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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 21)


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Después del discurso, me dirigí a la sala de sesiones para sentarme al lado de Madeleine Albright y Dick Holbrooke, y escuchar al siguiente orador: el presidente Mohammed Jatamí de Irán. En los últimos años, se habían celebrado varias elecciones en Irán: para la presidencia, el parlamento y municipales. En cada caso, los reformadores habían ganado entre dos tercios y el 70 por ciento de los votos. El problema era que, según la constitución iraní, por encima del presidente estaba un consejo de fundamentalistas islámicos dirigido por el ayatolá Sayyed Ali Jamenei, que gozaba de un tremendo poder: podía anular ciertas medidas legislativas y rechazar candidaturas a cargos públicos. También controlaba el funcionamiento del servicio secreto exterior de Irán y financiaba y apoyaba al terrorismo. Habíamos tratado de dialogar con Jatamí e impulsar los contactos personales. Yo también había declarado que Estados Unidos cometió un error al respaldar el derrocamiento del gobierno electo en Irán durante los años cincuenta. Esperaba que mi gesto de respeto pudiera dar sus frutos en forma de más avances durante la siguiente presidencia.

Kofi Ahnan y yo ofrecimos el tradicional almuerzo; cuando terminó, seguí mi costumbre habitual, la de quedarme de pie al lado de mi mesa para estrechar la mano de los líderes que desfilaban hacia la salida. Pensé que había terminado cuando le di la mano a un funcionario namibio gigante, que se inclinó hacia mí desde su impresionante altura. Se apartó y apareció un último dirigente que había quedado oculto detrás de él: Fidel Castro. Castro alargó la mano y yo la estreché; era el primer presidente norteamericano que lo hacía en más de cuarenta años. Dijo que no quería causarme ningún problema, pero que quería presentarme sus respetos antes de que yo dejara mi cargo. Le respondí que esperaba que algún día nuestras naciones se reconciliaran.

Después de las reuniones de la ONU, la OPEP anunció un incremento de la producción de petróleo de 800.000 barriles diarios, y el primer ministro Vajpayee, de la India, vino a Washington en una visita oficial. El 19 de septiembre, el Senado siguió el ejemplo de la Cámara y aprobó la ley que establecía la normalización de relaciones comerciales con China, despejando la vía para que entrara en la OMC. Yo estaba convencido de que con el tiempo terminaría siendo uno de los resultados de política exterior más importantes de mis ocho años.

Hillary pasó un buen mes de septiembre. Ganó las primarias el día 12 y derrotó fácilmente a Lazio en el debate moderado por Tim Russert en Buffalo. Lazio tenía tres problemas: afirmaba que la aún maltrecha economía de la zona norte de Nueva York ya había superado la mala racha, emitió un anuncio engañoso (por el cual le llamaron la atención) que implicaba que el senador Moynihan le apoyaba a él y no a Hillary y además se metió con ella y trató de obligarla a comprometerse a una financiación de campaña que simplemente no era creíble. Todo lo que Hillary tenía que hacer era conservar la compostura y responder a las preguntas, lo cual hacía muy bien. Una semana más tarde, una nueva encuesta decía que iba a vencer a Lazio por 48 contra 39 por ciento de los votos con el nuevo apoyo de las mujeres que vivían en las áreas residenciales.

El 16 de septiembre, me despedí emocionado frente a un amplio público, formado en su mayoría por afroamericanos, en la cena del caucus afroamericano del Congreso, en donde repasé nuestra trayectoria de éxitos y defendí la candidatura de Gore y Lieberman; también les pedí su apoyo para los jueces negros que estaban bien cualificados pero cuyas nominaciones aún no habían sido confirmadas. Luego tiré el guión y cerré mi discurso con estas palabras:

Les doy las gracias desde el fondo de mi corazón. Una vez, Toni Morrison dijo que yo era el primer presidente negro que había tenido este país. Yo prefiero eso a un premio Nobel, y déjenme que les diga la razón: porque en algún lugar, escondidas entre los hilos perdidos de mi propia memoria, están las raíces de la comprensión de lo que ustedes han pasado. En algún lugar, subyace la profunda necesidad de compartir el destino de la gente que ha sido dejada de lado, que ha quedado atrás, a veces con brutalidad, y demasiado a menudo ignorada y olvidada.

No estoy muy seguro de todas las personas a las que tengo que agradecérselo. Pero sí sé que no merezco ningún elogio por ello, pues lo que he hecho, sea lo que sea, ha sido porque sentía que no me quedaba elección.

Repetí esas ideas unos días más tarde, el 20 de septiembre, frente a los asistentes a la cena del caucus hispano del Congreso, y en la conferencia de obispos de la Iglesia de Dios en Cristo, donde señalé que solo quedaban 120 días para que terminara mi mandato, y les dije que serían «120 días muy duros», en los que me dedicaría a colaborar con el Congreso y a intentar obtener la paz en Oriente Próximo. Sabía que tenía la oportunidad de lograr algunas victorias más cuando el Congreso se relajara, pero no estaba tan seguro acerca de Oriente Próximo.

Varios días más tarde, mi equipo económico estaba conmigo cuando anuncié que el ingreso medio había crecido en más de 1.000 dólares durante el año anterior, situándose por encima de los 40.000 dólares por primera vez en nuestra historia, y que el número de norteamericanos sin cobertura sanitaria había descendido en 1,7 millones de personas en ese mismo período, la mayor reducción en doce años.

El 25 de septiembre, después de semanas de esfuerzos por parte de nuestro equipo para que las conversaciones de paz se reactivaran, Barak invitó a Arafat a su casa a cenar. Hacia el final de la comida, yo llamé por teléfono y mantuve una larga conversación con ambos. Al día siguiente, ambas partes enviaron negociadores a Washington para retomar las conversaciones en el punto en que las habían dejado en Camp David.

Todo cambió el día 28, cuando Ariel Sharon se convirtió en el primer dirigente político israelí en hacer acto de presencia en el Monte del Templo (conocido por los musulmanes como la Explanada de las Mezquitas) desde que Israel se hiciera con el territorio en la guerra de 1967. En esa época, Moshe Dayan había dicho que los emplazamientos religiosos musulmanes debían ser respetados, y por lo tanto el monte quedaba bajo control musulmán.

Arafat dijo que le había pedido a Barak que impidiera el paseo de Sharon, cuyo objetivo evidente era afirmar la soberanía de Israel sobre la zona y reforzar su posición frente al desafio que el ex primer ministro Netanyahu, que ahora parecía más halcón que el propio Sharon, representaba para su liderazgo en el Likud. Yo también había esperado que Barak pudiera evitar la provocadora escapada de Sharon, pero Barak me confesó que no pudo. En lugar de eso, a Sharon le prohibieron que entrara en la Cúpula de la Roca, o mezquita de al-Aqsa, y fue escoltado hasta el Monte por un gran número de policías fuertemente armados.

Tanto yo como otros miembros de mi equipo instaron a Arafat para que impidiera que se desatara la violencia. Era una gran oportunidad para que los palestinos, por una vez, se negaran a ser provocados. Pensaba que a Sharon tendrían que haberlo recibido niños palestinos con flores, y decirle que cuando el Monte del Templo quedara bajo control palestino, él siempre sería bien recibido. Pero como Abba Eban había dicho hacía tiempo, los palestinos jamás pierden la oportunidad de perder una oportunidad. Al día siguiente, se produjeron multitudinarias manifestaciones de palestinos cerca del Muro de las Lamentaciones, durante las cuales la policía israelí disparó pelotas de goma contra la gente que tiraba piedras y otros proyectiles. Al menos cinco personas murieron y cientos resultaron heridas. Los enfrentamientos se prolongaron; dos imágenes vívidas por el dolor y la futilidad que expresan surgieron entre otras muchas: un niño palestino de doce años herido a causa del fuego cruzado, agonizando en brazos de su padre, y dos soldados israelíes a los que sacaron a la fuerza de un edificio para ser apaleados hasta la muerte; sus cuerpos sin vida fueron arrastrados por las calles y uno de sus asaltantes mostraba orgulloso al mundo, a través de las cámaras de televisión, sus manos manchadas de sangre.

Mientras Oriente Próximo estaba en llamas, los Balcanes mejoraban. Durante la última semana de septiembre, Slobodan Milosevic perdió las elecciones a la presidencia de Serbia a manos de Vojislav Kostunica en una campaña que nos habíamos asegurado de que fuera legal para que Kostunica pudiera transmitir su mensaje. De todos modos, Milosevic trató de manipular las elecciones, pero las manifestaciones masivas le convencieron de que no podría salirse con la suya, así que, el 6 de octubre, el principal impulsor de las matanzas en los Balcanes admitió su derrota.

A principios de octubre, organicé una reunión en la Sala del Gabinete para los impulsores de la iniciativa de la condonación de la deuda. Asistió el reverendo Pat Robertson; su firme apoyo, así como el de la comunidad cristiana evangélica, demostraba el amplio consenso público que se había forjado sobre la condonación de la deuda. En la Cámara, el esfuerzo lo respaldaba Maxine Waters, uno de nuestros miembros más progresistas, y el presidente conservador del Comité Presupuestario, John Kasich. Incluso Jesse Helms estaba a favor, en gran medida gracias a la estrecha relación personal que mantenía con Bono. Los resultados iniciales eran alentadores: Bolivia había invertido 77 millones de dólares en salud y educación, Uganda había doblado la asistencia a la escuela primaria y Honduras pasó de seis a nueve años de escolarización obligatoria. Yo quería obtener el resto de nuestra contribución en el acuerdo presupuestario final.

En la segunda semana del mes, Hillary lo hizo muy bien en su segundo y más civilizado debate con Rick Lazio. Firmé la ley de tratado de comercio con China, y agradecí a Charlene Barshefsky y a Gene Sperling su extenuante desplazamiento a China para cerrar los flecos de nuestro acuerdo a ultimísima hora. También firmé la legislación de la iniciativa de Legado Territorial y las nuevas inversiones para las comunidades nativas americanas. Y el día 11 de octubre, en Chappaqua, me reuní con Hillary para celebrar nuestro veinticinco aniversario de boda. Parecía que era ayer, cuando éramos jóvenes y estábamos empezando. Ahora nuestra hija estaba a punto de terminar la carrera y los años de la Casa Blanca ya casi habían acabado. Yo confiaba en que Hillary ganaría la carrera del Senado, y era optimista acerca de lo que el futuro nos depararía.

Mi breve ensueño quedó destrozado al día siguiente, cuando un pequeño bote cargado con explosivos explotó al lado del USS Cole, en un puerto en Adén, Yemen. Diecisiete marineros murieron en lo que obviamente era un ataque terrorista. Todos pensamos que era obra de bin Laden y al-Qaeda, pero no podíamos estar seguros. La CIA se puso a investigarlo, y yo envié a miembros de los departamentos de Defensa y del Estado, así como del FBI, a Yemen, donde el presidente, Ali Saleh, había prometido una absoluta cooperación durante la investigación y el proceso de captura para llevar a los responsables frente a la justicia.

Mientras, seguí presionando al Pentágono y al equipo de seguridad nacional para que me dieran más ideas sobre cómo atrapar a bin Laden. Estuvimos muy cerca de lanzar otro ataque de misiles contra él en octubre, pero la CIA recomendó que lo suspendiéramos en el último minuto, pues pensaban que las pruebas de su presencia no eran lo suficientemente sólidas. El Pentágono desaconsejó el envío de fuerzas especiales a Afganistán, dadas todas las dificultades logísticas asociadas a la operación, a menos que dispusiéramos de información secreta más fiable sobre el paradero de bin Laden. Eso nos dejaba con opciones de intervención militar de mayor importancia: una campaña de bombardeo masivo de todos los presuntos campos de entrenamiento o una invasión a gran escala. En mi opinión, ninguna de las dos alternativas era factible sin antes determinar fehacientemente que alQaeda estaba detrás de lo del Cole. Me sentía muy irritado y esperaba que antes de terminar mi mandato pudiéramos localizar a bin Laden y lanzar un ataque con misiles contra él.

Después de realizar algunas paradas de campaña en Colorado y Washington, volé a Sharm alSheij, en Egipto, para una cumbre sobre la violencia en Oriente Próximo con el presidente Mubarak, el rey Abdullah, Kofi Annan y Javier Solana, entonces responsable de Asuntos Exteriores de la Unión Europea. Todos querían el fin de la violencia, como el príncipe Abdullah de Arabia Saudí, que no se encontraba allí pero ya había declarado su postura sobre el tema. Barak y Arafat también estaban, pero fue como si estuvieran separados por todos los océanos del mundo. Barak quería que la violencia acabara; Arafat quería una investigación sobre el supuesto uso excesivo de la fuerza por parte de los policías y el ejército israelíes. George Tenet diseñó un plan de seguridad con ambas partes, y yo tenía que convencer a Barak y Arafat de que lo apoyararan, así como la declaración que se realizaría al final de la cumbre.

Le dije a Arafat que mi intención había sido presentar una propuesta para resolver los temas pendientes más destacados durante las negociaciones de paz, pero que no podía hacerlo hasta que aceptara el plan de seguridad. No podía haber paz sin antes rechazar de plano la violencia. Arafat aceptó, y a continuación trabajamos hasta primera hora de la mañana en la declaración que yo emitiría en nombre de todas las partes. Contenía tres secciones: un compromiso para poner fin a la violencia; el establecimiento de un comité de investigación para analizar el origen de los enfrentamientos y la conducta de ambas partes, nombrado por Estados Unidos junto con los israelíes y los palestinos, y asesorado por Kofi Annan y el compromiso de avanzar en las conversaciones de paz. Puede sonar muy sencillo, pero no lo era. Arafat quería un comité de la ONU y la reanudación inmediata de las conversaciones. Barak quería un comité estadounidense y un plazo suficiente para ver si la situación se calmaba. Mubarak y yo terminamos reuniéndonos a solas con Arafat, y le convencimos de que aceptara la declaración. No podría haberlo hecho sin Hosni. Yo creía que a veces se resistía demasiado a implicarse en serio en el proceso de paz, pero esa noche fue firme, claro y eficaz.

Cuando regresé a Estados Unidos, Hillary, Chelsea y yo fuimos a Norfolk, Virginia, para una misa fúnebre en honor de las víctimas de la bomba en el USS Cole; también nos reunimos en privado con las familias, que estaban destrozadas. Como los pilotos de las Torres Khobar, nuestros marineros habían muerto en un conflicto muy distinto de los que habían sido entrenados para luchar. En éste, el enemigo era huidizo, todo el mundo era un objetivo en potencia, nuestro enorme arsenal no tenía ningún poder disuasorio sobre los ataques y la libre circulación y la tecnología de la información del mundo moderno se utilizaban en contra nuestra. Yo sabía que acabaríamos por prevalecer en nuestra lucha contra Bin Laden, pero ignoraba cuánta gente inocente perdería la vida antes de que lográsemos descubrir el modo de vencerle.

Dos días más tarde, Hillary, Al y Tipper Gore y yo fuimos a Jefferson City, Missouri, para una misa fúnebre en memoria del gobernador Mel Carnahan, su hijo y un joven ayudante que habían muerto al estrellarse su avioneta. Carnahan y yo habíamos estado muy unidos desde que me respaldó a principios de la campaña de 1992. Había sido un excelente gobernador y un impulsor de la reforma de la asistencia social, y en el momento de su muerte se enfrentaba a una ajustada carrera con John Ashcroft por el escaño en el Senado. Era demasiado tarde para nombrar a otro candidato. Unos días más tarde, Jean Carnahan dijo que si la gente de Missouri votaba por su marido, ella ejercería su cometido. Así lo hicieron, y Jean realizó una labor notable.

En los últimos días de octubre, mientras las elecciones presidenciales aumentaban de intensidad, firmé un acuerdo comercial con el rey Abdullah de Jordania, y seguí firmando y vetando leyes. Además, hice campaña por Indiana, Kentucky, Massachusetts y Nueva York, donde asistí a varios actos para Hillary. El más divertido fue una celebración de cumpleaños en la que Robert de Niro me dio instrucciones para hablar como un verdadero neoyorquino.

Desde la convención, Al Gore había planteado las elecciones como un concurso de «el pueblo contra los poderosos». Era eso, efectivamente: todos y cada uno de los grupos de interés concebibles –las compañías aseguradoras sanitarias, las empresas de tabaco, las industrias altamente contaminantes, la Asociación Nacional del Rifle y muchos más– estaban a favor del gobernador Bush. El problema de ese eslogan era que Al no podía apoyarse totalmente en nuestra trayectoria de éxitos sociales y económicos, ni tampoco poner claramente de relieve el compromiso explícito que Bush había adquirido para desbaratar ese progreso. Igualmente, el sesgo populista daba la impresión a algunos votantes indecisos de que también Al podía optar por cambiar la dirección económica del país. Hacia finales de mes, Al empezó a decir: «No arriesguen nuestra prosperidad». Alrededor del 1º. de noviembre, subía en las encuestas, aunque seguía cuatro puntos por detrás.

En la última semana de campaña, a petición del gobernador Gray Davis, volé a California para hacer campaña durante dos días a favor de la candidatura nacional y nuestros candidatos del Congreso; también participé en un importante acto en Harlem a favor de Hillary. El domingo fui a casa, a Arkansas, para apoyar a Mike Ross en su campaña; Mike había sido mi conductor durante mi campaña de gobernador de 1982, y se presentaba contra el congresista republicano Jack Dickey.

Pasé el día antes de las elecciones, y la propia jornada electoral, haciendo más de sesenta entrevistas de radio por todo el país animando a la gente a que votara por Al, Joe y nuestros demócratas locales. Ya había grabado más de 170 anuncios de radio y mensajes telefónicos que se enviarían a los hogares de los demócratas del núcleo duro y a las minorías, solicitando su voto para nuestros candidatos.

El día de las elecciones, Hillary, Chelsea y yo votamos en la escuela primaria Douglas Grafflin, nuestro centro electoral en Chappaqua. Fue una experiencia extraña y maravillosa: extraña porque aquella escuela era el único lugar en el que había votado fuera de Arkansas, y después de veintiséis años de vida política, mi nombre no estaba en la papeleta de voto. Maravilloso, porque pude votar por Hillary. Chelsea y yo votamos primero, luego nos abrazamos al mirar a Hillary correr la cortina y emitir un voto para ella.

La noche electoral fue una montaña rusa. Hillary ganó sus elecciones, por 55 contra 43 por ciento, un margen mucho más amplio del que le habían otorgado todas las encuestas previas, excepto una. Yo estaba tremendamente orgulloso de ella. Nueva York la había sometido al tercer grado, como había hecho conmigo en 1992. Había ido de arriba a abajo y otra vez arriba, pero se había mantenido en sus trece y seguido adelante.

Mientras celebrábamos su victoria en el hotel Grand Hyatt en Nueva York, Bush y Gore estaban empatados. Durante semanas, todo el mundo sabía que las elecciones serían muy ajustadas, y muchos comentaristas decían que Gore quizá perdería el voto popular, pero lograría los suficientes electores como para ganar. Dos días antes de las elecciones, mientras miraba el mapa electoral y las últimas encuestas, le dije a Steve Ricchetti que temía que sucediera lo contrario. Nuestros votantes de base se habían movilizado e irían a votar con tanta determinación como los republicanos que querían recuperar la Casa Blanca. Al ganaría en los estados grandes por amplios márgenes, pero Bush se llevaría los estados rurales más pequeños, que tenían ventaja en el colegio electoral, pues cada estado obtenía un voto electoral por cada miembro de la Cámara más dos extra por sus senadores. Cuando nos acercábamos a la jornada electoral, aún creía que Al ganaría porque contaba con el impulso del momento y su programa era el adecuado.

Gore ganó por más de 500.000 votos, pero el voto electoral quedó en

el aire. Las elecciones terminaron decidiéndose en Florida, después de que Gore ganara por una estrecha victoria de 366 votos en Nuevo México, otro de los estados que de no estar Ralph Nader en la papeleta de voto no hubieran quedado tan apretados. Yo le había pedido a Bill Richardson que se pasara la última semana en su estado natal, y es muy posible que él marcara la diferencia.

De los estados que yo había ganado en 1996, Bush se hizo con Nevada, Arizona, Missouri, Arkansas, Tennessee, Kentucky, Ohio, Virginia Occidental y New Hampshire. Tennessee se había ido tornando progresivamente más republicano. En 1992, 1996 y 2000, el voto demócrata se había estabilizado entre el 47 y el 48 por ciento. La Asociación Nacional del Rifle perjudicó gravemente a Al en esa zona y en otros estados, entre ellos Arkansas. Por ejemplo, el condado de Yell, donde los Clinton se habían instalado hacía un siglo, era un condado populista y culturalmente conservador que un demócrata tiene que ganar para llevarse todo el estado en unas elecciones apretadas. Gore lo perdió contra Bush por 50 contra 47 por ciento, y eso fue obra de la ANR. Quizá yo podría haberle dado la vuelta, pero no habría bastado con recorrer las zonas rurales durante dos o tres días, y yo ignoraba lo serio que era el problema hasta que volví a casa justo antes de las elecciones.

El lobby de las armas trató de vencer a Al en Michigan y Pennsylvania, y quizá lo hubieran logrado de no ser por el esfuerzo heroico de los sindicatos locales, que contaban con muchos miembros de la ANR en sus filas. Presentaron batalla diciendo: «¡Gore no se va a llevar tus armas, pero Bush sí te quitará tus derechos sindicales!». Desafortunadamente, en las áreas rurales de Arkansas, Tennessee, Kentucky, Virginia Occidental, Missouri y Ohio no habían suficientes afiliados a los sindicatos como para librar la batalla al pie del cañón.

En Kentucky nos perjudicó mucho nuestra firme postura contra la promoción dirigida a los adolescentes de las grandes compañías tabacaleras, sobre todo en las zonas de cultivo de tabaco. En Virginia Occidental le hizo daño el cierre de la Weirton Steel, una cooperativa; los empleados y sus familiares estaban convencidos de que había sido consecuencia de mi incapacidad para limitar las importaciones de acero barato desde Rusia y Asia durante la crisis financiera asiática. La documentación demostraba que la compañía había quebrado por otras razones, pero los trabajadores de la Weirton opinaban de otro modo y Al pagó el precio.

New Hampshire votó por Bush, por un margen de poco más de 7.000 votos, porque Nader obtuvo 22.198 votos. Aún peor, Nader se hizo con más de 90.000 votos en Florida, donde Bush pendía de un hilo en un resultado polémico que tardó más de un mes en conocerse.

Cuando empezó la batalla electoral por Florida, quedó claro que nos habíamos quedado con cuatro escaños en el Senado y uno en la Cámara de Representantes. Tres cargos actuales de los republicanos en la Cámara fueron derrotados, entre ellos Jay Dickey, que perdió frente a Mike Ross en Arkansas, y los demócratas lograron cuatro escaños en California, venciendo en todas las elecciones ajustadas excepto en una. Al partía con desventaja cuando empezó el recuento electoral en Florida porque el principal funcionario electoral, la secretaria de Estado Katherine Harris, era una republicana conservadora muy cercana al gobernador Jeb Bush, y la asamblea estatal que tenía que certificar a los electores estaba dominada por republicanos conservadores. Por otra parte, el tribunal supremo estatal, que presumiblemente tendría la última palabra en el recuento de papeletas, contaba con más jueces nombrados por gobernadores demócratas, y se creía que no era tan partidista.

Dos días más tarde, aún sin saber quién sería mi sucesor, me entrevisté con Arafat en el Despacho Oval. La violencia estaba disminuyendo y yo pensaba que quizá iba en serio sobre la paz. Le dije que solo me quedaban diez semanas para llegar a un acuerdo. En un momento en privado le tomé del brazo, le miré fijamente a los ojos y le dije que también tenía la oportunidad de cerrar un acuerdo con Corea del Norte para poner fin a su producción de misiles de largo alcance, pero que tendría que ir allí para lograrlo. Todo el viaje me llevaría una semana o más, teniendo en cuenta las paradas obligatorias en Corea del Sur, Japón y China.

Yo sabía que para alcanzar la paz en Oriente Próximo tendría que cerrar el acuerdo personalmente. Le dije a Arafat que había hecho todo lo que podía para obtener un estado palestino en Cisjordania y Gaza, a la vez que protegía la seguridad de Israel. Después de todos mis esfuerzos, si Arafat no pensaba apostar por la paz, al menos debía decírmelo claramente, de modo que yo pudiera partir para Corea del Norte y tratar de resolver otro grave problema de seguridad. Me rogó que me quedara, diciéndome que teníamos que terminar la paz, y que si no lo hacíamos antes de que terminara mi mandato, pasarían al menos cinco años hasta que volviéramos a rozar la paz tan de cerca.

Esa noche, celebramos una cena para conmemorar el segundo centenario de la Casa Blanca. Lady Bird Johnson y los presidentes Ford, Carter y Bush, junto con sus respectivas esposas, estaban todos allí para poner de relieve el cumpleaños de la casa del pueblo, en la que todos los presidentes desde John Adams se habían alojado. Fue un momento maravilloso en la historia de Estados Unidos, pero tenso para el presidente y la señora Bush, que sin duda debían estar muy nerviosos a causa de la elección de su hijo, que aún estaba pendiente de un hilo. Yo me alegré de que hubieran venido.

Unos pocos días después, Chelsea y yo fuimos a Brunei para la cumbre anual de la APEC. El sultán Hasan alBolkiah fue el anfitrión de la reunión en un espléndido hotel nuevo, con un centro de convenciones.

Hicimos algunos avances en las reformas, necesarios para evitar otra crisis financiera asiática, y el primer ministro de Singapur, Goh Chok Tong, y yo aceptamos empezar a negociar un tratado de libre comercio bilateral. También disfruté de una partida de golf con el primer ministro Goh en un circuito nocturno especialmente diseñado para que los jugadores pudieran soportar el intenso calor. Yo había instituido las reuniones de la APEC allá en el año 1993 y estaba satisfecho de la ampliación del grupo y del trabajo que habíamos realizado. En mi última cumbre de la APEC pensé que los esfuerzos habían dado su fruto, no solo en términos de acuerdos específicos, sino también construyendo una institución que ligaba a Estados Unidos y a Asia en su marcha hacia el nuevo siglo.

Después de Brunei, Chelsea y yo viajamos a Vietnam, para una visita histórica a Hanoi, Ciudad Ho Chi Minh (la antigua Saigón) y un emplazamiento donde los vietnamitas colaboraban con los norteamericanos para desenterrar los restos de nuestros soldados que aún constaban como desaparecidos en combate. Hillary vino desde Israel, adonde había viajado para asistir al funeral de Leah Rabin, y se sumó a nosotros.

Me reuní con el líder del Partido Comunista, el presidente, el primer ministro y el alcalde de Ciudad Ho Chi Minh. Cuanto más alto era el cargo, más aumentaban las probabilidades de que el dirigente se expresara en un lenguaje parecido al viejo estilo comunista. El líder del partido, Le Kha Phieu, trató de utilizar mi oposición a la guerra de Vietnam para condenar lo que Estados Unidos había hecho, calificándolo de acto imperialista. Eso me disgustó, especialmente porque lo dijo en presencia de nuestro embajador, Pete Peterson, que había sido prisionero de guerra. Le dije al dirigente en términos inequívocos que a pesar de que estaba en desacuerdo con nuestra política en Vietnam, los que la habían impulsado no eran imperialistas ni colonialistas, sino buena gente convencida de que luchaba contra el comunismo. Le señalé a Pete y dije que él no se había pasado seis años y medio en la prisión conocida como Hanoi Hilton porque quisiera colonizar Vietnam. Habíamos empezado una nueva página con relaciones normalizadas, acuerdos comerciales y una cooperación bilateral sobre soldados desaparecidos en combate. Ahora no era el momento de reabrir viejas heridas. El presidente, Tran Duc Luong, era un hombre solo ligeramente menos dogmático.

El primer ministro, Phan Van Khai, y yo habíamos desarrollado una buena relación en las reuniones de la APEC; un año antes me había dicho que agradecía mi oposición a la guerra. Cuando le dije que los norteamericanos que no estaban de acuerdo conmigo y que habían apoyado la guerra eran buena gente que quería la libertad para los vietnamitas, respondió: «Lo sé». Khai estaba interesado en el futuro y esperaba que Estados Unidos proporcionara a Vietnam ayuda para atender a las víctimas del agente naranja y para el desarrollo de su economía. El alcalde de Ciudad Ho Chi Minh, Vo Viet Thanh, era como los buenos alcaldes agresivos de Estados Unidos que yo conocía. Se llenó la boca hablando del equilibrio presupuestario, de la reducción del funcionariado y de obtener más inversiones extranjeras.

Además de los funcionarios, también vi y estreché la mano a un montón de gente que se había reunido espontáneamente para saludarnos después de un almuerzo informal en un restaurante local. También querían construir un futuro en común.

El viaje al emplazamiento de los desaparecidos en combate fue una experiencia que ninguno de nosotros olvidaría jamás. Recordé mis años en el instituto y los compañeros que habían muerto en Vietnam y recordé el hombre al que le presté ayuda cuando estaba en Moscú en 1970, buscando información acerca de su hijo desaparecido. Los norteamericanos que trabajaban con el equipo vietnamita creían, basándose en información de los habitantes locales, que un piloto de caza desaparecido, el teniente coronel Lawrence Evert, se había estrellado allí más de treinta años atrás. Ahora, sus hijos ya adultos nos acompañaron al lugar. Hundidos hasta las rodillas en el fango, nuestros soldados trabajaban codo con codo con los vietnamitas cortando el barro en grandes pedazos, apartándolo a un lugar cercano, y tamizándolo. Ya habían logrado recuperar fragmentos de un avión y un uniforme, y estaban cerca de contar con material suficiente como para realizar una identificación. La operación era supervisada por un arqueólogo norteamericano que también eran veterano del Vietnam. Dijo que era la excavación que más le compensaba en todo el mundo. El cuidado y el detalle que invertían en su labor eran asombrosos, así como los esfuerzos para colaborar por parte de los vietnamitas. Pronto, los Evert encontraron a su padre.

De vuelta a casa desde Vietnam, me enteré de que Chuck Ruff, mi abogado de la Casa Blanca durante el proceso de impeachment, había fallecido repentinamente. Cuando aterricé, fui a ver a su esposa, Sue; Chuck fue un hombre extraordinario que había sabido dirigir nuestro equipo defensor en el Senado con habilidad y valentía.

El resto del mes de noviembre lo dediqué a Oriente Próximo y al recuento de votos de Florida, que se quedó a medias, con miles de votos sin contar en tres condados grandes, lo cual era una injusticia para Gore, puesto que era obvio, en función de los votos anulados debido a errores como consecuencia de papeletas electorales confusas y máquinas de perforación defectuosas, que había muchos miles de ciudadanos más en Florida que tenían intención de votar a Gore en lugar de a Bush. Gore presentó una apelación en los tribunales contra el resultado de las elecciones. Al mismo tiempo, Barak y Arafat volvían a reunirse. Yo tampoco tenía claro si íbamos a ganar o a perder la batalla por Florida ni la lucha por la paz.

El 5 de diciembre, Hillary fue a Capitol Hill para estrenarse como senadora. La noche antes, le tomé el pelo sobre su primer día de la «Escuela de Senadores», diciéndole que tenía que descansar mucho y llevar un bonito vestido. Estaba muy animada y yo me sentía verdaderamente feliz por ella.

Tres días más tarde, viajé a Nebraska, el único estado que aún no había visitado como presidente, para hablar en la universidad de Nebraska en Kearney. De hecho fue un discurso de despedida dirigido al interior del país, para animar a sus ciudadanos a conservar el liderazgo norteamericano en el mundo más allá de nuestras fronteras. Mientras, el tribunal supremo de Florida ordenó la inclusión de más votos procedentes del recuento en los condados de Palm Beach y Dade, así como el recuento de 45.000 votos más según el criterio de la legislación de Florida: una papeleta solo valía si la intención del votante era clara. El margen de Bush se redujo a 154 votos.

El gobernador Bush apeló de inmediato al Tribunal Supremo de Estados Unidos para detener el recuento. Varios abogados me dijeron que el alto tribunal no aceptaría la demanda; la mecánica electoral era una cuestión de legislación estatal a menos que se utilizara para discriminar a un grupo de ciudadanos, como las minorías raciales. Además, resulta difícil obtener una orden judicial contra lo que de otro modo es una acción completamente legal, como un recuento electoral o derribar un edificio si el propietario acepta. Para ello, una de las partes debe demostrar que se produciría un daño irreparable a menos que la actividad se detuviera. En una sentencia de 5 votos contra 4, el juez Scalia redactó una sentencia sorprendentemente honesta concediendo la orden judicial. ¿Cuál era el daño irreparable?, se preguntaba Scalia. Pues que contar los votos podía «arrojar dudas sobre lo que [Bush] afirma es la legitimidad de su elección». Bueno, la verdad es que tenía razón al respecto. Si Gore obtenía más votos que Bush en Florida, le iba a resultar más difícil al Tribunal Supremo darle a Bush la presidencia.

Celebramos una fiesta de Navidad en la Casa Blanca esa noche, y le pregunté a cada abogado que asistió, durante la línea de recepción, si él o ella se habían encontrado jamás con una sentencia parecida. A nadie le había sucedido. El Tribunal tenía que entregar otra sentencia en breve, esta vez pronunciándose sobre el fondo de la cuestión, es decir, si el recuento en sí era constitucional. Ahora sabíamos que cerrarían el tema con un voto de 5 a 4. Le dije a Hillary que no le dejarían volver a redactar una segunda opinión a Scalia; había sido demasiado franco en la primera.

El 11 de diciembre, Hillary, Chelsea y yo volamos a Irlanda, el país de mis antepasados y el escenario de tantas gestiones por la paz que yo había impulsado. Nos detuvimos en Dublín para ver a Bertie Ahern, y luego fuimos a Dundalk, cerca de la frontera, para un multitudinario mitin en una ciudad que antaño era un hervidero de actividad del IRA y ahora era una fuerza de la paz. Las calles brillaban con la iluminación navideña, mientras el gentío vitoreaba alegremente y me cantaba «Danny Boy». Seamus Heaney dijo una vez de Yeats: «Su interés era dejar un espacio en la mente y en el mundo para lo milagroso». Agradecí a los irlandeses que llenaran ese espacio con el milagro de la paz.

Nos dirigimos a Belfast, donde me reuní con los líderes de Irlanda del Norte, entre ellos David Trimble, Seamus Mallon, John Hume y Gerry Adams. Luego fuimos con Tony y Cherie Blair, Bertie Ahern y George Mitchell a una gran reunión de católicos y protestantes en la Odyssey Arena. Aún era poco habitual para ellos estar juntos en Belfast. Quedaban algunas fuertes discrepancias en relación con la nueva fuerza policial, y el calendario y la metodología que seguirían para deponer las armas. Les pedí que siguieran trabajando en todos esos puntos y que recordaran que los enemigos de la paz no necesitaban su aprobación. «Solo necesitan vuestra apatía». Le recordé al público que el acuerdo del Viernes Santo había dado esperanzas y aliento a los que ansiaban y luchaban por la paz en todo el mundo, y cité el recién anunciado acuerdo que ponía fin al sangriento conflicto entre Eritrea y Etiopía que Estados Unidos había propiciado. Terminé diciendo lo mucho que había disfrutado trabajando con ellos para conseguir la paz, «pero la cuestión no es lo que sienta yo; es la vida que tendrán vuestros hijos».

Después del acto, mi familia regresó a Inglaterra para pasar unos días con los Blair en Chequers, y escuchar a Al Gore pronunciar su discurso de aceptación de los resultados. A las 10 de la noche anterior, el Tribunal Supremo había sentenciado por 7 votos contra 2 que el recuento de Florida era anticonstitucional porque no existían criterios uniformes que pudieran definir la intención clara del votante a efectos de un recuento, y por lo tanto distintos miembros de la junta de recuento quizá podrían contar o interpretar las mismas papeletas de forma distinta. Por lo tanto, continuaba, admitir que cualquiera de los votos en disputa pasara el recuento, sin importar lo clara que fuera la intención del votante, negaría la protección igualitaria de la ley a aquellas papeletas que no entraran en el recuento. Yo estaba muy en desacuerdo con esa decisión, pero me animó el hecho de que los jueces Souter y Breyer quisieran devolver el caso al tribunal supremo de Florida para fijar un criterio y proceder al recuento lo más rápidamente posible. El colegio electoral se reuniría pronto. Los otros cinco jueces de la mayoría no estaban de acuerdo. Por 5 contra 4, los mismos cinco jueces que habían detenido el recuento tres días antes ahora decían que tenían que conceder las elecciones a Bush porque, de todos modos, según la ley de Florida, el recuento debía terminarse antes de las doce de la noche del mismo día.

Fue una decisión vergonzosa. Una reducida mayoría conservadora que había hecho prácticamente un fetiche de los derechos de los estados acababa de negar a Florida una clara función estatal: el derecho al recuento de votos, una función que siempre había realizado. Los cinco jueces que no querían que se hiciera un recuento bajo ningún criterio afirmaron que estaban protegiendo la igualdad de derechos, mientras privaban a miles de personas de su derecho constitucional a que sus votos contaran, aun si sus intenciones eran tan claras como el agua. Decían que había que darle la presidencia a Bush porque no podían contarse los votos en las dos horas siguientes cuando, después de detener casi tres días de recuentos, habían retrasado la emisión de su opinión judicial hasta las 10 de la noche para asegurarse por todos los medios de que el recuento no pudiera completarse a tiempo. La mayoría de cinco votos no trató de ocultar lo que intentaba: la opinión establecía claramente que esa sentencia no podría ser utilizada en futuros casos relacionados con la legislación electoral. Su razonamiento se limitaba «a las circunstancias actuales, pues el problema de la protección igualitaria en los procesos electorales suele presentar muchas complejidades». Si Gore hubiera ido por delante en el recuento y Bush por detrás, no tengo la menor duda de que el mismo Tribunal Supremo habría votado 9 contra 0 para activar el recuento de votos. Y yo habría apoyado esa decisión.

«Bush contra Gore» pasará a la historia como una de las peores decisiones judiciales que el Tribunal Supremo ha tomado jamás, junto con el caso «Dred Scott», que decía que un esclavo que huía para ser libre aún era un objeto que debía ser devuelto a su propietario. O como «Plessy contra Ferguson», que defendía la legalidad de la segregación racial, e igual de pésima que los casos de las décadas de los veinte y los treinta que invalidaban la protección legal de los trabajadores –como los salarios mínimos y las leyes de jornada semanal máxima– por considerarse violaciones de los derechos de propiedad de los empleadores. Y pareja al caso «Korematsu», en el cual la Corte Suprema aprobó el internamiento sistemático de los estadounidenses de origen japonés en campamentos de detención después de Pearl Harbor. Habíamos vivido y rechazado las premisas de todas esas decisiones reaccionarias anteriores. Yo sabía que Estados Unidos también superaría ese día oscuro en el que cinco jueces republicanos robaron a miles de sus conciudadanos su derecho al voto solo porque podían hacerlo.

Al Gore pronunció un maravilloso discurso de aceptación. Fue auténtico, elegante y patriótico. Cuando le llamé para felicitarle, me dijo que un amigo suyo, cómico de profesión, le había dicho en broma que se llevaba lo mejor de ambos mundos: había ganado la votación popular y no tenía que hacer el trabajo.

Al día siguiente, después de que Tony Blair y yo conversáramos un poco, salí al exterior, elogié a Al y prometí colaborar con el presidente electo Bush. Luego Tony y Cherie nos acompañaron a Hillary, Chelsea y a mí a la universidad de Warwick, donde volví a pronunciar otro de mis discursos de despedida, esta vez sobre el enfoque de la globalización que nuestro grupo de la Tercera Vía había elegido: el comercio, más un contrato global para el desarrollo y la capacitación económica, la educación, la sanidad y la gobernabilidad democrática. El discurso también me dio la oportunidad de agradecer públicamente a Tony su amistad y su colaboración. Recordaba con afecto los momentos que habíamos vivido juntos y los echaría de menos.

Antes de irnos de Inglaterra, fuimos al palacio de Buckingham, aceptando la gentil invitación de la reina Isabel para tomar el té. Fue una visita muy plácida, en la que hablamos de las elecciones y del estado del mundo. Luego Su Majestad dio el poco frecuente paso de acompañarnos hasta la planta baja del palacio y escoltarnos hasta el coche para despedirse. Ella también había sido cortés y amable conmigo durante los anteriores ocho años.

El 15 de diciembre, llegué a un acuerdo presupuestario global con el Congreso, la última gran victoria legislativa de mis ocho años. El presupuesto de educación fue un logro especialmente positivo. Finalmente, obtuve más de mil millones de dólares para reparar las escuelas, además del mayor incremento de financiación de la historia de los programas Head Start, y suficiente dinero para que 1,3 millones de estudiantes pudieran asistir a programas extraescolares después del horario lectivo. La ley incluía un 25 por ciento de incremento del fondo para la contratación de 100.000 profesores, así como más fondos para las becas Pell, para nuestros programas de fomento de la enseñanza superior entre los alumnos de rentas bajas, como el GEAR UP y para nuestros esfuerzos de reforma de las escuelas con bajos rendimientos de aprendizaje. En la ley también aparecía la iniciativa Nuevos Mercados, un drástico incremento de la investigación biomédica, cobertura sanitaria para los receptores de la asistencia social y los discapacitados que se reincorporasen a la población activa y la Reducción de la Deuda del Milenio.

John Podesta, Steve Ricchetti, mi ayudante legislativo Larry Stein y todo nuestro equipo había hecho una labor fantástica. Mi último año de mandato, que se suponía que no contaría para nada, había terminado con la aprobación de un sorprendente número de recomendaciones incluidas en el Estado de la Unión. Además de las que he mencionado más arriba, el Congreso había aprobado la ley de comercio afrocaribeño, la ley de comercio con China, la iniciativa Legado Territorial y un notable aumento de las ayudas a la infancia para las familias trabajadoras.

Me sentía profundamente decepcionado por el resultado de las elecciones, y preocupado por Oriente Próximo, pero después de la visita a Irlanda e Inglaterra y las victorias presupuestarias, finalmente estaba empezando a sentir el espíritu de la Navidad.

El día 18, Jacques Chirac y Romano Prodi vinieron a la Casa Blanca para mi última reunión con los dirigentes de la Unión Europea. Para entonces ya éramos viejos amigos, y me alegró recibirles por última vez. Jacques me agradeció mi apoyo al desarrollo de la UE y las relaciones transatlánticas. Le respondí que habíamos sabido solucionar muy bien tres cuestiones esenciales: el crecimiento y expansión de la UE; la ampliación de la OTAN y la nueva relación con Rusia y los problemas en los Balcanes.

Mientras yo me reunía con Chirac y Prodi, los equipos de negociación de Oriente Próximo iniciaron nuevas negociaciones en la base aérea de Bolling, en Washington; Hillary recibió a Laura Bush en la Casa Blanca y nuestra familia se fue de compras en Washington. La gente de Nueva York había decidido que no se iba a ir de la ciudad después de todo. Al final, encontramos una casa encantadora al lado del parque Rock Creek, en la zona de las embajadas, por Massachusetts Avenue.

Al día siguiente, el presidente electo Bush vino a la Casa Blanca para la misma reunión que yo había mantenido con su padre ocho años antes. Hablamos de la campaña, de las actividades de la Casa Blanca y de la seguridad nacional. El estaba reuniendo a un experimentado equipo procedente de las antiguas administraciones republicanas, que creían que los temas de seguridad más importantes eran el sistema de defensa con misiles e Irak. Yo le dije que pensaba que sus problemas de seguridad serían, por orden de importancia, Osama bin Laden y al-Qaeda; la falta de paz en Oriente Próximo; el pulso entre las potencias nucleares de India y Pakistán; los lazos entre los paquistaníes, los talibanes y al-Qaeda; Corea del Norte y, finalmente, Irak. Le dije que mi mayor decepción era no haber podido atrapar a Bin Laden, que aún estábamos a tiempo de lograr un acuerdo de paz en Oriente Próximo y que casi habíamos alcanzado un acuerdo con Corea del Norte para poner fin a su programa de misiles, pero que probablemente él tendría que desplazarse al país para cerrarlo.

Escuchó mis palabras sin hacer demasiados comentarios; luego cambió de tema y me preguntó cómo hacía el trabajo. Mi único consejo fue que reuniera un buen equipo y tratara de hacer lo mejor para el país. Luego hablamos un poco más de política.

Bush había sido un político muy hábil en el año 2000 al construir una coalición con retórica moderada y propuestas dirigidas a los conservadores. La primera vez que le vi hablando de su «conservatismo compasivo» en Iowa pensé que tenía una oportunidad de ganar. Después de las primarias partió desde una mala posición, muy a la derecha y por detrás en las encuestas, pero había sabido encontrar el camino hacia el centro moderando su retórica, instando al Congreso republicano a que no equilibrara el presupuesto a costa de los desfavorecidos e incluso apoyando mi postura en un par de temas de política exterior. Cuando era gobernador, su conservatismo se había suavizado a fuerza de tener que cooperar con una asamblea estatal demócrata y a causa del apoyo del teniente del gobernador demócrata, Bob Bullock, que ejercía mucho poder en el día a día del gobierno bajo el sistema tejano. Ahora gobernaría con un Congreso republicano conservador, y tendría libertad para elegir su propio camino. Después de nuestra reunión, comprendí que era totalmente capaz de encontrar esa opción personal, pero no podía adivinar si sería el camino que había seguido como gobernador o el que había elegido para derrotar a John McCain en las primarias de Carolina del Sur.

El 23 de diciembre fue un día aciago para el proceso de paz de Oriente Próximo. Después de que ambas partes estuvieran negociando durante varios días en la base aérea de Bolling, mi equipo y yo nos convencimos de que, a menos que estrecháramos la serie de temas que nos ocupaban, lo que de hecho pondría sobre el tapete los compromisos relevantes, jamás alcanzaríamos un acuerdo. Arafat tenía miedo de que los demás líderes árabes le criticaran; Barak estaba perdiendo terreno frente a Sharon en su país. De modo que llevé a los equipos israelí y palestino a la Sala del Gabinete y les leí mis «parámetros» para seguir adelante. Habían sido desarrollados después de largas y detalladas conversaciones con las partes, por separado, desde lo de Camp David. Si aceptaban esos parámetros en cuatro días, avanzaríamos. Si no, estábamos acabados.

Las leí lentamente de modo que ambas partes pudieran tomar nota cuidadosamente. Respecto al territorio, recomendé que entre el 94 y el 96 por ciento de Cisjordania pasara a manos palestinas, con un cambio de territorios del 1 al 3 por ciento y el entendimiento de que la tierra que Israel conservara incluiría el 80 por ciento de los colonos en bloques. Sobre la seguridad, dije que el ejército israelí debería retirarse a lo largo de un período de tres años, a la vez que se introducía gradualmente una fuerza internacional, con la condición de que quedara un pequeño destacamento israelí en el Valle del Jordán durante otros tres años bajo la autoridad de fuerzas internacionales. Los israelíes también podrían conservar su puesto de avanzadilla en Cisjordania con la presencia de un coordinador palestino. En el caso de que se produjera «una amenaza inminente y demostrada para la seguridad de Israel», existía una cláusula que permitía el despliegue de fuerzas de emergencia en Cisjordania.

El nuevo estado de Palestina sería «no militarizado», pero poseería una buena fuerza de seguridad, soberanía sobre su espacio aéreo, con acuerdos especiales para garantizar las necesidades operativas y de entrenamiento de los israelíes y contaría con una fuerza internacional para asegurar las fronteras y actuar como elemento disuasorio.

En el tema de Jerusalén, recomendé que los barrios árabes se quedaran en la zona palestina, y los judíos en la de Israel, y que los palestinos debían tener soberanía sobre el Monte del Templo/Haram al-Sharif; propuse la soberanía israelí sobre el Muro de las Lamentaciones y el «espacio sagrado» del cual forma parte, sin ninguna excavación alrededor del muro ni debajo del Monte, al menos no sin el consentimiento mutuo.

Respecto a los refugiados, dije que el nuevo estado de Palestina debería ser la patria para los refugiados expulsados a partir de la guerra de 1948, sin descartar la posibilidad de que Israel aceptara algunos de los refugiados según sus propias leyes y decisiones soberanas, dando prioridad a las poblaciones refugiadas procedentes del Líbano. Recomendé un esfuerzo internacional para compensar a los refugiados y ayudarles a encontrar casas en el nuevo estado de Palestina, en las zonas de intercambio que serían transferidas a Palestina, en sus actuales países de acogida, en otras naciones dispuestas a recibirles o en Israel. Ambas partes debían acordar que esta solución significaría el cumplimiento de la Resolución 194 del Consejo de Seguridad de la ONU.

Finalmente, el acuerdo debía marcar claramente el final del conflicto y poner fin a toda violencia. Sugerí que se aprobase una nueva resolución del Consejo de Seguridad de la ONU, afirmando que este acuerdo, junto con la liberación final de prisioneros palestinos, equivaldría a cumplir los requisitos de las Resoluciones 242 y 338.

Declaré que estos parámetros no eran negociables, y que eran lo mejor que podía hacer, y quería que ambas partes negociaran un acuerdo de status definitivo en el marco de los mismos.

Después de que me fuera, Dennis Ross y otros miembros de nuestro equipo se quedaron atrás para clarificar cualquier malentendido, pero se negaron a escuchar las quejas. Yo era consciente de que se trataba de un plan difícil para los dos, pero ya era hora –más que eso– de jugársela o de callarse. Los palestinos tendrían que renunciar a su reivindicación del derecho de retorno; siempre habían sabido que tendrían que hacerlo, pero jamás lo habían admitido. Los israelíes renunciarían a Jerusalén Oriental y a partes de la Ciudad Vieja, pero sus emplazamientos religiosos y culturales serían protegidos; desde hacía algún tiempo era obvio que para alcanzar la paz, tendrían que ceder en eso. Los israelíes también entregarían una porción mayor de Cisjordania, y probablemente se produciría un intercambio de tierras más grande que el incluido en la mejor oferta de Barak, pero conservarían una zona suficiente como para acoger al menos a un 80 por ciento de colonos. Y obtendrían un final formal al conflicto. Era un trato duro, pero si querían la paz, yo pensaba que era justo para ambas partes.

De inmediato, Arafat empezó a andarse con rodeos, pidiendo «aclaraciones». Pero los parámetros estaban muy claros: o bien negociaba dentro de los límites fijados, o no. Como siempre, trataba de ganar tiempo.

Llamé a Mubarak y a él también le leí la lista de puntos. Dijo que eran un hito histórico y que animaría a Arafat a que los aceptara.

El día 27, el gabinete de Barak refrendó los parámetros con reservas, pero todas ellas estaban dentro de los parámetros, y por lo tanto sujetas a negociación inmediata. Era histórico: un gobierno israelí había aceptado que para que hubiera paz, debía existir un estado palestino en aproximadamente el 97 por ciento de Cisjordania, contando el intercambio territorial, y todo Gaza, donde Israel también tenía colonias. La pelota estaba en el campo de Arafat.

Yo llamaba a los demás líderes árabes diariamente para exhortarles a que presionaran a Arafat para que dijera que sí. Todos estaban muy impresionados por la afirmativa de Israel y me dijeron que creían que Arafat debía aceptar el trato. Yo no tenía manera de saber lo que le decían a él, aunque el embajador saudí, el príncipe Bandar, me dijo más tarde que él y el príncipe real Abdullah tenían la impresión clara de que Arafat estaría dispuesto a aceptar los parámetros.

El día 29, Dennis Ross se reunió con Abu Ala, al que todos respetábamos, para asegurarnos de que Arafat comprendía las consecuencias de rechazar los parámetros. Yo ya no estaría, ni Ross tampoco. Barak perdería las próximas elecciones frente a Sharon. Y Bush no querría tocar el tema después de que yo hubiera invertido tantos esfuerzos y fracasara.

Aún así, yo no podía creer que Arafat fuera a cometer un error tan monumental. El día anterior, anuncié que no viajaría a Corea del Norte para cerrar el acuerdo de prohibición de fabricación de misiles de largo alcance, afirmando que estaba convencido de que la próxima administración consumaría el acuerdo en base a la buena labor que se había llevado a cabo. Odiaba tener que dejar a un lado el final del programa de misiles de Corea del Norte. Habíamos detenido sus programas de plutonio y de pruebas de misiles y nos habíamos negado a negociar con ellos otros temas sin implicar a Corea del Sur, haciendo que Kim Dae Jung pudiera poner en práctica su «política del sol radiante». El valiente paso hacia el diálogo de Kim ofrecía más esperanzas para la reconciliación que en ningún otro momento posterior a la guerra de Corea, y acababan de concederle el Premio Nobel de la Paz por ello. Madeleine Albright había realizado un viaje a Corea del Norte y estaba convencida de que si yo iba, podíamos lograr el acuerdo sobre los misiles. Aunque quería dar el siguiente paso, sencillamente no podía arriesgarme a irme a viajar hacia la otra punta del mundo cuando estábamos tan cerca de la paz en Oriente Próximo, especialmente después de que Arafat me asegurara de que estaba ansioso por cerrar un trato y me había rogado que no fuera.

Además de Oriente Próximo y del presupuesto, durante los últimos treinta días se produjeron una sorprendente cantidad de acontecimientos. Celebré el séptimo aniversario de la Ley Brady con el anuncio que hasta la fecha había impedido a 611.000 delincuentes, fugitivos y acosadores comprar armas de fuego. Asistí al Día Mundial del SIDA en la universidad Howards con representantes de veinticuatro países africanos, y declaré que habíamos rebajado la tasa de mortalidad en más del 70 por ciento en Estados Unidos, aunque ahora nos quedaba mucho por hacer en Africa y otras zonas en donde se extendía velozmente. Desvelé el diseño de mi biblioteca presidencial, un largo y estrecho «puente hacia el siglo XXI» de acero y de vidrio que sobresalía por encima del río Arkansas. También anuncié un esfuerzo para incrementar la inmunización entre los niños de las áreas urbanas deprimidas, cuyas tasas de vacunación seguían muy por debajo de la media nacional. Firmé mi último veto contra una ley de reforma de las bancarrotas, que era mucho más dura con los deudores de ingresos bajos que con los más ricos, y emití severas regulaciones para proteger la privacidad de los historiales médicos. Saludé con alegría la decisión de India de mantener el alto el fuego en Cachemira, y la próxima retirada de tropas de Pakistán de la Línea de Control. Anuncié nuevas regulaciones para reducir las emisiones contaminantes de diesel procedente de camiones y autobuses. Junto con los criterios de emisiones para coches y 4×4 que habíamos aprobado hacía un año, la nueva reglamentación garantizaba que hacia finales de la década los nuevos vehículos serían un 95 por ciento más limpios que los que ahora estaban en circulación, impidiendo muchos miles de casos de enfermedades respiratorias y muertes prematuras.

Tres días antes de Navidad, concedí un indulto ejecutivo o conmutación de la pena a sesenta y dos personas. No había dado muchos indultos durante mi primer mandato y tenía ganas de recuperar el retraso. El presidente Carter había concedido 566 indultos en cuatro años, y el presidente Ford 409 en dos años y medio. El total del presidente Reagan ascendió a 406 en sus ocho años de mandato. El presidente Bush solo concedió 77, incluyendo los polémicos indultos para los implicados del caso IránContra y la liberación de Orlando Bosch, un cubano anticastrista al que el FBI creía culpable de varios asesinatos.

Mi filosofia sobre los indultos y la conmutación de sentencias, que desarrollé durante mi etapa de fiscal general y gobernador de Arkansas, era conservadora cuando se trataba de reducir las sentencias y progresista en la concesión de indultos por delitos no violentos, una vez la gente hubiera cumplido su pena y pasado un tiempo razonable después como ciudadanos respetuosos de la ley, aunque solo fuera para devolverles su derecho al voto.

Había una oficina de indultos en el Departamento de Justicia que revisaba las solicitudes y emitía recomendaciones. Yo las había recibido durante ocho años y había aprendido dos cosas: la gente del Departamento de Justicia se pasaba demasiado tiempo evaluando las solicitudes y casi siempre recomendaba denegarlas.

Yo comprendía por qué sucedía eso. En Washington todo era política y casi cada indulto era una polémica en potencia. Si uno era un funcionario civil, la única manera de no crearse problemas era decir no. La oficina de indultos del Departamento de Justicia sabía que no sufriría ninguna crítica por retrasarse en el estudio de los casos o por recomendar que no se concediera la solicitud. Así, una función constitucional otorgada al Presidente se estaba transfiriendo lentamente a los circuitos internos del Departamento de Justicia.

Durante los últimos meses, habíamos presionado a Justicia para que nos enviara más archivos, y lo estaban haciendo mejor. De las cincuenta y nueve personas que indulté y de las tres sentencias que conmuté, la mayoría era de gente que había cometido un error, cumplido la pena y luego se habían convertido en buenos ciudadanos. También emití indultos en los casos conocidos como «de las novias». Las mujeres implicadas habían sido arrestadas porque sus maridos o novios cometían un delito, generalmente relacionado con drogas. Eran amenazadas con largas penas, incluso si ellas no habían participado directamente en el crimen, a menos que testificaran en contra de sus parejas. Las que se negaban o no sabían lo suficiente como para resultar útiles se pasaban una larga temporada en prisión. En varios casos, los hombres en cuestión terminaron cooperando con los fiscales y recibieron penas más reducidas que las que les habían caído a las mujeres. Habíamos trabajado durante meses en casos parecidos, y yo había indultado ya a cuatro el verano anterior.

También indulté al ex presidente del Comité de Medios y Arbitrios, Dan Rostenkowski. Este había hecho mucho por su país y había pagado por sus errores. Archie Schaffer también recibió mi indulto; Archie era un ejecutivo de Tyson Foods que había quedado atrapado en la investigación Espy y se enfrentaba a una sentencia judicial de cárcel por violar una vieja ley que Schaffer ignoraba que existía, porque había realizado algunas gestiones organizando un viaje, como le habían ordenado, para que Espy fuera a un refugio de Tyson.

Después de las clemencias de Navidad, nos vimos invadidos con peticiones, muchas procedentes de gente enfadada por el retraso en los procesos regulares de evaluación. Durante las siguientes cinco semanas, estudiamos cientos de solicitudes, rechazamos otras tantas y terminamos concediendo 140, con lo cual mi total de indultos de mis ocho años de mandato subió a 456, de entre más de 7.000 peticiones de clemencia. Mis abogados de la Casa Blanca, Beth Nolan y Bruce Lindsey, y mi abogado de indultos, Meredith Cabe, revisaron tantas como pudieron, con información y autorización del Departamento de Justicia.

Algunas de las decisiones resultaron más sencillas, como los casos de Susan McDougal y Henry Cisneros, que habían sido terriblemente maltratados por los fiscales independientes. También era fácil tomar una determinación en los casos de las «novias», y en un gran número de peticiones rutinarias que probablemente deberían haberse concedido mucho tiempo antes. Una de ellas era un error basado en información inadecuada porque el Departamento de Justicia ignoraba que el hombre en cuestión estaba siendo investigado en otro estado. La mayoría de los indultos eran para gente con pocos medios que no tenía manera de abrirse paso en el sistema.

Los indultos más polémicos fueron los de Marc Rich y su socio, Pincus Green. Rich, un empresario adinerado, había abandonado Estados Unidos para instalarse en Suiza poco antes de ser acusado de delitos fiscales y otros cargos por presunta información falsa sobre el precio de ciertas transacciones de petróleo, con el fin de minimizar su pasivo. Hubo varios casos parecidos en los años ochenta, cuando una parte de la producción de petróleo estaba en régimen de control de precios, mientras que otra no, lo que invitaba a los granujas a subestimar sus ingresos o inflar los precios para sus clientes. Durante esa época, varias personas y compañías fueron acusadas de violar la ley, pero los individuos generalmente solo recibían cargos por delitos civiles. Era extremadamente raro que las acusaciones de delito fiscal se presentaran bajo el estatuto del crimen organizado, como les sucedió a Rich y a Green, y después de sus casos el Departamento de Justicia ordenó a los fiscales de todo el país que dejaran de hacerlo. Despues de la acusación, Rich se quedó en el extranjero, sobre todo en Israel y en Suiza.

El gobierno había permitido que el negocio de Rich siguiera funcionando una vez él aceptó pagar los 200 millones de dólares de multa, casi cuatro veces la cifra de los 48 millones de dólares de impuestos que según el gobierno había evadido. El profesor Marty Ginsburg, un experto fiscal y marido de la juez Ruth Bader Ginsburgh, y el profesor de Derecho de Harvard Bernard Wolfman habían revisado las transacciones en cuestión y llegaron a la conclusión de que las compañías de Rich habían realizado correctamente sus cálculos impositivos, lo que significaba que el propio Rich no debía ningún impuesto sobre las transacciones. Rich aceptó rechazar el estatuto de limitaciones para que el gobierno pudiera demandarle por lo civil como todos los demás acusados.

Ehud Barak me pidió tres veces que le indultara a causa de los servicios de Rich a Israel y su ayuda con los palestinos, y varias destacadas figuras israelíes de los dos partidos principales también me pidieron su liberación. Finalmente, el Departamento de Justicia dijo que no tenía objeciones y que se inclinaría por el indulto si eso coadyuvaba a nuestros intereses de política exterior.

La mayoría de la gente pensó que yo me equivocaba al conceder un indulto a un fugitivo rico cuya ex mujer me apoyaba y que había conservado a uno de mis antiguos abogados de la Casa Blanca en su equipo legal, junto con dos prominentes abogados republicanos. Rich también había sido representado recientemente por Lewis «Scooter» Libby, el jefe de gabinete del vicepresidente electo Cheney. Quizá cometiera un error, al menos por la forma en que dejé que el caso llegara a mis oídos, pero tomé la decisión basándome únicamente en la información. En mayo de 2004, el Departamento de Justicia aún no había demandado a Rich, un suceso sorprendente, pues es más fácil para el gobierno demostrar la culpabilidad del acusado en un caso civil que en uno penal.

Aunque más tarde me criticaron por algunos de los indultos que concedí, me preocupaban más los pocos que no concedí. Por ejemplo, pensé que el caso de Michael Milken planteaba serias dudas, a causa del excelente trabajo que había realizado sobre el cáncer de próstata cuando fue liberado de la prisión, pero el Departamento del Tesoro y la Comisión de Intercambio y Valores estaban firmemente en contra del indulto; afirmaban que enviaría una señal errónea en un momento en que trataban de poner en marcha unos criterios de comportamiento más restrictivos en el sector financiero.

Los dos casos que más lamenté rechazar fueron los de Webb Hubbell y Jim Guy Tucker. El caso de Tucker estaba en fase de apelación y Hubbell realmente había violado la ley y no había pasado tiempo fuera de la cárcel durante el período habitual antes de ser considerado candidato al indulto. Pero ambos habían sufrido el acoso de la oficina de Ken Starr por sus negativas a mentir. Ninguno de los dos hubiera tenido que pasar ni una fracción de lo que sufrieron si yo no hubiera sido elegido presidente, y ellos no hubieran caído en las zarpas de Starr. David Kendall y Hillary insistieron repetidas veces en que les indultara. El resto estaba muy en contra de la idea. Finalmente, cedí frente al duro juicio de mi equipo. Lo he lamentado desde entonces. Más tarde me disculpé con Jim Guy Tucker cuando le vi y haré lo mismo con Webb algún día.

Nuestras Navidades fueron como todas las demás, pero las saboreamos más a fondo porque sabíamos que serían las últimas que pasaríamos en la Casa Blanca. Yo disfruté más de esas últimas celebraciones y de la oportunidad de ver a tanta gente que había compartido nuestra etapa en Washington. Ahora observaba más detenidamente los ornamentos que Chelsea, Hillary y yo poníamos en nuestro árbol: las campanas, los libros, los platillos de Navidad, las medias, los dibujos y las figuritas de Santa Claus con las que llenamos la Sala Oval Amarilla. Me descubrí tomándome una pausa para pasear por todas las habitaciones del segundo y el tercer piso, para mirar más de cerca todas las pinturas y el mobiliario antiguo. Y finalmente logré que los ujieres de la Casa Blanca me proporcionaran la historia de todos los relojes de pie de la Casa Blanca, que utilicé a medida que los fui estudiando.

Los retratos de mis predecesores y de sus esposas adquirieron un nuevo significado cuando Hillary y yo comprendimos que dentro de poco también estaríamos entre ellos. Los dos escogimos a Simmie Knox para que nos pintara; nos gustaba el estilo verosímil de Knox, y sería el primer retratista afroamericano cuyo trabajo colgaría de las paredes de la Casa Blanca.

La semana después de Navidad firmé algunas leyes más y nombré a Robert Gregory el primer juez afroamericano del cuarto circuito del Tribunal de Apelaciones. Gregory estaba bien calificado, y Jesse Helms ya había bloqueado la entrada de un juez negro durante bastante tiempo. Era un nombramiento de «receso», que el presidente puede efectuar una vez al año, cuando el Congreso no está reunido en sesión. Apostaba a que el nuevo presidente no querría un Tribunal de Apelaciones completamente blanco en el sudeste.

También anuncié que con el presupuesto que acababa de entrar en vigor habría suficiente dinero como para reducir en seiscientos mil millones la deuda a lo largo de cuatro años, y que si seguíamos así estaríamos libres de deuda hacia el 2010, liberando casi doce centavos de cada dólar de los contribuyentes para rebajas fiscales o nuevas inversiones. Gracias a nuestra responsabilidad fiscal, los tipos de interés a largo plazo estaban, después de todo el crecimiento económico, un 2 por ciento más bajos que cuando tomé posesión del cargo, lo cual reducía el coste de las hipotecas, de los plazos de los coches, de los préstamos empresariales y de los créditos estudiantiles. Los bajos tipos de interés habían puesto más dinero en el bolsillo de la gente de lo que hubieran conseguido las rebajas fiscales.

Finalmente, el último día del año firmé el tratado por el que Estados Unidos se sumaba al Tribunal Penal Internacional. El senador Lott y la mayoría de senadores republicanos se oponían, temiendo que los soldados estadounidenses enviados al extranjero fueran arrastrados frente a un tribunal por motivos políticos. A mí eso también me había preocupado, pero la redacción del tratado había sido modificada de manera que me convencí de que no sucedería. Yo había estado entre los primeros dirigentes mundiales que reclamaron la creación de un tribunal internacional de crímenes de guerra, y pensaba que Estados Unidos debía apoyar la iniciativa.

Volvimos a saltarnos el fin de semana del Renacimiento ese año para que nuestra familia pudiera pasar el último Fin de Año en Camp David. A todo esto, aún no había recibido noticias de Arafat. El Día de Año Nuevo, le invité a venir a la Casa Blanca al día siguiente. Antes de venir, recibió al príncipe Bandar y al embajador de Egipto en su hotel. Uno de los ayudantes más jóvenes de Arafat nos contó que le habían presionado mucho para que aceptara los parámetros. Cuando Arafat vino a verme, me hizo un montón de preguntas sobre mi propuesta. Aceptaba que Israel se quedara con el Muro de las Lamentaciones, a causa de su significado religioso, pero se reafirmó en que los últimos dieciséis metros del Muro deberían quedar en manos palestinas. Le dije que estaba equivocado, que Israel tenía que conservar todo el muro para protegerse de la posibilidad de que alguien utilizara una entrada para adentrarse por debajo de él y dañar los restos de los templos que había debajo del Haram.

La Vieja Ciudad tiene cuatro distritos: el judío, el musulmán, el cristiano y el armenio. Se suponía que Palestina se quedaría con el musulmán y el cristiano, y que Israel obtendría los otros dos. Arafat argumentó que él debería quedarse con algunos bloques del distrito armenio porque había iglesias cristianas allí. No podía creer que realmente me estuviera hablando de esas cosas.

Arafat también trataba de esquivar la renuncia al derecho de retorno. Sabía que tenía que hacerlo, pero temía las críticas que le llegarían si cedía. Le recordé que Israel había prometido aceptar a algunos refugiados del Líbano cuyas familias habían vivido en lo que ahora era el norte de Israel durante cientos de años, pero que ningún líder israelí dejaría entrar a tantos palestinos en su territorio como para que llegaran a amenazar el carácter del estado judío, al cabo de unas pocas décadas, debido a la alta tasa de natalidad palestina. No habría dos estados de mayoría árabe en Tierra Santa; Arafat así lo había reconocido al firmar el acuerdo de paz de 1993, con su solución implícita de los dos estados.

Además, el acuerdo debían aprobarlo los ciudadanos israelíes en un referéndum. El derecho de retorno podía constituir un serio obstáculo para el acuerdo, y a mí ni se me ocurría pedirles a los israelíes que votaran por ello. Por otra parte, sí creía que los israelíes votarían por un acuerdo final en el marco de los parámetros que yo había establecido. Si había acuerdo, incluso cabía la posibilidad de que Barak volviera y ganara la reelección, aunque estaba muy por detrás de Sharon en las encuestas, con un electorado asustado por la Intifada y furioso por la negativa de Arafat a hacer las paces.

A veces me parecía que Arafat estaba confuso, y que no dominaba completamente los hechos. Durante algunos momentos, me pareció que quizá ya no estaba en su mejor momento, después de todos aquellos años pasando la noche en lugares distintos para esquivar las balas de los asesinos, todas las incontables horas en los aviones y las noches sin fin de conversaciones llenas de tensión. O quizá sencillamente no podía dar el último y definitivo paso que le llevaría de ser un revolucionario a convertirse en un hombre de estado. Se había acostumbrado a volar de un sitio a otro, obsequiando a los líderes mundiales con regalos de nácar hechos por los artesanos palestinos y apareciendo por televisión a su lado. Sería muy distinto si el final de la violencia apartaba a Palestina de los titulares, y en lugar de eso debía preocuparse de proporcionar trabajo, escuelas y servicios básicos a su país. La mayoría de la gente joven del equipo de Arafat quería que aceptara el acuerdo. Creo que Abu Ala y Abu Mazen también lo hubieran hecho, pero no querían enfrentarse a Arafat.

Cuando se fue, yo aún no tenía ni idea de lo que Arafat pensaba hacer. Su lenguaje corporal decía no, pero el trato era tan bueno que no podía creer que nadie fuera lo suficientemente imprudente como para dejarlo pasar. Barak quería que yo viajara a la región, pero yo quería que primero Arafat les dijera que sí a los israelíes en los grandes problemas que planteaban mis parámetros.

En diciembre, las partes se habían reunido en la base aérea de Bolling para unas conversaciones que no habían tenido éxito porque Arafat no quiso aceptar los parámetros que le colocaban en una situación complicada.

Por fin, Arafat aceptó ver a Shimon Peres el día 13, después de que Peres se hubiera reunido primero con Saeb Erekat. No sucedió nada. Como red de protección, los israelíes trataron de preparar una carta que contuviera el mayor grado de acuerdo posible con los parámetros, bajo la suposición de que Barak perdería las elecciones y que al menos ambas partes estarían obligadas a seguir un camino que podía desembocar en un acuerdo. Arafat ni siquiera aceptó eso, porque no quería que percibieran que estaba cediendo en nada. Las partes prosiguieron sus conversaciones en Taba, en Egipto. Estuvieron a punto, pero no lo lograron. Arafat jamás dijo que no; sencillamente no pudo decir que sí. El orgullo precede a la caída.

Justo antes de que dejara mi mandato, en una de las últimas conversaciones con Arafat, éste me agradeció todos mis esfuerzos y me dijo que yo era un gran hombre. «Señor presidente –le dije–, no soy un gran hombre. Soy un fracaso, y usted me ha convertido en eso.» Advertí a Arafat que la elección de Sharon sería su única responsabilidad, y que cosecharía las tempestades que ahora estaba sembrando.

En febrero de 2001, Ariel Sharon fue elegido primer ministro con una victoria arrolladora. Los israelíes habían decidido que si Arafat no aceptaba mi oferta, tampoco aceptaría nada más, y que si no tenían socio para la paz, era mejor que los dirigiera el más agresivo e intransigente que tuvieran. Sharon se instaló en una línea dura contra Arafat, y Ehud Barak y Estados Unidos le apoyarían en eso. Casi un año después de que yo dejara mi cargo, Arafat dijo que estaba dispuesto a negociar sobre la base de los parámetros que yo le había presentado. Al parecer, Arafat pensó que el tiempo de decidir –cinco minutos antes de la medianoche– había llegado finalmente. Su reloj llevaba parado mucho tiempo.

El rechazo de Arafat a mi propuesta después de que Barak la hubiera aceptado fue un error de dimensiones históricas. Sin embargo, muchos palestinos e israelíes siguen hoy comprometidos con la paz. Algún día llegará, y cuando suceda, el acuerdo final se parecerá mucho a las propuestas que salieron de las conversaciones de Camp David y de los seis largos meses posteriores.

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