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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 15)


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Sostuvimos una conversación especialmente significativa. Yo le dije: «Madiba [el nombre tribal coloquial de Mandela, que me había pedido que utilizara], sé que hiciste algo hermoso invitando a tus carceleros a tu investidura, pero ¿no odias en realidad a los que te encarcelaron?». Me contestó: «Por supuesto que sí, durante muchos años. Se llevaron los mejores años de mi vida. Me torturaron física y mentalmente. No pude ver crecer a mis hijos. Les odiaba. Luego un día, mientras trabajaba en la cantera, golpeando la piedra, me di cuenta de que me lo habían arrebatado todo, excepto mi mente y mi corazón. Eso, no podían llevárselo sin mi permiso. Y decidí que no dejaría que ocurriera». Luego me miró y, sonriendo, dijo: «Y tú tampoco deberías permitirlo».

Después de que me recuperara de la sorpresa, le hice otra pregunta: «Cuando saliste de la prisión y la dejaste atrás, ¿no sentiste el odio crecer de nuevo en tu interior?». «Si —dijo—, durante un instante así fue. Luego pensé para mis adentros, "Me han tenido durante veintisiete años. Si sigo odiándoles, seguiré siendo su prisionero". Yo quería ser libre, así que lo dejé atrás.» Volvió a sonreír. Y esta vez no tuvo que decirme, «Y tú también deberías hacerlo».

El único día de vacaciones del viaje tuvo lugar en Botswana, que tenía la renta per cápita más elevada del África subsahariana y la tasa de SIDA más alta del mundo. Fuimos de safari al Parque Nacional de Chobe y vimos leones, elefantes, impalas, hipopótamos, cocodrilos y más de veinte especies distintas de pájaros. Nos acercamos mucho a una mamá elefante y a su bebé, al parecer, demasiado. Levantó su trompa y nos roció con agua. Me reí pensando lo mucho que les habría gustado a los republicanos ver a la mascota de su partido remojándome de la cabeza a los pies. Más adelante, por la tarde, dimos un tranquilo paseo en barca por el río Chobe; Hillary y yo nos cogimos de la mano y recordamos las bendiciones de las que gozábamos mientras contemplamos la puesta de sol.

Nuestra última parada fue Senegal, donde visitamos la Puerta Sin Retorno de la isla de Gorée, el punto desde el cual tantos africanos se convertían en esclavos y eran transportados a Norteamérica. Como en Uganda, expresé mi lamento por la responsabilidad de mi país en esa esclavitud y por la larga y dura lucha de los afroamericanos por conseguir su libertad. Presenté a la numerosa delegación que iba conmigo como «los representantes de treinta millones de norteamericanos que son el mejor regalo de África para Norteamérica», y prometí colaborar con los senegaleses y todos los africanos para lograr un futuro mejor. También visité una mezquita con el presidente Abdou Diouf, por respeto a la población predominantemente musulmana de Senegal. Fui a un pueblo que había recuperado una parte de desierto para cultivos, con las ayudas norteamericanas, y también visité a las tropas senegalesas que estaban recibiendo entrenamiento del personal militar norteamericano como parte de la Iniciativa de Respuesta a la Crisis Africana, que mi administración había impulsado, con la voluntad de preparar a los africanos para que pudieran detener los conflictos y evitar que volviera a suceder lo de Ruanda.

Fue el viaje más largo y exhaustivo que un presidente norteamericano había realizado jamás a África. La delegación del Congreso bipartidista y los destacados ciudadanos que me acompañaron, así como los programas específicos que yo apoyaba, incluida la Ley de Oportunidad y Crecimiento Africano, demostraron a los africanos que estábamos girando una nueva página de nuestra historia compartida. A pesar de todos sus problemas, África era un lugar lleno de esperanza. Yo la había visto, en los rostros de las multitudes de las ciudades y de los niños en las escuelas, en los habitantes de los pueblos en el campo y al borde del desierto. Y Africa me había dado un gran regalo; en la sabiduría de una viuda ruandesa y la de Nelson Mandela, había encontrado más paz de espíritu, para hacer frente a lo que me esperaba en el futuro.

El 1 de abril, mientras aún estábamos en Senegal, la juez Wright aceptó la moción de mi abogado para un juicio sumario del caso Jones y desestimó que tuviera que celebrarse un juicio, pues consideró que Jones no había presentado pruebas verosímiles para respaldar su demanda. La desestimación puso de manifiesto la naturaleza puramente política de la investigación de Starr. Ahora me perseguía basándose en la teoría de que yo había realizado una falsa declaración en un testimonio que el juez no consideraba relevante y que estaba obstruyendo la justicia en un caso que no se sostenía. Nadie siquiera hablaba ya de Whitewater. El 2 de abril, no sorprendió a nadie, Starr dijo que seguiría presionando.

Unos días más tarde Bob Rubin y yo anunciamos que Estados Unidos bloquearía la importación de 1,6 millones de armas de asalto. Aunque habíamos prohibido la fabricación de diecinueve tipos de armas de asalto distintas en la ley contra el crimen de 1994, los ingeniosos fabricantes de armas extranjeros trataban de esquivar la ley introduciendo modificaciones en armas cuyo único objetivo era matar a la gente.

El Viernes Santo, el 10 de abril, fue uno de los más felices de mi presidencia. Diecisiete horas después de la fecha límite fijada para tomar una decisión, todos los partidos de Irlanda del Norte acordaron establecer un plan para poner fin a treinta años de violencia sectaria. Yo había estado despierto casi toda la noche anterior, tratando de ayudar a George Mitchell a cerrar el trato. Además de George, hablé con Bertie Ahern, con Tony Blair, David Trimble y con Gerry Adams dos veces, antes de irme a dormir a las 2.30 de la madrugada. A las 5, George me despertó y me pidió que llamara a Adams de nuevo para sellar el acuerdo.

El acuerdo era una bella obra de precisión, que exigía la regla de la mayoría y garantizaba los derechos de las minorías; contemplaba la toma de decisiones políticas de forma compartida, así como también se compartían los beneficios económicos, y conservaba las relaciones con el Reino Unido al tiempo que establecía nuevos lazos con Irlanda. El proceso que dio como fruto este pacto empezó con la decisión de John Major y Albert Reynolds de buscar la paz, prosiguió cuando John Bruton sustituyó a Reynolds y se completó con Bertie Ahern, Tony Blair, David Trimble, John Hume y Gerry Adams. Mi primer visado a Adams y la posterior e intensa implicación de la Casa Blanca en el proceso marcó una importante diferencia; por su parte, George Mitchell llevó las negociaciones de una forma brillante.

Por supuesto, el mayor mérito era para los que habían tomado las decisiones más difíciles: los líderes de Irlanda del Norte, Blair y Ahern, y el pueblo de Irlanda del Norte, que había escogido la promesa de la paz por encima de un pasado envenenado. El acuerdo debería ratificarse en un referéndum entre los votantes de Irlanda del Norte y de la República Irlandesa el 22 de mayo. Con un toque de elocuencia irlandesa, el pacto terminó conociéndose como el acuerdo del Viernes Santo.

Por esa época, también volé al Centro Espacial Johnson, en Houston, para hablar de cómo nuestra nueva misión espacial llevaría a cabo veintiséis experimentos sobre el impacto del espacio en el cuerpo humano, incluido el proceso de adaptación del cerebro y lo que sucede en el oído interno y el sistema de equilibrio humano. Un miembro de la tripulación estaba entre el público, el senador de setenta y siete años John Glenn. Después de volar en 149 misiones de combate durante la Segunda Guerra Mundial y en Corea, John había sido uno de los primeros astronautas de Estados Unidos, treinta y cinco años atrás. Se retiraba del Senado y ardía en deseos de estar en el espacio una vez más. El director de la NASA, Dan Goldin, y yo estábamos a favor de que Glenn participara, porque nuestra agencia espacial quería estudiar los efectos de los vuelos espaciales en el envejecimiento. Yo siempre había apoyado firmemente el programa espacial, incluida la Estación Espacial Internacional y la siguiente misión a Marte. El último hurra de John Glenn nos daba la oportunidad de demostrar los beneficios prácticos de la exploración del espacio.

A continuación volé a Chile para una visita oficial y para la segunda Cumbre de las Américas. Después de la larga y cruenta dictadura del general Augusto Pinochet, Chile parecía comprometido con la democracia bajo el liderazgo del presidente Eduardo Frei, cuyo padre también había sido presidente de Chile durante la década de los sesenta. Poco después de la cumbre, Mack McLarty dimitió de su cargo de enviado especial en las Américas. Para entonces mi viejo amigo había hecho más de cuarenta viajes a la región, en los cuatro años desde que le había nombrado, y durante su etapa había sabido transmitir el inequívoco mensaje de que Estados Unidos quería ser un buen vecino.

El mes terminó con dos notas positivas. Ofrecí una recepción para los miembros del Congreso que habían votado a favor del presupuesto de 1993, entre ellos los que habían perdido sus escaños al hacerlo, para anunciar que el déficit había sido completamente eliminado por primera vez desde 1969. Era un resultado absolutamente impensable cuando tomé posesión de mi cargo y hubiera sido imposible sin la durísima votación que aprobó el plan económico de 1993. El último día del mes, el Senado votó, 80 votos contra 19, para apoyar otra de mis principales prioridades: la entrada de Polonia, Hungría y la República Checa en la OTAN.

Hacia mediados de mayo nuestros esfuerzos por prohibir las pruebas nucleares se vieron socavados cuando India realizó cinco pruebas subterráneas. Dos semanas más tarde, Pakistán reaccionó llevando a cabo seis pruebas a su vez. India afirmó que sus armas nucleares eran necesarias para disuadir a China, y Pakistán declaró que estaba respondiendo a India. La opinión pública de ambas naciones estaba a favor de poseer armas nucleares, pero era una situación muy peligrosa. En primer lugar, nuestros asesores de seguridad nacional estaban convencidos de que, a diferencia de Estados Unidos y la Unión Soviética durante la Guerra Fría, India y Pakistán sabían muy poco de la capacidad nuclear del otro y de sus políticas de uso. Después de las pruebas indias, insté al primer ministro de Pakistán, Nawaz Sharif, a que no reaccionara imitándoles, pero no pudo resistirse a las presiones políticas.

La decisión de India me preocupaba profundamente, no solamente porque creía que era peligrosa, sino también porque perjudicaba mi política de mejorar las relaciones entre India y Estados Unidos y me hacía más difícil obtener la ratificación del Senado al Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares. Francia y el Reino Unido ya se habían adherido, pero había un creciente sentimiento de aislamiento y unilateralismo en el Congreso, como resultaba patente tras el fracaso de la legislación de vía rápida y la negativa de pagar nuestra deuda con Naciones Unidas o nuestra contribución al Fondo Monetario Internacional; esto último era realmente importante. Con la crisis financiera asiática que amenazaba con extenderse a las frágiles economías de otras zonas del mundo, el FMI necesitaba ser capaz de organizar una respuesta agresiva y bien respaldada económicamente. El Congreso estaba poniendo en peligro la estabilidad de la economía global.

Mientras la polémica de las pruebas nucleares seguía en marcha, tuve que irme de viaje, esta vez a la cumbre anual del G-8 que se celebraba en Birmingham, Inglaterra. De camino, me detuve en Alemania para reunirme con Helmut Kohl en Sans Souci, el palacio de Federico el Grande. También asistí a la celebración del cincuenta aniversario del puente aéreo que abasteció a Berlín durante el bloqueo, y realicé una aparición pública con Kohl en una fábrica de Opel General Motors en Eisenach, en la ex Alemania oriental.

Kohl se enfrentaba a una reelección complicada, y mis apariciones a su lado, aparte de la ceremonia conmemorativa del embargo, despertaron algunas preguntas, especialmente dado que su oponente del Partido Social Demócrata, Gerhard Schroeder, se presentaba con un programa muy similar al que Tony Blair y yo defendíamos. Helmut ya había servido a Alemania más que ningún otro canciller alemán, excepto Bismarck, y estaba por detrás en las encuestas. Pero había sido amigo de Estados Unidos, y mío, y no importaba lo que sucediera en las elecciones, su legado estaba asegurado: una Alemania reunificada, una Unión Europea fuerte, la colaboración con la Rusia democrática y el apoyo de Alemania al fin de la guerra en Bosnia. Antes de irme de Alemania, también mantuve una larga entrevista con Schroeder, que se había elevado desde unos inicios modestos hasta la cúspide de la política alemana. Me pareció un hombre duro, inteligente y muy consciente de qué quería hacer. Le deseé buena suerte y le dije que si ganaba haría lo que pudiera por ayudarle a cumplir sus objetivos.

Cuando llegué a Birmingham, me di cuenta de que la ciudad había pasado por una renovación radical y era mucho más bonita que cuando la visité hacía casi treinta años. La conferencia tenía un programa de trabajo útil, centrado en las reformas económicas internacionales, una mayor cooperación contra el tráfico de drogas, el blanqueo de dinero y la trata de mujeres y de niños. También apelaba a una alianza específica entre Estados Unidos y la Unión Europea contra el terrorismo. Aunque era importante, lo cierto es que los acontecimientos que estaban teniendo lugar en aquel momento, como las pruebas nucleares de India, el colapso político y económico de Indonesia, el estancamiento del proceso de paz en Oriente Próximo, la lúgubre perspectiva de una nueva guerra en Kosovo y el próximo referéndum sobre el acuerdo del Viernes Santo, le restaban algo de relevancia. Condenamos las pruebas nucleares de India, reafirmamos nuestro apoyo a los tratados de Prohibición Total de Pruebas Nucleares y de No Proliferación y declaramos que queríamos un tratado global para detener la producción de materiales físiles para la construcción de armas nucleares. En Indonesia, expresamos la urgencia de reformas políticas y económicas, que no parecían probables porque las finanzas del país estaban en una situación tan penosa que las medidas necesarias para revitalizar la economía aún harían, a corto plazo, la vida más difícil a los indonesios. Al cabo de un par de días, el presidente Suharto dimitió, pero los problemas de Indonesia no se fueron con él. Pronto reclamarían una parte importante de mi tiempo. De momento, nada se podía hacer respecto a Oriente Próximo, hasta que la situación política israelí se calmara.

En Kosovo, la provincia más al sur de Serbia, la mayor parte de los habitantes eran musulmanes albaneses que vivían oprimidos bajo la férula de Milosevic. Después de los ataques serbios contra los kosovares, a principios de año, Naciones Unidas había decidido fijar un embargo en la ex Yugoslavia (Serbia y Montenegro) y diversas naciones habían impuesto sanciones económicas contra Serbia. Un Grupo de Contacto, compuesto por Estados Unidos, Rusia y algunas naciones europeas, trabajaba para evitar la crisis. El G-8 respaldaba los esfuerzos del Grupo de Contacto, pero pronto tendríamos que hacer mucho más.

Una vez más, las buenas noticias solo venían de Irlanda del Norte. Más del 90 por ciento de los miembros del partido del Sinn Fein habían aprobado el acuerdo del Viernes Santo. Con John Hume y Gerry Adams volcados en promoverlo, también se obtendría un masivo voto católico, casi con toda certeza. La opinión protestante estaba más dividida. Después de mantener contactos con los diversos partidos, decidí no viajar desde Birmingham hasta Belfast para hablar en persona a favor del acuerdo. No quería entregar a Ian Paisley munición para que me atacara como un extraño que decía a los irlandeses del Norte qué debían hacer. En lugar de eso, Tony Blair y yo nos reunimos con unos periodistas y realizamos dos largas entrevistas televisivas para la BBC y la CNN, en las que apoyamos el referéndum.

El 20 de mayo, dos días antes de la votación, también pronuncié un breve discurso por radio para la gente de Irlanda del Norte; prometí el apoyo de Estados Unidos si votaban por «una paz duradera para ustedes y sus hijos». Y eso fue exactamente lo que hicieron. El acuerdo del Viernes Santo se aprobó por un 71 por ciento de la gente de Irlanda del Norte, entre ellos una unánime mayoría de protestantes. En la República de Irlanda, más del 90 por ciento de los votantes se pronunciaron a favor. Jamás había estado tan orgulloso de mi herencia irlandesa.

Después de una parada en Ginebra para exhortar a la Organización Mundial del Comercio a que adoptara un proceso de toma de decisiones más abierto, en el que tuviera más en cuenta las condiciones medioambientales y laborales en las negociaciones comerciales y que escuchara más a los representantes de los ciudadanos que se sentían dejados a un lado en la economía global, volé de regreso a Estados Unidos, pero no me alejé de los problemas mundiales.

Esa semana, en la ceremonia de graduación de la Academia Naval de Estados Unidos, anuncié una estrategia agresiva para hacer frente a las complejas redes terroristas globales. Incluía un plan para detectar, disuadir y defendernos contra los ataques a nuestras plantas de energía, suministros de agua, vigilancia policial, servicios médicos y de bomberos, control del tráfico aéreo, servicios financieros, sistemas de telecomunicaciones y un esfuerzo coordinado para prevenir la difusión y el uso de armas biológicas y para proteger a nuestros ciudadanos de ellas. Propuse reforzar el sistema de inspecciones de la Convención de Armas Biológicas, vacunar a nuestro ejército contra amenazas biológicas conocidas, especialmente el ántrax, y entrenar a más funcionarios locales y estatales y a personal de la Guardia Nacional para que fueran capaces de reaccionar contra ataques biológicos. Igualmente, insistí en que debíamos actualizar nuestro sistema de detección y alarmas, y almacenar una reserva de medicamentos y vacunas contra los ataques biológicos más probables; así como impulsar la investigación y el desarrollo para crear una nueva generación de vacunas, medicinas y herramientas de diagnóstico.

Durante los meses previos, me había llegado a preocupar especialmente la perspectiva de un ataque biológico, quizá con un arma genéticamente diseñada para resistir las vacunas y las medicinas existentes. El anterior mes de diciembre, durante el fin de semana del Renacimiento, Hillary y yo habíamos organizado una cena con Craig Venter, un biólogo molecular cuyo laboratorio trataba de completar la secuencia del genoma humano. Le pregunté a Craig cuáles eran las posibilidades de que el mapa genético humano permitiera a los terroristas desarrollar genes sintéticos, rediseñar virus ya existentes o combinar la viruela con otro virus mortal para convertirlo en uno aún más dañino.

Craig dijo que todo era posible, y me recomendó que leyera la última novela de Richard Preston, Operación Cobra, un thriller sobre un científico loco que quiere reducir la población mundial infectando la ciudad de Nueva York con «brainpox», una combinación de viruela y un virus de insecto que destruye los nervios. Cuando leí el libro me sorprendió descubrir que en sus agradecimientos Preston mencionaba a más de cien científicos, militares, expertos de los servicios secretos y funcionarios de mi propia administración. Recomendé a algunos miembros del gabinete a que leyeran el libro, y también al portavoz Gingrich.

Habíamos empezado a trabajar en el tema de la guerra biológica desde 1993, después de que la bomba en el World Trade Center pusiera de manifiesto que el terrorismo podía actuar en nuestro propio territorio. Un desertor de Rusia nos había dicho que en su país había grandes reservas de ántrax, viruela, Ébola y otros patógenos, y que se seguían produciendo pese a la caída de la Unión Soviética. En respuesta a esto, ampliamos el mandato del programa Nunn-Lugar para incluir la cooperación con Rusia en el área de las armas biológicas, además de las nucleares.

Después de la emisión de gas sarín en el metro de Tokyo en 1995, el Grupo de Seguridad Antiterrorista, dirigido por el miembro del equipo del Consejo de Seguridad Nacional, Richard Clarke, empezó a concentrarse más en la planificación de defensas contra el ataque de armas químicas y biológicas. En junio de 1995, firmé la Directiva de Decisión Presidencial (PDD) número 39, para repartir las responsabilidades entre diversas agencias gubernamentales respecto a la prevención y gestión de dichos ataques y para reducir la capacidad de maniobra de los terroristas, mediante acciones encubiertas y esfuerzos agresivos para la captura de los terroristas en el extranjero. En el Pentágono, algunos mandos militares y civiles estaban interesados en este tema, entre ellos el comandante del Cuerpo de los Marines, Charles Krulak, y Richard Danzig, el subsecretario de la Marina. A finales de 1996, la Junta de Jefes del Estado Mayor apoyó la recomendación de Danzig de vacunar a todo el personal militar contra el ántrax, y el Congreso tomó medidas para aumentar los controles sobre los agentes biológicos presentes en los laboratorios norteamericanos, después de que un fanático, con una falsa identificación, fuera atrapado comprando tres viales de un virus contagioso de un laboratorio por unos 300 dólares.

Hacia finales de 1997, cuando obtuvimos la confirmación de que Rusia poseía reservas aún mayores de las que se creyó inicialmente de agentes bioquímicos, autoricé la cooperación norteamericana con los científicos que habían trabajado en algunos de los institutos donde se habían fabricado las armas bioquímicas durante la era soviética, con la esperanza de descubrir exactamente qué sucedía, e impedir que vendieran sus conocimientos o los agentes biológicos a Irán o a otros compradores.

En marzo de 1988, Dick Clarke reunió a unos cuarenta miembros de la administración en la Blair House para un «ensayo» de cómo hacer frente a los ataques terroristas de viruela, un agente químico y un arma nuclear. Los resultados fueron alarmantes. Con la viruela, se tardaba mucho tiempo y se perdían demasiadas vidas hasta poder controlar la epidemia. La reserva de antibióticos y vacunas era inadecuada, las leyes de cuarentena estaban anticuadas y los sistemas de salud pública no funcionaban bien; los planes de emergencia estatales no estaban bien desarrollados.

Unas semanas más tarde, a petición mía, Clarke reunió a siete científicos y expertos en reacciones de emergencia. Entre ellos se encontraban Craig Venter; Joshua Lederberg, un biólogo y ganador del Nobel que se había pasado décadas luchando contra las armas químicas, y Jerry Hauer, director de la Gestión de Emergencias de la ciudad de Nueva York. Junto con Bill Cohen, Janet Reno, Donna Shalala, George Tenet y Sandy Berger, me reuní con el grupo durante varias horas para discutir cuáles eran las amenazas y de qué forma debíamos afrontarlas. Aunque me había pasado casi toda la noche anterior ayudando a que se cerrara el acuerdo de paz irlandesa, escuché atentamente su presentación e hice muchas preguntas. Todo lo que oía me confirmaba que no estábamos preparados para responder a ataques bioquímicos y que el inminente descubrimiento de la secuencia del genoma humano y la reconfiguración de los genes tendría profundas implicaciones para nuestra seguridad nacional. Cuando la reunión estaba a punto de terminar, el doctor Lederberg me dio un ejemplar de un número reciente del Journal of the American Medical Association dedicado a la amenaza del bioterrorismo. Después de leerlo, me quedé aún más preocupado.

En menos de un mes, el grupo me envió un informe en el que recomendaban gastar casi 2.000 millones de dólares durante los siguientes cuatro años y mejorar la capacidad de nuestro sistema de salud pública, construir una reserva nacional de antibióticos y vacunas, especialmente contra la viruela, e impulsar la investigación para desarrollar nuevas medicinas y vacunas mediante la ingeniería genética.

El día del discurso de Annapolis, firmé dos directivas presidenciales más sobre el terrorismo. La PDD62 creaba un programa antiterrorista de diez puntos; en él se asignaban responsabilidades diversas a varias agencias gubernamentales según funciones específicas, entre ellas la captura, extradición y persecución de los terroristas así como el desmantelamiento de sus redes operativas; impedir que los terroristas adquirieran armas de destrucción masiva; gestionar el momento posterior a los ataques; proteger las infraestructuras esenciales y los cibersistemas, y proteger a los ciudadanos norteamericanos en el país y en el extranjero.

La PDD62 también establecía el cargo de Coordinador Nacional de Lucha Antiterrorista y Protección de las Infraestructuras. Nombré a Dick Clarke, que había sido nuestro hombre en el problema del antiterrorismo desde el principio. Era un profesional, que había estado en las administraciones Reagan y Bush y era adecuadamente agresivo en sus esfuerzos por organizar al gobierno en la lucha contra el terrorismo. La PDD63 contemplaba la creación de un Centro Nacional de Protección de Infraestructuras que prepararía por primera vez un plan exhaustivo para garantizar la seguridad de nuestras infraestructuras esenciales, como los transportes, las telecomunicaciones y los sistemas de suministro de agua.

A finales de mes, Starr trató de obligar de nuevo a Susan McDougal a testificar ante el gran jurado, y fracasó. También interrogó a Hillary durante casi cinco horas, por sexta vez; y acusó a Webb Hubbell de nuevo de delito fiscal. Algunos ex fiscales cuestionaron la propiedad del paso altamente insólito que había dado Starr. Esencialmente, a Hubbell le acusaban de nuevo por inflar las facturas de sus clientes porque no había pagado los impuestos de lo que ingresaba. Para empeorar las cosas, Starr también presentó cargos contra la esposa de Hubbell, Suzy, porque había firmado la declaración de renta conjunta, y contra los amigos de Webb, el contable Mike Schaufele y el abogado Charles Owen, porque habían asesorado a Hubbell en sus asuntos económicos, sin cobrarle nada, cuando estaba en apuros. Hubbell fue muy directo en su respuesta: «Creen que acusándome a mí y a mis amigos mentiré acerca del presidente y de la primera dama. No lo haré… no voy a mentir acerca del presidente. Ni tampoco acerca de la primera dama, ni de nadie en absoluto».

A principios de mayo, Starr persistió en su estrategia de intimidación y acusó a Susan McDougal de desacato penal ante el tribunal y obstrucción a la justicia por su firme negativa de hablar con el gran jurado, la misma ofensa por la que había pasado ya dieciocho meses en la cárcel por desacato civil. Era inaudito. Starr y Hick Ewing no conseguían forzar a Susan McDougal a decir las mentiras que ellos querían escuchar, y eso les sacaba de quicio. Aunque Susan tuvo que pasar casi un año más en esas circunstancias, era más dura que ellos y al final la verdad saldría a la luz.

En junio, Starr por fin probó un poco de su propia medicina. Después de que Steven Brill publicara un artículo en Brill's Content acerca de la operación de Starr, que ponía de manifiesto la estrategia de filtraciones ilícitas de noticias por parte de la oficina de Starr, y en el que informaba que éste había admitido las filtraciones en una entrevista de noventa minutos, la juez Norma Holloway Johnson sentenció que había una «causa probable» para creer que la oficina de Starr se había dedicado a filtrar de forma «grave y repetida» informaciones a la prensa y a los medios de comunicación, y que David Kendall podía citar a Starr y a sus adjuntos para descubrir el origen de las filtraciones. Dado que la decisión de la juez también implicaba las sesiones del gran jurado, la sentencia no se hizo pública. Curiosamente, fue uno de los aspectos de la operación de Starr que no se filtró a la prensa.

El 29 de mayo, Barry Goldwater falleció a los ochenta y nueve años. Su muerte me entristeció. Aunque pertenecíamos a distintos partidos y nuestras filosofías también divergían, Goldwater había sido extraordinariamente amable con Hillary y conmigo. Yo también le respetaba por ser un verdadero patriota y un libertario a la vieja usanza, que creía que el gobierno debía quedarse fuera de las vidas privadas de los ciudadanos y que la lucha política tenía que centrarse en las ideas, y no en los ataques personales.

Pasé el resto de la primavera impulsando mi programa legislativo y, en general, trabajando del día a día: emití una orden ejecutiva para prohibir la discriminación de los gays en el empleo civil federal y apoyé el nuevo programa de reformas económicas de Boris Yeltsin. El Emir de Bahrein vino de visita a la Casa Blanca; también me dirigí a la Asamblea General de Naciones Unidas para hablar del tráfico de drogas global. Tuvimos la visita de estado del presidente de Corea del Sur, Kim Dae Jung, y celebramos la Conferencia Oceánica Nacional en Monterrey, California, donde extendí la prohibición de extraer petróleo de la costa californiana durante catorce años más. También firmé una ley que garantizaba fondos para comprar chalecos antibalas para el 25 por ciento de los agentes de policía que aún no los tenía y pronuncié los discursos de la ceremonia de graduación en tres universidades, además de hacer campaña para los demócratas en seis estados.

Fue un mes ajetreado pero bastante normal, excepto por un triste viaje que tuve que hacer hasta Springfield, Oregon, donde un joven inestable de quince años había matado y herido con un arma semiautomática a algunos de sus compañeros. Era el último de una serie de matanzas en escuelas entre los que se contaban incidentes letales en Jonesboro, Arkansas; Pearl, Mississippi; Paducah, Kentucky y Edinboro, Pennsylvania.

Las muertes eran desgarradoras y desconcertantes, porque el índice de criminalidad juvenil en general por fin descendía. Me daba la sensación de que aquellos estallidos de violencia se debían, al menos en parte, a la excesiva glorificación de la violencia en nuestra cultura y a la facilidad con que los niños conseguían armas mortíferas. En todos los casos de matanzas escolares, incluidas algunas en las que no hubo que lamentar pérdidas, los jóvenes autores del hecho parecían airados, enajenados o poseídos por alguna oscura filosofía de la vida. Pedí a Janet Reno y a Dick Riley que elaboraran una guía para maestros, padres y alumnos sobre las señales iniciales que tan a menudo exhiben los jóvenes con problemas, y que incluyera estrategias para ayudarles.

Me desplacé a la escuela de Springfield para reunirme con las familias de las víctimas, escuchar las historias de lo que había sucedido y hablar con los estudiantes, los maestros y los ciudadanos. Todos estaban traumatizados y se preguntaban cómo había podido pasar algo así en su comunidad. A menudo, en momentos como ese, sentía que lo único que podía hacer era compartir el dolor de la gente, tranquilizarles diciéndoles que eran buenas personas y animarles a que hicieran de tripas corazón y siguieran adelante.

Cuando la primavera se convirtió en verano, llegó el momento de mi visita a China, que estaba prevista desde hacía tiempo. Aunque Estados Unidos y China aún mantenían diferencias significativas sobre los derechos humanos, la libertad religiosa y política y otros asuntos, yo tenía ganas de emprender el viaje. Pensaba que a Jiang Zemin le había ido bien en su viaje a Estados Unidos en 1997, y que él estaría ansioso por que en esta ocasión a mí también me fuera bien.

El viaje no estaba exento de polémica en ninguno de los dos países. Yo era el primer presidente que viajaba a China desde la supresión de las fuerzas en pro de la democracia en la plaza de Tiananmen en 1989. Las acusaciones de que los chinos habían intentado influir en las elecciones de 1996 aún no se habían aclarado. Además, algunos republicanos me atacaban por permitir que las empresas norteamericanas lanzaran satélites comerciales al espacio utilizando misiles chinos, aunque ellos no podían acceder a la tecnología de satélite y a pesar de que el proceso se había iniciado durante la administración Reagan, había seguido durante los años de Bush y que su objeto era ahorrar dinero a las compañías norteamericanas. Finalmente, muchos norteamericanos temían que las políticas comerciales chinas y su tolerancia respecto a la reproducción y a la venta ilegal de libros, películas y música norteamericana causaran pérdida de empleos en Estados Unidos.

En el lado chino, muchos funcionarios pensaban que nuestras críticas acerca de su política de derechos humanos eran una interferencia en sus asuntos internos, mientras otros pensaban que, a pesar de mi discurso positivo, el objetivo norteamericano era contener a China y no cooperar con ella en el siglo XXI.

Con un cuarto de la población mundial y una economía en rápido crecimiento, China sin duda tendría un profundo impacto económico y político en Estados Unidos y en el mundo entero. Si era posible, teníamos que construir una relación positiva. Hubiera sido una estupidez no ir.

Una semana antes de partir, nombré a nuestro embajador en Naciones Unidas, Bill Richardson, sucesor de Federico Peña en su cargo de secretario de Energía, y designé a Dick Holbrooke nuevo embajador. Richardson, un ex congresista de Nuevo México, donde se encuentran los dos laboratorios de investigación más importantes del Departamento de Energía, estaba hecho a la medida del puesto. Holbrooke tenía la habilidad de resolver nuestro problema del impago a Naciones Unidas y la experiencia y la inteligencia necesarias para realizar una gran contribución a nuestro equipo de política exterior. Con los problemas que se avecinaban en los Balcanes de nuevo, le necesitábamos.

Hillary, Chelsea y yo llegamos a China la noche del 25 de junio, junto con la madre de Hillary, Dorothy, y una delegación que incluía a la secretaria Albright, al secretario Rubin, al secretario Daley y a seis miembros del Congreso, entre ellos John Dingell de Michigan, el miembro que llevaba más años en la Cámara. La presencia de John era importante porque la dependencia de Michigan respecto a la industria automovilística la convertía en el centro del sentimiento proteccionista. A mí me gustaba la idea de que quisiera ver China con sus propios ojos, para formarse una idea sobre si China debía o no sumarse a la OMC.

Empezamos el viaje en la antigua capital de Xi'an, donde los chinos organizaron una ceremonia de bienvenida muy bella y elaborada. Al día siguiente tuvimos la oportunidad de caminar entre las filas de los famosos guerreros de terracota y de mantener una mesa redonda donde debatimos con los habitantes chinos de la pequeña ciudad de Xiahe.

Nos pusimos manos a la obra dos días más tarde, cuando el presidente Jiang Zemin y yo nos reunimos y celebramos una conferencia de prensa que se televisó en directo por toda China. Hablamos francamente de nuestras diferencias, así como de nuestro compromiso de construir una colaboración estratégica. Era la primera vez que el pueblo chino había visto a su dirigente debatir de verdad cuestiones como los derechos humanos y la libertad religiosa con un jefe de Estado extranjero. Jiang se sentía más confiado, lo suficiente como para hablar de esos temas en público; además estaba seguro de que yo discreparía de forma respetuosa. También destacamos los intereses comunes que nos unían, como la voluntad de poner fin a la crisis financiera asiática, avanzar en la no proliferación nuclear y promover la reconciliación de la península coreana.

Cuando defendí que China debía disfrutar de más libertad y respeto a los derechos humanos, Jiang me respondió que Estados Unidos era un país extremadamente desarrollado, mientras que la renta per cápita de China aún era de 700 dólares anuales. Hizo hincapié en nuestras distintas historias, culturas, ideologías y sistemas sociales. Cuando animé a Jiang a que se reuniera con el Dalai Lama dijo que la puerta estaba abierta si el Dalai Lama declaraba primero que el Tíbet y Taiwan formaban parte de China, y añadió que ya había «varios canales de comunicación» establecidos con el líder del budismo tibetano. Obtuve una carcajada del público chino cuando dije que, en mi opinión, si Jiang y el Dalai Lama se reunían alguna vez, seguramente se caerían bien el uno al otro. También traté de dar iniciativas prácticas para avanzar en la cuestión de los derechos humanos. Por ejemplo: aún quedaban ciudadanos chinos encarcelados por delitos que ya no existían. Propuse que fueran liberados.

El objetivo principal de la conferencia de prensa fue el debate en sí. Yo quería que los ciudadanos chinos vieran que Estados Unidos apoyaba los derechos humanos que consideramos universales y quería que los funcionarios chinos se dieran cuenta de que una mayor apertura no provocaría la desintegración social que, dada la historia de China, comprensiblemente temían.

Después de la cena oficial ofrecida por Jiang Zemin y su esposa Wang Yeping, él y yo nos turnamos dirigiendo la Banda del Ejército de Liberación del Pueblo. Al día siguiente mi familia asistió a la misa del domingo en la iglesia de Chongwenmen, la primera iglesia protestante de Pekín, y una de los pocos templos de culto permitidos por el gobierno. Muchos cristianos se reunían en secreto en sus hogares. La libertad religiosa era importante para mí y me sentí satisfecho de que Jiang aceptara que más adelante le enviara una delegación de líderes religiosos norteamericanos, entre ellos un rabino, un arzobispo católico y un ministro evangélico, para seguir avanzando en aquella cuestión.

Después de visitar la Ciudad Prohibida y la Gran Muralla, celebré una sesión de preguntas y respuestas con los estudiantes de la Universidad de Pekín. Hablamos de los derechos humanos en China, pero también me preguntaron acerca de ellos en Estados Unidos y qué podía hacer yo para ayudar a que el pueblo norteamericano comprendiera mejor a China. Eran preguntas justas procedentes de jóvenes que querían que su país cambiara, pero que a pesar de todo se sentían orgullosos de su patria.

El primer ministro Zhu Rongji celebró un almuerzo para la delegación, durante el cual hablamos de los retos económicos y sociales a los que China se enfrentaba, así como de los temas pendientes que aún debíamos resolver para que China entrara en la Organización Mundial del Comercio. Yo estaba firmemente convencido de que debía hacerlo, para que China siguiera integrándose progresivamente en la economía global y también para lograr tanto que aceptara gradualmente la legislación de la comunidad internacional como que aumentara su disponibilidad a cooperar con Estados Unidos y otras naciones en una amplia gama de asuntos. Esa noche el presidente Jiang y la señora Wang nos invitaron a cenar con ellos en su residencia oficial, que se encontraba a orillas de un plácido lago en el complejo donde se alojaban los más importantes dirigentes chinos. Cuanto más tiempo pasaba con Jiang, más me gustaba. Era un hombre enigmático, divertido y profundamente orgulloso, pero siempre dispuesto a escuchar los distintos puntos de vista. Aunque no siempre estaba de acuerdo con él, me convencí de que él creía que cambiaría China tan rápido como fuera posible, en la dirección adecuada.

De Pekín fuimos a Shanghai; parecía la ciudad con más grúas de construcción de todo el mundo. Hillary y yo mantuvimos una fascinante discusión sobre los problemas y el potencial de China con un grupo de jóvenes, entre los que había profesores, empresarios, un defensor de los consumidores y un novelista. Una de las experiencias más ilustrativas de todo el viaje fue durante mi participación en un programa radiofónico al que llamaban los oyentes y en el que me acompañó el alcalde. Me hicieron algunas preguntas previsibles pero interesantes sobre temas económicos y de seguridad, pero le hicieron más al alcalde que a mí: sus oyentes estaban interesados en conseguir mejor educación y más ordenadores, y estaban preocupados por la congestión de tráfico de la ciudad, fruto de su creciente prosperidad y expansión. Pensé que si los chinos se quejaban al alcalde sobre atascos de tráfico, es que la política china iba por buen camino.

Antes de volver a casa, fuimos a Guilin para una reunión con activistas del medio ambiente preocupados por la destrucción de los bosques y la pérdida de la vida salvaje. También realizamos un tranquilo viaje río abajo por el Li, que fluye a través de un bellísimo paisaje marcado por grandes formaciones de piedra caliza que parecen haber surgido bruscamente en el horizonte de los tranquilos parajes campestres. Después de Guilin, hicimos una parada en Hong Kong para ver a Tung Cheehwa, el jefe ejecutivo escogido por los chinos después de que los británicos se retiraran. Era un hombre inteligente y cosmopolita que había vivido algunos años en Estados Unidos; estaba muy ocupado tratando de equilibrar la bulliciosa cultura política de Hong Kong y el gobierno central chino mucho más conformista. También me reuní con el defensor de la democracia Martin Lee. Los chinos habían prometido que no tocarían el sistema político de Hong Kong, mucho más democrático, pero yo tenía la impresión de que los detalles de la reunificación aún se estaban puliendo y que ninguna de las dos partes estaba plenamente satisfecha con la situación actual.

A mediados de julio, Al Gore y yo celebramos un acto en la Academia Nacional de la Ciencia, en la que pusimos de relieve los esfuerzos de nuestra administración para evitar el colapso de los ordenadores con el cambio de milenio. Había una preocupación muy extendida de que muchos sistemas informáticos no reconocerían el cambio al año 2000 y que esto podría causar el desastre en la economía y alterar las vidas de millones de norteamericanos. Organizamos un exhaustivo programa, dirigido por John Koskinen, para garantizar que todos los sistemas gubernamentales estuvieran listos para el nuevo milenio, y también ayudamos al sector privado a hacer los preparativos necesarios. No sabríamos con certeza si nuestras medidas habían funcionado hasta que llegara el día.

El 16, convertí en ley otra de mis prioridades, la Ley de Incentivos y Apoyo al Rendimiento de la Infancia. Ya habíamos aumentado el cumplimiento de los deberes paternos, como ir a buscar a los niños al colegio, en un 68 por ciento desde 1992; ahora, 1,4 millones de familias más recibían ayudas a la infancia. Esta ley penalizaba a los estados que no automatizaban sus archivos de ayudas a la infancia, ni daban compensaciones financieras a los que cumplían los objetivos de rendimiento fijados.

Por esas fechas anuncié la compra de ochenta millones de fanegas de trigo, para distribuirlas entre los países en vías de desarrollo que sufrían carestías y falta de alimentos. Los precios del grano estaban bajos y la compra aliviaría una necesidad humanitaria y aumentaría el precio del cereal casi trece centavos por fanega, una importante noticia para los granjeros. También pedí al Congreso que aprobara un paquete de ayudas agrícolas urgentes.

Hacia finales de mes, Mike McCurry anunció que dimitiría como secretario de prensa de la Casa Blanca en otoño; nombré a su adjunto, Joe Lockhart, que había sido secretario de prensa durante mi campaña para la reelección, para que le sucediera. McCurry había hecho un excelente trabajo en un puesto que exigía mucho, pues tenía que responder a preguntas muy duras, explicar las medidas políticas de la administración con claridad e ingenio, y trabajar durante jornadas laborales en las que tenía que estar disponible las veinticuatro horas del día. Quería ver crecer a sus hijos. A mí me gustaba mucho Joe Lockhart, y a la prensa también parecía que le caía bien. Además, disfrutaba jugando a cartas conmigo; sería un período de transición suave.

En julio, seguí impulsando mi programa de medidas en Estados Unidos; mientras, Dick Holbrooke voló a Belgrado para entrevistarse con Milosevic, en un intento por solucionar la crisis de Kosovo. El primer ministro Hashimoto dimitió después de la derrota electoral en Japón y Nelson Mandela se casó con Graça Machel, la encantadora viuda de un ex presidente de Mozambique y una figura destacada de la lucha contra la explotación de los niños soldado en las guerras de Africa. A todo esto, Ken Starr seguía tratando de construir su caso contra mí.

Insistió en que algunos de mis agentes del servicio secreto prestaran testimonio, entre ellos Larry Cockell, el jefe del equipo de mis guardaespaldas. El Servicio Secreto se había resistido con uñas y dientes, y el ex presidente Bush había escrito dos cartas expresando su oposición. Excepto cuando el presidente se encuentra en la planta de la residencia de la Casa Blanca, el Servicio Secreto siempre está con él o justo al otro lado de la puerta de la estancia en la que esté. Los presidentes dependen del Servicio Secreto para su protección, y también para que protejan sus confidencias. Los agentes oyen todo tipo de conversaciones relacionadas con la seguridad nacional, la política interior, los conflictos políticos y las luchas personales. Su dedicación, profesionalidad y discreción han servido bien a los presidentes de ambos partidos, y también a la nación. Ahora Starr quería poner todo eso en peligro, y no para un caso de espionaje o de abusos del FBI como los que sucedieron en Watergate, ni nada parecido al voluntario desafío de la ley que constituyó el caso Irán-Contra, sino para averiguar si yo había dado respuestas falsas y exhortado a Monica Lewinsky a hacer lo mismo en respuesta a preguntas formuladas con mala fe, de un caso que ya había sido desestimado por los tribunales porque no se sostenía por ningún lado.

Hacia finales de mes, Starr había concedido inmunidad a Monica Lewinsky para que no pudiera ser acusada por lo que dijera en su testimonio ante el gran jurado; también me había citado a mí a declarar. El día 29, acepté testificar voluntariamente y se retiró la citación. No puedo decir que tuviera ganas de hacerlo.

A principios de agosto, me reuní con diez líderes tribales indios en Washington, para anunciar un esfuerzo global para mejorar la educación, la sanidad y las oportunidades económicas de los nativos norteamericanos. Mi ayudante para asuntos intergubernamentales, Mickey Ibarra, y Lynn Cutler, mi contacto con las tribus, habían trabajado mucho en esta iniciativa, que era muy necesaria. Aunque Estados Unidos gozaba de su tasa de desempleo más baja en veintiocho años, la de criminalidad más baja en veinticinco y el porcentaje más reducido de ciudadanos dependientes de la asistencia social en veintinueve años, las comunidades nativas norteamericanas que no habían logrado enriquecerse gracias a las operaciones de juego aún estaban pasándolo mal. Menos del 10 por ciento de los nativos norteamericanos recibían enseñanza superior, y tenían tres probabilidades más de sufrir diabetes que los norteamericanos blancos; también tenían el ingreso per cápita más bajo que ningún otro grupo étnico del país. Algunas comunidades tribales presentaban tasas de desempleo de más del 50 por ciento. Los jefes estaban animados por las nuevas medidas que tomábamos y, después de la reunión, yo también abrigué la esperanza de que podríamos ayudarlos.

Al día siguiente estallaron dos bombas en las embajadas norteamericanas de Tanzania y Kenya respectivamente, con cinco minutos de diferencia; mataron a 257 personas, 12 de ellas norteamericanas, e hirieron a 5,000 más. Las pruebas iniciales indicaban que el atentado era responsabilidad de la red de Osama bin Laden, conocida como al-Qaeda. A finales de febrero, bin Laden había emitido una fatwa para desencadenar ataques contra el ejército de Estados Unidos y objetivos civiles en todo el mundo. En mayo, había dicho que sus seguidores atacarían objetivos norteamericanos en el Golfo y habló de «llevar la guerra de vuelta al territorio de Estados Unidos». En junio, en una entrevista con un periodista norteamericano, había amenazado con derribar aviones militares norteamericanos con baterías antiaéreas y misiles.

Nosotros llevábamos investigando a bin Laden algunos años. A principios de mi mandato, Tony Lake y Dick Clarke habían exigido a la CIA más información sobre el acaudalado saudí, que había sido expulsado de su propia patria en 1991, había perdido su ciudadanía en 1994 y se había instalado en Sudán.

Al principio, bin Laden parecía limitarse a financiar operaciones terroristas pero, más adelante, averiguamos que era el jefe de una organización terrorista muy compleja, con acceso a grandes cantidades de dinero, más allá de su propia fortuna, y con agentes en diversos países, incluidos Chechenia, Bosnia y Filipinas. En 1995, después de la guerra en Bosnia, habíamos frustrado algunos intentos por parte de los muyahidines de hacerse con el poder en la zona y, en colaboración con los mandos locales, también habíamos impedido que un piloto hiciera estallar varios aviones que despegaron de Filipinas en dirección a la costa oeste. Sin embargo, la red transnacional de bin Laden seguía creciendo.

En enero de 1996, la CIA había establecido un centro exclusivamente dedicado a bin Laden y a su red, dentro del Centro de Lucha contra el Terrorismo, y poco después empezamos a presionar a Sudán para que expulsara a bin Laden. En aquel entonces Sudán era prácticamente un santuario para terroristas, incluidos los egipcios que habían tratado de asesinar al presidente Mubarak el junio anterior, y que habían logrado acabar con su predecesor, Anuar el Sadat. El dirigente de la nación, Hasán al-Turabi, compartía los puntos de vista radicales de bin Laden y los dos estaban implicados en todo un espectro de negocios, desde operaciones legítimas hasta la fabricación de armas y ayudas a los terroristas.

Al tiempo que presionábamos a Turabi para que expulsara a bin Laden, pedimos a Arabia Saudí que lo acogiera. Los saudíes no querían volver a permitirle la entrada, pero finalmente bin Laden abandonó Sudán a mediados de 1996, aparentemente en buenos términos con Turabi. Se trasladó a Afganistán, donde encontró una cálida bienvenida en el mulá Omar, el jefe de los talibanes, una secta militante suní que estaba decidida a establecer una teocracia musulmana radical en Afganistán.

En septiembre de 1996, los talibanes entraron en Kabul y empezaron a extender su control por otras zonas del país. Hacia finales de año, la unidad de la CIA dedicada a bin Laden había desarrollado un archivo con información muy importante sobre su persona y su infraestructura. Casi un año después, las autoridades keniatas arrestaron a un hombre sospechoso de estar implicado en la conspiración terrorista contra la embajada estadounidense.

La semana después de los atentados, mantuve mi agenda prevista y viajé a Kentucky, Illinois, y a California, para promover la Declaración de Derechos del paciente, nuestra iniciativa para el agua limpia y para ayudar a los demócratas que se presentaban a la reelección ese año. Aparte de esos acontecimientos públicos, me pasaba la mayor parte del tiempo con mi equipo de seguridad, discutiendo sobre la forma en que íbamos a responder a los atentados cometidos en África.

El 13 de agosto, hubo una misa fúnebre en la base aérea de Andrews por diez de las doce víctimas norteamericanas. Entre la gente que bin Laden consideraba que merecía morir solo porque era de nacionalidad estadounidense, había un diplomático de carrera al que yo había tratado en dos ocasiones, y su hijo; una mujer que estaba pasando las vacaciones cuidando de sus ancianos padres; un funcionario del servicio diplomático de origen indio que había viajado por todo el mundo trabajando en iniciativas a favor de su país de adopción; un epidemiólogo que trataba de salvar a los niños africanos de la enfermedad y la muerte; una madre de tres niños pequeños; una persona que había sido abuela hacía pocos días; un músico de jazz de talento, que trabajaba en el servicio diplomático; un administrador de la embajada, casado con una keniata, y tres sargentos, de la Armada, las Fuerzas Aéreas y el Cuerpo de los Marines, respectivamente.

Todo parecía indicar que bin Laden estaba envenenado con la convicción de que estaba en posesión de la verdad absoluta y que por lo tanto era libre de jugar a ser Dios matando a gente inocente. Dado que estábamos investigando su organización desde hacía algunos años, yo sabía desde hacía tiempo que era un enemigo en absoluto desdeñable. Después de la matanza africana, me concentré en su captura o su eliminación, y en la destrucción de al-Qaeda.

Una semana después de las bombas en las embajadas, después de grabar un discurso para la gente de Kenya y de Tanzania, cuyas pérdidas eran mucho mayores que las nuestras, me reuní con los jefes de Seguridad Nacional. Tanto la CIA como el FBI me confirmaron que al-Qaeda era responsable de los atentados, y me notificaron que algunos de los autores materiales ya habían sido detenidos.

También recibí informes de inteligencia que advertían que al-Qaeda tenía planes de atacar aún otra embajada, en Tirana, Albania, y que nuestros enemigos creían que Estados Unidos era vulnerable porque la polémica acerca de mi comportamiento personal nos estaba distrayendo. Cerramos la embajada en Albania, enviamos a un destacamento de marines fuertemente armados para vigilar el edificio, y empezamos a cooperar con las autoridades locales para desmantelar la célula de al-Qaeda que operaba allí. Pero aún nos quedaban otras embajadas, en países donde al-Qaeda contaban con agentes.

La CIA también disponía de informes que decían que bin Laden y sus principales lugartenientes tenían previsto reunirse en uno de sus campamentos en Afganistán el 20 de agosto, para valorar el impacto de sus ataques y planear sus futuras operaciones. La reunión era una gran oportunidad para tomar represalias, y quizá librarnos de un importante número de los más destacados miembros de al-Qaeda. Pedí a Sandy Berger que gestionara el proceso y preparara una respuesta militar. Teníamos que escoger objetivos, desplazar los efectivos militares necesarios hasta el lugar y reflexionar sobre la forma de plantear la cuestión con Pakistán. Si lanzábamos ataques aéreos nuestros aviones necesariamente pasarían por el espacio aéreo de Pakistán.

Aunque tratábamos de trabajar junto con Pakistán para reducir tensiones en el subcontinente indio, y nuestras dos naciones habían sido aliadas durante la Guerra Fría, Pakistán apoyaba a los talibanes y, por extensión, a al-Qaeda. El servicio de inteligencia paquistaní, utilizaba algunos de los mismos campamentos de entrenamiento que bin Laden y al-Qaeda empleaban para entrenar a los talibanes y a los insurgentes que luchaban en Cachemira. Si Pakistán se enteraba con antelación de nuestros planes de ataque, era muy probable que el servicio de inteligencia paquistaní advirtiera a los talibanes, o incluso a al-Qaeda. Por otra parte, el adjunto al secretario de Estado, Strobe Talbott, que se esforzaba por minimizar las posibilidades de un conflicto militar en el subcontinente indio, temía que si no se lo decíamos a los paquistaníes, ellos quizá supusieran que los misiles los había lanzado India y actuaran en consecuencia, incluso respondiendo con armas nucleares.

Decidimos enviar al vicepresidente de la Junta de Jefes del Estado Mayor, el general Joe Ralston, para que cenara con el principal comandante militar paquistaní en el momento en que estaban previstos los ataques. Ralston le diría lo que sucedía, unos minutos antes de que nuestros misiles entraran en el espacio aéreo paquistaní, demasiado tarde para alertar a los talibanes o al-Qaeda, pero a tiempo de evitar que los derribaran o emprendieran una respuesta armada contra India.

A mi equipo también le preocupaba otra cosa: mi testimonio ante el gran jurado al cabo de tres días, el 17 de agosto. Temían que a causa de ello yo fuera reacio a atacar o, incluso, que si efectivamente ordenaba el ataque, me acusaran de hacerlo para distraer la atención del público de mis problemas, especialmente si no lográbamos capturar a bin Laden. Les dije en términos inequívocos que su trabajo era proporcionarme asesoramiento en el área de la seguridad nacional. Si la recomendación era atacar el día 20, esto era lo que haríamos. Dije que yo me encargaría de hacer frente a mis problemas personales. También se acababa el tiempo en ese aspecto.

Cuarenta y nueve

El sábado por la mañana, 15 de agosto, con la perspectiva del testimonio ante el gran jurado y después de una noche triste y sin dormir, desperté a Hillary y le conté la verdad de lo que había sucedido entre Monica Lewinsky y yo. Me miró como si le hubiera pegado un puñetazo, casi tan enfadada conmigo por haberle mentido al respecto en enero como por lo que había hecho. Solo podía decirle que lo sentía y que, en aquel momento, pensé que no le podía contar a nadie, y menos a ella, lo que había pasado. Le dije que la amaba, que no quería herirla a ella ni a Chelsea, que estaba avergonzado de lo que había hecho y que había guardado silencio en un esfuerzo por evitar dañar a mi familia y debilitar la presidencia. Después de todas las mentiras y el acoso que habíamos sufrido desde el principio de mi mandato, no quería que la marea que siguió a mi declaración de enero me arrastrara fuera de mi cargo. Aún no comprendía del todo por qué había hecho algo tan equivocado y estúpido. Solo alcanzaría a comprenderlo paulatinamente a medida que fueran pasando los meses y fuéramos trabajando en nuestra relación.

También tenía que hablar con Chelsea y, en cierto sentido, eso fue aún más duro. Más pronto o más tarde, todos los niños descubren que sus padres no son perfectos, pero esto iba más allá de lo normal. Yo siempre había creído que era un buen padre. Los años en el instituto de Chelsea y su primer curso en la universidad ya habían estado ensombrecidos por cuatro años de ataques personales muy intensos contra sus padres. Ahora Chelsea tendría que enterarse de que su padre no solamente había cometido un terrible error sino que, además, no le había contado ni a ella ni a su madre la verdad acerca de ello. Temía que además del riesgo de perder mi matrimonio, también pudiera perder el amor y el respeto de mi hija.

El resto de aquel espantoso día estuvo dominado por otro acto terrorista. En Omagh, en Irlanda del Norte, una facción disidente del IRA que no apoyaba el acuerdo del Viernes Santo asesinó a veintiocho personas en un concurrido barrio comercial de la ciudad, con un coche bomba. Todas las partes del proceso de paz, incluido el Sinn Fein, denunciaron el atentado. Yo emití un comunicado en que condenaba aquella carnicería y expresé mis condolencias a las familias de las víctimas; también exhorté a las partes que participaban en el proceso de paz para que redoblaran sus esfuerzos. El grupo rebelde, que se autodenominaba el IRA Auténtico, contaba con unos doscientos miembros y seguidores, suficientes para causar problemas serios, pero no tantos como para interrumpir el proceso de paz; la bomba de Omagh fue una muestra más de la absoluta locura que representaba volver a la situación del pasado.

El lunes, después de pasar todo el tiempo que pude preparándome, fui abajo a la Sala de Mapas para testificar durante cuatro horas. Starr había aceptado no obligarme a comparecer ante el tribunal, probablemente debido a la reacción negativa que obtuvo cuando hizo ir a Hillary. Sin embargo, insistió en grabar mi declaración, supuestamente porque uno de los veinticuatro miembros del gran jurado no podía asistir a la sesión. David Kendall dijo que el gran jurado era bienvenido a la Casa Blanca, si Starr se avenía a no grabar mi testimonio «secreto». Se negó; yo sospechaba que quería enviar la cinta al Congreso, desde donde podría difundirse sin que él tuviera que meterse en apuros.

El gran jurado asistió a la sesión a través de un circuito cerrado de televisión en las dependencias del tribunal. Mientras, Starr y sus interrogadores se esforzaron por convertir aquella grabación en una película pornográfica casera; me hacían preguntas pensadas para humillarme y para provocar el rechazo del Congreso y del pueblo norteamericano, de modo que se levantara un clamor exigiendo mi dimisión, después de lo cual él podría presentar cargos contra mí. Samuel Johnson dijo una vez que no hay nada que centre más la mente que la perspectiva de la propia destrucción. Además, yo creía que había mucho más en juego, más allá de lo que me sucediera a mí.

Después de los preliminares, solicité hacer una breve declaración. Admití que, «en ciertas ocasiones en 1996 y una en 1997», había mantenido una conducta improcedente, que incluía contactos íntimos inapropiados con Monica Lewinsky; que dicha conducta, aunque moralmente equivocada, no consistía en haber mantenido «relaciones sexuales» tal y como yo entendía la definición del término que la juez Wright había aceptado a petición de los abogados de Jones; que asumía plena responsabilidad por mis actos, y que respondería lo mejor que pudiera a todas las preguntas de la OFI relativas a la legalidad de mis acciones, pero que no diría nada más respecto a los detalles concretos de lo que había sucedido.

A continuación el interrogador principal de la OFI me hizo una larga lista de preguntas relativas a la definición de «relaciones sexuales» que la juez Wright había impuesto. Reconocí que no había tratado de cooperar con los abogados de Jones porque ellos, como la OFI, habían cometido numerosas filtraciones ilegales y, puesto que ya sabían por entonces que su caso no tenía base legal, creía que su objetivo durante mi declaración era extraer nuevas informaciones perjudiciales para mí con la intención de filtrarlas. Dije que por supuesto yo ignoraba que en el momento de mi declaración, la oficina de Starr ya se había implicado mucho en el caso.

En ese momento, los abogados de Starr trataban de capitalizar la trampa que me habían tendido; intentaban grabarme en una cinta comentando detalles gráficos acerca de los que nadie debería verse obligado a hablar en público.

Cuando el abogado de la OFI siguió quejándose acerca de las respuestas que yo daba a sus preguntas sobre sexo, le recordé que tanto mi abogado como yo habíamos invitado a los abogados de Jones a que formularan preguntas más concretas y que habían declinado hacerlo. Dije que ahora comprendía que no lo hicieron porque ya no trataban de obtener una declaración perjudicial para mí que pudieran filtrar a la prensa. Sencillamente, estaban trabajando para Starr. Querían que el testimonio sentara las bases necesarias para obligarme a dimitir, o para iniciar el proceso de impeachment, o incluso quizá una acusación formal. De modo que no hicieron preguntas más extensas «porque temían que yo diera respuestas sinceras… Estaban tratando de tenderme una trampa y engañarme. Y ahora usted parece quejarse por el hecho de que no hicieron bien su trabajo». Confesé que «deploraba» lo que los abogados del Instituto Rutherford habían hecho en nombre de Jones —torturar a gente inocente, filtraciones ilegales, perseguir una demanda fantasma con motivaciones políticas—, «pero estaba decidido a caminar por el campo de minas que representaba ese testimonio sin violar la ley, y creo que así lo hice».

Reconocí que no había dicho la verdad a todo el que me preguntó por la noticia una vez salió a la luz pública. Y repetí una y otra vez que jamás le había pedido a nadie que mintiera. Cuando las cuatro horas acordadas expiraron, me habían repetido seis o siete veces las mismas preguntas, pues los abogados se esforzaban denodadamente por convertir mi interrogatorio en una confesión humillante e incriminatoria. La investigación que hasta entonces había durado cuatro años y había costado 40 millones de dólares se redujo a eso: a un análisis de la definición de sexo.

Terminé de declarar hacia las seis y media, tres horas y media antes de la hora prevista para mi discurso ante la nación. Yo estaba visiblemente alterado cuando fui al solarium para encontrarme con los amigos y el personal que se había reunido para hablar de lo sucedido. Entre ellos estaban el abogado de la Casa Blanca Chuck Ruff, David Kendall, Mickey Kantor, Rahm Emanuel, James Carville, Paul Begala y Harry y Linda Thomason. Chelsea también estaba allí y, para mi alivio, hacia las ocho, Hillary se sumó a la reunión.

Tuvimos una discusión sobre lo que debía decir. Todos sabíamos que tenía que admitir que había cometido un gran error y había tratado de ocultarlo. La cuestión era si también tenía que atacar la investigación de Starr y decir que había llegado el momento de cerrarla. La opinión casi unánime era que no debía hacerlo. La mayor parte de la gente ya sabía que Starr estaba fuera de control, pero necesitaban escuchar que admitía mi equivocación y presenciar mi arrepentimiento. Algunos de mis amigos me dieron lo que pensaban que eran consejos estratégicos; otros estaban sinceramente abrumados por lo que había hecho. Solo Hillary se negó a expresar su opinión; les dijo a todos que me dejaran solo para escribir mi declaración.

A las diez hablé al pueblo norteamericano de mi testimonio, dije que era el único y absoluto responsable de mi fracaso personal y admití que había engañado a todo el mundo, «incluso a mi esposa». Dije que trataba de protegerme, a mí y a mi familia, de preguntas indiscretas en una demanda promovida por intereses políticos y que había sido desestimada. También dije que la investigación de Starr se había prolongado durante demasiado tiempo, había costado demasiado dinero y había herido a demasiadas personas, y que dos años atrás, otra investigación, que fue independiente de verdad, no había hallado indicios de conducta delictiva ni en Hillary ni en mí en lo relativo a Whitewater. Finalmente, me comprometí a esforzarme al máximo por arreglar mi vida familiar; esperaba que también pudiera arreglar el tejido de la vida nacional y detener la búsqueda de la destrucción personal y la intromisión en la vida privada, para seguir adelante. Creía en todas y cada una de las palabras que pronuncié, pero mi ira no se había apaciguado lo suficiente como para mostrarme todo lo arrepentido que debería haber estado.

Al día siguiente nos fuimos a Martha's Vineyard para nuestras vacaciones anuales. Normalmente solía contar los días hasta el momento en que podíamos evadirnos y pasar un tiempo en familia; este año, aunque sabía que lo necesitábamos, deseé estar ocupado trabajando las veinticuatro horas del día. Cuando cruzamos el Jardín Sur para subir al helicóptero, con Chelsea caminando entre Hillary y yo, y Buddy trotando a mi lado, los fotógrafos captaron unas imágenes que revelaban el dolor que yo había causado. Cuando no había cámaras alrededor, mi esposa y mi hija apenas me dirigían la palabra.

Pasé los dos primeros días alternando súplicas de perdón y planeando los ataques aéreos contra al-Qaeda. De noche Hillary se iba a la cama y yo dormía en el sofá.

El día de mi cumpleaños, el general Don Kerrick, miembro del equipo de Sandy Berger, voló a Martha's Vineyard para repasar los objetivos recomendados por la CIA y la Junta de Jefes del Estado Mayor: los campamentos de al-Qaeda en Afganistán y dos objetivos en Sudán, una fábrica de curtidos en la que bin Laden tenía intereses económicos y una planta química que la CIA creía que se utilizaba para producir o almacenar una sustancia química empleada para la producción del gas nervioso VX. Eliminé la fábrica de curtidos de la lista porque no tenía ningún valor militar para al-Qaeda y quería minimizar todo lo posible las bajas civiles.

El momento del ataque en los campamentos tenía que coincidir con la reunión que, según los servicios secretos, mantendrían bin Laden y sus lugartenientes.

A las 3 de la mañana di a Sandy Berger la orden definitiva para proceder. Los destructores de la Marina estadounidense situados en el norte del mar de Arabia lanzaron misiles de crucero contra los objetivos en Afganistán, mientras se disparaban otros contra la planta química en Sudán desde barcos situados en el mar Rojo. La mayoría de los misiles dio en el blanco, pero bin Laden no se encontraba en el campamento donde la CIA pensaba que estaría, cuando los misiles impactaron. Algunos informes decían que se había ido apenas un par de horas antes, pero jamás lo supimos con seguridad. Algunas personas relacionadas con al-Qaeda murieron, así como algunos oficiales paquistaníes que al parecer estaban allí para entrenar a terroristas de Cachemira. La planta química en Sudán quedó destruida.

Después de anunciar los ataques desde Martha's Vineyard, volé de regreso a Washington para hablar con el pueblo norteamericano, por segunda vez en dos días, y decirle que había ordenado los ataques porque al-Qaeda era responsable de los atentados contra nuestras embajadas y que bin Laden era «probablemente el más importante organizador y financiador del terrorismo internacional que hay en el mundo hoy en día», un hombre que se había jurado llevar la guerra del terrorismo a Estados Unidos, sin distinguir entre militares o civiles. Declaré que nuestros ataques no estaban dirigidos contra el Islam, «sino contra los fanáticos y los asesinos», y que habíamos estado luchando contra ellos en diversos frentes, durante varios años, y seguiríamos haciéndolo, pues «esta será una larga y permanente lucha».

Por las fechas en que hablé de esa larga lucha, firmé el primero de una serie de decretos con objeto de prepararnos para ella, mediante todas las herramientas a nuestra disposición. El decreto presidencial 13099 imponía sanciones económicas contra bin Laden y al-Qaeda. Más tarde esas sanciones también se hicieron extensivas a los talibanes. Hasta la fecha, no habíamos podido desmantelar las redes de financiación de los terroristas. El decreto presidencial invocaba la Ley de Poderes Económicos de Emergencia Internacional, que habíamos empleado anteriormente para luchar con éxito contra el cártel de Cali en Colombia.

También pedí al general Shelton y a Dick Clarke que desarrollaran diversas opciones para enviar unidades de comandos a Afganistán. Pensaba que si eliminábamos un par de centros de entrenamiento de al-Qaeda, les demostraría que íbamos en serio, aunque no consiguiéramos capturar a bin Laden o a sus principales lugartenientes. Me di cuenta de que los mandos militares no querían hacerlo, quizá a causa de Somalia, quizá porque tendrían que enviar a las Fuerzas Especiales sin saber a ciencia cierta dónde estaba bin Laden, o si podríamos sacar de allí a nuestras tropas y devolverlas a casa sin peligro. En cualquier caso, yo seguí apostando por mantener la opción abierta.

También firmé diversos Memorándums de Notificación (MN) con los que permitía a la CIA al uso de fuerza letal para apresar a bin Laden. La CIA había recibido autorización previa para llevar a cabo su propia «operación de captura» contra bin Laden desde la primavera anterior, meses antes de las bombas en las embajadas, pero no contaba con la capacidad paramilitar para llevar a cabo la operación. En su lugar, contrató a miembros de las tribus locales afganas para capturar a bin Laden. Cuando los agentes de campo o las tribunas afganas plantearon la duda de si tenían que tratar de apresar a bin Laden antes de utilizar fuerza mortífera, les dejé muy claro que no era necesario. Unos meses después, extendí la autorización del uso de fuerza letal a la lista de los secuaces de bin Laden, que también se convirtieron en nuestros objetivos, y precisé las circunstancias bajo las cuales podían atacarlos.

Mayoritariamente, la reacción de los líderes del Congreso de ambos partidos al ataque de misiles fue positiva, sobre todo porque habían sido bien informados y el secretario Cohen había asegurado a sus compañeros del Partido Republicano que el ataque y el momento en que se produjo estaban justificados. El portavoz Gingrich dijo: «Hoy, Estados Unidos ha hecho exactamente lo que debía hacer». El senador Lott afirmó que los ataques eran «adecuados y justos». Tom Daschle, Dick Gephardt y todos los demócratas también los apoyaron. Pronto, me alentó la detención de Muhammad Rashed, un agente de al-Qaeda que sospechábamos que estaba implicado en la bomba de la embajada en Kenia.

Algunos me criticaron por el ataque a la planta química, que el gobierno de Sudán insistía en que no estaba relacionada con la producción o almacenamiento de sustancias químicas peligrosas. Todavía creo que tomamos la decisión adecuada. La CIA disponía de muestras de suelo obtenidas en el emplazamiento de la planta que contenían la sustancia química base para producir VX. En un juicio contra un terrorista que tuvo lugar posteriormente en Nueva York, uno de los testigos afirmó que bin Laden disponía de un centro de operaciones para la fabricación de armas químicas en Jartum. A pesar de las pruebas evidentes, ciertos miembros de los medios de comunicación insistieron en la posibilidad de que el ataque fuera una versión en la vida real de la película La cortina de humo, en la cual un presidente de ficción inicia una falsa guerra ideada para la televisión, con el objeto de distraer la atención pública de sus problemas personales.

El pueblo norteamericano tuvo que asimilar las noticias del ataque y mi testimonio ante el gran jurado al mismo tiempo. Newsweek publicó un artículo en el que informaba que la reacción del público a mi testimonio y a mi discurso televisado había sido «tranquila y comedida». La valoración de mi gestión estaba en el 62 por ciento, y el 73 por ciento de la población apoyaba los ataques. La mayor parte de la gente pensaba que había sido deshonesto en mi vida personal, pero que seguía teniendo credibilidad en los temas públicos. Por el contrario, Newsweek afirmaba que «la primera reacción de los expertos políticos rozó la histeria». Me estaban destrozando. Merecía un castigo, desde luego, pero ya lo recibía en mi casa, el lugar donde correspondía administrarlo.

Por el momento, me limitaba a esperar que los demócratas no cedieran a la presión de los medios de comunicación y pidieran mi dimisión. De ese modo, yo podría reparar la ruptura que había provocado en mi familia y en mi equipo, en el gabinete y en la gente que había creído en mí durante todos aquellos años de constantes ataques.

Después del discurso regresé a la Vineyard para pasar otros diez días. No hubo mucho deshielo en el frente familiar. Hice mi primera aparición pública desde mi testimonio ante el gran jurado en un viaje a Worcester, Massachusetts, por invitación del congresista Jim McGovern, para promover los Cuerpos de Policía, un innovador programa que ofrecía becas universitarias para la gente que se comprometía a convertirse en agente de la ley. Worcester es una ciudad chapada a la antigua, con mayoría obrera, y yo estaba algo inquieto por la forma en que me recibirían. Me animó mucho encontrar una multitud entusiasta, en un acto al que asistió el alcalde, ambos senadores y cuatro congresistas de Massachusetts. Muchas de las personas del público me instaron a seguir en mi puesto; algunas de ellas me dijeron que ellos también habían cometido errores a lo largo de su vida y que lamentaban que los míos se hubieran aireado en público.

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