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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 6)


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Yo sabía que el éxito de la reunión se debía a algo más que a química personal. Assad había recibido grandes ayudas económicas de la ex Unión Soviética; ahora que esta ya no estaba, tenía que solicitarlas a Occidente. Para ello, debía dejar de apoyar el terrorismo en la zona, lo cual sería sencillo si lograba un acuerdo con Israel para que devolviera a Siria los Altos del Golán, perdidos durante la guerra de 1967.

Regresé a Washington a una larga serie de esos días, demasiado habituales, en que todo sucede a la vez. El día 17, Los Angeles sufrió el terremoto más costoso de la historia de Estados Unidos; causó miles de millones de dólares en daños a hogares, hospitales, escuelas y negocios. Volé hacia allí el día 19, con James Lee Witt, director de la Agencia Federal de Gestión de Emergencias (AFGE), para valorar los daños, que incluían un largo tramo de carretera interestatal que se había partido por completo. Al día siguiente, casi todo el gabinete y yo nos reunimos con el alcalde, Dick Riordan, y otros dirigentes estatales y locales en el hangar de un aeropuerto, en Burbank, para diseñar el plan de emergencias.

Gracias a un excelente trabajo en equipo, la recuperación se llevó a cabo con rapidez. La autopista principal se reconstruyó en tres meses; la AFGE proporcionó ayudas financieras a más de 600.000 familias y empresas y se reconstruyeron miles de hogares y de negocios gracias a los préstamos de la Agencia la Pequeña y Mediana Empresa.

Todo el esfuerzo costó más de 16.000 millones de dólares en ayudas directas. Yo me sentía angustiado por los californianos; había sido una de las zonas más castigadas por la recesión y por el recorte de gastos militares, sufría graves incendios y ahora el terremoto. Uno de los funcionarios locales bromeó diciendo que solo le faltaba una plaga de langostas. Su sentido del humor me recordó la famosa observación de la Madre Teresa, cuando dijo que sabía que Dios jamás le daría una carga tan pesada que no pudiera llevarla, pero que a veces desearía que Él no tuviera tanta confianza en ella.

Regresé a Washington para una entrevista con Larry King, en el primer aniversario del inicio de mi mandato, y le dije que me gustaba el trabajo, aun en los días malos. Después de todo, no estaba allí para pasármelo bien; me había comprometido a cambiar el país.

Unos días más tarde, el hijo mayor del presidente Assad, al que había educado para que le sucediera, murió en un accidente automovilísico. Cuando le llamé para expresarle mis condolencias, Assad estaba obviamente destrozado, un recordatorio de que lo peor que le puede pasar a uno es perder a un hijo.

Esa semana nombré a Bill Perry adjunto al secretario de Defensa, para que sucediera a Lee Aspin, que había dimitido de su cargo poco después de lo del Black Hawk Derribado. Habíamos realizado una búsqueda exhaustiva y, durante todo ese tiempo, el mejor candidato había estado frente a nuestras narices. Perry había dirigido varias organizaciones relacionadas con Defensa y era profesor de matemáticas e ingeniería; había realizado una espléndida labor en el Pentágono, impulsando la tecnología Stealth, la reforma del sistema de adquisiciones de material y la formulación de presupuestos realistas. Era un hombre de voz suave y carácter modesto, pero de una sorprendente dureza. Resultó ser uno de mis mejores nombramientos, probablemente el mejor secretario de Defensa desde el general George Marshall.

El día 25 pronuncié mi discurso del Estado de la Unión. Es la única vez en todo el año que el presidente tiene la oportunidad de hablar con el pueblo norteamericano, sin filtros, durante una hora entera, y quería aprovecharla al máximo. Después de un tributo al fallecido portavoz de la Cámara, Tip O'Neill, que había muerto un día antes que Madre, repasé brevemente la larga lista de éxitos parlamentarios de 1993: la economía había generado más puestos de trabajo; millones de norteamericanos habían ahorrado dinero financiando sus casas a tipos de interés más bajos; solo el 1,2 por ciento de los ciudadanos norteamericanos había visto que aumentaran sus impuestos sobre la renta; el déficit sería un 40 por ciento más bajo del fijado por las estimaciones anteriores y podríamos disminuir la nómina federal en más de 250.000 puestos, en lugar de los 100.000 que había prometido inicialmente.

El resto del discurso se centró en mi programa para 1994, empezando con la educación. Pedí al Congreso que aprobara mi iniciativa Objetivos 2000 para ayudar a las escuelas públicas a alcanzar los estándares nacionales educativos que los gobernadores y la administración Bush habían fijado, a través de reformas como la elección de las escuelas, las escuelas concertadas y el acceso a Internet para todas ellas para el año 2000. También proponía que midiéramos a la antigua el progreso de las escuelas respecto a sus objetivos: comprobando si los estudiantes aprendían o no lo que tenían que saber.

Igualmente, solicitaba más inversiones en nuevas tecnologías que generasen puestos de trabajo, y en proyectos de conversión de las instalaciones que antes trabajaban para Defensa. Exhorté a que se aprobara la ley contra el crimen y la prohibición sobre las armas de asalto, y propuse tres nuevas leyes medioambientales: la Ley para Agua Potable, una ley revitalizada de Agua Limpia y un programa reformado de Superfondos.

El Superfondo era una iniciativa conjunta del sector público y del sector privado para limpiar lugares contaminados abandonados o degradados, que representaban un peligro para la salud pública. Era importante para mí y para Al Gore; cuando dejé la presidencia, habíamos limpiado tantos emplazamientos con el Superfondo como las administraciones Reagan y Bush juntas.

Luego pedí al Congreso que en 1994 aprobara tanto la reforma de la asistencia social como la reforma sanitaria. Un millón de personas había escogido percibir ayudas sociales porque era la única forma de obtener cobertura sanitaria para sus hijos. Cuando la gente abandonaba la asistencia social para trabajar en empleos con salarios bajos y sin seguro médico, se encontraban en la increíble posición de pagar impuestos para financiar el programa Medicaid, que proporcionaba atención sanitaria a las familias que seguían dependiendo de la asistencia social.

En algún momento del año siguiente, casi sesenta millones de norteamericanos se encontraron sin cobertura sanitaria. Más de ochenta millones tenía «enfermedades preexistentes», problemas de salud que implicaban que pagarían más por el seguro, si lo obtenían, y a menudo no podían cambiar de empleo sin perderlo. Tres de cada cuatro norteamericanos tenía pólizas con «límites de por vida» respecto a la cantidad de sus gastos médicos que su seguro cubría. Eso quería decir que podían perder su seguro médico justo cuando más lo necesitaran.

El sistema también perjudicaba a la pequeña y mediana empresa: las primas que tenían que abonar eran un 35 por ciento más altas que las que pagaban las grandes empresas y el gobierno. Para controlar los costes, más y más norteamericanos se veían obligados a recurrir a las compañías de seguros médicos, que limitaban la libertad del paciente de elegir un médico, y a este le restringía las opciones del campo en que ejercer. También obligaban a los profesionales sanitarios a dedicar más tiempo a la burocracia y menos a sus pacientes. Todos estos problemas surgían de un único hecho fundamental: teníamos un sistema de cobertura irracional, hecho a retazos, en el que mandaban las compañías aseguradoras.

Dije al Congreso que sabía lo dificil que era cambiar el sistema. Roosevelt, Truman, Nixon y Carter, todos lo habían intentado y habían fracasado. El esfuerzo casi acabó con la presidencia de Truman, y su índice de popularidad descendió en picado hasta menos del 30 por ciento, lo que ayudó a los republicanos a recuperar el control del Congreso. Esto sucedió porque, a pesar de todos los problemas, la mayoría de norteamericanos disponía de algún tipo de cobertura, le gustaban sus médicos y sus hospitales y sabía que tenían un buen sistema de atención sanitaria. Todo eso aún era cierto. Pero todos aquellos que se aprovechaban del sistema de financiación de la sanidad gastaban grandes cantidades de dinero para convencer al Congreso y a la gente de que arreglar lo que no funcionaba de aquel sistema estropearía lo que iba bien.

Yo pensaba que mi argumentación había sido eficaz, excepto por una cosa: al final del apartado sobre sanidad de mi discurso, levanté una pluma y dije que la utilizaría para vetar cualquier ley que no garantizara una cobertura sanitaria universal. Lo hice porque un par de mis asesores dijeron que la gente no creería que mis convicciones eran firmes a menos que demostrara que no cedería ni pactaría. Fue como agitar un trapo rojo frente a mis adversarios del Congreso, un gesto innecesario. La política consiste en pactar, y la gente espera que el presidente gane, no que haga gestos. La reforma sanitaria era la montaña más difícil de escalar. Yo no podía hacerlo solo; necesitaba llegar a acuerdos. Sin embargo, mi error no tuvo importancia, pues Bob Dole había decidido de antemano impedir que saliera adelante cualquier tipo de reforma sanitaria.

A corto plazo, el discurso del Estado de la Unión aumentó espectacularmente el apoyo del público hacia mi programa. Newt Gingrich me dijo más adelante que después de escuchar el discurso dijo a los republicanos de la Cámara que si yo podía convencer a los demócratas del Congreso de que aceptaran mis propuestas, nuestro partido conservaría la mayoría mucho tiempo. Newt sin duda no quería que eso sucediera, así que, al igual que Bob Dole, se aseguró de que se aprobaran el menor número posible de iniciativas antes de las elecciones de mitad de mandato.

Durante la última semana de enero, mantuvimos un encendido debate en el seno de nuestro equipo de política exterior sobre si debíamos conceder un visado a Gerry Adams, líder del Sinn Fein, el brazo político del Ejército Republicano Irlandés, el IRA. Estados Unidos tenía gran importancia en ambos lados del conflicto irlandés. Durante años, ardientes norteamericanos que apoyaban al IRA proporcionaron financiación para sus violentas actividades. El Sinn Fein tenía muchos partidarios entre los católicos irlandeses que rechazaban el terrorismo pero querían el fin de la discriminación contra sus correligionarios y más autonomía política, con participación católica, en Irlanda del Norte. Los británicos y los protestantes irlandeses también tenían sus seguidores, que deploraban cualquier trato con el Sinn Fein a causa de sus lazos con el IRA, y que creían que no teníamos que entremeternos en los asuntos del Reino Unido, nuestro aliado más importante. Ese argumento había marcado la actitud de todos mis predecesores, incluidos los que comprendían las legítimas quejas de los católicos de Irlanda del Norte. Ahora, con la Declaración de Principios, había llegado el momento de revisar nuestra postura.

En la declaración, por primera vez, el Reino Unido se comprometía a respetar los deseos de los habitantes de Irlanda del Norte sobre su estado político, e Irlanda renunciaba a su reivindicación histórica respecto de los seis condados del norte hasta que una mayoría de ciudadanos votara para cambiar su estado. Los unionistas más moderados y los partidos nacionalistas irlandeses apoyaban el tratado con cautela. El reverendo Ian Paisley, líder el Partido Unionista Democrático, de tendencias extremistas, creía que el acuerdo era un ultraje. Gerry Adams y el Sinn Fein estaban decepcionados porque los principios no concretaban la forma en que se desarrollaría el proceso de paz y qué papel tendría el Sinn Fein. A pesar de las respuestas ambiguas, los gobiernos británicos e irlandés claramente estaban presionando a todos los partidos para que colaboraran con ellos en el camino hacia la paz.

Desde el momento en que se hizo la declaración, los aliados de Adams en Estados Unidos me pidieron que le concediera un visado para que visitara el país. Dijeron que aumentaría su prestigio y su capacidad para implicarse en el proceso y presionar al IRA para que abandonara las armas. John Hume, líder del moderado Partido Social Demócrata Laborista, cuya carrera estaba dedicada a la acción no violenta, dijo que había cambiado de opinión respecto al visado de Adams. Ahora creía que sería un avance para el proceso de paz. Un grupo de activistas norteamericanos de origen irlandés estaban de acuerdo, entre ellos mi amigo Bruce Morrison, que había organizado nuestra iniciativa para contactar con la comunidad irlandesa en 1992, y también nuestra embajadora en Irlanda, Jean Kennedy Smith.

En el Congreso también había gente a favor, como su hermano, el senador Ted Kennedy, y los senadores Chris Dodd, Pat Moynihan y John Kerry, al igual que los congresistas por Nueva York, Peter King y Tom Manton. El portavoz de la Cámara, Tom Foley, que llevaba tiempo dedicado a los temas irlandeses, seguía oponiéndose firmemente a la concesión del visado.

A principios de enero, el primer ministro irlandés, Albert Reynolds, nos informó de que, al igual que John Hume, ahora estaba a favor del visado porque Adams estaba trabajando para la paz y pensaba que el visado le daría poder de negociación para presionar al IRA, alejarlo de la violencia y acercarlo al proceso de paz. El gobierno británico seguía categóricamente en contra del visado, a causa del largo historial de actos de terror del IRA y porque Adams no había renunciado a la violencia ni había expresado su apoyo a la Declaración de Principios, como base para empezar a resolver el conflicto.

Le dije a Albert Reynolds que consideraría lo del visado si Adams recibía una invitación formal para participar en algún acto en Estados Unidos. Poco después, Adams, junto con los líderes de los demás partidos de Irlanda del Norte, fue invitado a una conferencia de paz en Nueva York organizada por un grupo de política exterior norteamericano. Esto puso el tema del visado sobre el tapete, y se convirtió en el primer tema de importancia sobre el que mi equipo de asesores en política exterior no pudo ponerse de acuerdo.

Warren Christopher, el Departamento de Estado y nuestro embajador en Gran Bretaña, Ray Seitz, se oponían categóricamente a la concesión del visado; argumentaban que, puesto que Adams no quería renunciar a la violencia, nos haría parecer débiles frente al terrorismo y perjudicaría irreparablemente nuestra tan cacareada «relación especial» con Gran Bretaña, incluidas la posibilidades que tendríamos para obtener la cooperación británica en el tema de Bosnia y otros asuntos de importancia. El Departamento de Justicia, el FBI y la CIA estaban de acuerdo con el Departamento de Estado. Su unánime opinión ciertamente tenía un peso muy importante.

Había tres personas trabajando en el tema irlandés en el Consejo de Seguridad Nacional: Tony Lake; la directora de gabinete del Consejo, Nancy Soderberg, y nuestra encargada de temas europeos, la mayor de la armada, Jane Holl. Con mi apoyo, estudiaban desde un punto de vista independiente la cuestión del visado, al tiempo que trataban de alcanzar un consenso con el Departamento de Estado cooperando con el subsecretario, Peter Tarnoff. El equipo del Consejo de Seguridad Nacional pronto estuvo seguro de que Adams estaba a favor de que el IRA depusiera las armas, de la plena participación del Sinn Fein en el proceso de paz, y de un futuro democrático para Irlanda del Norte. Su análisis parecía lógico. Los irlandeses empezaban a prosperar económicamente, toda Europa estaba avanzando hacia una mayor integración económica y política y la tolerancia entre los irlandeses respecto al terrorismo había caído en picado.

Por otra parte, el IRA era un hueso duro de roer, formado por hombres curtidos que habían llevado una vida de odio hacia los británicos y los unionistas del Ulster; para ellos la idea de una coexistencia pacífica, y seguir formando parte del Reino Unido, era un anatema. Puesto que en los condados del norte había un 10 por ciento más de población protestante que católica, y la Declaración de Principios obligaba tanto a Irlanda como al Reino Unido a un futuro democrático basado en la voluntad de la mayoría, Irlanda del Norte probablemente seguiría formando parte del Reino Unido durante bastante tiempo. Adams lo sabía, pero también creía que el terror no traería ninguna victoria; parecía sincero cuando decía que su deseo era que el IRA depusiera las armas a cambio del fin de la discriminación y del aislamiento que sufrían los católicos.

Basándose en este análisis, el CSN determinó que debíamos conceder el visado, pues impulsaría el margen de maniobra de Adams en el Sinn Fein y con el IRA, respaldado por la creciente influencia norteamericana. Esto era importante, pues a menos que el IRA renunciara a la violencia y el Sinn Fein participara en el proceso de paz, el conflicto irlandés no podría resolverse.

El debate se prolongó hasta unos días antes de que la conferencia se iniciara, con los aliados del gobierno británico y de Adams en el Congreso, y la comunidad irlandesa de Estados Unidos subiendo el tono de sus declaraciones. Escuché cuidadosamente a ambas partes, incluidos una apasionada súplica de última hora de Warren Christopher de que no lo hiciéramos y un mensaje de Adams diciendo que el pueblo irlandés se estaba arriesgando por la paz y que yo también debía arriesgarme. Nancy Soderberg dijo que se había reconciliado con la idea del visado porque había llegado a la convicción de que Adams hablaba en serio respecto al proceso de paz y que, en el momento actual, no podía ser más claro de lo que ya había sido sobre su deseo de abandonar la violencia, sin perjudicar su posición dentro del Sinn Fein y de cara al IRA. Nancy había sido mi asesora de política exterior desde los días de la campaña electoral, y yo tenía un gran respeto por su juicio.

También me impresionó que Tony Lake estuviera de acuerdo con ella. En tanto que asesor de seguridad nacional, Tony tenía que negociar con los británicos muchos otros temas que podían verse afectados negativamente por el visado. También me daba cuenta de las implicaciones de esta decisión en el marco de nuestros esfuerzos globales por luchar contra el terrorismo. El vicepresidente Gore también sabía que el contexto que rodeaba la cuestión del visado era más amplia, e igualmente estaba a favor. Decidí emitir el visado, pero restringirlo de forma que Adams no pudiera recaudar fondos ni salir de Nueva York durante su estancia de tres días.

Los británicos se pusieron furiosos. Pensaban que Adams solo era un charlatán mentiroso que no tenía ninguna intención de abandonar la violencia. Gran Bretaña había padecido un intento de asesinato contra Margaret Thatcher y habían muerto en atentados miles de ciudadanos británicos, entre ellos niños inocentes, funcionarios gubernamentales y un miembro de la familia real, Lord Mountbatten, que se había encargado de supervisar el fin del imperio británico en India. Los partidos unionistas boicotearon la conferencia a causa de la presencia de Adams. Durante algunos días, John Major se negó a contestar a mis llamadas telefónicas. La prensa británica estaba repleta de artículos y columnas de opinión que afirmaban que había perjudicado la especial relación que existía entre nuestras naciones. Un titular memorable decía: «La repugnante serpiente de Adams escupe su veneno a los yanquis».

Parte de la prensa insinuaba que había emitido el visado para ganarme el voto irlandés en Estados Unidos y porque aún estaba enfadado con Major por sus intentos de ayudar al presidente Bush durante la campaña electoral. No era cierto. Jamás había estado tan molesto con Major como los británicos creían y le admiraba por la forma en que se la jugaba defendiendo la Declaración de Principios; tenía una escasa mayoría en el Parlamento y necesitaba los votos de los unionistas irlandeses para conservarla. Además, despreciaba el terrorismo, como el pueblo norteamericano; políticamente, la decisión conllevaba muchos más problemas que beneficios.

Concedí el visado porque pensaba que era la mejor posibilidad que teníamos de poner fin a la violencia. Recordé lo que solía decir Yitzhak Rabin: uno no acuerda la paz con sus amigos.

Gerry Adams viajó a Estados Unidos el 31 de enero, y los norteamericanos de origen irlandés favorables a la causa le dieron una cálida bienvenida. Durante la visita prometió trabajar dentro del Sinn Fein para que se tomaran decisiones positivas concretas. Poco después, los británicos aceleraron sus esfuerzos para establecer negociaciones con los partidos de Irlanda del Norte, y el gobierno irlandés aumentó su presión sobre el Sinn Fein para que cooperase. Siete meses después, el IRA declaró una tregua. La decisión del visado había funcionado. Fue el principio de mi profunda implicación en la larga, emocionante y compleja búsqueda de la paz en Irlanda del Norte.

El 3 de febrero, empecé el día con mi segundo Desayuno Nacional de Oración. La Madre Teresa era la oradora invitada, y yo declaré que debíamos tratar de emularla y aportar más humildad y un espíritu de reconciliación a la política. Esa tarde me puse manos a la obra en el tema de la reconciliación y levanté nuestro antiguo embargo comercial sobre Vietnam, después de la notable colaboración que había prestado el gobierno vietnamita para solucionar los casos de los prisioneros de guerra y de los desaparecidos en combate que aún estaban pendientes, y en la devolución a Estados Unidos de los restos de los oficiales muertos.

Mi decisión recibió el firme apoyo de los veteranos del Vietnam del Congreso, en particular de los senadores John Kerry, Bob Kerrey y John McCain y del congresista Pete Peterson, de Florida, que había sido prisionero de guerra en Vietnam durante más de seis años.

Durante la segunda semana de febrero, después del brutal bombardeo del mercado de Sarajevo por parte de los serbios de Bosnia en el que habían muerto docenas de inocentes, la OTAN finalmente votó, con la aprobación del secretario general de Naciones Unidas, a favor de un ataque aéreo contra los serbios si no retiraban su armamento pesado a más de veinte kilómetros de distancia de la ciudad. Llegaba tarde, pero aun así era un voto arriesgado para los canadienses, cuyas fuerzas en Srebrenica estaban rodeadas por los serbios, o para los franceses, británicos, españoles y holandeses, que tenían un número reducido, y vulnerable, de tropas en el territorio.

Poco después, el armamento pesado se retiró o quedó bajo el control de Naciones Unidas. El senador Dole aún presionaba para obtener un levantamiento unilateral del embargo de armas, pero por el momento a mí me bastaba con lo que habíamos obtenido, pues por fin teníamos luz verde para los ataques aéreos de la OTAN; además, no quería que se utilizara nuestro abandono unilateral del embargo en Bosnia como excusa para no respetar los embargos que apoyábamos en Haití, Libia e Irak.

A mitad de mes, Hillary y Chelsea se fueron a Lillehammer, Noruega, para representar a Estados Unidos en los Juegos Olímpicos de Invierno, y yo volé a Hot Springs para ver a Dick Kelley. Habían pasado cinco semanas desde el funeral de Madre y quería comprobar cómo estaba. Dick se sentía solo en su casa, donde la presencia de Madre aún se hacía sentir en cada habitación, pero el viejo veterano de la marina estaba recuperando su carácter activo y ya pensaba en la forma de seguir adelante con su vida.

Pasé las dos semanas siguientes promoviendo la reforma sanitaria y la ley contra el crimen en distintos foros por todo el país, y ocupándome de la política exterior. Recibimos una excelente noticia cuando Arabia Saudí aceptó comprar aviones norteamericanos por valor de 6.000 millones de dólares, después de las intensas negociaciones de Ron Brown, Mickey Kantor y el secretario de Transporte, Federico Peña.

También nos sorprendió muchísimo cuando el FBI arrestó al veterano agente de la CIA Aldrich Ames, que llevaba más de treinta y un años en la agencia, y a su esposa, y desveló uno de los casos de espionaje más importantes de toda la historia de Estados Unidos. Durante nueve años, Ames había ganado una fortuna entregando información que había provocado la muerte de más de diez de nuestros informadores en Rusia y que había perjudicado seriamente la capacidad de maniobra de nuestros servicios secretos. Después de años tratando de atrapar al doble agente, que tenían la certeza que estaba actuando desde dentro, finalmente el FBI, con la colaboración de la CIA, logró cazarle.

El caso Ames planteó muchos interrogantes acerca de la vulnerabilidad de nuestro servicio de inteligencia y de nuestra política hacia Rusia: si nos estaban espiando, ¿acaso no debíamos cancelar o suspender nuestras ayudas económicas? En una sesión bipartidista del Congreso, y en respuesta a las preguntas de la prensa, me declaré contrario a la suspensión de las ayudas. En Rusia había una lucha interna entre el ayer y el mañana: la Rusia del ayer nos espiaba, pero nuestra ayuda estaba apoyando a la Rusia del mañana, reforzando la reforma democrática y económica y localizando y eliminando su armamento nuclear. Además, los rusos no eran los únicos que tenían espías.

Hacia finales de mes, un colono militante israelí, ultrajado por la perspectiva de devolver Cisjordania a los palestinos, disparó contra varios creyentes en la Mezquita de Abraham, en Hebrón. El asesino actuó durante el mes santo de Ramadán, en un lugar sagrado tanto para los musulmanes como para los judíos, donde se creía que estaba la tumba de Abraham y de su mujer, Sarah. Parecía claro que su intención era desencadenar una reacción violenta que desbaratase el proceso de paz. Para evitarlo, le pedí a Warren Christopher que se pusiera en contacto con Rabin y Arafat y les invitara a enviar negociadores a Washington tan pronto como fuera posible, y que se quedaran allí hasta que se hubieran fijado pasos concretos para poner en práctica el acuerdo.

El 28 de febrero, unos cazas de la OTAN abatieron cuatro aviones serbios por violar la zona de exclusión aérea, la primera acción militar en los cuarenta y cuatro años de la historia de la alianza. Yo esperaba que los ataques aéreos, junto con nuestro éxito al forzar el levantamiento del sitio de Sarajevo, convencerían a los aliados para que adoptaran una postura más enérgica frente a la agresión serbia en los pueblos de Tuzla, Srebrenica y en las zonas colindantes.

Uno de estos aliados, John Major, se encontraba en Estados Unidos ese día para hablar de Bosnia e Irlanda del Norte. Le llevé a Pittsburgh, donde su abuelo había trabajado en las fábricas de acero del siglo XIX. Major pareció disfrutar por reencontrarse con sus raíces en el corazón industrial de Estados Unidos. Esa noche se quedó en la Casa Blanca, el primer líder extranjero que lo hacía durante mi mandato.

Al día siguiente dimos una conferencia de prensa, que no fue muy destacable, excepto por el mensaje general que mandaba, que nuestro desacuerdo sobre el visado de Adams no entorpecería la relación angloamericana ni nos impediría colaborar estrechamente en Bosnia y en otros temas. Major me pareció un hombre serio, inteligente y, como ya he dicho, profundamente entregado a resolver el problema irlandés, a pesar de que el propio esfuerzo amenazaba su situación en el Parlamento, ya de por sí precaria. Pensé que era mejor dirigente de lo que a menudo reflejaba la prensa, y después de pasar aquellos dos días juntos mantuvimos una buena y productiva relación de trabajo.

Treinta y ocho

Mientras yo me esforzaba en mi labor en política exterior, la nueva situación creada por Whitewater empezaba a tomar forma en casa. En marzo, Robert Fiske comenzó a trabajar con energía; mandó citaciones a diversos miembros del equipo de la Casa Blanca, entre ellos a Maggie Williams y a Lisa Caputo, que trabajaban para Hillary y eran amigas de Vince Foster. Mack McLarty organizó un equipo de respuesta a Whitewater, dirigido por Harold Ickes, para coordinar las réplicas a las preguntas de Fiske y de la prensa, y para que el resto del equipo, y yo mismo, pudiéramos dedicarnos a la función pública que habíamos ido a cumplir a Washington. De esa forma también reducíamos al mínimo las conversaciones sobre Whitewater entre los miembros del equipo, con Hillary o conmigo. Esas conversaciones solo servirían para que los más jóvenes se expusieran al riesgo de que los citaran a declarar, o a que lanzasen contra ellos ataques políticos o procesos legales que comportarían elevadas facturas de abogados. Había muchos intereses creados para descubrir cualquier sombra de delito. Si no había nada ilegal en aquel lejano negocio inmobiliario, quizá pudieran descubrir algo negativo en la forma en que nos enfrentábamos a ese problema.

Este sistema funcionó bastante bien para mí. Después de todo, yo había aprendido a llevar vidas paralelas de pequeño; la mayor parte del tiempo, era capaz de dejar a un lado todas las acusaciones y las insinuaciones y concentrarme en mi trabajo. Sabía que resultaría más duro para los que jamás han vivido bajo la amenaza permanente de ataques arbitrarios y destructivos, especialmente en un ambiente en que cualquier acusación comporta la presunción de culpabilidad. Desde luego, había algunos expertos legales, como Sam Dash, que hablaban de lo mucho que cooperábamos –en comparación con las administraciones de Reagan y de Nixon– porque no nos resistíamos a las citaciones y porque entregamos todos nuestros archivos, primero al Departamento de Justicia y luego a Fiske. Pero las reglas del juego habían cambiado: a menos que Hillary y yo fuéramos capaces de demostrar nuestra inocencia de cualquier cargo del que pudieran acusarnos, la mayoría de preguntas y noticias estaban envueltas en un tono de intensa sospecha; el subtexto era que sin duda teníamos que haber hecho algo malo.

Por ejemplo, cuando nuestra documentación financiera salió publicada en la prensa, el New York Times informó de que, a partir de una

inversión de mil dólares, Hillary había ganado cien mil en el mercado de futuros en 1979, con la ayuda de Jim Blair. Blair era uno de mis amigos más cercanos, y aunque es cierto que prestó ayuda a Hillary y a algunos amigos en la compraventa de bienes, ella corrió sus propios riesgos y le pagó más de 18.000 dólares por sus servicios de intermediario; luego, fue ella quien, siguiendo su propio instinto, lo dejó antes de que el mercado se hundiera. Leo Melamed, un republicano que había sido presidente de la Bolsa Mercantil de Chicago, donde se compran y venden futuros sobre productos agrícolas, revisó todas las transacciones de Hillary y dijo que eran correctas. Pero aquello no importaba. Durante años, nuestros detractores se refirieron a los beneficios en los futuros que consiguió Hillary como una supuesta prueba de corrupción.

La presunción de delito se reflejaba también en un reportaje de Newsweek que afirmaba que Hillary no había invertido su propio dinero en aquel «afortunado negocio». El análisis de aquel artículo decía estar basado en la experta opinión del profesor Marvin Chirelstein de la Facultad de Derecho de Columbia, una de las autoridades nacionales en derecho mercantil y contratos, que me había dado clases en Yale y al que nuestro abogado había pedido que revisara nuestras declaraciones de renta de 1978-1979, el período de la inversión en Whitewater. Chirelstein cuestionó la historia de Newsweek; dijo que «yo jamás he dicho nada parecido» y que se sentía «ultrajado y humillado».

Por la misma época, la revista Time publicó una fotografía en portada que pretendía mostrar a George Stephanopoulos mirando por encima de mi hombro mientras yo estaba sentado a mi mesa, nervioso por lo de Whitewater. En realidad, la foto correspondía a una anterior reunión de agenda diaria en la que había más gente presente; al menos había dos personas más en la fotografía original. Time simplemente se limitó a borrarlos.

En abril, Hillary dio una conferencia de prensa para responder a las preguntas sobre sus inversiones de futuros y sobre Whitewater. Lo hizo muy bien, y yo me sentí orgulloso de ella. Incluso logró arrancar una carcajada de los periodistas cuando reconoció que su creencia en que existía una «zona de privacidad» quizá fuera el motivo por el cual no había reaccionado tan bien como hubiera debido cuando la prensa le preguntaba por hechos personales de su pasado, pero que «después de resistirme durante un tiempo, esa zona había sido recalificada».

La presunción de culpabilidad que cayó sobre nosotros también se hizo extensiva a otras personas. Por ejemplo, Roger Altman y Bernie Nussbaum recibieron fuertes críticas por sus comentarios sobre las acusaciones que la Corporación de Resolución de Fondos (CRF) había hecho contra Madison Guaranty, pues la CRF formaba parte del Departamento del Tesoro, y Altman lo estaba supervisando temporalmente. Presumiblemente, sus detractores pensaron que Nussbaum podía estar tratando de influir en las investigaciones de la CRF. De hecho, los comentarios se hicieron en respuesta a las preguntas de la prensa sobre unas filtraciones de la investigación sobre Madison, y el comité ético del Departamento del Tesoro las había aprobado.

Edwin Yoder, un columnista progresista de la vieja escuela, dijo que Washington estaba siendo tomado por «limpiadores étnicos». En una columna sobre la reunión NussbaumAltman, dijo:

Me gustaría que alguien me explicara por qué es tan retorcido que el equipo de la Casa Blanca quiera obtener información procedente de otras ramas del Ejecutivo sobre acusaciones y rumores que afectan al presidente…

Robert Fiske consideró que los contactos entre la Casa Blanca y el Departamento del Tesoro fueron legales, pero eso no detuvo la campaña difamatoria contra Nussbaum y Altman. Por esa época, a todos nuestros asesores políticos tenían que leerles sus derechos unas tres veces al día. Bernie Nussbaum dimitió a principios de marzo; jamás superó mi insensata decisión de solicitar un fiscal independiente y no quería ser una fuente de más problemas. Altman dejó el gobierno unos meses más tarde. Ambos eran funcionarios honestos y capaces.

En marzo, Roger Ailes, un veterano partidario de los republicanos que se había convertido en presidente de la CNBC, acusó a la administración de «encubrimiento del caso Whitewater que incluye… fraude inmobiliario, contribuciones ilegales, abuso de poder… encubrimiento de un suicidio… posible asesinato». Ya no quedaba mucho de los criterios de «pruebas verosímiles de delito».

William Safire, el columnista del New York Times que había sido redactor para Nixon y Agnew y parecía decidido a demostrar que todos sus sucesores eran realmente malos, fue especialmente ferviente en sus afirmaciones infundadas de que la muerte de Vince estaba relacionada con la conducta ilegal de Hillary y mía. Por supuesto, la nota de suicido de Vince decía exactamente lo contrario –que no habíamos hecho nada malo– pero eso no impidió a Safire especular con la posibilidad de que Vince hubiera guardado indebidamente en su despacho archivos que contenían información perjudicial para nosotros.

Ahora sabemos que gran parte de la supuesta información que alimentaba las erróneas pero hirientes noticias que se publicaban procedía de David Hale y de los conservadores de extrema derecha que se sirvieron de él. En 1993, se acusó a Hale, el juez municipal republicano de Little Rock, de defraudar a la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa la cantidad de 900.000 dólares de fondos federales que tendrían que haberse utilizado para conceder préstamos a pequeños negocios a través de su compañía, Capital Management Services (una auditoría posterior de la Oficina General de Contabilidad, el OGC, desveló que el fraude ascendía finalmente a 3,4 millones de dólares). En lugar de eso, se entregó el dinero a sí mismo a través de una serie de empresas fantasma.

Hale habló de sus apuros con el juez Jim Johnson, el viejo racista de Arkansas que se había presentado a gobernador contra Win Rockefeller en 1966 y contra el senador Fulbright en 1968. Johnson tomó a Hale bajo su ala, y en agosto lo puso en contacto con un grupo conservador llamado Ciudadanos Unidos, cuyos dirigentes eran Floyd Brown y David Bossie. Brown era el que, en 1988, había producido los infames anuncios de Willie Horton contra Mike Dukakis. Bossie le había ayudado a escribir un libro para la campaña de 1992, titulado Slick Willie: Why America Cannot Trust Bill Clinton, en el cual el autor expresaba sus agradecimientos «especiales» al juez Jim Johnson.

Hale afirmó que yo le había presionado para que prestara 300.000 dólares de Capital Management a una compañía propiedad de Susan McDougal, con objeto de entregárselos a los representantes demócratas de Arkansas. A cambio, McDougal le prestaría a Hale más de 800.000 dólares de Madison Guaranty y le permitiría obtener otro millón de dólares más de la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa. Era una historia absurda y falsa, pero Brown y Bossie se lo trabajaron mucho; la vendieron de puerta en puerta. Aparentemente, Sheffield Nelson también ayudó, pasándosela a su contacto en el New York Times, Jeff Gerth.

Hacia marzo de 1994, los medios de comunicación se frotaban las manos acerca de algunos documentos que había destruido el bufete Rose; una de las cajas llevaba las iniciales de Vince Foster. El bufete explicó que se había destruido material no relacionado con Whitewater y que era un procedimiento habitual para los documentos que ya no eran necesarios. Nadie en la Casa Blanca sabía nada de las destrucciones rutinarias de documentos prescindibles no relacionados con Whitewater que se producían en el bufete Rose. Además, no teníamos nada que ocultar, y seguía sin haber la menor prueba que indicase lo contrario.

La cosa empeoró tanto que incluso el prestigioso periodista David Broder calificó a Bernie Nussbaum de «desafortunado» por haber tolerado conductas arrogantes y abusos de poder que hicieron que «las palabras ya demasiado familiares de investigación, citación, gran jurado, dimisión, resonaran por todo Washington durante la pasada semana». Broder incluso llegó a comparar las «salas de guerra» que gestionaban nuestras campañas para el plan económico y el TLCAN con las listas de enemigos de Nixon.

Nussbaum, desde luego, no tuvo suerte. No habría habido investigación, citaciones ni gran jurado si le hubiera escuchado y me hubiera negado a ceder en lo de solicitar un fiscal independiente para «despejar el ambiente». La única ofensa real de Bernie consistió en que creía que yo debía actuar según la ley y los criterios establecidos y apropiados, en lugar de plegarme a los constantes cambios de reglas de los medios de comunicación acerca de lo de Whitewater, cuyo único fin era conseguir los mismos resultados que afirmaban deplorar.

El sucesor de Nussbaum, un veterano abogado de Washington, Lloyd Cutler, se había ganado una muy buena reputación en el establishment de Washington. Durante los siguientes meses, su presencia y sus consejos nos ayudaron mucho, pero ya no pudo revertir la marea de Whitewater.

Rush Limbaugh se lo estaba pasando en grande con su espectáculo, revolcándose en el barro de Whitewater. Afirmó que habían asesinado a Vince en un apartamento propiedad de Hillary y que habían trasladado su cuerpo al parque de Fort Marcy. Yo no podía ni imaginarme qué efecto tendría aquello en la esposa y en los hijos de Vince, ni en cómo se sentirían. Más tarde, Limbaugh hizo una falsa acusación según la cual «periodistas y otras personas que están implicadas en lo de Whitewater han sido apaleadas y acosadas en Little Rock. Algunos incluso han muerto».

Como no era cuestión de que Limbaugh lo superara, el ex congresista republicano Bill Dannemeyer reclamó la convocatoria de sesiones del Congreso acerca del «preocupante» número de personas relacionadas conmigo que habían muerto «en circunstancias poco habituales». La espeluznante lista de Dannemeyer incluía a mi copresidente financiero de campaña, Vic Raiser, y a su hijo, que habían muerto trágicamente en un accidente de aviación en un viaje a Alaska en 1992, y a Paul Tully, el director político del Partido Demócrata, que había fallecido de un ataque al corazón mientras trabaja en la campaña en Little Rock. Yo había pronunciado los panegíricos en ambos funerales y, más tarde, nombré a la viuda de Vic, Molly, jefe de protocolo.

Jerry Falwell aún superó a Dannemeyer, emitiendo Circle of Power, un video acerca de las «incontables personas que murieron misteriosamente» en Arkansas; el programa insinuaba que yo era de algún modo responsable de aquellas muertes. Luego llegó la secuela de Falwell, The Clinton Chronicles, que promocionó en su programa televisivo The Old Time Gospel Hour. En el vídeo, Dannemeyer y el juez Jim Johnson me acusaban de estar implicado en el tráfico de cocaína, de hacer asesinar a los testigos y de ordenar los asesinatos de un investigador privado y de la esposa de un policía estatal. Muchos de los «testigos» cobraban por sus testimonios y Falwell vendió muchísimas de esas cintas.

A medida que Whitewater se desarrollaba, yo trataba de conservar la perspectiva y recordar que no todo el mundo era presa de la histeria colectiva. Por ejemplo, USA Today publicó una noticia positiva sobre Whitewater, que incluía entrevistas con Jim McDougal, en la que afirmaba que Hillary y yo no habíamos cometido ningún delito, y con Chris Wade, el agente inmobiliario del norte de Arkansas que supervisó los terrenos de Whitewater y que también declaró que estábamos diciendo la verdad acerca de nuestra mínima implicación en la propiedad.

Podía entender por qué los conservadores de extrema derecha como Rush Limbaugh, Bill Dannemeyer, Jerry Falwell y un periódico como el Washington Times decían esas cosas. El Washington Times era declaradamente de derechas, estaba financiado por el reverendo Sun Myung Moon y editado por Wes Pruden Jr., cuyo padre, el reverendo Wesley Pruden, había sido capellán del Consejo de Ciudadanos Blancos en Arkansas y un aliado del juez Jim Johnson en su cruzada fracasada contra los derechos civiles de los negros. A lo que no daba crédito era que el New York Times, el Washington Post y algunas personas y publicaciones que yo siempre había respetado, y en los que había confiado, se hubieran dejado tomar el pelo por tipos de la calaña de Floyd Brown, David Bossie, David Hale y Jim Johnson.

Por esas fechas ofrecí una cena en la Casa Blanca como muestra de respeto del Mes de Historia Negra. Entre los asistentes estaban mi viejo profesor de la facultad de derecho Burke Marshall y su amigo Nicholas Katzenbach, que tanto había hecho por el avance de los derechos civiles desde el Departamento de Justicia de Kennedy. Nick se me acercó y me dijo que estaba en la junta directiva del Washington Post, y que se avergonzaba de la cobertura que el rotativo estaba haciendo de lo de Whitewater, y del «terrible perjuicio» que yo y mi presidencia estábamos sufriendo por cargos que no tenían la menor importancia. «¿De qué va todo esto? –preguntó–. Porque desde luego no va del interés del público.»

No importaba de qué iba, pero estaba funcionando. Una encuesta en marzo indicó que la mitad de la población pensaba que Hillary y yo mentíamos acerca de Whitewater, y un tercio opinaba que habíamos hecho algo ilegal. Tengo que confesar que Whitewater, y especialmente los ataques contra Hillary, se cobraron un precio más alto de lo que creí en un principio. Las acusaciones eran infundadas y no había la menor prueba que las corroborase. Yo tenía otros problemas, pero exceptuando algunas muestras de tozudez, Hillary estaba por encima de todo reproche. No podía soportar ver que la herían con una acusación falsa tras otra, además teniendo en cuenta que yo lo había empeorado todo, cediendo frente a la ingenua idea de que un fiscal independiente aclararía las cosas.

Tenía que esforzarme muchísimo para controlar mi ira, y no siempre lo lograba. El gabinete y el equipo parecían comprenderlo y toleraban mis ocasionales estallidos, y Al Gore me ayudó a superarlos. Aunque seguí trabajando duro y seguía disfrutando con mi trabajo, mi estado de ánimo habitualmente alegre y mi optimismo innato tuvieron que pasar duras pruebas, una tras otra.

Reírse de ello ayudaba. Cada primavera se celebraban tres cenas de prensa, que organizan el Gridiron Club, los corresponsales de la Casa Blanca y los corresponsales de radio y de televisión. Son una oportunidad para que la prensa pueda reírse del presidente y de otros políticos, y ofrecen al presidente la posibilidad de replicar. Yo esperaba estas ocasiones con ilusión, porque nos permitían a todos bajar un poco la guardia. Me recordaban que la prensa no era un monolito y que la mayoría de las personas que trabajaban en los medios era gente buena que trataba de ser justa. También, como dicen los Proverbios, «Un corazón feliz es una buena medicina, pero un espíritu roto seca los huesos».

Me encontraba de bastante buen humor el 12 de abril en la cena de los corresponsales de radio y televisión, y tuve ocasión de soltar algunas frases ingeniosas, como: «Realmente estoy encantado de estar aquí esta noche. No sé si se lo creerán pero tengo unas tierras en el noroeste de Arkansas que me gustaría enseñarles»; «Algunos dicen que mis relaciones con la prensa han estado marcadas por la autocompasión. Me gusta pensar en ello como los límites exteriores de mi empatía. Siento mi propio dolor»; «Faltan tres días para el 15 de abril, y la mayoría de ustedes tienen que estar más pendiente de mis impuestos que de los suyos» y «¡Aún creo en un lugar llamado Ayuda!».

La trama que más tarde Hillary calificaría como una «gran conspiración de extrema derecha» ha sido relatada con todo detalle en el libro de Sidney Blumenthal The Clinton Wars, y en el de Joe Conason y Gene Lyons, The Hunting of the President. Hasta donde yo sé, ninguna de sus afirmaciones objetivas ha sido refutada. Cuando esos libros se publicaron, la gente de los medios de comunicación no especializados que habían participado en la obsesión de Whitewater ignoraron las acusaciones que contenían, desecharon a los autores por considerar que eran demasiado comprensivos con Hillary y conmigo o nos culparon por la forma en que se llevó el problema de Whitewater y por quejarnos. Estoy seguro de que podríamos haberlo llevado mejor, pero desde luego ellos también.

Al principio del caso de Whitewater, se obligó a uno de mis amigos a dimitir de su puesto en el gobierno a causa de un delito que había cometido antes de llegar a Washington. El bufete Rose presentó una demanda contra Webb Hubbell ante el Colegio de Abogados de Arkansas porque, supuestamente, había hinchado las facturas de sus clientes y había exagerado sus dietas. Webb dimitió del Departamento de Justicia, pero le aseguró a Hillary que no había nada cierto en las acusaciones; afirmó que el problema era que su suegro, Seth Ward, un hombre rico pero irascible, se había negado a pagar al bufete Rose la factura de un caso de violación de patentes que habían perdido. Parecía plausible, pero no era cierto

Resultó que Webb sí había cobrado de más a sus clientes y, al hacerlo, había perjudicado al bufete Rose y reducido los ingresos de todos los socios, incluida Hillary. Si su caso se hubiera desarrollado normalmente, posiblemente habría llegado a un acuerdo con el bufete para devolverle el importe que habían tenido que reembolsar a los clientes y hubiera perdido su licencia durante un par de años. El colegio de abogados quizá hubiera pasado su caso al fiscal del estado, o quizá no. En todo caso, si lo hubiera hecho, Hubbell probablemente hubiera podido evitar ir a la prisión reembolsando al bufete. En lugar de eso, lo que sucedió es que Webb quedó atrapado en la red del fiscal independiente.

Cuando los hechos salieron a relucir, me quedé asombrado. Webb y yo habíamos sido amigos y compañeros de golf durante años y pensaba que le conocía bien. Aún creo que es un buen hombre que cometió un error por el que tuvo que pagar un precio demasiado alto, porque se negó a convertirse en un peón en el juego de Starr.

Mientras todo esto sucedía, yo seguía concentrado en la otra vía de mis vidas paralelas, para la que había ido a Washington. En marzo, dediqué mucho tiempo a impulsar dos leyes que pensaba que ayudarían a los trabajadores sin título universitario. La mayoría de las personas no podían conservar un empleo, y ni siquiera quedarse en el mismo puesto durante el resto de su vida, y el agitado mercado laboral las trataba de formas muy distintas. Nuestra tasa de desempleo del 6,5 era engañosa: en realidad era de un 3,5 por ciento para gente con titulación universitaria; más del 5 por ciento para los que habían cursado dos años en la universidad; más del 7 por ciento para los que tenían el bachillerato y se situaba por encima del 11 por ciento para los que habían abandonado sus estudios en el instituto.

En actos celebrados en Nashua y Keene, en New Hamsphire, dije que quería convertir el programa del subsidio de desempleo en un programa de reinserción laboral que tuviera más variedad de programas de formación mejor diseñados. Quería que el Congreso aprobara un programa de escuelas profesionales para ofrecer de uno a dos años de formación de calidad para los jóvenes que no querían estudiar durante cuatro años para sacar un título universitario. Hacia finales de mes, pude firmar la ley Objetivos 2000. Finalmente, teníamos un compromiso legislativo para cumplir los objetivos nacionales de educación en los que había trabajado en 1989, para medir el progreso de los estudiantes y animar a los distritos escolares locales para que adoptaran las reformas más prometedoras. Fue un buen día para el secretario Dick Riley.

El 18 de marzo, el presidente Alja Izetbegovic, de Bosnia, y el presidente Franjo Tudjman, de Croacia, estuvieron en la Casa Blanca para firmar un acuerdo que se había negociado con la ayuda de mi enviado especial, Charles Redman; según ese pacto, se establecía una federación en las zonas de Bosnia en las que la gente de su etnia era mayoría y se fijaba un calendario para avanzar hacia la confederación con Croacia. La lucha entre musulmanes y croatas no había sido tan grave como la que ambas partes habían librado contra los serbios bosnios, pero aun así el acuerdo era un paso importante hacia la paz.

Los últimos días de marzo marcaron el principio de una grave crisis con Corea del Norte. Después de que en febrero se aceptara que entraran los inspectores de la Agencia Internacional para la Energía Atómica (AIEA) y verificaran las instalaciones nucleares declaradas, el 15 de marzo Corea del Norte les impidió seguir realizando su trabajo. Los reactores que estaban analizando funcionaban con barras de combustible. Una vez las barras se habían desgastado y habían cumplido su función original, el combustible usado podía transformarse en plutonio, en cantidades suficientes para fabricar armas nucleares. Además, Corea del Norte planeaba construir dos reactores más grandes, que podrían haber producido muchas más barras de combustible usadas. Las barras eran un activo peligroso en manos del país más aislado del mundo, una nación pobre que ni siquiera podía alimentar a su pueblo y podía tener la tentación de vender el plutonio al comprador equivocado.

En una semana decidí enviar misiles Patriot a Corea del Sur y pedir a Naciones Unidas que impusiera sanciones económicas contra Corea del Norte. Como Bill Perry dijo a un grupo de editores y periodistas, yo estaba decidido a impedir que Corea del Norte fabricara un arsenal nuclear, incluso a riesgo de entrar en guerra. Con el fin de asegurarnos completamente de que los norcoreanos sabían que íbamos en serio, Perry siguió haciendo declaraciones categóricas durante los siguientes tres días en las que afirmaba que incluso no descartábamos un ataque militar preventivo.

Mientras, Warren Christopher se aseguró de que nuestro mensaje mantuviera el equilibrio adecuado. El Departamento de Estado dijo que preferíamos una solución pacífica y nuestro embajador en Corea del Sur, Jim Laney, describió nuestra posición como de «vigilancia, firmeza y paciencia». Yo creía que si Corea del Norte era realmente consciente de nuestra posición, así como de los beneficios políticos y económicos de abandonar su programa nuclear a favor de la cooperación con sus vecinos y con Estados Unidos, podríamos arreglarlo. Si no, Whitewater pronto parecería el espectáculo de segunda que en realidad era.

El 26 de marzo, me encontraba en Dallas para tomarme un feliz fin de semana de descanso y ser el padrino en la boda de mi hermano con Molly Martin, una hermosa mujer que conoció cuando, tras pasar unos años en Nashville, se mudó a Los Angeles con la esperanza de relanzar su carrera musical. Estaba verdaderamente contento por Roger. El día después de la boda, todos fuimos a ver a los Arkansas Razorbacks vencer a la Universidad de Michigan en los cuartos de final de la liga de baloncesto universitaria. Esa semana salí en la portada de Sports Illustrated con un chándal de los Razorbacks; en las páginas interiores había una fotografía mía botando una pelota de baloncesto. Después de la cobertura informativa que había recibido en los últimos tiempos, el reportaje fue como maná caído del cielo. Una semana más tarde estaba en el pabellón de Charlotte, Carolina del Norte, cuando Arkansas se hizo con el campeonato nacional tras vencer a Duke por 76 a 72.

El 6 de abril, el juez Harry Blackmun anunció que se jubilaba de la Corte Suprema. Hillary y yo nos habíamos hecho amigos del juez Blackmun y de su esposa, Dotty, durante los fines de semana del Renacimiento. Era un buen hombre, un juez excelente y una voz moderada en la Corte Rehnquist. Sabía que le debía al país un sustituto digno. Mi primera opción fue el senador George Mitchell, que, un mes atrás, había anunciado que dejaba el Senado. Era un buen líder de la mayoría, había sido muy leal conmigo y me había ayudado mucho, pero no estaba nada claro que pudiéramos conservar el escaño en las elecciones de noviembre.

No quería que dejara el Senado, pero me animaba la perspectiva de nombrar a George para la Corte Suprema. Había sido juez federal antes de ir al Senado, y sería una personalidad de peso en la Corte, alguien capaz de mover votos y cuya voz sería escuchada, incluso aunque solo fuera para discrepar con él. Por segunda vez en cinco semanas, Mitchell rechazó mi propuesta. Dijo que si dejaba el Senado en ese momento, las pocas posibilidades que teníamos de aprobar la reforma sanitaria se evaporarían, con lo que perjudicaría al pueblo norteamericano, a los demócratas que se presentaban a la reelección y a mi presidencia.

Pronto me decidí por otros dos candidatos: el juez Stephen Breyer, que ya había sido vetado, y el juez Richard Arnold, presidente del octavo circuito de la Corte de Apelación, cuya sede está en St. Louis y que comprende a Arkansas dentro de su jurisdicción. Arnold era un ex ayudante de Dale Bumpers y procedía de una larga estirpe de distinguidos abogados de Arkansas. Probablemente era el hombre más brillante de la judicatura federal. Se graduó el primero de su promoción en Yale y en la Facultad de Derecho de Harvard, y había aprendido latín y griego, en parte para poder leer textos bíblicos primitivos. Le habría nominado de no ser por el hecho de que estaba sometido a un tratamiento contra el cáncer y el pronóstico no estaba claro.

Mis predecesores republicanos habían llenado los tribunales federales con jóvenes conservadores que durarían mucho tiempo, y yo no quería arriesgarme a entregarles un cargo más. En mayo, tomé la decisión de nominar al juez Breyer. Estaba igualmente cualificado y me había impresionado durante nuestra anterior entrevista, cuando el juez White dimitió. Breyer sería confirmado fácilmente. Me complace decir que Richard Arnold sigue ejerciendo con buena salud en el octavo distrito y que aún jugamos al golf de vez en cuando.

A principios de abril, la OTAN volvió a bombardear Bosnia, esta vez para poner fin al sitio de Gorazde. El mismo día, la violencia en masa se desató en Ruanda. Un accidente de avión en el que fallecieron el presidente de Ruanda y el presidente de Burundi fue la chispa que entregó al país a una horrible matanza, con la que los líderes de la mayoría hutu pretendían exterminar a la tribu de los tutsis y a sus simpatizantes hutus. Los tutsis solo constituían el 15 por ciento de la población, pero tenían fama de tener en sus manos un desproporcionado poder económico y político. Ordené la evacuación de todos los civiles norteamericanos y envié tropas para garantizar su seguridad. Al cabo de cien días, más de ochocientas mil personas habían sido asesinadas, la mayoría con machetes, en un país con tan solo ocho millones de habitantes. Nos preocupaba tanto Bosnia y teníamos tan cercano el recuerdo de lo sucedido en Somalia apenas seis meses atrás –además de que el Congreso se oponía a despliegues militares en zonas distantes que no fueran vitales para nuestros intereses nacionales–, que ni yo ni nadie de mi equipo de política exterior se concentró adecuadamente en el envío de tropas para detener aquella carnicería. Con unos miles de soldados y la ayuda de nuestros aliados, incluso teniendo en cuenta el tiempo que nos llevaría el despliegue, podríamos haber salvado muchas vidas. El fracaso en detener la tragedia de Ruanda se convirtió en uno de los grandes pesares de mi presidencia.

En mi segundo mandato, y después de abandonar la presidencia, hice lo que estuvo en mi mano por ayudar a los ruandeses a reconstruir su país y sus vidas. Hoy, por invitación del presidente Paul Kagame, Ruanda es uno de los países donde mi fundación trabaja para contener la epidemia del SIDA.

Richard Nixon murió el 22 de abril, un mes y un día después de escribirme una notable carta de siete páginas acerca de su reciente viaje a Rusia, Ucrania, Alemania e Inglaterra. Nixon dijo que me había ganado el respeto de los dirigentes que había visitado, y que no podía dejar que Whitewater o cualquier otro asunto del plano interior «distrajera mi atención de nuestra principal prioridad en política exterior: la supervivencia de la libertad económica y política en Rusia». Le preocupaba la posición política de Yeltsin y el auge del antiamerica nismo en la Duma, y me instó a que conservara mi estrecha relación con Yeltsin, pero que también entrara en contacto con los demás demócratas de Rusia. Debía mejorar el diseño y la gestión de nuestro programa de ayuda exterior y poner a un empresario al frente de las iniciativas destinadas a atraer proyectos de inversión para Rusia. Nixon dijo que debíamos desenmascarar y denunciar al ultranacionalista Zhirinovsky como «el fraude que es» en lugar de eliminarlo, y que debíamos tratar de «mantener divididos a los malos, Zhirinovsky, Rutskoi y los comunistas, y coaligar en la medida de lo posible a los buenos –Chernomyrdin, Yavlinski, Shahrai, Travkinen– un frente común para la reforma responsable». Finalmente, Nixon dijo que no debía repartir nuestra ayuda económica por toda la ex Unión Soviética, sino concentrar nuestros recursos, más allá de Rusia, en Ucrania: «Es indispensable». La carta era un tour de force, puro Nixon en su mejor momento, en la octava década de su vida.

Todos los ex presidentes que estaban vivos asistieron al funeral del presidente Nixon, en los terrenos de su biblioteca presidencial, su lugar de nacimiento. Me sorprendió un poco que su familia me pidiera que dijera unas palabras, junto con Bob Dole, Henry Kissinger y el gobernador de California, Pete Wilson, que había trabajado de joven con Nixon. En mi intervención, expresé mi agradecimiento hacia él por sus «sabios consejos, especialmente en lo relativo a Rusia»; destaqué su permanente y lúcido interés en Estados Unidos y en el mundo y mencioné su llamada y la carta que me envió un mes antes de su muerte. Me referí a Watergate indirectamente, con un ruego de reconciliación: «Hoy es un día para que su familia, sus amigos y su país recuerden la vida del presidente Nixon en toda su extensión… ojalá llegue el día en que ya no se juzgue al presidente Nixon por otra cosa que no sea toda su vida y su carrera».

A algunos de los detractores demócratas de Nixon no les gustó lo que dije. Nixon había hecho muchas otras cosas aparte de Watergate que yo desaprobaba: la lista de enemigos, la prolongación de la guerra de Vietnam y los repetidos bombardeos, la explotación del miedo al comunismo para vencer a sus oponentes al Congreso y al Senado en California. Pero también había abierto las puertas de China; aprobado las leyes que crearon la Agencia de Protección Medioambiental, la Corporación de Servicios Legales y la Administración de Sanidad y Seguridad Laboral y había apoyado la discriminación positiva. Comparado con los republicanos que se hicieron con el control del partido en la década de los ochenta y los noventa, el presidente Nixon era un progresista fanático.

El día después del funeral, llamé al programa de Larry King porque estaba entrevistando a Dick Kelley y James Morgan sobre el libro de Madre, Leading with My Heart, que acababa de publicarse. Le dije a Larry que cuando regresé del viaje al extranjero al que tuve que ir después de su funeral, me sorprendí a mitad de camino hacia el teléfono de la cocina antes de darme cuenta de que ya no podría volver a llamarla ningún domingo más. Tendrían que pasar meses hasta que ya no sintiera la necesidad de hacer esa llamada semanal.

El 29 de abril, con la casi totalidad del gabinete presente, recibí en el Jardín Sur a los jefes tribales nativos norteamericanos y a los oriundos de Alaska; por lo visto, entraban a la Casa Blanca por primera vez desde la década de 1820. Algunos de ellos eran tan ricos gracias al juego indio, que volaron a Washington en sus aviones particulares. Otros, que vivían en reservas aisladas, eran tan pobres que tuvieron que hacer una colecta entre sus tribus para obtener suficiente dinero para el billete de avión. Me comprometí a respetar sus derechos a la autodeterminación, a la soberanía tribal, a la libertad religiosa y a trabajar para mejorar su relación con el gobierno federal. También firmé decretos presidenciales que garantizaban que cumpliríamos nuestros compromisos. Finalmente, prometí hacer más para apoyar la educación, la sanidad y el desarrollo económico de las tribus más pobres.

Hacia finales de abril, estaba claro que habíamos perdido la batalla de comunicación de la sanidad. Un artículo del Wall Street journal del 29 de abril ilustra la campaña de desinformación de 300 millones de dólares que habían lanzado contra nosotros:

El llanto del bebé está lleno de angustia y la voz de la madre está teñida de desesperación. «Por favor», suplica al auricular, mientras busca ayuda para su niño enfermo.

«Lo sentimos; el centro sanitario gubernamental se encuentra cerrado en estos momentos –dice la voz grabada en la cinta–. Sin embargo, si se trata de una emergencia, puede llamar a 1800GOBIERNO.» Así lo hace, pero solo oye otra grabación: «Lo lamentamos, todos los representantes sanitarios se encuentran ocupados en estos momentos. Por favor, siga al teléfono y en cuanto esté disponible el primer… ».

«¿Por qué se hizo cargo de todo el gobierno? –pregunta lamentándose–. Necesito que me devuelvan a mi médico de familia

El artículo proseguía y decía que el único problema de este anuncio de radio, producido por un grupo con sede en Washington denominado Americanos por la Reforma Fiscal, era que lo que decía no era cierto.

Otra campaña masiva por correo directo, llevada a cabo por un grupo llamado Consejo Americano para la Reforma Sanitaria, sostenía que según el plan Clinton, la gente corría el riesgo de pasar cinco años en la cárcel si adquirían más de un seguro médico. De hecho, nuestro plan afirmaba explícitamente que la gente tenía absoluta libertad para hacerse de cuantas pólizas médicas quisiera.

La campaña se basaba en mentiras, pero funcionaba. De hecho, una encuesta conjunta del Wall Street journal y la NBC News publicada el 10 de marzo en un artículo titulado «Muchos no saben que en realidad les gusta el Plan Clinton», indicaba que cuando a la gente le preguntaban por nuestro plan sanitario, la mayoría se oponía. Pero cuando se les pedía que dijeran qué deseaban de un plan sanitario, las principales condiciones que se hallaban en nuestro plan recibían el apoyo de más del 60 por ciento de la gente. El artículo proseguía: «Cuando al grupo se les lee una descripción de la propuesta de ley Clinton sin identificarla como el plan del presidente, junto con las otras cuatro principales propuestas del Congreso, el plan Clinton es la primera elección de todos los encuestados».

Los autores de la encuesta, un republicano y un demócrata, afirmaban en el artículo: «La Casa Blanca debería considerar estos resultados satisfactorios y preocupantes. Satisfactorios porque las ideas básicas que han incluido en su plan son las correctas, en opinión de mucha gente. Pero también preocupantes porque claramente no han sabido comunicarlo al público, y en ese sentido han cedido demasiado ante los grupos de interés».

A pesar de ésto, el Congreso avanzaba rápidamente. Se había enviado la ley a cinco comités en el Congreso, tres en la Cámara de Representantes y dos en el Senado. En abril, el comité de Trabajo de la Cámara votó una ley de sanidad que, de hecho, era más extensa que la nuestra. Los otros cuatro comités estaban trabajando duramente para tratar de conseguir un consenso.

La primera semana de mayo fue otro ejemplo de cómo las cosas sucedían todas a la vez. Respondí a las preguntas de los periodistas internacionales en el marco de un foro global impulsado por el centro del presidente Carter en la sede de la CNN, en Atlanta. Felicité a Rabin y Arafat por su acuerdo respecto al traspaso de Gaza y Jericó. Promoví frente a la Cámara de Representantes la aprobación de una prohibición de armas de asalto, y me alegré de que fuera aprobada por una ventaja de dos votos, frente a la feroz oposición de la ANR. Anuncié que Estados Unidos aumentaría sus ayudas a Sudáfrica en los días posteriores a sus primeras elecciones democráticas no segregadas; también dije que Al y Tipper Gore, Hillary, Ron Brown y Mike Espy encabezarían nuestra delegación en la ceremonia de investidura del presidente Mandela.

Celebré un acto en la Casa Blanca para llamar la atención específicamente sobre los problemas de las mujeres que no contaban con seguro médico ni cobertura sanitaria. Aumenté las sanciones económicas contra Haití a causa de la permanente persecución, asesinato y mutilación de los seguidores de Aristide por parte del teniente general Raoul Cédras. Nombré a Bill Gray, jefe del Fondo Escolar de Negros Unidos y ex presidente del Comité Presupuestario del Congreso, asesor especial mío y de Warren Christopher sobre Haití. Y Paula Jones me demandó. Fue una semana de lo más habitual.

La primera aparición en público de Paula Jones había tenido lugar el anterior mes de febrero, en la convención del Comité de Acción Política Conservadora en Washington, donde Cliff Jackson la presentó, supuestamente con objeto de «limpiar su nombre». En el artículo de David Brock en el American Spectator, basado en las afirmaciones de los policías estatales de Arkansas, una de sus acusaciones era que yo había mantenido un encuentro con una mujer en una suite de un hotel en Little Rock, y que, más tarde, ella le dijo al policía que la había llevado allí que quería ser mi «novia fija».

Aunque en el artículo solo aparecía identificada como Paula, Jones afirmó que su familia y sus amigos la habían reconocido al leer el artículo. Declaró que quería limpiar su nombre, pero en lugar de demandar al Spectator por difamación, me acusó de acosarla sexualmente y dijo que, después de que ella rechazara mis insinuaciones no deseadas, le negaron el aumento anual de sueldo que normalmente reciben los empleados federales. En esa época era una administrativa que trabajaba en la Comisión de Desarrollo Industrial de Arkansas. Inicialmente, el debut de Jones con Cliff Jackson no obtuvo demasiada publicidad, pero el 6 de mayo, dos días antes de que el supuesto delito prescribiera, presentó una demanda contra mí en la que exigía una indemnización de 700.000 dólares por mi presunto acoso.

Antes de presentar la demanda, el primer abogado de Jones se puso en contacto con un hombre que yo conocía en Little Rock. Este llamó a mi oficina; nos informó de que el abogado le había dicho que su caso no se sostenía, y que si le pagaba 50.000 dólares y la ayudaba a ella y a su marido, Steve, que resultó ser un conservador que me odiaba, a conseguir empleos en Hollywood, no me demandaría. No pagué un centavo porque no la había acosado sexualmente y, al contrario de lo que sostenía en su otra acusación, había recibido su aumento anual de sueldo. Ahora tenía que contratar a otro abogado para defenderme: se lo pedí a Bob Bennett, de Washington.

Pasé el resto del mes de mayo impulsando la Ley de la Sanidad y la Ley Contra el Crimen por todo el país, pero siempre había otras cosas en marcha. La mejor de todas, de lejos, era el nacimiento de nuestro primer sobrino, Tyler Cassidy Clinton, que Roger y Molly trajeron al mundo el 12 de mayo.

El 18 de ese mismo mes firmé una importante ley de reforma de los programas Head Start, en la que los secretarios Shalala y Riley habían trabajado mucho; aumentaba el número de niños pobres que podían acogerse al programa preescolar, mejoraba su calidad y, por primera vez desde que se puso en marcha nuestra iniciativa Early Head Start, ofrecía servicios para niños menores de tres años.

Al día siguiente recibí al primer ministro P.V. Narasimha Rao, de India, en la Casa Blanca. La Guerra Fría y una diplomacia torpe habían mantenido a India y a Estados Unidos distanciados durante demasiado tiempo. Con una población de casi 1.000 millones de habitantes, India era el mayor país democrático del mundo. Durante las tres décadas anteriores, las tensiones con China la habían acercado a la Unión Soviética, y la Guerra Fría había empujado a Estados Unidos a acercarse al vecino de India, Paquistán. Desde su independencia, ambas naciones habían quedado atrapadas en una disputa cruel y aparentemente interminable por Cachemira, la región de mayoría musulmana situada en el norte de India. Con el final de la Guerra Fría, pensé que tenía la oportunidad, así como la obligación, de mejorar las relaciones entre India y Estados Unidos.

El principal escollo era el conflicto entre nuestros esfuerzos por limitar la proliferación de armas nucleares y la firme voluntad de India de desarrollar su arsenal, que los indios veían como un elemento disuasivo necesario frente al arsenal nuclear de China y un requisito previo para convertirse en una potencia mundial. Paquistán también había desarrollado su propio programa nuclear, con lo que se creaba una peligrosa situación en el subcontinente indio. Mi opinión era que los arsenales nucleares aumentaban la inseguridad tanto de India como de Paquistán, pero los indios no lo veían de esa forma y estaban decididos a no dejar que Estados Unidos interfiriera en lo que consideraban su prerrogativa legítima de desarrollar su programa nuclear. Aun así, los indios querían mejorar nuestras relaciones tanto como yo. A pesar de que no resolvimos nuestras diferencias, el primer ministro Rao y yo rompimos el hielo y empezamos un nuevo capítulo en las relaciones indonorteamericanas, que siguieron haciéndose más cálidas durante mis dos mandatos y posteriormente.

El día que conocí al primer ministro Rao, Jackie Kennedy Onassis moría después de su batalla contra el cáncer; solo tenía sesenta y cuatro años. Jackie era uno de nuestros grandes iconos públicos más privados; para mucha gente era la imagen misma de la elegancia, la gracia y el dolor. Para los que tuvieron la fortuna de conocerla, era lo que parecía ser, pero mucho más: una mujer animada y llena de vida, una buena madre y una buena amiga. Yo sabía cuánto la echarían de menos sus hijos, John y Caroline, y su compañero, Maurice Tempelsman. También Hillary; para ella, había sido una fuente de constante aliento, sensatos consejos y auténtica amistad.

A finales de mayo, debía decidir si quería extender el estado de Nación Más Favorecida (NMF) a China. El término NMF es una fórmula que desorienta un poco, pero sirve para calificar unas relaciones comerciales normales sin aranceles extraordinarios u otras barreras al libre comercio. Estados Unidos mantenía un considerable déficit comercial con China, que fue creciendo a lo largo de los años, pues adquiríamos entre el 35 y el 40 por ciento de las exportaciones chinas. Después de los disturbios en la plaza de Tiananmen y la represión subsiguiente contra los disidentes, los norteamericanos de casi todo el espectro político pensaban que la administración Bush se había apresurado al reestablecer relaciones normales con Pekín.

Durante la campaña electoral yo había criticado duramente la política del presidente Bush, y en 1993 emití un decreto presidencial en el que exigía avances en determinados temas, desde la emigración hasta los derechos humanos, pasando por los prisioneros condenados a trabajos forzados, antes de extender la calificación de NMF a China. En mayo, Warren Christopher me mandó un informe en el que decía que todos los casos de emigración estaban resueltos; que habíamos firmado un memorándum de acuerdo sobre la forma de hacer frente a la cuestión de los trabajos forzados y que, por primera vez, China había afirmado que se adheriría a la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Por otro lado, proseguía Christopher, seguía habiendo abusos contra los derechos humanos: se arrestaba y encarcelaba a los disidentes políticos pacíficos y se reprimían las tradiciones culturales y religiosas de Tíbet.

China era extremadamente sensible respecto a las «interferencias» de otras naciones en su política interior. Los dirigentes chinos también pensaban que ya tenían que hacer frente a suficientes cambios, con su programa de modernización económica y los grandes desplazamientos de población desde las provincias del interior hasta las ciudades de la costa, que estaban experimentando un importante auge. Puesto que nuestro compromiso había dado algunos frutos positivos, decidí, con el apoyo unánime de mi equipo de política exterior y mis asesores económicos, extender el estatus de NMF a China y, para el futuro, separar nuestros esfuerzos en pro de los derechos humanos del tema del comercio.

Estados Unidos se jugaba mucho al atraer a China a la comunidad global. Un mayor volumen de intercambio comercial y de relación llevaría más prosperidad a los ciudadanos chinos, así como más contacto con el mundo exterior y más cooperación con problemas como los de Corea del Norte, cuando fuera necesario. Ese aumento del comercio también generaría más respeto por la legislación internacional y, al menos lo esperábamos, el avance de la libertad personal y de los derechos humanos.

La primera semana de junio, Hillary y yo fuimos a Europa para celebrar el cincuenta aniversario del día D, el 6 de junio de 1944, cuando Estados Unidos y sus aliados cruzaron el canal de la Mancha y desembarcaron en las playas de Normandía. Fue la mayor invasión naval de la historia y marcó el principio del fin de la Segunda Guerra Mundial en Europa.

El viaje empezó en Roma, con una visita al Vaticano para ver al papa y al nuevo primer ministro italiano, Silvio Berlusconi, el mayor propietario de medios de comunicación del país y que se estrenaba en política; había formado una curiosa coalición con un partido de extrema derecha que despertaba comparaciones con el fascismo. A pesar de su lenta recuperación de una pierna rota, su santidad el papa Juan Pablo II estaba lleno de energía cuando hablaba de temas mundiales, desde si se podía garantizar la libertad religiosa en China hasta las posibilidades de cooperación con los países musulmanes moderados, pasando por nuestras diferencias sobre los mejores métodos para limitar la explosión de la natalidad y promover el desarrollo sostenible para las naciones pobres.

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