Descargar

Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 11)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22

Durante los últimos tres días del año nuestras fuerzas se desplegaron en Bosnia y yo trabajé con los líderes del Congreso en el presupuesto. En una ocasión, una de nuestras reuniones se prolongó durante siete horas. Hicimos algunos progresos, pero nos fuimos de Año Nuevo sin llegar a un acuerdo sobre el presupuesto o sobre la forma de acabar con la paralización del gobierno. En el primer período de sesiones del 104 Congreso, la nueva mayoría republicana solo había aprobado 67 propuestas de ley, comparadas con las 210 que se aprobaron en el anterior período de sesiones. Y solo 6 de las 13 propuestas de ley de asignación presupuestaria se habían convertido en ley tres meses después de que comenzara el año fiscal. Mientras iba con mi familia a Hilton Head para el fin de semana del Renacimiento, me pregunté si los votos del pueblo estadounidense en las elecciones de 1994 habían producido los resultados que los electores deseaban.

También pensé en los dos últimos agotadores, extenuantes meses, llenos de acontecimientos y en el hecho de que la importancia de lo sucedido –la muerte de Rabin, la paz en Bosnia y el despliegue de nuestras tropas, el progreso en Irlanda del Norte, la hercúlea lucha por el presupuesto– no había servido para detener a las abejas obreras que revoloteaban alrededor del caso Whitewater.

El 29 de noviembre, mientras yo estaba de viaje en Irlanda, el comité del senador D'Amato llamó a L. Jean Lewis a testificar de nuevo sobre la forma en que su investigación de Madison Guaranty se había interrumpido después de que yo me convirtiera en presidente. Durante su declaración ante el comité del congresista Leach, el agosto anterior, había quedado tan escandalosamente desacreditada por documentos del gobierno y por sus propias conversaciones grabadas con la abogada de la Corporación de Resolución de Fondos, April Breslaw, que me sorprendió que D'Amato tuviera el valor de volver a llamarla. Por otra parte, casi nadie sabía los problemas de credibilidad del testimonio de Lewis, y D'Amato consiguió mucha publicidad, como también le había sucedido a Leach, simplemente lanzando acusaciones sin fundamento y que, además, los siguientes testimonios demostrarían que eran falsas.

Lewis volvió a repetir su declaración de que su investigación se vio perjudicada una vez que yo me convertí en presidente. Richard BenVeniste, el asesor de la minoría del comité, hizo que Lewis se enfrentara con las pruebas de que, al contrario de lo que declaraba bajo juramento, había tratado repetidamente de que las autoridades federales actuaran a partir de su investigación sobre Hillary y sobre mí como testigos materiales en Whitewater antes de las elecciones, no después de que me convirtiera en presidente, y que le había dicho a un agente del FBI que estaba «cambiando la historia» con sus acciones. El senador Paul Sarbanes leyó a Lewis la carta que le envió en 1992 el fiscal de Estados Unidos Chuck Banks, en la que le decía que actuar a partir de su investigación sería «conducta de mala fe por parte del fiscal» y luego se refirió a un informe de 1993 del Departamento de Justicia, en el que se evaluaba el deficiente conocimiento que Lewis tenía de la ley federal de la banca. Lewis, hundida en su silla, se echó a llorar; se la llevaron y ya no volvió a aparecer.

Menos de un mes después, a mediados de diciembre, salió a la luz por fin la historia completa de Whitewater, cuando se hizo pública la investigación de la CRF sobre Pillsbury, Madison & Sutro. El informe lo había escrito Jay Stephens, quien, como Chuck Banks, era un republicano que había sido fiscal de Estados Unidos y al que yo había sustituido. Decía, al igual que el informe preliminar difundido en junio, que no había base jurídica para emprender un pleito civil contra nosotros por Whitewater, y mucho menos para emprender acciones penales. El informe recomendaba que se cerrara la investigación.

Esto era lo que el New York Times y el Washington Post habían querido saber cuando exigieron un fiscal independiente. Yo estaba en ascuas para ver cómo se hacían eco de la noticia. Inmediatamente después de que el informe de la CRF saliera a la luz, el Post lo mencionó de pasada, en el undécimo párrafo de un artículo de portada sobre una batalla por una citación con Starr que no tenía nada que ver, y el New York Times no publicó ni una palabra sobre el tema. El Los Angeles Times, el Chicago Tribune y el Washington Times publicaron un artículo de Associated Press de unas cuatrocientas palabras en las páginas interiores. Las cadenas de televisión, sin embargo, no cubrieron el informe de la CRF. Ted Koppel, de ABC, lo mencionó en Nightline y luego menoscabó su importancia, afirmando que había muchas cuestiones «nuevas». Whitewater ya no iba sobre Whitewater. Ahora iba de Ken Starr y de cualquier cosa que Ken Starr pudiera encontrar sobre alguna persona en Arkansas o sobre mi administración. Mientras tanto, algunos periodistas que cubrían Whitewater en realidad trataban de esconder las pruebas de nuestra inocencia. Para ser justo, hay que decir que algunos periodistas sí escribieron sobre lo sucedido. Howard Kurtz, del Washington Post escribió un artículo en el que denunciaba la forma en que se había enterrado el informe de la CRF y Lars-Erik Nelson, un columnista del Daily News de Nueva York, que había sido corresponsal en la Unión Soviética, escribió «el veredicto secreto ya ha llegado: los Clinton no tenían nada que ocultar… en una rocambolesca inversión de los juicios estalinistas, en los que se condenaba en secreto a gente inocente, el presidente y la primera dama han sido acusados en público y declarados inocentes en secreto».

Yo estaba verdaderamente confundido por la forma en que los medios de mayor difusión estaban cubriendo la información de Whitewater. Parecía incoherente respecto al enfoque, mucho más cuidadoso y equilibrado, que la prensa había adoptado en relación a otros asuntos, al menos desde que los republicanos ganaron el Congreso en 1994. Un día, después de una de nuestras reuniones de presupuestos en octubre, pedí al senador Alan Simpson, de Wyoming, que se quedara un momento para hablar. Simpson era un republicano conservador, pero teníamos una relación bastante buena porque ambos éramos amigos de su gobernador, Mike Sullivan. Le pregunté a Allan si creía que Hillary y yo habíamos hecho algo malo en Whitewater. «Por supuesto que no –dijo–. Todo esto no consiste en si hicieron algo malo, sino en hacer creer al público que lo hicieron. Cualquiera que mire las pruebas verá que no hay nada.» Simpson se rió sobre lo dispuesta que estaba la prensa «elitista» a tragarse cualquier patraña negativa sobre lugares pequeños y rurales como Wyoming o Arkansas, e hizo un comentario interesante: «Sabes, antes de que salieras elegido, nosotros, los republicanos, creíamos que la prensa era progresista. Ahora tenemos una opinión más matizada. Los medios son progresistas en cierto modo. La mayoría de ellos votaron por ti, pero piensan de forma parecida a como lo hacen tus críticos de extrema derecha, y eso es mucho más importante». Cuando le pedí que me lo explicara un poco más, me dijo: "Los demócratas como tú o Sullivan se meten en el gobierno para ayudar a la gente. Los extremistas de derecha no creen que el gobierno pueda hacer gran cosa para mejorar la naturaleza humana, pero les gusta el poder. Y a la prensa también. Y puesto que tú eres el presidente, ambos utilizan el mismo medio para conseguir poder: atacarte». Le agradecí a Simpson su sinceridad y pensé durante meses en lo que me había dicho. Durante mucho tiempo, cuando me enfurecía por la cobertura que la prensa daba al asunto de Whitewater, le contaba a la gente el análisis que había hecho Simpson. Cuando finalmente comprendí que su visión era correcta, me sentí liberado y mi mente volvió a estar despejada y lista para la batalla.

A pesar de mi ira sobre Whitewater y mi sorpresa sobre lo que podría esconderse tras la cobertura mediática que se le daba, avanzaba hacia 1996 con bastante optimismo. En 1995 habíamos ayudado a salvar a México, habíamos superado el atentado de Oklahoma City y aumentado la dedicación a la lucha contra el terrorismo, habíamos mantenido y reformado la discriminación positiva, acabado la guerra de Bosnia, progresado en el proceso de paz de Oriente Próximo y habíamos ayudado a que se avanzara en Irlanda del Norte. La economía había seguido mejorando y, hasta el momento, estaba venciendo en la batalla presupuestaria contra los republicanos; una batalla que, al principio, parecía destinada a acabar con mi presidencia. Y todavía podía hacerlo, pero a medida que se acercaba 1996 yo estaba listo para luchar hasta el final. Como le había dicho a Dick Armey, no quería ser presidente si el precio que debía pagar por ello eran calles más inseguras, peor sanidad, menos oportunidades educativas, aire más sucio y más pobreza. Y apostaba a que el pueblo estadounidense tampoco quería ninguna de esas cosas.

Cuarenta y seis

Hacia el 2 de enero, volvíamos a estar inmersos en las negociaciones presupuestarias. Bob Dole quería hacer un trato para reabrir las oficinas del gobierno y, después de un par de días, Newt Gingrich también se mostró partidario de lo mismo. En una de nuestras reuniones de presupuesto, el portavoz admitió que al principio creyó que podría impedirme vetar el presupuesto del GOP con la amenaza de paralizar el gobierno. Delante de Dole, Armey, Daschle, Gephardt, Panetta y Al Gore, dijo con franqueza: «Cometimos un error. Creímos que cedería». Finalmente, el día 6, con una fuerte ventisca cayendo sobre Washington, se rompió el impasse; el Congreso me envío dos resoluciones de prórroga más que devolvían sus puestos de trabajo a los empleados federales, aunque no restauraban todos los servicios del gobierno. Firmé las resoluciones de continuidad y envié al Congreso mi plan para el equilibrio presupuestario en siete años.

A la semana siguiente, veté la propuesta de ley republicana de reforma de la asistencia social, porque no hacía lo suficiente para incentivar a la gente a prescindir de las ayudas y a buscar trabajo; también perjudicaba demasiado a los más desfavorecidos y a sus hijos. La primera vez que veté la propuesta de reforma de la asistencia social, esta formaba parte del presupuesto. Ahora se habían limitado a agrupar una serie de recortes presupuestarios y etiquetarlos como una «reforma de la asistencia social». Mientras, Donna Shalala y yo habíamos avanzado mucho en nuestra propia reforma del sistema de asistencia social. Habíamos otorgado cincuenta permisos a treinta y siete estados distintos para que promovieran iniciativas en pro del trabajo y de la familia. El 73 por ciento de los norteamericanos que recibían ayudas quedaban cubiertos por estas reformas y los subsidios caían en picado.

Cuando faltaba poco para el discurso del Estado de la Unión del día 23, parecía que hacíamos progresos para alcanzar un acuerdo presupuestario, de modo que en el discurso me dediqué a tratar de establecer un diálogo con los republicanos, reagrupar a los demócratas y explicar al pueblo norteamericano mi posición tanto en el debate presupuestario como en la cuestión más amplia que presentaba la lucha por el presupuesto: ¿cuál era el papel adecuado del gobierno en la era de la información global? El tema principal del discurso fue que «la era de una estructura gubernamental grande ha terminado. Pero no podemos volver al tiempo en que los ciudadanos tenían que arreglárselas solos». Esa formulación reflejaba mi filosofía de abandonar el gobierno burocrático, al tiempo que impulsaba un «gobierno de capacitación», creativo y orientado hacia el futuro. También describía bastante fielmente nuestras políticas económicas y sociales, y la iniciativa «Rego» de Al Gore. Para entonces mi argumentación estaba respaldada por el éxito de nuestra política económica: se habían creado más de ocho millones de nuevos puestos de trabajo desde la investidura y, desde hacía tres años, se habían fundado un número récord de nuevas empresas. Los fabricantes de automóviles de Estados Unidos estaban vendiendo incluso más que sus competidores japoneses en nuestro país por primera vez desde los años setenta.

Después de ofrecerme de nuevo para colaborar con el Congreso para equilibrar el presupuesto en siete años y aprobar la reforma de la asistencia social, esbocé un programa legislativo sobre las ayudas a las familias y a la infancia, la educación y la sanidad; también me referí a la lucha contra el crimen y las drogas; hice hincapié en aplicar programas asequibles que reflejaran los valores tradicionales norteamericanos y en la idea de la capacitación ciudadana: el chip para que los padres pudieran vigilar las emisiones televisivas, las escuelas públicas concertadas, la libertad de elección de escuelas y los uniformes escolares. También nombré al general Barry McCaffrey para que fuera el nuevo zar de las drogas de Estados Unidos. En ese momento, McCaffrey era comandante en jefe del Centro de Mando del Sur, donde había luchado por detener la entrada de cocaína a Estados Unidos desde Colombia y desde otros países.

El momento más memorable de la tarde llegó cerca del final del discurso cuando, como de costumbre, presenté a las personas que estaban sentadas en la tribuna de la primera dama, junto con Hillary. La primera persona que mencioné era Richard Dean, un veterano del Vietnam de cuarenta y nueve años que había trabajado en la Administración de la Seguridad Social durante veintidós años. Cuando dije al Congreso que él había estado en el edificio Murrah de Oklahoma cuando estalló la bomba y que había arriesgado su vida volviendo a entrar cuatro veces para salvar la vida de tres mujeres, el Congreso en pleno se levantó para aplaudirle durante un buen rato; los republicanos eran los que le vitoreaban más fuerte. Luego llegó la puntilla. Cuando se apagaron los aplausos, continué: «Pero la historia de Richard Dean no acaba aquí. Este pasado noviembre, le echaron de su oficina cuando el gobierno cerró. Y la segunda vez que cerró, él siguió ayudando a los ciudadanos que recibían subsidios de la seguridad social, pero trabajaba sin paga. En nombre de Richard Dean… les pido, a todos los presentes en esta cámara, que nunca volvamos a cerrar las oficinas del gobierno federal».

Esta vez los demócratas, eufóricos, lideraron el aplauso. Los republicanos eran conscientes de que habían caído en la trampa y se mostraban taciturnos. Pensé que ya no tendría que preocuparme de un posible tercer cierre del gobierno; ahora sus consecuencias tenían un rostro humano y heroico.

Los puntos de inflexión como estos no suceden por accidente. Cada año utilizamos el discurso del Estado de la Unión como una herramienta de organización; el gabinete y el equipo piensan nuevas ideas y medidas políticas y luego trabajan duro para hallar el mejor modo de presentarlas. El día del discurso hicimos varios ensayos en la sala de proyección que se encuentra entre la residencia y el Ala Este. La Agencia de Comunicaciones de la Casa Blanca, que también graba todas mis declaraciones públicas, montó un TelePrompTer y una tribuna y algunos miembros del personal se turnaron durante el día, en un proceso informal organizado por mi director de Comunicaciones, Don Baer. Todos colaboramos; escuchábamos cada frase, imaginábamos cómo la recibirían el Congreso y el país y mejorábamos la alocución.

Habíamos derrotado a la filosofía que subyacía tras el «Contrato con América», al vencer en el debate sobre el cierre del gobierno. Ahora el discurso ofrecía una filosofía de gobierno alternativa, y gracias a Richard Dean, demostramos que los empleados federales eran buena gente que rendía un valioso servicio. No era muy distinto de lo que llevábamos mucho tiempo afirmando, pero después del cierre, millones de norteamericanos lo oyeron y lo comprendieron por primera vez.

Empezamos el año ocupándonos de la política exterior; Warren Christopher organizó unas negociaciones entre israelíes y sirios en la plantación Wye River, en Maryland. Luego, el 12 de enero, volé durante la noche hacia la base aérea estadounidense de Aviano, en Italia, que había sido el centro de nuestras operaciones aéreas de la OTAN en Bosnia. Allí subí a un avión de transporte C-17 nuevo, para realizar el viaje hasta la base aérea de Taszar, en Hungría, desde donde nuestras tropas se desplegaban hacia Bosnia. En 1993, yo había luchado para evitar que el modelo C-17 se eliminara durante el recorte de gastos de Defensa. Era un avión asombroso, con una notable capacidad de carga y podía operar en condiciones muy difíciles. La misión bosnia utilizaba doce aparatos C-17 y yo tenía que volar en uno hasta Tuzla; el Air Force One habitual, un Boeing 747, era demasiado grande.

Después de reunirme con el presidente húngaro Arpad Goncz, y de ver a nuestros soldados en Taszar, volé hacia Tuzla, en el noreste de Bosnia, la zona de la cual Estados Unidos era responsable. En menos de un mes, y a pesar de las tremendas condiciones meteorológicas, siete mil soldados y más de dos mil vehículos blindados habían cruzado el río Sava, que se había desbordado, para llegar hasta sus puestos de vigilancia.

Habían conseguido que un campo de aviación provisional, sin luces ni equipo de navegación, funcionara perfectamente las veinticuatro horas del día. Agradecí su esfuerzo a los soldados; luego, le entregué personalmente un regalo de cumpleaños a un coronel cuya esposa me había pedido este favor durante mi parada en Aviano. Me reuní con el presidente Izetbegovic y luego volé a Zagreb, Croacia, para ver al presidente Tudjman. Ambos estaban satisfechos con la puesta en práctica del acuerdo de paz hasta la fecha, y contentos de que el ejército estadounidense formara parte de la iniciativa.

Llegué a Washington al final de un día que había sido muy largo, pero importante. Nuestros soldados participaban en el primer despliegue de tropas que hacía la OTAN más allá de las fronteras de sus miembros. Cooperaban y trabajaban junto a sus enemigos de la Guerra Fría: Rusia, Polonia, la República Checa, Hungría y las repúblicas bálticas. Su misión era crucial para sentar las bases de una Europa unida y, sin embargo, recibía críticas por doquier, en el Congreso y en todas las cafeterías de Estados Unidos. Los soldados al menos tenían derecho a saber por qué estaban en Bosnia y lo mucho que yo les apoyaba.

Dos semanas más tarde la Guerra Fría siguió desvaneciéndose en el pasado, cuando el Senado ratificó el tratado START II, que el presidente Bush había negociado y presentado a dicha cámara tres años atrás, poco antes de acabar su mandato. Junto con el tratado START I, que habíamos empezado a poner en marcha en diciembre de 1994, START II tenía previsto eliminar dos tercios de los arsenales nucleares que Estados Unidos y la ex Unión Soviética habían mantenido en el apogeo de la Guerra Fría, incluidas las armas nucleares más mortíferas, los misiles balísticos intercontinentales de cabezas múltiples.

Además de START I y II, habíamos firmado un acuerdo para congelar el programa nuclear de Corea del Norte y liderado el esfuerzo para que el Tratado de No Proliferación Nuclear fuera permanente. También tratábamos de garantizar la seguridad y en última instancia desmantelar las armas y materiales nucleares según el programa Nunn-Lugar. En mi felicitación al Senado por la ratificación del START II, pedí que siguieran haciendo de Estados Unidos un lugar más seguro y aprobaran la Convención de Armas Químicas, así como mi legislación antiterrorista.

El 30 de enero, el primer ministro Victor Chernomyrdin, de Rusia, vino a la Casa Blanca para reunirse por sexta vez con Al Gore. Una vez terminaron sus asuntos de la comisión, Chernomyrdin se entrevistó conmigo para informarme de los acontecimientos que tenían lugar en Rusia y de las perspectivas de Yeltsin acerca de la reelección. Justo antes de nuestra reunión, hablé con el presidente Suleiman Demiral y con la primera ministra Tansu Ciller, de Turquía. Me dijeron que Turquía y Grecia estaban al borde del conflicto militar y me imploró que lo impidiera. Estaban a punto de entrar en guerra a causa de dos pequeños islotes del mar Egeo, que los griegos llamaban Imia y los turcos Kardak. Ambos países los reclamaban, pero aparentemente Grecia los había adquirido mediante un tratado con Italia, en 1947. Turquía negaba la validez de la reclamación griega. No había habitantes en los islotes, aunque los turcos a menudo navegaban hasta uno de ellos, el mayor, para hacer excursiones. La crisis se desencadenó cuando algunos periodistas turcos destrozaron una bandera griega y colocaron una turca en su lugar.

Era impensable que dos grandes países con un conflicto real, como era Chipre, fueran de veras a la guerra por cuatro hectáreas de islotes rocosos en los que solo pastaban una docena de ovejas, pero me di cuenta de que Ciller realmente temía que sucediera. Interrumpí la reunión con Chernomyrdin para que me informaran; después hice algunas llamadas, al primer ministro griego Konstandinos Simitis, luego al presidente turco Demiral y de nuevo a Ciller. Después de las conversaciones con unos y otros, ambas partes acordaron no atacar; Dick Holbrooke, que ya estaba trabajando en Chipre, se quedó despierto toda la noche para que los dos países resolvieran el problema mediante la diplomacia. No podía evitar reír para mis adentros, ante la consoladora idea de que tanto si conseguía la paz en Oriente Próximo, Bosnia o Irlanda del Norte, como si no, al menos había salvado algunas ovejas egeas.

Justo cuando pensaba que las cosas no podían ponerse más delirantes en el caso de Whitewater, lo hicieron. El 4 de enero, Carolyn Huber encontró copias de las facturas de Hillary acerca del trabajo que el bufete Rose había realizado para la Madison Guaranty en 1985 y 1986. Carolyn había sido nuestra asistente en la mansión del gobernador y había venido a Washington para ayudarnos con nuestros papeles personales y con la correspondencia. Ya había ayudado a David Kendall a entregar más de cincuenta mil páginas de documentación a la oficina del fiscal independiente pero, por algún motivo, esta copia de las facturas no se encontraba entre ellos. Carolyn la encontró en una caja que ella llevó a su despacho el agosto anterior y que estaba en el almacén de archivos en el tercer piso de la residencia. Al parecer, la copia se había hecho durante la campaña de 1992; había anotaciones de Vince Foster, porque era quien llevaba las relaciones con la prensa del bufete Rose en aquel momento.

Desde fuera debió de parecer sospechoso. ¿Por qué aparecían las facturas después de tanto tiempo? Si hubieran visto el desordenado montón de papeles que trajimos de Arkansas, nadie se hubiera sorprendido. De hecho estoy asombrado de que fuéramos capaces de localizar tanto material a tiempo. En cualquier caso, Hillary estaba contenta de que hubiéramos encontrado esos documentos, pues demostraban su afirmación de que apenas había trabajado para la Madison Guaranty. En pocas semanas, la CRF emitió un informe que decía lo mismo.

Pero no fue así como lo pintó el fiscal independiente, los republicanos del Congreso y los periodistas que cubrían la información de Whitewater. En su columna del New York Times, William Safire llamó a Hillary una «mentirosa congénita». Llamaron a Carolyn Huber a testificar para el Congreso ante el comité de Al D'Amato, el 18 de enero. Y el día 26, Kenneth Starr citó a Hillary para que declarara ante el gran jurado; el interrogatorio duró cuatro horas.

La citación de Starr fue un vil truco publicitario. Habíamos entregado los documentos voluntariamente en cuanto los descubrimos y estos demostraban la veracidad de las declaraciones de Hillary. Si Starr tenía más preguntas podría haber venido a la Casa Blanca y hacérnoslas, como había hecho tres veces anteriormente, en lugar de hacer comparecer a la primera dama ante un gran jurado. En 1992, el abogado de la Casa Blanca del presidente Bush, Boyden Gray, había retenido el diario de su jefe durante más de un año, hasta pasadas las elecciones, en lo que constituía una violación directa de una citación del fiscal del caso Irán-Contra. Nadie llevó a Gray o a Bush ante un gran jurado, y el clamor de la prensa no fue ni una mínima parte del que había ahora.

Me preocupaban más los ataques contra Hillary que los que iban dirigidos contra mí. Puesto que no podía detenerlos, todo lo que podía hacer era estar a su lado y decirle a la prensa que Estados Unidos sería un lugar mejor «si todo el mundo en este país tuviera la fuerza de carácter que mi mujer tiene». Hillary y yo le explicamos a Chelsea qué sucedía; no le gustó pero pareció tomárselo con calma. Ella conocía a su madre mucho mejor que sus asaltantes.

Aun así, aquello nos afectaba a todos. Hacía meses que yo luchaba por no dejar que mi ira interfiriera en mi trabajo, mientras me dedicaba a librar la batalla presupuestaria, me ocupaba de Bosnia, Irlanda del Norte y recibía la noticia de la muerte de Rabin. Pero había sido muy duro; ahora también sentía ansiedad por Hillary y Chelsea. También me preocupaba toda la gente a la que arrastraban a las sesiones de los comités y quedaba atrapada en la red de Starr; además de los perjuicios emocionales y económicos que esto les causaba.

Cinco días después de que entregáramos los documentos, Hillary tenía previsto conceder una entrevista a Barbara Walters para hablar de su nuevo libro, Es labor de toda la aldea. En lugar de eso, la entrevista se concentró en las facturas que habían aparecido. Es labor de toda la aldea se convirtió en un best seller de todos modos. Hillary se embarcó en un valiente viaje por todo el país para promocionar el libro; encontró legiones de norteamericanos que le daban muestras de amabilidad, de apoyo y a los que les importaban más sus palabras acerca de la mejora de las condiciones de la infancia que lo que Ken Starr, Al D'Amato, William Safire y sus compinches tenían que decir sobre ella.

Esos hombres parecían pasárselo de miedo atacando sin cesar a Hillary. Mi único consuelo era la absoluta certeza, basada en veinticinco años de estrecha observación, de que ella era mucho más dura de lo que ellos jamás podrían llegar a ser. A algunos hombres no les gusta eso en una mujer, pero es una de las razones por las que yo la amaba.

A principios de febrero, cuando la campaña presidencial se puso en marcha, volví a New Hampshire para destacar tanto el impacto positivo de las medidas políticas que había aplicado allí como mi compromiso de no olvidarme del estado después de salir elegido. Aunque no tenía ningún oponente en las primarias, quería ganar en New Hampshire en noviembre y tenía que enfrentarme a la cuestión que en mi opinión podía impedir que lo consiguiera: las armas.

Un sábado por la mañana, fui a una cafetería en Manchester llena de hombres que eran cazadores de ciervos y miembros de la ANR. Espontáneamente, les dije que sabía que habían defenestrado a su congresista demócrata, Dick Swett, en 1994, porque él votó a favor de la Ley Brady y de la prohibición de armas de asalto. Algunos de ellos asintieron. Aquellos cazadores eran buena gente pero la ANR los tenía asustados. Yo pensaba que, en 1996, volverían a tomar una decisión precipitadamente si nadie les explicaba la otra parte del argumento, en un lenguaje que pudieran comprender. De modo que lo intenté: «Sé que la ANR les convenció para que votaran en contra del congresista Swett. Ahora, quiero que también voten en mi contra si han perdido un día de caza, o tan solo una hora, por culpa de la ley Brady o de la prohibición contra las armas de asalto, porque yo le pedí que apoyara esas leyes. Por otra parte, si no fue así, entonces no les contaron la verdad y tienen que vengarse por lo que les hicieron».

Pocos días más tarde, en la Biblioteca del Congreso, firmé la Ley de Telecomunicaciones, una amplia actualización de la legislación relativa a una industria que ya era una sexta parte de nuestra economía. La ley aumentaba la competencia, la innovación y el acceso a lo que Al Gore había bautizado «las autopistas de la información». Habíamos pasado algunos meses de tira y afloja acerca de complejos temas económicos; los republicanos favorecían una mayor concentración de la propiedad en los medios de comunicación y el mercado de las telecomunicaciones, mientras que la Casa Blanca y los demócratas apoyaban más competencia, especialmente en los servicios de telefonía locales y a larga distancia. Al Gore llevó la negociación en nombre de la Casa Blanca y el portavoz Gingrich se instaló en su faceta positiva de emprendedor, por lo que llegamos a lo que yo pensé que era un compromiso justo; al final la ley se aprobó casi por unanimidad. También incluía el requisito de que los nuevos televisores llevaran incorporado el chip V, que yo había defendido en la conferencia familiar anual de los Gore, para permitir que los padres pudieran controlar los programas que sus hijos veían. Hacia finales de mes, los ejecutivos de la gran mayoría de cadenas de televisión acordaron incluir un sistema de calificación por edades en sus programas para 1997. Aún más importante, la ley fijaba la obligación de que hubiera acceso a internet a bajo coste en escuelas, bibliotecas y hospitales. La llamada tasa E permitiría ahorrar a las instituciones públicas casi 2.000 millones de dólares anuales.

Al día siguiente, la rosa irlandesa se marchitó cuando Gerry Adam me llamó para decirme que el IRA había puesto fin a la tregua, supuestamente a causa de las reticencias de John Major y los unionistas, que ralentizaban el proceso al insistir en que el IRA entregara sus armas a cambio de la participación del Sinn Fein en la vida política de Irlanda del Norte. Más tarde, ese mismo día explotó una bomba en el Canary Wharf de Londres.

El IRA mantuvo el conflicto abierto durante más de un año, con un gran coste para ellos. Aunque mataron a dos soldados y a dos civiles, e hirieron a muchos más, sufrieron las bajas de dos agentes del IRA, la desmantelación de su equipo de explosivos en Gran Bretaña y el arresto de un gran número de miembros del IRA en Irlanda del Norte. Hacia finales de mes, se celebraban vigilias por la paz en toda Irlanda del Norte, donde los ciudadanos de a pie manifestaban su permanente apoyo a la paz. John Major y John Bruton dijeron que reanudarían las negociaciones con el Sinn Fein si el IRA volvía a declarar la tregua. Con el apoyo de John Hume, la Casa Blanca decidió mantener contacto con Adams, a la espera del momento en que la marcha hacia la paz pudiera reemprenderse.

El proceso de paz en Oriente Próximo también se vio amenazado a finales de febrero, cuando dos bombas de Hamas mataron a veintiséis personas. Se avecinaban elecciones en Israel y supuse que Hamas trataba de perjudicar al primer ministro Peres y provocar a los israelíes para que eligieran a un gobierno de línea dura que no quisiera la paz con la OLP. Presionamos a Arafat para que hiciera más por impedir los actos terroristas. Como le había dicho cuando firmamos el acuerdo original, en 1993, ya no podría volver a ser el palestino más militante; si trataba de poner un pie en el campo de la paz y conservar el otro en el del terrorismo al final solo redundaría en su propio perjuicio.

También tuvimos problemas más cerca de Estados Unidos, cuando Cuba disparó contra dos aviones civiles, propiedad del grupo anticastrista Hermanos al Rescate y mató a cuatro hombres. Castro se la tenía jurada a ese grupo por los panfletos críticos que habían dejado caer en La Habana en el pasado. Cuba afirmó que había derribado los aviones en su espacio aéreo. No era verdad, pero aunque lo fuera, los ataques seguían siendo una violación del derecho internacional.

Suspendí los vuelos chárter a Cuba y restringí los viajes de los funcionarios cubanos a Estados Unidos. También amplié la difusión de Radio Martí, que mandaba a Cuba mensajes en pro de la democracia por las ondas y pedí al Congreso que autorizara dar compensaciones a las familias de los hombres asesinados, que sacaríamos de los productos cubanos bloqueados por el embargo estadounidense. Madeleine Albright solicitó a Naciones Unidas que impusiera sanciones, diciéndoles que aquel ataque reflejaba cobardía, «y no cojones».* Ella fue a Miami para pronunciar un encendido discurso ante la comunidad cubanoamericana. Sus comentarios de macho la convirtieron en una heroína entre los cubanos del sur de Florida.

*Albright dijo la palabra en español (N. de la T.)

También acepté firmar una versión de la Ley Helms-Burton que endurecía el embargo contra Cuba y limitaba la autoridad del presidente para levantarlo sin la aprobación del Congreso. Apoyar esa ley era positivo para Florida teniendo en cuenta que era año de elecciones, pero anulaba cualquier posibilidad, si ganaba un segundo mandato, de levantar el embargo a cambio de que Cuba hiciera gestos positivos. Casi parecía que Castro trataba de obligarnos a mantener el embargo para tener una excusa por el fracaso económico de su régimen. Si no era ese el objetivo entonces Cuba había cometido un error colosal. Más tarde recibí un mensaje de Castro, indirectamente por supuesto, en el que decía que derribar los aviones había sido un error. Al parecer, con anterioridad había dado órdenes de disparar sobre cualquier avión que violara el espacio aéreo cubano, y no las había anulado cuando los cubanos se enteraron de que se acercaban los aviones de los Hermanos al Rescate.

Durante la última semana del mes, después de visitar las zonas devastadas por las recientes inundaciones de Washington, Oregón, Idaho y Pennsylvania, me reuní con el nuevo primer ministro japonés en Santa Mónica, California. Ryutaro Hashimoto había sido el homólogo de Mickey Kantor antes de convertirse en jefe de Estado del gobierno japonés. Gran aficionado al kendo, un arte marcial japonés, Hashimoto era inteligente, duro y disfrutaba con todo tipo de combates. Pero también era un hombre con el que podíamos colaborar; él y Kantor habían cerrado veinte acuerdos comerciales, nuestras exportaciones a Japón habían subido al 80 por ciento y nuestro déficit bilateral había descendido durante tres años consecutivos.

El mes terminó con acontecimiento feliz; Hillary y yo celebramos el dieciséis cumpleaños de Chelsea y la llevamos a ver Les Misérables en el Teatro Nacional. Luego fletamos un autobús e invitamos a sus amigas a un fin de semana en Camp David. Nos gustaban todas las amigas de Chelsea y nos encantaba verlas divertirse disparándose balas de pintura en los bosques, jugar a los bolos y a otros juegos y, en definitiva, comportándose como niñas cuyos años en el instituto estaban llegando a su fin. La mejor parte del fin de semana, para mí, fue cuando le di a Chelsea una clase de conducir por el complejo de Camp David. Lo echaba mucho de menos y quería que Chelsea lo disfrutara y lo hiciera con precaución y habilidad.

El proceso de paz de Oriente Próximo se vio de nuevo agitado durante las primeras semanas de marzo, cuando en días sucesivos, estallaron una serie de bombas de Hamas en Jerusalén y Tel Aviv, y se cobraron la vida de más de treinta personas e hirieron a muchas más. Entre los muertos había niños, una enfermera palestina que vivía y trabajaba entre sus amigos judíos y dos jóvenes norteamericanas. Me reuní con sus familias en New Jersey; me conmovió profundamente su firme compromiso por la paz como la única vía para evitar que más niños murieran en el futuro. En un discurso televisado para el pueblo de Israel, declaré lo obvio, que los actos terroristas estaban «no solamente destinados a matar a gente inocente, sino también a matar la naciente esperanza por la paz en Oriente Próximo».

El 12 de marzo, el rey Hussein de Jordania viajó conmigo en el Air Force One hacia la cumbre por la paz organizada por el presidente Mubarak en Sharm el-Sheikh, un bello centro de vacaciones en el mar Rojo al que solían acudir los aficionados europeos al submarinismo. Hussein había venido a verme a la Casa Blanca unos días atrás para condenar los atentados de Hamas y estaba decidido a unir al mundo árabe a favor de la causa de la paz. Realmente disfruté del largo viaje en su compañía. Siempre nos habíamos llevado muy bien, pero nos convertimos en amigos y aliados más cercanos después del asesinato de Rabin.

Los dirigentes de veintinueve naciones del mundo árabe, de Europa, de Asia y de Norteamérica, entre ellos Boris Yeltsin y el secretario general de Naciones Unidas, Boutros Boutros-Ghali, se sumaron a Peres y Arafat en la cumbre de Sharm el-Sheikh. El presidente Mubarak y yo fuimos los organizadores de la reunión. Tanto nosotros como nuestros equipos habían trabajado día y noche para asegurarse de que saldríamos de la conferencia con el compromiso claro y concreto de luchar contra el terror y preservar el proceso de paz.

Por primera vez, el mundo árabe estuvo al lado de Israel, condenó el terror y prometió luchar contra él. El frente unido era esencial para que Peres contara con el apoyo necesario para mantener el proceso de paz en marcha y reabrir las fronteras de Gaza, con el fin de que los miles de palestinos que vivían allí, pero que tenían empleos en Israel, pudieran volver a sus trabajos. También era necesario respaldar a Arafat para que emprendiera un gran esfuerzo contra los terroristas, sin el cual se desvanecería el apoyo de Israel a la paz.

El día 13, volé a Tel Aviv para hablar de los pasos específicos que Estados Unidos podía hacer para ayudar a la policía y al ejército israelíes. En una reunión con el primer ministro Peres y con su gabinete, me comprometí a entregarles 100 millones de dólares como medida de apoyo; también pedí a Warren Christopher y al director de la CIA, John Deutch, que se quedaran en Israel para acelerar la implementación de nuestros esfuerzos conjuntos. En la conferencia de prensa que celebré con Peres tras nuestra reunión, reconocí lo dificil que era proporcionar una protección total contra «hombres jóvenes que se han creído una versión apocalíptica del Islam y contra una situación política que les lleva a atarse bombas al cuerpo», con el fin de suicidarse y matar a niños inocentes. Pero dije que podíamos mejorar nuestra capacidad de prevención de dichos actos y desmantelar las redes de financiación y de apoyo nacional que los hacían posibles. También aproveché la ocasión para instar al Congreso a que aprobara la legislación antiterrorista que llevaba congelada más de un año.

Después de la conferencia de prensa y de una sesión de preguntas y respuestas con jóvenes estudiantes israelíes de Tel Aviv, me reuní con el líder del partido del Likud, Benjamin Netanyahu. Las bombas de Hamas habían aumentado las probabilidades de una victoria del Likud en las elecciones que se avecinaban. Yo quería que Netanyahu supiera que si él ganaba, colaboraría con él en la lucha contra el terror, pero también quería que se comprometiera con el proceso de paz.

No podía volver a casa sin viajar al monte Herzl para visitar la tumba de Rabin. Me arrodillé, recé una oración y, siguiendo la costumbre judía, coloqué una piedrecita en la lápida de mármol de Yitzhak. También me llevé conmigo a casa un pequeño guijarro del suelo que había al lado de la tumba, como recuerdo de mi amigo y de la labor que él me había dejado en herencia.

Mientras yo seguía preocupado con el problema en Oriente Próximo, China agitó las aguas del estrecho de Taiwan disparando tres misiles «de prueba» cerca de esta isla, al parecer para intentar disuadir a los políticos taiwaneses de reclamar la independencia en la campaña electoral que estaba en marcha. Desde que el presidente Carter normalizó las relaciones con la China continental, Estados Unidos había seguido una política coherente de reconocimiento de «una sola China», al tiempo que mantenía buenas relaciones con Taiwan y afirmaba que ambas partes debían resolver sus diferencias pacíficamente. Jamás habíamos dicho nada de salir en defensa, o no, de Taiwan en caso de que fuera atacado.

Me parecía que los problemas de política exterior que constituían Oriente Próximo y Taiwan eran polos opuestos. Si los dirigentes políticos no actuaban en Oriente Próximo, las cosas se pondrían peor. Por el contrario, yo pensaba que si los políticos chinos y taiwaneses no cometían ninguna tontería, el problema se resolvería por sí solo con el tiempo. Taiwan era un motor económico que había pasado de la dictadura a la democracia. No quería en absoluto el comunismo burocrático de la China continental. Por otra parte, las inversiones de los empresarios taiwaneses en China eran considerables y había muchos intercambios en ambos sentidos. A China le interesaba recibir las inversiones taiwanesas pero no podía aceptar abandonar su exigencia de soberanía sobre la isla. Para los dirigentes chinos, hallar el punto de equilibrio entre el pragmatismo económico y el nacionalismo agresivo era un constante reto, especialmente durante la época electoral en Taiwan. Mi opinión era que China había ido demasiado lejos con sus pruebas de misiles y, rápida pero discretamente, ordené que un grupo de portaaviones de la Marina estadounidense del Pacífico se dirigiera hacia el estrecho de Taiwan. La crisis pasó.

Después de un principio algo inestable en febrero, Bob Dole ganó todas las primarias republicanas en marzo y cerró la nominación de su partido con una victoria a finales de mes en California. Aunque el senador Phil Gramm, que se había presentado contra Dole y cuyas posiciones eran aún más de derechas, hubiera sido un rival más fácil, yo apostaba por Dole. Ninguna elección es segura y, si yo perdía, creía que el país estaría en manos más firmes y moderadas con él.

Mientras Dole avanzaba hacia la nominación, yo hacía campaña en diversos estados, incluido un acto en Maryland con el general McCaffrey y Jesse Jackson para destacar nuestros esfuerzos para poner freno al consumo de drogas entre los jóvenes; también hice una parada en Harman International, un fabricante de altavoces de primera calidad en Northridge, California, para anunciar que la economía había generado 8,4 millones de empleos en cuatro años. Las rentas de la clase media también empezaban a subir. En los dos últimos años, dos tercios de los puestos de trabajo que se habían creado se encontraban en sectores que pagaban sueldos superiores al salario mínimo.

Durante aquel mes, no llegamos a ningún acuerdo sobre las leyes de asignaciones presupuestarias pendientes, de modo que firmé tres RP más y envié mi presupuesto para el siguiente año fiscal a Capitol Hill. Mientras, la Cámara continuó cercana a la ANR y votó para revocar la prohibición de armas de asalto y para eliminar de la legislación antiterrorista algunos puntos contra los que el grupo de presión que estaba a favor de las armas se oponía.

A finales de mes, inicié un esfuerzo para acelerar la aprobación de fármacos contra el cáncer por parte de la Administración de Fármacos y Alimentos. Al Gore, Donna Shalala y el administrador de la AFA, David Kessler, habían trabajado mucho para reducir la duración del proceso de aprobación medio de nuevos fármacos, de treinta y nueve meses, en 1987, a solo un año en 1994. La última aprobación de un fármaco contra el SIDA se emitió en solo cuarenta y dos días. Era importante para la AFA determinar el modo en que los medicamentos afectarían al cuerpo antes de aprobarlos, pero el proceso debía ser tan rápido como la seguridad lo permitiera; había vidas en juego.

Finalmente, el 29 de marzo, ocho meses después de que Bob Rubin y yo lo hubiéramos solicitado por primera vez, firmé una ley para subir el límite de la deuda. La espada de Damocles del impago ya no pendía sobre nuestras negociaciones presupuestarias.

El 3 de abril, en la primavera florida en Washington, yo trabajaba en el Despacho Oval cuando me llegó un mensaje de que el avión de las fuerzas aéreas que llevaba a Ron Brown y a una delegación comercial y de inversión estadounidense que él había organizado para aumentar los beneficios económicos de la paz en los Balcanes, se había encontrado con mal tiempo, había perdido el rumbo y había chocado contra la montaña de San Juan, cerca de Dubrovnik, en Croacia. Todos los que estaban a bordo murieron. Apenas hacía una semana, en su viaje a Europa, Hillary y Chelsea habían viajado en el mismo avión, junto con algunos miembros de la misma tripulación.

Yo estaba destrozado. Ron era amigo mío y mi mejor asesor político en el gabinete. Como presidente del CDN, supo reflotar al Partido Demócrata después de nuestra derrota en 1988 y desempeñó un papel clave en la unión de los demócratas para las elecciones de 1992. Después de la pérdida de escaños en el Congreso, en 1994, Ron había conservado su optimismo y había animado a todo el mundo con su predicción llena de confianza de que estábamos haciendo lo correcto en el plano económico y de que ganaríamos en 1996. Había revitalizado el Departamento de Comercio y modernizado el sistema burocrático; había utilizado el Departamento no solo para alcanzar nuestros objetivos económicos, sino también en beneficio de nuestros intereses más amplios en los Balcanes e Irlanda del Norte. También había trabajado mucho para aumentar las exportaciones norteamericanas a los «mercados emergentes», naciones que sin duda crecerían en el siglo XXI, incluidas Polonia, Turquía, Brasil, Argentina, Sudáfrica e Indonesia. Después de su muerte recibí una carta de un empresario que había trabajado con él; me decía que era el «mejor secretario de Comercio que Estados Unidos ha tenido jamás».

Hillary y yo condujimos a casa de Ron para ver a su esposa Alma, a sus hijos, Tracey y Michael, y a la esposa de éste, Tammy. Formaban parte de nuestro clan familiar y me alivió verlos rodeados de amigos que les querían y haciendo frente a la muerte de Ron recordando anécdotas e historias del pasado. Había muchas que valía la pena repetir, sobre el largo viaje que había emprendido desde el hogar de su infancia, el viejo hotel Teresa, en Harlem, hasta la cumbre de la política norteamericana y del servicio público.

Cuando dejamos a Alma, fuimos al centro, al Departamento de Comercio para hablar con los empleados, que habían perdido a un líder y a un amigo. Uno de los fallecidos en el accidente era un joven que Hillary y yo conocíamos bien. Adam Darling era el hijo idealista y valiente de un ministro metodista, que había llegado a nuestras vidas en 1992, cuando fue noticia a causa de su viaje en bicicleta por Norteamérica en apoyo de la candidatura Clinton-Gore.

Al cabo de unos días, apenas dos semanas después del primer aniversario de la bomba en Oklahoma, Hillary y yo plantamos un seto de flores en el jardín posterior de la Casa Blanca en memoria de Ron y de los otros norteamericanos que habían muerto en Croacia. Luego volamos a Oklahoma para inaugurar una nueva guardería, que sustituía a la que desapareció con la explosión, y visitamos a las familias de las víctimas que se encontraban allí. En la Universidad de Central Oklahoma, en la cercana Edmond, dije a los estudiantes que, aunque habíamos capturado a más terroristas en los últimos tres años que en toda nuestra historia, el terror exigía que hiciéramos más: era la amenaza de su generación, al igual que la guerra nuclear había sido la de los que crecimos durante la Guerra Fría.

La tarde siguiente realizamos un triste viaje a la base aérea de Dover, en Delaware, donde Estados Unidos lleva de vuelta a casa a los que han muerto durante el cumplimiento de su deber para la nación. Después de que bajaran solemnemente los ataúdes del avión, leí los nombres de todos los fallecidos en el avión de Ron Brown y recordé a los asistentes que el día siguiente era Pascua, que para los cristianos marca el paso de la pérdida y la desesperación a la esperanza y la redención. La Biblia dice: «Aunque lloramos durante la noche, la alegría vendrá en la mañana». Tomé ese versículo como tema de mi panegírico a Ron, el 10 de abril en la Catedral Nacional, porque para todos los que lo conocimos, Ron siempre fue nuestra alegría en la mañana. Miré su ataúd y dije: «Quiero decirle a mi amigo por última vez: Gracias. Si no fuera por ti, hoy no estaría aquí».

Enterramos a Ron en el cementerio nacional de Arlington. Yo estaba tan agotado y triste después de aquella terrible tragedia que apenas podía tenerme en pie. Chelsea, ocultando sus lágrimas detrás de las gafas de sol, me abrazó y yo apoyé mi cabeza en su hombro.

Durante la espantosa semana que transcurrió entre el accidente y el funeral, traté de seguir con mis funciones lo mejor que pude. Primero, firmé la nueva ley sobre granjas. Dos semanas atrás, había firmado una serie de medidas legislativas que mejoraban el sistema crediticio para las granjas y así proporcionaban la posibilidad de obtener más préstamos a intereses menores a los granjeros. Pese a que opinaba que la nueva ley aún no ofrecía una red de seguridad adecuada para las granjas familiares, la firmé de todos modos porque si la actual ley expiraba y todavía no se había reemplazado, los granjeros tendrían que plantar sus cosechas totalmente desamparados y sin el apoyo del programa que se instauró en 1948. Además, la ley contenía muchas medidas que yo apoyaba: mayor flexibilidad para que los granjeros escogieran qué plantar sin por ello perder las ayudas; financiación para el desarrollo económico de las comunidades rurales; fondos para ayudar a los granjeros a prevenir la erosión del suelo, y la contaminación del agua y del aire, así como la pérdida de pantanos. También incluía 200 millones de dólares para empezar a trabajar en una de mis prioridades medioambientales, la restauración de las Everglades de Florida, que estaban enormemente dañadas a causa del desarrollo urbano extensivo y del cultivo de caña de azúcar.

El día 9 firmé una nueva ley que otorgaba al presidente una capacidad de veto parcial. La mayoría de gobernadores poseían esa autoridad y todos los presidentes, desde Ulysses Grant, en 1869, la habían perseguido. La cláusula también formaba parte del «Contrato con América» de los republicanos, que yo había apoyado en mi campaña de 1992. Estaba complacido porque finalmente se hubiera aprobado; pensaba que su principal utilidad residía, principalmente, en la capacidad de negociación que daba al presidente para impedir que se incluyeran partidas despilfarradoras en el presupuesto. Firmar la ley tenía una desventaja importante: el senador Robert Byrd, la autoridad más respetada en el Congreso sobre la Constitución, la consideraba una infracción inconstitucional y una intromisión del Ejecutivo en el Legislativo. Byrd rechazaba el veto parcial con una pasión que la mayoría de la gente reserva para los agravios personales; no creo que jamás me perdonara haber firmado esa ley.

El día de la misa fúnebre de Ron Brown, veté una ley que prohibía un procedimiento que sus defensores llamaban aborto de «nacimiento parcial». La legislación tal y como la describían sus impulsores antiabortistas era muy popular, pues prohibía un tipo de interrupción del embarazo que parecía tan despiadada y cruel que muchos ciudadanos que estaban a favor de la elección de la mujer también lo estaban de esta prohibición. Era un poco más complicado que eso. Según tengo entendido, la operación era excepcional y poco habitual; se practicaba sobre todo en mujeres a las que el médico les había dicho que era necesario para salvar sus propias vidas o su salud, a menudo porque estaban embarazadas de bebés hidrocefálicos, que sin duda morirían antes, durante o poco después del nacimiento. La cuestión era hasta qué punto se perjudicaba la salud de la madre si daban a luz a bebés que estaban condenados a morir y si hacerlo podía entrañar que no pudieran quedarse embarazadas de nuevo. En esos casos, no quedaba nada claro que prohibir la operación fuera la opción «pro vida».

Yo pensaba que debía ser una decisión para la madre y su médico. Cuando veté la ley, lo hice con cinco mujeres al lado que habían sufrido abortos de nacimiento parcial. Tres de ellas, una católica, una cristiana evangélica y una judía ortodoxa, eran devotas defensoras del derecho a la vida. Una de ellas dijo que había rezado a Dios para que se llevara su vida y perdonara la de su hijo; todas afirmaron que habían consentido someterse a esa operación de último trimestre únicamente porque sus doctores dijeron que los bebés no podrían sobrevivir, y ellas querían tener más hijos.

Si consideramos la gran cantidad de tiempo que me llevó explicar el motivo por el que veté esa ley, se puede comprender por qué fue un terrible error político. La veté porque nadie me había mostrado pruebas de que no fueran ciertas las afirmaciones de que esa operación era necesaria en determinadas circunstancias o de que existiera otra operación alternativa que pudiera haber protegido la salud de las madres y su capacidad reproductora. Yo me había ofrecido a firmar una ley que prohibiera todas las interrupciones del embarazo durante el último trimestre, excepto en los casos en los que la vida y la salud de la madre estuvieran en peligro. Algunos estados aún las permitían, y una medida así podría haber prevenido muchos más abortos que la ley de nacimiento parcial, pero los antiabortistas del Congreso impidieron que se aprobara. Buscaban la manera de erosionar «Roe contra Wade». Además, no había ninguna ventaja política en una ley que incluso los senadores y representantes que eran más «pro vida» también apoyarían.

El 12 de abril, nombré a Mickey Kantor secretario de Comercio y a su capaz adjunta, Charlene Barshevsky, la nueva embajadora comercial de Estados Unidos. También designé a Frank Raines, vicepresidente de Fannie Mae, la Asociación Nacional de Hipotecas Federales, jefe de la Oficina de Gestión y Presupuestos. Raines tenía la combinación adecuada de inteligencia, conocimientos presupuestarios y habilidad política para tener éxito en la OGP; era el primer afroamericano que ocupaba ese cargo.

El 14 de abril, Hillary y yo subimos al Air Force One para un ajetreado viaje de una semana por Corea, Japón y Rusia. En la bella isla de Cheju, en Corea del Sur, el presidente Kim Young-Sam y yo propusimos iniciar conversaciones a cuatro bandas con Corea del Norte y China, los otros firmantes del armisticio de cuarenta y seis años que puso fin a la guerra de Corea, con el fin de crear un marco de trabajo en el que Corea del Norte y Corea del Sur pudieran dialogar, y también con la esperanza de que alcanzaran por fin un acuerdo de paz. Corea del Norte llevaba tiempo diciendo que quería la paz y yo creía que teníamos que descubrir si hablaba en serio.

Volé de Corea del Sur a Tokio, donde el primer ministro Hashimoto y yo hicimos pública una declaración conjunta, con la que queríamos reafirmar y modernizar nuestra relación de seguridad; también incluía más cooperación en la lucha contra el terrorismo, una cuestión que a los japoneses les interesaba mucho después del ataque en el metro con gas sarín. Estados Unidos también prometía conservar la presencia de sus tropas, unos 100.000 soldados, en la zona de Japón, Corea y el resto de Asia del Este, al tiempo que reducíamos nuestra presencia en la isla japonesa de Okinawa, donde algunos incidentes criminales en los que estaba implicado personal militar estadounidense habían aumentado la oposición popular a nuestras tropas. Había mucho en juego para Estados Unidos si conseguía mantener la paz y la estabilidad en Asia. Los asiáticos compraban la mitad de nuestras exportaciones, y esas adquisiciones aseguraban tres millones de puestos de trabajo.

Antes de irme de Japón, visité a las fuerzas de la Séptima Flota a bordo del Independence, asistí a una elegante cena de Estado que ofrecieron el emperador y la emperatriz en el Palacio Imperial, pronuncié un discurso ante la Dieta japonesa y disfruté de un almuerzo organizado por el primer ministro, en el que participaron luchadores de sumo nacidos en Estados Unidos y un notable saxofonista japonés de jazz.

Para reforzar la importancia de los lazos entre Estados Unidos y Japón, nombré al ex vicepresidente Walter Mondale nuestro embajador allí. Elegir a un hombre de su prestigio y habilidad para hacer frente a problemas complejos era un mensaje inequívoco dirigido a los japoneses, que daba a entender lo importante que eran para Estados Unidos.

Volamos hacia San Petersburgo, en Rusia. El 19 de abril, en el primer aniversario de la bomba en Oklahoma, Al Gore fue allí para hablar en nombre de la administración; mientras, yo recordaba aquel suceso durante una visita a un cementerio militar ruso y me preparaba para una cumbre sobre seguridad nuclear con Boris Yeltsin y los líderes del G-7. Yeltsin había propuesto organizar la cumbre para destacar nuestro compromiso con el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares, START I y START II, así como nuestros esfuerzos conjuntos por localizar y eliminar las armas y materiales nucleares. También convenimos en mejorar la seguridad de las plantas nucleares de energía, poner fin al vertido de sustancias nucleares en los océanos y a ayudar al presidente ucraniano, Leonid Kuchma, a cerrar la planta nuclear de Chernobyl en cuatro años. Diez años después del trágico accidente que había tenido lugar allí, aún funcionaba.

El día 24 estaba de vuelta en casa pero seguía ocupado en los asuntos exteriores. El presidente Elias Hrawi, de Líbano, se encontraba en la Casa Blanca cuando hubo otro momento de tensión en Oriente Próximo. En respuesta a una descarga de cohetes Katyusha que Hezbollaha había disparado contra Israel desde el sur de Líbano, Shimon Peres ordenó ataques de represalia que mataron a muchos civiles. Líbano me inspiraba mucha lástima; estaba atrapado en un conflicto entre Israel y Siria y estaba lleno de agentes terroristas. Volví a asegurar el firme apoyo de Estados Unidos a la Resolución 425 del Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, que expresa la necesidad de que Líbano sea verdaderamente independiente.

No todas las noticias procedentes de Oriente Próximo eran malas. Mientras me reunía con el presidente libanés, Yasser Arafat convencía al consejo ejecutivo de la OLP para que reformara su carta de fundación y reconociera el derecho de Israel a existir; era un cambio político muy importante para los israelíes. Dos días más tarde Warren Christopher y nuestro enviado a Oriente Próximo, Dennis Ross, lograron obtener un acuerdo entre Israel, Líbano y Siria para poner fin a la crisis libanesa y permitirnos volver a concentrar nuestros esfuerzos en la paz.

Shimon Peres vino a verme a finales de mes para firmar un acuerdo de cooperación antiterrorista que incluía una inversión de 50 millones de dólares en nuestros esfuerzos conjuntos para reducir la vulnerabilidad de Israel frente a los atentados suicidas con bombas que recientemente habían causado tragedia y confusión.

Apenas una semana antes, firmé la legislación antiterrorista, que el Congreso finalmente había aprobado, un año después de lo ocurrido en Oklahoma. Al final, la ley obtuvo un gran apoyo en ambos partidos, después de eliminar las cláusulas que exigían la inclusión de sustancias marcadoras en la pólvora negra y sin humo, y la que concedía a las autoridades federales permiso para grabar a los presuntos terroristas a lo largo de sus desplazamientos sin necesidad de pedirlo en cada localidad, posibilidad que ya se utilizaba en el caso de las figuras del crimen organizado. La ley nos proporcionaría más herramientas y recursos para impedir que se produjeran ataques terroristas, así como para desmantelar organizaciones terroristas y aumentar el control de armas biológicas y químicas. El Congreso también aceptó que se colocaran etiquetas en los explosivos plásticos, y dejó la puerta abierta a la opción de colocarlos en otros tipos de explosivos que no estuvieran claramente prohibidos por la ley.

Abril fue otro mes curioso en el entorno Whitewater. El segundo día del mes, Kenneth Starr apareció en el Primer Circuito del Tribunal de Apelación de Nueva Orleans en nombre de cuatro grandes compañías tabacaleras que, al mismo tiempo, estaban enzarzadas en un abierto enfrentamiento con mi administración por las campañas de promoción de sus cigarrillos dirigidas a los adolescentes y por la autoridad que tenía la Administración de Fármacos y Alimentos para impedírselo. Starr no veía ningún conflicto de intereses en ejercer la abogacía lucrativamente, por lo cual mis adversarios le pagaban grandes cantidades de dinero. El USA Today ya había revelado que, en una aparición ante un tribunal en defensa del programa de cupones escolares de Wisconsin, al que yo me oponía, la minuta de Starr no la había pagado el estado, sino la ultraconservadora Fundación Bradley. Starr estaba detrás de la Corporación de Resolución de Fondos por su investigación en la conducta de nuestra acusadora, L. Jean Lewis; al mismo tiempo, la CRF negociaba con su bufete para llegar a un acuerdo respecto a una demanda que la agencia había presentado contra dicha firma por negligencia en la representación de una institución de ahorros y préstamos de Denver que había entrado en bancarrota. Y, por descontado, Starr se había ofrecido a salir por televisión para hablar a favor de la demanda de Paula Jones. A Robert Fiske lo habían retirado del caso Whitewater y de su cargo de fiscal independiente basándose en la poco fundada reclamación de que su nombramiento por parte de Janet Reno creaba la sospecha de un conflicto de intereses. Ahora teníamos a un fiscal con conflictos reales.

Como he dicho, Starr y sus aliados del Congreso y de los tribunales federales habían creado una nueva definición de «conflicto de intereses»: cualquiera remotamente favorable o, como en el caso de Fiske, incluso justo con Hillary y conmigo tenía por definición un conflicto. Los descarados intereses políticos y económicos de Ken Starr y la tendenciosa parcialidad en mi contra que reflejaban, no constituían ningún problema en absoluto para que asumiera una autoridad sin límites y sin responsabilidades, con objeto de perseguirnos a nosotros y a muchas otras personas inocentes.

La curiosa visión de Starr y sus aliados sobre qué era un conflicto de intereses jamás quedó tan clara como en su trato al juez Henry Woods, un jurista veterano, muy respetado y ex agente del FBI, asignado presidente del tribunal en que se juzgó al gobernador Jim Guy Tucker y a otros, a los que Starr había acusado por cargos federales sin ninguna relación con Whitewater, por la compra de cadenas de televisión por cable. Al principio, ni Starr ni Tucker se opusieron a que Woods presidiera el tribunal; era demócrata pero jamás había sido amigo del gobernador. El juez Woods desestimó las acusaciones tras decidir que Starr se había excedido en su autoridad según la ley del fiscal independiente porque los cargos no tenían nada que ver con Whitewater.

Starr apeló la decisión de Woods ante el Tribunal del Octavo Circuito y solicitó que se apartara al juez del caso por parcialidad. Los miembros del tribunal de apelaciones eran todos republicanos conservadores nombrados por Reagan y Bush. El juez principal, Pasco Bowman, rivalizaba con David Sentelle en sus tendencias políticas de derechas. Sin dar al juez Woods ni siquiera la oportunidad de defenderse, el Tribunal no solo revocó su decisión y reinstauró los cargos, sino que también le expulsó del caso sin citar ningún archivo judicial, solo artículos publicados en periódicos y revistas que le criticaban. Uno de los artículos, repleto de falsas acusaciones, lo había escrito el juez Jim Johnson para el Washington Times, un rotativo de derechas. Después de la sentencia, Woods señaló que era el único juez en la historia de Estados Unidos al que se retiraba de un caso sobre la base de unos cuantos artículos periodísticos. Cuando otro abogado defensor con ideas novedosas apeló al Octavo Circuito para expulsar al juez de un tribunal y citó el caso Woods como precedente, un tribunal, menos partidista, rechazó la petición y criticó la decisión respecto a Woods, afirmando que no tenía precedentes y que era injustificada. Por supuesto que lo era, pero había reglas distintas para Whitewater.

El 17 de abril, ni siquiera el New York Times pudo soportarlo más. Calificando a Starr de «desafiantemente ciego a sus problemas de apariencia, e indiferente a la obligación especial que le debe al pueblo norteamericano», por su negativa a «abandonar su propia carga financiera y política», el Times afirmó que Starr debía apartarse del caso. Yo no podía negar que el viejo y buen periódico* aún tenía conciencia, pues no querían que a Hillary y a mí nos entregaran atados de pies y manos a la masa para que nos linchara. El resto de los medios de comunicación que se ocupaban de Whitewater guardó silencio sobre el tema.

*"Grand old paper", un juego de palabras que remite al "Grand Old Party", el Partido Republicano. (N. de la T.)

El 28 de abril, entregué un testimonio de cuatro horas y media grabado en una cinta para otro juicio de Whitewater. En este, Starr había acusado a Jim, a Susan McDougal y a Jim Guy Tucker por apropiación indebida de fondos de la Madison Guaranty y de la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa. Los préstamos no se devolvieron, pero los fiscales no negaban que los acusados quisieran reembolsarlos; los acusaban porque argumentaban que el dinero se utilizó para otros propósitos distintos a los que se describían en los formularios de solicitud de los préstamos.

El juicio no tenía nada que ver con Whitewater, con Hillary o conmigo. Lo menciono aquí porque David Hale me arrastró allí. Había estafado millones de dólares a la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa y colaboraba con Starr con la esperanza de obtener una sentencia de condena benévola. En su testimonio en el juicio, Hale repitió sus acusaciones de que yo le había presionado para que concediera un préstamo de 300.000 dólares a los McDougal.

Testifiqué que todas las conversaciones que Hale decía haber mantenido conmigo eran falsas y que no sabía nada de las relaciones entre las partes que habían originado los cargos. Los abogados de la defensa creían que una vez el jurado se diera cuenta de que Hale había mentido acerca de mi participación en sus tratos con los McDougal y Tucker, todo su testimonio se vería comprometido, el caso del fiscal se rompería en pedazos y, por lo tanto, ni siquiera haría falta que los acusados prestaran testimonio. Había dos problemas con esa estrategia. En primer lugar, desoyendo todos los consejos, Jim McDougal insistió en testificar en defensa propia; lo había hecho ya en un juicio anterior derivado de la bancarrota de la Madison Guaranty, en 1990, y le habían declarado inocente. Pero desde entonces, la depresión maníaca que sufría se había agravado y, según diversos observadores, su testimonio errático y divagador no solo le había perjudicado a él sino también a Susan y a Jim Guy Tucker, que no subieron al estrado en defensa propia, incluso después de que McDougal les pusiera en peligro con su inconsciencia.

El otro problema era que el jurado no tenía en su poder información de todos los hechos sobre las conexiones de David Hale con mis enemigos políticos; algunas de ellas ni siquiera se conocían y otras las desestimó el juez por considerarlas inadmisibles. El jurado lo ignoraba todo acerca del dinero y del apoyo que Hale había recibido de una campaña secreta llamada el Proyecto Arkansas.

El Proyecto Arkansas estaba financiado por el multimillonario ultraconservador Richard Mellon Scaife de Pittsburgh, que también daba dinero al American Spectator para alimentar sus artículos negativos sobre Hillary y sobre mí. Por ejemplo, el proyecto le había pagado 10.000 dólares a un ex policía estatal por inventarse la ridícula historia de que yo traficaba con drogas. La gente de Scaife también trabajaba estrechamente con los aliados de Newt Gingrich. Cuando David Brock trabajaba en el artículo del Spectator en el que aparecían dos policías estatales de Arkansas y afirmaban que me habían conseguido mujeres, Brock no solo recibió su salario normal del periódico, sino también pagos secretos procedentes del empresario de Chicago Peter Smith, el presidente financiero del comité de acción política de Newt.

La mayoría de los esfuerzos del Proyecto Arkansas se centraban en David Hale. A través de Parker Dozhier, un ex adjunto del juez Jim Johnson, el proyecto estableció un santuario para Hale en la tienda de anzuelos de Dozhier, en las afueras de Hot Springs, donde Dozhier le entregaba dinero en efectivo a Hale y le dejaba su coche y su cabaña de pescar mientras Hale cooperaba con Starr. Durante esa época Hale también recibió asesoramiento legal gratuito de Ted Olson, amigo de Starr y abogado del Proyecto Arkansas y del American Spectator. Más tarde, Olson se convirtió en abogado gubernamental general en el Departamento de Justicia del presidente George W. Bush, después de una sesión del Senado en el que no fue en absoluto sincero acerca de su trabajo para el Proyecto Arkansas.

Por las razones que sea, el jurado condenó a los tres acusados por varios de los cargos que se presentaban contra ellos. En su intervención final, el fiscal principal de la oficina del fiscal independiente se esforzó lo indecible por dejar claro que yo «no estaba bajo juicio» y que no «se había realizado ninguna acusación de que yo cometiera actos delictivos». Pero Starr ya tenía lo que realmente quería: tres personas a las que presionara para que, con el fin de evitar una sentencia de prisión, le dieran algo que nos perjudicara. Puesto que no había nada que contar no me preocupé, aunque lamenté el coste que el gran esfuerzo de Starr representaba para los contribuyentes, así como el número creciente de afectados entre la gente de Arkansas cuyo principal pecado era que nos habían conocido a Hillary y a mí antes de que yo fuera presidente.

También tenía serias dudas acerca del veredicto del jurado. La enfermedad mental de Jim McDougal había avanzado hasta el punto de que probablemente no era capaz de soportar un juicio, y mucho menos testificar. Pensé que a Susan McDougal y a Jim Guy Tucker se les podía condenar sencillamente porque habían quedado atrapados en la espiral mental descendente de Jim McDougal y en el esfuerzo desesperado de David Hale por salvar su propio cuello.

Mayo fue relativamente tranquilo en el frente legislativo, lo que me permitió dedicarme a hacer campaña por algunos estados y disfrutar de algunos deberes ceremoniales del presidente, entre ellos la entrega de una medalla de oro del Congreso a Billy Graham, el acto anual de WETA-TV «En concierto» en el Jardín Sur, en el que intervinieron Aaron Neville y Linda Ronstadt, y una visita de Estado del presidente griego, Constantinos Stephanopoulos. Cuando estábamos envueltos en problemas muy delicados tanto en el frente exterior como en el interior, a menudo me costaba relajarme lo suficiente como para pasármelo realmente bien en esos actos.

El 15 de mayo, anuncié la última ronda de becas para vigilancia policial comunitaria, que nos trajeron 43.000 de los 100.000 nuevos policías que prometí. Ese mismo día Bob Dole anunció que dimitía de su escaño en el Senado para dedicarse completamente a su campaña presidencial. Me llamó para contarme su decisión; le deseé suerte. Era lo más sensato para él; no podía hacer campaña contra mí y además ser el líder de la mayoría. Las posturas que adoptaban los republicanos del Senado y de la Cámara sobre el presupuesto y otros asuntos le perjudicaban en su carrera presidencial.

Al día siguiente solicité una prohibición global de las minas terrestres antipersona. Había unos 100 millones de minas, la mayoría reliquias de guerras pasadas, apenas enterradas, en la superficie de Europa, Asia, Africa y América Latina. Muchas llevaban allí décadas pero aún eran letales: veinticinco mil personas morían o quedaban mutiladas a causa de ellas cada año. El daño que hacían, especialmente a los niños de lugares como Angola y Camboya, era terrible. También había muchas en Bosnia; la única baja que sufrieron nuestras tropas se produjo cuando un sargento del ejército murió tratando de desactivar una mina. Prometí que Estados Unidos destruiría cuatro millones de nuestras propias minas hacia 1999, de las llamadas «no inteligentes», que no se autodestruyen, y ayudaría a otras naciones en sus esfuerzos por limpiar de minas su territorio. Pronto financiamos más de la mitad del coste de librar el suelo mundial de minas.

Desgraciadamente, lo que tendría que haber sido otro acto en pro de la vida quedó marcado por otra nueva tragedia; tuve que anunciar que el jefe de nuestras operaciones navales, el almirante Mike Boorda, había fallecido aquella tarde por una herida de bala que él mismo se había disparado. Boorda era el primer recluta que había llegado al más alto rango de la Marina. Su suicidio se debió a los artículos periodísticos que le acusaban de llevar en su uniforme dos medallas de Vietnam que no se había ganado. Los hechos aún no estaban claros y en cualquier caso no deberían haber desmerecido su categoría después de una larga carrera marcada por la devoción, un servicio intachable y muestras de evidente valor. Al igual que Vince Foster, hasta entonces nadie había cuestionado su honor y su integridad. Hay una gran diferencia en que te digan que no eres bueno en tu trabajo o que te digan que sencillamente no eres bueno.

A mediados de mayo, firmé la Ley CARE Ryan White para volver a autorizar que proporcionara financiación a los servicios médicos y de asistencia para la gente con VIH y SIDA, la principal causa de muerte de los norteamericanos entre veinticinco y cuarenta y cuatro años. Ahora habíamos doblado la cantidad de dinero que se dedicaba al SIDA desde 1993, y un tercio de los 900.000 aquejados del VIH recibían atención gracias a la misma ley.

Aquella semana también firmé una ley conocida como Ley de Megan, bautizada así en honor de una niña que había sido asesinada por un delincuente sexual; la ley autorizaba a los estados a notificar a las comunidades la presencia de delincuentes sexuales violentos, porque diversos estudios demostraban que raras veces se rehabilitaban.

Después de la ceremonia volé a Missouri para hacer campaña con Dick Gephardt, al cual admiraba de veras. Gephardt era un hombre trabajador, inteligente y amable; aparentaba tener veinte años menos de los que tenía en realidad. Aun cuando era el líder demócrata de la Cámara, volvía a su casa regularmente cada fin de semana, visitaba los barrios y llamaba a la puerta de sus electores para charlar con ellos. A menudo, Dick me entregaba listas de cosas que quería que hiciera por su distrito. Aunque muchos congresistas solían pedirme cosas de vez en cuando, el único otro miembro que me hacía llegar una lista mecanografiada de «pendientes» era el senador Ted Kennedy.

A finales de mes anuncié que la Administración de Veteranos proporcionaría compensaciones a los veteranos del Vietnam por una serie de enfermedades graves, entre ellas cáncer, trastornos del hígado y la enfermedad de Hodgkin, que se relacionaban con haber estado expuesto al agente naranja, una causa que los veteranos del Vietnam llevaban tiempo reclamando, junto con el senador John Kerry, John McCain y el fallecido almirante Bud Zumwalt.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente