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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 22)


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El 3 de enero, me senté en el Senado con Chelsea y el resto de la familia de Hillary, mientras Al Gore tomaba juramento a la nueva senadora por Nueva York. Estaba tan contento que casi salté por encima de la verja. Durante diecisiete días más, los dos estaríamos en un cargo oficial, la primera pareja que ejercía su deber en la Casa Blanca y en el Senado de toda la historia de Estados Unidos. Pero ahora Hillary estaba sola. Todo lo que podía hacer era pedirle a Trent Lott que no se pasara con ella y ofrecerme a ser el asistente de Hillary por el condado de Westchester.

Al día siguiente, celebramos un acto en la Casa Blanca que para mí trataba sobre todo de Madre: era una conmemoración de la Ley de Tratamiento y Protección del Cáncer de Pecho y Cervical, del 2000, que permitía a las mujeres sin cobertura sanitaria a las que se les diagnosticaba estas enfermedades que pudieran acogerse totalmente a Medicaid para obtener atención médica.

El día 5, anuncié que protegeríamos doscientos cuarenta y dos mil millones de hectáreas de bosques nacionales no contaminados en treinta y nueve estados de la construcción de carreteras y la tala de árboles, incluyendo el Bosque Nacional de Tongass en Alaska, la última gran selva tropical templada del continente. Los intereses madereros estaban en contra de la iniciativa, y pensé que quizá la administración Bush trataría de deshacerla aduciendo motivos económicos, pero solo el 5 por ciento de la madera de la nación procede de los bosques nacionales, y nada más el 5 por ciento de esa cantidad viene de áreas sin carreteras. Podíamos pasarnos sin esa pequeña cantidad de madera con tal de preservar otro tesoro nacional de inestimable valor.

Después del anuncio, conduje hasta Fort Myer para recibir el tradicional tributo de despedida de las fuerzas armadas, una hermosa ceremonia militar que incluye la ofrenda de una bandera estadounidense, de otra con el sello presidencial y medallas de cada uno de los cuerpos del ejército. También le dieron una medalla a Hillary. Bill Cohen destacó que, al nombrarle, yo me convertí en el único presidente que le había pedido a un funcionario elegido por el partido contrario que se convirtiera en secretario de Defensa.

No hay mayor honor en el cargo de Presidente que ser el comandante en jefe de los hombres y mujeres de todas las razas y religiones cuyos antepasados se reparten por todos los rincones de la Tierra. Son la viva encarnación de nuestro credo nacional: E pluribus unum. Había sido testigo de la bienvenida que recibieron en los campos de refugiados, de cómo ayudaron a las víctimas de los desastres en Centroamérica y de su lucha contra los narcotraficantes en Colombia y en el Caribe. En los antiguos países comunistas de Europa Central les habían recibido con los brazos abiertos, habían dirigido centros alejados en Alaska, montado guardia en los desiertos de Oriente Próximo y patrullado el Pacífico.

Los ciudadanos son informados de nuestras fuerzas cuando van a la batalla. Jamás habrá un informe completo de las guerras que no se libraron, las bajas que jamás se sufrieron, y las lágrimas no derramadas porque los hombres y las mujeres norteamericanos hicieron guardia por la paz. Quizá empecé con mal pie con el ejército, pero me esforcé mucho en ser un buen comandante en jefe, y confiaba en que dejaba a nuestro ejército mucho mejor de como lo había encontrado.

El sábado, 6 de enero, después de una visita al Zoo Nacional para ver a los pandas, Hillary y yo ofrecimos una fiesta de despedida en el Jardín Sur con Al y Tipper para todas las personas que habían trabajado o sido voluntarias en la Casa Blanca durante aquellos ocho años. Vinieron cientos de personas, muchas desde lejos. Hablamos y recordamos historias durante horas. Al obtuvo una cálida bienvenida cuando le presenté como la elección del pueblo en las recientes elecciones. Cuando él pidió que levantara la mano toda la gente que se había casado o tenido hijos durante nuestra etapa en la Casa Blanca, me sorprendió el número de manos que se alzó. No importaba lo que dijeran los republicanos, éramos un partido a favor de la familia.

La secretaria social de la Casa Blanca, Capricia Marshall, que me había apoyado desde 1991 y que había estado con Hillary desde principios de nuestra primera campaña, había arreglado una sorpresa especial para mí. La cortina a nuestras espaldas se levantó, y reveló al grupo Fletwood Mac cantando «Don't Stop (Thinkin' About Tomorrow)», una vez más.

El domingo, Hillary, Chelsea y yo fuimos a la iglesia Metodista Unida Foundry, donde el reverendo Phil Wogaman nos invitó a Hillary y a mí para que pronunciáramos algunas frases de despedida para la congregación que nos había acogido durante ocho años. Chelsea había hecho buenos amigos allí, y aprendido mucho trabajando en un lejano valle del Kentucky rural durante el Proyecto de Servicio Apalache de la iglesia. Los miembros de la iglesia procedían de muchas razas y naciones, eran ricos y pobres, heterosexuales y homosexuales, viejos y jóvenes. Foundry había apoyado a la población de los sin techo de Washington y de los refugiados en algunas partes del mundo en las que yo había tratado de lograr la paz.

Yo no sabía qué iba a decir, pero Wogaman le había contado a la congregación que les hablaría de cómo esperaba que sería mi nueva vida. Así que les dije que pondría a prueba mi fe volviendo a utilizar los vuelos comerciales y que me desorientaría un poco cuando entrase en una estancia amplia y no hubiera ninguna banda tocando «Hail to the Chief». También les dije que me esforzaría por ser un buen ciudadano, por levantar el ánimo y mejorar la fortuna de los que se merecían más suerte de la que les había tocado, que seguiría trabajando por la paz y la reconciliación. A pesar de mis esfuerzos durante los últimos ocho años, parecía haber mucha demanda para ese tipo de trabajo.

Esa noche, más tarde, en Nueva York, hablé frente al Foro Político de Israel, cuya tendencia era a favor de la paz. En ese momento aún albergábamos esperanzas de llegar a la paz. Arafat había dicho que aceptaba los parámetros con reservas. El problema era que sus reservas, a diferencia de las de Israel, no estaban dentro de los parámetros, al menos respecto a los refugiados y el Muro de las Lamentaciones, pero yo traté la aceptación como si fuera real, basándome en su promesa de que él quería la paz antes de que yo dejara mi cargo. La comunidad judía norteamericana había sido muy buena conmigo. Algunos, como mis amigos Haim Saban y Danny Abraham, estaban profundamente implicados con Israel, y me habían brindado consejos útiles a lo largo de los años. Muchos otros simplemente estaban a favor de mi labor en pro de la paz. Sin importar lo que sucediera, pensaba que les debía una explicación de mi propuesta.

Al día siguiente, tras entregar la Medalla Ciudadana a veintiséis norteamericanos que se la merecían, incluyendo a Muhammad Alí, me fui a la sede general del Partido Demócrata, para dar las gracias a los presidentes, el alcalde Ed Rendell de Filadelfia y Joe Andrew, y también para hacerle algo de propaganda a Terry McAuliffe, que tanto había hecho por Al Gore y por mí, y ahora estaba haciendo campaña para ser el nuevo presidente del partido. Después de todo lo que había trabajado, no podía creer que Terry quisiera ese puesto, pero si lo quería, yo estaba a su lado. También le dije a toda la gente que se había deslomado trabajando, sin recibir ninguna gloria ni reconocimiento a cambio, lo mucho que yo les valoraba y se lo agradecía.

El día 9, empecé un recorrido de despedida por los lugares que habían sido especialmente buenos conmigo: Michigan e Illinois, donde las victorias en las primarias del día de San Patricio en 1992 prácticamente me habían garantizado la nominación. Dos días más tarde, fui a Massachusetts, donde conseguí el porcentaje estatal más alto en 1996, y a New Hampshire, que me había convertido en el «Comeback Kid» a principios de 1992. Mientras, inauguré una estatua de Franklin Roosevelt en su silla de ruedas en el Monumento a FDR en el Mall. La comunidad de discapacitados llevaba tiempo impulsando la iniciativa, y la mayor parte de la familia de Roosevelt la había apoyado. De las más de diez mil fotos de FDR que había en sus archivos, solo cuatro le mostraban en silla de ruedas. Los norteamericanos con discapacidades habían mejorado sustancialmente su situación desde entonces.

Me despedí de New Hampshire en Dover, donde casi nueve años antes prometí estar con ellos «hasta que el barco se hunda». Muchos de mis antiguos seguidores estaban entre el público. Llamé a muchos de ellos por su nombre, les agradecí su apoyo y les enumeré una por una todas las medidas legislativas que su trabajo duro en ese invierno tan lejano habían hecho posible. Y les pedí que no se olvidaran jamás de que «aunque ya no seré presidente, seguiré estando a vuestro lado hasta que el barco se hunda».

Desde el 11 al 14, celebré fiestas para el gabinete, el personal de la Casa Blanca y los amigos en Camp David. La noche del 14, Don Henley nos obsequió con un maravilloso concierto solista después de cenar, en la capilla de Camp David.

La mañana siguiente fue la última de nuestra familia en esa hermosa capilla, donde habíamos compartido tantos servicios con los jóvenes marinos y los excelentes soldados que trabajaban en el campo, y sus familias. Incluso me habían dejado cantar en el coro, y siempre me dejaban las partituras en Aspen, nuestra cabaña familiar, el viernes o el sábado, para que pudiera aprendérmelas con antelación.

El lunes hablé en la celebración de la festividad de Martin Luther King Jr., en la Universidad del Distrito de Columbia. Generalmente, recordaba ese día haciendo algún tipo de trabajo para la comunidad, pero quería aprovechar esa oportunidad para agradecerle al Distrito de Columbia que hubiera sido mi hogar durante ocho años. La representante del distrito en el Congreso, Eleanor Holmes Norton, y el alcalde, Tony Williams, eran buenos amigos míos, al igual que varios miembros del ayuntamiento. Había trabajado para ayudarles a conseguir la tan necesaria legislación en el Congreso y para evitar que se aprobaran leyes innecesariamente entrometidas. El distrito todavía tenía muchos problemas, pero estaba en muchas mejores condiciones que ocho años antes, cuando realicé mi paseo preinaugural bajando por la avenida Georgia.

También envié mi último mensaje al Congreso: «El trabajo inacabado de construir una América». Se basaba en buena parte en el informe final de la Comisión sobre la Raza e incluía un amplio abanico de recomendaciones: más medidas para acabar con las diferencias raciales en la educación, sanidad, empleo y el sistema de justicia penal; un esfuerzo especial para ayudar a los padres ausentes de bajos ingresos a que tuvieran éxito; más inversiones para las comunidades nativas indiasa-mericanas; mejores políticas de información; aprobación de la propuesta de ley sobre crímenes de odio; la reforma de las leyes electorales y la continuación de AmeriCorps y de la Oficina de la Casa Blanca para Una América. Habíamos avanzado mucho en ocho años, pero Estados Unidos seguía siendo cada vez más diversa y todavía quedaba mucho trabajo por hacer.

El diecisiete celebré mi última ceremonia en la Sala Este, cuando Bruce Babbit y yo anunciamos ocho monumentos nacionales más, dos de ellos a lo largo de la línea por la que Lewis y Clark se abrieron camino junto con su guía, Sacagawea, y un esclavo llamado York. Para entonces habíamos protegido más tierra en los cuarenta y ocho estados inferiores que ninguna administración desde la de Roosevelt.

Después del anuncio, dejé la Casa Blanca para el último viaje de mi presidencia, y regresé a mi hogar, Little Rock, para pronunciar un discurso frente a la asamblea estatal de Arkansas. Algunos de mis viejos amigos aún estaban en la Cámara estatal o en el Senado, igual que la gente que había empezado en la política colaborando para mí, y unos pocos que lo hicieron en contra. Más de veinte oriundos de Arkansas que en ese momento trabajaban o que habían trabajado con anterioridad en Washington conmigo se sumaron a la reunión, así como tres de mis compañeros de instituto que vivían en la zona de Washington y varias personas más de Arkansas que habían sido mis contactos con la asamblea estatal cuado fui gobernador. Chelsea tambien vino conmigo. Pasamos por delante de dos de sus escuelas yendo desde el aeropuerto, y pensé en lo mucho que había crecido desde que Hillary y yo asistíamos a sus programas de arte escolar en la escuela concertada Booker Arts.

Traté de darles las gracias a todos los que me habían ayudado a llegar hasta este día, empezando por dos hombres que ya no vivían, el juez Frank Holt y el senador Fulbright. Insté a los representantes para que siguieran pidiéndole al gobierno federal que apoyara a los estados en los temas de educación, desarrollo económico, sanidad y reforma de la asistencia social. Finalmente, les dije a mis viejos amigos que dejaría mi cargo en tres días, agradecido porque «de algún modo el misterio de esta gran democracia me ha dado la posibilidad de ser un joven de South Hervey Street, en Hope, Arkansas, y llegar a la Casa Blanca… Quizá sea la única persona jamás elegida que le debe esa elección única y exclusivamente a sus amigos personales, sin los cuales jamás podría haber ganado». Dejé a mis amigos y volé de nuevo a casa para terminar mi trabajo.

A la noche siguiente, después de un día dedicado a los asuntos de última hora, pronuncié un breve discurso de despedida a la nación desde el Despacho Oval. Tras agradecer al pueblo norteamericano que me diera la oportunidad de servirle y de repasar rápidamente mi filosofía y mi trayectoria legislativa, ofrecí tres observaciones acerca del futuro, afirmando que debíamos permanecer en el camino de la responsabilidad fiscal; que nuestra seguridad y prosperidad nos exigían que fuéramos los líderes en la lucha por el bienestar y la libertad contra el terrorismo, el crimen organizado, el narcotráfico, la difusión de armas mortales, la degradación medioambiental, las enfermedades y la pobreza global y, finalmente, dije que debíamos continuar «tejiendo los hilos de nuestro abrigo con muchos colores, para obtener el tejido de una única nación».

Le deseé al presidente electo Bush y a su familia lo mejor y dije que «dejaba la presidencia más idealista, y más lleno de esperanza que el día en que llegué, y confiado en que los mejores días de Estados Unidos están aún por llegar».

El día 19, mi último día como presidente, emití una declaración sobre minas antipersonales en la que decía que desde 1993 Estados Unidos había eliminado más de 3,3 millones de nuestras propias minas antipersonales, gastado 500 millones de dólares para eliminar minas en treinta y cinco países y que estábamos realizando un enérgico esfuerzo para hallar alternativas sensatas que también protegieran a nuestras tropas. Le pedí a la nueva administración que prosiguiera nuestro esfuerzo por limpiar de minas el mundo durante otros diez años.

Cuando regresé a la residencia era tarde, y aún no habíamos terminado de hacer las maletas. Había cajas por todas partes, y yo aún tenía que decidir a dónde enviar qué ropa: si a Nueva York, Washington o Arkansas. Hillary y yo no queríamos dormir, solo ansiábamos pasear de habitación en habitación. Nos sentimos tan honrados de vivir en la Casa Blanca durante esa última noche como cuando habíamos regresado allí después de nuestros bailes de investidura. Todo aquello jamás dejó de asombrarme; parecía casi increíble que hubiera sido nuestro hogar durante ocho años. Ahora casi había terminado.

Volví al dormitorio Lincoln y leí la copia manuscrita de Lincoln del discurso de Gettysburg por última vez, y contemplé la litografía de él firmando la Proclama de Emancipación, en el mismísimo lugar en donde yo estaba de pie. Fui a la Sala de la Reina y pensé en Winston Churchill, que se había pasado tres semanas allí durante los difíciles días de la Segunda Guerra Mundial. Me senté a la Mesa de Tratados de mi despacho, observando las estanterías vacías y las paredes desnudas, pensando en todas las reuniones y llamadas que había celebrado entre aquellas paredes, sobre Irlanda del Norte, Oriente Próximo, Rusia, Corea y problemas nacionales. Era en esta habitación donde leía mi Biblia, mis libros y mis cartas, y donde rezaba en busca de la fuerza y la guía necesarias para sobrevivir durante todo el año 1998.

A primera hora de ese día, había pregrabado mi último discurso por radio, que debía emitirse poco antes de que tuviera que dejar la Casa Blanca para ir a la ceremonia de investidura. En él agradecía al personal de la Casa Blanca y de la residencia, al servicio secreto, al gabinete y a Al Gore todo lo que habían hecho para que mi labor pública fuera posible. Y mantuve mi promesa de trabajar hasta la última hora del último día, pues garanticé 100 millones de dólares más para la financiación de agentes de policía; los mismos que habían colaborado para que Estados Unidos tuviera las tasas de criminalidad más bajas en un cuarto de siglo.

Bien entrada la medianoche, regresé al Despacho Oval de nuevo para asearme, recoger mis enseres y contestar algunas cartas. Mientras estaba sentado a solas en mi mesa, pensé en todo lo que había sucedido durante aquellos ocho años, y lo rápidamente que terminarían. Pronto se cumpliría el traspaso de poderes, y yo me despediría. Hillary, Chelsea y yo subiríamos a bordo del Air Force One para realizar un último vuelo con la excelente tripulación que nos había acompañado hasta los confines del mundo, junto con los miembros más cercanos de nuestro equipo; mi nuevo equipo del servicio secreto; algunos miembros del personal militar como Glen Maes, el ayudante naval que se encargaba de hornear todos mis pasteles de cumpleaños especialmente decorados, y Glenn Powell, el sargento de las fuerzas aéreas que se aseguraba de que jamás perdiéramos una maleta; así como unos pocos amigos que me habían «sacado a bailar»: los Jordan, los McAuliffe, los McLarty y Harry Thomason.

También estaba previsto que me acompañasen varios miembros de la prensa en ese último viaje. Uno de ellos, Mark Knoller de la radio CBS, llevaba ocho años ejerciendo de corresponsal en la Casa Blanca, y se había encargado de muchas de las entrevistas de cierre que yo había concecido durante las semanas anteriores. Mark me había preguntado si tenía miedo de que «la mejor parte de mi vida hubiera terminado». Le dije que había disfrutado de cada una de las partes de mi vida, y que en cada etapa «había estado absorto, interesado, y había hallado una tarea útil a la cual dedicarme».

Tenía ganas de empezar mi nueva vida, de dedicarme a construir mi biblioteca y a la labor pública a través de mi fundación, de apoyar a Hillary y de disponer de más tiempo para la lectura, el golf, la música y los viajes sin prisas. Yo sabía que me lo pasaría bien, y creía que si conservaba la salud aún podía hacer mucho bien. Pero Mark Knoller había acertado en un punto delicado con su pregunta. Iba a echar de menos mi viejo trabajo. Había disfrutado mucho siendo Presidente, incluso en los días malos.

Reflexioné sobre la nota que iba a escribirle al presidente Bush, para dejársela en el Despacho Oval, al igual que su padre había hecho conmigo ocho años atrás. Quería ser generoso y lleno de ánimos, como en su nota lo fue George Bush. Pronto, George W. Bush sería presidente de todos los ciudadanos, y yo le deseaba lo mejor. Había prestado atención a lo que Bush y Cheney habían dicho durante la campaña. Sabía que veían el mundo de una forma muy distinta a la mía, y que querrían deshacer mucho de lo que yo había logrado, especialmente en el campo del medio ambiente y de la política económica. Pensaba que aprobarían su gran rebaja fiscal, y que dentro de poco tiempo volveríamos a estar con los grandes déficits de la década de los ochenta, y a pesar de los alentadores comentarios de Bush sobre la educación y los AmeriCorps, pronto sentiría la presión para recortar todos los gastos interiores, entre ellos educación, asistencia a la infancia, programas extraescolares, patrullas policiales, investigación innovadora y el entorno. Pero ya no me correspondía a mí tomar esas decisiones.

Pensé que la coalición internacional que habíamos desarrollado después de la Guerra Fría podría verse amenazada por el enfoque más unilateral de los republicanos, pues se oponían al tratado de prohibición de armas, al tratado del cambio climático, al tratado en contra de los misiles balísticos y al Tribunal Penal Internacional.

Yo había observado a los republicanos de Washington durante ocho años, y me imaginaba que desde el principio de su mandato, el presidente Bush recibiría presiones para abandonar su conservatismo compasivo, sobre todo desde los líderes de derechas y los grupos de interés que ahora controlaban su partido. Ellos tenían unas convicciones tan profundamente arraigadas como yo las mías, pero mi opinión era que la realidad, y el peso de la historia, estaban de nuestro lado.

Ya no podría controlar lo que sucediera con mis medidas políticas y mis programas; hay pocas cosas permanentes en la política. Tampoco podría influir en las tempranas valoraciones sobre mi llamado legado. La trayectoria de Estados Unidos desde el fin de la Guerra Fría hasta el inicio del milenio sería escrita y reescrita una y otra vez. Lo único que me importaba de mi presidencia era si yo había hecho una buena labor para el pueblo norteamericano en una era nueva y muy distinta de interdependencia global.

¿Había colaborado para formar una «unión más perfecta», ampliando el círculo de oportunidades, profundizando en el significado de la libertad y reforzando los lazos de la comunidad? Desde luego yo había tratado de hacer de Estados Unidos la fuerza líder del siglo XXI a favor de la paz y la prosperidad, de la libertad y de la seguridad. Había tratado de ponerle un rostro más humano a la globalización, animando a las demás naciones a unirse a nosotros para construir un mundo más integrado, de responsabilidades y beneficios y valores compartidos. Y había tratado de conducir a Estados Unidos por la transición hacia esa nueva era, con un sentido de esperanza y optimismo acerca de lo que éramos capaces de lograr, y con plena conciencia de lo que las fuerzas de la destrucción podían hacernos a nosotros.

Finalmente, había tratado de construir una nueva política progresista, basada en nuevas ideas y valores tradicionales, y apoyar los movimientos de tendencia similar en todo el mundo. No importaba cuántas medidas específicas podrían eliminar la nueva administración y su mayoría en el Congreso; yo creía que si seguíamos en el lado adecuado de la historia, la dirección que yo había marcado para nuestra entrada en el milenio terminaría por prevalecer.

En mi última noche en el ahora desnudo Despacho Oval, pensé en la caja de cristal que conservaba en la mesita de café que había entre los dos sofás, a unos metros de distancia. Contenía una pedazo de roca que Neil Armstrong se había traído de la Luna en 1969. Cuando las discusiones en el Despacho Oval se ponían tensas, yo interrumpía y decía, «¿Ven esa roca? Tiene 3.600 millones de años de antigüedad. Nosotros solo estamos de paso. Vamos a calmarnos y volver al trabajo».

Esa roca lunar me dio una perspectiva completamente distinta sobre la historia y el proverbial «largo plazo». Nuestra labor es vivir lo mejor y tanto tiempo como podamos, y ayudar a los demás a hacer lo mismo. Lo que sucede después de eso, y cómo nos perciben los demás, es algo que escapa a nuestro control. El río del tiempo nos arrastra a todos, y solo tenemos el momento presente. Era tarea de otros juzgar si yo había aprovechado al máximo el mío. Casi amanecía cuando volví a la residencia para acabar de hacer la maleta y compartir algunos momentos privados con Hillary y Chelsea.

A la mañana siguiente, volví al Despacho Oval para escribir mi nota al presidente Bush. Hillary también vino. Contemplamos la vista desde las ventanas, admirando largamente el bello paisaje en donde habíamos compartido tantos momentos memorables y yo había lanzado incontables pelotas de tenis a Buddy. Luego me dejó a solas para que escribiera mi carta. Cuando puse la misiva en la mesa, llamé a mi equipo para despedirme. Nos abrazamos, sonreímos, derramamos algunas lágrimas y nos hicimos algunas fotografías. Luego salí del Despacho Oval por última vez.

Al salir por la puerta con mis brazos abiertos, me saludaron los miembros de la prensa que estaban allí para captar el momento. John Podesta me acompañó por la columnata para sumarse a Hillary, Chelsea y los Gore en el piso principal, donde pronto recibiríamos a nuestros sucesores. Todo el personal de la residencia se había reunido para decirnos adiós: los trabajadores de intendencia, de la cocina, los floristas, los jardineros, los ujieres, los mayordomos y mi ayuda de cámara. Muchos de ellos eran casi como de la familia. Contemplé sus rostros y guardé sus recuerdos, sin saber cuándo volvería a verlos, y consciente de que si sucedía, ya no sería exactamente lo mismo. Ellos pronto tendrían una nueva familia que les necesitaría tanto como nosotros lo habíamos hecho.

Una pequeña banda de música de la Marina estaba tocando en el vestíbulo principal. Me senté al piano con el sargento primero Charlie Corrado, que había tocado para los Presidentes durante cuarenta años. Charlie siempre había estado allí cuando le necesitamos, y su música nos había alegrado en muchas ocasiones. Hillary y yo compartimos un último baile, y hacia las diez y media, los Bush y los Cheney llegaron. Tomamos café y charlamos durante unos minutos, y luego los ocho nos subimos a las limusinas, y yo fui en el coche con George W. Bush por Pennsylvania Avenue hasta el Capitolio.

En una hora, el pacífico traspaso de poder que había conservado la libertad de nuestro país durante más de doscientos años ya había tenido lugar. Mi familia se despidió de la nueva primera familia, y fuimos a la base aérea de Andrews para un último vuelo en el avión presidencial que para mí ya no era el Air Force One. Después de ocho años como presidente, y la mitad de una vida en política, volvía a ser un ciudadano normal, pero uno que rebosaba agradecimiento, seguía luchando por mi país y seguía pensando en el mañana.

Epílogo

Escribí este libro para contar mi historia y para contar la historia de Estados Unidos en la segunda mitad del siglo XX; para describir tan bien como pudiera las fuerzas que competían por hacerse con el corazón y la mente de la nación; para explicar los desafíos del nuevo mundo en el que vivimos y cómo creo que nuestro gobierno y nuestros ciudadanos pueden responder a ellos, y para dar a la gente que nunca ha participado en la vida pública una idea de lo que representa ocupar un cargo público y muy especialmente de lo que representa ser Presidente.

Mientras escribía, me descubrí viajando hacia atrás en el tiempo, reviviendo los acontecimientos conforme los contaba, sintiéndome como me sentí entonces y escribiendo lo que sentía. Durante mi segundo mandato, mientras las batallas partidistas que yo había intentado abolir seguían implacables, traté de entender también cómo encajaba mi etapa en la presidencia en la corriente de la historia de Estados Unidos.

La historia es básicamente la historia de nuestros esfuerzos para honrar el encargo de nuestros fundadores de formar «una unión más perfecta». En tiempos más tranquilos, a nuestra nación le ha bastado nuestro sistema bipartito, con progresistas y conservadores debatiendo qué debía cambiar y qué debía preservarse. Pero cuando los acontecimientos nos imponen los cambios, todos nos enfrentamos a un desafío y volvemos a nuestra misión fundamental de ampliar el círculo de oportunidades, profundizar en el significado de la libertad y reforzar los lazos que unen a nuestra comunidad. Para mí, eso es lo que quiere decir hacer nuestra unión más perfecta.

En todos los momentos decisivos hemos elegido la unión frente a la división: en los primeros días de la República, construyendo un sistema legal y económico nacional; durante la Guerra Civil, preservando la Unión y poniendo fin a la esclavitud; a principios del siglo XX, conforme pasábamos de ser una sociedad agrícola a una industrial, haciendo a nuestro gobierno más fuerte para que pudiera garantizar la competencia, impulsar las medidas de protección básicas para los trabajadores y adoptar iniciativas para ayudar a los pobres, los ancianos y los enfermos, y para evitar el saqueo de nuestros recursos naturales y en los años sesenta y setenta, abogando por la causa de los derechos civiles y de las mujeres. En cada uno de esos casos, mientras ayudábamos a definir, defender y expandir nuestra unión, las fuerzas conservadoras subsistían, y mientras el resultado era incierto, los conflictos personales y políticos eran intensos.

En 1993, cuando llegué al cargo, nos encontrábamos inmersos en otro de los cambios históricos de la Unión, pues se trataba del paso de la era industrial a la era de la información global. El pueblo estadounidense se enfrentaba a grandes cambios en la forma en que vivía y trabajaba y con grandes preguntas que necesitaban respuesta: ¿Escogeríamos la vinculación con la economía global o el nacionalismo económico? ¿Usaríamos nuestro poder militar, político y económico sin rival para difundir los beneficios y enfrentarnos a las nacientes amenazas del mundo interdependiente o convertiríamos Estados Unidos en una fortaleza? ¿Abandonaríamos nuestra política de la era industrial, con sus compromisos con la igualdad de oportunidades y la justicia social, o la reformaríamos para conservar sus éxitos, al tiempo que le dábamos a la gente las herramientas necesarias para triunfar en una nueva era? ¿Fracturaría o reforzaría a nuestra comunidad su creciente diversidad étnica y religiosa?

Como Presidente, traté de responder a estas preguntas de modo que siguiéramos avanzando hacia una unión más perfecta, enriqueciendo la visión del futuro de la gente y uniéndola para crear un nuevo centro vital de la política norteamericana en el siglo XXI. Dos tercios de nuestros ciudadanos apoyaban mi enfoque general, pero en las polémicas cuestiones culturales y en las siempre tentadoras bajadas de impuestos, el electorado estaba mucho más dividido. Con el resultado en duda, los ataques personales partidistas se recrudecieron, de forma sorprendentemente parecida a lo que sucedió en los primeros tiempos de la República.

Sea mi análisis histórico correcto o no, juzgo mi presidencia primordialmente en función del impacto que ha tenido en la vida de la gente. Así es como llevo la cuenta: todos los millones de personas con nuevos empleos, nuevos hogares y ayudas para la universidad; los niños que obtuvieron cobertura sanitaria y programas extraescolares; la gente que salió de la asistencia social y consiguió un trabajo; las familias a las que ayudó la ley de baja familiar; los habitantes de barrios que se volvieron más seguros… Toda esa gente tenía historias, y ahora eran mejores historias. La vida se había vuelto mejor para todos los norteamericanos porque el aire y el agua estaban más limpios y conservábamos mejor nuestro legado natural. Además, llevamos más esperanzas de paz, libertad, seguridad y prosperidad a gente de todo el mundo. Y esa gente también tiene sus historias.

Cuando me convertí en Presidente, Estados Unidos se adentraba en aguas desconocidas, en un mundo lleno de fuerzas positivas y negativas aparentemente desconectadas. Puesto que yo había pasado toda la vida tratando de conciliar mis propias vidas paralelas, me habían educado para valorar a todos. Como gobernador, había visto tanto la mejor como la peor cara de la globalización, y estaba convencido de que comprendía, sentía que sabía en qué situación estaba mi país y lo que necesitábamos para avanzar hacia el siglo siguiente. Sabía cómo hacer que las cosas encajasen y lo difícil que sería hacerlo.

El 11 de septiembre, todo pareció derrumbarse cuando alQaida aprovechó las posibilidades de la interdependencia —fronteras abiertas, inmigración y viajes fáciles, acceso fácil a la información y a la tecnología— para asesinar a casi tres mil personas de más de setenta países, en Nueva York, Washington y Pensilvania. El mundo entero se unió alrededor del pueblo estadounidense en nuestro dolor y en nuestra determinación de luchar contra el terrorismo. En los años que han pasado desde entonces, la batalla se ha intensificado, con diferencias de opinión comprensibles y honestas, tanto en casa como en el resto del mundo, sobre cuál es el mejor camino de continuar la guerra contra el terrorismo.

El mundo interdependiente en el que vivimos es inestable por naturaleza; está lleno de oportunidades y de fuerzas destructivas. Y seguirá siendo así hasta que logremos hallar el camino que nos lleve de la interdependencia a una comunidad global más integrada que comparta responsabilidades, beneficios y valores. No podemos construir ese mundo ni derrotar al terrorismo rápidamente; será el gran reto de la primera mitad del siglo XXI. Creo que hay cinco cosas que Estados Unidos debería hacer para abrir el camino: luchar contra el terrorismo y la proliferación de armas de destrucción masiva y mejorar nuestras defensas contra ellas; hacer más amigos y menos terroristas ayudando a la mitad del mundo que no recibe ningún beneficio de la globalización a superar la pobreza, la ignorancia, la enfermedad y el mal gobierno; reforzar las instituciones de cooperación global y trabajar a través de ellas para impulsar la seguridad y la prosperidad y para luchar contra nuestros problemas comunes, desde el terrorismo y el SIDA al calentamiento global; continuar haciendo de Estados Unidos un modelo mejor de cómo queremos que funcione el mundo y trabajar para acabar con el prejuicio tan enraizado en nosotros desde tiempo inmemorial que afirma que nuestras diferencias son más importantes que la humanidad que todos compartimos.

Creo que el mundo continuará su marcha desde el aislamiento hasta la interdependencia y de ahí a la cooperación, pues no hay ninguna otra salida. Hemos avanzado mucho desde que nuestros antepasados se irguieron por primera vez en la sabana africana, hace más de cien mil años. En solo los quince años que han transcurrido desde el final de la Guerra Fría, Occidente se ha reconciliado con sus viejos adversarios, Rusia y China; por primera vez en la historia, más de la mitad de la gente del mundo vive bajo gobiernos que ellos mismos han escogido; se ha producido una cooperación sin precedentes en la lucha contra el terrorismo y en el reconocimiento de que debemos hacer más para luchar contra la pobreza, la enfermedad y el calentamiento global y para hacer que todos los niños vayan a la escuela; Estados Unidos y muchas otras sociedades libres han demostrado, en fin, que gente de todo tipo de razas y religiones pueden convivir en armonía y respeto.

El terrorismo no podrá con nuestra nación. Lo derrotaremos, pero debemos cuidarnos de que al hacerlo no comprometamos el carácter de nuestro país ni el futuro de nuestros hijos. Nuestra misión de formar una unión más perfecta es ahora una misión global.

Por lo que a mí respecta, todavía sigo trabajando en aquella lista de objetivos que me propuse siendo joven. Convertirse en una buena persona es el esfuerzo de toda una vida y requiere liberarse de la ira hacia los demás y aceptar la responsabilidad por los errores que se han cometido. Después del perdón que he recibido de Hillary, Chelsea, mis amigos y de millones de personas en Estados Unidos y por todo el mundo, es lo menos que puedo hacer. Cuando, siendo un político joven, comencé a frecuentar iglesias negras, oí por primera vez a la gente referirse a los funerales como «viajes a casa». Todos regresamos a casa, y yo quiero estar preparado.

Mientras tanto, disfruto mucho asistiendo a la vida que Chelsea construye para sí, al magnífico trabajo de Hillary en el Senado y los constantes esfuerzos de mi fundación para que las comunidades pobres de Estados Unidos y de todo el mundo disfruten de mayores oportunidades económicas, educativas y de servicio; para luchar contra el SIDA y llevar medicinas a bajo precio a aquellos que las necesitan y para continuar con mi firme compromiso para conseguir la reconciliación racial y religiosa.

¿Me arrepiento de algo? Por supuesto, tanto de cosas públicas como privadas, como he contado en este libro. Dejo a otros el papel de juzgar hacia dónde se decanta la balanza.

He tratado de contar la historia de mis alegrías y mis penas, de mis sueños y mis miedos, de mis triunfos y mis fracasos. Y he tratado de explicar la diferencia entre mi forma de ver el mundo y la de aquellos de la extrema derecha contra los que me enfrenté. En esencia, ellos creen honestamente que están en posesión de la verdad, de toda la verdad. Yo veo las cosas de forma distinta. Creo que san Pablo tenía razón cuando dijo que en esta vida «vemos a través de un espejo, en enigma» y que «conocemos de un modo parcial». Por eso alabó las virtudes de la «fe, la esperanza y el amor».

He llevado una vida imprevisible y maravillosa, llena de fe, esperanza y amor, además de haber recibido más gracia y buena fortuna de lo que merecía. Pero por imprevisible que haya resultado, no hubiera sido posible en ningún otro país que no fuera Estados Unidos. A diferencia de muchas otras personas, he tenido el privilegio de trabajar todos los días de mi vida por las cosas en las que creía desde que era un niño que pasaba el rato en la tienda de su abuelo. Crecí con una madre fascinante que me adoraba, aprendí directamente de grandes maestros, he hecho una legión de amigos leales, he construido una vida de amor con la mujer más maravillosa que he conocido jamás y tengo una hija que sigue siendo la luz de mi vida.

Como he dicho, creo que es una buena historia; y me lo he pasado bien contándola.

FIN

AGRADECIMIENTOS

Estoy particularmente en deuda con las muchas personas sin cuya ayuda este libro nunca se hubiera escrito. Justin Cooper me diomás de dos años de su joven vida para trabajar conmigo todos los días y, en muchas ocasiones durante los últimos seis meses, también toda la noche. Clasificó y recuperó montañas de material, investigó datos, corrigió muchos errores y mecanografió el manuscrito una y otra vez desde los incomprensibles garabatos con los que yo había llenado más de veinte gruesos cuadernos. Muchas de las partes se rescribieron media docena de veces o más. Nunca perdió la paciencia, nunca desfalleció y, cuando llegamos a la recta final, a veces parecía conocerme y saber qué quería decir mejor que yo mismo. A pesar de que no es responsable de sus defectos, este libro es un monumento a sus dones y su esfuerzo.

Antes de que empezáramos a trabajar juntos me dijeron que mi editor, Robert Gottlieb, era el mejor de su oficio. Resultó que era eso y mucho más. Solo desearía haberle conocido treinta años antes. Bob me enseñó a construir momentos mágicos y a cortar. Sin su criterio y sensibilidad, este libro hubiera sido el doble de largo y la mitad de bueno. Se leyó mi historia como una persona interesada, pero no obsesionada, con la política. Siguió insistiendo en que me adentrara en la parte más humana de mi vida. Y me convenció de eliminar los nombres de muchísimas personas que me habían ayudado durante mi trayectoria, porque el lector medio se vería desbordado con tantos personajes. Si tú eres uno de ellos, espero que le perdones a él y me perdones a mí.

Un libro tan largo y pleno como éste requiere una labor titánica de comprobación de datos. La parte del león la realizó Meg Thompson, una joven brillante que navegó cuidadosamente entre los detalles de mi vida durante un año más o menos; durante los últimos pocos meses, recibió la ayuda de Caitlin Klevorick y otros jóvenes voluntarios. Ahora poseen muchos ejemplos que demuestran que mi memoria está muy lejos de ser perfecta. Si ha quedado en estas páginas algún error factual, desde luego no ha sido porque no se esforzaran en corregirlos.

Nunca le podré dar suficientemente las gracias a la gente de Knopf, comenzando con Sonny Mehta, el presidente y editor jefe. Creyó en el proyecto desde el principio y puso todo de su parte para hacer que no se parase, incluyendo mirarme con asombro cada vez que nos cruzamos durante los últimos dos años; una mirada que quería decir algo así como, «¿De verdad vas a acabar a tiempo?» o «¿Por qué estas aquí en lugar de en casa escribiendo?». La mirada de Sonny siempre logró el efecto deseado.

También estoy en deuda con la mucha gente que me ayudó en Knopf. Le estoy agradecido al equipo editorial y de producción de Knopf, que está tan obsesionado con la precisión y los detalles como lo estoy yo (incluso con un libro con un ritmo ligeramente acelerado como era el mío) y agradezco especialmente los incansables esfuerzos y meticuloso trabajo de mi editora responsable, Katherine Hourigan; del noble director de producción, Andy Hughes; de la incansable editora de producción, Maria Massey; de la directora de correctores Lydia Buechler, de la correctora Charlotte Gross y de los lectores de pruebas Steve Messina, Jenna Dolan, Ellen Feldman, Rita Madrigal y Liz Polizzi; del director de diseño, Peter Andersen; del director de diseño de cubierta, Carol Carson; de los siempre serviciales Diana Tejerina y Eric Bliss, así como de Lee Pentea.

Además, quiero dar las gracias a las muchas otras personas de Knopf que me han ayudado: Tony Chirico, por sus valiosos consejos; Jim Johnston, Justine LeCates y Anne Diaz; Carol Janeway y Suzanne Smith; Jon Fine; y el talento en promoción y marketing de Pat Johnson, Paul Bogaards, Nina Bourne, Nicholas Latimer, Joy DallanegraSanger, Amanda Kauff, Sarah Robinson y AnneLise Spitzer. Y gracias a la gente de North Market Street Graphics, Coral Graphics y R. R. Donnelley & Sons.

Robert Barnett, un gran abogado y viejo amigo, negoció el contrato con Knopf; él y su socio, Michael O'Connor, trabajaron con el proyecto conforme editoriales extranjeras fueron uniéndose a nosotros. Les estoy muy agradecido. También valoro la cuidadosa revisión técnica y legal que David Kendall y Beth Nolan dieron al manuscrito.

Cuando estaba en la Casa Blanca, a partir de finales de 1993, me reunía una vez al mes con mi viejo amigo Taylor Branch para confeccionar una historia oral. Aquellas conversaciones me ayudaron a recordar momentos particulares de mi presidencia. Después de que dejara la Casa Blanca, Ted Widmer, un excelente historiador que trabajaba en la Casa Blanca como escritor de discursos, realizó una historia oral de mi vida antes de la presidencia que me ayudó a recuperar y organizar viejos recuerdos. Janis Kearney, la cronista de la Casa Blanca, me dejó una gran cantidad de notas que me permitieron reconstruir los acontecimientos del día a día.

Seleccionamos las fotografías con la ayuda de Vincent Virga, quien encontró muchas que captaban algunos de los momentos más notables de los que se habla en el libro, y con Carolyn Huber, que estuvo con nuestra familia a lo largo de todos nuestros años en la mansión del gobernador y en la Casa Blanca. Mientras fui presidente, Carolyn se encargó también de organizar todos mis documentos y cartas privados desde 1974, cuando era niño, una ardua labor sin la cual buena parte de la primera parte de este libro hubiera sido imposible.

Estoy profundamente en deuda con todos aquellos que leyeron todo o parte del libro y me hicieron indicaciones útiles para añadidos, recortes, reorganizaciones, contextualizaciones e interpretación, entre ellos Hillary, Chelsea, Dorothy Rodham, Doug Band, Sandy Berger, Tommy Caplan, Mary DeRosa, Nancy Hernreich, Dick Holbrooke, David Kendall, Jim Kennedy, Ian Klaus, Bruce Lindsey, Ira Magaziner, Cheryl Mills, Beth Nolan, John Podesta, Bruce Reed, Steve Ricchetti, Bob Rubin, Ruby Shamir, Brooke Shearer, Gene Sperling, Strobe Talbott, Mark Weiner, Maggie Williams y mis amigos Brian y Myra Greenspun, que estaban conmigo cuando escribí la primera página.

Muchos de mis amigos y colegas se tomaron la molestia de improvisar historias orales conmigo, entre ellos Huma Abedin, Madeleine Albright, Dave Barram, Woody Bassett, Paul Begala, Paul Berry, Jim Blair, Sidney Blumenthal, Erskine Bowles, Ron Burlde, Tom Campbell, James Carville, Roger Clinton, Patty Criner, Denise Dangremond, Lynda Dixon, Rahm Emanuel, Al From, Mark Gearen, Ann Henry, Denise Hyland, Harold Ickes, Roger Johnson, Vernon Jordan, Mickey Kantor, Dick Kelley, Tony Lake, David Leopoulos, Capricia Marshall, Mack McLarty, Rudy Moore, Bob Nash, Kevin O'Keefe, Leon Panetta, Betsey Reader, Dick Riley, Bobby Roberts, Hugh Rodham, Tony Rodham, Dennis Ross, Martha Saxton, Eli Segal, Terry Schumaker, Marsha Scott, Michael Sheehan, Nancy Soderberg, Doug Sosnik, Rodney Slater, Craig Smith, Gayle Smith, Steve Smith, Carolyn Staley, Stephanie Street, Larry Summers, Martha Whetstone, Delta Willis, Carol Willis y muchos de mis lectores. Estoy seguro de que hay muchos otros a los que he olvidado; si es así, lo siento y agradezco también su ayuda.

Me ayudaron mucho en mi investigación los muchos libros escritos por miembros de la administración y otros, y, por supuesto, las memorias de Hillary y de mi madre.

David Alsobrook y la plantilla del Proyecto de Materiales Presidenciales de Clinton fueron pacientes y perseverantes en la recuperación de materiales. Quiero darles las gracias a todos ellos: Deborah Bush, Susan Collins, Gary Foulk, John Keller, Jimmie Purvis, Emily Robison, Rob Seibert, Dana Simmons, Richard Stalcup y Rhonda Wilson. Y al historiador de Arkansas David Ware. También fueron de gran ayuda los archiveros y los historiadores de Georgetown y Oxford.

Mientras yo pasé absorto en la escritura la mayor parte de los últimos dos años y medio, y muy especialmente los últimos seis meses, el trabajo de mi fundación continuó conforme construíamos la biblioteca y perseguíamos nuestros objetivos: luchar contra el SIDA en África y en el Caribe y hacer que hubiera disponibles en todo el mundo pruebas de detección y medicamentos baratos contra la enfermedad; aumentar las oportunidades económicas de las comunidades pobres de Estados Unidos, India y África; impulsar la educación y el servicio ciudadano entre los jóvenes, tanto en casa como en el extranjero y promover la reconciliación religiosa, racial y étnica por todo el mundo. Quiero dar las gracias a todos aquellos cuyas donaciones han hecho posible el trabajo de mi fundación y la construcción de la Biblioteca Presidencial y de la Escuela Clinton de Servicio Público en la Universidad de Arkansas. Estoy profundamente en deuda con Maggie Williams, la jefe de mi equipo, por todo lo que hizo para que las cosas siguieran avanzando y por toda su ayuda con el libro. Quiero darles las gracias a los miembros de mi fundación y a su personal de oficina por todo lo que hicieron para que prosiguiera el trabajo y los programas de la fundación mientras yo estaba escribiendo el libro. Un agradecimiento muy especial para Doug Band, mi orientador, que me ayudó desde el día en que dejé la Casa Blanca a construir mi nueva vida y que se esforzó para que siempre tuviera tiempo para escribir durante nuestros viajes por Estados Unidos y por todo el mundo.

También estoy en deuda con Oscar Fiores, que hizo que todo marchara bien en mi hogar de Chappaqua. En las muchas noches en que Justin Cooper y yo trabajábamos hasta la madrugada, Oscar se tomaba todo tipo de molestias para que no nos saltáramos la cena y para que nunca nos faltase café.

Por último, es imposible mencionar a toda la gente que ha hecho posible la vida que se narra en estas páginas: a todos los profesores y mentores de mi juventud; a la gente que trabajó y contribuyó a todas mis campañas; a aquellos que trabajaron conmigo en el Consejo de Liderazgo Demócrata, la Asociación Nacional de Gobernadores y todas las demás organizaciones que contribuyeron a formarme como político; a aquellos que trabajaron conmigo por la paz, la seguridad y la reconciliación en todo el mundo; a aquellos que hicieron que la Casa Blanca funcionase y mis viajes salieran bien; a los miles de personas inteligentes que trabajaron en mis administraciones como fiscal general, gobernador y presidente sin cuya dedicación tendría poco que decir sobre mis años como político; a aquellos que cuidaron de mi seguridad y la de mi familia y a mis amigos de toda la vida. Ninguno de ellos es responsable de los fracasos de mi vida, pero sí merecen buena parte del mérito por todo lo bueno que haya salido de ella.

A mi madre, que me dio el amor a la vida

A Hillary, que me dio una vida de amor

A Chelsea, que le dio sentido y alegría a todo ello

Y a la memoria de mi abuelo

Que me enseñó a admirar a las personas que otros despreciaban,

Porque después de todo, no somos tan distintos

 

 

Autor:

Williams "Bill" Clinton

Enviado por:

Ing.+Lic. Yunior Andrés Castillo S.

Santiago de los Caballeros,

República Dominicana,

2014.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22
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