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Cuando lo "legal" no es "moral" y viceversa: reflexiones en torno a una escisión moderna

Enviado por María José Rossi

    – Primeras Jornadas sobre Teoría y Filosofía Política

    Resumen

    El propósito de este trabajo es examinar los nexos entre legalidad y moralidad, habida cuenta de su conflictividad siempre latente y de la posibilidad de su mutua inadecuación, como lo puso de manifiesto recientemente el caso Videla. La escisión entre lo legal y lo moral, si bien plenamente moderna, ya reconoce antecedentes en el pensamiento de autores cristianos de la baja Edad Media. Pero es Kant quien da la fundamentación más acabada de esta dicotomía, con las consecuencias para el pensamiento y para la acción (como las que sufrimos hoy) que es preciso situar y reconocer en sus límites. La ponencia apunta así a generar el debate y estimular la reflexión sobre ciertos puntos que atañen a la especulación filosófica no menos que al interés general, por concernir precisamente a una realidad que no cesa de poner al descubierto sus antagonismos, sus puntos oscuros y sus heridas aún no cerradas.

    El problema del establecimiento de un Estado siempre tiene solución, por muy extraño que parezca, aún cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean entendimiento.I. Kant. La Paz Perpetua

    El actual juicio a Videla es interesante porque pone al descubierto el enfrentamiento de dos realidades: la moralidad y la legalidad. Realidades que la modernidad burguesa ha parido escindidas en lo formal, pero que buscan aproximarse y coincidir en el contenido.

    No hay quien lo haya expresado mejor que el propio Kant. Es menester reconocer que su reflexión intenta, por primera vez, dar fundamentación al fenómeno de la separación de las esferas, separación que la tradición filosófica empezó a dar por sentada con Maquiavelo, y que regía, de hecho, la praxis de los individuos. Partiré, por tanto, de la reflexión kantiana, pues en ella se encuentran expresamente planteados los problemas, las paradojas y las contradicciones que supone, para la teoría y para la praxis concreta, la realidad de esta separación. Los límites a que esta concepción completamente moderna de la moral y el derecho (incluyo aquí también la política) se enfrenta, quedarán resaltados con la crítica hegeliana a la moralidad, a la que haremos breve referencia sobre el final de la presente exposición.

    Para el Kant el derecho y la moral constituyen esferas independientes y autónomas. Lo que las distingue es que el derecho prescribe leyes llamadas a regir el libre arbitrio de los sujetos, libertad que se resume en el hecho de poder comprar, vender y poseer propiedades, lo que convierte al derecho en la legalidad propia de la sociedad mercantil, donde el resguardo de la propiedad y el cumplimiento de las promesas de los contratos no debe quedar librada a la buena voluntad de los sujetos sino que requiere de una fuerza pública que obligue. Ello hace que lo propio del derecho sea la posibilidad de la coacción exterior. Es propio de la moral, en cambio, prescribir leyes que se hallan en la esfera de la intención de los sujetos: la coacción es entonces es meramente interior y supone que en el ámbito de la moralidad la conciencia es, al mismo tiempo, juez y parte.

    Aun así, resulta obvio que ambas obedecen al mismo propósito, derivan de la misma fuente: asegurar la libertad de los sujetos, resguardar sus arbitrios. El problema es que, en la práctica, la legalidad puede terminar no sólo separándose de la moralidad, sino desconociendo y aún contradiciendo el mandato moral. Es cierto que, con el progreso de la racionalidad, Kant aspira a la convergencia de ambas realidades, aspiración cimentada en el supuesto iluminista de que, tanto las leyes positivas propias del derecho como las leyes morales derivan de una única razón, y la razón no puede entrar en contradicción consigo misma. Pero puede suceder que el soberano, apartándose de la razón y de sus garantías (que es siempre la universalidad de sus prescripciones) cometa injusticia. En este caso, la encrucijada para la conciencia es, ¿a quién debo obedecer?, ¿quién tiene prioridad: la conciencia o la ley civil? El viejo conflicto que supo afligir a Antígona reaparece. Y con los intentos de resolución por uno u otro lado se reactiva la oposición.

    En la tradición escolástica se intenta desatar el nudo gorgiano privilegiando la moralidad. Esto es patente en Santo Tomás, para quien las leyes humanas justas obligan en conciencia en virtud de su derivación de la ley divina, mientras que nunca es lícito obedecer las leyes injustas, por lo que cabe resistir al soberano cuando su orden contradice el mandato natural. Pero Kant es remiso a dejar librado a la conciencia lo que es interés del Estado resguardar: el orden debe conservarse a toda costa, el súbdito no tiene derecho a rebelión si el gobernante incurre en injusticia, lo único que le queda al ciudadano –si sus derechos resultan lesionados– es el poder de la queja pública. La escisión entre el ser de las determinaciones positivas y el deber ser de las determinaciones de la conciencia, ya está sellada.

    La escisión implicará un trauma siempre latente en el imaginario de Occidente, en la medida en que asesta un golpe mortal a una tradición que convocó durante siglos el pensamiento de la humanidad: la tradición clásica. La ruptura con respecto a la tradición, que concebía a la política como una continuación de la ética (y por tanto no la heterogeneidad sino la continuidad de las esferas), se profundizó cuando esta misma separación hizo posible el surgimiento de un género problemático a la propia razón: el de la inmoralidad jurídica. Es decir, un comportamiento que, siendo legal en lo exterior, puede ser, al mismo tiempo inmoral. Ello supone en el fondo que el estado ya no depende para su integridad de la bondad de los súbditos sino de la simple legalidad de sus acciones. "La comunidad política tiene por causa –había dicho alguna vez Aristóteles– la práctica de las buenas acciones y no simplemente la convivencia". Para los "ingenieros del orden correcto", en cambio, bastará "la posibilitación de una vida holgada en un orden correctamente elaborado", con lo que "el orden del comportamiento virtuoso se transforma en una regulación del tránsito social". (1)

    El texto de Kant sobre la paz perpetua abunda en expresiones de esta naturaleza. Pero esta es, sin duda, la más inquietante: El problema del establecimiento de un Estado siempre tiene solución, por muy extraño que parezca, aún cuando se trate de un pueblo de demonios; basta con que éstos posean entendimiento.

    La sentencia no podía tener mayor impacto sobre sus contemporáneos, pues significaba herir de muerte una tradición cuyos ideales de armonía y bella totalidad habían animado la imaginación moderna desde su nacimiento. Basta remitirse a Aristóteles, para quien un buen hombre sólo podía ser un buen ciudadano en un buen estado, a la vez que un buen estado requería de buenos hombres.(2) A partir de ahora, un "pueblo de demonios" puede gozar, si su inteligencia lo permite, de una buena constitución. La identidad de virtud y ciudadanía se quiebra. La mera legalidad no exige el compromiso de la virtud porque, como señala Habermas, "la antigua doctrina de la política se refería exclusivamente a la praxis…no tiene nada que ver con la techné…En el conocimiento de las condiciones de un orden estatal y social correcto ya no se requiere la acción práctica y sabia de los hombres entre sí, sino una elaboración correctamente calculada de reglas, relaciones y disposiciones". (3)

    Conviene hacer, no obstante, la siguiente salvedad. Pese a que Kant divide las aguas entre legalidad (mera conformidad a la ley) y moralidad (acogimiento pleno, en la intención, del deber), admitiendo la heterogeneidad en el comportamiento de los sujetos (hombre malo, buen ciudadano), de ello no se sigue que moral y política sean irreconciliables y, menos aún, opuestos: "No puede haber, por tanto, disputa entre la política, como aplicación de la teoría del derecho, y la moral, que es la teoría de esa doctrina". (4) También existe la posibilidad de otro género intermedio (la moralidad jurídica) en el que la obligación de obedecer al derecho se convierte en obligación moral, una "obligación ética indirecta" en la medida en que "es una exigencia que me hace la ética la de convertir en máxima el actuar conforme a derecho", y en este último caso quedaría comprendido el ciudadano que se siente moralmente impelido a obedecer su constitución. Las razones para la obligatoriedad moral del cumplimiento de leyes civiles quedan justificadas por la apelación a un expediente iusnaturalista: el orden civil es el único que puede conjurar el caos del estado de naturaleza en el que reina la inseguridad.

    Lo que de aquí se sigue es que lo que funda el derecho, no se distingue a priori de la moral propiamente dicha: todos los deberes, simplemente por ser deberes, pertenecen a la ética, dirá Kant con claridad (5); y en este sentido, el derecho no añade nada a la moral en el plano de los principios: si algo vale absolutamente en el derecho (honestidad, respeto por la vida y por los bienes del otro, tal como aparecen enunciados en la División general de los deberes jurídicos en su Metafísica de las Costumbres) lo encontramos ya en la moral. Lo que separa al derecho de la moral es el recurso a la constricción exterior, y la exigencia, derivada de aquella escisión, de una conducta legal para el agente de derecho (la cual comporta una adhesión meramente exterior a la ley jurídica: acción conforme a deber), y de moralidad para el sujeto moral (adhesión íntima a la ley moral, en la que el móvil de la acción es la idea misma del deber: acción por deber). La diferencia es pues, meramente formal: moral y derecho son formas legislativas diferentes que en nada se diferenciarían en cuanto a los principios, pues ambas hunden sus raíces en la razón trascendental –no dependen de los individuos empíricos– y tienen por fundamento –y por propósito– a la libertad.

    Hay con todo, en ese orden jurídico al amparo de los caprichos y las peripecias de la empiria, una "piedra de toque" que horada el sólido hermetismo del edificio de la razón jurídica: se trata de la defensa y la justificación incondicional de la fuerza o el poder, cuyo monopolio por parte del gobernante desactivaba automáticamente cualquier intento de resistencia o rebelión –por más injusto que resultara su proceder. Es, ni más ni menos, que la desautorización del derecho a la resistencia, derecho que asiste al ciudadano a no obedecer toda vez que sus derechos resulten vulnerados por parte del poder central. No es éste un problema menor, pues no sólo convierte a la doctrina jurídica en doctrina empírica sin más, sino que sellará para siempre la escisión positivista entre una ética normativa y una teoría empírica de la sociedad de enormes consecuencias para el análisis y la práctica política sucesivas.

    La resolución kantiana no deja de sorprender, por un lado, por su adhesión entusiasta a la revolución francesa, y por el otro, por el hecho de que la moralidad debe resignarse a un imperativo casi "exterior" a la conciencia, que es su obligación de obedecer a los mandatos emanados de la ley positiva. No obstante, la subordinación a la legalidad que Kant plantea, pese a resultar casi inconsecuente con el desarrollo de su filosofía moral, tiene un objetivo, o más bien, una explicación "por fuera" de su propio sistema: en momentos en que el orden de lo legal pugna por imponerse – sobreponiéndose a las matanzas de soberanos y a las rebeliones de los sectores más retardatarios al orden legal burgués que marcaron toda una época–, la conciencia debe retirarse para fortalecer el derecho. En términos de Hegel: el individuo debe sacrificarse a la generalidad, a lo que la época marca como lo "objetivo" (sólo que en Kant lo objetivo suele confundirse con la prescripción particular del monarca). Por tanto, es la propia fragilidad del derecho lo que demanda una defensa casi incondicional. Vemos entonces que es finalmente la historia la que termina por imponerse – y no la inmanencia abstracta de los sistemas–. Es la historia, con sus urgencias y fluctuaciones, la que dicta lo que "debe ser" y acomoda el curso del pensamiento de los hombres.

    Y ese reconocimiento nos impone un cambio de ángulo: de la consideración fija, abstracta y ahistórica del iusnaturalismo debemos remitirnos a la historicidad de las formaciones de la modernidad burguesa.

    Es Hegel el primero en demostrar que las determinaciones objetivas del derecho son históricas, y que lo que plantea la conciencia moral como Bien es casi siempre contingente. Responde a un momento de la conciencia en que ella pone lo que es el Bien, lo que es bueno, como resultado de universalizar lo que es bueno desde sí. Y al mismo tiempo esa conciencia exige al derecho su adecuación al Bien.

    Un artículo aparecido en el diario Perfil en momentos en que este conflicto marcaba un punto álgido para la opinión pública argentina (6), lo expresa del modo más claro: "es bueno celebrar la prisión del asesino, al tiempo que exigimos a las instituciones". Varias lecturas pueden hacerse de esta afirmación. Una, la que acabamos de desarrollar, la de una conciencia moral que determina lo que es bueno, y que exige, como marcaba Hegel, que las instituciones se correspondan con lo demanda de la conciencia. Se pide al derecho abstracto que sancione y ratifique lo que "esta" conciencia moral (que además, en el caso de la nota, tiene un sujeto explícito: la opinión pública, la gente) propone. Las palabras de la autora del artículo son más que elocuentes: "La justicia, no es una institución con funcionarios, sino que es un sentido moral y ético que se expresa en la condena social y en el repudio público a uno de los principales artífices de los crímenes más crueles. Y por esto creo que es bueno celebrar la prisión del asesino, al tiempo que continuamos exigiendo a las instituciones."

    Siguiendo la línea de razonamiento anterior, la historicidad y el anclaje histórico de esta afirmación la demuestra el término "asesino". Sabemos por Foucault que la emergencia de una figura como la del asesino, con todo lo que ella implica (peligro no sólo actual o efectivo sino potencial, etc.) concuerda con un momento histórico definido, que es el de la búsqueda de garantías para la propiedad . Sin embargo, la conciencia moral, si bien es hija de la historia, no está dispuesta a consentirla: una vez que el Bien ha tomado cuerpo, su misma abstracción está llamada a resistir y a negar cualquier historicidad. Y hará todo lo que se halle a su alcance para forzar la historia a sus ocurrencias y designios. A no ser que opte por la salida del renunciamiento, el camino más probable es el terror: después de todo, también al proceso lo animaba la más pura conciencia "moral".

    Lo cierto es que, como lo demuestra el caso puntual que estamos analizando, los dictámenes del derecho no siempre se adecuan al sentido de la justicia de la conciencia moral, y la encrucijada kantiana vuelve a formularse con perentoriedad y angustia para la conciencia: ¿a quién debo obedecer?

    No soy jurista, ni me adentraré en los intrincados meollos del derecho. Pero desde el ángulo de algunos doctores del derecho, la detención y juicio a Videla es ilegal (contradice el principio de que una persona no puede ser juzgada dos veces, el delito es "cosa juzgada") pero moral (coincide con la prescripción de la conciencia moral de que todo asesino merece castigo). Por tanto, siguiendo esta argumentación, si se juzga al infractor, se da satisfacción a la conciencia pero se viola la ley. Se verifica así una constante en la práctica jurídica y política argentina (no olvidemos los ya pasados intentos reelecionistas de nuestro presidente) de violación y transgresión de las instituciones y de la ley objetiva, que tanto preocupa y deja desguarnecido al ciudadano.

    Por otro lado, según la declaración de derechos del hombre, la ley es igual para todos, pero su práctica conoce excepciones. Esto que es reconocido por cualquier persona común es reclamado en este caso: que la ley haga una excepción. Que la ley se viole a fin de dar satisfacción a la conciencia, para tomar represalia contra aquellos que, en otras ocasiones, torcieron la ley para su propio beneficio, que gozaron del privilegio de la excepcionalidad. Pero con ello se legitima, de hecho, que la ley pueda ser violentada, que es justo, en ciertos casos, desviar la ley en nombre de la conciencia.

    Lo que aquí se confirma, nuevamente, es la precariedad, tanto del derecho como de la moralidad. Como formaciones históricas en permanente conflicto –conflicto del que no debemos olvidar su origen: el de la escisión de una conciencia desgarrada entre el ser y el deber ser–, ellas revelan su contingencia, su desdoblamiento, su abstracción. Y el hecho cuestionable, dudoso, de que la ley está por encima de las voluntades particulares de los sujetos. También es lo es, el de la presunta neutralidad y justicia "en sí" de la conciencia moral.

    El reconocimiento de esta historicidad no le ahorra, sin embargo, a la conciencia, el drama del conflicto: está planteado más allá de ella misma, es la médula de la objetividad de su mundo cuyas contradicciones la exasperan y obligan a posponer todo intento inmediato por resolverla. Es el drama de su mundo, un mundo cuyas trágicas consecuencias está obligada a sobrellevar, y a pensar.

    El caso argentino impone más que nunca una prudencia que no es moderna sino griega. Y el deseo de que, que por una vez, el derecho y la moral lleguen a feliz coincidencia.

    Notas

    1. J. Habermas, Teoría y praxis, Madrid, Tecnos, 1990, pág. 51.
    2. Cfr. Aristóteles, Política, Libro III, cap.II: "Ésta es, pues, la virtud del ciudadano: ser entendido en el gobierno de los hombres libres en uno y otro respecto [capacidad de obedecer y de mandar]. Ahora bien, ambas son virtudes propias del hombre bueno…"
    3. J. Habermas, op.cit., págs.50–51.
    4. Teoría y Praxis, pág. 40. Ver además Metafísica de las Costumbres (MC), "División de una Metafísica de las Costumbres", pág. 23.
    5. MC, pág. 24.
    6. Sofía Tiscornia, "Celebración y sospechas", Perfil, 15 de junio de 1998

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    María José Rossi (*)(*) Docente e investigadora, Fac. de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (UBA)