxas, Bartolomé de Constantinopla, y pedí a los turcos que reabrieran las puertas del monasterio ortodoxo de Estambul. El patriarca me regaló un bellísimo pergamino con uno de mis pasajes favoritos de las Escrituras, como él ya sabía, del capítulo once de la Epístola a los hebreos. Empieza diciendo: «La fe es la garantía de lo que se espera y la prueba de las realidades que no se ven».

Mientras me encontraba en Turquía, la Casa Blanca y el Congreso llegaron a un acuerdo presupuestario que, además de mis anteriores iniciativas para la educación, aportaban más financiación para la policía, la iniciativa del Legado Territorial, nuestros acuerdos de Wye y la nueva propuesta para condonar parcialmente la deuda de los países en vías de desarrollo. Los republicanos también aceptaron abandonar sus recomendaciones más perjudiciales para el medio ambiente a cambio de que se aprobaran las leyes presupuestarias.

También llegaron buenas noticias de Irlanda del Norte, donde George Mitchell había alcanzado un acuerdo con las partes para proceder simultáneamente a la formación de un nuevo gobierno y a la deposición de las armas, con el apoyo de Tony Blair y Bertie Ahern. Bertie estaba conmigo en Turquía cuando nos enteramos.

En Atenas, después de una emocionante visita a primera hora de la mañana por la Acrópolis con Chelsea, deploré públicamente el apoyo de Estados Unidos al régimen represivo y antidemocrático que se hizo con el control en Grecia en 1967 y reafirmé mi compromiso para encontrar una solución justa para el problema de Chipre, como condición para que Turquía entrara en la Unión Europea. También agradecí al primer ministro Costas Simitis que permaneciera al lado de los aliados en Kosovo. Dado que griegos y serbios compartían la fe ortodoxa, no le había resultado nada fácil. Me fui del encuentro animado porque el primer ministro se mostraba abierto a la reconciliación con Turquía y a su entrada en a la Unión Europea, previa resolución del conflicto chipriota. En parte, se debía a que los dos ministros de Asuntos Exteriores de ambos países, George Papandreou e Ismael Cem, eran líderes jóvenes, miraban hacia el futuro y querían cooperar con miras a construir una relación común: el único camino que tenía sentido.

Desde Grecia volé a Florencia, donde el primer ministro D'Alema fue el anfitrión de otra de nuestras conferencias sobre el Tercer Mundo. Esta tuvo un sabor inequívocamente italiano, pues Andrea Bocelli cantó durante la cena y el actor Roberto Benigni, ganador de un Oscar, nos hizo reír todo el rato. El y D'Alema hacían una buena pareja: los dos eran hombres esbeltos, intensos y apasionados que siempre encontraban un motivo para reír. Cuando conocí a Benigni, dijo: «Le amo», y me dio un abrazo. Pensé que quizá tendría que pensar en presentarme a la presidencia de Italia: es un país que siempre me ha gustado mucho.

Fue con diferencia nuestra reunión Tercera Vía más fructífera. Tony Blair; el presidente de la Unión Europea, Romano Prodi; Gerhard Schroeder; Fernando Henrique Cardoso y el primer ministro francés, Lionel Jospin, estaban allí para articular un consenso progresivo en las políticas interiores y exteriores del siglo xxi, y para acordar reformas del sistema financiero internacional que minimizaran las crisis financieras e intensificaran nuestros esfuerzos por repartir los beneficios de la globalización, y reducir sus cargas.

El día 22, Chelsea y yo volamos a Bulgaria, en lo que fue la primera visita de un presidente norteamericano a dicho territorio. En un discurso ante más de treinta mil personas, a la sombra de la Catedral Alexander Nevsky, brillantemente iluminada, prometí la ayuda de Estados Unidos para conservar su libertad tan duramente obtenida, así como para conseguir sus aspiraciones económicas y la voluntad de unirse a la OTAN.

Mi última parada antes de regresar a Estados Unidos para el Día de Acción de Gracias fue en Kosovo, donde Madeleine Albright, Wes Clark y yo recibimos una bienvenida cálida y abrumadora. Hablé con un grupo de ciudadanos que no paraban de interrumpir mi discurso, gritando mi nombre. No me gustó interrumpir aquel ambiente, pero quería que escucharan mi ruego de que no se produjeran represalias contra la minoría serbia como venganza por los errores del pasado; expresé esta preocupación en privado a los líderes de varias facciones políticas de Kosovo. A última hora de ese día, fui al campamento Bondsteel para agradecer su ayuda a las tropas y compartir una cena temprana de Acción de Gracias con ellos. Estaban realmente orgullosos de lo que habían logrado, pero Chelsea tuvo más éxito entre los jóvenes soldados que yo.

Durante nuestro viaje, envié a Charlene Barshefsky y a Gene Sperling a China para que intentaran cerrar el acuerdo de su entrada en la OMC. El trato debía ser lo suficientemente bueno como para que se aprobara una legislación que nos permitiera establecer relaciones comerciales normales con China. La presencia de Gene garantizaría a los chinos que yo apoyaba las negociaciones. Fueron muy complejas hasta casi el final, cuando por fin obtuvimos protección contra el dumping y el aumento súbito de las importaciones, así como acceso al mercado automovilístico, cosa que nos granjeó el apoyo del congresista demócrata de Michigan, Sandy Levin. Su respaldo garantizó que el Congreso aprobara el establecimiento de relaciones comerciales normales y, por ende, la entrada de China en la OMC. Gene y Charlene habían hecho una labor magnífica.

Poco después del Día de Acción de Gracias, el Partido Unionista del Ulster de David Trimble aprobó el nuevo acuerdo de paz, y se formó el nuevo gobierno de Irlanda del Norte, con David Trimble de primer ministro y Seamus Mallon, del Partido Social Demócrata de John Hume, de adjunto al primer ministro. Martin McGuinness, del Sinn Fein, fue nombrado Ministro de Educación, algo que hubiera resultado impensable no mucho tiempo atrás.

En diciembre, cuando los miembros de la Organización Mundial del Comercio se reunieron en Seattle, se produjeron violentas protestas por parte de las fuerzas antiglobalización que sacudieron todo el centro de la ciudad. Sin embargo, la mayoría de los manifestantes eran pacíficos y sus reclamaciones eran legítimas, como les dije a los delegados de la convención. El proceso de la interdependencia mundial probablemente no podría revertirse, pero la OMC tenía que ser más abierta y más sensible respecto al comercio y a los temas del medio ambiente. Los países ricos que se habían beneficiado de la globalización tendrían que hacer más para repartir esos beneficios con la otra mitad del mundo, que seguía sobreviviendo con menos de dos dólares al día. Después de Seattle, hubo más manifestaciones en las reuniones económicas internacionales. Yo estaba convencido de que seguirían produciéndose a menos que diéramos respuesta a las quejas y preocupaciones de los que se habían quedado atrás y al margen.

A principios de diciembre, pude anunciar que, después de siete años, nuestra economía había creado más de veinte millones de puestos de trabajo, un 80 por ciento de los cuales pertenecían a categorías laborales en las que el sueldo estaba por encima del salario mínimo; también teníamos la tasa de desempleo entre afroamericanos e hispanos más baja de la historia, y la tasa de paro de las mujeres más bajo desde 1953, cuando el porcentaje de las que estaban registradas en la población activa era mucho menor.

El 6 de diciembre, recibí una visita especial: Fred Sanger, de once años, que procedía de St. Louis. Fred y sus padres vinieron a verme acompañados de representantes de la fundación MakeaWish, que ayuda a que niños gravemente enfermos puedan realizar sus sueños. Fred sufría un problema cardíaco que le obligaba a quedarse en casa durante largos períodos de tiempo. Solía mirar las noticias y conocía una gran cantidad de detalles acerca de mi trabajo. Mantuvimos una interesante conversación y, después, seguimos en contacto durante mucho tiempo. En mis ocho años de mandato, la gente de MakeaWish trajo a cuarenta y siete

niños para que me conocieran. Siempre me alegraban el día y me recordaban por qué quería ser presidente.

La segunda semana del mes, después de una conversación telefónica con el presidente Assad, anuncié que, al término de la semana, Israel y Siria reanudarían las negociaciones en Washington, en un lugar que aún había que decidir, con el objetivo de alcanzar un acuerdo lo más pronto posible.

El día 9 regresé a Worcester, Massachusetts, la ciudad que me había dado la bienvenida durante los sombríos días de agosto de 1998, con motivo del funeral de seis bomberos que habían muerto mientras cumplían con su deber. La desgarradora tragedia había movilizado a la comunidad y a todos los bomberos de Estados Unidos. Cientos de ellos, procedentes de todo el país y del extranjero, llenaron el centro de convenciones de la ciudad, un conmovedor recordatorio de que la tasa de mortalidad de los bomberos es áun más alta que la de los agentes de la ley.

Una semana después, en el monumento a Franklin Roosevelt, firmé la legislación que hacía extensiva la cobertura sanitaria de Medicare y Medicaid a la gente discapacitada de la población activa. Era el avance legislativo más importante para la comunidad de discapacitados desde que se aprobó la Ley de Ciudadanos Discapacitados, y permitía que gente que de otro modo no obtendría un seguro médico —porque padecían SIDA, distrofia muscular, la enfermedad de Parkinson, diabetes u otras enfermedades de similares consecuencias— pudieran acogerse al programa Medicare. Esa ley mejoraría la calidad de vida de innumerables personas que ahora podrían ganar un sueldo y mejorar su vida. Era un tributo a la ardua labor de los activistas a favor de los derechos de los discapacitados y, especialmente, a mi amigo Justin Dart, un republicano de Wyoming que iba en silla de ruedas y que jamás salía sin sus botas y su sombrero de vaquero.

Durante las navidades teníamos ganas de que llegara la noche de Fin de Año y con ella el nuevo milenio. Por primera vez en muchos años, nuestra familia se perdería el fin de semana del Renacimiento; nos quedamos en Washington para las celebraciones del milenio. Se financiaron con dinero privado: mi amigo Terry McAuliffe recaudó varios millones de dólares para que pudiéramos ofrecer a los ciudadanos la oportunidad de disfrutar de las festividades, que incluían dos días de actividades familiares abiertas al público en el Instituto Smithsonian y, el día 31, una fiesta para los niños por la tarde y un concierto en el Mall, producido por Quincy Jones y George Stevens, con grandes fuegos artificiales. También ofrecimos una gran cena en la Casa Blanca, en la que había gente fascinante de los círculos civiles, militares, académicos, musicales, artísticos y literarios; también hubo un largo baile después de los fuegos artificiales.

Fue una velada maravillosa, pero yo estuve muy nervioso todo el

tiempo. Nuestro equipo de seguridad había estado en alerta máxima durante semanas, debido a numerosos informes de inteligencia que indicaban que Estados Unidos sería el blanco de diversos ataques terroristas. Especialmente desde las bombas en las embajadas, en 1998, yo me había concentrado intensamente en bin Laden y sus seguidores de alQaeda. Habíamos descubierto algunas células de alQaeda, capturado a agentes terroristas y desactivado planes en contra nuestra, y seguíamos presionando a Pakistán y a Arabia Saudí para que nos entregaran a bin Laden. Ahora, con esta nueva advertencia, Sandy Berger convocaba a los principales cargos de mi equipo de seguridad nacional en la Casa Blanca prácticamente cada mes.

Se arrestó a un hombre mientras trataba de cruzar la frontera canadiense por el estado de Washington, llevando materiales para fabricar una bomba. Había planeado ponerla en el aeropuerto de Los Angeles. Se desmantelaron dos células, una en el nordeste y otra en Canadá. También se frustraron ataques planificados contra Jordania. El milenio llegó a Estados Unidos con muchas celebraciones y sin terror, algo que debe agradecerse al intenso trabajo de miles de personas y quizá a un poco de suerte también. Sea como fuere, cuando empezaron el nuevo año, el nuevo siglo y el nuevo milenio, me sentí lleno de alegría y gratitud. Nuestro país estaba en una etapa de crecimiento y nos adentrábamos en la nueva era en buena forma.

Cincuenta y cuatro

Hillary y yo comenzamos el primer día del nuevo siglo y el último año de mi presidencia con un discurso por radio conjunto para el pueblo norteamericano, que también fue televisado en directo. Nos habíamos quedado de fiesta en la Casa Blanca hasta las dos y media de la madrugada y estábamos cansados, pero aún así teníamos muchas ganas de celebrar este día. La noche anterior había sido testigo de una notable celebración mundial: miles de millones de personas habían visto por televisión cómo llegaba la media noche primero en Asia, luego en Europa y Africa, luego en Sudamérica y finalmente en Norteamérica. Estados Unidos estaba entrando en un nuevo siglo de interdependencia global con una combinación única de éxito económico, solidaridad social y confianza en las posibilidades de la nación. Nuestros valores de apertura, dinamismo y democracia eran celebrados en todo el mundo. Hillary y yo dijimos que nosotros, los norteamericanos, teníamos que sacar el máximo provecho de esta oportunidad para seguir mejorando nuestro propio país y para distribuir los beneficios y compartir las cargas del mundo del siglo XXI. Eso es lo que yo esperaba hacer durante mi último año.

Desafiando las tendencias históricas, el séptimo año de mi presidencia había sido un año lleno de éxitos, porque no habíamos dejado de trabajar en los asuntos de los ciudadanos ni durante ni después del proceso de impeachment. Me esforcé por llevar a la práctica el programa dibujado en el discurso del Estado de la Unión, y me enfrentaba con los problemas y las oportunidades conforme iban surgiendo. No hubo la tradicional pérdida de impulso de la segunda mitad del segundo mandato de un presidente. Y estaba decidido a hacer que tampoco se perdiera impulso durante este último año.

Con el año nuevo, perdí a uno de mis viejos socios, pues Boris Yeltsin dimitió y fue sustituido por Vladimir Putin. Yeltsin nunca había recuperado por completo su fuerza y su resistencia tras su operación de corazón, y creía que Putin estaba listo para sucederle y podría trabajar tantas horas como el cargo requería. Boris también sabía que darle al pueblo ruso la oportunidad de ver cómo trabajaba Putin aumentaría sus oportunidades de ganar las siguientes elecciones. Fue un movimiento sabio y astuto, pero de todas formas iba a echar de menos a Yeltsin. A pesar de todos sus problemas fisicos y de su esporádica impredecibilidad, había sido un dirigente valiente y con visión de futuro. Confiábamos el uno en el otro y habíamos logrado grandes cosas juntos. El día que dimitió, hablamos por teléfono durante veinte minutos, y comprobé que se sentía a gusto con su decisión. Dejó el cargo de una forma tan singular como había sido su vida y su gobierno.

El 3 de enero fui a Shepherdstown, en West Virginia, para abrir conversaciones de paz entre Siria e Israel. Ehud Barak había presionado mucho para que celebráramos las conversaciones a principios de año. Comenzaba a mostrarse impaciente en el proceso de paz con Arafat y daba muestras de no estar seguro de que pudieran resolver sus diferencias sobre Jerusalén. Por el contrario, me había dicho meses atrás que estaba dispuesto a devolver los altos del Golán a Siria mientras se dieran garantías a Israel sobre su puesto de alerta rápida del Golán y sobre su dependencia del lago Tiberíades, también conocido como mar de Galilea, para un tercio de sus necesidades de agua.

El mar de Galilea es una masa de agua muy peculiar: el fondo es de agua salada y se alimenta por afluentes subterráneos, mientras que la capa superior es agua dulce. Puesto que el agua dulce es más ligera que la salada, se debe ir con cuidado de no drenar demasiado el lago ningún año, pues de lo contrario la capa de agua dulce se volvería demasiado ligera y no podría mantener debajo el agua salada. Si el agua dulce se reducía más allá de un punto crítico, el agua salada subiría hacia arriba y se mezclaría con ella, eliminando una fuente de suministro de agua que era esencial para Israel.

Antes de ser asesinado, Yitzhak Rabin se había comprometido conmigo a retirarse del Golán a las fronteras del 4 de junio de 1967, siempre que se solucionaran algunas cuestiones que preocupaban a Israel. Se comprometió con la condición de que yo guardase el trato «en el bolsillo» hasta que pudiera presentársele formalmente a Siria en el contexto de una solución global del problema. Tras la muerte de Yitzhak, Shimon Peres reafirmó el compromiso «de bolsillo» y sobre esta base patrocinamos las conversaciones entre los sirios y los israelíes en Wye River. Peres quería que yo firmara un tratado de seguridad con Israel si entregaba el Golán, una idea que luego me sugeriría también Netanyahu y que sería luego vuelta a plantear por Barak. Les dije que estaba dispuesto a hacerlo.

Dennis Ross y nuestro equipo hicieron progresos hasta que Bibi Netanyahu derrotó a Peres en las elecciones celebradas durante una erupción de atentados terroristas. Luego las negociaciones con Siria se rompieron. Ahora Barak quería reemprenderlas, aunque todavía no estaba dispuesto a reafirmar las palabras exactas del compromiso del «bolsillo» de Rabin.

Barak tenía que enfrentarse con un electorado israelí muy diferente del que había escogido a Rabin. Había muchos más inmigrantes, y los rusos en particular se oponían a entregar el Golán. Natan Sharansky, que se había convertido en un héroe en Occidente debido a su largo cautiverio en la Unión Soviética y que había acompañado a Netanyahu a Wye en 1998, me explicó el porqué de la actitud de los judíos rusos. Me dijo que habían pasado del país más grande del mundo a uno de los más pequeños y que no les gustaba la idea de hacer a Israel todavía más pequeño entregando el Golán o Cisjordania. También creían que Siria no era ninguna amenaza para Israel. No estaban en paz, pero tampoco en guerra. Si Siria atacaba a Israel, los israelíes vencerían con facilidad. Entonces, ¿por qué tenían que renunciar al Golán?

Aunque Barak no compartía su opinión, tenía que lidiar con ella. Pero Barak deseaba la paz con Siria y por ello confiaba en que se podrían solucionar las diferencias que les separaban. Quería que yo iniciara las negociaciones lo antes posible.

Al llegar enero, ya llevaba más de tres meses trabajando con el ministro de Asuntos Exteriores de Siria, Faruk al-Shara, y hablando por teléfono con el presidente Asad para disponer el escenario adecuado para las conversaciones. Asad no estaba bien de salud y quería recuperar el Golán antes de morir, pero tenía que ir con cuidado. Quería que su hijo Bashir le sucediera y, aparte de que estaba personalmente convencido de que era justo que Siria recuperase todo el territorio que ocupaba antes del 4 de junio de 1967, debía obtener un acuerdo que no fuera a costarle luego a su hijo el apoyo de ninguna de las fuerzas vivas de Siria.

La fragilidad de Asad y el derrame que sufrió su Ministro de Asuntos Exteriores, Shara, en otoño de 1999 aumentaron las prisas de Barak. A petición suya, envié a Asad una carta diciéndole que creía que Barak estaba dispuesto a llegar a un trato si podíamos solucionar la cuestión de la definición de la frontera, el control del agua y el puesto de aviso rápido, y que si llegaban a un acuerdo Estados Unidos estaría dispuesto a establecer relaciones bilaterales con Siria, una decisión que Barak deseaba que tomáramos. Ese era un gran paso para nosotros, ya que en el pasado Siria había apoyado el terrorismo. Por supuesto, Asad debería dejar de apoyar el terrorismo si quería establecer relaciones normales con Estados Unidos, pero si se le devolvía el Golán ya no tendría ningún motivo para apoyar a los terroristas de Hezbollah que atacaban a Israel desde el Líbano.

Barak también quería la paz con el Líbano, pues se había comprometido a retirar las fuerzas israelíes de aquel país hacia finales de año y un acuerdo de paz haría que Israel estuviera más seguro frente a los ataques de Hezbollah a lo largo de la frontera y evitaría que pareciera que Israel se retiraba debido a los ataques. Barak sabía perfectamente que todo acuerdo con el Líbano necesitaba del consentimiento y la implicación de Siria.

Asad contestó un mes más tarde en una carta en la que parecía retractarse de su postura anterior, quizá por las incertidumbres que habían generado en Siria sus problemas de salud y los de Shara. Sin embargo, unas pocas semanas después, cuando Madeleine Albright y Dennis Ross fueron a ver a Asad y Shara, que parecían completamente recuperados, Asad les dijo que quería continuar con las negociaciones y que estaba dispuesto a firmar la paz porque creía que Barak iba en serio. Incluso permitió que Shara negociara, algo que no había hecho antes, siempre que Barak llevara personalmente la parte israelí.

Barak aceptó encantado y quería comenzar inmediatamente. Yo les expliqué a ambos que no podíamos empezar durante las vacaciones de Navidad y se mostraron de acuerdo con nuestro calendario: charlas preliminares en Washington a mediados de diciembre, que se reemprenderían a poco de haber comenzado el año nuevo con mi participación, y que continuarían sin interrupciones hasta que se llegara a un acuerdo.

Las conversaciones de Washington comenzaron de forma un tanto incierta por unas agresivas declaraciones de Shara. Sin embargo, en las conversaciones privadas, cuando Shara sugirió que deberíamos empezar donde acabaron las conversaciones en 1996, con el compromiso «de bolsillo» de Rabin de volver a las fronteras del 4 de junio siempre que se respetasen las necesidades de Israel, Barak respondió que, aunque él no había contraído ningún compromiso sobre el territorio, «no renegamos de la historia». Los dos hombres acordaron que yo decidiera el orden en el que los temas –incluyendo fronteras, seguridad, agua y paz– serían debatidos. Barak quería que las negociaciones continuaran ininterrumpidamente; eso requeriría que los sirios trabajaran hasta final del Ramadán, el 7 de enero, y que no volvieran a casa para celebrar la tradicional festividad de Aid al-Fitr al final del período de ayuno. Shara accedió y las dos partes regresaron a casa para prepararse.

Aunque Barak había presionado para que las negociaciones comenzaran lo antes posible, pronto le comenzaron a preocupar las consecuencias políticas de ceder los altos del Golán sin haber preparado antes a la opinión pública israelí para ello. Quería algún tipo de cobertura, como, por ejemplo: la reanudación de la vía libanesa de las negociaciones de paz, con los sirios como interlocutores, aunque luego consultasen con los libaneses; el anuncio de al menos un estado árabe de que mejoraría sus relaciones con Israel; garantías explícitas de seguridad por parte de Estados Unidos y una zona de libre comercio en el Golán. Me mostré de acuerdo en apoyar todas estas peticiones e incluso di un paso más: llamé a Asad el 19 de diciembre para pedirle que reanudase las negociaciones de la cuestión libanesa al mismo tiempo que comenzaban las conversaciones con Siria y que ayudara a recuperar los restos de tres israelíes que todavía figuraban como desaparecidos en combate en la guerra del Líbano, casi veinte años atrás. Asad se mostró de acuerdo en la segunda petición y envió un equipo de forenses a Siria, pero desgraciadamente los restos no estaban donde los israelíes creían que podían encontrarse.

Sobre el primer tema, Asad respondió con evasivas, diciendo que las conversaciones libanesas se reanudarían una vez que se hubiera logrado algún avance en las negociaciones con Siria.

Shepherdstown es una comunidad rural que está a poco más de una hora de auto desde Washington; Barak había insistido en que se escogiera un lugar aislado para minimizar las filtraciones, y los sirios no querían ir ni a Camp David ni a Wye River por las otras negociaciones de alto nivel sobre Oriente Próximo que ya se habían llevado a cabo en aquellos lugares. A mí me parecía perfecto; las instalaciones para conferencias de Shepherdstown eran muy cómodas y yo podía desplazarme allí desde la Casa Blanca en unos veinte minutos en helicóptero.

Pronto se hizo evidente que no había desacuerdos insalvables entre las partes. Siria quería que se le devolviera todo el Golán, pero estaba dispuesta a dejarles a los israelíes una pequeña franja de tierra de 10 metros de anchura a lo largo de la frontera del lago; Israel quería una franja mayor de tierra. Siria quería que Israel se retirara en dieciocho meses; Barak quería disponer de tres años. Israel quería quedarse en el puesto de alerta rápida; Siria quería que el puesto quedara bajo personal de la ONU, o quizá de Estados Unidos. Israel quería garantías de la calidad y la cantidad del agua que bajaría del Golán al lago; Siria estaba de acuerdo en darlas, siempre que recibiera las mismas garantías del agua que le llegaba desde Turquía. Israel quería relaciones diplomáticas completas tan pronto como comenzara la retirada; Siria no quería llegar hasta ese punto hasta que la retirada se hubiera completado.

Los sirios habían venido a Shepherdstown con una mentalidad abierta y positiva, deseando llegar a un acuerdo. Por el contrario, Barak, que era quien había presionado para que se celebraran las negociaciones, había decidido, al parecer a partir de unos datos que le habían proporcionado unas encuestas, que necesitaba hacer que el proceso avanzara lentamente durante unos días para convencer a la opinión pública israelí de que él era un negociador duro. Quería que yo usara mi buena relación con Shara y Asad para mantener a los sirios contentos mientras él decía tan poco como le era posible durante el período de espera que él mismo se había impuesto.

Yo estaba, por decirlo suavemente, decepcionado. Si Barak hubiera tratado con los sirios antes, o si nos hubiera dado algún aviso previo, puede que hubiéramos podido controlar la situación. Quizá, como líder democráticamente elegido, tenía que prestar más atención a su opinión pública que Asad, pero éste también tenía sus propios problemas políticos y había vencido su notoria resistencia a tener contactos a alto nivel con los israelíes porque confiaba en mí y se había creído las garantías que le había ofrecido Barak.

Barak no llevaba mucho tiempo metido en política y yo creía que le aconsejaban muy mal. En política exterior, las encuestas a menudo no valen para nada; la gente contrata a sus dirigentes para que ganen para ellos y son los resultados lo que importa. Muchas de mis decisiones más importantes de política exterior no habían sido populares al principio. Si Barak sellaba una paz de verdad con Siria, su prestigio en Israel y en todo el mundo aumentaría, y mejorarían sus posibilidades de tener éxito en las conversaciones con los palestinos. Si fracasaba, los pocos días con resultados positivos en las encuestas se los llevaría el viento.

Aunque lo intenté a fondo, no pude hacer cambiar de opinión a Barak. El quería que mantuviera a Shara a bordo mientras él esperaba, y que lo hiciera en el aislado marco que ofrecía Shepherdstown, donde había pocas distracciones respecto al tema que nos ocupaba.

Madeleine Albright y Dennis Ross trataron de encontrar formas creativas para al menos clarificar el compromiso de Barak con el acuerdo "de bolsillo" de Rabin, entre ellas la posibilidad de abrir un canal de comunicación secreto entre Madeleine y Butheina Shaban, la única mujer de la delegación siria. Butheina era una mujer elocuente e impresionante que siempre había trabajado como la intérprete de Asad cuando nos reuníamos. Llevaba años con Asad, y yo estaba seguro de que estaba en Shepherdstown para que el presidente recibiera una versión fidedigna de lo que estaba pasando.

El viernes, quinto día, presentamos una propuesta de acuerdo de paz con las diferencias de ambas partes entre corchetes. Los sirios respondieron positivamente el sábado por la noche y comenzamos las reuniones sobre temas fronterizos y de seguridad. De nuevo, los sirios se mostraron muy flexibles en ambas cuestiones, y dijeron que aceptarían una modificación de la franja de tierra que bordeaba Galilea hasta ampliarla a 50 metros, siempre que Israel aceptara las fronteras del 4 de junio como la base de la negociación. Todo aquello tenía algunas consecuencias prácticas; al parecer el lago se había reducido durante los últimos treinta años. Yo me animé ante aquellas propuestas, pero pronto se hizo evidente que Barak no había autorizado todavía a nadie de su equipo a aceptar la frontera del 4 de junio, no importa lo que ofrecieran a cambio los sirios.

El domingo, en una comida con Ehud y Nava Barak en la granja de Madeleine Albright, Madeleine y Dennis hicieron un último intento con Barak. Siria había demostrado flexibilidad respecto a lo que deseaba Israel, una vez fueran satisfechas sus necesidades; Israel no había respondido con la misma moneda. ¿Qué hacía falta para ello? Barak dijo que quería reanudar las negociaciones libanesas. Y si no era posible, quería hacer un descanso de varios días y luego regresar.

Shara no estaba de humor para oír cosas como esa. Dijo que Shepherdstown era un fracaso, que Barak no era sincero y que debería decirle exactamente eso al presidente Asad. En la última cena traté de nuevo de arrancarle a Barak algo positivo que Shara pudiera llevarse a Siria, pero se negó a decir nada y luego me dijo en privado que yo podía llamar a Asad una vez nos hubiéramos marchado de Shepherdstown y decirle que aceptaríamos la frontera del 4 de junio una vez las negociaciones libanesas se reanudaran o estuvieran a punto de empezar. Eso quería decir que Shara iba a volver a casa con las manos vacías de las negociaciones que le habían hecho creer que iban a ser decisivas, tanto que los sirios habían aceptado quedarse durante el final del Ramadán y el Aid al-Fitr.

Para acabar de empeorar las cosas, el último acuerdo, con los corchetes, se filtró a la prensa israelí, mostrando las concesiones que había hecho Siria sin obtener nada a cambio. Shara recibió unas críticas durísimas en su país. Era una situación embarazosa para él y para Asad. Incluso los gobiernos autoritarios no son inmunes a la opinión popular y a los poderosos grupos de presión.

Cuando llamé a Asad para contarle la oferta de Barak de reconocer el compromiso de Rabin y definir la frontera sobre la base de aquel pacto si paralelamente se iniciaban las conversaciones sobre el Líbano, me escuchó sin decir nada. Unos pocos días más tarde, Shara llamó a Madeleine Albright y rechazó la oferta de Barak, afirmando que los sirios abrirían negociaciones sobre el Líbano solo después de que se hubiera llegado a un acuerdo sobre la demarcación de la frontera. Ya habían salido escaldados por ser flexibles y abiertos, y no iban a cometer el mismo error dos veces.

Por el momento, estábamos atascados, aunque yo creía que debíamos seguir intentándolo. Parecía que Barak todavía quería la paz con Siria, y era cierto que el público israelí no estaba preparado para los compromisos que aquella paz requería. La paz también le convenía a Siria, y la necesitaba pronto. La salud de Asad se deterioraba, y tenía que preparar la sucesión de su hijo. Mientras tanto, quedaba mucho por hacer en las negociaciones con Palestina. Le pedí a Sandy, Madeleine y Dennis que pensaran en qué debería ser lo siguiente que hiciéramos y concentré mi atención en otras cosas.

El 10 de enero, después de una fiesta en la Casa Blanca con los musulmanes para celebrar el fin del Ramadán, Hillary y yo fuimos a la Capilla de la Academia Naval de Estados Unidos en Annapolis, Maryland, para asistir al funeral del ex jefe de operaciones navales Bud Zumwalt, con el que habíamos entablado amistad en los fines de semana del Renacimiento. Después de que yo llegara al cargo, Bud había trabajado con nosotros para proveer ayuda a las familias de los soldados que, como su difunto hijo, se habían enfermado por verse expuestos al agente naranja durante la guerra en Vietnam. También, él había presionado al Senado para ratificar la Convención de Armas Químicas. Su apoyo personal a nuestra familia durante y después del proceso del impeachment fue un generoso regalo que nunca olvidaremos.

Mientras me vestía para el funeral, uno de mis ayudas de cámara, Lito Bautista, un filipino-americano que había pasado treinta años en la marina, me dijo que le hacía feliz que yo fuera al entierro porque Bud Zumwalt «fue el mejor que jamás tuvimos. Siempre nos defendió».

Esa noche, volé al Gran Cañón y me alojé en el hotel El Tovar en una habitación con un balcón que daba justo al borde del cañón. Casi treinta años atrás, había visto el sol ponerse sobre el Gran Cañón; ahora quería ver como salía, iluminando las capas multicolores de rocas desde arriba hasta el fondo. A la mañana siguiente, tras un amanecer tan bonito como había imaginado, Bruce Babbit, que era mi secretario del Interior, y yo designamos tres nuevos monumentos nacionales y ampliamos un cuarto en Arizona y California, incluyendo unas cuatrocientas mil hectáreas alrededor del Gran Cañón y una franja de miles de pequeñas islas y arrecifes al descubierto a lo largo de la costa de California.

Habían transcurrido noventa y dos años desde que el presidente Theodore Roosevelt había hecho el Gran Cañón monumento nacional. Bruce Babbitt, Al Gore y yo habíamos hecho lo que habíamos podido para permanecer fieles a la política de conservación de Roosevelt y a su consejo de acostumbrarse a «mirar muy hacia adelante».

El día quince conmemoré el nacimiento de Martin Luther King Jr. en mi discurso radiofónico a la nación del sábado por la mañana; en él subrayé el progreso social de los afroamericanos y los hispanos durante los últimos siete años y señalé el lejano punto hasta el que teníamos que llegar: aunque el desempleo y la pobreza entre las minorías estaban en niveles mínimos históricos, todavía estaban muy por encima de la media nacional.

También habíamos sufrido recientemente una avalancha de crímenes con motivaciones racistas o étnicas: James Byrd, un hombre negro, había sido arrastrado desde la parte trasera de una camioneta pickup y había sido asesinado por racistas blancos en Texas; en Los Angeles habían disparado contra una escuela judía; habían asesinado a un estudiante coreanoamericano, a un entrenador de baloncesto afroamericano y a un empleado de correos filipino por causa de su raza.

Unos pocos meses antes, en una de las veladas del milenio en la Casa Blanca, el doctor Eric Lander, director del Centro del Instituto Whitehead para la Investigación de Genoma en el MIT, y el ejecutivo de empresas de alta tecnología Vinton Cerf –conocido como el «Padre de Internet»– debatieron sobre como la tecnología de chips digitales había hecho que el proyecto genoma humano fuera un éxito. Lo que más claramente recuerdo de aquella tarde es la afirmación de Lander de que todos los seres humanos tenemos el 99,9 por ciento de los genes idénticos. Desde que me dijo eso, pienso en toda la sangre que se ha vertido, toda la energía que se ha desperdiciado y toda la gente que se ha obsesionado en mantenernos divididos por una mísera décima de un uno porciento.

En el discurso radiofónico le volví a pedir al Congreso que aprobara la propuesta de ley sobre los crimenes de odio y le pedí al Senado que confirmara a un prestigioso abogado chino-americano, Bill Lann Lee, como nuevo asistente del fiscal general para derechos civiles. La mayoría republicana había bloqueado su nombramiento; parecía que tenían cierta aversión a mis designados que no pertenecían a la raza caucásica.

Mi principal invitada esa mañana fue Charlotte Fillmore, una ex empleada de la Casa Blanca que había cumplido cien años y que décadas atrás tenía que entrar en el edificio por una puerta especial debido a su raza. Esta vez hicimos pasar a Charlotte por la puerta principal del Despacho Oval.

En la semana previa al discurso del Estado de la Unión, seguí mi costumbre de hacer hincapié en las iniciativas más importantes a las que me referiría en el discurso. Esta vez había incorporado dos propuestas que Hillary y Al Gore habían defendido durante la campaña electoral: recomendé que se permitiera a los padres de los niños susceptibles de recibir cobertura sanitaria bajo el programa CHIP que compraran cobertura para sí mismos, un plan que impulsaba Al, y propuse también que los primeros diez mil dólares de la matrícula universitaria fueran desgravables en la declaración de renta, una idea que el senador Chuck Schumer defendía en el Congreso y Hillary en la campaña electoral.

Si todos los padres y niños que, por su nivel de ingresos, podían participar en el programa CHIP –unos catorce millones de personas– se apuntaban, habríamos conseguido dar cobertura a un tercio del total de gente que carecía de seguro. Si se permitía, como yo había recomendado, que la gente de cincuenta y cinco años y más pudiera comprar su entrada en Medicare, los dos programas combinados reducirían la cantidad de norteamericanos sin seguro médico a la mitad. Si se adoptaba la desgravación por matrícula universitaria, junto con la ampliación de la ayuda universitaria que ya había convertido en ley, podríamos afirmar con todo derecho que habíamos abierto las puertas de las universidades a todos los norteamericanos. La tasa de matriculación universitaria ya había subido al 67 por ciento, casi un 10 por ciento más que cuando yo llegué al cargo.

En un discurso frente a una audiencia compuesta por científicos en el Instituto de Tecnología de California, desvelé una propuesta para incrementar en casi tres mil millones el presupuesto de investigación, en lo que incluía mil millones para investigar el SIDA y otras cuestiones biomédicas y quinientos millones para nanotecnología, además de importantes aumentos en ciencia básica, espacio y energías ecológicas. El día veinticuatro, Alexis Herman, Donna Shalala y yo le pedimos al Congreso que ayudara a reducir ese 25 por ciento de diferencia salarial que hay entre hombres y mujeres a través de la aprobación de la Ley de Igualdad Salarial, que otorgaría los fondos para acabar con el gran atasco de casos de discriminación laboral que se habían acumulado en la Comisión de Igualdad de Oportunidades en el Empleo, y apoyando los esfuerzos del Departamento de Trabajo para aumentar el porcentaje de mujeres en empleos con salarios altos, en los que estaban infrarrepresentadas. Por ejemplo, en la mayoría de empleos de alta tecnología, los hombres superaban en número a las mujeres por más de dos a uno.

El día antes del discurso, me senté con Jim Lehrer, de NewsHour, de la PBS, por primera vez desde nuestra entrevista dos años atrás, justo después de que hubiera estallado el escándalo de mi testimonio. Después de que repasáramos los logros de la administración durante los anteriores siete años, Lehrer me preguntó si me preocupaba lo que los historiadores fueran a escribir sobre mí. El New York Times acababa de publicar un editorial diciendo que yo era un político con un gran talento natural y algunos logros significativos que había «dejado escapar la grandeza que tuvo a su alcance».

Me preguntó sobre mi reacción a esa afirmación respecto a lo que «habría podido ser». Le dije que el momento histórico más parecido al nuestro fue el cambio del anterior siglo, cuando también estábamos entrando en una nueva era de cambios económicos y sociales, y cada vez estábamos más involucrados en el mundo más allá de nuestras orillas. Basándonos en lo que había pasado entonces, creía que los ejes sobre los que se juzgaría mi trabajo serían: ¿Manejamos bien la transición de Estados Unidos a la nueva economía y a una era de globalización o no? ¿Logramos avances sociales y cambiamos la forma de enfrentarnos a los problemas para adaptarnos a los nuevos tiempos? ¿Fuimos buenos guardianes del medio ambiente? ¿Y cuáles fueron las fuerzas a las que nos enfrentamos? Le dije que me sentía muy bien con las respuestas a esas preguntas.

Más todavía, había leído la suficiente historia como para saber que ésta se está rescribiendo constantemente. Mientras yo era presidente se habían publicado dos grandes biografias de Grant que revisaban su presidencia, y la valoraban de una forma mucho más positiva de lo habitual. Eso sucedía constantemente. Además, como le dije a Lehrer, estaba mucho más centrado en lo que todavía podría lograr durante mi último año que en lo que la historia dijera de mí.

Más allá del programa interior, le dije a Lehrer que quería preparar a nuestra nación para los importantísimos desafios a nuestra seguridad que planteaba el siglo XXI.

La primera prioridad de los republicanos del Congreso era construir un sistema nacional de defensa de misiles, pero yo dije que la principal amenaza a la que nos enfrentábamos era «la posibilidad de que tuviéramos terroristas, narcotraficantes y mafiosos cooperando los unos con los otros, con armas de destrucción masiva cada vez más pequeñas y más difíciles de detectar y potentes armas convencionales. Así que habíamos tratado de disponer un armazón que nos permitiera luchar contra el ciberterrorismo, el bioterrorismo, el terrorismo químico… Ahora bien, esto no sale en los titulares, pero… creo que los enemigos del estado-nación en este mundo interconectado son probablemente la mayor amenaza a nuestra seguridad».

Yo volvía a tener muy presente el terrorismo por los dos meses frenéticos que habían concluido con las celebraciones del nuevo milenio. La CIA, la Agencia de Seguridad Nacional, el FBI y todo nuestro grupo antiterrorista habían trabajado muy duro para frustrar varios ataques planeados contra Estados Unidos y Oriente Próximo. Ahora había dos submarinos en el norte del mar de Arabia, listos para disparar misiles a cualquier lugar que la CIA identificase como un posible refugio en el que se hallara bin Laden. El grupo antiterrorista de Dick Clarke y George Tenet trabajaban de firme para encontrarlo. Yo creía que teníamos controlada la situación, pero aun así carecíamos de las habilidades ofensivas o defensivas que necesitábamos para combatir a un enemigo mortal que cada vez mostraba mayor capacidad para encontrar y explotar las oportunidades de atacar a gente inocente que ofrece un mundo tan abierto como el nuestro.

Antes de que concluyera la entrevista, Lehrer me preguntó la pregunta que yo sabía que iba a hacerme: si, dos años antes, hubiera contestado su pregunta y otras preguntas de forma distinta desde un buen principio, ¿creía que el resultado podría haber sido distinto y que no habría sido sometido a un impeachment? Le dije que no lo sabía, pero que me arrepentía profundamente de haberle engañado a él y al pueblo norteamericano. Todavía no conocía la respuesta a su pregunta, dada la atmósfera de histeria que se había apoderado de Washington en aquel entonces. Como le dije a Lehrer, me había disculpado y había tratado de rectificar mis errores. Eso era todo lo que yo podía hacer.

Entonces Lehrer me preguntó si me sentía satisfecho de que, si había una conspiración para echarme del cargo, ésta hubiera fracasado. Creo que eso es lo más cerca que ningún periodista ha llegado jamás en mi presencia a admitir la existencia de la conspiración que todos sabían que existía pero que se negaban a admitir. Le dije a Jim que había aprendido la dureza con que la vida te humilla cuando te rindes a la ira, si muestras demasiado placer por haber derrotado a alguien o si piensas que, por muy graves que sean tus pecados, los de tus adversarios son peores. Todavía me quedaba un año por delante; no tenía tiempo para estar enfadado o satisfecho.

Para mí, pronunciar mi último discurso del Estado de la Unión fue un verdadero placer. Habíamos creado más de veinte millones de nuevos empleos, teníamos el desempleo y la cifra de personas que dependían de la asistencia social más bajos de los últimos treinta años, la tasa de criminalidad más baja de los últimos veinticinco, el menor índice de pobreza de los últimos veinte años y la administración tenía menos funcionarios con nuestro gobierno que con cualquier otro de los últimos cuarenta años. Además, habíamos conseguido los primeros superávits consecutivos del presupuesto en cuarenta y dos años y siete años consecutivos en los que habían bajado los embarazos de adolescentes y habían subido en un 30 por ciento las adopciones, y podíamos enorgullecernos de que ciento cincuenta mil jóvenes habían servido en AmeriCorps. En menos de un mes, habríamos alcanzado el período de expansión económica continua más largo de toda la historia de Estados Unidos, y hacia finales de año tendríamos el tercer superávit consecutivo por primera vez en más de cincuenta años.

Me preocupaba que Estados Unidos se confiara en la prosperidad, así que le pedí a la gente que no la diera por hecha, sino que supiera «mirar muy hacia delante», a esa nación que podíamos construir en el siglo XXI. Propuse más de sesenta iniciativas para conseguir una serie de ambiciosos objetivos: todo niño comenzaría la escuela preparado para aprender y se graduaría preparado para tener éxito; toda familia tendría la posibilidad de alcanzar sus metas, tanto en casa como en el trabajo y ningún niño sería educado en la pobreza; haríamos frente al desafio de la jubilación de la generación del baby boom; todos los norteamericanos tendrían acceso a atención médica de calidad a un precio razonable; Estados Unidos sería la gran nación más segura de la Tierra y estaría libre de deudas por primera vez desde 1835; llevaríamos la prosperidad a todas las comunidades; se revertiría el cambio climático; Estados Unidos conduciría el mundo a la prosperidad y la seguridad compartidas y a las más lejanas fronteras de la ciencia y de la tecnología; seríamos por fin una sola nación, unida en nuestra diversidad.

Hice cuanto pude para llegar tanto a republicanos como a demócratas, recomendando una combinación de bajadas de impuestos y programas de gastos para avanzar hacia los objetivos; mayor apoyo para las iniciativas religiosas para luchar contra la pobreza y la drogadicción y para ayudar a las madres adolescentes; exenciones fiscales para las donaciones a obras de caridad hechas por ciudadanos de ingresos moderados o bajos que no podían solicitarlas ahora porque no detallaban sus deducciones; desgravación fiscal para la llamada penalización por matrimonio y una nueva ampliación de la rebaja fiscal; mayores incentivos para enseñar inglés y conducta cívica a los nuevos inmigrantes y aprobación de la Ley contra los Crímenes de Odio y la Ley Contra la Discriminación en el Empleo. También agradecí al Portavoz su apoyo a la iniciativa de Nuevos Mercados.

Por última vez, presenté a la gente que estaba sentada junto a Hillary y que representaban lo que estábamos tratando de conseguir: el padre de uno de los estudiantes asesinados en Columbine, que quería que el Congreso acabase con la laguna legal de las ferias de armas; un padre hispano que estaba orgulloso de pagar la manutención de su hijo y que se beneficiaría del paquete de ayudas fiscales a las familias trabajadoras que yo había propuesto; un capitán de las fuerzas aéreas que había rescatado a un piloto derribado en Kosovo, para ilustrar la importancia que tenía que acabáramos nuestra tarea en los Balcanes; y mi amigo Hank Aaron, que había dedicado su vida, después de dejar el béisbol, ayudando a los niños pobres a superar la desigualdad racial.

Cerré mi intervención con una llamada a la unidad y arranqué risas de los miembros del Congreso al recordarles que hasta los republicanos y los demócratas eran genéticamente iguales en un 99,9 por ciento. Les dije: «La ciencia moderna ha confirmado lo que las viejas fes siempre nos habían enseñado: el hecho más importante de la vida es nuestra compartida humanidad».

Un congresista criticó el discurso y afirmó que me había parecido a Calvin Coolidge cuando hablaba de librar de deudas a Estados Unidos. También lo criticaron algunos conservadores, que me echaban en cara que estaba gastando demasiado dinero en educación, sanidad y medio ambiente. La mayoría de los ciudadanos, sin embargo, parecieron sentirse más tranquilos sabiendo que iba a trabajar mucho durante mi último año. Parecían interesados en las nuevas ideas que les proponía y favorables a mis esfuerzos por hacer que siguieran pensando en el futuro.

La última vez que Estados Unidos parecía navegar con viento tan favorable fue a principios de los años sesenta, con la economía en expansión, leyes de derechos civiles que ofrecían la promesa de un futuro más justo y cuando Vietnam solo era un pequeño parpadeo distante en el monitor. Seis años después, la economía se hundía, había disturbios raciales en las calles, John y Robert Kennedy, así como Martin Luther King Jr., habían sido asesinados; Vietnam desangraba el país, forzaba a retirarse al presidente Johnson y nos hacía entrar en una nueva era de división política. Los buenos tiempos tienen que aprovecharse para construir el futuro, no para limitarse a disfrutar la comodidad y tranquilidad que ofrecen.

Tras una breve parada en Quincy, Illinois, para subrayar los puntos más destacados de mi programa, volé hasta Davos, en Suiza, para dirigirme al Foro Económico Mundial, una reunión anual de líderes políticos y empresariales de todo el mundo que cada vez cobraba mayor importancia. Llevé conmigo a cinco miembros del gobierno para discutir el alzamiento popular contra la globalización que habíamos visto en las calles de Seattle durante la reciente cumbre de la Organización Mundial del Comercio. Las multinacionales y sus partidarios políticos se habían contentado con crear una economía global que satisfacía sus necesidades, creyendo que el crecimiento que se derivaba del comercio crearía riqueza y empleo por todas partes.

El comercio en las naciones bien gobernadas había ayudado a mucha gente a salir de la pobreza, pero había dejado de lado a demasiados: la mitad del mundo todavía vivía con menos de dos dólares al día, mil millones de personas vivían incluso con menos de un dólar al día y más de mil millones de personas se iban a la cama hambrientas cada noche. Una de cada cuatro personas no tenía acceso a agua potable. Unos ciento treinta millones de niños no iban a la escuela, y diez millones morían cada año por enfermedades que podrían haberse evitado.

Incluso en las naciones ricas, los constantes giros de la economía siempre dejaban descolocados a algunos, y Estados Unidos no estaba haciendo lo suficiente para recolocarlos en el mundo laboral con un sueldo igual o superior al que tenían. Por último, las instituciones financieras globales no habían sido capaces de desactivar o mitigar las crisis de los países en desarrollo de una forma que minimizara los daños a los trabajadores, y se tenía la percepción de que la OMC dependía demasiado de las naciones ricas y de las multinacionales.

En mis primeros dos años, con mayoría demócrata en las cámaras, había conseguido más dinero para formar a los trabajadores a los que la evolución de la economía había dejado sin trabajo y había firmado los acuerdos complementarios del TLC sobre medio ambiente y estándares laborales. Después, el Congreso de mayoría republicana se mostró menos comprensivo ante tales iniciativas, especialmente respecto a las que se proponían reducir la pobreza y crear empleo en las naciones pobres. Ahora parecía que teníamos la oportunidad de llegar a un consenso bipartito sobre al menos tres iniciativas: el programa de Nuevos Mercados, la propuesta de ley de comercio para Africa y el Caribe y la iniciativa sobre la Reducción de Deuda del Milenio.

La gran pregunta era si se podía tener una economía global sin políticas sociales y medioambientales globales y sin que los que tomaban las decisiones económicas, sobre todo la OMC, lo hicieran de una forma más transparente. Yo creía que las fuerzas anticomercio y antiglobalización se equivocaban al creer que el comercio había incrementado la pobreza. De hecho, el comercio había ayudado a mucha gente a salir de la pobreza y había roto el aislamiento de más naciones. Por otra parte, aquellos que pensaban que lo que hacía falta era quitar las trabas a las transferencias de capital de más de un billón de dólares diarios también se equivocaban.

Yo defendía que la globalización conllevaba para sus beneficiarios la responsabilidad de compartir los beneficios y no solo sus cargas. Los más favorecidos por la globalización debían garantizar que el mayor número posible de personas pudiera participar en ella. En esencia, yo defendía una Tercera Vía hacia la globalización: comercio, más un esfuerzo concertado para dar a las personas y a las naciones las herramientas y condiciones necesarias para que aprovecharan al máximo las oportunidades de la nueva coyuntura internacional. Había que darle esperanzas a la gente a través del crecimiento económico y la justicia social, pues esa era la única forma en que podríamos persuadir al mundo del siglo XXI de que abandonara el camino de los horrores modernos del terrorismo y las armas de destrucción masiva y acabase con los viejos conflictos basados en odios raciales, religiosos o tribales.

Cuando acabé el discurso no sabía si había logrado convencer a los miles de dirigentes empresariales que había allí, pero sí sentí que me habían escuchado y que al menos eran conscientes de los problemas que acarreaba nuestra interdependencia global y de sus propias obligaciones para crear un mundo más unido. Lo que necesitaban quienes construían el mundo era una visión conjunta. Cuando la gente buena dedica su energía a perseguir una visión conjunta, se solucionan la mayoría de los problemas.

En casa, había llegado el momento de mi último Desayuno Nacional de Oración. Joe Lieberman, el primer orador judío que participaba en el acto, dio una charla fantástica sobre los valores comunes a todas las fes. Yo debatí las aplicaciones prácticas de sus comentarios: si se nos decía que no debíamos darle la espalda a los extraños, que debíamos tratar a los demás como nos gustaría que nos tratasen a nosotros y que amásemos a nuestros vecinos como a nosotros mismos, «tQuiénes eran nuestros vecinos y qué quería decir amarles?» Si éramos virtualmente idénticos genéticamente y nuestro mundo se había vuelto tan interdependiente que un primo mío de Arkansas jugaba al ajedrez dos veces por semana con un hombre de Australia, obviamente teníamos que ampliar nuestros horizontes en los años venideros.

La dirección de esos años, por supuesto, estaría condicionada por el resultado de las elecciones que íbamos a celebrar. Tanto Al Gore como George W. Bush habían ganado cómodamente en Iowa, como se esperaba. Entonces la campaña pasó a New Hampshire, donde a los votantes de los dos partidos les encanta desbaratar los pronósticos. La campaña de Al había empezado de forma un tanto irregular, pero cuando trasladó su cuartel general a Nashville y comenzó a celebrar mítines informales en New Hampshire, comenzó a conectar de verdad con los votantes, la prensa le hizo más caso y le sacó ventaja al senador Bradley. Después del Estado de la Unión, en el que hice hincapié en algunos de sus importantes logros, subió unos pocos puntos más gracias al «bote» que siempre dábamos en las encuestas gracias al discurso. Luego Bradley empezó a lanzar ataques muy duros contra él. Al no respondió, y eso hizo que Bradley recortara distancias, pero Al resistió lo suficiente como para ganar por el 52 al 47 por ciento. A partir de ese momento, supe que tenía la nominación en el bolsillo. Iba a llevarse de calle el Sur y California, y creía que también le iría bien en los grandes estados industriales, especialmente después de que consiguiera el apoyo de la AFLCIO.

John McCain derrotó a George W. Bush por un 49 contra un 31 por ciento en New Hampshire. Era un estado hecho a medida para McCain. Allí gustaba su vena independiente y su apoyo a la reforma de la financiación de las campañas. El siguiente gran combate era en Carolina del Sur, donde a McCain le ayudaría su pasado militar y el apoyo de dos congresistas, pero Bush tenía el apoyo tanto de la jerarquía del partido como de la derecha religiosa.

El domingo 6 de febrero por la tarde, Hillary, Chelsea, Dorothy y yo fuimos desde Chappaqua hasta el campus de la Universidad Estatal de Nueva York, que estaba en la cercana Purchase, para asistir al anuncio formal de Hillary de su candidatura al Senado. La presentó el senador Moynihan. Dijo que él había conocido a Eleanor Roosevelt y que ella «te habría adorado». Fue un elogio sincero y gracioso, pues a Hillary le habían tomado mucho el pelo, aunque sin mala intención, por haber dicho que mantenía conversaciones imaginarias con la señora Roosevelt.

El discurso de Hillary fue excelente. Lo había escrito cuidadosamente y lo había ensayado muchas veces; demostraba lo mucho que había aprendido sobre las preocupaciones de las distintas regiones del estado y lo claramente que comprendía las alternativas a las que se enfrentaban los electores. También tenía que explicar por qué se presentaba; demostrar que había entendido por qué los neoyorquinos podían ser reticentes a votar a un candidato, por mucho que les gustase, que no había vivido en su estado hasta hacía unos pocos meses y explicar lo que pensaba hacer como senadora. Nueva York era uno de mis mejores estados; en aquellos momentos, más del 70 por ciento de los neoyorquinos aprobaba mi gestión y mi índice de popularidad personal estaba en el 60 por ciento. Pero decidimos que yo no debía hablar. Era el día de Hillary y a quien querían escuchar los votantes era a ella.

Durante el resto del mes, mientras la política dominaba las noticias, yo me dediqué a una serie de temas de política exterior e interior. En el interior apoyé una propuesta de ley bipartita para que Medicaid diera cobertura para tratamientos de cáncer cervical y cáncer de pecho a mujeres con rentas bajas. Sellé también un trato con el senador Lott para que se sometieran a votación en el Senado las candidaturas de seis de mis designados para ocupar puestos en la judicatura a cambio de nominar a la persona que él deseaba, un rabioso enemigo de la reforma de la financiación de las campañas, para dirigir la Comisión Federal de Elecciones. Me seguí peleando con los republicanos sobre la Ley de Derechos de los Pacientes, pues ellos decían que la aprobarían solo si nadie podía plantear una demanda ante un tribunal para forzar a que se aplicase, y yo les replicaba que eso haría que se convirtiera en una propuesta de «sugerencias» y no de ley. Durante este período dediqué la sala de prensa de la Casa Blanca a James Brady, el valiente secretario de prensa del presidente Reagan; anuncié un aumento récord de los fondos para la educación de los nativos americanos y para el cuidado de sus niños; apoyé un cambio en los reglamentos de los cupones de comida que permitiera a los que recibían asistencia social e iban a trabajar que poseyeran un coche usado sin por ello perder los cupones de comida; recibí un premio de la Liga de Ciudadanos Latinoamericanos Unidos (LULAC) por mis políticas económicas y sociales y por haber designado a hispanos para cargos importantes y recibí por última vez a la Asociación Nacional de Gobernadores.

En el ámbito internacional, nos encontramos con muchos dolores de cabeza. El día 7 Yasir Arafat suspendió las conversaciones de paz con Israel. Estaba convencido de que Israel estaba postergando los asuntos palestinos y dando prioridad a la paz con Siria. Había algo de verdad en ello y, en aquel momento, el pueblo israelí estaba mucho más dispuesto a hacer las paces con los palestinos, con todas las dificultades que ello comportaba, que a ceder los altos del Golán y arriesgar las conversaciones con los palestinos. Nos pasamos el resto del mes tratando que las cosas volvieran a ponerse en marcha.

El día 11, el Reino Unido suspendió el autogobierno de Irlanda del Norte, a pesar de las garantías de último minuto del IRA, que entregó sus armas al general John de Chastelain, el canadiense que supervisaba el proceso de paz. Yo había hecho que John Mitchell se volviera a implicar en el asunto, y habíamos hecho cuanto pudimos para ayudar a Bertie Ahern y Tony Blair a evitar la suspensión. El problema fundamental, según Gerry Adams, era que el IRA quería desarmarse porque su gente había votado hacerlo, no porque David Trimble y los Unionistas hubieran hecho de la entrega de las armas el precio de seguir participando en el gobierno. Por supuesto, sin la entrega de armas los protestantes perderían la fe en el proceso, y al final reemplazarían a Trimble, que era un resultado al que Adams y el Sinn Fein no querían llegar. Puede que Trimble fuera adusto y pesimista, pero tras su severa fachada mezcla de escocés e irlandés se escondía un valiente y un idealista que se estaba arriesgando mucho por la paz. En cualquier caso, el tema del momento de la entrega de las armas había retrasado el establecimiento del gobierno durante más de un año y ahora había provocado que se volviera a una situación en la que no había gobierno. Fue frustrante, pero yo confiaba en que superaríamos ese momento de impás, pues nadie quería volver a los malos viejos tiempos.

El 5 de marzo, celebramos el trigésimo quinto aniversario de la manifestación por el derecho al voto en Selma, Alabama, caminando a lo largo del puente Edmund Pettus, como habían hecho los manifestantes pro derechos civiles aquel Domingo Sangriento, arriesgando sus vidas para conseguir que todos los norteamericanos tuvieran derecho al voto. Muchos de los veteranos del movimiento pro derechos civiles que se habían manifestado junto a Martin Luther King Jr., o que le habían apoyado, marcharon de nuevo entrelazando los brazos ese día, entre ellos Coretta Scott King, Jesse Jackson, John Lewis, Andrew Young, Joe Lowery, Julian Bond, Ethel Kennedy y Harris Wofford.

En 1965, la manifestación de Selma había galvanizado la conciencia de la nación. Cinco meses después de aquello, el presidente Johnson había sancionado la Ley del Derecho al Voto. Antes de ella, solo había trescientos cargos públicos negros en cualquier nivel y solo tres congresistas afroamericanos. En el año 2000, había casi 9.000 cargos públicos electos negros, y el caucus Negro del Congreso contaba con 39 miembros.

En mi intervención subrayé que Martin Luther King Jr. tenía razón cuando dijo que cuando los norteamericanos negros «ganaran su lucha por la libertad, aquellos que los habían oprimido también serían libres por primera vez». Después de Selma, los sureños blancos y negros cruzaron el puente hacia el Nuevo Sur, dejando atrás el odio y el aislamiento para ganar nuevas oportunidades, prosperidad e influencia política: sin Selma, Jimmy Carter y Bill Clinton jamás hubieran sido presidentes de Estados Unidos.

Ahora, cuando cruzábamos el puente hacia el siglo XXI con el desempleo y las tasas de pobreza más bajos y la tasa de propiedad de casas y empresas más altas jamás registradas entre los afroamericanos, le pedí a la gente que recordara lo que nos quedaba por conseguir. Mientras hubiera grandes diferencias raciales en ingresos, educación, salud, propensión a la violencia y percepción de desigualdades en el sistema de justicia criminal «nos quedará todavía otro puente por cruzar».

Me encantó aquel día en Selma. Una vez más, me devolvió al deseo y la creencia de mi infancia en un Estados Unidos que no estuviera dividido por la raza. Una vez más, regresé al núcleo emocional de mi vida política al decirle adiós a la gente que tanto había hecho para alimentarlo: «Mientras los estadounidenses estemos dispuestos a darnos la mano, podremos avanzar a pesar de las adversidades, podremos cruzar cualquier puente. En lo más profundo de mi corazón habita el convencimiento de que venceremos».

Me pasé la mayor parte de la primera mitad del mes haciendo campaña a favor de medidas para mejorar el control de armas: acabar con la laguna legal de las ferias de armas, instalar el seguro de gatillo para niños y exigir a los poseedores de armas que tuvieran un carné con foto que acreditara que habían pasado la comprobación de antecedentes de la Ley Brady y que habían tomado parte en un curso de uso seguro de las armas. Estados Unidos se había visto sacudido por una serie de muertes en tiroteos, una de ellas provocada por un niño muy pequeño que había disparado un arma que había encontrado en su casa. La tasa de muertes por accidente con arma de fuego en niños de menos de quince años en Estados Unidos era nueve veces mayor que la que resultaba de sumar las tasas de. las siguientes veinticinco mayores economías del mundo.

A pesar de la acuciante necesidad y del cada vez mayor apoyo del público al control de armas, la Asociación Nacional del Rifle había conseguido evitar que el Congreso tomase ninguna medida. Hay que decir, para crédito de los fabricantes de armas, que la mayoría de ellos ya incluían seguros para niños en el gatillo. Respecto a la laguna legal de las convenciones de armas, la ANR argumentaba, al igual que había hecho al oponerse a la Ley Brady, que no tenía ninguna objeción a que se llevaran a cabo revisiones de antecedentes instantáneas, pero que se oponía a las molestias que comportaba el período de espera de tres días solo por causa de la seguridad pública. De hecho, el 70 por ciento de las comprobaciones ya se realizaban en menos de una hora y el 90 por ciento en un día. Unas pocas llevaban algo más de tiempo. Si no existiera un período de espera, la gente con antecedentes podría comprar sus armas los viernes por la tarde poco antes de la hora de cerrar. La ANR también se oponía tajantemente a que los propietarios de armas tuvieran que tener un carné o una licencia, diciendo que eso no era sino un primer paso en el proceso de negarles el derecho a poseer armas. Era un argumento espurio: hacía tiempo que exigíamos un carné para conducir y nadie había sugerido jamás que fuéramos a prohibir la posesión de automóviles.

Aún así, sabía que la ANR podía asustar a mucha gente. Yo había crecido en el mundo de la caza, en la que su influencia era mayor, y había visto el devastador impacto que la ANR había tenido en las elecciones al Congreso de 1994. Pero siempre había pensado que la mayoría de los cazadores y de los que practicaban el tiro por deporte eran buenos ciudadanos que me escucharían si les explicaba mis argumentos de forma clara y razonada. Sabía que tenía que intentarlo, porque creía en lo que estaba haciendo y porque Al Gore ya se había puesto a sí mismo en el punto de mira de la ANR al apoyar la idea del carné incluso antes de que lo hiciera yo.

El día 12, Wayne LaPierre, el vicepresidente ejecutivo de la ANR, dijo que yo necesitaba un «cierto nivel de violencia» y estaba «dispuesto a aceptar cierto número de muertes» con tal de conseguir mis objetivos políticos, «y su vicepresidente también está dispuesto a ello». La postura de LaPierre sobre el problema consistía en decir que debíamos perseguir los crímenes por arma de fuego de forma más severa y castigar a los adultos que permitieran con su negligencia que los niños tuvieran acceso a armas de fuego.

Al día siguiente, en Cleveland, le respondí diciendo que estaba de acuerdo con sus propuestas de castigos más severos, pero que creía que su postura sobre las medidas preventivas que necesitábamos era absurda. La ANR estaba en contra incluso de prohibir las balas asesinas de policías. Eran ellos los que estaban dispuestos a aceptar cierto nivel de violencia y muertes para mantener alta su afiliación y pura su ideología. Declaré que me gustaría que LaPierre mirara a los ojos de los padres que habían perdido a sus hijos en Columbine, o en Springfield, Oregon, o en Jonesboro, Arkansas, y les dijera esas mismas cosas a la cara.

La verdad, no creía que pudiera derrotar a la ANR en la Cámara de Representantes, pero me lo estaba pasando bien intentándolo. Le pregunté a la gente cómo se sentiría si la estrategia de la ANR de «nada de prevención, solo castigos» se aplicase en los demás aspectos de nuestras vidas: nos desharíamos de los cinturones de seguridad, airbags y límites de velocidad, añadiendo cinco años a las sentencias de los conductores temerarios que mataban a gente; y nos libraríamos de los detectores de metales en los aeropuertos, añadiendo diez años a la sentencia de cualquiera que volase un avión.

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