Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 8)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Los demócratas pensaban que los republicanos habían cometido un gran error al anunciar el contrato; procedieron a atacarlo y a demostrar los grandes recortes en educación, sanidad y protección del medio ambiente que serían necesarios para compensar las bajadas de impuestos, aumentar el gasto en defensa y equilibrar el presupuesto. Incluso le cambiaron el nombre al plan de Newt, al que pasaron a llamar «Contrato impuesto a América». Tenían toda la razón, pero no funcionó. Las encuestas postelectorales revelaron que la gente solo sabía dos cosas sobre el contrato: que los republicanos tenían un plan y que equilibrar el presupuesto formaba parte de él.
Más que atacar a los republicanos, los demócratas estaban decididos a ganar las elecciones al estilo antiguo, estado por estado, distrito a distrito. Yo les ayudé en un montón de actos de recaudación de fondos, pero ni uno solo para organizar una campaña nacional que explicara todo lo que habíamos conseguido o que anunciara cuál sería nuestro programa para el futuro y en qué se diferenciaba del contrato republicano.
El 30 de septiembre, el último día del año fiscal, culminamos otro año muy productivo en legislación: aprobamos las trece leyes de asignaciones presupuestarias a tiempo, algo que no había sucedido desde 1948. Las asignaciones representaban los primeros dos años consecutivos de reducción de déficit en dos décadas, reducían la plantilla de funcionarios federales en 272.000 personas y aun así lograban aumentar las inversiones en educación y otras áreas importantes. Eran unos logros impresionantes, pero no llamaban tanto la atención como la enmienda del presupuesto equilibrado.
Yo entré en octubre cojeando, con un índice de popularidad de más o menos el 40 por ciento, pero ese mes iban a pasar cosas positivas que mejorarían mi nota y aparentemente favorecerían las esperanzas de reelección de los demócratas. Lo único triste fue la dimisión del secretario de Agricultura, Mike Espy. Janet Reno había pedido que un fiscal independiente nombrado por un juzgado estudiara las acusaciones contra Espy, como aceptar entradas a espectáculos deportivos y viajes. El tribunal del juez Sentelle nombró a Donald Smaltz, otro activista republicano, para que investigara a Espy. A mí me parecía nauseabundo. Mike Espy me había apoyado en lo bueno y en lo malo en 1992. Había abandonado un escaño seguro en el Congreso, donde incluso los votantes blancos de Mississippi le apoyaban, para convertirse en el primer secretario de Agricultura negro, y había hecho un trabajo excelente, entre otras muchas cosas elevando los estándares de seguridad alimentaria.
Las noticias en octubre fueron en su mayor parte positivas. El día 4, Nelson Mandela vino a la Casa Blanca en visita de Estado. Su sonrisa alumbraba incluso los días más oscuros, y me hizo feliz verle. Anunciamos la creación de una comisión conjunta para promover la mutua cooperación, que encabezarían el vicepresidente Gore y el presidente adjunto Thabo Mbeki, el más que probable sucesor de Mandela. La comisión conjunta estaba funcionando tan bien en Rusia que queríamos probarla con otra nación que fuera importante para nosotros, y Sudáfrica ciertamente lo era. Si el gobierno de reconciliación de Mandela tenía éxito, podría inspirar a toda Africa a seguir el mismo camino y mejorar la situación en lugares problemáticos por todo el mundo. También anuncié ayudas para vivienda, electricidad y sanidad para los densamente poblados antiguos distritos segregados; un paquete de iniciativas económicas rurales y un fondo de inversiones bajo la dirección de Ron Brown.
Mientras estaba reunido con Mandela, el Senado siguió el ejemplo de la Cámara de representantes y aprobó, con el amplio apoyo de ambos partidos, la última parte de la legislación que permitiría cumplir el programa educativo que había anunciado durante la campaña: la Ley de Educación Elemental y Secundaria. La ley acabó con la costumbre de ofrecer a los niños pobres una educación de segundo orden; demasiado a menudo, los niños de los barrios pobres acababan en clases de educación especial, no porque no tuvieran una capacidad normal para aprender, sino porque se habían quedado atrás en sus escuelas y en casa no les apoyaban. Dick Riley y yo estábamos convencidos de que con clases más pequeñas y un poco más de atención por parte de los maestros, podrían ponerse al día. La ley también contenía incentivos para aumentar la implicación de los padres en la educación de sus hijos: daba ayudas federales para permitir a los estudiantes y a sus padres escoger una escuela pública distinta a la que les correspondía por su localización y financiaba escuelas independientes diseñadas para impulsar la innovación y permitir que operaran con libertad respecto a las características del distrito que ahogaran la creatividad. En solo dos años, además de la LEPS, la colaboración de los dos partidos en el Congreso había promulgado la reforma de Head Start; había convertido en ley los objetivos de la Asociación Nacional de Educación; había reformado el programa de créditos estudiantiles; había creado el programa de servicio nacional; había aprobado el programa de la escuela al trabajo para crear puestos de aprendizaje para graduados del instituto que no iban a la universidad y había incrementado considerablemente nuestro compromiso con la educación para adultos y la formación continuada.
El paquete de medidas educativas fue uno de los logros más importantes de mis dos primeros años en el cargo. Sin embargo, aunque mejoraría la calidad del aprendizaje y aumentarían las oportunidades
económicas para millones de norteamericanos, casi nadie lo conocía. Puesto que las reformas educativas tenían amplio apoyo en ambos partidos, los esfuerzos para aprobarlas generaban relativamente poca controversia y, en consecuencia, no se consideraban particularmente dignos de aparecer en las noticias.
Acabamos la primera semana del mes con buen pie: el paro bajó hasta el 5,9 por ciento, el más bajo desde 1990 (y un gran descenso comparado con el 7 por ciento que había cuando accedí al cargo), con 4,6 millones de nuevos empleos. Más adelante durante ese mismo mes, el crecimiento económico durante el tercer cuarto del año se fijó en el 3,4 por ciento, con la inflación solo al 1,6 por ciento. El TLCAN estaba contribuyendo al crecimiento. Las exportaciones totales a México habían subido un 19 por ciento en solo un año, y las exportaciones de coches habían subido un 600 por ciento.
El 7 de octubre, Irak concentró a un gran número de tropas a solo cuatro kilómetros de la frontera de Kuwait, e hizo resurgir la amenaza de una nueva guerra del Golfo. La comunidad internacional me dio todo su apoyo cuando desplegué rápidamente a 36.000 soldados en Kuwait, apoyados por una flota de portaviones y de cazas de combate. También ordené que se elaborara una lista actualizada de objetivos para los misiles Tomahawk. Los británicos anunciaron que también reforzarían su presencia. El día 9 los kuwaitíes trasladaron a la mayor parte de su ejército de dieciocho mil hombres a la frontera. Al día siguiente, los iraquíes, sorprendidos por la rapidez y la contundencia de nuestra respuesta, anunciaron que retirarían sus fuerzas; en menos de un mes el parlamento iraquí reconoció la soberanía de Kuwait, sus fronteras y su integridad territorial. Un par de días después de que terminara la crisis de Irak, los grupos paramilitares protestantes de Irlanda del Norte anunciaron que se unían al alto el fuego del IRA.
Siguieron llegando buenas noticias durante la tercera semana de octubre. El día 15 el presidente Aristide regresó a Haití. Tres días más tarde yo anuncié que, tras dieciséis meses de intensas negociaciones, habíamos llegado a un acuerdo con Corea del Norte para acabar con la amenaza de la proliferación nuclear en la península de Corea. El 21 de octubre, en Ginebra, nuestro negociador, Bob Gallucci, y los norcoreanos firmaron el acuerdo marco por el que Corea del Norte se comprometía a congelar toda la actividad en sus actuales reactores nucleares y a permitir las inspecciones; se comprometía a sacar del país ocho mil barras de combustible descargadas; a desmantelar sus instalaciones nucleares y, en definitiva, a dar cuenta del combustible gastado que había producido en el pasado. A cambio, Estados Unidos organizaría un consorcio internacional que construiría reactores ligeros refrigerados por agua, que no producían cantidades significativas de material utilizable con fines armamentísticos; garantizaría quinientas mil toneladas de aceite pesado al año; reduciría las barreras al comercio, la inversión y la diplomacia y ofrecería su protección si alguien usaba o amenazaba con usar armas nucleares contra Corea del Norte.
Tres sucesivas administraciones norteamericanas habían tratado de poner bajo control el programa nuclear norcoreano. El pacto era un tributo al duro trabajo de Warren Christopher y el embajador Bob Gallucci, y a nuestra clara determinación de no permitir que Corea del Norte se convirtiera en una potencia nuclear o en un país exportador de armas y materiales nucleares.
Después de que yo abandonara el cargo, Estados Unidos recibió información de que, en 1998, Corea del Norte había comenzado a violar el espíritu, si no la letra, del acuerdo al producir uranio enriquecido en un laboratorio –quizá el suficiente para hacer una o dos bombas–. Algunos dijeron que estos hechos ponían en cuestión la validez de nuestro acuerdo de 1994. Pero el programa de plutonio al que pusimos fin era mucho más peligroso que el de los laboratorios que se inició después. El programa de reactores nucleares de Corea del Norte, de haber seguido adelante, hubiera producido suficiente plutonio de uso militar como para construir bastantes armas nucleares al año.
El 17 de octubre, Israel y Jordania anunciaron que habían llegado a un acuerdo de paz. Yitzhak Rabin y el rey Hussein me invitaron a presenciar la ceremonia de firma, el 26 de octubre, en el paso fronterizo de Wadi Araba, en el gran valle del Rift. Acepté, con la esperanza de aprovechar el viaje para conseguir que se avanzara también en otras cuestiones abiertas en Oriente Próximo. Me detuve primero en Cairo, donde el presidente Mubarak y yo nos reunimos con Yasser Arafat. Le animamos a que hiciera todavía más para combatir el terrorismo, especialmente el de Hamas, y nos comprometimos a ayudarle a resolver sus diferencias con los israelíes relativas al retraso de la entrega de las zonas que debían estar bajo control palestino.
Al día siguiente presencié la ceremonia y di las gracias a los israelíes y a los jordanos por su valor al permanecer en la vanguardia del proceso de paz. Hacía calor y el día estaba despejado; el sobrecogedor paisaje del valle del Rift era el marco perfecto para la grandeza de aquel acontecimiento, pero el sol se reflejaba tan claramente en la arena del desierto que me cegaba. Casi mi desmayé; si mi ayudante presidencial, Andrew Friendly, no hubiera estado alerto y no hubiera acudido en mi rescate con unas gafas de sol, puede que hubiera perdido el conocimiento y estropeado todo el acto.
Después de la ceremonia Hillary y yo fuimos en auto con el rey Hussein y la reina Noor para cubrir la corta distancia que nos separaba de su residencia de vacaciones en Aqaba. Era el cumpleaños de Hillary y sacaron un pastel con velas de broma que Hillary no lograba apagar, lo que me dio la oportunidad de bromear, diciendo que con los años estaba perdiendo capacidad pulmonar. Tanto Hussein como Noor eran inteligentes, corteses y tenían una gran visión de futuro. Noor, que se había graduado en Princeton, era hija de un distinguido árabe americano y de madre sueca. Hussein era un hombre bajo, pero de constitución fuerte, que tenía una sonrisa ganadora, un porte muy digno y unos ojos que traslucían sabiduría. Había sobrevivido a muchos intentos de asesinato durante su largo reinado y sabía bien que «arriesgarse por conseguir la paz» era algo más que una frase que sonaba bien. Hussein y Noor se convirtieron en verdaderos amigos nuestros. Nos reímos mucho juntos; siempre que podíamos, olvidábamos nuestros deberes y nos contábamos historias sobre nuestras vidas, nuestros niños y nuestros intereses en común, entre ellos los caballos y las motocicletas. En los años posteriores, Noor se unió a nuestras vacaciones karaoke en Wyoming; yo iba a su casa, en Maryland, a las fiestas de cumpleaños del rey Hussein, y Hillary y Noor hablaban a menudo. Eran una bendición en nuestras vidas.
Más tarde ese mismo día me convertí en el primer presidente estadounidense en hablar ante el parlamento jordano, en Ammán. Las frases del discurso que mejor acogida tuvieron fueron aquellas dirigidas al mundo árabe en general: «Estados Unidos se niega a aceptar que nuestras civilizaciones deban enfrentarse. Respetamos el Islam… los valores tradicionales del Islam, la devoción a la fe y al trabajo, a la familia y a la sociedad, están en armonía con los mejores ideales norteamericanos. Así pues, sabemos que nuestra gente, nuestras creencias y nuestras culturas pueden convivir en armonía».
A la mañana siguiente volé hasta Damasco, la ciudad habitada ininterrumpidamente desde hace más tiempo en todo el mundo, para ver al presidente Assad. Ningún presidente norteamericano había estado allí en los últimos veinte años debido al apoyo que Siria prestaba al terrorismo y a su dominación de Líbano. Yo quería que Assad supiera que estaba realmente decidido a conseguir la paz entre Siria e Israel de acuerdo con las resoluciones 343 y 338 de Naciones Unidas, y que si llegabábamos a un acuerdo, trabajaría duro para mejorar nuestras relaciones con su país. Recibí algunas críticas por haber ido a Siria, puesto que era un país que apoyaba a Hezbollah y a otros grupos violentos antiisraelíes, pero yo sabía que jamás podríamos conseguir seguridad y estabilidad en la región a menos que Siria e Israel se reconciliasen. Mi reunión con Assad no produjo ningún gran avance, pero me dio algunas ideas esperanzadoras sobre la forma en que podríamos seguir adelante. Estaba claro que Assad quería la paz, pero cuando le dije que tendría que ir a Israel, tender la mano a los ciudadanos israelíes y presentar su caso en la Knesset, al igual que lo
había hecho Anuar al Sadat, pude ver que estaba hablando con una pared. Assad era un hombre brillante, pero carente de imaginación y extremadamente cauteloso. Se sentía seguro en su precioso palacio de mármol y con su rutina diaria en Damasco; no podía ni siquiera concebir la idea de aceptar el riesgo político que suponía volar a Tel Aviv. Tan pronto como nuestra reunión y la obligatoria conferencia de prensa hubieron terminado, volé a Israel a contarle a Rabin lo que había descubierto. En un discurso en la Knesset, el parlamento de Israel, elogié y di las gracias a Rabin;también aseguré a los miembros de la Knesset que, si Israel seguía avanzando hacia la paz, Estados Unidos trabajaría para aumentar su seguridad y garantizar su progreso económico. Fue un mensaje muy oportuno, porque Israel acababa de sufrir un nuevo ataque terrorista mortal. A diferencia del acuerdo con los palestinos, al que muchos israelíes se oponían, el acuerdo de paz de Jordania tenía el apoyo de casi todo el mundo en la Knesset, incluido el líder del Likud, el partido en la oposición, Benjamin Netanyahu. Los israelíes admiraban y confiaban en el rey Hussein, pero seguían sospechando de Arafat.
El día veintiocho, después de una emotiva visita a Yad Vashem, el impresionante monumento al Holocausto de Israel, Hillary y yo nos despedimos de Yitzhak y Leah Rabin y volamos a Kuwait a ver al emir y a dar las gracias a nuestras tropas, que gracias a su rápido despliegue en la zona, habían obligado a que Irak retirara a su ejército de la frontera kuwaití. Después de Kuwait, volé a Arabia Saudí para ver al rey Faud durante unas horas. Me había impresionado la llamada que había recibido del rey Faud a principios de 1993 en la que me pedía que detuviera la matanza étnica de los musulmanes bosnios. En esta ocasión, Faud me recibió con calidez y me dio las gracias por lo rápido que Estados Unidos se había movido para desactivar la crisis con Irak. Había sido una visita exitosa y prometedora, pero tenía que volver a casa y bailar al son que tocaran
las elecciones.
Cuarenta y uno
En octubre, las encuestas que recibíamos no parecían demasiado malas, pero el ambiente de la campaña seguía sin ser bueno. Antes de partir hacia Oriente Próximo, Hillary había llamado a nuestro encuestador, Dick Morris, y le había pedido su opinión. Dick realizó un estudio para nosotros, y los resultados fueron decepcionantes. Dijo que la mayoría de la gente no creía que la economía fuera mejor o que el déficit estuviera bajando, que no sabían nada sobre las cosas buenas que los demócratas y yo habíamos hecho y que los ataques contra el contrato de Gingrich no estaban funcionando.
Mi índice de aprobación había subido a más del 50 por ciento por primera vez en bastante tiempo, y los votantes respondían positivamente cuando les hablaban de la ley de baja familiar, los cien mil nuevos policías de la ley contra el crimen, los estándares educativos, la reforma escolar y nuestros demás logros. Dick dijo que podríamos mejorar si los demócratas dejaban de hablar de la economía, del déficit y del contrato, y se concentraban en sus populares éxitos legislativos. Me recomendó que, cuando volviera a Washington, me mantuviera fuera de la campaña y adoptara una actitud «presidencial»; que dijera e hiciera cosas que reforzaran mi alto índice de aprobación. Morris creía que eso ayudaría más a los demócratas que si yo regresaba a la arena de la campaña electoral. No seguí ninguna de estas recomendaciones.
Los demócratas no tenían ningún modo de transmitir la nueva consigna con rapidez hasta el último rincón y distrito electoral en disputa, donde las cosas podrían cambiar realmente; a pesar de que yo había hecho muchos actos de recaudación de fondos para candidatos individuales y para los comités de campaña de la Cámara y el Senado, habían querido gastarse el dinero de la forma tradicional.
Llamé a la Casa Blanca desde Oriente Próximo y dije que creía que, a mi vuelta, debería quedarme en Washington trabajando y generando noticias, en vez de volver a la campaña. Cuando regresé me sorprendió ver que mi agenda estaba llena de viajes a Pennsylvania, Michigan, Ohio, Rhode Island, Nueva York, Iowa, Minnesota, California, Washington y Delaware. Por lo visto, cuando mi índice de popularidad comenzó a subir, demócratas de todo el país comenzaron a pedir que hiciera campaña a su lado. Ellos me habían apoyado en los momentos duros y ahora yo debía hacer lo mismo.
Durante la campaña traté de poner énfasis en nuestros logros: habíamos firmado la Ley de Protección del Desierto de California, que protegía más de tres millones de hectáreas de magníficas tierras vírgenes y de parques nacionales; subrayé los grandes beneficios del nuevo programa de créditos directos en la Universidad de Michigan y hablé sobre lo que habíamos hecho en tantas entrevistas de radio como pude. Pero también asistí a algunos grandes mítines con rugientes multitudes, donde tenía que gritar para que me oyeran. Mis esfuerzos en campaña eran útiles para los fieles al partido, pero no para la gran audiencia que los veía por televisión; la retórica acalorada de la campaña hacía que un presidente con aspecto de hombre de Estado les volviera a parecer a los electores un político del que no podían fiarse. Volver a hacer campaña fue un error, aunque un error comprensible y quizá inevitable.
El 8 de noviembre nos dieron una soberana paliza: perdimos ocho escaños en el Senado y cincuenta y cuatro en la Cámara, la mayor derrota de nuestro partido desde 1946, cuando los demócratas perdieron después de que el presidente Truman tratara de conseguir cobertura sanitaria para todos los norteamericanos. Los republicanos recogían los beneficios de dos años de constantes ataques contra mí y de su solidaridad sobre el contrato. Los demócratas obtuvieron un castigo por gobernar demasiado bien, pero sin prestar atención a las reglas de la política. Yo había contribuido a la hecatombe por permitir que mis primeras semanas se definieran por el tema de los gays en el ejército, por no concentrarme en la campaña hasta que fue demasiado tarde y por tratar de hacer demasiadas cosas demasiado rápido, en un clima periodístico en el que se minimizaban mis victorias, se magnificaban mis derrotas y se fomentaba la impresión general de que yo no era más que otro progresista a favor de unos impuestos altos y un gobierno intrusivo, no el Nuevo Demócrata que había ganado la presidencia. Es más, la gente todavía estaba preocupada; no sentían que sus vidas estuvieran mejorando y estaban hartos de las constantes luchas en Washington. Aparentemente creían que un gobierno dividido nos obligaría a trabajar juntos.
Irónicamente, yo había perjudicado a los demócratas tanto con mis victorias como con mis derrotas. El fracaso de la reforma sanitaria y la aprobación del TLCAN desmoralizaron a muchos de nuestros votantes de base y redujeron su participación. Las victorias del plan económico, con los aumentos de impuestos sobre los norteamericanos más adinerados, la Ley Brady y la prohibición de armas de asalto enfurecieron a los votantes de base republicanos y fomentaron su participación. Probablemente esa diferencia en la asistencia a las urnas era responsable de la mitad de las derrotas, y colaboró en que los republicanos se hicieran con once cargos de gobernador más. Mario Cuomo perdió en Nueva York, donde hubo muy escasa participación demócrata. En el Sur, gracias principalmente a un extraordinario esfuerzo de la Coalición Cristiana, los republicanos lograron en todas partes resultados que iban cinco o seis puntos más arriba de sus posiciones en las encuestas preelectorales. En Texas, George W. Bush derrotó a la gobernadora Ann Richards, a pesar de que un 60 por ciento de los texanos aprobaba su gestión.
La ANR se lo pasó en grande aquella noche. Habían vencido tanto al portavoz Tom Foley como a Jack Brooks, dos de los miembros más capaces del Congreso, que me habían prevenido de que esto sucedería. Foley era el primer portavoz en ser derrotado en más de un siglo. Jack Brooks había apoyado a la ANR durante años y había liderado la lucha en la Cámara contra la prohibición de las armas de asalto, pero como presidente del Comité Judicial había votado a favor de la ley contra el crimen incluso después de que se incluyera la prohibición. La ANR era un amo que no perdonaba: un solo fallo y estabas fuera. El grupo de presión a favor de las armas declaró que había derrotado a diecinueve de los veinticuatro miembros que aparecían en su lista de objetivos. Causaron al menos ese daño, y pudieron enorgullecerse de haber convertido a Gingrich en el portavoz de la Cámara. En Oklahoma, el congresista Dave McCurdy, un dirigente del CLD, perdió las elecciones al Senado por, en sus propias palabras, «Dios, los gays y las armas».
El 29 de octubre, un hombre llamado Francisco Duran, que había conducido desde Colorado, protestó por la ley contra el crimen abriendo fuego contra la Casa Blanca con un arma de asalto. Logró disparar treinta ráfagas antes de que pudieran reducirle. Afortunadamente, nadie salió herido. Puede que lo de Duran fuera una aberración, pero reflejaba el odio casi patológico que yo despertaba entre los propietarios de armas paranoicos con la Ley Brady y la prohibición contra las armas de asalto. Tras las elecciones, tuve que asumir el hecho de que los grupos a favor del cumplimiento de la ley y otros grupos que apoyaban una legislación responsable sobre las armas, aunque representaban a la mayoría de los norteamericanos, simplemente no podían proteger de la ANR a sus amigos en el Congreso. El lobby armamentístico estaba mejor organizado, disponía de más fondos, luchaba más a fondo y gritaba más alto que ellos.
Las elecciones tuvieron algunos momentos de alegría. Ted Kennedy y la senadora Dianne Feinstein vencieron en unas elecciones muy disputadas. También lo hizo mi amigo el senador Chuck Robb, de Virginia, que derrotó al presentador de tertulias Oliver North, famoso por el asunto Irán-Contra, con la ayuda del apoyo de su colega republicano el senador John Warner, a quien le gustaba Robb y no podía aguantar la idea de que North llegara al Senado.
En la parte superior de la península de Michigan, el congresista Bart Stupak, un ex agente de policía, sobrevivió al reto de unas elecciones en su conservador distrito pasando a la ofensiva para defenderse de la acusación de que su voto por el nuevo plan económico había perjudicado a sus electores. Stupak publicó anuncios que comparaban la cifra exacta de gente que pagaría más impuestos con la cifra de los que pagarían menos. Había diez veces más de estos últimos que de los primeros.
El senador Kent Conrad y el congresista Earl Pomeroy fueron reelegidos en Dakota del Norte, un estado republicano y conservador, porque ellos, como Stupak, defendieron de forma enérgica sus posiciones y se aseguraron de que los votantes supieran las cosas buenas que habían conseguido para ellos. Quizá era más sencillo contrarrestar el efecto de los anuncios negativos en un estado pequeño o en un distrito rural. De todas formas, si otros miembros del Congreso hubieran hecho lo que hicieron Stupak, Conrad y Pomeroy, habríamos ganado más escaños.
Los dos héroes de la batalla presupuestaria en la Cámara se encontraron con destinos distintos. Marjorie Margolies-Mezvinsky perdió su rico y residencial distrito de Pennsylvania, pero Pat Williams sobrevivió en la Montana rural.
Me sentí profundamente afligido por las elecciones de mitad de mandato, mucho más de lo que jamás dejé entrever en público. Probablemente no habríamos perdido ni la Cámara ni el Senado si no hubiera incluido en el plan económico ni el impuesto sobre la gasolina ni el impuesto sobre los receptores de beneficios de la Seguridad Social con más ingresos, y si hubiera escuchado los consejos de Tom Foley, Jack Brooks y Dick Gephardt sobre la prohibición de las armas de asalto. Pero, por supuesto, si hubiera actuado así no habría podido incluir la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta a las familias trabajadoras con menos ingresos, o me hubiera visto obligado a aceptar una menor reducción del déficit, con el subsiguiente riesgo de que el mercado de obligaciones no respondiera favorablemente a mi plan; también habría tenido que vivir con la responsabilidad de dejar a más policías y niños a merced de las armas de asalto. Seguía convencido de que aquellas decisiones, por difíciles que hubieran sido, eran buenas para Estados Unidos. Aun así, había demasiados demócratas que habían pagado un precio muy alto en manos de votantes que, sin embargo, luego recibirían los beneficios de su valentía en forma de mayor prosperidad y calles más seguras.
Puede que no hubiéramos perdido ninguna de las dos cámaras si, tan pronto como quedó claro que el senador Dole obstruiría cualquier propuesta de reforma sanitaria, hubiera anunciado que la postergaba hasta que la consensuáramos los dos partidos, y en su lugar hubiera propuesto y aprobado la reforma de la asistencia social. Eso hubiera resultado más popular entre los norteamericanos de clase media que votaban en manada por los republicanos y, a diferencia de otras decisiones del plan económico y de la ley de prohibición de las armas de asalto, este tipo de acción hubiera ayudado a los demócratas sin perjudicar al pueblo norteamericano.
Gingrich había demostrado ser mejor político que yo. Comprendió que podía llevar a escala nacional unas elecciones de mitad de mandato usando como palanca el contrato, atacando sin cesar a los demócratas y argumentado que todos los conflictos y partidismos enconados de Washington que habían generado los republicanos debían de ser culpa de los demócratas, puesto que nosotros controlábamos tanto el Congreso como la Casa Blanca. Dado que me había ocupado de la presidencia, no me había preocupado de organizar, financiar y forzar a los demócratas a adoptar un mensaje de respuesta efectivo a escala nacional. El hecho de que las elecciones de mitad de mandato se convirtieran en unas elecciones nacionales fue la principal contribución de Gingrich al proceso electoral moderno. Desde 1994 en adelante, si un partido lo hacía y el otro no, el bando que no ofrecía un mensaje en el ámbito nacional sufría pérdidas innecesarias. Volvió a suceder de nuevo en 1998 y 2002.
A pesar de que una gran mayoría de norteamericanos pagaban menos impuestos que antes, y de que habíamos reducido la administración a un tamaño mucho menor del que tenía bajo Reagan y Bush, los republicanos también habían ganado con las mismas viejas propuestas de impuestos más bajos y menor gobierno. Incluso les habían recompensado por los problemas que ellos mismos habían creado: habían acabado con la sanidad, la reforma de la financiación de las campañas y la reforma de los grupos de presión a través de maniobras obstruccionistas en el Senado. En ese sentido Dole merece que le concedan buena parte del mérito de la arrolladora victoria republicana; la mayoría de la gente no podía creer que una minoría de cuarenta y un senadores pudiera acabar con casi cualquier propuesta excepto los presupuestos. Todo lo que los votantes sabían era que no se sentían más prósperos o más seguros; había demasiadas luchas en Washington, nosotros estábamos al mando y los demócratas eran partidarios de gobiernos grandes.
Sentí algo muy parecido a cuando perdí la reelección a gobernador en 1980: había hecho muchas cosas buenas, pero nadie lo sabía. Puede que el electorado sea operacionalmente progresista, pero filosóficamente es moderadamente conservador y desconfía profundamente del gobierno. Incluso si hubiera disfrutado de una cobertura más justa por parte de la prensa, los votantes probablemente hubieran tenido dificultades para saber qué es lo que había logrado con todo aquel despliegue de actividad. De alguna forma, había olvidado la dolorosa lección que me enseñó mi derrota en 1980: se puede tener una buena política sin buenas tácticas políticas, pero no puedes darle a la gente un buen gobierno sin ambas. No lo volvería a olvidar, pero nunca me recobré del golpe de que toda aque11a buena gente hubiera perdido sus escaños por ayudarme a sacar a Estados Unidos del pozo en que los habían metido las «Reaganomics», por hacer de nuestras calles un lugar más seguro y por tratar de dar cobertura sanitaria a todos los norteamericanos.
El día después de las elecciones traté de ver el aspecto más positivo de una situación bastante mala, y prometí trabajar con los republicanos. Les pedí que «se unieran a mí en el centro del debate público, de donde deben partir las mejores ideas para la siguiente generación de progreso norteamericano». Propuse que trabajáramos juntos en la reforma de la sanidad y en el veto parcial, que yo apoyaba. Por el momento, no había nada más que yo pudiera hacer.
Muchos de los expertos políticos comenzaron a predecir que no sería reelegido en 1996, pero yo tenía esperanzas. Los republicanos habían convencido a demasiados norteamericanos de que los demócratas y yo éramos excesivamente progresistas y estábamos demasiado ligados a la idea de un gobierno grande e intrusivo, pero el tiempo jugaba a mi favor por tres motivos: gracias a nuestro plan económico el déficit se mantendría bajo y nuestra economía seguiría creciendo; el nuevo Congreso, especialmente la Cámara, estaba mucho más a la derecha de lo que estaba el pueblo norteamericano y, a pesar de sus promesas electorales, los republicanos pronto comenzarían a proponer recortes en educación, en sanidad y en protección al medio ambiente para costear sus recortes de impuestos y sus aumentos del gasto en defensa. Eso es lo que sucedería porque eso es lo que los ultraconservadores querían hacer y porque yo estaba decidido a mantenerlos bajo el imperio de la ley de la aritmética.
Cuarenta y dos
Una semana después de las elecciones, volvía a estar enfrascado en mi trabajo, al igual que los republicanos. El 10 de noviembre designé a Patsy Fleming directora nacional de iniciativas sobre el SIDA, en reconocimiento a su destacada labor en el desarrollo de nuestra política sobre dicha enfermedad, que incluía un aumento global del 30 por ciento en la recaudación de fondos para el SIDA. También propuse una serie de nuevas medidas para combatir dicha enfermedad. El anuncio estaba dedicado a la estrella que había guiado la lucha contra el SIDA, Elizabeth Glaser, que estaba gravemente enferma; falleció tres semanas después.
Ese mismo día, anuncié que Estados Unidos ya no impondría el cum-plimiento del embargo de armamento sobre Bosnia. Esta decisión contaba con bastante apoyo en el Congreso y era necesaria porque los serbios habían reanudado sus ataques con el asalto al pueblo de Bihac. A finales de noviembre la OTAN bombardeó emplazamientos de misiles serbios en la zona. El día 12 fui a Indonesia para la reunión anual de líderes de la APEC, donde las dieciocho naciones del Pacífico asiático se comprometieron a crear una zona de libre comercio asiática para 2020; los países más ricos adelantaban el proceso al año 2010.
En el frente interior, Newt Gingrich, todavía con la resaca de su gran victoria, seguía lanzando sistemáticamente sus ataques personales, que tan eficientes habían demostrado ser durante la campaña. Justo antes de las elecciones, había usado contra mí uno de los insultos de su cuaderno de descalificaciones: me llamó «el enemigo de los norteamericanos normales». El día después de las elecciones, nos tildó a Hillary y a mí de «McGovernistas contraculturales», su máxima condena. El calificativo que Gingrich nos aplicó era correcto en algunos aspectos. Habíamos apoyado a McGovern y no formábamos parte de la cultura que Gingrich quería que dominara en Estados Unidos: la cara más oscura del conservadurismo sureño blanco, que poseía la Verdad Absoluta, condenaba a quienes eran distintos y vivía segura de su superioridad moral. Yo era un bautista sureño blanco, orgulloso de mis raíces y confirmado en mi fe. Pero conocía demasiado bien el lado oscuro. Desde que era niño, había sido testigo de la forma en que la gente afirmaba que su piedad y su superioridad moral eran suficiente justificación para reclamar su derecho al poder político y para satanizar a quienes discreparan de ellos, generalmente respecto a los derechos civiles. Yo creía que en Estados Unidos podíamos construir una unión más perfecta, ampliar el círculo de la libertad y de las oportunidades y reforzar los lazos de la comunidad por encima de las divisiones que nos separaban.
Aunque Gingrich me intrigaba, y me impresionaba su habilidad polí-tica, no creía que sus ideas representaran los mejores valores de Estados Unidos. A mí me habían educado para no menospreciar a nadie, para no culpar a los demás de mis propios problemas o defectos. Sin embargo, eso era exactamente lo que se desprendía del mensaje de la «Nueva Derecha». No obstante, gozaba de un enorme atractivo político, porque ofrecía una certeza psicológica y, al mismo tiempo, la posibilidad de huir de las responsabilidades: «ellos» siempre tenían razón, y «nosotros» siempre estábamos equivocados; «nosotros» éramos culpables de todos los problemas, aun cuando «ellos» habían estado en la presidencia durante veinte de los últimos veintiséis años. Todos somos vulnerables a los argumentos que nos liberan de toda responsabilidad y, en las elecciones de 1994, en un país donde las familias de clase media trabajadora estaban atenazadas por la ansiedad económica y les preocupaba la omnipresencia del crimen, las drogas y la desestructuración familiar, había gente que prestaba oídos al mensaje de Gingrich, sobre todo porque nosotros no pusimos ningún mensaje propio sobre el tapete para contrarrestarlo. Gingrich y la derecha republicana nos habían retrotraído a los años sesenta; Newt decía que Estados Unidos había sido un gran país hasta esa década, cuando los demócratas subieron al poder y reemplazaron las nociones absolutas sobre el bien y el mal con valores más relativos. Prometía devolvernos a la moralidad de los años cincuenta, con el fin de «renovar la civilización norteamericana». Si bien es cierto que hubo excesos personales y políticos en los años sesenta, aquella década, y el movimiento que alumbró, también consiguió avances en los derechos civiles y los derechos de la mujer, progresos medioambientales, seguridad laboral y más oportunidades para los pobres. Los demócratas creían en aquellas reformas y luchaban por conseguirlas. Pero también había algunos republicanos tradicionales que pensaban igual, incluidos muchos de los gobernadores con los que yo había colaborado a finales de los setenta y durante los años ochenta. Al concentrarse únicamente en los excesos de la década de los sesenta, la Nueva Derecha me recordaba sobremanera a las quejas de los blancos del Sur en contra de la Reconstrucción, durante todo el siglo posterior al final de la guerra de la Independencia. En mi niñez aún nos enseñaban la mezquindad que habían demostrado con nosotros los soldados del Norte durante la Reconstrucción y la nobleza del Sur, incluso en la derrota. Aunque había algo de cierto en aquello, las quejas más vehementes siempre pasaban por encima del bien que Lincoln y los republicanos nacionales habían hecho al abolir la esclavitud y preservar la Unión. En los grandes temas, la esclavitud y la Unión, el Sur se equivocó.
Ahora la historia se repetía, pues la derecha utilizaba los excesos de los sesenta para oscurecer los avances positivos en los derechos civiles y en otras áreas. Su tajante condena me recordaba a una historia que el senador David Pryor solía contar acerca de una conversación que había mantenido con un hombre de ochenta y cinco años; este le dijo que había sobrevivido a dos guerras mundiales, a la Depresión, a la guerra de Vietnam, al movimiento de los derechos civiles y a todos los demás grandes conflictos del siglo xx. Pryor le dijo: «A buen seguro habrá sido usted testigo de muchos cambios». «Sí –replicó el anciano–. ¡Y estaba en contra de todos y cada uno de ellos!»
Sin embargo, yo no quería satanizar a Gingrich y a su pandilla, como habían hecho ellos con nosotros. El tenía algunas ideas interesantes, especialmente en el campo de la ciencia, la tecnología y la iniciativa empresarial, y era un internacionalista comprometido en política exterior. Además, yo pensaba desde hacía años que el Partido Demócrata debía modernizar su enfoque: centrarse menos en conservar los éxitos de la era industrial que el partido había obtenido, y más en los retos de la era de la información que nos esperaban; también creía que debíamos clarificar nuestro compromiso con las preocupaciones y los valores de la clase media. Me parecía positivo comparar nuestras ideas de Nuevos Democratas sobre los problemas económicos y sociales con las que contenía el «Contrato con América». La política alcanza su máxima expresión cuando admite la competencia entre las mejores ideas e iniciativas.
Pero Gingrich no se detenía ahí. El núcleo de su argumento era que no solo sus ideas eran mejores que las nuestras; afirmaba que sus valores también lo eran, pues los demócratas tenían un programa débil respecto a la familia, el trabajo, la asistencia social, el crimen y la defensa, y porque, a causa de la indulgencia con la que nos tratábamos a nosotros mismos desde los sesenta, no podíamos distinguir entre el bien y el mal.
El poder político de su teoría era que confirmaba firme y claramente los estereotipos negativos de los demócratas que los republicanos habían estado intentando inculcar en la conciencia de la nación desde 1968. Nixon lo había hecho, Reagan lo había hecho y George Bush también lo hizo cuando convirtió la elección de 1988 en un referéndum sobre Willie Horton y el juramento a la Constitución. Ahora Newt había elevado el arte de la «cirugía plástica invertida» a un grado superior de complejidad y dureza.
El problema de esta teoría era que no encajaba con los hechos. La mayor parte de demócratas eran muy duros contra el crimen, apoyaban la reforma de la asistencia social y un ejército nacional fuerte y habían demostrado más responsabilidad fiscal que muchos republicanos de la Nueva Derecha. También eran ciudadanos trabajadores y respetuosos de la ley que amaban a su país, se esforzaban por sus comunidades y trataban de educar lo mejor posible a sus hijos. Aparentemente, todo eso no importaba. Gingrich tenía muy claro su discurso y lo soltaba siempre que podía.
No muchó después me acusó, sin ninguna prueba, de que el 25 por ciento de mis asesores en la Casa Blanca habían consumido drogas recientemente. Luego afirmó que los valores demócratas eran responsables de un gran número de embarazos extramatrimoniales de adolescentes, a los que habría que quitarles los niños para ingresarlos en orfanatos. Cuando Hillary cuestionó la bondad de una medida que separaba a los niños de sus madres, le dijo que debería ver la película de 1938 La ciudad de los muchachos, en la que se educaba a niños pobres en un orfanato católico, mucho antes de que los temibles años sesenta arruinaran el país.
Gingrich incluso culpaba a los demócratas y sus valores «permisivos» de crear el clima moral que llevó a Susan Smith, una mujer trastornada de Carolina del Sur, a ahogar a sus dos hijos pequeños en octubre de 1994. Cuando se descubrió que Smith podría haber sufrido aquel desequilibrio mental porque su padrastro ultraconservador –que estaba en el consejo local de la Coalición Cristiana– había abusado de ella cuando era niña, Gingrich ni se inmutó. Todos los pecados, incluso los cometidos por los conservadores, se debían al relativismo moral que los demócratas habían impuesto en Estados Unidos desde los años sesenta.
Seguí esperando que Gingrich explicara de qué forma había influido la bancarrota moral demócrata en la corrupción de las administraciones de Nixon y de Reagan, y cómo había provocado los crímenes del Watergate y el caso IránContra. Seguro que habría encontrado alguna respuesta. Cuando estaba inspirado, a Newt no había quien lo parara.
Cuando nos adentramos en el mes de diciembre se deslizó de nuevo un poco de cordura en la vida política cuando la Cámara y el Senado aprobaron el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio (GATT), con amplias mayorías en ambos partidos. El acuerdo reducía los aranceles mundiales a la asombrosa cifra de 740.000 millones de dólares, con lo que abría mercados hasta entonces cerrados a los productos y servicios norteamericanos y ofrecía a los países en desarrollo una oportunidad de vender productos a consumidores más allá de sus fronteras; también preveía que la Organización Mundial de Comercio pudiera elaborar legislaciones uniformes de comercio y decidir en las disputas entre países. Ralph Nader y Ross Perot hicieron una intensa campaña en contra del pacto; declaraban que las consecuencias serían terribles, desde la pérdida de soberanía de Estados Unidos hasta el aumento del trabajo infantil y de la explotación. Su vehemente oposición tuvo poco efecto; los sindicatos estaban mucho menos en contra del GATT de lo que habían estado respecto al TLCAN, y Mickey Kantor había hecho una gran labor defendiendo el GATT en el Congreso.
La ley de la Protección a la Jubilación de 1994 pasó casi desapercibida entre la legislación que incluía el GATT. La primera vez que oí hablar del problema de la financiación de las pensiones fue gracias a un ciudadano, en un debate en Richmond, durante la campaña. La ley exigía a las corporaciones con planes de pensiones excesivamente amplios y mal financiados que aumentaran sus contribuciones. Además, estabilizaba el sistema nacional de seguros de pensiones y proporcionaba mejor protección a cuarenta millones de norteamericanos. La ley de Protección a la Jubilación y el GATT fueron los últimos de una larga lista de importantes éxitos legislativos durante mis dos primeros años de mandato que, teniendo en cuenta el resultado que habíamos obtenido en las elecciones, me dejaron un sabor agridulce.
A principios de diciembre, Lloyd Bentsen dimitió de secretario del Tesoro; nombré a Bob Rubin para que ocupara el cargo. Bentsen había hecho una extraordinaria labor, y yo no quería que se fuera, pero él y su mujer, B.A., querían recuperar su vida privada. La elección de un sucesor fue sencilla: Bob Rubin había convertido el Consejo Económico Nacional en la innovación más importante del proceso de toma de decisiones en la Casa Blanca en décadas, le respetaban en Wall Street y quería que la economía fuera bien para todos los norteamericanos. Poco después, nombré a Laura Tyson para que ocupara el puesto de Bob en el Consejo Económico Nacional.
Después de ofrecer una cena de Estado para el nuevo presidente de Ucrania, Leonid Kuchma, volé a Budapest, Hungría, para pasar allí solo ocho horas durante las que asistí a la cumbre de la Conferencia sobre Seguridad y Cooperación en Europa y firmé una serie de acuerdos de desnuclearización con el presidente Yeltsin, el primer ministro Major y los presidentes de Ucrania, Kazajstán y Bielorrusia. Acordamos reducir nuestros arsenales en varios miles de cabezas nucleares y evitar la proliferación de armas nucleares en otras naciones. Esos acuerdos deberían haber sido acogidos de forma positiva por la prensa, pero la noticia que salió de Budapest fue que, en su discurso, Yeltsin me criticaba por pasar de la Guerra Fría a una «paz fría», al precipitar la ampliación de la OTAN para que incluyera a las naciones de la Europa Central. De hecho, yo había hecho todo lo contrario: había establecido la Asociación por la Paz como un paso previo a la inclusión de un número mucho mayor de países, había fijado un proceso por etapas para la inclusión de nuevos miembros en la OTAN y había cooperado al máximo para establecer una colaboración entre la OTAN y Rusia.
Dado que no tenía ni idea de qué iba a decir Yeltsin en su discurso, y
que habló después de mi intervención, me quedé asombrado y enfadado, pues no sabía qué había provocado aquella reacción, y no tuve oportunidad de replicarle. Aparentemente, los asesores de Yeltsin le habían convencido de que la OTAN admitiría a Polonia, Hungría y la República Checa en 1996, justo el año en que él se presentaba a las reelecciones contra los ultranacionalistas, que estaban en contra de la expansión de la OTAN, y yo me presentaría contra los republicanos, que estaban a favor.
Aquel suceso de Budapest constituyó un momento embarazoso y poco común, en el que a la gente de ambos bandos se les fue la cosa de las manos, pero yo sabía que lo superaríamos. Unos días más tarde, Al Gore fue a ver a Yeltsin mientras se encontraba en Moscú con motivo de la cuarta reunión de la Comisión Gore Chernomyrdin para la Cooperación Técnica, Científica y Económica. Boris le dijo que él y yo todavía éramos socios, y Al garantizó a Yeltsin que nuestra política respecto a la OTAN no había cambiado. Yo no pretendía meterle en un aprieto por motivos políticos domésticos, pero tampoco estaba dispuesto a dejar que cerrara las puertas de la OTAN indefinidamente.
El 9 de diciembre me encontraba en Miami para inaugurar la Cumbre de las Américas, la primera reunión de todos los dirigentes del hemisferio desde 1967. Los treinta y tres presidentes democráticamente elegidos de Canadá, Centroamérica, América del Sur y el Caribe se encontraban allí, incluidos el presidente de cuarenta y un años Aristide, de Haití, y su vecino, el presidente Joaquín Balaguer de la República Dominicana, que tenía ochenta y ocho años; estaba ciego y enfermo, pero su mente seguía funcionando a la perfección.
Había convocado la cumbre para promover una zona de libre comer-cio en todas las Américas, desde el Círculo Artico hasta Tierra del Fuego; también para reforzar la democracia y el gobierno eficaz por toda la región y para demostrar que Estados Unidos estaba decidido a ser un buen vecino. La reunión fue un gran éxito. Nos comprometimos a establecer una zona de libre comercio en las Américas para el año 2005 y sentimos que nos adentrábamos en el futuro juntos, un futuro en el que, en las palabras del gran poeta chileno Pablo Neruda, «No hay lucha ni esperanzas solitarias».
El 15 de diciembre, pronuncié un discurso televisado con objeto de presentar mi propuesta de la rebaja fiscal para la clase media, que se incluiría en los siguientes presupuestos. Algunas personas de la administración se mostraron contrarias a este paso, y algunos medios de comunicación lo criticaron como un intento de copiar a los republicanos, o como un último esfuerzo de mantener la promesa de la campaña de 1992, por la que los votantes me habían castigado por no cumplir. Tanto por razones de estrategia política como de programa, yo trataba de volver al debate de la rebaja fiscal contra los republicanos antes de que el nuevo Congreso se reuniera. El contrato del GOP contenía propuestas fiscales que en mi opinión no podíamos permitirnos y que decantaban la balanza a favor de los norteamericanos de rentas más altas. Por otro lado, Estados Unidos aún padecía los resultados de dos décadas de estancamiento de los ingresos de la clase media, y ese estancamiento era la principal causa de que la gente aún no percibiera la mejoría económica. Habíamos atacado seriamente el problema, doblando la rebaja fiscal sobre el impuesto de la renta. Ahora, si se aprobaban las adecuadas rebajas fiscales, se podrían aumentar los ingresos de la clase media sin poner en peligro la reducción del déficit o nuestra capacidad para invertir en el futuro, y podría cumplir totalmente mi promesa electoral de 1992.
En el discurso, propuse una Declaración de Derechos de la Clase Media, en la que incluía una rebaja fiscal de 500 dólares por niño para familias con ingresos de como máximo 75.000 dólares; una desgravación fiscal de los gastos de matrícula de universidad; la ampliación de las cuentas de jubilación individuales (CJI), y la conversión de los fondos que el gobierno empleaba en docenas de programas de formación laboral en cupones de dinero en efectivo que fueran directamente a las manos de los trabajadores, para que ellos pudieran elegir su propio programa de formación. Dije al pueblo norteamericano que podíamos financiar el paquete fiscal gracias al creciente ahorro que la iniciativa de Reinvensión del Gobierno de Al Gore estaba generando y, al mismo tiempo, seguir con nuestras previsiones de reducción del déficit.
Justo antes de Navidad, Al Gore y yo anunciamos la designación de las primeras ciudades y comunidades rurales que recibirían la calificación de «zonas de desarrollo», con lo cual se convertirían en candidatas, según el plan económico de 1993, a recibir incentivos fiscales y fondos federales para impulsar la creación de empleo en aquellas zonas que se hubieran quedado atrás durante las recuperaciones económicas anteriores.
El 22 de diciembre fue el último día de Dee Dee Myers como secretaria de prensa. Había hecho un buen trabajo en circunstancias muy difíciles. Dee Dee llevaba conmigo desde las nieves de New Hamsphire; habíamos capeado muchas tormentas desde entonces y jugado muchas partidas de cartas juntos. Yo sabía que tendría éxito hacia dondequiera que encaminara su vida, y así fue.
Después de nuestro viaje anual de Año Nuevo a los fines de semana del Renacimiento, Hillary y yo nos tomamos un par de días de vacaciones para ir a casa, a ver a su madre y a Dick Kelley. Aproveché también para ir a cazar patos con algunos amigos en el este de Arkansas. Cada año, durante el invierno, cuando los patos vuelan hacia el sur desde Canadá, siguen uno de los dos canales aéreos principales; uno de ellos es el río Mississippi. Muchos descienden sobre las plantaciones de arroz y los estanques en el Delta de Arkansas; en los últimos años, algunos granjeros habían montado cotos de caza de patos en sus tierras, tanto para entretenerse como para complementar sus ingresos.
Es maravilloso ver volar a los patos en los primeros albores de la mañana. También vimos grandes ocas volando por encima, en una perfecta formación en V. Aquella nublada mañana, solo dos patos descendieron lo suficiente como para ponerse a tiro, y los amigos que me acompañaban me dejaron que disparara a los dos. Ellos disfrutarían de más días de caza que yo. Señalé a los reporteros que estaban con nosotros que todas nuestras armas estaban protegidas por la ley contra el crimen y que no necesitábamos armas de asalto para cazar patos, incluido uno al que le di con un afortunado disparo desde una distancia de casi sesenta y cinco metros.
Al día siguiente, Hillary y yo asistimos a la inauguración de la escuela pública de primaria William Jefferson Clinton, en Sherwood, en las afueras al norte de Little Rock. Eran unas instalaciones preciosas; tenía un auditorio que habían bautizado con el nombre de mi madre y una biblioteca en honor de Hillary. Confieso que me gustaba que una escuela nueva llevara mi nombre; nadie debía más a sus profesores que yo.
Necesitaba aquel viaje a casa. Había trabajado como un esclavo durante dos años y había logrado muchas cosas, pero «los árboles no me dejaban ver el bosque». El siguiente año traería consigo nuevos retos y, para poder hacerles frente, necesitaba más oportunidades para recargar mis baterías y recuperar mis raíces.
Cuando volví a Washington, tenía ganas de ver qué harían los republicanos para tratar de cumplir sus promesas electorales. También deseaba librar la batalla por conservar, poner en marcha y hacer cumplir toda la legislación aprobada durante los dos años anteriores. Cuando el Congreso aprueba una nueva ley, la tarea del Ejecutivo apenas ha empezado. Por ejemplo, la ley contra el crimen garantizaba financiación para 100.000 nuevos policías en nuestras comunidades. Teníamos que organizar una oficina en el Departamento de Justicia para distribuir los fondos, establecer los requisitos de idoneidad, crear y gestionar el proceso de selección y supervisar la forma en que se gastaba el dinero, de modo que pudiéramos emitir informes de seguimiento para el Congreso y para el pueblo norteamericano.
El 5 de enero celebré mi primera reunión con los nuevos líderes del Congreso. Además de Bob Dole y Newt Gingrich, el equipo republicano incluía al senador Trent Lott, de Mississippi, y a dos texanos, el congresista Dick Armey, líder de la mayoría en la Cámara, y el congresista Tom DeLay, el jefe de disciplina de la mayoría republicana de la Cámara. Los nuevos líderes demócratas eran el senador Tom Daschle, de Dakota del Sur, y el congresista Dick Gephardt, así como el jefe de disciplina demóccrata del Senado, Wendell Ford, de Kentucky, y su homólogo en la Cámara, David Bonior, de Michigan.
Aunque el encuentro con los líderes del Congreso fue cordial, y había algunas cuestiones del contrato del GOP en las que podíamos cooperar, yo sabía que sería imposible evitar una acalorada confrontación en diverrsos temas de importancia sobre los que manteníamos profundas y serias diferencias. Estaba claro que todo mi equipo y yo debíamos concentrarnos mucho y actuar disciplinadamente, tanto en nuestros actos como en nuestra estrategia de comunicación. Cuando un periodista me preguntó si nuestras relaciones estarían marcadas «por el compromiso o por el combate», le dije: «Mi respuesta a esto es que el señor Gingrich susurrará en su oreja derecha, y yo lo haré en su oreja izquierda».
Cuando los congresistas se fueron, entré en la sala de prensa para anunciar que Mike McCurry sería el nuevo secretario de prensa. Hasta entonces, Mike había sido el portavoz de Warren Christopher en el Departamento de Estado. Durante la campaña electoral, cuando era secretario de prensa de Bob Kerrey, había hecho algunos comentarios bastante duros contra mí, pero yo no se lo reprochaba. Se suponía que yo era su adversario durante las primarias; además, había hecho un buen trabajo en el Departamento de Estado explicando y defendiendo nuestra política exterior.
Teníamos más sangre nueva en nuestro equipo. Erskine Bowles llegaba a la Casa Blanca, desde la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa, para ser adjunto al jefe de gabinete, después de intercambiar su cargo con Phil Lader. Erskine estaba especialmente capacitado para la mezcla de cuidadoso compromiso y guerra de guerrillas que caracterizaría nuestras relaciones con el Congreso; era un empresario de éxito y un negociador de primera categoría que sabía cuándo apretar y cuándo ceder. Fue un gran apoyo para Panetta, y sus habilidades se complementaban muy bien con el alto voltaje del otro adjunto de Leon, Harold Ickes.
Como tantos otros meses, enero estuvo lleno de buenas y malas noticias: el paro descendió por debajo del 5,4 por ciento, y se crearon 5,6 millones de nuevos puestos de trabajo. Kenneth Starr hizo gala de su «independencia» cuando, increíblemente, declaró que iba a reabrir la investigación sobre la muerte de Vince Foster. El gobierno de Yitzhak Rabin estuvo en peligro cuando dos bombas puestas por terroristas asesinaron a diecinueve israelíes, un atentado que debilitó el apoyo por sus esfuerzos de paz. Firmé la primera ley del nuevo Congreso, que había defendido decididamente, que obligaba a los legisladores nacionales a cumplir todos los requisitos laborales que ellos habían impuesto a los empleadores privados.
El 24 de enero pronuncié el discurso del Estado de la Unión ante el primer Congreso republicano en cuarenta años. Era un momento delicado; debía ser conciliador sin parecer débil y fuerte sin dar la impresión de ser hostil. Empecé pidiéndole al Congreso que dejara a un lado «el partidismo, las nimiedades y el orgullo», y propuse que colaboráramos en la reforma de la asistencia social, no para penalizar a los pobres, sino para darles más oportunidades. Luego, presenté quizá el mejor ejemplo del potencial de los receptores de asistencia social de Estados Unidos, personificado en Lynn Woolsey, una mujer que había luchado por salir de la asistencia social y que había llegado a convenirse en miembro de la Cámara de Representantes por California.
También reté a los republicanos en varios frentes. Si iban a votar una enmienda para el equilibrio presupuestario, deberían decir cómo pensaban equilibrarlo; si para conseguirlo se planteaban un recorte en la Seguridad Social. Les pedí que no abolieran los AmeriCorps, como habían amenazado con hacer. Si querían reforzar la ley contra el crimen, yo colaboraría gustoso con ellos, pero me opondría a rechazar programas de prevención de eficacia probada, como el plan de poner 100.000 policías más en las calles, o la prohibición de las armas de asalto. Dije que jamás haría nada que violase el derecho legítimo de posesión y uso de armas, «pero que mucha gente perdió su puesto en el Congreso para que los oficiales de policía y los chicos no tuvieran que perder la vida bajo la lluvia de balas de un arma de asalto, y no dejaré que se revoque esa medida».
Terminé mi discurso tendiendo puentes hacia los republicanos; hablé a favor de mis rebajas fiscales para la clase media, pero afirmé que colaboraría con ellos en aquel tema. También admití que, respecto a la reforma sanitaria, «tratamos de abarcar demasiado», pero les pedí que trabajáramos estrechamente para asegurarnos de que la gente no perdiera su seguro médico cuando cambiara de empleo o cuando un miembro de su familia se enfermara; también solicité su apoyo para avanzar en un programa de política exterior consensuado.
El discurso del Estado de la Unión no es únicamente la ocasión que tiene el presidente cada año de hablar durante una hora directamente al pueblo norteamericano; también es uno de los rituales más importantes en la política nacional. La prensa destacaba multitud de detalles, en los que los ciudadanos también se fijaban durante la retransmisión televisiva. Por ejemplo, cuántas veces interrumpen al presidente con aplausos, especialmente aquellas interrupciones en que los representantes se ponen en pie; qué hace aplaudir a los demócratas o a los republicanos, y en que parecen estar de acuerdo y en que no. Todo el mundo se fija en la reacción de los senadores y representantes más destacados, y se analiza incluso el significado simbólico de las personas elegidas para sentarse en la tribuna de la primera dama. Para este discurso del Estado de la Unión preparé una intervención destinada a durar cincuenta minutos y dejé diez para los aplausos. Debido a que hubo mucha conciliación, así como sana confrontación, las interrupciones para los aplausos, más de noventa, alargaron el discurso hasta los ochenta y un minutos.
Por las fechas del discurso del Estado de la Unión, llevábamos dos semanas inmersos en una de las mayores crisis de mi primer mandato. La tarde del 10 de enero, después de que Bob Rubin hiciera su juramento como secretario del Tesoro en el Despacho Oval, él y Larry Summers se quedaron conmigo y con algunos de mis asesores para debatir la crisis financiera de México. El valor del peso había descendido repentinamente, y había minado la capacidad de México para pedir préstamos y hacer frente a sus deudas. El problema se exacerbaba porque, según el estado de México empeoraba, había emitido con el fin de recaudar dinero unos instrumentos financieros de deuda a corto plazo llamados tesobonos, que se devolvían en dólares; pero éstos, a medida que el valor del peso bajaba, eran más y más necesarios para financiar el valor en dólares de la deuda a corto plazo de México. Ahora, con solo 6.000 millones de moneda norteamericana en sus reservas, México tenía que abonar un pago de 30.000 millones de dólares en 1995, de ellos 10.000 millones durante los tres primeros meses del año.
Si México no cumplía con sus obligaciones, el «colapso» económico, tal y como Bob Rubin trató de evitar referirse a ello, podía acelerarse y provocaría un aumento del desempleo, una inflación galopante y, muy probablemente, una recesión severa y prolongada, ya que las instituciones financieras internacionales, los demás gobiernos y los inversores privados serían reacios a arriesgar más dinero en el país.
Como Rubin y Summers explicaron, el colapso económico de México podría tener consecuencias muy graves para Estados Unidos. En primer lugar, México era el tercer principal mercado de nuestras exportaciones. Si no podía adquirir nuestros productos, las empresas y los trabajadores norteamericanos se verían perjudicados. En segundo lugar, los problemas económicos de México podían provocar un aumento del 30 por ciento de la inmigración ilegal, es decir medio millón más de personas al año. Tercero, un México empobrecido se convertiría, casi sin lugar a dudas, en una zona más vulnerable al aumento de actividad por parte de los carteles de droga, que ya enviaban grandes cantidades de narcóticos hacia Estados Unidos a través de la frontera. Y finalmente, la suspensión de pagos de México podía tener un impacto negativo en otros países, pues inquietaría a los inversores y reduciría su confianza en los mercados emergentes del resto de Latinoamérica, Europa Central, Rusia, Sudáfrica y otros países que tratábamos de ayudar a modernizarse y prosperar. Puesto que el 40 por ciento de las exportaciones norteamericanas se destinaba a países en vías de desarrollo, nuestra economía podía salir gravemente perjudicada.
Rubin y Summers recomendaron que solicitáramos al Congreso la aprobación de veinticinco mil millones de dólares en préstamos para permitir que México pagara su deuda a tiempo y conservara la confianza de los acreedores y de los inversores, a cambio de su compromiso de emprender reformas financieras y de informar a tiempo de su situación económica, con el fin de que esto no volviera a suceder. Sin embargo, me advirtieron de los riesgos que comportaba su recomendación. Quizá México fracasaría de todos modos, con lo que podíamos perder el dinero que le habíamos adelantado. Si la medida tenía éxito, podía dar lugar al problema que los economistas llaman «riesgo moral». México estaba al borde del colapso no solo a causa de las erróneas políticas gubernamentales y de la debilidad institucional, sino también porque los inversores habían seguido financiando sus operaciones más allá del límite de la prudencia. Al entregar fondos a México para que devolviera el dinero a los inversores que se habían enriquecido por sus decisiones equivocadas, quizá estuviéramos creando la expectativa de que dichas decisiones estaban libres de riesgos.
La amenaza se agravaba debido a que la mayor parte de ciudadanos estadounidenses no comprendían las consecuencias que un retraso en el pago de la deuda de México tendría en la economía de Estados Unidos. La mayor parte de demócratas pensaría que el rescate demostraba que, de entrada, el TLCAN había sido una mala idea; además, muchos de los republicanos recién elegidos, especialmente en la Cámara, no compartían el entusiasmo del portavoz por los asuntos internacionales. Un sorprendente número de ellos ni siquiera tenía pasaporte. Querían restringir la inmigración procedente de México, y no enviarles miles de millones de dólares en ayudas.
Después de escuchar su presentación, hice un par de preguntas, y luego dije que debíamos seguir adelante con el préstamo. Pensaba que la decisión estaba clara, pero no todos mis asesores estaban de acuerdo. Los que querían acelerar mi recuperación política después de la desastrosa derrota de mitad de mandato pensaban que estaba loco, o como decimos en Arkansas, «que le faltan tres ladrillos para tener el cargamento completo». Cuando George Stephanopoulos oyó la cifra que el Tesoro barajaba para el préstamo, 25.000 millones de dólares, al principio creyó que Rubin y Summers querían decir en realidad 25 millones de dólares. Pensó que yo estaba a punto de cometer una imprudencia. Panetta estaba a favor del préstamo, pero advertía que si México no nos pagaba, me costaría la reelección de 1996.
Nos jugábamos mucho, pero yo confiaba en el nuevo presidente de
México, Ernesto Zedillo, un economista doctorado por Yale que estaba en la brecha desde que el candidato original de su partido para la presidencia, Luis Colosio, fue asesinado. Si alguien podía recuperar a México, era Zedillo.
Además, sencillamente no podíamos quedarnos de brazos cruzados mirando cómo México se hundía. Aparte de los problemas económicos que causaría a ambos países, estaríamos enviando un mensaje de egoísmo y de falta de visión política a toda Latinoamérica. Existía una larga tradición de resentimiento latinoamericano contra Estados Unidos; nos consideraban arrogantes e insensibles a sus intereses y sus problemas. Siempre nos iba mejor cuando nuestros gestos se basaban en una pura y genuina amistad: con la política del buen vecino de Franklin Roosevelt, con la alianza por el progreso de Kennedy y con la devolución del canal de Panamá por parte del presidente Carter. Durante la Guerra Fría, cuando apoyamos el derrocamiento de dirigentes elegidos democráticamente, apoyamos a dictadores y toleramos sus violaciones de los derechos humanos, obtuvimos la reacción que nos merecíamos.
Convoqué a los líderes del Congreso a la Casa Blanca, les expliqué la situación y pedí su apoyo. Todos me lo garantizaron, incluidos Bob Dole y Newt Gingrich, que describieron adecuadamente el problema de México como «la primera crisis del siglo xxi». Durante las rondas de Rubin y Summers por Capitol Hill, obtuvimos el respaldo del senador Paul Sarbanes, de Maryland; del senador Chris Dodd y del senador republicano Bob Bennett, de Utah, un conservador chapado a la antigua y muy inteligente, que rápidamente comprendió las consecuencias de no hacer nada y estuvo a nuestro lado a lo largo de toda la crisis. Algunos gobernadores también nos dieron su apoyo, entre ellos Bill Weld, de Massachusetts, que tenía gran interés en México, y George W. Bush, de Texas, cuyo estado, junto con California, sería uno de los más perjudicados si la economía de México se hundía.
A pesar de las razones a favor y del respaldo de Alan Greenspan, hacia finales de mes se hizo obvio que no nos iba demasiado bien en el Congreso. Los demócratas que estaban en contra del TLCAN creían que el paquete de ayudas era ir demasiado lejos, y los nuevos miembros republicanos se oponían a él abiertamente.
Por ese entonces, Rubin y Summers habían empezado a considerar una acción unilateral: proporcionar dinero a México del Fondo de Estabilización de Cambios (FEC). El fondo se había creado en 1934, cuando Estados Unidos sacó al dólar del patrón oro, y se utilizaba para minimizar las fluctuaciones de divisas. Tenía unos 35.000 millones de dólares, y el secretario del Tesoro podía emplearlo con la aprobación del presidente. El día 28, la necesidad de una intervención de Estados Unidos se volvió imperiosa, cuando el ministro de finanzas mexicano llamó a Rubin para decirle que el impago era inminente, con el vencimiento la semana siguiente de tesobonos por valor de más de 1.000 millones de dólares.
El asunto llegó a un punto crítico el lunes 30 de enero por la noche. Las reservas de México habían bajado hasta 2.000 millones de dólares, y el peso se había devaluado otro 10 por ciento durante el día. Esa noche, Rubin y Summers vinieron a la Casa Blanca para encontrarse con Leon Panetta y Sandy Berger, que llevaba el tema en el Consejo Económico Nacional. Sin rodeos, Rubin les dijo: «A México le quedan cuarenta y ocho horas de vida». Gingrich llamó para decir que no podía aprobar el paquete de ayudas hasta dentro de dos semanas, si es que podía hacerse en absoluto. Dole ya había anunciado lo mismo. Lo habían intentado, como Tom Daschle y Dick Gephardt, pero la oposición era demasiado fuerte.
Regresé a la Casa Blanca hacia las 11 de la noche, después de dejar un acto de recaudación de fondos al que había asistido. Me fui a la oficina de Leon para oír el lúgubre mensaje. Rubin y Summers volvieron a enumerar brevemente las consecuencias de un impago por parte de México, y luego dijeron que «solo» necesitábamos 20.000 millones de dólares en garantías de préstamo, no 25.000 millones, porque el director del Fondo Monetario Internacional, Michel Camdessus, había reunido casi 18.000 millones en ayudas que el FMI entregaría si Estados Unidos también actuaba; combinadas con ayudas más pequeñas de otros países y del Banco Mundial, eso situaba el paquete total de ayudas en poco menos de 40.000 millones de dólares.
Aunque estaban a favor de actuar, Sandy Berger y Bob Rubin reiteraron los riesgos que corríamos. Una encuesta recientemente publicada en el Los Angeles Times decía que los norteamericanos se oponían a ayudar a México por un 79 por ciento contra un 18. Repliqué: «Así que dentro de un año, cuando tengamos otro millón de inmigrantes ilegales, estemos inundados de drogas procedentes de México y haya mucha gente a ambos lados del Río Grande sin empleo, cuando me pregunten, "¿Por qué no hizo nada?", ¿yo qué les digo? ¿Que una encuesta decía que el 80 por ciento de norteamericanos estaba en contra? Esto es algo que tenemos que hacer». La reunión duró unos diez minutos.
Al día siguiente, el 31, anunciamos el paquete de ayudas financiado por el Fondo de Estabilización de Cambios. El acuerdo para el préstamo se firmó un par de semanas después en el edificio del Tesoro, entre los gritos de protesta del Congreso y no pocas muestras de descontento entre nuestros aliados del G7, a los que les disgustó que el director del FMI se hubiera comprometido con México, y con nosotros, a otorgar un préstamo de 18.000 millones de dólares sin su aprobación previa. La primera entrega de dinero se hizo en marzo, después de la cual seguimos enviando pagos regulares, aunque en realidad las cosas no mejoraron en México hasta algunos meses después. Sin embargo, hacia finales de año, los inversores volvían a entrar en el mercado mexicano, y las reservas de divisas se reponían. Ernesto Zedillo, por su parte, realizó las reformas a las que se había comprometido.
Aunque al principio fue duro, el paquete de ayudas funcionó. En 1982, cuando la economía mexicana se hundió, hizo falta casi una década para que volviera a crecer. Esta vez, después de un año de grave recesión, la economía mexicana empezó a mostrar síntomas de recuperación. Después de 1982, México había tardado siete años en acceder de nuevo a los mercados de capital. En 1995, solo tardó siete meses. México devolvió la totalidad del préstamo, con intereses, en enero de 1997, más de tres años antes de la fecha fijada para su reembolso. Había pedido 10.500 millones de dólares de los 20.000 que pusimos a su disposición, y pagó un total de 1.400 millones de dólares en intereses, casi 600 millones más de lo que ese dinero hubiera rendido si se hubiera invertido en letras del Tesoro de Estados Unidos, como se hacía con el resto del dinero del Fondo de Estabilización de Cambios. El préstamo resultó ser una muy buena inversión, además de una buena medida política.
El columnista del New York Times Tom Friedman llamó al préstamo «la decisión de política exterior menos popular y más incomprendida, pero también la más importante, de la presidencia Clinton». Quizá tuviera razón. En cuanto a la oposición popular, el 75 por ciento de la población también se había opuesto al paquete de ayudas a Rusia. Mi decisión de devolver el poder a Aristide, en Haití, también era impopular, y mis acciones subsiguientes en Bosnia y Kosovo se recibieron con cierta resistencia inicial. Las encuestas son útiles para decirle al presidente qué piensan los ciudadanos y qué argumentos son más convincentes en un determinado momento, pero no pueden dictar una decisión que requiere mirar más allá de la esquina. El pueblo norteamericano contrata a un presidente para que haga lo correcto para nuestro país a largo plazo. Ayudar a México era lo mejor para Estados Unidos. Fue la única acción económica sensata, y al realizarla, demostramos que éramos, una vez más, un buen vecino.
El 9 de febrero, Helmut Kohl vino a verme. Acababan de reelegirle, y predijo con mucha confianza que ese también sería mi caso. Comentó que vivíamos en tiempos turbulentos, pero que al final saldría airoso de todo. En la conferencia de prensa tras nuestra reunión, Kohl hizo un emocionante homenaje al senador Fulbright, que había fallecido recientemente, después de medianoche, a la edad de ochenta y nueve años. Kohl dijo que él mismo pertenecía a una generación que, cuando eran estudiantes, «deseaban con todas sus fuerzas obtener una beca Fulbright» y que en todo el mundo, el nombre de Fulbright estaba ligado a «una mente abierta, la amistad y gente luchando codo con codo». En el momento de su muerte, más de 90.000 norteamericanos y 120.000 estudiantes de otros países habían recibido becas Fulbright.
Yo había visitado al senador Fulbright en su casa poco antes de su muerte. Había sufrido un ataque que le había afectado un poco el habla, pero sus ojos brillaban y su mente funcionaba; fue un buen último encuentro. La influencia de Fulbright en la historia de Estados Unidos sería muy importante. Como dije en su funeral, «siempre profesor y siempre estudiante».
El 13 de febrero, Laura Tyson y los otros miembros del Consejo de Asesores Económicos, Joe Stiglitz y Martin Baily, me dieron un ejemplar del último Informe Económico del Presidente. Destacaba nuestro progreso desde 1993, así como los persistentes problemas del estancamiento de la renta y de la desigualdad. Aproveché la ocasión para impulsar la Declaración de Derechos de la Clase Media y mi propuesta de aumentar el salario mínimo en 90 centavos durante dos años, de 4,25 a 5,15 dólares la hora. Esa medida beneficiaría a 10 millones de trabajadores, que verían cómo sus ingresos anuales aumentaban 1.800 dólares. La mitad de esa subida era solo para que los trabajadores recuperaran el nivel que el salario mínimo, teniendo en cuenta la inflación, tenía en 1991, la última vez que subió.
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