Descargar

Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 16)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22

El 28 de agosto, en el treinta y cinco aniversario del famoso discurso de Martin Luther King Jr. en el que dijo «Tengo un sueño», fuimos a una misa conmemorativa en la Union Chapel, en Oak Bluffs, que había sido el lugar donde preferían pasar las vacaciones los afroamericanos durante más de un siglo. Estuve en la tarima con el congresista John Lewis, que había trabajado con el doctor King y era una de las más influyentes figuras morales en la política norteamericana. El y yo éramos amigos desde hacía tiempo, mucho antes de 1992. Fue uno de los que me apoyaron desde el principio y tenía todo el derecho del mundo a condenarme. Sin embargo, cuando se levantó para hablar, John dijo que yo era su amigo y su hermano, que había estado a mi lado cuando tuve éxito y que no me abandonaría en las horas bajas; que había sido un buen presidente y que, si dependía de él, seguiría siéndolo. John Lewis jamás sabrá lo mucho que sus palabras alentaron mi espíritu aquel día.

Regresamos a Washington a finales de mes para enfrentarnos a otros graves problemas. La crisis financiera asiática se había extendido, y amenazaba con desestabilizar toda la economía global. La crisis se había iniciado en Tailandia en 1997, había contagiado a Indonesia y Corea del Sur y ahora había alcanzado a Rusia. A mediados de agosto, Rusia había dejado de pagar su deuda exterior y, a finales de mes, la crisis económica en Rusia había provocado grandes caídas en los mercados de valores de todo el mundo. El 31 de agosto, la media industrial Dow Jones cayó 512 puntos, después de una caída de 357 puntos cuatro días antes. Todas las ganancias de 1998 se borraron de un plumazo.

Bob Rubin y su equipo de economía internacional habían trabajado en la crisis financiera desde que empezaran los problemas de Tailandia. Aunque los detalles de los apuros de cada nación variaban, había rasgos comunes: sistemas bancarios deficientes, préstamos realizados con criterios erróneos, capitalismo del «amiguismo» y una falta de confianza generalizada. La situación se agravaba debido a la falta de crecimiento económico en Japón durante los últimos cinco años. Sin inflación y con una tasa de ahorro del 20 por ciento, los japoneses podían aguantar, pero lo cierto era que la falta de crecimiento en la principal economía asiática agravaba las consecuencias negativas de una política económica equivocada en cualquier lugar. Hasta los japoneses se estaban poniendo nerviosos; la economía estancada había contribuido a la derrota electoral, que había llevado a la reciente dimisión de mi amigo Ryutaro Hashimoto de su cargo de primer ministro. China, cuya economía tenía el mayor ritmo de crecimiento de la región, había impedido que la crisis fuera a peor al negarse a devaluar su divisa.

Durante los años noventa, la fórmula general para la recuperación económica era la concesión de considerables préstamos por parte del Fondo Monetario Internacional y otros países ricos a cambio de las reformas necesarias en las naciones afectadas. Las reformas, invariablemente, eran muy difíciles de plantear políticamente; siempre obligaban a cambios en zonas donde había intereses muy establecidos y arraigados y, a menudo, exigían austeridad fiscal, que aunque a largo plazo procuraba una recuperación más rápida y más estabilidad, a corto plazo perjudicaba gravemente a los ciudadanos.

Estados Unidos había respaldado las iniciativas del FMI en Tailandia, Indonesia y Corea del Sur, y había concedido ayudas en los dos últimos casos. El Departamento del Tesoro decidió no aportar fondos para Tailandia porque ya habíamos concedido 17,000 millones y parecían suficientes; además, el Congreso había impuesto algunas restricciones nuevas, aunque temporales, sobre el Fondo de Estabilización de los Cambios, el que habíamos utilizado para ayudar a México. Las restricciones expiraron cuando llegó el momento de ayudar a más naciones en problemas, pero yo lamentaba no poder hacer ni siquiera una pequeña contribución al paquete de ayudas tailandés. Tanto el Departamento de Estado y Defensa como el CSN querían hacerlo porque Tailandia era nuestro aliado más antiguo en el sudeste asiático. De modo que me decidí por ello, pero dejé que fuera el Departamento del Tesoro el que lo gestionara todo. En términos de política interior y de economía fue una decisión correcta, pero envió un mensaje equivocado a los tailandeses, y a toda Asia. Bob Rubin y yo no cometimos demasiados errores políticos, pero creo que este, fue uno de ellos.

Con Rusia desde luego no teníamos el problema de Tailandia. Estados Unidos había apoyado la economía rusa desde mi primer año de mandato, y habíamos contribuido casi en un tercio al paquete de ayudas de 23,000 millones de dólares del FMI en julio. Desafortunadamente, el primer reembolso de casi 5.000 millones prácticamente desapareció casi en su totalidad de la noche a la mañana, pues el rublo se devaluó y los rusos empezaron a sacar grandes cantidades de su propio dinero fuera del país. A los problemas de Rusia se añadían las irresponsables políticas inflacionistas de su banco central y la negativa de la Duma de establecer un sistema eficaz de recaudación de impuestos. Los tipos impositivos eran suficientemente altos, incluso tal vez demasiado, pero la mayoría de los contribuyentes no pagaba.

Inmediatamente después de volver de Martha's Vineyard, Hillary y yo hicimos un rápido viaje a Rusia y a Irlanda del Norte con Madeleine Albright, Bill Daley, Bill Richardson y una delegación bipartita del Congreso. El embajador Jim Collins invitó a un grupo de líderes de la Duma a su residencia, Spaso House. Traté de convencerles por todos los medios de que ninguna nación podía escapar a las leyes de la economía global y que si querían préstamos e inversiones del extranjero Rusia tendría que recaudar impuestos, dejar de imprimir dinero para pagar facturas, clausurar los bancos problemáticos, olvidarse del amiguismo y pagar sus deudas. No creo que lograra demasiados conversos.

Mi quinceava reunión con Boris Yeltsin fue tan bien como pudo, dados sus problemas. Los comunistas y los ultranacionalistas bloqueaban sus propuestas de reforma en la Duma. Había tratado de crear un sistema de recaudación fiscal más eficiente mediante un decreto del ejecutivo, pero aun así no podía impedir que el banco central imprimiera demasiada moneda, lo cual desencadenaba una mayor fuga de capitales, que abandonaban el rublo y se refugiaban en divisas más estables, y no estimulaban así las inversiones ni los préstamos extranjeros. Por el momento, todo lo que podía hacer era animarle y confirmarle que el resto del dinero del FMI estaría disponible tan pronto le resultara útil para marcar la diferencia. Si le dábamos los fondos ahora, desaparecerían tan rápidamente como la primera entrega.

Hicimos una declaración positiva en la que afirmamos que cada uno de nosotros eliminaría cincuenta toneladas de plutonio de los programas nucleares —suficiente cantidad como para fabricar miles de bombas— e inutilizaríamos el material para que no pudiera emplearse con ese fin. Con los grupos terroristas, además de las naciones hostiles, tratando de conseguir material físil, era un paso importante que podía salvar innumerables vidas.

Después de un discurso ante la Asamblea de Irlanda del Norte en Belfast, en la que exhorté a los miembros a que siguieran respetando el acuerdo del Viernes Santo, Hillary y yo fuimos con Tony y Cherie Blair, George Mitchell y Mo Mowlam, la Secretaria de Estado británica para Irlanda del Norte, hasta Omagh, para reunirnos con las víctimas de los atentados. Tony y yo hablamos lo mejor que pudimos y luego nos mezclamos con las familias, les escuchamos y vimos a los niños heridos. Nos llamó poderosamente la atención la firme determinación de las víctimas de seguir en el camino de la paz. Durante la etapa conflictiva, alguien había pintado una provocativa pregunta en un muro de Belfast:

«¿HAY VIDA ANTES DE LA MUERTE?».

A pesar de la cruel carnicería de Omagh, los irlandeses aún decían que sí.

Antes de dejar Dublín, asistimos junto con los Blair a una reunión por la paz en Armagh, la base desde la cual san Patricio llevó la cristiandad a Irlanda, y que ahora se había convertido en el centro espiritual de Irlanda del Norte, tanto para católicos como para protestantes. Me presentó a una encantadora joven de diecisiete años, Sharon Haughey, que me había escrito cuando solo tenía catorce, pidiéndome que ayudara a poner fin a la tragedia con una solución muy sencilla: «Ambos bandos han resultado heridos. Ambos bandos tendrán que perdonar».

En Dublín, Bertie Ahern y yo hablamos con la prensa después de nuestra reunión. Un periodista irlandés dijo: «Da la impresión que hace falta que nos visite usted para que el proceso de paz salga adelante. ¿Tendremos que volver a verle?». Respondí que por su bien esperaba que no, pero que por el mío esperaba lo contrario. Luego Bertie dijo que mi rápida respuesta a la tragedia de Omagh había galvanizado a las partes para que tomaran decisiones rápidamente, «de otro modo tal vez hubieran llevado semanas y meses». Apenas hacía dos días, Martin McGuinnes, el principal negociador del Sinn Fein, había anunciado que él mismo supervisaría el proceso de entrega de armas. Martin era el adjunto de Gerry Adams, y una importante figura por derecho propio. El anuncio envió una señal a David Trimble, y a los unionistas, de que por fin para el Sinn Fein y para el IRA la violencia era, como Adams había dicho, «cosa del pasado, cerrada, terminada y enterrada». En nuestra reunión privada, Bertie Ahern me dijo que después de Omagh, el IRA había advertido a la facción disidente IRA Auténtico que si alguna vez volvían a hacer algo así, la policía británica sería la menor de sus preocupaciones.

La primera pregunta que me hizo un periodista norteamericano solicitaba mi respuesta respecto a la punzante reprimenda que me había propinado el día anterior en la sala del Senado mi amigo Joe Lieberman. Respondí que «estoy completamente de acuerdo con lo que ha dicho… Cometí un terrible error, sin defensa posible, y lo siento». A algunos miembros de nuestro equipo les parecía mal que Joe me hubiera atacado mientras yo estaba en el extranjero, pero a mí no. Sabía que era un hombre profundamente religioso y que estaba enfadado por lo que yo había hecho; pero había evitado cuidadosamente la cuestión de si tenía que activarse el impeachment.

Nuestra última parada en Irlanda fue Limerick, donde cincuenta mil personas llenaron las calles en defensa de la paz, entre ellos familiares de un miembro de nuestra delegación, el congresista Peter King, de Nueva York, que había llevado a su madre con motivo de la manifestación. Dije a la multitud que mi amigo Frank McCourt había inmortalizado el viejo Limerick en Las cenizas de Ángela, pero que el nuevo me gustaba más.

El 9 de septiembre, Ken Starr envió su informe de 445 páginas al Congreso, en el que alegaba once ofensas por las que podían impugnarme. Incluso con todos los delitos del Watergate, Leon Jaworski no había hecho nada parecido. Se suponía que el fiscal independiente debía entregar un informe con sus conclusiones al Congreso si hallaba pruebas «sustanciales y verosímiles» para respaldar un proceso de impeachment. Entonces el Congreso debía decidir si había motivos para ello. El informe se hizo público el día 11; el de Jaworski jamás se difundió. En el informe de Starr, la palabra «sexo» aparecía más de quinientas veces; Whitewater, dos. El y sus aliados pensaban que podrían lavar todos sus pecados de los anteriores cuatro años con mi ropa sucia.

El 10 de septiembre, convoqué al gabinete a la Casa Blanca y me disculpé con ellos. Muchos de ellos no sabían qué decir. Creían en la labor que estaban desarrollando y valoraban la oportunidad de servir a su país que yo les había dado, pero la mayoría pensaba que mi comportamiento había sido egoísta y estúpido y les había dejado tirados durante ocho meses. Madeleine Albright se lanzó y dijo que yo había cometido un error y que estaba decepcionada, pero que nuestra única opción era volver al trabajo. Donna Shalala fue más dura; opinaba que era importante que los dirigentes fueran buenas personas además de poner en práctica buenas políticas. Mis amigos de toda la vida James Lee Witt y Rodney Slater hablaron del poder de la redención y citaron las Escrituras. Bruce Babbitt, católico, habló del poder de la confesión. Carol Browner dijo que se había visto obligada a hablar con su hijo de temas que jamás pensó que tendría que comentar con él.

Mientras escuchaba a mi gabinete comprendí por primera vez hasta qué punto la exposición pública de mi conducta y mi falta de honestidad acerca de la misma habían abierto una caja de Pandora de emociones en el pueblo norteamericano. Era fácil decir que yo había tenido que pasar por muchas cosas durante los seis años anteriores, que la investigación de Starr había sido atroz y que la demanda Jones era falaz y tenía motivaciones políticas escondidas. También lo era decir que la vida personal de un presidente debería seguir siendo privada. Pero una vez salió a la luz lo que yo había hecho, en toda su brutal fealdad, la forma en que la gente lo valoraba era inevitablemente una reacción a sus propias experiencias personales, marcadas no solo por sus convicciones sino también por sus miedos, decepciones y desengaños.

Las reacciones dispares y muy honestas de mi gabinete me dieron una impresión muy directa de lo que sucedía en las conversaciones que tenían lugar en todo el país. Cuando las sesiones del impeachment se avecinaban, recibí muchas cartas de amigos y extraños. Algunas ofrecían palabras emotivas de apoyo y de aliento; en otras me contaban sus propias historias de fracaso y de recuperación. Las había que expresaban su indignación respecto a la conducta de Starr, otras rebosaban condena y decepción por lo que había hecho y aun otras eran una combinación de todo ello. Leer aquellas cartas me ayudó a hacer frente a mis emociones y a recordar que si quería ser perdonado, tenía que perdonar a mi vez.

El ambiente en la Sala Oval Amarilla era algo incómodo y tenso, hasta que Bob Rubin habló. Rubin era la persona de toda la habitación que mejor comprendía lo que había sido mi vida durante los últimos cuatro años. Goldman Sachs lo había investigado exhaustivamente; incluso, a uno de sus socios se lo habían llevado detenido y esposado, antes de que a él lo dejaran tranquilo. Después de que intervinieran los demás, Rubin dijo, con su característica abrupta honestidad: «No hay duda de que la has fallado. Pero todos cometemos errores, incluso garrafales. En mi opinión, la cuestión aquí es lo desproporcionada que ha sido la cobertura informativa y la hipocresía de algunos de tus detractores». Después de aquello, el ambiente se relajó un poco. Me sentí agradecido porque nadie optó por irse; todos volvimos al trabajo.

El 15 de septiembre, contraté a Greg Craig, un excelente abogado y viejo amigo de Hillary y mío de la época de la facultad, para que trabajara con Chuck Ruff, David Kendall, Bruce Lindsay, Cheryl Mills, Lanny Breuer y Nicole Seligman en mi equipo de abogados defensores. El día 18, justo como yo sabía que sucedería, el Comité Judicial de la Cámara votó, obedeciendo la disciplina de partido, a favor de hacer público el vídeo de mi testimonio ante el gran jurado.

Pocos días después, Hillary y yo celebramos nuestro desayuno anual para los líderes religiosos en la Casa Blanca. Generalmente hablábamos de las preocupaciones que compartíamos acerca de asuntos públicos. Esta vez les pedí que rezaran por mí durante mi tribulación personal:

Estas últimas semanas he tenido que someterme a un viaje transformador para llegar al final de todo esto, a la verdad pura y dura de dónde estoy y dónde estamos todos. Estoy de acuerdo con los que han dicho que en mi primera declaración después de testificar yo no estaba lo suficientemente arrepentido. No creo que exista ninguna manera bonita de decir que he pecado.

Dije que lo lamentaba por todas las personas a las que había hecho daño: mi familia, mis amigos, mi equipo, el gabinete y Monica Lewinsky y su familia. Que les había pedido perdón y que seguiría el consejo de los pastores y otros amigos para encontrar, con la ayuda de Dios, «la voluntad de dar el propio perdón que busco, la renuncia al orgullo y a la ira que oscurecen el juicio y que llevan a la gente a excusar, comparar, culpar y quejarse». También dije que me defendería enérgicamente de los cargos de los que me acusaran y que intensificaría mis esfuerzos por hacer mi trabajo «con la esperanza de que un espíritu roto y un corazón aún fuerte puedan todavía estar al servicio de la mayoría».

Había pedido a tres pastores que me aconsejasen al menos una vez al mes por un período indefinido de tiempo. Eran Phil Wogaman, nuestro ministro en la iglesia metodista Foundry; mi amigo Tony Campolo y Gordon MacDonald, un ministro y autor de algunos libros que yo había leído sobre vivir según la propia fe. Todos cumplieron sobradamente con el compromiso adquirido; solían venir a la Casa Blanca juntos, y a veces por separado. Rezábamos, leíamos las Escrituras y discutíamos de cosas sobre las que yo realmente jamás había hablado. El reverendo Bill Hybels, de Chicago, también siguió visitando la Casa Blanca regularmente, para hacerme profundas preguntas destinadas a comprobar el estado de mi «salud espiritual». Aunque a menudo eran duros conmigo, los pastores me llevaron más allá de la política, hacia el terreno de la búsqueda personal y el poder del amor de Dios.

Hillary y yo también nos sometimos a un intenso programa de terapia de pareja, un día a la semana durante un año. Por primera vez en mi vida, hablé abiertamente sobre mis sentimientos, experiencias y opiniones sobre la vida, el amor y la naturaleza de las relaciones. No me gustó todo lo que descubrí sobre mí o sobre mi pasado, y me hizo daño darme cuenta de que mi infancia y la vida que había llevado mientras crecía hacían que me resultaran más difíciles ciertas cosas que para los demás parecían surgir de forma natural.

También llegué a comprender que cuando estaba agotado, enfadado o me sentía aislado y solo era más vulnerable y susceptible de cometer errores personales egoístas y autodestructivos, de los que más tarde me avergonzaría. Lo que estaba ocurriendo en aquel momento era el último precio que tenía que pagar por mi esfuerzo, desde que era un niño, por llevar vidas paralelas, para encerrar mi furia y mi dolor y seguir adelante con mi vida exterior, de la que disfrutaba y en la que vivía bien. Durante el cierre de las oficinas del gobierno, estuve librando dos batallas titánicas: una en público, con el Congreso y acerca del futuro del país; y otra en privado, para mantener a mis viejos demonios a raya. Había ganado la batalla pública y perdido la lucha privada.

Al hacerlo, había causado mucho más daño que el que sufrieron mi familia y mi administración. Había perjudicado a la presidencia y al pueblo norteamericano. No importaba bajo cuánta presión estuve. Tendría que haber sido más fuerte y comportarme mejor.

No había excusa para lo que había hecho, pero al tratar de comprender por qué lo había hecho, al fin tuve una oportunidad de conciliar mis dos vidas paralelas.

En las largas sesiones de terapia y nuestras conversaciones posteriores al respecto, Hillary y yo también volvimos a conocernos el uno al otro, más allá del trabajo, de las ideas que compartíamos y de la hija que ambos adorábamos. Siempre la había querido mucho, pero no siempre bien. Me sentía agradecido, porque ella fue lo suficientemente valiente como para participar en la terapia. Aún éramos el mejor amigo el uno del otro, y esperaba que pudiéramos salvar nuestro matrimonio.

Mientras, yo seguía durmiendo en un sofá, en una pequeña salita adyacente a nuestro dormitorio. Dormí en ese viejo sofá durante unos dos meses o más. Pude leer, pensar mucho y también sacar trabajo adelante; además el sofá era bastante cómodo, aunque esperaba no tener que pasarme toda la vida allí.

A medida que los republicanos aumentaban el tono de sus críticas contra mí, mis seguidores empezaron a manifestarse. El 11 de septiembre, ochocientos norteamericanos de origen irlandés se reunieron en el Jardín Sur para asistir a la ceremonia de entrega del premio que Brian O'Dwyer me dio, premio bautizado con el nombre de su padre, Paul, ya fallecido, por mi labor en el proceso de paz en Irlanda. Los comentarios de Brian y la reacción del público no dejaban ninguna duda respecto a la verdadera razón de su presencia allí.

Unos días más tarde, Václav Havel vino a Washington en visita oficial y dijo a la prensa que yo era su «gran amigo». Mientras la prensa seguía haciendo preguntas acerca del impeachment, de la dimisión y de si yo había perdido mi autoridad moral para dirigir el país, Havel dijo que Estados Unidos tenía muchas caras distintas: «Yo amo la mayoría de esas caras. Pero hay algunas que no comprendo, y no me gusta hablar de las cosas que no comprendo».

Cinco días después fui a Nueva York para la sesión de apertura de la Asamblea General de Naciones Unidas y para pronunciar un discurso sobre la obligación compartida del mundo de luchar contra el terrorismo. Para ello exhorté a los países a que no dieran apoyo, santuario ni ayuda económica a los terroristas, y que presionaran a los estados que lo hacían exigiendo el cumplimiento de las extradiciones y de las persecuciones judiciales. También reclamé la firma de las convenciones antiterroristas globales y el reforzamiento y cumplimiento de las que estaban diseñadas para protegernos de las armas químicas y biológicas. Otro aspecto en el que hice hincapié fue el control de la fabricación y exportación de explosivos y el endurecimiento de los estándares internacionales de seguridad en los aeropuertos. Finalmente, dije que debíamos luchar contra las situaciones que eran el caldo de cultivo del terror. Fue un discurso importante, especialmente en ese momento, pero los delegados de la oscura sala de la Asamblea General también estaban pensando en lo que sucedía en Washington. Cuando me levanté para hablar respondieron levantándose a su vez y me aplaudieron con entusiasmo durante un buen rato, un acto espontáneo e insólito para los miembros de Naciones Unidas, generalmente muy discretos; me conmovió profundamente. No estaba seguro de si ese acto sin precedentes era un gesto de apoyo hacia mí o de oposición sobre lo que sucedía en el Congreso. Mientras yo hablaba en Naciones Unidas sobre terrorismo, todos los canales de televisión mostraban la cinta de mi testimonio ante el gran jurado.

Al día siguiente, en la Casa Blanca, ofrecí una recepción en honor de Nelson Mandela con algunos líderes religiosos afroamericanos. Fue idea suya. El Congreso había votado a favor de darle la Medalla de Oro del Congreso y debía recibirla el día siguiente. Mandela llamó para decir que sospechaba que el momento de la concesión del premio no era casualidad. «Como presidente de Sudáfrica no puedo rechazar esta medalla. Pero me gustaría venir un día antes y decirle al pueblo norteamericano qué pienso acerca de lo que te está haciendo el Congreso.» Y eso fue exactamente lo que hizo; dijo que jamás había visto un recibimiento en Naciones Unidas como el que yo había recibido, que el mundo me necesitaba y que mis enemigos deberían dejarme en paz. Los pastores aplaudieron, expresando su aprobación.

Aunque Mandela estuvo muy bien, la reverenda Bernice King, hija de Martin Luther King Jr., supo meterse a la gente en el bolsillo. Dijo que incluso los grandes líderes cometen a veces graves pecados. Por ejemplo, que el rey David había hecho algo mucho peor que yo cuando había organizado la muerte en combate del marido de Betsabé, un leal soldado de David, para que el rey pudiera casarse con ella, y que David tuvo que arrepentirse de su pecado y que fue castigado por ello. Nadie sabía adónde quería ir a parar Bernice hasta que llegó al final de su intervención: «Sí, David cometió un terrible pecado y Dios le castigó. Pero David siguió siendo rey».

Mientras, yo seguí trabajando; impulsé mi propuesta para la modernización de las escuelas y los fondos de construcción en Maryland, Florida e Illinois. Hablé con el Sindicato Nacional de Granjeros sobre la agricultura y también pronuncié un importante discurso sobre la modernización del sistema financiero global en el Consejo de Relaciones Exteriores. Me reuní con la Junta de Jefes del Estado Mayor para supervisar la preparación y disponibilidad de nuestro ejército. Me dediqué a reunir apoyos en el sindicato de la Hermandad Internacional de Electricistas para proponer otro aumento del salario mínimo. John Hope Franklin me dio el informe definitivo de la Comisión Asesora Presidencial sobre la Raza. Mantuve un diálogo constante con Tony Blair, el primer ministro italiano Romano Prodi y el presidente Peter Stoyanov, de Bulgaria, sobre la aplicabilidad para otras naciones de la filosofía de la «Tercera Vía» que Tony y yo habíamos adoptado. También celebré mi primera reunión con el nuevo primer ministro japonés, Keizo Obuchi. Netanyahu y Arafat volvieron a venir a la Casa Blanca en un intento por reactivar el proceso de paz. Y además, asistí a más de una docena de actos de campaña para los demócratas en seis estados y en Washington, D. C.

El 30 de septiembre, el último día del año fiscal, anuncié que teníamos un superávit de cerca de setenta mil millones de dólares, el primero en veintinueve años. Aunque la prensa no prestaba demasiada atención a nada que no fuera el informe Starr, sucedían muchas otras cosas, como siempre, y había que hacerles frente. Yo estaba decidido a no dejar que los asuntos públicos se vieran afectados por ello y me sentía agradecido de que el equipo de la Casa Blanca y el gabinete pensaran lo mismo. Sin importar qué aparecía en las noticias diarias, ellos siguieron cumpliendo con su cometido.

En octubre, los republicanos de la Cámara, liderados por Henry Hyde y sus colegas en el Comité Judicial, siguieron reclamando el impeachment. Los demócratas del comité, encabezados por John Conyers, de Michigan, lucharon contra ellos con uñas y dientes; argumentaban que incluso aunque los peores cargos en mi contra fueran ciertos, no constituían los «delitos graves o faltas» que la Constitución exigía para el impeachment. Los demócratas tenían razón acerca de la ley, pero los republicanos tenían los votos. El 8 de octubre la Cámara votó para abrir una investigación sobre si debía o no ser impugnado. No me sorprendía; apenas faltaba un mes para las elecciones de mitad de mandato y los republicanos estaban llevando una campaña con un solo tema: a por Clinton. Después de las elecciones yo estaba convencido de que los republicanos moderados analizarían los hechos y la ley, votarían en contra del impeachment y se decantarían por una moción de censura o una reprimenda, que es lo que Newt Gingrich había recibido por sus falsas declaraciones y sus supuestas violaciones de la legislación fiscal.

Muchos de los expertos predecían resultados desastrosos para los demócratas. La ortodoxia decía que perderíamos entre veinticinco y treinta y cinco escaños en la Cámara y de cuatro a seis en el Senado, a causa de la polémica. Parecía una apuesta segura para mucha gente en Washington. Los republicanos contaban con cien millones de dólares más que los demócratas para gastar, y había más demócratas que republicanos que se presentaban a la reelección en el Senado. Entre los puestos que estaban en juego, los demócratas parecían estar seguros de hacerse con el de Indiana, donde el candidato era el gobernador Evan Bayh, mientras que el de Ohio, George Voinovich, daba la impresión de que se haría con el escaño que John Glenn dejaba vacante para los republicanos. Esto dejaba siete escaños en el aire, cinco que estaban en posesión de los demócratas y dos de los republicanos.

Yo no estaba de acuerdo con esas predicciones por varias razones. En primer lugar, la mayor parte de norteamericanos desaprobaba la forma en que Starr se comportaba y no les gustaba que el Congreso republicano pareciera más volcado en perjudicarme a mí que en ayudarles a ellos. Casi un 80 por ciento del público expresaba su desacuerdo porque se hubiera emitido la cinta de mi testimonio ante el gran jurado, y el índice de aprobación total al Congreso había bajado hasta el 43 por ciento. En segundo lugar, como Gingrich había demostrado con el «Contrato con América» en 1994, si el público creía que un partido tenía un programa positivo y el otro no, el partido con programa ganaría. Los demócratas estaban unidos en un programa de mitad de mandato por primera vez en la historia. Dicho programa contemplaba toda una serie de acciones: salvar la seguridad social antes de gastar el superávit en nuevas propuestas o rebajas fiscales; incorporar a 100.000 maestros en nuestras escuelas; modernizar las que estuvieran viejas y construir otras nuevas; aumentar el salario mínimo y aprobar la Declaración de Derechos del Paciente. Finalmente, una considerable mayoría de ciudadanos estaba en contra del impeachment. Si los demócratas se ceñían a su plan y se pronunciaban en contra del impeachment, pensé que realmente quizá podrían hacerse con la Cámara.

Asistí a varios actos políticos a principios y a finales de octubre, la mayoría cerca de Washington, en localidades destinadas a hacer hincapié en los temas en los que se centraban nuestros candidatos. Excepto por dichas apariciones, me dediqué completamente a mi trabajo. Había mucho que hacer, y lo más importante de todo se refería sin duda a Oriente Próximo. Madeleine Albright y Dennis Ross habían estado esforzándose durante meses para volver a reactivar el proceso de paz, y Madeleine por fin había podido reunir de nuevo a Arafat y a Netanyahu, cuando se encontraban en Nueva York con motivo de la sesión de la Asamblea General de Naciones Unidas. Ninguno de los dos estaba dispuesto a dar el siguiente paso, ni a que sus respectivos electorados pensaran que cedían demasiado, pero a ambos les preocupaba que la situación pudiera descontrolarse aún más, especialmente si Hamas lanzaba una nueva ronda de atentados.

Al día siguiente, los dirigentes vinieron a Washington a verme y les anuncié mis planes de invitarles de nuevo a Estados Unidos en un mes para cerrar nuestro acuerdo. Mientras tanto, Madeleine viajaría hasta la zona para verlos. Se reunieron en la frontera entre Israel y Gaza; luego, Arafat los llevó a su residencia de invitados a almorzar. Fue la primera vez que un primer ministro israelí entraba en la Gaza palestina, y era el notablemente duro Netanyahu.

Los preparativos de la cumbre habían requerido muchos meses de duro trabajo. Ambas partes querían que Estados Unidos cooperara con ellos respecto a las decisiones difíciles que debían tomar, y creían que el efecto dramático del acontecimiento les ayudaría a convencer de esas decisiones a sus votantes. Por supuesto, en cualquier cumbre siempre hay el riesgo de que ambas partes no puedan alcanzar un acuerdo y de que todo ese enorme esfuerzo perjudique a los implicados. Mi equipo nacional de seguridad estaba preocupado por la posibilidad de que fracasáramos y de las consecuencias que ello conllevaría. Tanto Arafat como Netanyahu se habían reafirmado en posturas muy firmes en público, y Bibi había reforzado su retórica nombrando a Ariel Sharon, el más extremista de los líderes del Likud, su Ministro de Asuntos Exteriores. Sharon se había referido al acuerdo de paz de 1993 como un «suicidio nacional» para Israel. Era imposible saber si Netanyahu le había entregado la cartera a Sharon para tener a alguien a quien echarle la culpa si la cumbre fracasaba o para cubrirse con la derecha si tenía éxito.

Yo pensaba que la cumbre era una buena idea y estaba ansioso por celebrarla. Me parecía que no teníamos demasiado que perder; además, siempre he preferido fracasar haciendo un esfuerzo encomiable que no actuar por miedo al fracaso.

El día 15, empezamos el proceso desde la Casa Blanca; luego, las delegaciones se trasladaron al Centro de Conferencias del Río Wye, en Maryland. Era un lugar apropiado para la tarea que emprendíamos; las salas de reuniones y los comedores eran cómodos, y la residencia estaba diseñada de tal modo que las delegaciones podían alojarse separadamente, con toda su gente agrupada en un extremo y otro.

Originalmente, habíamos planeado que la cumbre durara cuatro días; tenía que acabar dos días antes de que Netanyahu regresara a Israel para inaugurar la nueva sesión del Knesset. Acordamos las reglas habituales: ninguna parte estaba ligada por acuerdos interinos sobre temas específicos hasta que se llegara a un acuerdo completo, y Estados Unidos redactaría el acuerdo final. Les dije que estaría allí tanto como pudiera, pero que regresaría en helicóptero a la Casa Blanca cada noche, sin importar lo tarde que fuera, para poder trabajar a la mañana siguiente en mi despacho firmando legislaciones y prosiguiendo las negociaciones con el Congreso acerca de las leyes presupuestarias. Estábamos en pleno nuevo año fiscal, pero se habían aprobado menos de un tercio de las trece leyes presupuestarias. Los marines que pilotaban el HMX1, el helicóptero presidencial, lo hicieron muy bien a lo largo de esos ocho años, pero durante la conferencia de Wye fueron aún más valiosos para mí, pues se quedaron de guardia para llevarme a la Casa Blanca hasta las 2 o las 3 de la madrugada, después de las sesiones.

En la primera cena que compartimos, animé a Arafat y a Netanyahu a que pensaran de qué forma podrían ayudarse el uno al otro a hacer frente a su oposición interna. Pensaron y reflexionaron durante cuatro días, pero estaban agotados y no llegaban a ningún acuerdo. Netanyahu me dijo que no podríamos llegar a pactar sobre todos los temas y me propuso un acuerdo parcial: Israel se retiraría del 13 por ciento de Cisjordania y los palestinos debían mejorar radicalmente su cooperación en seguridad, según un plan desarrollado con la ayuda del director de la CIA, George Tenet, que gozaba de la confianza de ambas partes.

Más tarde esa noche me reuní a solas por primera vez con Ariel Sharon. El ex general de setenta años había formado parte de la creación de Israel y de todas las guerras subsiguientes. Era impopular entre los árabes, no solo por su hostilidad a intercambiar tierra por paz, sino también por su papel en la invasión israelí de Líbano en 1982, en la cual un gran número de refugiados palestinos desarmados fueron asesinados por la milicia de Líbano que estaba aliada con Israel. Durante nuestro encuentro, que duró más de dos horas, hice preguntas y escuché la mayor parte del rato. Sharon se mostró receptivo a la difícil situación de los palestinos. Quería ayudarles económicamente, pero no creía que entregar Cisjordania fuera positivo para la seguridad de Israel, ni tampoco confiaba en que Arafat luchara contra el terror. Era el único miembro de la delegación israelí que no quiso estrechar la mano de Arafat. Disfruté escuchando hablar a Sharon de su vida y de sus puntos de vista; cuando terminamos, casi a las 3 de la mañana, tenía una visión más clara del modo en que pensaba.

Una de las cosas que más me sorprendió fue lo mucho que insistió en que concediera un indulto a Jonathan Pollard, el ex analista de inteligencia de la Marina estadounidense que había sido condenado en 1986 por espiar para Israel. Rabin y Netanyahu también habían solicitado ya la liberación de Pollard. Era obvio que era un tema importante en la política interna de Israel, y que el pueblo israelí opinaba que Estados Unidos no debería haber castigado a Pollard tan severamente, pues le había vendido información extremadamente confidencial a un país aliado, al fin y al cabo. Ese caso volvió a mencionarse durante las negociaciones. Mientras, yo seguí trabajando con los líderes y con los miembros de sus equipos, entre ellos el ministro de Defensa israelí, Yitzhak Mordechaí; los asesores principales de Arafat, Abu Ala y Abu Mazen, que más tarde se convirtieron en primeros ministros palestinos; Saeb Erekat, el primer negociador de Arafat, y Mohammed Dahlan, el jefe de seguridad de Gaza, de treinta y siete años. Tanto los israelíes como los palestinos formaban grupos diversos e impresionantes. Traté de pasar tiempo con todos ellos; no había manera de saber quién podía hacer una intervención decisiva a favor de la paz una vez se quedaban a solas en sus delegaciones separadas.

Cuando llegó el domingo por la noche sin que hubiéramos alcanzado un consenso, las partes aceptaron alargar las negociaciones; Al Gore vino para sumar su poder de persuasión a nuestro equipo, en el que estaban Sandy Berger, Rob Malley y Bruce Reidel de la Casa Blanca, y la secretaria Albright, Dennis Ross, Martin Indyk, Aaron Miller, Wendy Sherman y Tony Verstandig del Departamento de Estado. Cada día se turnaban para negociar con sus homólogos palestinos e israelíes sobre diversos temas, y siempre buscaban ese rayo de luz que pudiera abrirse paso entre las nubes.

El traductor del Departamento de Estado, Gemal Helal, también desempeñó un papel vital en esta y en otras negociaciones. Los miembros de ambas delegaciones hablaban inglés, pero Arafat siempre llevaba las charlas en árabe. Gemal era generalmente la única persona que asistía a mis reuniones cara a cara con Arafat. El conocía Oriente Próximo y el papel de cada miembro de la delegación palestina en nuestras deliberaciones, y a Arafat le gustaba. Se convirtió en un asesor de mi equipo. En más de una ocasión, su perspicacia y su conexión personal con Arafat fueron inestimables.

El lunes empecé a pensar que volvíamos a hacer progresos. Seguí presionando a Netanyahu para que entregara a Arafat beneficios por la paz —la tierra, el aeropuerto, el paso seguro entre Gaza y Cisjordania y un puerto en Gaza— para que pudiera fortalecerse en la lucha contra el terror; también exhorté a Arafat a que redoblara sus esfuerzos en pro de la seguridad, y además convocara al Consejo Nacional Palestino para revisar formalmente la Alianza Palestina y eliminar las palabras que llamaran a la destrucción de Israel. La Ejecutiva del Consejo de la OLP ya había renunciado a las cláusulas, pero Netanyahu pensaba que los ciudadanos israelíes jamás creerían que tenían un socio para la paz hasta que la Asamblea Palestina elegida votara a favor de borrar el lenguaje ofensivo que había en la constitución. Arafat no quería convocar al consejo porque no estaba seguro de poder controlar el resultado de la sesión. Los palestinos de todo el mundo podían votar a los miembros del consejo y muchos de los exiliados no apoyaban tan firmemente los compromisos contenidos en los acuerdos del proceso de paz y a él como líder, como los habitantes de Gaza y Cisjordania.

El día 20, se sumaron a nosotros el rey Hussein y la reina Noor. Hussein se encontraba en Estados Unidos para someterse a un tratamiento contra el cáncer en la Clínica Mayo. Yo le había mantenido informado de nuestros progresos y de los obstáculos. Aunque estaba débil a causa de su enfermedad y de la quimioterapia, dijo que vendría a Wye si yo pensaba que eso ayudaría en algo. Después de hablar con Noor, que me aseguró que él quería venir, y que estarían bien en la residencia que hubiera disponible, le dije a Hussein que toda ayuda era bienvenida. Es difícil describir o exagerar el impacto que la presencia de Hussein tuvo en las negociaciones. Había perdido mucho peso, y la quimioterapia le había dejado sin pelo, incluso en las cejas, pero su mente y su corazón seguían siendo fuertes. Fue de gran ayuda y puso sentido común en ambas partes. Su mera participación disminuyó toda la panoplia de gestos, posturas y nimiedades que suelen formar parte de este tipo de negociaciones.

El día 21 habíamos llegado a un acuerdo únicamente en el tema de la seguridad; parecía que Netanyahu celebraría su cuarenta y nueve cumpleaños dejando atrás unas conversaciones fallidas. Al día siguiente volví para quedarme hasta el final de la jornada. Después de que ambas partes se reunieran a solas durante dos horas, descubrieron un ingenioso mecanismo para que el Consejo Palestino votara a favor de cambiar la constitución. Yo iría a Gaza y me dirigiría a la Asamblea con Arafat, el cual a continuación pediría una muestra de apoyo, con una votación a mano alzada, aplausos o golpes de pies. Aunque era favorable al plan, Sandy Berger me advirtió que era un movimiento arriesgado para mí. Era cierto, pero también les estábamos pidiendo a israelíes y palestinos que corrieran riesgos mucho mayores. Acepté.

Esa noche estábamos atascados en la petición de Arafat de que se liberara a mil prisioneros palestinos de las cárceles israelíes. Netanyahu dijo que no podía liberar a miembros de Hamas ni a nadie que tuviera «sangre en las manos», por lo que pensaba que solo podría soltar a quinientos. Yo sabía que habíamos llegado al límite; pedí a Hussein que acudiera a la gran cabaña en la que cenábamos para que hablase con ambas delegaciones. Cuando entró en la sala, su aura majestuosa, sus ojos luminosos y su sencilla elocuencia parecieron quedar magnificados por su declive físico. Con voz profunda y sonora, dijo que la historia nos juzgaría a todos, que las diferencias que quedaban entre ambas partes eran triviales comparadas con los beneficios de la paz y que tenían que lograrlo por el bien de los niños. Su mensaje silencioso fue igual de claro: yo quizá no sobreviviré mucho tiempo; es responsabilidad suya no dejar que la paz muera.

Después de que Hussein se fuera, yo seguí en ello; todo el mundo se quedó en el comedor y se reunió en distintas mesas para trabajar en diversos temas. Dije a mi equipo que se nos acababa el tiempo, y que yo no pensaba irme a la cama. Mi estrategia para el éxito se reducía a la resistencia; estaba decidido a ser literalmente el último que quedara en pie. Netanyahu y Arafat también eran conscientes de que era ahora o nunca. Ellos y sus equipos se quedaron despiertos durante toda esa larga noche.

Finalmente, cerca de las 3 de la madrugada, llegué a un acuerdo sobre los prisioneros con Netanyahu y Arafat; luego, sencillamente seguimos tirando del carro hasta que terminamos. Eran casi las 7 de la mañana. Había un obstáculo más: Netanyahu amenazaba con sabotear todo el acuerdo a menos que yo liberara a Pollard. Dijo que yo le había prometido que lo haría en una reunión la noche anterior y que por eso había cedido en los demás temas. De hecho, yo le había dicho que si eso era lo que hacía falta para conseguir la paz, estaba dispuesto a hacerlo, pero que antes tendría que comprobarlo con mi gente.

A pesar de toda la simpatía que Pollard despertaba en Israel, era difícil presentar el caso en Estados Unidos: había vendido secretos de nuestro país por dinero, no por convicción, y durante años no había dado muestras de arrepentimiento. Cuando hablé con Sandy Berger y George Tenet, ambos estaban firmemente en contra de que dejara ir a Pollard, al igual que Madeleine Albright. George dijo que después del grave daño que el caso Aldrich Ames había causado a la CIA, él se vería obligado a dimitir si yo conmutaba la pena de Pollard. No quería hacerlo, y los comentarios de Tenet cerraron la puerta a cualquier posibilidad. La seguridad y los compromisos de los israelíes y los palestinos de seguir colaborando contra el terror estaban en el centro del acuerdo que habíamos alcanzado. Tenet había ayudado a ambas partes a pulir los detalles y había aceptado que la CIA se responsabilizara de la implementación del mismo. Si él se iba, existía la posibilidad real de que Arafat no quisiera seguir adelante. También necesitaba a George en la lucha contra al-Qaeda y el terrorismo. Le dije a Netanyahu que revisaría el caso minuciosamente y trataría de abordarlo con Tenet y el equipo de seguridad nacional, pero que por el momento él estaría en mejor posición con un acuerdo de seguridad en el que podía confiar que con la liberación de Pollard.

Finalmente, después de volver a hablarlo extensamente, Bibi aceptó el acuerdo, pero solo con la condición de que podía cambiar la selección de prisioneros que serían liberados, para poder dejar ir a más delincuentes corrientes y menos criminales que hubieran cometido delitos contra la seguridad. Eso era un problema para Arafat, pues quería la liberación de la gente que él consideraba luchadores por la libertad. Dennis Ross y Madeleine Albright fueron a su cabaña y le convencieron de que era lo mejor que yo podía ofrecerle. Luego fui a verle para darle las gracias; su concesión de última hora había salvado la conferencia.

El acuerdo proporcionaba más tierras en Cisjordania para los palestinos, así como el aeropuerto, el puerto, la liberación de prisioneros, el paso seguro entre Gaza y Cisjordania y ayudas económicas. A cambio, Israel obtendría una cooperación sin precedentes en la lucha contra la violencia y el terror, y la captura y encarcelamiento de determinados palestinos a los que los israelíes habían identificado como el origen de la violencia permanente y de las matanzas. También se produciría el cambio en el texto de la Alianza Palestina, y un rápido comienzo de las conversaciones para establecer el estatuto definitivo. Estados Unidos aportaría ayudas para que Israel pudiera hacer frente a los costes de seguridad de la redistribución de tropas, y también para financiar el desarrollo económico de Palestina; también desempeñaría un papel clave para cimentar la relación de cooperación sobre seguridad sin precedentes en la que ambas partes habían aceptado embarcarse.

Tan pronto como sellamos el acuerdo con un apretón de manos, tuvimos que salir corriendo hacia la Casa Blanca para anunciarlo. La mayoría de nosotros llevábamos cuarenta horas sin dormir y nos hubiera ido bien una siesta y una ducha, pero era viernes por la tarde y teníamos que terminar la ceremonia antes de la puesta de sol, que marcaba el principio del Sabat judío. La ceremonia empezó a las 4 de la tarde en la Sala Este. Después de que Madeleine Albright y Al Gore pronunciaran unas palabras, esbocé los detalles del acuerdo y agradecí la participación de ambas partes. Luego Netanyahu y Arafat hicieron unos comentarios graciosos y animados. Bibi mantuvo una actitud de hombre de estado y Arafat renunció a la violencia con palabras inusualmente fuertes. Hussein advirtió que los enemigos de la paz tratarían de deshacer este acuerdo con violencia, e instó a los pueblos de ambos lados a respaldar a sus líderes y a reemplazar la destrucción y la muerte con un futuro compartido para los hijos de Abraham «que sea digno de ellos bajo el sol».

En un gesto de amistad y como una valoración de lo que los republicanos del Congreso estaban haciendo, Hussein dijo que había sido amigo de nueve presidentes, «pero que en el tema de la paz… jamás, a pesar de todo el afecto que siento por sus predecesores, he conocido a alguien con su dedicación, claridad de espíritu, capacidad de concentración y de decisión… y esperamos que estará a nuestro lado para ser testigo de más éxitos mientras ayudamos a nuestros hermanos a avanzar hacia un futuro mejor».

A continuación Netanyahu y Arafat firmaron el acuerdo, justo antes de que se pusiera el sol; y el Sabat empezó. La paz de Oriente Próximo aún estaba viva.

Mientras se desarrollaban las conversaciones en el río Wye, Erskine Bowles estaba llevando unas intensas negociaciones con el Congreso acerca del presupuesto. Me había dicho que pensaba irse después de las elecciones y que quería obtener el mejor acuerdo posible. Teníamos un gran margen de maniobra porque los republicanos no se atreverían a forzar el cierre del gobierno de nuevo y habían perdido mucho tiempo los meses anteriores peleándose entre sí y atacándome, en lugar de ponerse manos a la obra.

Erskine y su equipo maniobraron hábilmente con los detalles de las leyes presupuestarias; hacían una concesión aquí y otra allá con el fin de obtener la financiación para nuestras principales prioridades. Anunciamos el acuerdo la tarde del día 15, y a la mañana siguiente lo celebramos en el Jardín de Rosas con Tom Daschle, Dick Gephardt y todo nuestro equipo económico. El trato final lograba salvar el superávit para la reforma de la seguridad social y proporcionaba fondos para la primera incorporación de 100,000 nuevos profesores, un gran aumento de programas de verano y extraescolares y otras prioridades educativas. También obtuvimos un importante paquete de ayudas para los granjeros y rancheros y nos hicimos con unas impresionantes victorias medioambientales: financiación para la iniciativa de agua limpia y para restaurar el estado del 40 por ciento de nuestros lagos y ríos, demasiado contaminados para pescar o nadar en ellos, así como dinero para combatir el calentamiento global y proseguir nuestros esfuerzos de protección de tierras valiosas contra el desarrollo urbano y la contaminación. Y después de ocho meses de punto muerto, también logramos la aprobación para pagar la contribución de Estados Unidos al Fondo Monetario Internacional, que permitiría que el país siguiera adelante en sus esfuerzos por frenar la crisis financiera y estabilizar la economía mundial.

No logramos aprobar todo nuestro programa, de modo que nos quedaba mucha munición para las dos últimas semanas y media de campaña. Los republicanos habían vetado la Declaración de Derechos del Paciente, para alegría de las organizaciones sanitarias, y también habían impedido que se aprobara la legislación antitabaco, con un aumento del impuesto que lo gravaba y las medidas de protección para los adolescentes, beneficiando así a las grandes compañías tabacaleras. Habían obstruido la reforma de la financiación de la campaña en el Senado, a pesar del apoyo demócrata unánime con el que contaba una vez aprobada por la Cámara. El aumento del salario mínimo tampoco había pasado y, lo que me resultaba más sorprendente, tampoco mi propuesta de construir o reparar cinco mil escuelas. También se negaron a aprobar la rebaja fiscal sobre la producción y compra de energía limpia e instalaciones de energía renovable. Le tomé el pelo a Newt Gingrich, diciéndole que por fin había encontrado un recorte de impuestos a la que él se oponía.

Aun así era un presupuesto magnífico, dada la composición política del Congreso, y todo un homenaje a la capacidad de negociación de Erskine Bowles. Después de cerrar el presupuesto equilibrado de 1997, había vuelto a lograrlo. Como dije, «un gran final».

Cuatro días después, poco antes de irme de nuevo hacia el río Wye, nombré a John Podesta para suceder a Erksine, que le había recomendado enérgicamente para el puesto. Yo conocía a John desde hacía casi treinta años, desde la campaña de Joe Duffey para el Senado, en 1970. Ya había trabajado en la Casa Blanca de secretario de gabinete y adjunto al secretario de gabinete. Conocía el funcionamiento del Congreso y había ayudado a guiar nuestras políticas económicas, de exterior y de defensa; era un convencido activista del medio ambiente y, exceptuando a Al Gore, sabía más de la tecnología de la información que nadie en la Casa Blanca. También tenía las cualidades personales adecuadas: una mente brillante, la piel curtida, un humor mordaz y era mejor jugador de corazones que Erksine Bowles. John aportó a la Casa Blanca un equipo de dirección excepcionalmente capaz, formado por los adjuntos a jefe de gabinete Steve Ricchetti y Maria Echaveste y su ayudante, Karen Tramontano.

A lo largo de nuestras tribulaciones, nuestros triunfos, y durante las partidas de golf y de cartas, Erskine y yo nos habíamos convertido en muy buenos amigos. Le echaría de menos, especialmente en el campo de golf. En muchas ocasiones, en los días más duros, Erksine y yo nos íbamos al campo de golf de la Armada y la Marina para echar unos golpes. Hasta que mi amigo Kevin O'Keefe dejó la oficina legal, también se sumaba a nuestras escapadas. Siempre nos acompañaba por todo el circuito Mel Cook, un militar retirado que trabajaba allí y conocía el lugar como la palma de su mano. A veces yo tardaba cuatro o cinco hoyos hasta conseguir un golpe decente, pero la belleza del paisaje y mi amor por el juego siempre conseguían alejar las presiones del día de mi mente. Seguí yendo a ese campo de golf, pero siempre eché de menos a Erskine. Al menos me dejaba en buenas manos con Podesta.

Rahm Emanuel también se había ido. Desde que empezó conmigo como director financiero de campaña en 1991, se había casado, había formado una familia y quería cuidar de ellos. El gran don de Rahm era convertir las ideas en acción. Veía posibilidades allí donde nadie prestaba atención, y se preocupaba por los detalles que a menudo determinan el éxito o el fracaso de un proyecto. Después de nuestra derrota en 1994, había desempeñado un papel clave en la tarea de recuperar mi imagen y devolverla a la realidad. En unos años Rahm volvería a Washington, como congresista de Chicago, la ciudad que él creía que debía ser la capital del mundo. Le reemplacé con Doug Sosnik, el director político de la Casa Blanca, que era casi tan agresivo como Rahm, conocía la política y el Congreso y siempre me contaba las desventajas de cualquier situación aunque no me dejaba que cediera, y era un astuto jugador de corazones. Craig Smith se hizo cargo del puesto de director político, el mismo cargo que había ocupado en la campaña de 1992.

La mañana del día 22, poco antes de que me fuera al día sin fin en Wye, el Congreso levantó la sesión después de enviarme la ley de administración para establecer tres mil escuelas concertadas en Estados Unidos para el año 2000. En la última semana del mes, el primer ministro Netanyahu sobrevivió a una moción de censura en el Knesset sobre el acuerdo de Wye, y los presidentes de Ecuador y Perú, con la ayuda de Estados Unidos, arreglaron un contencioso sobre un enfrentamiento fronterizo que había amenazado con desembocar en un conflicto armado. En la Casa Blanca, di la bienvenida al nuevo presidente de Colombia, Andrés Pastrana, y apoyé sus valientes esfuerzos por poner fin al conflicto que desde hacía décadas enfrentaba al estado con las guerrillas. También firmé la Ley de Libertad Religiosa Internacional de 1998 y designé a Robert Seiple, ex jefe de Visión Mundial, una organización caritativa cristiana, para que fuera el representante especial del secretario de Estado para la libertad religiosa internacional.

A medida que se acercaba el fin de la campaña, hice algunas paradas en California, Nueva York, Florida y Maryland, y fui con Hillary a Cabo Cañaveral, en Florida, para ver cómo John Glenn despegaba hacia el espacio. El Comité Nacional Republicano empezó a emitir una serie de anuncios por televisión en los que me atacaba y la juez Norma Holloway Johnson estimó que había causa probable para creer que la oficina de Starr había violado la ley contra las filtraciones del gran jurado veinticuatro veces. Las noticias informaban que, de acuerdo con los tests de ADN realizados, Thomas Jefferson había tenido varios hijos con su esclava Sally Hemmings.

El 3 de noviembre, a pesar de la enorme superioridad económica de los republicanos, de sus ataques contra mi persona y de las predicciones de los expertos sobre la caída de los demócratas, las elecciones nos fueron favorables. En lugar de la pérdida esperada de entre cuatro y seis escaños en el Senado, no hubo ningún cambio. Mi amigo John Breaux, que me había ayudado a reconstruir la imagen de la administración de Nuevos Demócratas después de las elecciones de 1994 y que era un enemigo acérrimo del impeachment, fue reelegido por una mayoría aplastante en Louisiana. En la Cámara de Representantes, los demócratas incluso recuperaron cinco escaños; era la primera vez que el partido del presidente había conseguido algo así en el sexto año de una presidencia desde 1822.

Las elecciones habían planteado una opción muy simple: los demócratas tenían la prioridad de salvar la seguridad social, contratar a 100,000 profesores, modernizar las escuelas, aumentar el salario mínimo y aprobar la Declaración de los Derechos del Paciente. Los republicanos estaban en contra de todo esto. En su gran mayoría apostaron por una campaña monotemática, sobre el impeachment, aunque en algunos estados también emitieron anuncios en contra de los gays, en los que esencialmente afirmaban que si los demócratas ganaban en el Congreso, obligaríamos a todos los estados a reconocer los matrimonios entre homosexuales. En estados como Washington y Arkansas, el mensaje se reforzó con fotografías de una pareja homosexual besándose ante el altar de una iglesia. Poco antes de las elecciones, Matthew Shephard, un joven homosexual, fue apaleado hasta la muerte en Wyoming a causa de su orientación sexual. Todo el país quedó conmocionado, especialmente después de que sus padres hablaran valientemente de ello en público. Yo no podía creer que la extrema derecha emitiera los anuncios en contra de los homosexuales después de la muerte de Shephard, pero ellos siempre necesitaron un enemigo. Los republicanos también estaban muy divididos por el último acuerdo presupuestario de octubre; los miembros más conservadores creían que lo habían dado todo sin recibir nada a cambio.

En los meses previos a las elecciones, yo había decidido que eso de la «mala suerte del sexto año» era una exageración y que los ciudadanos, históricamente, votaban en contra del partido del presidente en el sexto año porque pensaban que la presidencia perdía impulso y que la energía y las nuevas ideas se estaban agotando, así que podían darle una oportunidad a otro. En 1998, me vieron trabajando por Oriente Próximo y otros asuntos de política exterior e interior hasta bien entrada la campaña, y sabían que teníamos un programa definido para los siguientes dos años. La campaña de impeachment movilizó a los demócratas para ir a votar con mayor participación que en 1994, y bloqueó cualquier otro mensaje que los votantes indecisos pudieran recibir de los republicanos. Por el contrario, esto les fue muy bien a los gobernadores republicanos en ejercicio que pudieron centrarse en mi programa, es decir, en la responsabilidad fiscal, la reforma de la asistencia social, las medidas de control del crimen y un mayor apoyo a la educación. En Texas, el gobernador George W. Bush, después de derrotar fácilmente a mi viejo amigo Garry Mauro, pronunció su discurso de victoria ante una bandera que decía «Oportunidad, Responsabilidad», dos tercios de mi eslogan de campaña de 1992.

La masiva participación de los votantes afroamericanos ayudó a un joven abogado llamado John Edwards a derrotar al senador de Carolina del Norte, Lauch Faircloth, amigo del juez Sentelle y uno de mis detractores más despiadados. En Carolina del Sur, los votantes negros propulsaron al senador Fritz Hollings hacia una victoria para la que partía con desventaja. En Nueva York, el congresista Chuck Schumer, un firme oponente del impeachment con una sólida trayectoria de lucha contra el crimen, derrotó fácilmente al senador Al D'Amato, que se había pasado la mayor parte de los últimos años atacando a Hillary y a su equipo durante sus sesiones del comité. En California, la senadora Barbara Boxer se hizo con la reelección y Gray Davis logró ser elegido gobernador por un margen mucho más amplio de lo que indicaban las encuestas previas. Los demócratas obtuvieron dos escaños más gracias al impulso contra el impeachment y a la notable participación de los votantes hispanos y afroamericanos.

En las elecciones a la Cámara, logramos recuperar el escaño que Marjorie Margolies-Mezvinksy había perdido en 1994, cuando nuestro candidato, Joe Hoeffel, que había perdido en 1996, volvió a presentarse oponiéndose al impeachment. En el estado de Washington, Jay Inslee, que fue derrotado en 1994, recuperó su escaño. En New Jersey, un profesor de física llamado Rush Holt, que estaba un 20 por ciento por detrás diez días antes de las elecciones, preparó un anuncio televisivo en que destacaba su oposición al impeachment; ganó un escaño que ningún demócrata había ocupado en un siglo.

Todos nos esforzamos por compensar la gran diferencia de fondos con los que contábamos; yo grabé mensajes telefónicos dirigidos a los hogares de las familias hispanas, negras y a otros votantes naturales de los demócratas. Al Gore se volcó en una enérgica campaña por todo el país y Hillary probablemente hizo más apariciones que ninguna otra persona. Cuando se le hinchó el pie durante una parada en la campaña en Nueva York, le descubrieron un coágulo de sangre detrás de la rodilla derecha y le recetaron fármacos anticoagulantes. La doctora Mariano quería que guardara cama durante una semana, pero ella siguió adelante, repartiendo confianza y apoyo entre nuestros candidatos. Yo estaba realmente preocupado por ella, pero estaba decidida a no dejarlo. A pesar de lo enfadada que estaba conmigo, aún estaba más disgustada por lo que Starr y los republicanos trataban de hacer.

Las encuestas elaboradas por James Carville y Stan Greenberg, y por el encuestador demócrata Mark Mellman, indicaban que por toda la nación era un 20 por ciento más probable que los votantes se decantaran por un demócrata que dijera que el Congreso debía censurar mi conducta y que después nos pusiéramos todos a trabajar al servicio del público, que por un republicano a favor del impeachment. Después de que llegaran estos resultados, Carville y los demás suplicaron a todos los que se presentaban y tenían posibilidades de vencer que adoptaran esta estrategia. Su éxito se puso de manifiesto incluso en lugares en los que perdimos por muy poco, y donde los republicanos deberían haber ganado con facilidad. Por ejemplo, en Nuevo México, el demócrata Phil Maloof, que acababa de perder unas elecciones especiales celebradas en junio por seis puntos, y que estaba diez puntos por detrás una semana antes de las elecciones de noviembre, empezó a emitir anuncios en contra del impeachment el fin de semana antes de las elecciones. El día de la votación ganó, pero perdió las elecciones por un uno por ciento, ya que un tercio de los votantes habían enviado papeletas de voto por correo antes de escuchar su mensaje. Estoy convencido de que los demócratas se hubieran hecho con el control de la Cámara si más candidatos nuestros hubieran apostado por combinar el programa de medidas positivas y la posición en contra del impeachment. Muchos de ellos no lo hicieron porque tenían miedo; sencillamente no podían creer en la pura y simple realidad frente a la enorme cobertura informativa negativa que yo había recibido y la casi universalizada opinión de los expertos de que lo que Starr y Henry Hyde estaban haciendo sería más perjudicial para los demócratas que para los republicanos.

El día después de las elecciones llamé a Newt Gingrich para hablar de varios asuntos. Cuando la conversación derivó hacia las elecciones, se mostró muy generoso y afirmó que como historiador y «quarterback del otro equipo», quería felicitarme. Jamás había creído que lo lográramos, dijo, y era un éxito histórico. Más adelante en noviembre, Erskine Bowles me llamó para contarme una conversación de cariz muy distinto que mantuvo con Gingrich. Newt le dijo a Erskine que iban a seguir adelante con el proceso de impeachment a pesar de los resultados electorales y de que muchos republicanos moderados no querían votar por esta medida. Cuando Erskine le preguntó a Newt por qué querían seguir con el impeachment en lugar de cualquier otra alternativa, como una censura o una reprimenda, el portavoz replicó: «Porque podemos».

Los republicanos de derechas que controlaban la Cámara creían que habían pagado el precio por apoyar el proceso de impeachment, de modo que más valía seguir adelante y llevarlo a cabo antes de que llegara el nuevo Congreso. Pensaban que en las siguientes elecciones ya no sufrirían más penalizaciones por lo del impeachment porque los votantes tendrían otras cosas en la cabeza. Newt y Tom DeLay suponían que podrían obligar a los miembros de la línea más moderada para que votaran a favor, presionándolos desde los programas de radio de derechas y los activistas de sus distritos, amenazándolos con recortar los fondos de campaña, presentando oponentes en las primarias republicanas, negándoles cargos importantes o, por el contrario, ofreciéndoles puestos destacados u otros beneficios.

Los republicanos de derecha del caucus de la Cámara estaban rabiosos por sus derrotas. Muchos realmente creían que habían perdido por haber cedido a las exigencias de la Casa Blanca en las dos últimas negociaciones presupuestarias. De hecho, si hubieran apostado por destacar los presupuestos equilibrados de 1997 y 1998, el programa de cobertura médica infantil y los 100,000 profesores, no les habría ido nada mal, al igual que habían hecho los gobernadores republicanos. Pero estaban demasiado anclados en sus ideologías y excesivamente furiosos para hacer eso. Ahora iban a tratar de recuperar el control del programa republicano mediante el impeachment.

Yo ya había mantenido cuatro enfrentamientos con la derecha radical: en las elecciones de 1994, que ganaron, y el cierre del gobierno; en las elecciones de 1996 y en las elecciones de 1998, en las que la victoria fue nuestra. Entretanto yo había intentado trabajar de buena fe con el Congreso para mantener el país en marcha y hacia delante. Ahora, frente a una abrumadora mayoría de la opinión pública que se oponía al impeachment y la clara evidencia de que nada de lo que me acusaban rozaba siquiera la categoría de delito susceptible de motivarlo, volvían de nuevo al ataque en busca de otra amarga lucha politizada. No me quedaba más remedio que pertrecharme en consecuencia y lanzarme al campo de batalla.

Cincuenta

Una semana después de las elecciones, dos importantes políticos de Washington anunciaron que no iban a presentarse a la reelección; estábamos otra vez en las garras de una nueva crisis con Sadam Husein. Newt Gingrich nos sorprendió a todos al anunciar que dimitía de portavoz y de miembro de la Cámara. Al parecer había tenido un caucus particularmente dividido y se arriesgaba a perder su liderazgo debido a la derrota electoral, y ya no quería luchar más. Después de que algunos republicanos moderados dejaran claro que, basándose en el resultado de las elecciones, el impeachment quedaba completamente descartado, yo tenía sentimientos contradictorios sobre la decisión del portavoz. Me había apoyado en la mayor parte de mis decisiones de política exterior, había sido franco sobre lo que realmente le importaba a su caucus cuando hablábamos a solas y, después de la batalla a resultas del cierre de las oficinas del gobierno, se había mostrado flexible para lograr acuerdos honorables con la Casa Blanca. Ahora, Newt recibía por todas partes: por un lado, los republicanos moderados o conservadores estaban disgustados porque el partido no había ofrecido ningún programa positivo en las elecciones de 1998 y porque durante un año entero no había hecho nada más que atacarme; por el otro, sus ideólogos de derechas, en cambio, estaban molestos porque creían que había colaborado demasiado conmigo y no me había satanizado lo suficiente. La ingratitud del conciliábulo de derechas que ahora controlaba el caucus republicano debía de indignar a Gingrich, pues estaban en el poder solo gracias a su brillante estrategia en las elecciones de 1994 y a los años que se había pasado organizándoles y captando nuevos miembros.

El anuncio de Newt consiguió más titulares, pero la retirada del senador de Nueva York, Pat Moynihan, tendría un impacto mucho mayor sobre mi familia. La misma noche en que Moynihan dijo que no se presentaría a la reelección, Hillary recibió una llamada de nuestro amigo Charlie Rangel, el congresista de Harlem y miembro importante del Comité de Medios y Arbitrios de la Cámara, quien le pidió que se presentara al escaño de Moynihan.

Hillary le dijo a Charlie que se sentía halagada, pero que no se podía imaginar a sí misma haciendo tal cosa.

No cerró por completo la puerta a la idea y eso me gustó. A mí me parecía que era una propuesta muy buena. Teníamos previsto mudarnos a Nueva York después de que acabara mi mandato y, además, yo pasaría bastante tiempo en Arkansas, en mi biblioteca. Los neoyorquinos parecían disfrutar con senadores destacados: Moynihan, Robert Kennedy, Jacob Javits, Robert Wagner y muchos otros habían sido representantes tanto de los ciudadanos de Nueva York como de la nación en general. Yo creía que Hillary lo haría muy bien en el Senado y que además disfrutaría con el trabajo. Pero todavía quedaban meses para esa decisión.

El 8 de noviembre llevé a mi equipo de seguridad nacional a Camp David para debatir sobre Irak. Hacía una semana, Sadam Husein había expulsado otra vez a los inspectores de Naciones Unidas; parecía casi seguro que tendríamos que emprender acciones militares contra él. El Consejo de Seguridad había votado unánimemente condenar las «flagrantes violaciones» de Irak de las resoluciones de Naciones Unidas. Bill Cohen se había marchado a Oriente Próximo con la intención de reunir apoyos para realizar ataques aéreos; Tony Blair estaba dispuesto a participar.

Unos días más tarde, la comunidad internacional dio el siguiente gran paso en nuestra apuesta por estabilizar la situación económica mundial, con un paquete de ayudas de cuarenta y dos mil millones de dólares a Brasil, cinco mil millones de los cuales procedían de los bolsillos de los contribuyentes norteamericanos. A diferencia de los paquetes de ayudas a Tailandia, Corea del Sur, Indonesia y Rusia, este llegaba antes de que la economía del país estuviera al borde de la suspensión de pagos; era coherente con nuestra nueva política de tratar de evitar las crisis y, sobre todo, que se extendieran a otras naciones. Lo estábamos haciendo lo mejor que sabíamos para convencer a los inversores internacionales de que Brasil iba a reformar su economía y que tenía los fondos suficientes para ahuyentar a los especuladores. Además, esta vez las condiciones del crédito del FMI eran menos severas y mantenían los programas para ayudar a los pobres y para impulsar a los bancos brasileños a seguir concediendo créditos. Yo no sabía si iba a funcionar, pero confiaba mucho en el presidente Fernando Henrique Cardoso y, como principal socio comercial de Brasil, Estados Unidos se jugaba mucho en el éxito del país. Era otro de aquellos riesgos que valía la pena correr.

El día catorce pedí a Al Gore que representara a Estados Unidos en la reunión anual de la Asociación AsiaPacífico en Malasia, la primera escala de un viaje a Asia planeado hacía tiempo. Yo no podía ir porque Sadam todavía estaba tratando de imponer condiciones inaceptables al regreso de los inspectores de Naciones Unidas. Como respuesta, estábamos preparándonos para lanzar ataques aéreos sobre los emplazamientos que nuestros servicios de inteligencia indicaban que estaban relacionados con sus programas armamentísticos, así como otros objetivos militares. Justo antes de que se lanzaran los ataques, cuando los aviones ya estaban en camino, recibí la primera de tres cartas de Irak en la que contestaba a nuestras objeciones. Al cabo de tres horas, Sadam se había retractado por completo y se comprometió a resolver todos los temas pendientes que habían indicado los inspectores, a concederles acceso ilimitado a todos los emplazamientos sin ninguna interferencia, a entregar todos los documentos importantes y a aceptar todas las resoluciones de Naciones Unidas sobre armas de destrucción masiva. Aunque me dominaba el escepticismo, decidí darle una nueva oportunidad.

El día 18 salí hacia Tokyo y Seúl. Quería ir a Japón para establecer una buena relación de trabajo con Keizo Obuchi, el nuevo primer ministro, y para tratar de influir sobre la opinión pública japonesa para que apoyara las duras reformas necesarias para poner fin a más de cinco años de estancamiento económico. Me gustaba Obuchi y creía que quizá podría domar la turbulenta escena política japonesa y mantenerse en el cargo durante muchos años. Le gustaba el estilo práctico americano de hacer política desde la base. Cuando era joven, en la década de 1960, había ido a Estados Unidos y gracias a su labia había conseguido reunirse con el entonces fiscal general Robert Kennedy, que se convirtió en su héroe político. Después de nuestra reunión Obuchi me llevó a las calles de Tokio, donde estrechamos la mano de escolares que agitaban banderas japonesas y norteamericanas. También celebramos un pleno televisado en el que los tradicionalmente recatados japoneses me sorprendieron con sus preguntas abiertas y directas, no solo sobre los retos a los que se enfrentaba Japón, sino también sobre si había visitado alguna vez a las víctimas de Hiroshima y Nagasaki; sobre de qué forma se podía lograr que en Japón los padres pasaran más tiempo con sus hijos, como lo había hecho yo con Chelsea; sobre cuántas veces al mes cenaba con mi familia; sobre cómo estaba llevando todas las presiones de las presidencia y de qué forma me había disculpado con Hillary y con Chelsea.

En Seúl apoyé tanto los tenaces esfuerzos de Kim Dae Jung para salir de la crisis económica como su voluntad de aproximarse a Corea del Norte, eso sí, mientras quedara claro que ninguno de los dos íbamos a permitir la proliferación de misiles, armas nucleares o cualquier otro tipo de armas de destrucción masiva. Los dos estábamos preocupados por la reciente prueba que había hecho Corea del Norte de un misil de largo alcance. Pedí a Bill Perry que dirigiera un pequeño grupo que revisara nuestra política para Corea y que nos recomendara un plan para el futuro que maximizara las posibilidades de que Corea del Norte abandonara sus programas de armas y misiles y se reconciliara con Corea del Sur, al tiempo que minimizara los riesgos de un fracaso.

Al acabar el mes, Madeleine Albright y yo celebramos una conferencia en el Departamento de Estado para apoyar el desarrollo económico de los palestinos, con Yasser Arafat, Jim Wolfensohn del Banco Mundial y representantes de la Unión Europea, Oriente Próximo y Asia. El gobierno israelí y la Knesset habían apoyado el acuerdo de Wye, y había llegado el momento de conseguir algunas inversiones para Gaza y Cisjordania que dieran a los atribulados palestinos una muestra de cuáles eran los beneficios de la paz.

Mientras sucedía todo esto, Henry Hyde y sus colegas seguían persiguiendo sus objetivos; me enviaron ochenta y una preguntas que querían que respondiera con «sí o no» e hicieron públicas veintidós horas de las cintas TrippLewinsky. La grabación que Tripp había hecho de aquellas conversaciones sin el permiso de Lewinsky, después de que su abogado le dijera expresamente que la grabación era punible penalmente y que no debía volver a hacerlo, era un delito según el código penal de Maryland. La procesaron por ello, pero el juez se negó a permitir que el fiscal llamara a testificar a Lewinsky para que probara que las conversaciones habían tenido lugar, pues decidió que la inmunidad que Starr le había dado a Tripp para testificar sobre su ilegal violación de la privacidad de Lewinsky le impedía a esta declarar contra Tripp. Una vez más, Starr había logrado proteger a gente que infringía la ley pero que le seguía el juego, a la vez que procesaba a gente inocente que se negaba a mentir por él.

Durante este período, Starr también procesó a Webb Hubbell por tercera vez; declaró que había inducido a error a los inspectores federales sobre el trabajo que había hecho el bufete Rose para otra entidad financiera que había quebrado. Era el último y casi desesperado intento de Starr por vencer la resistencia de Hubbell y obligarle a decir algo que fuera perjudicial para Hillary o para mí.

El 19 de noviembre, Kenneth Starr declaró antre el Comité Judicial de la Cámara y realizó comentarios que, como su informe, iban mucho más allá de su responsabilidad, que se limitaba a informar al Congreso de los hechos que hubiera descubierto. El informe Starr ya se había criticado por omitir un hecho muy importante y que me era favorable: la repetida afirmación de Monica Lewinsky de que yo jamás le había pedido que mintiera.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17, 18, 19, 20, 21, 22
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente