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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 18)


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Charlene Barshefsky me dijo que los chinos habían hecho muchos progresos y que debíamos cerrar el trato ahora que Zhu estaba en Estados Unidos, para evitar que una vez de regreso se debilitara su posición dentro de China. Madeleine Albright y Sandy Berger estaban de acuerdo con ella. El resto del equipo económico —Rubin, Summers, Sperling y Daley— junto con John Podesta y mi adjunto legislativo, Larry Stein, discrepaban. Pensaban que si no realizábamos más avances, el Congreso rechazaría el trato e impediría la entrada de China en la OMC.

Me reuní con Zhu en la Sala Oval Amarilla la noche anterior al principio de su visita oficial. Le dije francamente que mis asesores estaban divididos, pero que trabajaríamos toda la noche si era importante que el trato se cerrara durante su estancia en Estados Unidos. Zhu dijo que si el momento era inoportuno podíamos esperar.

Desafortunadamente, se filtró la falsa noticia de que había alcanzado un acuerdo, de modo que cuando eso no ocurrió, a Zhu le perjudicaron las concesiones que había hecho y a mí me criticaron por rechazar un buen acuerdo a causa de la presión de los que se oponían a la entrada de China en la OMC. La historia se vio reforzada por una serie de noticias contrarias a China que circularon por los medios de comunicación. Las acusaciones de que el gobierno de China había aportado fondos a la campaña de 1996 aún no se habían aclarado, y se acusó a Wen Ho Lee, un empleado norteamericano de origen chino que trabajaba en nuestro laboratorio de energía nacional en Los Alamos, Nuevo México, de robar tecnología confidencial para China. Todo mi equipo quería que China entrara en la OMC ese año; ahora sería mucho más difícil lograrlo.

El 12 de abril, un jurado emitió su veredicto sobre el caso de Kenneth Starr contra Susan McDougal, que había sido acusada de obstrucción a la justicia y desacato al tribunal por su continuada negativa a testificar ante el gran jurado. Se la declaró inocente del cargo de obstrucción a la justicia y, de acuerdo con las noticias publicadas en la prensa, el resultado de la votación del jurado quedó en 7 contra 5 y la absolvió de la acusación de desacato. Fue un veredicto asombroso. McDougal admitió que se había negado a obedecer una orden del tribunal para testificar porque no confiaba en Starr ni en su ayudante principal, Hick Ewing. Testificó que ahora, en el tribunal público, estaba dispuesta a responder a cualquier pregunta que la OFI quisiera hacerle en relación con las sesiones secretas del gran jurado. Dijo que a pesar de que le habían ofrecido inmunidad, ella se había negado a cooperar con la OFI porque Starr y su equipo habían tratado repetidamente de obligarla a mentir para incriminarnos a Hillary o a mí, y que creía que si testificaba diciendo la verdad frente al gran jurado, él la acusaría en represalia por su negativa a mentir. Para poner punto final a su defensa, llamó a declarar a Julie Hiatt Steele; dijo que Starr le había hecho exactamente lo mismo, acusarla después de que se negara dos veces a mentir para él en una sesión del gran jurado.

La victoria no podía devolver a Susan McDougal los años que había perdido, pero su reivindicación fue un asombroso revés para Starr y un dulce triunfo para todas las personas cuyas vidas y ahorros había destruido.

El día 20 ocurrió otra terrible matanza escolar en Estados Unidos. En el instituto de Columbine, en Littleton, Colorado, dos estudiantes fuertemente armados abrieron fuego sobre sus compañeros; mataron a diez estudiantes e hirieron a más de veinte antes de suicidarse. Podría haber sido muchísimo peor. Uno de los profesores, que posteriormente murió a causa de las heridas, llevó a muchos estudiantes a un lugar seguro. Los miembros de los servicios de atención médica y los oficiales de policía salvaron muchas vidas. Una semana después, junto con un grupo bipartito de miembros del Congreso y alcaldes, anuncié algunas medidas para hacer que fuera más difícil que las armas fueran a parar a manos equivocadas. Dichas medidas incluían que la prohibición de la Ley Brady sobre la propiedad de las armas de fuego se hiciera extensiva a los jóvenes con antecedentes de violencia; cerrar la «laguna del festival de armas», para que también se exigiera la verificación del historial del comprador de armas en ese tipo de acontecimientos, en lugar de en las tiendas de armas; la lucha contra el tráfico ilegal de armas y la prohibición para los jóvenes de poseer rifles de asalto. También propuse la creación de fondos para ayudar a las escuelas a desarrollar programas efectivos de prevención de violencia y de resolución de conflictos, como el que había visto en el instituto T. C. Williams, en Alexandria, Virginia.

El líder de la mayoría del senado, Trent Lott, tachó mi iniciativa de «típica reacción refleja», y Tom DeLay me acusó de explotar lo de Columbine para beneficiarme políticamente. Pero el principal impulsor de la legislación, la congresista Carolyn McCarthy, de Nueva York, no estaba interesada en la política; su marido había sido asesinado y su hijo había resultado gravemente herido cuando viajaban en tren de cercanías, por un desequilibrado con una pistola que jamás tendría que haber podido adquirir. La ANR y sus seguidores culparon a la cultura de la violencia. Yo estaba de acuerdo en que los niños estaban expuestos a demasiada violencia; por eso apoyaba el programa de Al y Tipper Gore para que se incorporaran chips V en los nuevos televisores, de modo que los padres pudieran controlar lo que veían sus hijos. Pero esa violencia presente en nuestra cultura solo reforzaba el argumento de que debíamos hacer más por evitar poner armas al alcance de los niños, los criminales y las personas mentalmente inestables.

A finales de mes, Hillary y yo fuimos los anfitriones de la mayor reunión de jefes de Estado que jamás hubo en Washington: los dirigentes de la OTAN y de los estados de la Asociación para la Paz se reunieron para celebrar el quincuagésimo aniversario de la OTAN y para reafirmar nuestra determinación de prevalecer en Kosovo. Después, Al From, del Consejo de Liderazgo Demócrata, y Sidney Blumenthal organizaron otra de nuestras conferencias de la «Tercera Vía», para poner de relieve los valores, las ideas y las estrategias que Tony Blair y yo compartíamos, junto con Gerhard Schroeder, de Alemania; Wim Kok, de los Países Bajos, y el nuevo primer ministro italiano, Massimo D'Alema. En aquel momento, yo estaba concentrado en conseguir un consenso global sobre las políticas económicas, sociales y de seguridad que sirvieran bien a Estados Unidos y al mundo más allá del final de mi mandato; debían reafirmar las fuerzas de la interdependencia positiva y debilitar las de la destrucción y la desintegración. El movimiento de la Tercera Vía y la ampliación de la alianza de la OTAN y de su misión nos habían hecho avanzar un buen trecho en la dirección correcta, pero, como siempre sucede con los mejores planes, más tarde los acontecimientos tomaron el mando y alteraron la situación, principalmente a causa de la creciente hostilidad contra la globalización y la naciente oleada de terror.

A principios de mayo, poco después de que Jesse Jackson convenciera a Milosevic para que dejara en libertad a los tres oficiales estadounidenses que los serbios habían capturado en su frontera con Macedonia, perdimos a dos soldados cuando su helicóptero Apache se estrelló en un ejercicio de entrenamiento. Fueron las únicas bajas de nacionalidad estadounidense durante todo el conflicto. Boris Yeltsin envió a Victor Chernomirdin para que se entrevistara conmigo y habláramos del interés de Rusia de que se pusiera fin a la guerra y de su aparente disposición a participar en una fuerza multinacional de mantenimiento de la paz después del conflicto. Mientras, seguimos con la presión militar y autoricé el envío de 176 aviones más para Wes Clark.

El 7 de mayo, sufrimos el peor revés político del conflicto cuando la OTAN bombardeó la embajada de China en Belgrado y mató a tres ciudadanos chinos. Rápidamente, me informaron de que las bombas habían alcanzado el objetivo fijado, que había sido identificado erróneamente, utilizando unos antiguos mapas de la CIA, como un edificio gubernamental serbio utilizado para fines militares. Era el tipo de error que nos esforzábamos en no cometer. Los militares empleaban sobre todo fotografías aéreas para fijar sus objetivos. Yo había empezado a celebrar reuniones varias veces por semana con Bill Cohen, Hugh Shelton y Sandy Berger con el fin de repasar los objetivos principales e intentar maximizar el daño para las fuerzas de Milosevic, y a la vez minimizar las bajas civiles. El error me dejó de piedra y tremendamente disgustado; llamé de inmediato a Jiang Zeming para presentarle mis disculpas. No se puso al teléfono, de modo que me disculpé públicamente y repetidas veces.

Durante los tres días siguientes, se produjo una escalada de protestas por toda China. Fueron especialmente intensas en los alrededores de la embajada norteamericana en Pekín, donde el embajador Sasser terminó sitiado. Los chinos creían que el ataque había sido deliberado y se negaron a aceptar mis disculpas. Cuando finalmente pude hablar con el presidente Jiang el día 14, me excusé de nuevo y le dije que estaba seguro de que él sabía que no habíamos atacado su embajada adrede. Jiang replicó que él sabía que yo no haría tal cosa, pero que creía que había gente en el Pentágono o en la CIA que no estaba a favor de mi intento por mejorar las relaciones con China y que podría haber falsificado los mapas intencionadamente para crear un conflicto entre ambos países. A Jiang le costaba mucho creer que una nación como la nuestra, tan avanzada tecnológicamente, hubiera cometido un error así.

A mí también me resultaba difícil creerlo, pero eso era lo que había sucedido. Finalmente logramos superarlo, pero durante un tiempo no fue fácil. Yo acaba de nombrar al almirante Joe Prueher, que se retiraba de su cargo de comandante en jefe de nuestras fuerzas en el Pacífico, nuevo embajador norteamericano en China. El estamento militar chino le respetaba mucho y tenía la esperanza de que Prueher ayudara a reparar nuestra relación con el país asiático.

Hacia finales de mayo, la OTAN aprobó la creación de una fuerza de paz compuesta por 48.000 soldados para que entrara en Kosovo una vez el conflicto hubiera terminado. Habíamos empezado a debatir discretamente la posibilidad de enviar tropas de tierra un poco antes, si se demostraba que la campaña aérea no lograba decantar la balanza antes de que la gente quedara atrapada en las montañas cuando llegara el invierno. Sandy Berger estaba preparando un memorándum para mí con las opciones disponibles; yo estaba dispuesto a enviar tropas si era necesario, pero aún creía que los ataques aéreos tendrían éxito. El día 27, el fiscal de crímenes de guerra del tribunal de La Haya acusó a Milosevic.

El resto del mundo pasó por una etapa muy activa en mayo. A mediados de mes, Boris Yeltsin sobrevivió a su propio impeachment en la Duma. El día 17, el primer ministro Netanyahu fue derrotado y perdió la reelección ante el líder del Partido Laborista, el general retirado Ehud Barak, el soldado más condecorado de la historia de Israel. Barak parecía un hombre del Renacimiento: durante su carrera había estudiado ingeniería de sistemas económicos en Stanford, era un buen pianista de música clásica y su afición era reparar relojes. Llevaba pocos años en la política; su pelo rapado casi al cero, su mirada intensa y directa y su estilo discursivo entrecortado eran más un reflejo de su pasado militar que de las pantanosas aguas políticas en las que tenía que navegar ahora. Su victoria era una clara señal de que lo que los israelíes veían en él era la imagen de su modelo, Yitzhak Rabin, y lo que ello comportaba: la posibilidad de conseguir una paz con seguridad. Igual de importante era el amplio margen de victoria de Barak, que le daba la oportunidad de tener una coalición de gobierno en el Knesset que apoyara los difíciles pasos hacia la paz, algo que el primer ministro Netanyahu jamás había tenido.

Al día siguiente, vino a visitarme el rey Abdullah de Jordania, lleno de esperanza por la paz y decidido a ser el digno sucesor de su padre. Era consciente de los retos a los que se enfrentaba su nación y el proceso de paz. Me impresionó su conocimiento de la economía y que comprendiera la contribución que un mayor crecimiento podía aportar a la paz y a la reconciliación. Después de la reunión me quedé convencido de que el rey y su esposa, la reina Rania, que era igual de admirable, serían fuerzas positivas en la región durante mucho tiempo.

El 26 de mayo, Bill Perry entregó una carta mía a Kim Jong II, el dirigente de Corea del Norte, en la que se incluía un programa para el futuro: Estados Unidos proporcionaría una gama de ayudas más amplia si se avenía, y solo si se avenía, a abandonar sus intentos de desarrollar armas nucleares y misiles de largo alcance. En 1998, Corea del Norte tomó la sabia decisión de poner fin a las pruebas de ese tipo de misiles; pensé que la misión de Perry tenía probabilidades de éxito.

Dos días más tarde, Hillary y yo nos encontrábamos en un acto del CLD en la Plantación de White Oak, en el norte de Florida, la mayor reserva salvaje de Estados Unidos. Me levanté a las cuatro de la mañana para ver la ceremonia de investidura del nuevo presidente de Nigeria, el ex general Olusegun Obasanjo, por televisión. Desde su independencia, Nigeria había sido un país asediado por la corrupción, los conflictos regionales y religiosos y el deterioro de las condiciones sociales. A pesar de su gran producción de petróleo, el país sufría periódicos cortes de luz eléctrica y escasez de gasolina. Obasanjo se había hecho brevemente con el poder tras un golpe militar en los años setenta, y había cumplido con su promesa de dejarlo tan pronto como se pudieran celebrar elecciones. Más tarde, le encarcelaron por sus opiniones políticas; durante su estancia en prisión, se convirtió en un devoto cristiano y escribió libros acerca de su fe. Resultaba difícil imaginar un futuro brillante para el África subsahariana si Nigeria no conseguía prosperar, pues era de lejos su nación más poblada. Después de escuchar su emocionante discurso de inauguración, esperaba que Obasanjo tuviera éxito allí dónde otros habían fracasado.

En el frente interior, empecé el mes con un importante anuncio respecto a la limpieza del aire. Ya habíamos reducido la contaminación tóxica del aire que provocaban las plantas químicas en un 90 por ciento y habíamos fijado severos estándares para reducir el smog y el hollín, con lo que se evitarían millones de casos de asma infantil. El 1 de mayo dije que, después de amplias negociaciones con los sectores industriales, los grupos de defensa del medio ambiente y las organizaciones de consumidores, Carol Browner, la administradora de la Agencia de Protección Medioambiental, promulgaría una regulación para exigir a todos los vehículos de pasajeros, incluidos los 4×4, que tanta gasolina consumen, que cumplieran con los mismos estándares de contaminación, y que rebajaríamos el contenido de azufre de la gasolina en un 90 por ciento en los siguientes cinco años.

Anuncié una nueva iniciativa contra el crimen: proporcionaríamos fondos para completar nuestros esfuerzos de poner cien mil policías en las calles (más de la mitad ya estaban desplegados) y también se ampliaría el programa COPS con la contratación de 50.000 nuevos agentes de policía que se destinarían a las zonas con mayores índices de criminalidad. Igualmente, impulsé una propuesta para que constituyera un delito federal la posesión, sin una justificación legítima y pacífica para ello, de agentes biológicos que los terroristas pudieran convertir en armas.

El día 12 fue un día que yo había deseado que no llegara jamás: Bob Rubin se reincorporaba a la vida privada. En mi opinión, había sido el mejor y el más importante secretario del Tesoro desde Alexander Hamilton, en los principios de nuestra República. Bob también había sido el primer director del Consejo Económico Nacional. En ambos cargos desempeñó un papel decisivo en nuestros esfuerzos por recuperar el crecimiento económico y difundir sus beneficios entre más ciudadanos norteamericanos, así como en la prevención y contención de las crisis económicas en el extranjero y la modernización del sistema económico global para que éste pudiera hacer frente a una economía interdependiente, en la que más de un billón de dólares cruzaba las fronteras de las naciones diariamente. También había sido una roca de estabilidad durante el suplicio del impeachment, no solamente por la forma en que había hablado durante la reunión en la que me disculpé frente a mi gabinete, sino por recordar constantemente a la gente que tenían que estar orgullosos de su labor y por advertirles de que no se erigieran en jueces de la conducta ajena. Uno de los más jóvenes dijo que Bob le había dicho que si vivía lo suficiente, él también terminaría haciendo algo de lo que se avergonzaría.

Cuando Bob llegó a la administración, era probablemente la persona más rica de nuestro equipo. Después de su apoyo al plan económico de 1993, con el aumento de impuestos para las rentas más elevadas, yo solía bromear diciendo que «Bob Rubin ha venido a Washington para ayudarme a salvar a la clase media y cuando se marche se habrá convertido en uno de ellos». Ahora que Bob regresaba a la vida privada, ya no tendría que seguir preocupándome por ello.

Designé a Larry Summers, que había sido un hábil adjunto al secretario, su sucesor. Larry había estado metido en los asuntos económicos más importantes de los últimos seis años, y estaba preparado. También nombré a Stu Eizenstat, el subsecretario de Estado para asuntos económicos, adjunto al secretario del Tesoro. Stu había manejado muchas misiones de relevancia con mano izquierda, y ninguna más importante que el llamado asunto del «oro nazi». Edgar Bronfman Sr. había despertado nuestro interés por el tema cuando se puso en contacto con Hillary, la cual activó las cosas con una reunión inicial. Después, Eizenstat encabezó nuestra iniciativa en busca de justicia y compensación para los supervivientes del Holocausto y sus familias cuyas pertenencias y propiedades hubieran sido confiscadas durante su internamiento en los campos de concentración.

Poco después, Hillary y yo volamos a Colorado para reunirnos con estudiantes y familias del instituto Columbine. Unos días después, el Senado aprobó mis propuestas para prohibir la importación de cargadores de munición de gran calibre que se empleaban para esquivar la legislación de armas de asalto, y también la prohibición de que los jóvenes pudieran poseer armas de asalto. Frente a la intensa presión de la ANR, Al Gore había roto el empate de 50 votos contra 50 para aprobar la propuesta y poner fin a la laguna que las exhibiciones organizadas de armas dejaban abierta en la Ley Brady respecto a la exigencia de verificar el historial del comprador.

Aunque la comunidad aún sufría, los estudiantes de Columbine regresaban poco a poco del horror y ellos y sus padres parecían decididos a hacer algo para evitar que hubiera más casos como aquel. Sabían que, aunque se habían producido algunas matanzas escolares antes que la suya, lo que había sucedido en Columbine había roto el corazón de Estados Unidos. Les dije que podían ayudar a la nación a construir un futuro más seguro debido a lo que habían tenido que soportar. Aunque el Congreso no aceptó aprobar la laguna de la Ley Brady, en las elecciones de 2000, a causa de Columbine, los votantes de Colorado, generalmente conservadores, aprobaron una medida a tal efecto para que se instaurara en su estado, por un margen abrumador.

El caso Whitewater todavía estaba vivo y coleando en mayo, cuando a pesar de su derrota en el juicio de Susan McDougal, Kenneth Starr siguió avanzando contra Julie Hiatt Steele. El caso terminó con el jurado incapaz de llegar a un veredicto, en el conservador norte de Virginia, y fue otro revés para el fiscal independiente y sus tácticas. Después de todos los esfuerzos de Starr para meterse en el caso Jones, la única persona a la que pudo acusar fue a Steele, otra inocente que estaba allí por casualidad, y que se negó a mentir. La oficina de Starr llevaba cuatro juicios a sus espaldas, de los cuales había perdido tres.

En junio, los ataques aéreos de castigo sobre los serbios finalmente rompieron la voluntad de resistencia de Milosevic. El día 2, Victor Chernomirdin y el presidente finlandés, Martti Ahtisaari, se encargaron personalmente de las demandas de la OTAN para Milosevic. Al día siguiente, Milosevic y el parlamento serbio las aceptaron. Como era de prever, los siguientes días estuvieron llenos de tensión y disputas acerca de los detalles, pero el día 9 la OTAN y los cargos militares serbios aceptaron una retirada rápida de las fuerzas serbias de Kosovo y el despliegue de una fuerza de seguridad internacional con una cadena de mando unificada en la OTAN. Al día siguiente de que Javier Solana diera instrucciones al general Clark de que suspendiera las operaciones aéreas de la OTAN, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó una resolución en la que celebraba el final de la guerra; yo anuncié al pueblo norteamericano que, después de setenta y nueve días, la campaña de bombardeos había terminado, las fuerzas serbias estaban en retirada y un millón de hombres, mujeres y niños expulsados de su país podrían regresar a sus casas. En un discurso directamente desde el Despacho Oval me dirigí a la nación para agradecer a nuestro ejército su magnífica actuación, así como al pueblo norteamericano su firme oposición a la limpieza étnica y el generoso apoyo que habían brindado a los refugiados, muchos de los cuales habían venido a Estados Unidos.

El comandante aliado Wes Clark había dirigido la campaña con habilidad y decisión, y él y Javier Solana habían prestado un valioso servicio al conservar la unión de la alianza y no vacilar jamás en nuestro inquebrantable compromiso con la victoria, ni en los días buenos ni en los malos. Mi equipo de seguridad nacional también se había comportado igual. Incluso cuando los bombardeos no terminaron en una semana y se comenzó a cuestionar constantemente nuestra línea de actuación, Bill Cohen y Hugh Shelton siguieron convencidos de que la campaña aérea funcionaría si lográbamos que la coalición aguantara durante dos meses. Al Gore, Madeleine Albright y Sandy Berger habían conservado una calma extrema bajo presión durante la angustiosa montaña rusa que habían sido las semanas que acabábamos de pasar juntos. Al fue clave para salvaguardar nuestra relación con Rusia, y estuvo en contacto permanente con Victor Chernomirdin. Fue Al quien se aseguró de que nosotros y los rusos mantuviéramos una posición común cuando Chernomirdin y Ahtisaari fueron a Serbia para tratar de convencer a Milosevic de que abandonara su inútil resistencia.

El día 11, llevé a una delegación del Congreso a la base aérea de Whiteman, en Missouri, para pronunciar unas palabras de agradecimiento a las tripulaciones y al personal de apoyo de los bombarderos stealth B2, que volaban ida y vuelta desde Missouri hasta Serbia, sin una parada en todo el trayecto, para realizar las operaciones de bombardeo nocturno para las que los B2 estaban bien equipados. En total, se realizaron 30.000 salidas durante la campaña de Kosovo; solo se perdieron dos aviones, cuyas tripulaciones pudieron ser rescatadas sanas y salvas.

Después de los ataques, John Keegan, quizá el historiador militar vivo más importante, escribió un fascinante artículo en la prensa británica acerca de la campaña de Kosovo. Admitió francamente que no había creído en que los bombardeos funcionaran, y que se había equivocado. Dijo que la razón por la que ese tipo de campañas había fracasado en el pasado era que la mayoría de bombas erraban su objetivo. El armamento utilizado en Kosovo fue más preciso que el empleado en la primera guerra del Golfo y, aunque algunas bombas se desviaron en Kosovo y Serbia, murieron muchos menos civiles que en Irak. También sigo convencido de que murieron menos civiles que si hubiéramos enviado tropas de tierra, un paso que sin embargo hubiera dado sin pestañear con tal de evitar que Milosevic se saliera con la suya. El éxito de la campaña aérea de Kosovo marcó un nuevo capítulo en la historia militar.

Hubo otro momento más de tensión antes de que se calmaran las cosas. Dos días después de que las hostilidades finalizaran oficialmente, cincuenta vehículos y doscientos soldados rusos cayeron sobre Kosovo desde Bosnia y ocuparon el aeropuerto de Pristina, sin el acuerdo previo con la OTAN, cuatro horas antes de que llegaran las tropas de la OTAN autorizadas por Naciones Unidas. Los rusos se reafirmaron en su intención de mantener el control del aeropuerto.

Wes Clark estaba furioso. Yo no le culpaba, pero sabía que no estábamos al borde de la Tercera Guerra Mundial. A causa de su colaboración con nosotros, los ultranacionalistas, cuyas simpatías se decantaban por los serbios, estaban criticando duramente a Yeltsin. Pensé que sencillamente estaba tratando de mantenerlos a raya con un gesto que les tranquilizara. El comandante británico, el teniente general Michael Jackson, resolvió rápidamente la situación sin más incidentes y, el 18 de junio, el secretario Cohen y el ministro de Defensa ruso alcanzaron un acuerdo por el cual las tropas rusas se reunirían con las fuerzas de la OTAN aprobadas por Naciones Unidas en Kosovo. El 20 de junio, el ejército yugoslavo completó su retirada; apenas dos semanas más tarde, el Alto Comisionado para Refugiados de Naciones Unidas estimó que más de 765.000 refugiados ya habían regresado a Kosovo.

Como habíamos aprendido de nuestra experiencia en Bosnia, incluso después del conflicto tendríamos una importante labor por delante en Kosovo: lograr que los refugiados llegaran a sus hogares con seguridad; limpiar los campos de minas antipersona; reconstruir las casas; garantizar alimento, medicinas y un techo para los que lo habían perdido todo; desmilitarizar el Ejército de Liberación de Kosovo; crear un entorno seguro tanto para los albanokosovares como para la minoría serbia; organizar una administración civil y reconstruir una economía que funcionara. Era una tarea ingente y la mayor parte de ella quedó en manos de nuestros aliados europeos, pues Estados Unidos había cargado con la casi total responsabilidad de la guerra aérea.

A pesar de los retos que nos esperaban, sentí un inmenso alivio y una gran satisfacción. La sangrienta campaña de diez años de Slobodan Milosevic para explotar las diferencias étnicas y religiosas de la región con objeto de imponer su voluntad en la ex-Yugoslavia estaba llegando a su fin. Los pueblos incendiados y la matanza de inocentes ya eran historia. Yo sabía que era solo cuestión de tiempo que el propio Milosevic también fuera historia.

El día que llegamos a un acuerdo con Rusia, Hillary y yo nos encontrábamos en Colonia, en Alemania, con motivo de la cumbre anual del G8. Resultó ser una de las reuniones más importantes en mis ocho años de presidencia. Además de celebrar el satisfactorio final del conflicto de Kosovo, apoyamos las recomendaciones de nuestros ministros de Finanzas de modernizar las instituciones financieras internacionales y nuestras políticas nacionales, para poder hacer frente a los retos de la economía global; también anunciamos una propuesta que yo aprobaba firmemente: una iniciativa para condonar parte de la deuda de los países en vías de desarrollo a las puertas del milenio si éstos aceptaban invertir todos sus ahorros en educación, sanidad o medidas para el desarrollo económico. La iniciativa era coherente con el coro de llamamientos a condonar la deuda que surgían por todo el mundo, impulsados por el papa Juan Pablo II y mi amigo Bono.

Después de la cumbre, volamos a Eslovenia para agradecer a sus ciudadanos que apoyaran a la OTAN en Kosovo, así como su ayuda a los refugiados. Luego fuimos a Macedonia, donde el presidente, Kiro Gligorov, a pesar de los problemas económicos y las tensiones étnicas que su país sufría, había aceptado a 300.000 refugiados. En el campamento de Skopje, Hillary, Chelsea y yo pudimos visitar a algunos de ellos y escuchar las horribles historias de lo que habían pasado. También conocimos a miembros de las fuerzas internacionales de seguridad que estaban destacadas en la zona. Fue mi primera oportunidad de dar las gracias a Wes Clark en persona.

La política empezó a caldearse en junio. Al Gore anunció su candidatura a la presidencia el día 16. Su oponente más probable era el gobernador George W. Bush, el candidato preferido tanto de la extrema derecha del Partido Republicano como de sus estamentos oficiales. Bush ya había conseguido recaudar más fondos que Al y su oponente en las primarias, el ex senador de New Jersey Bill Bradley, juntos. Hillary se acercaba a la posibilidad de entrar en la carrera del Senado por el escaño de Nueva York. En el momento de dejar la Casa Blanca, llevaba ayudándome en mi carrera política durante más de veintiséis años. Nada me haría más feliz que ayudarla yo a ella durante los siguientes veintiséis.

Cuando nos adentramos en la temporada política, me preocupaba sobre todo conservar el impulso activo del Congreso y mi propio gobierno. Tradicionalmente, cuando se empieza a animar la cuestión de las elecciones presidenciales y el presidente no forma parte de ello, se instala cierta inercia. Algunos demócratas pensaban que estarían mejor si no se aprobaba demasiada legislación nueva, porque entonces podrían acusar al Congreso republicano de «no haber hecho nada». Por otra parte, muchos republicanos sencillamente no querían darme más victorias. Me sorprendió el resentimiento que algunos de ellos aún albergaban, cuatro meses después de la batalla del impeachment, especialmente dado que yo no les había estado martilleando con aquella cuestión ni en público ni en privado.

Trataba de levantarme cada mañana sin amargura e intentaba seguir trabajando con espíritu de reconciliación. Los republicanos parecían haberse retrotraído al tema que llevaban pregonando desde 1992: que yo era una persona sin carácter en quien no se podía confiar. Durante el conflicto de Kosovo, daba la sensación de que algunos republicanos querían que fracasáramos. Un senador republicano justificó la falta de entusiasmo de sus colegas por la labor que nuestro ejército estaba llevando a cabo, diciendo que yo había perdido su confianza; hasta me echaban la culpa de que ellos mismos no hubieran condenado la limpieza étnica.

Tenía la impresión de que los republicanos intentaban colocarme en una situación en que no pudiera ganar de ninguna manera. Si iba por ahí llevando un cilicio, decían que estaba demasiado desgastado para dirigir el país. Si me sentía feliz, decían que me estaba regodeando y actuaba como si me hubiera podido salir con la mía acerca de algo. Seis días después de que el Senado me declarara inocente, fui a New Hampshire para celebrar el séptimo aniversario de mis primarias en ese estado. Algunos de mis detractores en el Congreso dijeron que no tendría que haberme mostrado tan feliz, pero la verdad es que lo estaba, y por muy buenas razones. Todos mis viejos amigos vinieron a verme; conocí a un joven que dijo que su primer voto había sido para mí, y que yo había cumplido con mis promesas electorales, haciendo exactamente lo que dije que haría. También conocí a una mujer que dijo que la había inspirado para salirse de la asistencia social y volver a estudiar para hacerse enfermera. En 1999, era miembro de la Junta de Enfermeras de New Hampshire. Me metí en política por personas así.

Al principio no me cabía en la cabeza cómo era posible que los republicanos y algunos comentaristas políticos dijeran que me había salido con la mía respecto a algo. La humillación pública, el dolor para mi familia, las enormes deudas a causa de las minutas de los abogados y el trato que tuvimos que sufrir en el caso Jones después de que yo lo ganara, los años de acoso legal y de la prensa que Hillary había tenido que sufrir y la indefensión que sentía al ver cómo se perseguía y arruinaba a un sinfín de personas inocentes en Washington y en Arkansas fueron experiencias por las que tuve que pagar un alto precio. Me había disculpado y había tratado de demostrar mi sinceridad en la forma en que trataba y trabajaba con los republicanos. Pero nada era suficiente. Jamás lo sería, por una sencilla razón: yo había sobrevivido, y seguía actuando y luchando por las cosas en las que creía. En primer y último lugar, y en todo momento, mi enfrentamiento con los republicanos de la Nueva Derecha siempre fue acerca del poder. Yo pensaba que el poder procedía de la gente y que era ella la que debía otorgarlo o retirarlo. Ellos pensaban que la gente había cometido un error al elegirme dos veces y estaban decididos a utilizar mis errores personales para justificar sus continuos ataques.

Estaba seguro de que mi estrategia, más positiva, era la correcta para mí como persona y para mi capacidad de realizar mi labor. No estaba tan seguro de que fuera una buena estrategia política. Cuanto más me atacaban los republicanos, más se borraba el recuerdo de lo que Ken Starr había hecho, o la forma en que se habían comportado durante el proceso de impeachment. La prensa está por naturaleza centrada en la noticia de hoy, no en la de ayer, y los conflictos son la fuente de las noticias. Esto tiende a recompensar al agresor sin importar si el ataque subyacente es justo o no. Al cabo de poco tiempo, en lugar de preguntarme si podía olvidar y perdonar, la prensa volvía a hacerme esas preguntas llenas de ansiedad acerca de si yo tenía autoridad moral para ser el máximo dirigente del país. Los republicanos también la emprendieron con Hillary, ahora que en lugar de ser una figura comprensiva que permanecía al lado de su imperfecto marido, era una mujer fuerte tratando de abrirse su propio camino en la política. Sin embargo, en conjunto, me sentía satisfecho de cómo estaban las cosas: el país iba por buen camino, la valoración de mi gestión en las encuestas era positiva y aún nos quedaban muchas cosas por hacer.

Aunque siempre lamentaré los errores que he cometido, me iré a la tumba orgulloso de las cosas por las que luché durante la batalla del impeachment, mi último gran enfrentamiento con las fuerzas a las que me había opuesto durante toda mi vida: las que defendieron el viejo orden de la discriminación racial y de la segregación en el Sur; las que jugaron con las inseguridades y los miedos de la clase trabajadora blanca en la que crecí; las que se opusieron al movimiento feminista, a los ecologistas y a los luchadores en defensa de los derechos de los homosexuales; las que consideraron otros esfuerzos por ampliar nuestra comunidad nacional como asaltos contra el orden natural de las cosas; en fin, las que creyeron que los gobiernos deberían favorecer a poderosos intereses ocultos y arbitrar medidas fiscales beneficiosas para los ricos por encima de la sanidad y una mejor educación para nuestros hijos.

Desde niño había estado en el otro lado. Al principio, las fuerzas reaccionarias, de división, defensoras del statu quo eran los demócratas contrarios a los derechos civiles. Cuando la organización nacional del partido, dirigida por Truman, Kennedy y Johnson, empezó a abrazar la causa de los derechos civiles, los conservadores sureños emigraron al Partido Republicano, el cual, al principio de los años setenta, se alió con el creciente movimiento de la extrema derecha religiosa.

Cuando los republicanos de la Nueva Derecha se hicieron con el poder en el Congreso, en 1995, yo bloqueé sus propósitos más extremistas e hice del progreso en la justicia económica, social y del medio ambiente el precio de nuestra cooperación. Comprendía por qué me odiaba la gente que creía que el conservadurismo político, económico y social era voluntad de Dios. Yo quería un país con beneficios y responsabilidades compartidas, así como una participación igualitaria en una comunidad democrática. Los republicanos de la Nueva Derecha querían que Estados Unidos fuera un país donde la riqueza y el poder estuvieran concentrados en manos de las personas «adecuadas», que conservaban el apoyo de la mayoría gracias a la satanización sistemática de unas minorías cuyas demandas de inclusión amenazaban su control del poder. También me odiaban porque yo era un apóstata, un sureño protestante blanco que podía apelar precisamente a aquellos que siempre habían pensado que ya tenían en el bolsillo.

Ahora que mis pecados privados habían sido aireados públicamente, podrían lanzarme piedras hasta el día de mi muerte. Mi ira por ello se había ido reduciendo paulatinamente, pero me alegraba de haber tenido, bien por accidente o por historia, la buena fortuna de enfrentarme a la última encarnación de las fuerzas reaccionarias y de la división y haber luchado a favor de una unión más perfecta.

Cincuenta y tres

A principios de junio, pronuncié un discurso por la radio para ayudar a que la gente tomase conciencia de los temas de salud mental. Junto a mí intervino Tipper Gore, a quien había nombrado mi asesora oficial sobre estas cuestiones y que recientemente había tenido el valor de revelar que también ella había sufrido una depresión. Dos días más tarde, Hillary y yo nos unimos a Al y a Tipper para una conferencia en la Casa Blanca sobre salud mental, en la que denunciamos los abrumadores costes personales, económicos y sociales de las enfermedades mentales que no recibían tratamiento.

Durante el resto del mes, insistí en nuestras propuestas para el control de armas, nuestros intentos de desarrollar una vacuna para el SIDA, mis esfuerzos para incluir los derechos laborales y el medio ambiente en las negociaciones comerciales, el informe de la Junta Asesora de Inteligencia Extranjera sobre seguridad en los laboratorios de armas del Departamento de Energía, un plan para devolver las prestaciones sanitarias y de discapacidad a los inmigrantes legales, una propuesta que permitiera que Medicaid cubriera a los norteamericanos discapacitados que no podrían hacer frente a los costes de sus tratamientos si perdían la cobertura sanitaria porque habían conseguido un trabajo, legislación para ayudar a los niños de más edad que abandonaban una casa de acogida para que realizaran sin problema la transición a la vida independiente y un plan para modernizar Medicare y prolongar durante más tiempo su fondo de financiación.

Estaba ansioso de que llegara julio. Pensaba que sería un mes predecible, positivo. Anunciaría que íbamos a sacar al águila calva de la lista de especies protegidas, y Al Gore esbozaría nuestro plan para completar la recuperación de los Everglades de Florida. Hillary iniciaría su «gira para escuchar» en la granja del senador Moynihan en Pindars Corners, en el norte del estado de Nueva York, y yo haría una gira por las comunidades pobres de todo el país para promocionar mi iniciativa de los «Nuevos Mercados» para atraer más inversiones a zonas que todavía no formaban parte de nuestra recuperación. En efecto, todas esas cosas sucedieron en julio, pero también pasaron otras que fueron imprevistas, problemáticas o incluso trágicas.

El primer ministro Nawaz Sharif, de Pakistán, me llamó y me preguntó si podía venir a Washington el 4 de julio para hablar del peligroso pulso con la India que había comenzado varias semanas atrás, cuando fuerzas paquistaníes bajo el mando del general Pevez Musharraf habían cruzado la Línea de Control, que había sido la frontera reconocida y generalmente respetada entre la India y Pakistán en Cachemira desde 1972. Sharif estaba preocupado por si la situación que Pakistán había creado se les iba de las manos, y esperaba poder contar con mi intermediación no solo para resolver la crisis sino para que le ayudara a negociar con los indios la cuestión de Cachemira. Incluso antes de la crisis, Sharif me había pedido que le ayudara en Cachemira; me había dicho que merecía tanto mi atención como Oriente Próximo o Irlanda del Norte. Le expliqué entonces que Estados Unidos intervenía en aquellos procesos porque ambas partes lo habían querido. En este caso, la India se había negado reiteradamente a que cualquier otro país se implicase en aquella cuestión.

La actitud de Sharif era muy extraña porque, en febrero, el primer ministro de la India, Atal Behari Vajpayee, había viajado hasta Lahore, en Pakistán, para impulsar conversaciones bilaterales con el objetivo de resolver el problema de Cachemira y otras diferencias entre ambas naciones. Al cruzar la Línea de Control, Pakistán había desbaratado las negociaciones. No sabía si Sharif había autorizado la invasión para provocar una crisis que obligara a Estados Unidos a implicarse en el conflicto o si simplemente la había permitido para evitar enfrentarse a las poderosas fuerzas armadas de Pakistán. Fuera como fuera, se había metido en un brete del que le iba a resultar complicado salir.

Le dije a Sharif que siempre sería bienvenido en Washington, incluso el 4 de julio, pero que si quería que me pasara el Día de la Independencia con él, debía tener en cuenta dos cosas antes de venir a Estados Unidos: en primer lugar, tenía que aceptar retirar a sus tropas a posiciones tras la Línea de Control; y, en segundo lugar, yo no tenía la intención de intervenir en la disputa de Cachemira, especialmente teniendo en cuenta que con ello parecería recompensar la injustificada incursión militar de Pakistán.

Sharif me dijo que aun así quería venir. El 4 de julio nos reunimos en la Blair House. Era un día caluroso, pero la delegación paquistaní estaba acostumbrada al calor y, vestidos con sus tradicionales pantalones blancos y largas túnicas, parecían estar más cómodos que mi equipo. Una vez más, Sharif me apremió a que interviniera en Cachemira y, de nuevo, le expliqué que sin el consentimiento de la India sería contraproducente, pero que hablaría con Vajpayee para pedirle que reanudara las conversaciones bilaterales si Pakistán retiraba sus tropas. Se mostró de acuerdo, e hicimos pública una declaración conjunta en la que anunciamos los pasos que se tomarían para volver a la Línea de Control; añadí que apoyaría e

impulsaría la reanudación e intensificación de las conversaciones bilaterales una vez la violencia hubiera cesado.

Tras la reunión pensé que quizá Sharif había utilizado la presión de Estados Unidos para tener una coartada y poder ordenar a su ejército que regresara. Sabía que en su país se movía en arenas movedizas y esperaba que pudiera superar esa crisis, pues necesitaba su cooperación en la lucha contra el terrorismo.

Pakistán era uno de los pocos países que tenía estrechos lazos con los talibanes de Afganistán. Antes de nuestra reunión del 4 de julio le había pedido ayuda a Sharif en tres ocasiones para capturar a Osama bin Laden: en nuestra anterior reunión en diciembre, durante el funeral del rey Hussein y en una conversación telefónica en junio y en la carta de seguimiento que le envié. Teníamos informes de los servicios de inteligencia que nos decían que alQaeda estaba planeando ataques contra los representantes e instalaciones de Estados Unidos en varios lugares del mundo y quizá también en el propio país. Habíamos conseguido desarticular sus células y arrestar a cierto número de miembros de alQaeda, pero si no capturábamos o eliminábamos a bin Laden y a sus principales lugartenientes, la amenaza permanecería. El 4 de julio le dije a Sharif que a menos que hiciera más para colaborar, me vería obligado a anunciar que Pakistán estaba apoyando el terrorismo en Afganistán.

El día que me reuní con Sharif también firmé un decreto presidencial que imponía sanciones económicas a los talibanes, congelaba sus activos y prohibía los intercambios comerciales. Aproximadamente en ese momento, con el apoyo de Sharif, funcionarios de Estados Unidos comenzaron a entrenar a sesenta soldados paquistaníes para formar un comando que entrara en Afganistán y capturara a bin Laden. Yo era escéptico sobre aquel proyecto; incluso si Sharif quería ayudar, en el ejército paquistaní había muchos simpatizantes de alQaeda y de los talibanes. Pero creímos que no perdíamos nada por probar todas las opciones.

El día después del encuentro con Sharif, inicié la gira de los Nuevos Mercados; empecé por Hazard, Kentucky, con una gran delegación que incluía a diversos ejecutivos de empresas, congresistas, miembros del gobierno, al reverendo Jesse Jackson y a Al From.

Me gustaba mucho que Jackson nos acompañara durante la gira y también que comenzáramos en los Apalaches, la región blanca más pobre de Estados Unidos. Jesse llevaba trabajando desde hacía mucho tiempo en hacer llegar inversiones privadas a las zonas pobres; por otra parte, nuestra relación se había intensificado durante el año del proceso de impeachment, en el cual había apoyado firmemente a toda mi familia y había hecho un esfuerzo muy especial para llegar hasta Chelsea. Desde

Kentucky, fuimos a Clarkdale, Mississippi; East St. Louis, Illinois; la Reserva Pine Ridge, en Dakota del Sur; un vecindario hispano en Phoenix, Arizona, y al barrio de Watts, en Los Angeles.

A pesar de que Estados Unidos llevaba dos años con la tasa de paro justo por encima del 4 por ciento, en todas las comunidades que visité, y muchas otras parecidas, había un índice de desempleo mucho mayor y unos ingresos per capita muy por debajo de la media nacional. La tasa de paro en Pine Ridge estaba por encima del 70 por ciento. Sin embargo, en todos los lugares que visité conocimos a gente inteligente y trabajadora que podría contribuir mucho más a la economía.

Pensé que invertir más en esas zonas era lo más correcto e inteligente desde un punto de vista económico. Disfrutábamos de la expansión económica más prolongada de la historia, y la productividad aumentaba rápidamente. Me parecía que teníamos tres formas de seguir creciendo sin provocar inflación: podíamos vender más productos y servicios en el extranjero, podíamos aumentar la participación en la población activa de ciertos grupos, como los receptores de asistencia social, y podíamos llevar el crecimiento a los nuevos mercados de Estados Unidos en los que la inversión era demasiado reducida y el desempleo demasiado alto.

Lo estábamos haciendo muy bien en las primeras dos áreas, con más de doscientos cincuenta acuerdos comerciales y la reforma de la asistencia social. También habíamos comenzado con buen pie en la tercera, con más de ciento treinta zonas de desarrollo y comunidades emprendedoras, bancos de desarrollo comunitario y una aplicación estricta de la Ley de Reinversión Comunitaria. Pero había demasiadas comunidades que se habían quedado atrás. Estaba preparando una propuesta legislativa para aumentar en quince mil millones el capital disponible para los barrios degradados, los pueblos rurales y las reservas indias. Puesto que la medida favorecía a la libre empresa, esperaba obtener un sólido apoyo en ambos partidos; también me animó que el portavoz Hastert pareciera especialmente interesado en el proyecto.

El 15 de julio, Ehud y Nava Barak aceptaron una invitación para pasar la noche en Camp David con Hillary y conmigo. Disfrutamos de una cena muy agradable y Ehud y yo nos quedamos hablando hasta casi las tres de la mañana. Me quedó claro que quería completar el proceso de paz y que creía que su gran victoria electoral le daba la autoridad necesaria para hacerlo. Quería hacer algo importante en Camp David, especialmente después de que le mostrara el edificio en el que tuvieron lugar la mayor parte de las negociaciones en las que el presidente Carter medió entre Anuar el Sadat y Menahem Begin, en 1978.

Al mismo tiempo, estaba ocupado volviendo a encarrilar el proceso de paz de Irlanda del Norte. Se había llegado a un punto muerto por culpa de un desacuerdo entre el Sinn Fein y los Unionistas sobre si la entrega de armas del IRA podía realizarse después de que se formase el nuevo gobierno o debía tener lugar antes. Le expliqué la situación a Barak, que estaba intrigado por las diferencias y las similitudes entre los problemas de los irlandeses y los suyos propios.

Al día siguiente, John Kennedy Jr., su esposa, Carolyn, y su hermana, Lauren, murieron cuando el pequeño avión que pilotaba John se estrelló junto a la costa de Massachusetts. John me gustó desde que le conocí, en la década de 1980, cuando era un estudiante de derecho que trabajaba de becario en el bufete de Mickey Kantor, en Los Angeles. Había venido a uno de mis primeros actos electorales en Nueva York, en 1991, y poco antes de que murieran le había enseñado a él y a Carolyn la zona residencial de la Casa Blanca. Ted Kennedy hizo otro magnífico panegírico por un miembro desparecido de su familia: «Como su padre, no carecía de ningún don».

El 23 de julio, el rey Hassan II de Marruecos murió a la edad de setenta años. Había sido un constante aliado de Estados Unidos y un firme apoyo del proceso de paz de Oriente Próximo, y yo había tenido una buena relación personal con él. De nuevo, a pesar de que le avisamos con muy poca antelación, el presidente Bush aceptó volar a Marruecos para el funeral junto a Hillary, Chelsea y yo mismo. Yo caminé tras el coche de caballos que tiraba del féretro junto con el presidente Mubarak, Yasser Arafat, Jacques Chirac y otros líderes en un paseo de cinco kilómetros hasta el centro de Rabat. Bastante más de un millón de personas abarrotaban las calles, gritando de dolor y ofreciendo sus últimos respetos al monarca fallecido. El ensordecedor estruendo de la emocionada multitud hizo que aquella marcha fuera uno de los acontecimientos más increíbles en los que jamás he participado. Creo que a Hassan le habría gustado.

Después de una breve reunión con el hijo y heredero de Hassan, el rey Mohammed VI, volé de vuelta a Estados Unidos, trabajé allí un par de días y luego volví a partir hacia Sarajevo, donde me reuní con varios líderes europeos para comprometernos en un pacto de estabilidad por los Balcanes. Se trataba de un acuerdo para solucionar tanto las necesidades a corto plazo de la región como su crecimiento a largo plazo y garantizaba un mayor acceso a nuestros mercados de los productos fabricados en los Balcanes. También me esforcé con mis socios europeos para que las naciones del sudeste de Europa entraran en la OMC y contaran con los fondos y garantías de crédito suficientes para atraer a inversores extranjeros.

El resto del verano pasó volando mientras seguía enzarzado con los republicanos por el presupuesto y la cuantía y la distribución de las rebajas de impuestos que los republicanos proponían. Finalmente, se confirmó a Dick Holbrooke como nuestro embajador ante Naciones Unidas, y Hillary fue madurando la idea de presentarse candidata al Senado.

En agosto, hicimos dos viajes a Nueva York para buscar una casa. El día 28, visitamos una granja de finales del siglo XIX a la que se le había añadido un ala en 1989, en Chappaqua, a unos sesenta y cinco kilómetros de Manhattan. La parte antigua de la casa era muy bonita; la nueva era espaciosa y muy luminosa. En el instante en que subí al dormitorio principal le dije a Hillary que teníamos que comprar la casa. Era parte de la ampliación de 1989; tenía un techo altísimo, un panel de puertas de vidrio que daban al jardín posterior y en las otras paredes había dos enormes ventanas. Cuando Hillary me preguntó por qué estaba tan seguro de que teníamos que comprarla, le contesté: «Porque estás a punto de empezar una campaña muy dura y habrá días malos. Esta maravillosa habitación está llena de luz. Te despertarás cada mañana sintiéndote de buen humor».

A finales de agosto, viajé a Atlanta para entregar la Medalla de la Libertad al presidente y a la señora Carter por la extraordinaria labor que habían desarrollado como ciudadanos normales desde que dejaron la Casa Blanca. Un par de días más tarde, en una ceremonia en la Casa Blanca, concedí el galardón a otros distinguidos norteamericanos, entre ellos al presidente Ford y a Lloyd Bentsen. Los otros premiados eran activistas en defensa de la democracia, los derechos civiles, sindicalistas y defensores del medio ambiente. Todos eran menos conocidos que Ford y Bentsen, pero cada uno de ellos había realizado una aportación única y duradera a Estados Unidos.

Me dediqué a hacer un poco de campaña; viajé a Arkansas para reunirme con los granjeros locales y los líderes negros de todo el Sur; también asistí a un acto de recaudación de fondos donde había mucha gente que había colaborado en mis anteriores campañas. También hablé y toqué el saxo en un acto organizado para Hillary en Martha's Vineydard, y la acompañé a los actos de Nueva York, incluida una parada en la feria estatal de Syracuse, donde me encontré muy cómodo entre los granjeros. Disfruté mucho haciendo campaña tanto para Hillary como para Al, pues tras una vida de recibir la ayuda de los demás, podía poner fin a mi vida política de la forma como había empezado, haciendo campaña por la gente en la que creía.

A principios de septiembre, Henry Cisneros finalmente resolvió su caso con el fiscal independiente David Barrett, que, increíblemente, le había acusado de dieciocho cargos por subestimar sus gastos personales ante el FBI durante una entrevista en 1993. El día antes de que empezara su juicio, Barrett, que sabía que no podía ganar, ofreció un trato a Cisneros: que se declarara culpable de un delito menor y pagara una multa de 10.000 dólares y no iría a la cárcel. Henry lo aceptó, para evitar los enormes gastos legales que supondría un juicio largo. Barrett se había gastado más de 9 millones de dólares de los contribuyentes para atormentar a un buen hombre durante cuatro años. Apenas unas semanas atrás, la ley del fiscal independiente había expirado.

La mayor parte de la actividad del mes de septiembre se centró en la política exterior. A principios de mes, Madeleine Albright y Dennis Ross fueron a Gaza para apoyar a Ehud Barak y Yasser Arafat en sus negociaciones respecto a los pasos necesarios para implementar los acuerdos de Wye. Se aprobó un puerto para los palestinos, una carretera que conectara Gaza y Cisjordania, la entrega del 11 por ciento del territorio de Cisjordania y la liberación de 350 prisioneros. Albright y Ross viajaron luego a Damasco para exhortar al presidente Assad a que respondiera al deseo de Barak de mantener pronto conversaciones de paz con él.

El día 9, realicé mi primer viaje a Nueva Zelanda, con motivo de la cumbre de la Organización de Cooperación Económica AsiaPacífico (APEC). Chelsea vino conmigo; Hillary se quedó en casa para hacer campaña. La gran noticia de la cumbre estuvo relacionada con Indonesia y el apoyo que su ejército había dado a la violenta supresión del movimiento en pro de la independencia de Timor del Este, una zona con un largo historial de conflictos, en un enclave católico romano situado en el país con el mayor número de musulmanes del mundo. Gran parte de los líderes de la APEC estaban a favor de emprender una misión de paz internacional para Timor del Este, y el primer ministro australiano, John Howard, estaba dispuesto a encabezar la propuesta. Al principio los indonesios se oponían, pero pronto se vieron obligados a ceder. Se formó una coalición internacional para enviar tropas a Timor del Este, dirigidas por Australia, y me comprometí con el primer ministro Howard a enviar unos doscientos soldados norteamericanos para proporcionar el apoyo logístico que nuestros aliados necesitaban.

También me reuní con el presidente Jiang para comentar temas relativos a la OMC, y mantuve negociaciones a dos bandas con Kim Dae Jung y Keizo Obuchi para reafirmar nuestra postura común sobre Corea del Norte. También me reuní por primera vez con el nuevo primer ministro de Boris Yeltsin y su sucesor declarado, Vladimir Putin, que contrastaba notablemente con Yeltsin. Este era ancho y fornido, mientras que Putin era más compacto y estaba muy en forma, pues había practicado artes marciales durante años. Yeltsin era voluble; el ex agente de la KGB era comedido y muy preciso. Salí de la reunión convencido de que Yeltsin había elegido a un sucesor que poseía la habilidad y las capacidades necesarias para desarrollar el duro trabajo que comportaba gestionar la turbulenta vida política y económica de Rusia mejor de lo que ahora podía hacer el propio Yeltsin, dados sus problemas de salud. Putin también era suficientemente duro para defender los intereses de Rusia y proteger el legado de Yeltsin.

Antes de dejar Nueva Zelanda, Chelsea y mi equipo nos tomamos un tiempo para disfrutar de ese bello país. La primera ministra, Jenny Shipley, y su marido, Burton, fueron nuestros anfitriones en Queenstown, donde jugué al golf con Burton; Chelsea, por su parte, se dedicó a explorar las cuevas con los chicos de los Shipley, y algunos miembros de mi equipo se fueron a hacer «puenting». Gene Sperling trató de convencerme para que lo intentara, pero le dije que ya había vivido todas las caídas libres que podía soportar.

Nuestra última parada fue el Centro Internacional Antártico, en Christchurch, la estación de lanzamiento de nuestras operaciones en la Antártida. En el centro había un enorme módulo de entrenamiento al que se había dotado de la temperatura y el entorno de la Antártida. Fui allí para poner de relieve el problema del calentamiento global. La Antártida es la gran torre de refrigeración de nuestro planeta; el grosor del hielo es de más de tres mil metros. Un enorme pedazo del hielo de la Antártida, aproximadamente del tamaño de Rhode Island, se había desprendido recientemente a causa del deshielo. Decidí difundir fotografias por satélite del continente, que anteriormente eran confidenciales, para ayudar a estudiar los cambios que se estaban produciendo. Lo más emocionante del acontecimiento para Chelsea y para mí fue la presencia de Sir Edmund Hillary, que había explorado el Polo Sur en los años cincuenta, había sido el primer hombre en alcanzar la cima del Everest. Nos hacía recordar a otra Hillary, con quien Chelsea y yo amábamos y quien estuvo trabajando en la campaña de ella en casa.

Poco después de regresar a Estados Unidos, fui a Nueva York para inaugurar la última Asamblea General de Naciones Unidas del siglo xx e instar a los delegados a que adoptaran tres resoluciones: luchar más contra la pobreza y humanizar la economía global; aumentar nuestros esfuerzos para prevenir, o poner fin con mayor rapidez, a la matanza de inocentes en los conflictos tribales, raciales, religiosos o étnicos e intensificar la prevención del uso de armas nucleares, químicas o biológicas por parte de naciones irresponsables o de grupos terroristas.

A finales de mes, volví a los asuntos internos y veté la última rebaja fiscal republicana porque era «demasiado amplia e hinchada», y representaba una carga excesiva para la economía de Estados Unidos. Según la reglamentación presupuestaria, la ley habría comportado grandes recortes en educación, sanidad y protección medioambiental. Nos habría impedido prolongar más tiempo los fondos de financiación de la Seguridad Social y de Medicare, y tampoco podríamos añadir una muy necesaria cobertura de prescripción de medicamentos con Medicare.

Ese año esperábamos un superávit de unos cien mil millones de dólares, pero la propuesta de rebaja fiscal del GOP nos costaría casi un billón de dólares en una década. La justificación de los republicanos se basaba en la estimación del superávit. Sobre esta cuestión yo era mucho más conservador que ellos, pues si las proyecciones eran erróneas, volveríamos a tener déficit, y con él llegaría el aumento de los tipos de interés y un menor crecimiento. Durante los cinco años anteriores, las estimaciones de la Oficina Presupuestaria del Congreso se habían equivocado una media del 13 por ciento anual, aunque las de nuestra administración habían acertado más. En definitiva, se trataba de un riesgo irresponsable. Pedí a los republicanos que colaboraran con la Casa Blanca y con los demócratas con el mismo espíritu que había dado sus frutos en la ley bipartita de reforma de la asistencia social en 1996 y la Ley del Equilibrio Presupuestario en 1997.

El 24 de septiembre, Hillary y yo fuimos los anfitriones de una celebración en el edificio del Old Executive para conmemorar el éxito de los esfuerzos bipartitos para aumentar las adopciones de niños de nuestro sistema de orfanatos; lo habían hecho casi un 30 por ciento en los dos años que habían pasado desde que aprobamos la legislación. Reconocí la esencial contribución de Hillary, que había estado trabajando en ese tema durante más de veinte años, y también mencioné al que era el impulsor quizá más ardiente de las refomas en la Cámara, Tom DeLay, cuyos hijos eran adoptados.

Me habría gustado que hubiera habido más momentos como aquel, pero, aparte de esa única excepción, DeLay no creía en confraternizar con el enemigo.

Las posiciones partidistas volvieron a principios de octubre, cuando el Senado rechazó en una votación, en una muestra de disciplina de partido, mi nominación del juez Ronnie White a la judicatura de distrito federal. White era el primer afroamericano al que se había nombrado para el tribunal supremo de Missouri y era un juez muy respetado. Fue derrotado después de que el senador conservador de Missouri, John Ashcroft, que se enfrentaba a una dura reelección contra el gobernador Mel Carnahan, distorsionara gravemente la trayectoria de votaciones sobre la pena de muerte que había realizado White. Este había votado a favor de mantener la sentencia de pena de muerte en el 70 por ciento de los casos que se presentaban en su tribunal. En más de la mitad de los que había votado para revocar, formaba parte de una sentencia unánime de los tribunales supremos estatales. Ashcroft logró que sus colegas republicanos se apuntaran a la campaña de difamación porque pensaban que le ayudaría y que perjudicaría al defensor de White, el gobernador Carnahan, respecto a los votantes que estaban a favor de la sentencia de muerte en Missouri.

Ashcroft no era el único que politizaba totalmente el proceso de confirmación. En aquel momento, el senador Jesse Helms ya llevaba años negándose a permitir que el Senado votara a favor de un juez negro para el cuarto circuito de la Corte de Apelación, aun cuando jamás había habido un afroamericano en la corte. ¡Y los republicanos se preguntaban por qué los afroamericanos no les votaban!

Nuestras diferencias entre los partidos se extendían incluso al tratado de prohibición de pruebas nucleares, que, desde Eisenhower, todos los presidentes republicanos y demócratas habían apoyado. La Junta de Jefes del Estado Mayor también lo defendía y nuestros expertos nucleares decían que no hacía falta hacer pruebas para garantizar la fiabilidad de nuestro armamento. Pero no teníamos los votos de los dos tercios de los senadores necesarios para ratificar el tratado; Trent Lott intentó que le prometiera que no volvería a sacarlo durante el resto de mi mandato. Yo no podía entender si los senadores republicanos habían escorado realmente tan a la derecha de la posición tradicional de su propio partido o si simplemente se negaban a entregarme otra victoria. Sea como fuere, su negativa a ratificar el tratado de prohibición de pruebas debilitó la capacidad de Estados Unidos para exigir a otras naciones, y argumentarlo, que no se desarrollaran armas o realizaran pruebas nucleares.

Seguí participando en actos de campaña para Al Gore y los demócratas. Dos de ellos fueron con activistas gays, que nos apoyaban muchísimo a Al y a mí a causa del importante número de gays y lesbianas declarados que trabajaban en la administración. Otro motivo de su apoyo era la firmeza con la que habíamos impulsado la Ley de No Discriminación del Empleo y la ley contra los crímenes por odio, que convirtió en delito federal los delitos cometidos por motivos de raza, discapacidad u orientación sexual. También iba a Nueva York siempre que podía para apoyar a Hillary. Su oponente más probable era el alcalde de Nueva York, Rudy Giuliani, un hombre combativo y polémico, pero mucho menos conservador que los republicanos nacionales. Yo había mantenido una relación cordial con él, en gran parte debido a nuestra complicidad acerca del programa COPS y las medidas de seguridad sobre la posesión de armas.

George W. Bush parecía bien posicionado para hacerse con la nominación republicana, pues algunos de sus contendientes abandonaron la carrera; el único que quedaba con posibilidades de deternerle era el senador John McCain. La campaña de Bush me impresionó desde que le vi articular por primera vez su lema de «conservadorismo compasivo» en una granja en Iowa. Pensaba que era una formulación brillante; prácticamente era el único argumento que tenía para convencer a los electores indecisos de que le entregaran su voto frente a una administración cuya gestión recibía índices de aprobación del 65 por ciento. Tampoco podía negar que habíamos creado 19 millones de nuevos empleos, que la economía seguía creciendo y que el índice de criminalidad había bajado por séptimo año consecutivo. En lugar de eso, sus mensajes de conservadorismo compasivo, orientados a los votantes indecisos, decían: «Les daré las mismas condiciones que ahora, con menos gobierno y más rebajas fiscales. ¿Acaso no les gustaría eso?». En la mayoría de temas, Bush estaba alineado con los republicanos conservadores del Congreso, aunque había criticado su presupuesto porque era demasiado severo con los pobres, pues aumentaba los impuestos para las rentas inferiores, reducía la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta y además reducía también paralelamente los impuestos de los ciudadanos más ricos.

Aunque Bush era un político notable, yo aún pensaba que Al Gore ganaría, a pesar de que anteriormente solo dos vicepresidentes —Martin Van Buren y George H. W. Bush— habían sido elegidos directamente desde sus cargos; lo creía porque el país estaba pasando por una buena etapa y nuestra administración contaba con amplio apoyo. Todos los vicepresidentes que se presentan candidatos a la presidencia se enfrentan a dos problemas: la mayoría de la gente no sabe la labor que han desarrollado, por lo que no reconoce los méritos y logros de la administración, y suelen ser tipificados como el número dos. Yo hice todo lo posible para evitar que Al tuviera esos problemas; le encomendé varias misiones de relevancia pública y me aseguré de que recibiera el reconocimiento que se le debía por su valiosa contribución a nuestros éxitos. Sin embargo, pese a que había sido indiscutiblemente el vicepresidente más activo e influyente de la historia, aún existía una distancia entre la percepción y la realidad.

El mayor reto de Al era demostrar su independencia y al mismo tiempo capitalizar los beneficios de nuestra trayectoria gubernamental. El ya había dicho que no estaba de acuerdo con mi mala conducta personal, pero que estaba orgulloso de lo que habíamos logrado para el pueblo norteamericano. Ahora, yo creía que debía decir que, sin que importara quién fuera el siguiente presidente, el cambio era inevitable. La pregunta para los votantes era si íbamos a seguir cambiando por el buen camino o si realizaríamos un giro radical de vuelta hacia las políticas equivocadas del pasado. El gobernador Bush estaba claramente defendiendo el regreso a la economía de cascada. Lo habíamos intentado durante doce años con ese enfoque, y a nuestra manera durante siete. Nuestro sistema funcionaba mejor, y teníamos pruebas de ello.

La campaña le dio a Al la oportunidad de recordar a los votantes que yo me iba, pero que los republicanos que habían impulsado el impeachment y apoyado a Starr se quedaban. Estados Unidos necesitaba a un presidente que supiera frenarles para que jamás volvieran a abusar de su poder de ese modo, o para lograr la aprobación de las duras políticas que yo había conseguido detener durante las batallas presupuestarias, y que motivaron el cierre de las oficinas del gobierno. Había sobradas pruebas, de hacía menos de un año, de que si los votantes veían las elecciones como una opción para el futuro, y se les recordaba la trayectoria de los republicanos, la ventaja se decantaría marcadamente hacia los demócratas.

Cuando algunos miembros de la prensa empezaron a plantear la posibilidad de que yo pudiera costarle a Al las elecciones, mantuve una divertida conversación telefónica con él acerca de eso. Dije que yo solo quería que ganara y que si pensaba que podía ayudar, me iría a la puerta de la sede del Washington Post y dejaría que me azotara con un látigo de siete colas. Sin inmutarse, me soltó: «Quizá deberíamos hacer una encuesta al respecto». Me eché a reír y le dije: «Y hay que ver si funciona mejor con o sin camisa».

El 12 de octubre, el primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, fue derrocado por un golpe militar encabezado por el general Musharraf, que había llevado al ejército paquistaní más allá de la Línea de Control de Cachemira. A mí me preocupaba el perjuicio para la democracia que esto implicaba, y exhorté a que se restaurara la legislación civil tan pronto como fuera posible. La supremacía de Musharraf tuvo una consecuencia inmediata: el programa para enviar comandos paquistaníes a Afganistán con objeto de apresar o eliminar a Osama bin Laden se canceló.

A mediados de mes, Ken Starr anunció su dimisión. El tribunal del juez Sentelle le sustituyó con Robert Ray, que había pertenecido al equipo de Starr y anteriormente trabajó para Donald Smaltz durante el fallido intento de condenar a Mike Espy. Casi hacia el final de mi mandato, Ray también quiso su pedazo de pastel: un comunicado por escrito en el que yo admitiera que había prestado falso testimonlo en mi declaración, y que aceptase una suspensión temporal de mi licencia para ejercer la abogacía a cambio de que Ray cerrara la investigación del fiscal independiente. Yo dudaba de que realmente me acusara, teniendo en cuenta que un grupo bipartito de fiscales había testificado en las sesiones del impeachment que ningún fiscal responsable haría tal cosa. Aunque estaba dispuesto a seguir con mi vida y no quería complicar la nueva carrera política de Hillary, no podía aceptar tener que declarar que había prestado falso testimonio intencionalmente, porque no creía haber actuado así. Después de releer cuidadosamente mi declaración y ver que había un par de respuestas que no eran exactas, le entregué a Ray una declaración en la que afirmaba que, pese a que había intentado testificar legalmente, algunas de mis respuestas no se ajustaban a la verdad. El aceptó esa declaración. Después de casi seis años y 70 millones de dólares de los contribuyentes, Whitewater había acabado.

No todos querían un pedazo de pastel. A mitad de mes, invité a mis ex compañeros del instituto a la Casa Blanca para celebrar nuestra reunión número treinta y cinco, tal como había hecho cinco años antes, para el treinta aniversario. Yo había disfrutado mucho durante mis años de instituto, y siempre que veía de nuevo a mis compañeros me lo pasaba bien. En esta ocasión, algunos me dijeron que su vida había mejorado mucho durante los últimos siete años. El hijo de uno de ellos me confesó que pensaba que yo había sido un buen presidente, pero «jamás me sentí tan orgulloso de usted como cuando se enfrentó a todo el proceso del impeachment». A menudo me han dicho lo mismo personas que se sentían indefensas frente a sus propios errores e infortunios. De algún modo, que yo hubiera seguido adelante les conmovió profundamente, pues era precisamente lo que ellos habían tenido que hacer.

A finales de mes, una maniobra obstruccionista del Senado impidió nuevamente que se aprobara la reforma de la financiación de las campañas; celebramos el quinto aniversario de AmeriCorps, donde habían servido ya 150.000 norteamericanos; Hillary y yo organizamos una Conferencia sobre Filantropía en la Casa Blanca con la esperanza de aumentar el número y el impacto de las donaciones caritativas y celebramos su cumpleaños con un acto de «Broadway para Hillary» que recordaba el apoyo que las estrellas de Broadway me habían ofrecido en 1992.

Empecé noviembre desplazándome a Oslo, donde se habían iniciado las negociaciones entre israelíes y palestinos, para conmemorar el cuarto aniversario del asesinato de Yitzhak Rabin, honrar su memoria y sumarme a las partes para volver a dedicarnos enteramente al proceso de paz. El primer ministro noruego, Kjell Bondevik, había pensado que un acto en Oslo quizá podría hacer que las conversaciones avanzaran. Nuestro embajador, David Hermelin, un hombre indomable de origen noruegojudío, trataba de hacer su parte sirviendo perritos calientes kosher tanto a Barak como a Arafat. Shimon Peres y Leah Rabin también estaban allí. Las negociaciones tuvieron el efecto deseado, aunque yo estaba convencido de que tanto Barak como Arafat querían completar de una vez el proceso de paz, y que así lo harían en el año 2000.

Por esa época algunos miembros de la prensa empezaron a hacerme preguntas sobre mi legado. ¿Sería recordado por haber traído la prosperidad? ¿Por mis iniciativas a favor de la paz? Traté de formular una respuesta que no solo recogiera los éxitos concretos, sino también el sentido de posibilidades y de comunidad que yo quería que Estados Unidos encarnara. Sin embargo, lo cierto era que no tenía tiempo de pensar en eso. Quería seguir adelante, avanzar hasta el último día. El legado ya cuidaría de sí mismo, probablemente mucho tiempo después de mi muerte.

El 4 de noviembre, volví a irme de viaje para el proyecto Nuevos Mercados, esta vez a Newark, Hartford y Hermitage, Arkansas, el pequeño pueblecito donde yo había ayudado a que se construyeran alojamientos para los inmigrantes que iban allí a recoger el tomate a finales de los setenta. El recorrido terminó en Chicago con Jesse Jackson y el portavoz Hastert, que habían decidido apoyar la iniciativa. Jesse tenía un aspecto espléndido con un elegante traje de pinzas, y le tomé el pelo porque se había vestido «como un republicano», para el portavoz. Me animó el apoyo de Hastert y confié en que durante el año siguiente lograríamos aprobar la legislación.

Durante la segunda semana del mes, me uní a Al From en la primera sesión popular presidencial por internet. Desde que me convertí en presidente, el número de páginas web había crecido de 50 sitios a 9 millones, y se añadían nuevas páginas a un ritmo de 100.000 a la hora. Los programas de reconocimiento de la voz que tecleaban automáticamente mis respuestas son algo corriente hoy en día, pero entonces eran muy novedosos. Dos personas me preguntaron qué pensaba hacer después de dejar la Casa Blanca. Aún no lo había decidido, pero había empezado a hacer planes para mi biblioteca presidencial.

Había reflexionado mucho acerca de la biblioteca y sus contenidos durante mis años como presidente. Cada presidente debe recaudar todos los fondos necesarios para construir su propia biblioteca, además de realizar una donación para la conservación de las instalaciones. Entonces, Archivos Nacionales dota a la biblioteca del personal necesario para organizar y cuidar el contenido. Yo había estudiado la obra de diversos arquitectos y había visitado muchas de las bibliotecas presidenciales que ya existían. La abrumadora mayoría de gente que las visitaba lo hacía para ver las exposiciones, pero el edificio debe construirse de forma que los archivos puedan conservarse debidamente. Yo quería que el espacio de exposición fuera abierto, hermoso y lleno de luz, y que el material se presentara de manera que demostrara el avance de Estados Unidos hacia el siglo xxi.

Me decanté por el estudio del arquitecto Jim Polshek, en gran parte a causa de su trabajo en el Centro Rose para la Tierra y el Espacio en Nueva York, una enorme estructura de acero y vidrio con un inmenso globo en su interior. Pedí a Ralph Applebaum que se ocupara de las exposiciones, porque pensaba que su trabajo para el Museo del Holocausto en Washington era de lo mejor que jamás había visto. Empecé a colaborar con ambos. Antes de que terminara la obra, Polshek me dijo que era el peor cliente que había tenido en toda su carrera: si venía a verme después de una pausa de seis meses y había aunque solo fuera un ligero cambio en los bocetos, yo me daba cuenta y le preguntaba el motivo.

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