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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 3)


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El presidente Bush estaba en Moscú para firmar el tratado START II con Yeltsin. Eran buenas noticias, aunque como todos los gestos progresistas que Yeltsin emprendía, había despertado una fuerte oposición en la Duma. Le dije a Strobe que las circunstancias cambiaban tan rápidamente en Rusia que no podíamos tener una estrategia exclusivamente defensiva; debíamos colaborar para que los cambios positivos se asentaran y se aceleraran, especialmente los que podían mejorar la economía rusa.

En febrero, fui a casa de Strobe una noche para visitar a su familia y hablar de Rusia. Strobe me informó de un reciente encuentro que había mantenido con Richard Nixon, durante el cual el ex presidente le había instado a que apoyáramos firmemente a Yeltsin. El paquete de medidas de ayuda de 24.000 millones de dólares que el presidente Bush había anunciado la primavera anterior no se había materializado, pues las instituciones financieras internacionales no querían enviar el dinero hasta que Rusia hubiera reestructurado su economía. Nosotros teníamos que hacer algo concreto, ya.

A principios de marzo, Yeltsin y yo acordamos reunirnos el 3 y el 4 de abril en Vancouver, Canadá. El 8 de marzo, Richard Nixon me visitó en la Casa Blanca para insistir personalmente en que debía apoyar a Yeltsin. Después de un breve encuentro con Hillary y Chelsea, durante el que me recordó que él era un cuáquero, y que sus hijas, como Chelsea, también asistieron a la escuela Sidwell Friends, fue al grano y me dijo que mi trayectoria de presidente se recordaría sobre todo por lo que hiciera en Rusia, más que por mi política económica. Más tarde, aquella noche, llamé a Strobe para informarle de la conversación que había mantenido con Nixon, y para hacer hincapié de nuevo en la importancia de que hiciéramos algo en Vancouver para ayudar a Rusia; fuera lo que fuera debía tener consecuencias de peso en la cumbre anual del G7 que se celebraría en julio en la ciudad de Tokio. Durante todo el mes de marzo, a medida que recibía informes regularmente de nuestro equipo de política exterior, y de Larry Summers y su ayudante David Lipton, en el Tesoro, les presionaba para que se plantearan metas más ambiciosas y obtuvieran más resultados.

Mientras, en Moscú, la Duma reducía el margen de maniobra de Yeltsin y aprobaba las inútiles políticas inflacionistas del Banco Central ruso. El 20 de marzo, Yeltsin contraatacó en un discurso que anunciaba un referéndum para el 25 de abril, con objeto de determinar quién dirigía el país, si él o la Duma. Hasta entonces, dijo, sus decretos presidenciales seguirían vigentes, sin importar lo que dijera la Duma.

Escuché el discurso desde uno de los dos televisores de mi comedor privado, al lado del Despacho Oval. El otro televisor mostraba el partido del campeonato de baloncesto de las ligas universitarias entre los Razorbacks de Arkansas y la St. John's University. Tenía un ojo puesto en cada aparato.

Todo mi equipo de política exterior debatió a fondo cómo debía responder al discurso de Yeltsin. Como un solo hombre, todos me aconsejaron prudencia, porque Yeltsin estaba forzando los límites de su autoridad constitucional, y porque quizá perdería. Yo no estaba de acuerdo; Yeltsin estaba en medio de la batalla de su vida, contra los ex comunistas y otros sectores reaccionarios. Estaba planteando un referéndum a su pueblo, y a mí no me importaba que perdiera; recordé a mi gente que yo mismo había perdido muchas veces en mi vida. No me interesaba en absoluto cubrirme las espaldas, así que di instrucciones a Tony Lake para que redactara un borrador en el que expresaba mi más rotundo apoyo. Cuando me lo trajo lo retoqué para poner aún más de relieve mi postura; luego, se lo entregué a la prensa. En este caso, me guié por mis instintos y aposté a que Rusia se decantaría por Yeltsin y, con ello, se quedaría en la orilla adecuada de la historia. Mi optimismo se reforzó cuando Arkansas logró remontar el partido de baloncesto y acabó venciendo.

Finalmente, en marzo, llegó el programa de ayudas que yo podía aprobar; incluía 1.600 millones de dólares en ayudas para que Rusia pudiera estabilizar su economía. Entre otras cosas, el dinero se destinó a proporcionar una casa a los oficiales militares desmovilizados; a crear verdaderos programas de empleo para los científicos nucleares, que estaban subempleados y a menudo no cobraban ningún sueldo; a ofrecer más colaboración durante el proceso de desmantelación de arsenales nucleares, según el programa NunnLugar, que acababa de entrar en vigor; en proveer de alimentos y medicinas a los que sufrían de escasez; en ayudas a la pequeña y mediana empresa, a los medios de comunicación independientes, a las organizaciones no gubernamentales, a los partidos políticos y a los sindicatos, y para un programa de intercambio que llevara a decenas de miles de estudiantes y jóvenes profesionales a Estados Unidos. El paquete de ayudas cuadriplicaba los de la anterior administración y era tres veces mayor que el que yo había recomendado originalmente.

Aunque una encuesta dijo que el 75 por ciento de norteamericanos se oponía a entregar más dinero a Rusia, y a pesar de que nuestro plan de reducción del déficit hacía que fuera muy difícil que pudiéramos prescindir de capitales, sentí que no tenía otra elección que seguir adelante. Estados Unidos se había gastado billones de dólares en defensa para ganar la Guerra Fría y ahora no podíamos arriesgarnos a que, por menos de 2.000 millones de dólares y una encuesta negativa, toda aquella inversión hubiera sido en vano.

Para sorpresa de mi equipo, los principales miembros del Congreso, incluidos los republicanos, estuvieron de acuerdo conmigo. En una reunión que convoqué para impulsar la propuesta, el senador Joe Biden, presidente del Comité de Relaciones Exteriores, se mostró muy a favor del paquete de ayudas. Hasta Bob Dole acabó convencido, con el argumento de que no debíamos estropear la era posterior a la Guerra Fría, como habían hecho los vencedores de la Primera Guerra Mundial; su falta de visión política contribuyó poderosamente al estallido de la Segunda Guerra Mundial, en la que Dole había participado heroicamente. Newt Gingrich estaba apasionadamente a favor de ayudar a Rusia; decía que era «un momento decisivo» para Estados Unidos y que debíamos hacer lo correcto. Como le dije a Strobe, Newt trataba de «ser más ruso que yo», respecto a lo cual yo no tenía ningún problema, antes bien al contrario.

Cuando Yeltsin y yo nos reunimos el 3 de abril, los primeros momentos fueron un poco incómodos, pues Yeltsin explicó que tenía que ir con cuidado: una cosa era recibir ayuda norteamericana para que Rusia pudiera realizar una transición hacia la democracia, y otra era parecer que estaba a las órdenes de Estados Unidos. Nos centramos en los detalles del paquete de ayudas. Dijo que le parecían bien, pero que necesitaba más viviendas para los militares que estaban licenciando y cuyo último destino habían sido las repúblicas bálticas; muchos de aquellos soldados estaban viviendo en tiendas de campaña. Después de resolver esta cuestión, Yeltsin se lanzó abruptamente a la ofensiva y exigió que revocara la enmienda Jackson-Vanik, una ley de 1974 que condicionaba el comercio estadounidense a la libertad de inmigración de los rusos y a que dejara de celebrar la Semana de las Naciones Cautivas, que recordaba la dominación soviética de países como Polonia y Hungría, ahora libres. Ambas leyes eran en gran medida simbólicas, y no tenían un impacto real en nuestras relaciones. Yo no podía gastar el capital político necesario para modificarlas y al mismo tiempo proporcionar ayuda real a Rusia.

Después de la primera sesión, a mi equipo le preocupó que hubiera permitido que Yeltsin me aleccionara de la misma forma como Jruschov había intimidado a Kennedy en su famoso encuentro en Viena, en 1961. No querían que diera una impresión de debilidad. A mí eso no me preocupaba, porque la analogía histórica no era válida. Yeltsin no trataba de dejarme en tan mal lugar como Jruschov intentó con Kennedy; sencillamente quería quedar bien con los enemigos que tenía en casa y que trataban de acabar con él. Durante la semana anterior a nuestra cumbre, habían intentado expulsarle del cargo en la Duma, y aunque habían fracasado, la moción obtuvo muchos votos. Yo podía soportar cierta cantidad de gestos grandilocuentes de cara a la galería, si eso servía para que Rusia siguiera el camino correcto.

Por la tarde, acordamos un sistema para institucionalizar nuestra cooperación; crearíamos una comisión encabezada por el vicepresidente Gore y el primer ministro ruso Viktor Chernomirdin. La idea se les ocurrió a Strobe y a Georgi Mamedov, el adjunto al ministro de Exteriores ruso, y funcionó mejor de lo que nos esperábamos, en gran medida gracias al esfuerzo denodado y constante que invirtieron en la comisión, a lo largo de muchos años, Al Gore y sus homólogos rusos, durante los que tuvieron que superar un sinfín de problemas complejos y polémicos.

El domingo 4 de abril, en un marco más formal para debatir temas de seguridad, nos reunimos con Yeltsin y sus asesores, sentados a una mesa frente a mí y a mi equipo. Como ya había hecho anteriormente, Yeltsin empezó de forma agresiva; reclamó que modificáramos nuestra postura sobre el control de armamento y abriéramos el mercado norteamericano a los productos rusos, como los cohetes que ponían satélites en órbita, sin exigir los controles de exportación que prohibirían a los rusos vender tecnología militar a los enemigos de Estados Unidos, como Irán e Irak. Con ayuda de nuestra dura experta, Lynn Davis, me mantuve firme respecto a los controles, me limité a rechazar sus peticiones y encargué a nuestros expertos que analizaran la situación.

El ambiente se animó cuando nos centramos en el tema económico. Yo le hablé del paquete de medidas como un gesto de «cooperación», no de «ayuda», y luego pedí a Lloyd Bentsen que resumiera las propuestas que plantearíamos en la cumbre del G7 en Tokio. Yeltsin se alarmó cuando vio que no podríamos enviarle fondos antes del referéndum del 25 de abril. Aunque yo no podía darle a Boris el cheque por 500 millones de dólares que él quería, en la conferencia de prensa que siguió a nuestra última sesión de trabajo, dejé claro que iba a recibir una fuerte inyección de dinero, pues Estados Unidos apoyaba la democracia y las reformas de Rusia, y también a su líder.

Cuando me fui de Vancouver, confiaba más en Yeltsin y conocía mejor la magnitud de los retos a los que se enfrentaba, así como su visceral determinación de lograrlo. Además, él me cayó bien; era un hombretón, parecía un gran oso, lleno de contradicciones. Había crecido en unas condiciones tan primitivas que hacían que mi niñez pareciera la de un Rockefeller. Podía ser muy rudo, pero su mente era capaz de entender todos los matices de una situación; en un momento dado atacaba, y al siguiente abrazaba. Su comportamiento parecía oscilar entre la frialdad calculadora y las emociones sinceras, la mezquindad y la generosidad, la rabia frente al mundo y una alegría plena.

Una vez, paseábamos por mi hotel los dos juntos y un periodista ruso le preguntó si estaba contento con el resultado de nuestra reunión; rápidamente replicó: «¿Contento? Uno no puede estar contento si no es en presencia de una mujer hermosa. Pero estoy satisfecho».

Como todo el mundo sabe, Yeltsin era muy aficionado al vodka, pero en general, en todos nuestros encuentros se mantuvo alerta, preparado, y fue eficiente como representante de su nación. Comparado con las otras alternativas que había, Rusia era afortunada por tenerlo a él al timón. Amaba a su país, despreciaba el comunismo y quería que Rusia fuera buena y grande al mismo tiempo. Cuando alguien hacía algún comentario malicioso acerca de la afición de Yeltsin a la bebida me acordaba de una frase atribuida a Lincoln, cuando los esnobs de Washington formularon la misma crítica contra el general Grant, su comandante más agresivo y victorioso durante la guerra de la Independencia: «Descubran qué bebe y dénselo a los demás generales».

A mi regreso a Washington, aumenté nuevamente el paquete de ayudas: propuse ofrecer 2.500 millones de dólares para todos los ex miembros de la Unión Soviética, de los cuales dos tercios serían para Rusia. El 25 de abril, una amplia mayoría de votantes rusos respaldaron a Yeltsin, sus medidas políticas y también su deseo de una nueva Duma. Después de poco más de cien días de mandato, habíamos dado un paso de gigante en nuestro apoyo a Yeltsin y a una Rusia democrática. Desafortunadamente, no se podía decir lo mismo de nuestros esfuerzos por poner fin a la matanza y a la limpieza étnica en Bosnia.

En 1989, mientras la Unión Soviética se tambaleaba. y el comunismo desaparecía en Europa, la pregunta de qué filosofía política ocuparía su lugar recibía respuestas distintas según los países. La parte más occidental del ex imperio soviético claramente se decantaba por la democracia, una causa que habían defendido durante décadas los inmigrantes que llegaban a Estados Unidos procedentes de Polonia, Hungría, Checoslovaquia y las repúblicas bálticas. En Rusia, Yeltsin y otros demócratas formaban una especie de retaguardia que luchaba contra los comunistas y los ultranacionalistas. En Yugoslavia, mientras la nación luchaba por reconciliar las exigencias encontradas de sus grupos étnicos y religiosos, el nacionalismo serbio se imponía a la democracia, bajo el control de la dominante figura política del país, Slobodan Milosevic.

Hacia 1991, las provincias más al oeste de Yugoslavia, Eslovenia y Croacia, ambas de mayoría católica, habían declarado su independencia de Yugoslavia. Se desencadenó un conflicto entre Serbia y Croacia que se extendió hasta territorio bosnio, la provincia étnicamente más diversa de todo el país, donde los musulmanes constituían un 45 por ciento de la población, los serbios eran poco más del 30 por ciento y los croatas el 17 por ciento. Las supuestas diferencias étnicas de Bosnia eran en realidad diferencias políticas y religiosas. Bosnia había sido el punto de encuentro de tres expansiones imperiales: el sacro imperio romano germánico desde el oeste, el movimiento cristiano ortodoxo desde el este, y el imperio otomano musulmán en el sur. En 1991, Bosnia estaba gobernada por una coalición de unidad nacional, dirigida por el principal político musulmán, Alia Izetbegovic, y en el que también se incluía el líder nacionalista serbio militante Radovan Karadzic, un psiquiatra de Sarajevo.

Al principio Izetbegovic quería que Bosnia fuera una provincia yugoslava autónoma, multiétnica y en la que hubiera libertad religiosa. Cuando Eslovenia y Croacia recibieron el reconocimiento de la comunidad internacional como naciones independientes, Izetbegovic decidió que la única forma para que Bosnia pudiera escapar del dominio serbio era buscar también la independencia. Karadzic y sus aliados, estrechamente relacionados con Milosevic, tenían intenciones muy distintas. Estaban a favor del proyecto de Milosevic de convertir la mayor extensión posible de territorio yugoslavo, incluida Bosnia, en una Gran Serbia. El 1º. de marzo de 1992, se celebró un referéndum sobre si Bosnia debía o no convertirse en una nación independiente donde todos los ciudadanos, de todos los grupos, fueran iguales. El resultado fue casi unánime a favor de la independencia, pero solo dos tercios del electorado participaron en el referéndum. Karadzic había ordenado a los serbios que no acudieran a las urnas, y la mayoría le obedeció. En aquel momento, las fuerzas paramilitares serbias ya habían empezado a matar a musulmanes desarmados y los habían expulsado de sus hogares en las zonas de población serbia mayoritaria, con la esperanza de dividir a Bosnia en distintos enclaves étnicos, o «cantones», por la fuerza. Esta cruel estrategia se dio a conocer con un término curiosamente antiséptico: limpieza étnica.

El enviado de la Comunidad Europea, Lord Carrington, trató de convencer a las partes enfrentadas de que dividieran el país en regiones étnicas, de manera pacífica. Fracasó porque no había forma de lograrlo sin dejar a mucha gente de ambos grupos en el territorio controlado por los demás, y porque muchos bosnios querían conservar un país unido, donde las distintas etnias pudieran convivir en paz, como habían hecho satisfactoriamente durante los anteriores quinientos años.

En abril de 1992, la Comunidad Europea reconocía que Bosnia era un estado independiente, por primera vez desde el siglo XV. Mientras, las fuerzas paramilitares serbias seguían aterrorizando a las comunidades musulmanas y matando a civiles, al tiempo que utilizaban a los medios de comunicación para convencer a los serbios de la zona que eran ellos quienes sufrían un ataque por parte de los musulmanes y que tenían que defenderse. El 27 de abril, Milosevic anunció un nuevo estado yugoslavo que comprendía a Serbia y a Montenegro. Luego retiró ostentosamente su ejército de Bosnia, pero dejó armamento, provisiones y a los soldados serbo-bosnios bajo el mando de un comandante cuidadosamente seleccionado, Ratko Mladic. Los combates y las matanzas se sucedieron ininterrumpidamente a lo largo de 1992, mientras los dirigentes de la Comunidad Europea pugnaban por contenerlos y la administración Bush dudaba, pues no estaba dispuesta a hacerse cargo de otro problema en año de elecciones, por lo que se contentaba con dejar aquella cuestión en manos europeas.

En honor a la verdad, la administración Bush instó a Naciones Unidas para que impusiera sanciones económicas a Serbia, una medida a la que inicialmente el secretario general Boutros Boutros-Ghali, los franceses y los británicos se opusieron, aduciendo que querían darle a Milosevic una oportunidad para detener la violencia que él mismo había desatado. Finalmente, se impusieron las sanciones a finales de mayo, pero tuvieron poco efecto, pues las provisiones seguían llegando a los serbios a través de los países vecinos amigos. Naciones Unidas también mantenía el embargo de armas contra el gobierno bosnio, que originalmente se había impuesto a toda Yugoslavia a finales de 1991. El problema del embargo era que los serbios tenían suficientes armas y municiones para seguir luchando durante años; por lo tanto, la única consecuencia del embargo era hacer que a los bosnios les resultara virtualmente imposible defenderse por sí solos. De algún modo se las arreglaron para resistir durante 1992: se hacían con armas que requisaban del ejército serbio, o mediante pequeños envíos desde Croacia que lograban eludir el bloqueo de la OTAN en la costa croata.

En verano de 1992, a medida que las televisiones y la prensa finalmente mostraban el horror de un campo de detenidos serbio en el norte de Bosnia a los hogares europeos y norteamericanos, me incliné públicamente por realizar ataques aéreos coordinados por la OTAN, con participación de Estados Unidos. Más tarde, cuando se demostró que los serbios estaban procediendo a la matanza sistemática de los musulmanes bosnios, y sobre todo al exterminio de los líderes locales, propuse que se levantara el embargo de armas. En lugar de eso, los europeos se concentraron en poner fin a la violencia. El primer ministro británico John Major trató de que los serbios abandonaran el asedio de las ciudades bosnias y pusieran su armamento pesado bajo la supervisión de Naciones Unidas. Al mismo tiempo, diversas misiones humanitarias, tanto públicas como privadas, se organizaron para llevar alimentos y medicinas a la zona, y Naciones Unidas envió ocho mil soldados para proteger los convoyes de ayuda humanitaria.

A finales de octubre, justo antes de nuestras elecciones, Lord David Owen, el nuevo negociador europeo, y Cyrus Vance, su homólogo en Naciones Unidas y antiguo secretario de Estado norteamericano, plantearon la propuesta de convertir a Bosnia en un conjunto de provincias autónomas que serían responsables de todas las funciones de gobierno, excepto defensa y asuntos exteriores, que se gestionarían desde un gobierno central. Había suficientes cantones, con grupos étnicos mayoritarios divididos geográficamente, de manera que Vance y Owen pensaron que sería imposible que las zonas controladas por los serbios se fusionaran con la Yugoslavia de Milosevic para formar una Gran Serbia. Su plan planteaba diversos problemas: los dos más graves eran, por un lado que el poder en los gobiernos de los cantones cambiaba de manos constantemente y por otro, que los musulmanes no podían volver a sus hogares con total seguridad si se hallaban en zonas controladas por los serbios. Asimismo, la indefinición de los límites de los cantones daba pie a que los serbios siguieran atacando, con la esperanza de extender el territorio controlado, así como el permanente, aunque mucho menos grave, conflicto entre croatas y musulmanes.

Cuando llegué a ser presidente, el embargo de armas y el apoyo europeo al plan Vance-Owen había debilitado la resistencia musulmana contra los serbios, incluso mientras salían a la luz pruebas de las matanzas de civiles musulmanes y las continuas violaciones de los derechos humanos en los campos de detenidos. A principios de febrero, decidí no apoyar el plan Vance-Owen. El día cinco, me reuní con el primer ministro de Canadá, Brian Mulroney, y me agradó oír que a él tampoco le gustaba el plan. Unos días más tarde, finalizamos un análisis de la situación política bosnia; Warren Christopher anunció que Estados Unidos querría negociar un nuevo acuerdo y que estaríamos dispuestos a cooperar para que se cumplieran los términos del mismo.

El 23 de febrero, el secretario general BoutrosGhali se puso de acuerdo conmigo para iniciar un plan de emergencia con el fin de lanzar ayuda humanitaria por avión en la zona bosnia. Al día siguiente, en mi primera reunión con John Major, él también estuvo a favor de los envíos de suministros. Sin embargo, aunque los alimentos y medicinas lanzados en paracaídas ayudarían a mucha gente a seguir viva, no atacaban las causas de la crisis.

Hacia el mes de marzo, parecía que hacíamos progresos. Las sanciones económicas se habían reforzado y daba la impresión de que estaban perjudicando a los serbios, que también estaban preocupados acerca de una posible intervención militar de la OTAN. Pero aún nos faltaba mucho para llegar a una política unificada. El día 9, durante mi primera reunión con el presidente francés Francois Mitterrand, me dejó claro que, pese a que había enviado cinco mil soldados a Bosnia como parte de las fuerzas humanitarias de Naciones Unidas, para colaborar en el reparto de ayuda y para contener la violencia, se inclinaba más por los serbios y no estaba muy dispuesto a ver nacer una Bosnia unificada y dirigida por los musulmanes.

El día 26, me reuní con Helmut Kohl, el cual deploraba todo lo que estaba sucediendo y, como yo, estaba a favor de levantar el embargo sobre las armas. Pero no íbamos a convencer a los británicos y a los franceses, que opinaban que levantar el embargo solo contribuiría a prolongar la guerra y poner en peligro las fuerzas de Naciones Unidas sobre el terreno, a las que ellos habían aportado soldados y nosotros no. Izetbegovic también estuvo en la Casa Blanca el día 26, para entrevistarse con Al Gore, cuyo adjunto de Seguridad Nacional, Leon Fuerth, era responsable de garantizar que el embargo se respetara con más eficacia. Kohl y yo le dijimos a Izetbegovic que haríamos todo lo posible para que los europeos adoptaran una postura más firme a su favor.

Cinco días más tarde, logramos que Naciones Unidas declarara una zona de exclusión aérea sobre todo el territorio bosnio, para que al menos los serbios no se beneficiaran de su monopolio aéreo. Era una medida positiva, pero no detuvo las matanzas.

En abril, un equipo de personal humanitario, diplomático y militar norteamericano volvió de Bosnia y nos exhortó a lanzar una intervención militar que pusiera fin al sufrimiento del que habían sido testigos. El dieciséis, Naciones Unidas aceptó nuestra recomendación para que se declarara una «zona de seguridad» alrededor de Srebrenica, una ciudad en el este de Bosnia donde la carnicería y la limpieza étnica serbia habían sido especialmente atroces. El día 22, durante la inauguración del Museo en Memoria del Holocausto, el sobreviviente Elie Wiesel me rogó públicamente que hiciera más para detener la violencia. Hacia finales de mes, mi equipo de política exterior me recomendó que si no podíamos garantizar un alto al fuego serbio, debíamos suspender el embargo de armas contra los musulmanes y lanzar ataques aéreos contra objetivos militares serbios. Cuando Warren Christopher fue a Europea en.busca de apoyo para esta iniciativa, el líder serbio-bosnio, Radovan Karadzic, que esperaba así detener los ataques aéreos, aceptó firmar por fin el plan de paz de Naciones Unidas, aunque su asamblea lo había rechazado apenas seis días atrás. Ni por un momento creí que esa firma fuera una señal de que sus objetivos a largo plazo habían cambiado.

Al término de nuestros primeros cien días, no estábamos mucho más cerca de una solución satisfactoria a la crisis bosnia. Los británicos y los franceses rechazaron de plano el acercamiento de Warren Christopher y reafirmaron su derecho a tomar las riendas de la situación. El evidente problema de esta postura era que mientras los serbios aguantaran la presión económica de las durísimas sanciones, podían continuar con su política agresiva de limpieza étnica, sin temor a ser castigados. La tragedia bosnia se prolongó durante más de dos años y dejó 250.000 muertos y obligó a dos millones y medio de personas a huir de sus hogares, hasta que los ataques aéreos de la OTAN, ayudados por las pérdidas militares serbias en tierra, desembocaron en la iniciativa diplomática norteamericana que puso fin a la guerra.

Yo me había encontrado en medio de lo que Dick Holbrooke llamó «el fracaso colectivo de seguridad más grave en Occidente desde la década de 1930». En su libro Para acabar una guerra, Holbrooke atribuye el fracaso a cinco factores: en primer lugar, una interpretación errónea de la historia de los Balcanes, que sostenía que las divisiones étnicas eran demasiado antiguas y estaban tan enraizadas que nadie de fuera podía evitar el conflicto. En segundo lugar, la aparente pérdida de importancia estratégica de Yugoslavia tras el final de la Guerra Fría. El tercer factor era el triunfo del nacionalismo por encima de la democracia, como ideología dominante en la Yugoslavia poscomunista. La cuarta razón era la reticencia de la administración Bush a lanzarse a otra intervención militar, cuando aún estaba muy reciente la guerra contra Irak de 1991. Y finalmente, la decisión de Estados Unidos de dejar aquella cuestión en manos de Europa, en lugar de en las de la OTAN, y la reacción confusa y pasiva de los europeos. A la lista de Holbrooke, yo le añadiría un sexto factor: a algunos líderes europeos no les entusiasmaba la idea de tener un estado musulmán en el corazón de los Balcanes, pues temían que se convirtiera en una base para exportar extremismos, una posibilidad que su negligencia no hizo sino fortalecer.

Mis propias opciones estaban restringidas por las posiciones atrincheradas que descubrí cuando llegué al cargo. Por ejemplo, yo era reacio a unirme al senador Dole para proponer el levantamiento unilateral del embargo sobre las armas, por miedo a debilitar a Naciones Unidas (aunque más tarde lo hicimos de facto, al negarnos a hacernos cargo de su cumplimiento). No quería dividir la alianza de la OTAN bombardeando unilateralmente los objetivos militares serbios, especialmente puesto que los soldados que se encontraban en la zona no eran norteamericanos, sino europeos, y pertenecían a las fuerzas de Naciones Unidas. Tampoco quería enviar tropas norteamericanas allí y arriesgar su seguridad, bajo una resolución de Naciones Unidas que yo estaba seguro de que iba a fracasar. En mayo de 1993 aún había que recorrer un largo camino para alcanzar una solución al conflicto.

Al final de los cien primeros días de una nueva presidencia, la prensa siempre realiza una valoración sobre la nueva administración, concretamente si ha cumplido sus promesas electorales y la forma en que ha gestionado los demás problemas que han surgido hasta la fecha. La opinión generalizada era que el principio de mi gestión era desigual. En el lado positivo de la balanza, había creado un Consejo Económico Nacional en la Casa Blanca y había presentado un ambicioso programa económico para revertir doce años de economía de cascada, que de momento seguía adelante en el Congreso. Había aprobado la Ley de Licencia Familiar y la Ley del «Votante Conductor» para facilitar el registro del censo electoral. También había revocado la legislación sobre el aborto de la era Reagan-Bush, incluida la prohibición de investigar con tejidos fetales y la ley que impedía dar información sobre el aborto en las clínicas de planificación familiar. Había reducido la plantilla de la Casa Blanca, a pesar de la creciente carga de trabajo que el personal tenía que asumir; por ejemplo, recibimos más correo en los tres primeros meses y medio que todo el que había llegado a la Casa Blanca durante el año 1992. También ordené una reducción de 100.000 puestos de trabajo federales y encargué al vicepresidente Gore que encontrara nuevas formas de recortar gastos y optimizar el servicio al público, con medidas de «reinvención del gobierno», cuyos notables resultados demostraron al final que los escépticos estaban equivocados. Había enviado propuestas de ley al Congreso para crear mi programa de servicio nacional, para doblar la rebaja fiscal sobre el impuesto de la renta y para promover el crecimiento de las «zonas de desarrollo» en las comunidades pobres, así como para recortar espectacularmente el coste de los préstamos universitarios y ahorrar miles de millones de dólares tanto a los estudiantes como a los contribuyentes. La propuesta de la reforma sanitaria tenía absoluta prioridad y, en el plano de la política exterior, había impulsado firmes medidas para reforzar la democracia y el avance de las reformas en Rusia. Además, tenía la bendición de contar con un equipo trabajador y muy preparado, y un gabinete que, aparte de las filtraciones, mantenía una buena colaboración interna, sin las rencillas y los enfrentamientos que habían caracterizado a muchas administraciones anteriores.

Después de un arranque un poco lento, había efectuado más nombramientos presidenciales en mis cien primeros días que el presidente Reagan o el presidente Bush durante el mismo período de tiempo, lo cual no estaba nada mal teniendo en cuenta lo engorroso y excesivamente molesto que resultaba el propio proceso de nombramiento. En un momento determinado, el senador Alan Simpson, un ingenioso republicano de Wyoming y jefe de disciplina de su partido en el Congreso, bromeó diciendo que el sistema era tan exageradamente pesado que él «ni siquiera querría cenar con un candidato a ser confirmado por el Senado estadounidense».

En el otro plato de la balanza, pesaba en mi contra haber abandonado temporalmente la idea de impulsar la rebaja fiscal para la clase media, dado el creciente déficit. También había perdido mi paquete de medidas de impacto rápido por culpa de una maniobra obstruccionista republicana, y mantenía la política Bush de repatriar por la fuerza a los refugiados haitianos, aunque estábamos aceptando a más haitianos por otros medios. Perdí mi lucha por los gays en el ejército, y mi plan de reforma sanitaria se presentó con retraso, después de la fecha límite de los cien días que yo mismo había fijado. Tampoco supe gestionar bien el ataque a Waco, al menos no la comunicación con el público, y no pude convencer a Europa para que se sumara a nuestra postura de firmeza respecto al problema de Bosnia, aunque pudimos aumentar las ayudas humanitarias y las sanciones contra Serbia, así como una zona de exclusión aérea.

Una razón por la que mis resultados eran tan desiguales era que trataba de hacer muchas cosas enfrentándome a determinados sectores opositores republicanos y a los sentimientos encontrados del pueblo norteamericano respecto al grado de intervención gubernamental que debía emprender. Después de todo, la gente llevaba oyendo durante doce años que el gobierno era el origen de todos nuestros males y que era tan incompetente que no podía ni siquiera organizar un desfile de dos coches. Estaba claro que yo había sobreestimado la cantidad de cosas que podría poner en marcha rápidamente. El país había ido en una dirección durante más de una década, se había acostumbrado a la política de la división, a las frases manidas y tranquilizadoras sobre la grandeza de Estados Unidos y a la comodidad ilusoria, y fugaz, de gastar más y pagar menos impuestos hoy sin preocuparse de las consecuencias para el futuro. Cambiar las cosas me llevaría más de cien días.

Además de la velocidad de actuación, quizá fui demasiado optimista respecto a la cantidad de cambios que podía hacer. Quizá también lo fui sobre lo que el pueblo norteamericano estaría dispuesto a asumir. En un análisis de los cien días de gobierno, un politólogo de la Universidad de Vanderbilt, Erwin Hargrove, comentó: «Me pregunto si el presidente no está tratando de abarcar demasiado». Probablemente tenía razón, pero había tanto que hacer, que yo no dejé de intentarlo hasta que los votantes me dieron un serio toque de atención durante las elecciones de mitad de mandato, en 1994. Mis prisas me habían hecho olvidar otra de mis leyes de la política: en general, todo el mundo está a favor del cambio en general, pero cuando el cambio es particular y son ellos los que tienen que cambiar están en contra.

Las refriegas políticas de los primeros cien días no sucedían dentro de una burbuja: al mismo tiempo, mi familia trataba de asimilar un cambio radical en nuestras costumbres y, además, hacer frente a la pérdida del padre de Hillary. Yo disfrutaba mucho con mis labores presidenciales y Hillary se dedicaba intensamente a su trabajo en sanidad. A Chelsea le gustaba su escuela y estaba haciendo nuevos amigos. Nos gustaba vivir en la Casa Blanca; ofrecíamos recepciones o invitábamos a nuestros amigos a que nos visitaran.

El personal de la Casa Blanca se fue acostumbrando progresivamente a una familia presidencial que tenía unos horarios más dilatados y se quedaba en pie hasta más tarde. Aunque llegué a depender de ellos y a valorar muchísimo sus servicios, me llevó un tiempo acostumbrarme a toda la ayuda con la que contaba en la Casa Blanca. Cuando era gobernador, vivía en una casa con un personal excelente y el equipo de guardaespaldas me llevaba en coche a cualquier lugar del estado, pero durante los fines de semana, Hillary y yo solíamos cocinar nosotros mismos, y los domingos yo me ponía al volante para ir en coche hasta la iglesia. Ahora disponía de ayudas de cámara que me preparaban la ropa cada mañana, me hacían la maleta cuando me iba de viaje y venían conmigo para deshacer la maleta y planchar la ropa arrugada. Había mayordomos que se quedaban hasta tarde, llegaban pronto, trabajaban durante los fines de semana y me servían comida y me traían café y bebidas light; mayordomos navales que cumplían la misma función cuando yo me encontraba en el Despacho Oval o viajando; un equipo de cocina que nos preparaba comida incluso durante los fines de semana; ujieres que me acompañaban arriba y abajo en el ascensor y me traían papeles para firmar y memorándums para leer a todas horas; asistencia médica las veinticuatro horas y, finalmente, el Servicio Secreto, que ni siquiera dejaba que me sentara en el asiento delantero, y mucho menos que condujera.

Una de las cosas que más me gustaba de vivir en la Casa Blanca era que la residencia y la zona de oficinas estaba repleta de flores frescas; siempre había preciosos ramos de flores por toda la casa. Es una de las cosas que más eché de menos después de irme.

Cuando nos mudamos a la Casa Blanca, Hillary remodeló la pequeña cocina para que pudiéramos cenar allí por las noches, cuando solo estuviéramos nosotros tres. El comedor de la planta superior era precioso, pero demasiado espacioso y formal para nuestro gusto, a menos que tuviéramos invitados. Hillary también arregló el solárium del tercer piso, una estancia luminosa que da a un balcón y al techo de la Casa Blanca. Lo convertimos en un salón para la familia. Cuando teníamos familiares o amigos que se quedaban a pasar la noche, siempre terminábamos en el solárium, para charlar, mirar la televisión y jugar a las cartas o a juegos de mesa. Me hice adicto al Master Boggle y a un juego llamado UpWords; es, básicamente, un Scrabble tridimensional, en el que se obtienen más puntos cuando se forman palabras sobre palabras, en lugar de utilizar letras poco comunes o tener que ocupar determinadas casillas. Intenté que mi familia y mis amigos también se aficionaran a UpWords, con más o menos fortuna. Mi cuñado Hugh jugó incontables partidas de UpWords conmigo, y a Roger le gustaba. Pero Hillary, Tony y Chelsea preferían nuestro viejo juego de reserva, el pinacle. Yo seguía jugando a corazones con mi plantilla, y todos nos enganchamos a un nuevo juego de cartas que Steven Spielberg y Kate Capshaw nos enseñaron durante su visita. Tenía un nombre ideal para la vida política de Washington: «Oh Hell».

El Servicio Secreto me había acompañado desde las primarias de New Hampshire, pero cuando me instalé en la Casa Blanca, tuvieron que enfrentarse al reto de mis carreras matutinas. Yo solía hacer varios recorridos: a veces conducía hasta Haines Point, donde había una ruta de 5 kilómetros alrededor de un circuito de golf. Era terreno llano, pero podía ser bastante duro en invierno, cuando soplaban fuerte los vientos que llegaban del Potomac. De vez en cuando también corría en Fort McNair, que era una ruta oval en los terrenos de la Universidad de Defensa Nacional. Mi recorrido preferido, de lejos, era simplemente correr hasta la puerta suroeste de la Casa Blanca, hasta el Mall, y luego subir hasta el monumento a Lincoln, dar la vuelta hacia el Capitolio y volver a casa.

Conocía a mucha gente interesante durante esas carreras, y jamás me cansaba de correr a través de la historia de Estados Unidos. Cuando finalmente el servicio secreto me pidió que dejara de hacerlo, por motivos de seguridad, lo hice, pero lo eché de menos. Para mí, aquellas carreras en público eran una forma de seguir en contacto con el mundo que había más allá de la Casa Blanca. Para ellos –que tenían siempre presente el intento de asesinato del presidente Reagan, por John Hinckley– y que conocían mejor que yo las cartas amenazadoras que recibía, mis contactos con el público eran una preocupante fuente de peligro de la que debían encargarse.

Al Gore me ayudó mucho durante aquellos primeros tiempos; me animaba a seguir tomando decisiones dificiles, y a dejarlas atrás. También me dio un cursillo acelerado y permanente sobre el funcionamiento de Washington. Parte de nuestra rutina era almorzar juntos a solas, en mi comedor privado, una vez a la semana. Nos turnábamos para bendecir la mesa y luego hablábamos de todo, desde nuestras familias hasta deportes, libros y películas, y sobre los últimos acontecimientos de su agenda o de la mía. Mantuvimos nuestra cita para almorzar durante ocho años, excepto cuando uno de los dos estaba fuera. Aunque teníamos mucho en común, también éramos muy distintos, y las comidas nos ayudaron a mantener una relación más cercana de lo que hubiera sido posible en esa olla a presión que es Washington; además me ayudaron a asimilar y a adaptarme a mi nueva vida.

En conclusión, me siento bastante satisfecho, personal y políticamente, de los primeros cien días de mandato. Aun así, estuve sometido a mucha presión, y también lo estuvo Hillary. A pesar de toda nuestra vitalidad y compromiso, cuando nos instalamos estábamos cansados, pues no nos habíamos tomado unas vacaciones de verdad después de las elecciones. Luego, también nos negaron la luna de miel de la que tradicionalmente disfrutan los nuevos presidentes, en parte debido a lo temprano que salió a la luz, y al modo en que lo hizo, la cuestión de los gays en el ejército, y quizá también porque molestamos a la prensa cuando restringimos su acceso al Ala Oeste.

La muerte del padre de Hillary representó una pérdida muy dolorosa para ella. Yo también echaba de menos a Hugh y, durante un tiempo, nos resultó difícil a ambos rendir al máximo de nuestras capacidades. Aunque disfrutábamos mucho de nuestro trabajo, el precio emocional y físico que tuvimos que pagar durante los primeros cien días fue considerable.

Treinta y tres

A pesar de que la reducción del déficit era esencial para mi estrategia económica, no era suficiente para sentar las bases de una recuperación económica sostenida que beneficiara a todos los ciudadanos. Durante los primeros meses, completamos nuestro programa con medidas para expandir el comercio, aumentar la inversión en educación y formación, y promovimos una gran cantidad de iniciativas empresariales, dirigidas a solucionar problemas específicos o a aprovechar oportunidades concretas. Por ejemplo, propuse ayudar al personal civil y militar que había perdido su puesto de trabajo como consecuencia de la reducción del gasto militar después de la Guerra Fría. Insté a nuestros principales laboratorios de investigación federales —Los Alamos y Sandia, en Nuevo México, y Livermore, en California— a que utilizaran los ingentes recursos tecnológicos y científicos que nos habían ayudado a ganar la Guerra Fría, para desarrollar nuevas tecnologías con aplicaciones comerciales. Anuncié un programa de créditos destinado a apoyar a los emprendedores en ciernes, incluidos los que cobraban subsidios y tenían ganas de abrirse camino para no depender más de la asistencia social, y que a menudo tenían buenas ideas pero no cumplían los requisitos tradicionales para que un banco les concediera un préstamo. Con el mismo objetivo, aumenté el volumen de los préstamos de la Agencia para el Desarrollo de la Pequeña y Mediana Empresa, especialmente los destinados a las mujeres y a las minorías; también nombré una Comisión Nacional, presidida por el ex gobernador de Virginia Jerry Baliles, para que se encargara de que nuestra industria aérea fuera fuerte y competitiva. Los fabricantes de aviones y las compañías aéreas estaban en apuros debido a la recesión económica, a la disminución de pedidos de aviones militares y a la mayor competencia del fabricante europeo Airbus.

También propuse planes para ayudar a las comunidades a desarrollar fines comerciales para las instalaciones militares que se cerrarían una vez se redujera el gasto militar. Cuando era gobernador había tenido que ocuparme del cierre de una base de las fuerzas aéreas, y estaba decidido a ayudar más a los que ahora tenían que enfrentarse a esa situación. Puesto que California era, en sí misma, la sexta economía más importante del mundo y los recortes en defensa y otros problemas la habían afectado de forma especialmente dura, desarrollamos un plan especial para impulsar la recuperación de la zona. John Emerson era responsable de que el proyecto saliera adelante, y también se ocupaba de otros problemas relativos a su estado natal. Era tan implacable llevando a cabo su labor que, en la Casa Blanca, le apodaban «el secretario de California».

Una de las medidas más efectivas que tomamos fue reformar las regulaciones por las que se regían las instituciones financieras, según la Ley de Reinversión Comunitaria de 1977. La ley exigía que las entidades de crédito con garantía federal hicieran un esfuerzo suplementario para conceder préstamos a personas con ingresos bajos o reducidos, pero antes de 1993 este requisito no tenía un impacto significativo. Después de los cambios que emprendimos entre 1993 y 2000, los bancos ofrecieron más de 800.000 millones de dólares en hipotecas, préstamos a la pequeña y mediana empresa y préstamos de desarrollo comunitario para prestatarios amparados por la ley, una cifra pasmosa que representaba un poco más del 90 por ciento de todos los préstamos realizados durante los veintitrés años que llevaba en vigor la Ley de Reinversión Comunitaria.

Mayo fue un mes interesante, y muy valioso para mi continuo aprendizaje político. El día 5, otorgué mi primera medalla presidencial de la Libertad a mi viejo mentor, el senador Fulbright, en su ochenta y ocho cumpleaños. El padre de Al Gore se encontraba en la ceremonia y cuando le recordó a Fulbright que él solo tenía ochenta y cinco, este le respondió: «Albert, si te portas bien, tú también lo conseguirás». Admiraba a aquellos dos hombres por lo que habían hecho por Estados Unidos. Me preguntaba si sería tan longevo como ellos; de ser así, esperaba poder llevar los años igual de bien.

En la tercera semana del mes, fui a California para hacer hincapié en las inversiones del plan económico para la educación y el desarrollo de la zonas urbanas deprimidas. Tuve una reunión en el ayuntamiento de San Diego; en un instituto comunitario en Van Nuys, con un alto número de estudiantes hispanos, y en una tienda de material deportivo en Los Angeles South Central, donde se habían producido disturbios el año anterior. Disfruté especialmente del tercer acto. La tienda deportiva, llamada Playground, tenía una pista de baloncesto, en la parte de atrás, que se había convertido en un punto de encuentro para muchos jóvenes. Ron Brown estaba conmigo, y junto con algunos de los chicos organizamos espontáneamente un partido de baloncesto, después del cual hablé de las posibilidades de las zonas de desarrollo, donde se podían abrir negocios de éxito como Playground, en comunidades deprimidas por todo Estados Unidos. Estoy prácticamente seguro de que era la primera vez que un presidente jugaba a baloncesto con chicos de los barrios deprimidos, en un patio trasero, y esperaba que las fotografías de aquel partido enviaran un mensaje al país acerca de las prioridades de la nueva administración, y a la gente joven en concreto, para que supieran que ellos y su futuro me importaban.

Lamentablemente, la mayoría de ciudadanos no se enteraron del partido de baloncesto, porque poco después me corté el pelo. Aún no había encontrado una peluquería en Washington, y no podía ir a Arkansas cada tres semanas para ver a Jim Miles, así que llevaba el pelo demasiado largo. A Hillary le había cortado el pelo un hombre de Los Angeles que le caía muy bien, Cristophe Schatteman, que era amigo de los Thomason. Le pregunté a Cristophe si querría venir a cortarme el pelo. Aceptó, y nos encontramos en mi habitación privada en el Air Force One. Antes de empezar, pregunté al servicio secreto no una, sino dos veces, si no provocaríamos ningún retraso en los despegues o aterrizajes si postergaba mi salida durante unos minutos. Lo comprobaron con el personal del aeropuerto, y estos dijeron que no había ningún problema. Luego le pedí a Cristophe que me pusiera presentable lo más rápidamente posible. Así lo hizo; tardó unos diez minutos y luego despegamos.

Lo siguiente que sucedió fue que se publicó una noticia en la que se afirmaba que había bloqueado dos pistas de aterrizaje durante una hora y había causado molestias a miles de personas, mientras un peluquero de moda, conocido únicamente por su nombre de pila, me hacía un corte de pelo de 200 dólares. Olvidemos el partido de baloncesto con los chicos de los barrios pobres; la noticia irresistible era que había abandonado mis raíces de Arkansas y la política populista a cambio de un costoso capricho. Era una excelente historia, pero no era cierta. En primer lugar, no pagué 200 dólares porque me cortaran el pelo en diez minutos. Segundo, no hice esperar a nadie que tuviera que despegar o aterrizar, y los registros de la Agencia Federal de Aviación lo demostraron, cuando finalmente se hicieron públicos unas semanas después. Estaba consternado porque alguien pudiera pensar que yo haría algo así. Quizá era el presidente, pero Madre me hubiera dado una buena tunda si hubiera hecho esperar a un puñado de gente durante una hora mientras me cortaban el pelo, y con más motivo si el corte costaba 200 dólares.

La noticia del corte de pelo fue una locura. No lo llevé bien; me puse furioso, y eso siempre es un error. Pero gran parte del atractivo era que Cristophe era un peluquero de Hollywood. Mucha gente del establishment de la prensa y de la política de Washington mantienen una relación de amor y odio con Hollywood. Les gusta mezclarse con las estrellas del cine y la televisión, pero tienden a pensar que los intereses de la gente del espectáculo son un poco menos auténticos que los suyos propios. De hecho tienen mucho en común, y la mayoría de todos ellos son buenos ciudadanos. Alguien dijo una vez que la política es el mundo del espectáculo para los que son feos.

Unas semanas más tarde, Newsday, un periódico de Long Island, obtuvo los registros de las actividades de vuelo de la Agencia Federal de Aviación en el aeropuerto de Los Ángeles de aquel día y demostró que los retrasos que se habían mencionado no habían tenido lugar. USA Today y otros periódicos también publicaron una rectificación.

Una de las cosas que probablemente avivó la historia del corte de pelo y contribuyó a que no se corrigiera fue algo que no tuvo nada que ver con ella. El 19 de mayo, por consejo de David Watkins, que era el director de la gestión y administración en la Casa Blanca, y de acuerdo con la oficina legal, Mack McLarty despidió a siete empleados de la Oficina de Viajes de la Casa Blanca. La oficina se encarga de todas las gestiones para los desplazamientos de la prensa cuando viajan con el presidente y factura a sus empresas en concepto de gastos. Hillary y yo habíamos pedido a Mack que se ocupara de la oficina de viajes porque a ella le habían contado que la oficina no admitía licitaciones en la concesión de sus vuelos chárter y a mí me había llegado una queja de un periodista de la Casa Blanca que decía que la comida era mala y los viajes caros. Tuvimos que despedir a aquellos empleados después de que una auditoria de la compañía KMPG Peat Marwick descubriera que había una doble contabilidad y que faltaban por justificar debidamente 18.000 dólares, entre otras irregularidades.

Una vez le hube mencionado la queja del periodista a Mack, me olvidé de todo el asunto de la oficina de viajes hasta que se anunciaron los despidos. La reacción de la prensa fue extremadamente negativa. Resultó que les gustaba la forma en que les trataban, especialmente en los viajes al extranjero. Conocían a la gente de la oficina de viajes desde hacía años y no podían creer que hubieran hecho algo ilegal. Muchos periodistas se sentían literalmente como si el personal de la oficina de viajes trabajara prácticamente para ellos, no para la Casa Blanca, y pensaban que al menos les deberían haber notificado, ya que no consultado, la apertura de la investigación. A pesar de las críticas, la remodelada oficina de viajes ofreció los mismos servicios a la prensa, con menos empleados federales y a unos precios más bajos.

El asunto de la Oficina de Viajes fue un ejemplo particularmente ilustrativo del choque cultural entre la nueva Casa Blanca y la prensa política establecida. Más tarde, se acusó al director de la Oficina de Viajes de desfalco, pues se encontraron en su cuenta personal fondos transferidos directamente de la oficina. Según la prensa, ofreció declararse culpable de un cargo menor y pasar unos meses en la cárcel; sin embargo, el fiscal insistió en ir a juicio y acusarle de haber cometido un delito grave. Después de que algunos famosos periodistas testificaran a su favor como testigos de carácter, se le declaró inocente. A pesar de las investigaciones que hicieron sobre la oficina de viajes la Casa Blanca, la Oficina General de Contabilidad, el FBI y la Oficina del Fiscal Independiente, no se halló ninguna prueba de mala fe, conflictos de intereses o criminalidad de ningún miembro de la Casa Blanca, y nadie discutió la veracidad de los problemas financieros y la mala gestión de la oficina de viajes descubiertos en la auditoría de Peat Marwick.

No podía creer que el pueblo americano me viera a través del prisma de un corte de pelo, la Oficina de Viajes y los gays en el ejército. En lugar de un presidente que luchaba por mejorar Estados Unidos, me retrataban como a un hombre que había abandonado sus raíces por el lujo de clase alta y un progresista radical encubierto al que le habían arrancado su máscara de moderación. Recientemente había hecho una entrevista por televisión en Cleveland, y un hombre dijo que ya no me apoyaba porque me pasaba todo el tiempo con la cuestión de los gays en el ejército y con lo de Bosnia. Le respondí que acababa de realizar un análisis de la forma en que había empleado mi tiempo durante aquellos primeros cien días: el 55 por ciento en economía y sanidad, el 25 por ciento en política exterior y el 20 por ciento en otros temas de política interior. Cuando me preguntó cuánto tiempo me había pasado en lo de los gays y el ejército y le contesté que apenas unas horas, sencillamente replicó: «No le creo». Todo lo que aquel hombre sabía era lo que leía en los periódicos y veía por televisión.

Los fiascos de Cleveland, del corte de pelo y de la Oficina de Viajes demostraban a la perfección lo poco que nosotros, los forasteros, sabíamos acerca de lo que realmente importaba en Washington, y cómo esa falta de comprensión podía borrar de un plumazo nuestros esfuerzos para comunicar lo que estábamos haciendo para solucionar lo que realmente le importaba a la gente de Estados Unidos. Unos años más tarde, Doug Sosnik, uno de mis empleados más ingeniosos, acuñó una expresión que captaba a la perfección la sierra mecánica con la que nos habíamos pillado los dedos. Estábamos a punto de irnos a Oslo, en un viaje para impulsar el proceso de paz de Oriente Próximo. Sharon Farmer, mi alegre fotógrafa afroamericana, dijo que no le apetecía viajar hasta la fría Noruega. «Tienes razón, Sharon —replicó Dough—. No es un partido en casa. A nadie le gusta jugar fuera». A mediados de 1993, yo solo esperaba que todo mi mandato no fuera un largo «partido fuera».

Reflexioné seriamente acerca de la tesitura en que me encontraba. En mi opinión las raíces del problema eran las siguientes: el personal de la Casa Blanca no tenía excesiva experiencia ni muchos contactos en los centros de poder de Washington. Tratábamos de hacer muchas cosas a la vez, lo que creaba una sensación de desorganización e impedía que la gente se enterara de lo que realmente habíamos logrado. La falta de un mensaje claro hacía que los temas de segundo orden transmitieran la sensación de que gobernaba desde la izquierda cultural y política, y no desde el centro dinámico, como había prometido. Esa impresión se reforzaba a causa del persistente y repetitivo ataque republicano, que se concentraba en afirmar que mi plan presupuestario no era sino un gran aumento de los impuestos. Finalmente, no había sabido ver los considerables obstáculos políticos a los que me enfrentaba. Me habían elegido con el 43 por ciento de los votos y había subestimado lo difícil que sería transformar Washington después de doce años de seguir un curso muy distinto, y la crispación política, e incluso psicológica, que esos cambios provocarían en los principales pesos pesados de Washington. Muchos republicanos pensaron, ya de entrada, que mi presidencia no era legítima, y actuaron en consecuencia; el Congreso, con una mayoría demócrata muy desunida y una minoría republicana cohesionada y decidida a demostrar que me equivocaba en todo y que era incapaz de gobernar, no iba a aprobar mis propuestas de ley tan rápido como a mí me hubiera gustado.

Sabía que tenía que cambiar pero, como le pasa a todo el mundo, descubrí que era más difícil llevarlo a cabo que recomendárselo a los demás. Aun así, conseguí hacer dos cambios que eran particularmente útiles. Convencí a David Gerben, un amigo del fin de semana del Renacimiento y veterano de tres administraciones republicanas, de que viniera a la Casa Blanca en calidad de asesor presidencial, para ayudarnos con la organización y la comunicación. En su columna del U.S. News & World Report, David había ofrecido atentos consejos, algunos de ellos bastante críticos, con los que yo coincidía. A David le caía bien Mack McLarty, y le respetaba. Era un auténtico miembro del establishment de Washington, que pensaba y reaccionaba como ellos y que, por el bien del país, deseaba que tuviéramos éxito. Durante los meses siguientes, David tuvo un efecto balsámico sobre la Casa Blanca; se puso en marcha de inmediato para mejorar las relaciones con la prensa y los devolvió el acceso directo a la oficina de comunicaciones, algo que deberíamos haber hecho mucho antes.

Además del nombramiento de Gerben, realizamos otros cambios de personal: Mark Gearan, el capaz y popular adjunto al jefe de gabinete de Mack McLarty, reemplazaría a George Stephanopoulos como director de comunicación y Dee Dee Myers seguiría como secretaria de Prensa y se haría cargo de los informes diarios a los periodistas. Ascendí a George a un puesto de nuevo cuño, el de asesor principal, para que me ayudara a coordinar la política, la estrategia y las decisiones cotidianas. Al principio le decepcionó no encargarse de los informes de prensa diarios, pero pronto dominó una labor muy parecida a la que había desarrollado durante la campaña, y lo hizo tan bien que aumentó su influencia y su peso dentro de la Casa Blanca.

El otro cambio a mejor que hicimos fue despejar mi agenda diaria, de modo que me quedaran dos horas libres a mitad de la mayoría de los días para leer, pensar, descansar y hacer llamadas. Este cambio ayudó mucho a mejorar mi vida.

Las cosas parecían ir mejor hacia finales de mes, cuando el Congreso aprobó mi presupuesto, por 219 a 213 votos. Entonces pasó al Senado, donde inmediatamente eliminaron el impuesto sobre la energía y lo sustituyeron por un aumento del impuesto de la gasolina de 4,3 centavos el galón e hicieron más recortes de gastos. La mala noticia era que el impuesto sobre la gasolina no supondría tanto ahorro de energía como el que había saltado; la buena noticia era que costaría menos dinero a los norteamericanos de clase media, solo unos 33 dólares al año.

El 31 de mayo, mi primer Día de los Caídos como presidente, después de la ceremonia tradicional en el cementerio nacional de Arlington, asistí a otra ceremonia en una sección recién inaugurada del monumento a los Veteranos del Vietnam, una larga pared de mármol negro con los nombres de todos los miembros de las fuerzas armadas estadounidenses que habían muerto en acto de servicio o habían desaparecido en combate en aquella guerra. A primera hora de la mañana había corrido hasta el muro desde la Casa Blanca, para mirar los nombres de mis amigos de Hot Springs. Me arrodillé frente al nombre de mi amigo Bert Jeffries, lo toqué y recé una oración.

Sabía que sería un acontecimiento duro; estaría lleno de gente para quien la guerra de Vietnam seguía siendo el momento que había definido sus vidas, y para los cuales la idea de que alguien como yo fuera comandante en jefe era una aberración. Pero estaba decidido a ir, a enfrentarme a todos aquellos que todavía me reprochaban mis puntos de vista sobre Vietnam, a decir a todos los veteranos que respetaba el servicio que habían prestado a la patria, así como el de sus camaradas caídos, y que trabajaría para resolver los casos, aún abiertos, de los prisioneros de guerra y de los soldados que aún figuraban como desaparecidos en combate.

Colin Powell me presentó con convicción y elegancia, y señaló con firmeza el respeto que en su opinión yo debía recibir como comandante en jefe. Aun así, cuando me levanté para hablar, unos ruidosos manifestantes trataron de acallar mi voz. Les hablé directamente a ellos:

A todos los que están gritando, quiero que sepan que les he oído. Ahora les pido que me escuchen a mí… Algunos han insinuado que yo no debo estar aquí hoy con ustedes, porque hace un cuarto de siglo que no estuve de acuerdo con la decisión de enviar a los jóvenes a luchar a Vietnam. Bien, pues mucho mejor… Igual que la guerra es el precio de la paz, el desacuerdo es el privilegio de la libertad, y aquí estamos hoy, precisamente para honrar eso… El mensaje de este monumento es bastante sencillo: estos hombres y mujeres lucharon por la libertad, trajeron honor a sus comunidades, amaron a su país y murieron por él… No hay ni una persona hoy entre nosotros que no conociera a alguien de los que está en ese muro. Cuatro de mis compañeros de instituto están ahí… Sigamos en desacuerdo, si así debe ser, acerca de la guerra. Pero que eso no nos divida más como pueblo.

El acto empezó de manera un poco brusca, pero terminó bien. La predicción de Robert McNamara de que mi elección había puesto fin a la guerra del Vietnam no era exacta del todo, pero quizá habíamos avanzado un poco en esa dirección.

Junio empezó con una decepción que era tanto personal como política, pues tuve que retirar a mi candidata Lani Guinier, una profesora de la Universidad de Pennsylvania, veterana abogada del Fondo de Defensa Legal de la NAACP y, además, ex compañera mía en la facultad de derecho. Quería que fuera la primera abogada especializada en los derechos civiles que encabezara la División de Derechos Civiles. Después de anunciar su nombre en abril, los conservadores fueron contra Guinier sin piedad; la tacharon de «reina de las cuotas» y la acusaron de querer eliminar el principio constitucional de «un hombre, un voto», porque se había pronunciado a favor de un sistema de votación acumulada, en el cual cada votante tendría a su disposición tantos votos como escaños hubiera en juego en el cuerpo legislativo y podría otorgar todos los votos a un solo candidato. En teoría, la votación acumulada aumentaba considerablemente las posibilidades de que los candidatos minoritarios fueran elegidos.

Al principio, no presté demasiada atención a las quejas de la derecha; pensé que lo que de verdad les molestaba de Guinier era su larga trayectoria de luchadora por los derechos civiles y sus numerosos éxitos, y que cuando llegara al Senado, su candidatura se haría con suficientes votos para confirmarla fácilmente.

Me equivoqué. Mi amigo el senador David Pryor vino a verme y me exhortó a retirar la candidatura de Lani; afirmó que sus entrevistas con los senadores no iban nada bien y me recordó que aún tenía que aprobarse el programa económico y que no podía permitirme perder ni un solo voto. El líder de la mayoría, George Mitchell, que había sido juez federal antes de llegar al Senado, estaba totalmente de acuerdo con David; dijo que no confirmarían a Lani y que teníamos que cerrar aquella cuestión lo antes posible. Me informaron de que los senadores Ted Kennedy y Carol Moseley Braun, la única senadora afroamericana, opinaban lo mismo.

Decidí que más valía que leyera los artículos de Lani. Defendía convincentemente su posición, pero entraba en conflicto con mi apoyo a la discriminación positiva y mi oposición a las cuotas; parecía desechar el «un hombre, un voto» a favor de «un hombre, muchos votos», y a que los repartiera como le pareciera.

Le pedí que viniera a verme, para que pudiéramos hablarlo. Mientras debatíamos el problema en el Despacho Oval, Lani estaba comprensiblemente ofendida por las críticas que habían llovido sobre ella, y asombrada de que alguien considerara las cavilaciones académicas de sus artículos un obstáculo serio para su confirmación. No dio demasiada importancia a las dificultades que su nominación planteaba a los senadores cuyos votos necesitaría y no le concederían. O quizá se opusieran a la nominación mediante maniobras obstruccionistas. Mi equipo me había dicho que no teníamos los votos suficientes para confirmarla, pero ella rechazó la idea de retirarse, pues creía que tenía derecho a que se celebrara la votación. Finalmente, le dije que me veía obligado a retirar su nominación, que lamentaba hacerlo, pero que íbamos a perder y que, aunque era un magro consuelo, su retirada la convertiría en una heroína en la comunidad de los derechos civiles.

Posteriormente, me criticaron con dureza por abandonar a una amiga ante la presión política, pero en gran parte, procedían de gente que no sabía qué había sucedido en realidad. Finalmente, propuse a Deval Patrick, otro brillante abogado afroamericano con una sólida trayectoria en la defensa de los derechos civiles, para que se encargara de la División de Derechos Civiles, e hizo una labor excelente. Aún admiro a Lani Guinier y lamento haber perdido su amistad.

Pasé la mayor parte de las dos primeras semanas de junio escogiendo una Corte Suprema. Unas semanas atrás, Byron «Whizzer» White había anunciado su jubilación después de treinta y un años en el tribunal. Como he dicho antes, mi primera elección fue el gobernador Mario Cuomo, pero él no estaba interesado en el cargo. Después de revisar a más de cuarenta candidatos, me decidí por tres: mi secretario de Interior, Bruce Babbitt, que había sido fiscal general de Arizona antes de convertirse en gobernador; el juez Stephen Breyer, presidente del Primer Circuito del Tribunal de Apelación de Boston, que tenía un historial acumulado impresionante como juez, y la juez Ruth Bader Ginsburg, del Tribunal de Apelación del Distrito de Columbia, una mujer brillante con una historia personal apasionante, y cuya trayectoria pasada era interesante, independiente y progresista. Me reuní con Babbitt y Breyer y vi que ambos serían buenos jueces, pero lamentaba perder a Babbitt en su cargo de interior, igual que los muchos activistas del medioambiente que llamaron a la Casa Blanca para rogarme que le conservara en su puesto. Breyer tenía un pequeño «problema de niñera», aunque el senador Kennedy, que le defendía a capa y espada, me aseguraba que conseguiría la confirmación.

Como todo lo que sucedió en la Casa Blanca durante los primeros meses, mis entrevistas con ambos hombres se filtraron, de modo que decidí entrevistarme con Ginsburg en mi despacho privado en la residencia de la Casa Blanca, un domingo por la noche. Me impresionó enormemente. Pensé que tenía todo lo necesario para convertirse en una gran juez, y que era capaz de hacer, al menos, las tres cosas que en mi opinión debía hacer un magistrado en la Corte Rehnquist, que estaba estrechamente dividida entre moderados y conservadores: decidir los casos por sus circunstancias, y no por la ideología o la identidad de las partes; trabajar con los jueces conservadores republicanos para alcanzar el consenso cuando este fuera posible, y enfrentarse a ellos de ser necesario. En uno de sus artículos, Ginsburg había escrito: «Las más importantes figuras de la judicatura en Estados Unidos han sido personas con una opinión independiente, con mentes abiertas pero no vacías; dispuestas a escuchar y a aprender. Han demostrado que no temen reexaminar sus propias premisas, progresistas o conservadoras, tan meticulosamente como las de los demás».

Cuando anunciamos su nombramiento, no se habían producido filtraciones. La prensa había escrito que mi intención era designar a Breyer, pero se basaron en un soplo de un informante que no sabía lo que decía. Después de que la juez Ginsburg hiciera su breve pero emotiva declaración de aceptación del cargo, uno de los periodistas afirmó que su nombramiento en lugar de Breyer reflejaba cierta «cualidad zigzagueante» de mi proceso de toma de decisiones en la Casa Blanca. A continuación me preguntó si podía refutar esa impresión. Yo no sabía si reír o llorar; le repliqué: «Hace tiempo que he abandonado la idea de poder convencer a algunos de ustedes de que no conviertan cualquier decisión importante en algo que no sea un proceso político». Aparentemente, en lo relativo a nombramientos, el lema del juego no era «sigue al líder», sino «sigue a la filtración». Tengo que confesar que sentí casi tanto placer por sorprender a la prensa como por la elección que había hecho.

En la última semana de junio, el Senado finalmente aprobó mi presupuesto, por solo 50 votos a 49, con la abstención de un demócrata y de un republicano. Al Gore rompió el desempate con su voto de calidad. Ningún republicano votó a favor, y perdimos a seis demócratas conservadores. El senador David Boren, de Oklahoma, al que conocía desde 1974, cuando él se presentó por primera vez a gobernador y yo al Congreso, nos dio su voto para evitar la derrota, pero indicó que se opondría a la ley final a menos que hubiera más recortes de gastos y menos impuestos.

Ahora que el Senado y el Congreso habían aprobado los planes presupuestarios, tendrían que reconciliar sus diferencias y, luego, nosotros deberíamos volver a luchar por conseguir la aprobación en ambas cámaras de nuevo. Puesto que habíamos ganado por muy poco margen, cualquier concesión de una de las cámaras a la otra significaba perder uno o dos votos, que bastarían para que se rechazara todo el paquete. Roger Altman vino del departamento del Tesoro, con su jefe de gabinete, Josh Steiner, para organizar una «sala de guerra» y preparar la campaña para la aprobación final. Necesitábamos saber adónde iría a parar cada uno de los votos y qué podíamos argumentar u ofrecer a los miembros indecisos para obtener la mayoría. Después de toda la sangre que habíamos derramado por cuestiones menores, esta era por fin una batalla que valía la pena librar. Durante las seis semanas y media siguientes, el futuro económico del país, por no mencionar el de mi presidencia, pendía de un hilo.

Al día siguiente de que el Senado aprobara el presupuesto, ordené por primera vez que el ejército efectuara una operación ofensiva y disparara veintitrés misiles Tomahawk contra el cuartel general de los servicios secretos iraquíes, en represalia por un complot para asesinar al presidente George H. W. Bush durante un viaje que había realizado a Kuwait. Más de una docena de implicados en la conspiración habían sido arrestados en Kuwait el 13 de abril, el día anterior de que el entonces presidente tuviera previsto aterrizar. La investigación del material hallado en su posesión, reveló que procedían de la inteligencia iraquí; el 19 de mayo, uno de los detenidos iraquíes confirmó al FBI que el servicio secreto iraquí estaba detrás del complot. Pedí al Pentágono que recomendara qué acciones debíamos emprender, y el general Powell me propuso el ataque con misiles al cuartel general de la inteligencia, que cumplía los requisitos de ser una respuesta proporcional y un gesto disuasorio. Yo creía que teníamos justificación suficiente para atacar con más dureza a Irak, pero Powell me convenció de que el ataque al cuartel general haría desistir al terrorismo iraquí de futuras acciones y que, en cambio, si lanzábamos bombas sobre otros objetivos, por ejemplo sobre palacios presidenciales, sería muy improbable que consiguiéramos eliminar a Sadam Husein y casi con toda certeza mataríamos a más inocentes. La mayoría de los Tomahawk dieron en el blanco, pero cuatro de ellos pasaron de largo; tres impactaron en un barrio de la clase alta de Bagdad y murieron ocho civiles. Fue un duro recordatorio de que, no importa lo cuidadosa que sea la planificación ni qué precisión tenga el armamento, cuando ese tipo de potencia de ataque se desata, habitualmente siempre se producen consecuencias no deseadas.

El 6 de julio, me encontraba en Tokio para mi primera reunión internacional, la decimosexta cumbre del G7. Normalmente, en estas reuniones solo se hablaba; no se alcanzaban muchos compromisos en cuanto a medidas políticas y no se llevaba a cabo prácticamente ningún seguimiento de los acuerdos una vez terminada la cumbre. Ya no podíamos permitirnos el lujo de otra reunión sin consecuencias. La economía mundial estaba estancada; el crecimiento de Europa era el más bajo en más de una década, y Japón tenía las peores cifras en casi veinte años. Nosotros estábamos haciendo progresos en el frente económico; en los últimos cinco meses, más de 950.000 norteamericanos habían encontrado un puesto de trabajo, casi la misma cifra de empleos que se habían generado durante los tres años anteriores.

Fui a Japón con diversos objetivos: obtener un acuerdo con los dirigentes europeos y japoneses de modo que coordinaran sus políticas económicas interiores con la nuestra, aumentar el crecimiento global y convencer a Europa y a Japón de que redujeran los aranceles sobre los productos manufacturados, lo que ayudaría a crear empleos en todos nuestros países y aumentaría las posibilidades de terminar antes del plazo fijado, el 15 de diciembre, la Ronda Uruguay de conversaciones, que duraba ya siete años. También quería enviar una señal clara e inequívoca de mi apoyo político y financiero a Yeltsin y a la democracia en Rusia.

Las probabilidades de éxito de cualquiera de estos objetivos, y no digamos de los tres, no eran demasiado grandes, en parte porque ninguno de los dirigentes venía a la reunión con una posición particularmente fuerte. Entre la dura medicina de mi plan económico y la mala prensa que habían originado los diversos problemas que habíamos tenido, tanto reales como imaginarios, mi popularidad había caído en picado desde la investidura. John Major aguantaba en Inglaterra, pero le perjudicaban las constantes comparaciones con su predecesora, Margaret Thatcher, algo que la Dama de Hierro no hacía demasiado por evitar. Francois Mitterrand era un hombre fascinante y brillante, un socialista que se encontraba en su segundo mandato de siete años. Sin embargo, tenía poco margen de maniobra, pues el presidente francés y la coalición que estaba al frente del gobierno, que controlaba la política económica, eran de partidos políticos distintos y enfrentados. Carlo Ciampi, el presidente italiano, era el ex gobernador del Banco Central italiano, y un hombre modesto, conocido por su costumbre de ir a trabajar en bicicleta. A pesar de su inteligencia y de su gancho político, el entorno político italiano, fracturado e inherentemente inestable, representaba un serio obstáculo para él. Kim Campbell, la primera mujer que era elegida primer ministro en Canadá, era una persona impresionante, totalmente entregada a su trabajo, al que se había incorporado recientemente, tras la dimisión de Brian Mulroney. De hecho, estaba cerrando la larga etapa de Mulroney al frente del país, pues las encuestas mostraban un creciente apoyo para el líder de la oposición, Jean Chrétien. Nuestro anfitrión, Kiichi Miyazawa, se hallaba en los últimos meses de su mandato y era poco probable que lo reeligieran; el largo monopolio del Partido Democrático Liberal llegaba a su fin. Miyazawa quizá tenía poco futuro, pero era un hombre de talento y tenía una sutil percepción del mundo. Hablaba un inglés coloquial tan bien como yo, y también era un patriota que quería que la cumbre del G7 hiciera quedar bien a su país.

Se decía que el canciller alemán Helmut Kohl, que llevaba mucho tiempo en el cargo, también estaba en un aprieto; según las encuestas, su popularidad bajaba, y su partido, la Unión Cristiano Demócrata, había sufrido recientemente algunas derrotas en las elecciones municipales. Sin embargo, yo opinaba que a Kohl aún le quedaban muchos años de dirigente. Era un hombre inmenso, de mi altura pero pesaba más de 130 kilos. Hablaba con mucha convicción y era muy directo, a menudo brusco; sabía contar anécdotas de primera, con un gran sentido del humor. Era la mayor figura política que el continente europeo había tenido en décadas, y no solo a causa de su peso. Había reunificado las dos Alemanias y había desviado enormes cantidades de dinero de la Alemania occidental a la oriental, para aumentar los ingresos de los que habían vivido bajo el comunismo y ganaban mucho menos. La Alemania de Kohl se había convertido en el principal apoyo financiero de la democracia rusa. También era la fuerza impulsora que había detrás de la emergente Unión Europea, y estaba a favor de admitir a Polonia, a Hungría y a la República Checa tanto en ella como en la OTAN. Finalmente, a Kohl le preocupaba profundamente la pasividad europea en el tema de Bosnia y pensaba, como yo, que Naciones Unidas debía suspender el embargo de armas porque era injusto para los musulmanes bosnios. Siempre estaba en el lado correcto en lo referente a todas las grandes disyuntivas a las que se enfrentaba Europa, y defendía con firmeza sus puntos de vista. Pensaba que si hacía bien las cosas importantes, las encuestas terminarían reflejándolo. Helmut Kohl me cayó muy bien. Durante los siguientes años, a lo largo de muchas comidas, visitas y llamadas telefónicas, forjamos una relación política y personal que aportó importantes frutos a los europeos y a los norteamericanos por igual.

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