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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 10)


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En un esfuerzo por aprovechar el impulso del momento, envié a Tony Lake y al subsecretario de Estado, Peter Tarnoff, a Europa (incluida Rusia) para que presentaran un acuerdo marco para la paz que Lake había desarrollado; por su parte, Dick Holbrooke dirigiría un equipo para realizar un último esfuerzo y negociar un fin al conflicto entre los bosnios y Milosevic, que declaraba que no tenía ningún control sobre los serbios de Bosnia, a pesar de que todo el mundo sabía que no podrían vencer sin su apoyo. Justo antes de que lanzáramos la ofensiva diplomática, el Senado siguió el ejemplo de la Cámara y aprobó levantar el embargo de armas. Yo veté la ley para dar una oportunidad a nuestra labor diplomática. Lake y Tarnoff despegaron inmediatamente para defender nuestro plan; luego, el 14 de agosto, se reunieron con Holbrooke para informar de que los aliados y los rusos se habían mostrado favorables a nuestras propuestas y que Holbrooke podía comenzar su misión de inmediato.

El 15 de agosto, después de una breve sesión informativa dirigida por Tony Lake en Bosnia, Hillary, Chelsea y yo nos fuimos de vacaciones a Jackson Hole, Wyoming, donde nos habían invitado a pasar unos días el senador Jay Rockefeller y su esposa, Sharon. Todos necesitábamos unas vacaciones y yo tenía muchas ganas de hacer excursiones y montar a caballo en las Grand Tetona; de hacer piragüismo en el río Snake; de visitar el Parque Nacional de Yellowstone para ver al Old Faithful, al búfalo, al alce y a los lobos que habíamos devuelto a la naturaleza y de jugar a golf a gran altura, porque la pelota va mucho más lejos. Hillary trabajaba en un libro sobre familias y niños y estaba deseando poder avanzar en su redacción en el luminoso y espacioso rancho de los Rockefeller. Hicimos todas esas cosas y algunas más, pero el recuerdo que nos quedó de nuestras vacaciones fue Bosnia y una gran tristeza.

El día en que mi familia salió para Wyoming, Dick Holbrooke partió hacia Bosnia acompañado de un equipo impresionante, en el que estaban Bob Frasure, Joe Kruzel, el coronel de las fuerzas aéreas Nelson Drew y el teniente general Wesley Clark, director de política estratégica de la Junta del Estado Mayor y un compatriota de Arkansas al que conocí en Georgetown, en 1965.

Holbrooke y su equipo aterrizaron en Split, una ciudad costera de Croacia, donde informaron al ministro de Asuntos Exteriores bosnio, Muhamed Sacirbey, de nuestros planes. Sacirbey era la elocuente cara pública de Bosnia en la televisión norteamericana, un hombre elegante y en forma que durante sus estudios en Estados Unidos había jugado al fútbol americano en la Universidad de Tulane. Hacía tiempo que trataba de conseguir que nuestro país se implicara más en los problemas de su acosada nación y estaba contento de que por fin ese momento hubiera llegado.

Tras Split, el equipo estadounidense fue a Zagreb, la capital de Croacia, a ver al presidente Tudjman. Luego volaron a Belgrado para reunirse con Slobodan Milosevic. Fue una reunión en la que no se avanzó en nada y en la que solo destacó que Milosevic se negara a garantizar la seguridad del avión de nuestro equipo contra los disparos de artillería serbobosnia si volaban desde Belgrado al aeropuerto de Sarajevo, la siguiente etapa de su viaje. Eso quería decir que tendrían que volar de vuelta a Split, desde donde se trasladarían en helicóptero hasta su lugar de destino. Desde allí conducirían durante dos horas hasta Sarajevo a través de la carretera del monte Igman, una ruta estrecha y sin pavimentar que no tenía barreras de seguridad en los bordes de los precipicios por donde pasaba y que era muy vulnerable a los ataques de los serbios, que ametrallaban regularmente a los vehículos de Naciones Unidas. Al negociador de la Unión Europea, Carl Bildt, le habían atacado cuando viajaba por aquella misma carretera apenas unas semanas atrás; había visto muchos vehículos destruidos en los barrancos entre Split y Sarajevo, algunos de los cuales simplemente se habían salido de la carretera.

El 19 de agosto, el día de mi cuarenta y nueve cumpleaños, comencé la mañana jugando a golf con Vernon Jordan, Erskine Bowles y Jim Wolfensohn, el presidente del Banco Mundial. Fue una mañana perfecta hasta que me enteré de lo sucedido en la carretera del monte Igman. Primero a través de las noticias y después a través de una emotiva llamada de Dick Holbrooke y Wes Clark, supe que nuestro equipo había partido hacia Sarajevo y que Holbrooke y Clark iban en un Humvee del ejército de Estados Unidos y Frasure, Kruzel y Drew les seguían en un transporte blindado de personal francés (TBP) pintado con el color blanco de Naciones Unidas. Cuando llevaban una hora de viaje, en la cima de un abrupto precipicio, la carretera cedió bajo el TBP, que se precipitó dando vueltas de campana por la ladera y estalló. Además de los tres miembros de nuestro equipo, transportaba a dos norteamericanos más y a cuatro soldados franceses. El TBP se había incendiado al prenderse la munición que transportaba. En un valiente intento de ayudar, Wes Clark se descolgó por la pared del precipicio con una cuerda atada a un tronco y trató de entrar en el vehículo en llamas para rescatar a los hombres que se hallaban atrapados dentro, pero este estaba demasiado dañado, casi al rojo vivo.

De todas formas, era demasiado tarde. Bob Frasure y Nelson Drew habían muerto durante la caída por el precipicio. Todos los demás consiguieron salir, pero Joe Kruzel no tardó en morir, a causa de sus heridas, al igual que uno de los soldados franceses. Frasure tenía cincuenta y tres años; Kruzel, cincuenta; Drew, cuarenta y siete; todos eran unos buenos funcionarios y unos patriotas, buenos hombres de familia que murieron demasiado jóvenes tratando de salvar las vidas de gente inocente que vivía muy lejos de Estados Unidos.

La semana siguiente, después de que los serbios dispararan con un mortero contra el corazón de Sarajevo y mataran a treinta y ocho personas, la OTAN empezó tres días de ataques contra las posiciones serbias. El 1 de septiembre, Holbrooke anunció que todas las partes se reunirían en Ginebra para iniciar negociaciones. Cuando los serbios de Bosnia se negaron a cumplir las condiciones de la OTAN, los ataques aéreos volvieron a empezar y continuaron hasta el día 14; por fin, Holbrooke logró que Karadzic y Mladic firmaran un acuerdo que pusiera fin al sitio de Sarajevo. Pronto comenzarían en Dayton, Ohio, las conversaciones de paz definitivas, que pondrían fin a la sangrienta guerra de Bosnia. Cuando se logró ese objetivo, el éxito fue en gran medida un homenaje a tres discretos héroes norteamericanos que no vivieron para ver el fruto de su trabajo.

Aunque las noticias de agosto estuvieron dominadas por Bosnia, continué peleándome con los republicanos por el presupuesto; señalé que un millón de norteamericanos habían perdido su cobertura médica durante el año anterior como consecuencia del fracaso de la reforma de la sanidad y decreté una limitación de los anuncios, de la promoción, de la distribución y del marketing para el tabaco dirigido a los adolescentes. La Administración de Fármacos y Medicamentos acababa de completar un estudio de catorce meses confirmando que los cigarrillos causaban adicción, eran perjudiciales y sus anuncios apuntaban descaradamente al público adolescente, entre el que cada vez había más fumadores.

El problema del tabaco entre los adolescentes era un hueso duro de roer. El tabaco es una droga adictiva legal en Estados Unidos; mata a gente y cuesta una cantidad exorbitante de dinero a la sanidad. Pero las compañías de tabaco son políticamente muy influyentes y los granjeros que cultivan la planta del tabaco son una parte importante del sistema económico, político y cultural de Kentucky y de Carolina del Norte. Los granjeros eran la cara amable del esfuerzo que hacían las compañías tabaqueras por aumentar sus beneficios enganchando a gente cada vez más joven a los cigarrillos. Yo creía que teníamos que hacer algo para frenarlas. Y lo mismo creía Al Gore, que había perdido a su querida hermana Nancy debido a un cáncer de pulmón.

El 8 de agosto conseguimos un avance en nuestros esfuerzos por eliminar los vestigios de los programas de armas de destrucción masiva de Irak cuando dos hijas de Sadam Husein y sus maridos desertaron a Jordania, donde el rey Hussein les ofreció asilo. Uno de los hombres, Hussein Kamel Hassan al-Majid, había dirigido los programas secretos de Sadam para conseguir armas de destrucción masiva y podía dar información muy relevante sobre las reservas de ADM que le quedaban a Irak. El volumen y la importancia de los datos que aportó contradecían lo que los altos cargos iraquíes habían dicho a los inspectores de Naciones Unidas. Cuando se les mostraron las pruebas, los iraquíes simplemente reconocieron que el yerno de Sadam decía la verdad y llevaron a los inspectores a los lugares que había identificado. Después de seis meses en el exilio, se indujo a los parientes de Sadam a regresar a casa. En un par de días, los dos yernos habían muerto. Su breve viaje a la libertad había dado a los inspectores de Naciones Unidas tanta información que se destruyeron más almacenes químicos y biológicos y equipos de laboratorio durante el proceso de inspecciones que durante la guerra del Golfo.

Agosto fue también un mes muy importante en el caso Whitewater. Kenneth Starr procesó a Jim y Susan McDougal y al gobernador Jim Guy Tucker por cargos que no tenían nada que ver con Whitewater; los republicanos del Senado y de la Cámara de Representantes celebraron audiencias durante todo un mes. En el Senado, Al D'Amato todavía intentaba probar que detrás de la muerte de Vince Foster había algo más que un suicidio provocado por una depresión. Arrastró al equipo y amigos de Hillary ante el comité para acosarles en los interrogatorios y atacarles con argumentos ad hominem. D'Amato fue especialmente desagradable con Maggie Williams y con su conciudadana neoyorquina Susan Thomases. El senador Lauch Faircloth fue todavía más lejos, y se burló de la idea de que Williams y Thomases pudieran haber hablado tantas veces por teléfono solo para compartir su dolor. En aquellos momentos, pensé que si de verdad Faircloth no podía comprender qué sentían era que toda su vida debía de ser un desierto de emociones. El hecho de que Maggie hubiera pasado dos veces por el detector de mentiras para confirmar la veracidad de sus declaraciones sobre qué había hecho durante los días siguientes a la muerte de Vince no disminuyó el acoso al que la sometieron D'Amato y Faircloth.

En el Comité Bancario de la Cámara de Representantes, el presidente Jim Leach se comportaba igual que D'Amato. Desde el principio se hizo eco de cualquier acusación, por vaga y disparatada que fuera, contra Hillary o contra mí; alegaba que habíamos ganado, y no perdido, dinero con el asunto Whitewater, que habíamos usado fondos del Madison Guaranty para gastos políticos y personales y que habíamos diseñado el fraude de David Hale a la Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa. Siguió prometiendo revelaciones «demoledoras» que nunca llegaron.

En agosto, Leach celebró una audiencia cuyo protagonista fue L. Jean Lewis, el investigador de la Corporación de Resolución de Fondos que nos había llamado a Hillary y a mí como testigos en una investigación poco antes de las elecciones de 1992. Cuando el Departamento de Justicia preguntó sobre la investigación de Lewis, Bush y el fiscal republicano de Arkansas, Charles Banks, dijeron que no había ningún caso contra nosotros, que solo se trataba de un intento de influir en las elecciones y que lanzar una investigación en aquellos momentos sería el equivalente a «conducta fiscal de mala fe».

Leach se refirió a Lewis como un funcionario «heroico» a quien habían desbaratado su investigación después de mi elección. De todas formas, antes de que comenzaran las audiencias, se hicieron públicos documentos que apoyaban nuestra versión, entre ellos una carta de Banks en la que se negaba a seguir investigando los cargos de Lewis porque había una ausencia total de pruebas, y telegramas internos y evaluaciones del Departamento de Justicia que decían que «no se ha encontrado ningún hecho que justifique la designación» de Hillary y de mí como testigos materiales. Aunque la prensa casi ignoró por completo aquel documento que refutaba a Lewis, las audiencias echaban chispas.

Cuando llegaron las audiencias de agosto y la última ronda de citaciones de Starr, yo ya me había acostumbrado a la rutina de tener que contestar preguntas de la prensa sobre Whitewater con el mínimo comentario público posible. Había aprendido, después de ver la cobertura que la prensa me había dado en el caso de los gays en el ejército, que si daba una respuesta suculenta a una pregunta sobre un tema en el que la prensa se hubiera obsesionado, aparecería en las noticias de la tarde y robaría espacio a las acciones que había hecho en interés de los ciudadanos ese día; los norteamericanos acabarían creyendo que me pasaba todo el tiempo defendiéndome en lugar de trabajar para ellos, cuando, de hecho, Whitewater me ocupó muy poco tiempo. En una escala del uno al diez, un siete en la economía era mucho mejor que un diez en Whitewater. Así, con la constante ayuda de mi equipo, que me lo recordaba diariamente, casi siempre me contuve, pero me costó mucho. Siempre he odiado el abuso de poder y, a medida que se sucedían las acusaciones falsas, se ignoraban las pruebas de nuestra inocencia y Starr perseguía a más gente inocente, a mí me hervía la sangre. Nadie podía estar tan enfadado como yo lo estaba sin hacerse daño a sí mismo. Me llevó algún tiempo comprenderlo.

Septiembre comenzó con un viaje memorable a Hawaii para conmemorar el cincuenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial, seguido por el viaje de Hillary a Pekín para dirigirse a la Cuarta Conferencia Mundial de Naciones Unidas sobre la Mujer. Hillary dio uno de los discursos más importantes de los ocho años de nuestra administración; afirmó que «los derechos humanos son los derechos de las mujeres» y condenó la excesivamente frecuente violación de los mismos por los que traficaban con mujeres, las convertían en prostitutas, las quemaban cuando pensaban que su dote era demasiado pequeña, las violaban en tiempos de guerra, las pegaban en sus casas o las sometían a mutilaciones genitales, abortos forzados o esterilización. El público respondió a su discurso poniéndose en pie y aplaudiendo. Había sabido conectar con mujeres de todo el mundo que sentían, sin lugar a dudas, que Estados Unidos estaba con ellas. Una vez más, a pesar del maltrato al que la sometía el caso Whitewater, Hillary había salido en defensa de una causa en la creía y de nuestro país. Yo me sentía muy orgulloso de ella. Los duros e injustos golpes que había tenido que soportar no habían podido ensombrecer el idealismo innato en ella del que me había enamorado hacía mucho tiempo.

Hacia mediados de mes, Dick Holbrooke había convencido a los ministros de Asuntos Exteriores de Bosnia, Croacia y Yugoslavia para que acordaran una serie de principios básicos como marco para resolver el conflicto bosnio. Mientras tanto, los ataques aéreos y con misiles de la OTAN seguían cayendo sobre las posiciones de los serbobosnios, y las victorias militares de los bosnios y los croatas redujeron el territorio controlado por los serbios del 70 al 50 por ciento, una cifra muy cercana a la necesaria para llegar a un acuerdo negociado.

El 28 de septiembre fue la culminación de un buen mes en política exterior, pues Yitzhak Rabin y Yasser Arafat acudieron a la Casa Blanca para dar el siguiente gran paso en el proceso de paz: la firma del acuerdo de Cisjordania, que ponía una considerable parte del territorio bajo control palestino.

El acontecimiento más significativo ocurrió lejos de las cámaras. Se dispuso que la ceremonia de firma tuviera lugar a mediodía, pero antes Rabin y Arafat se reunieron en la Sala del Gabinete para poner sus iniciales al anexo al acuerdo, tres copias que incluía veintiséis mapas distintos; en cada uno de ellos se reflejaba literalmente el resultado de miles de pactos que las partes habían alcanzado sobre carreteras, cruces, asentamientos y lugares sagrados. También me dijeron que pusiera mis iniciales en las páginas como testigo oficial. Cuando íbamos más o menos por la mitad, mientras estaba fuera respondiendo a una llamada, Rabin salió y dijo: «Tenemos un problema». En uno de los mapas Arafat había visto un tramo de carretera que estaba bajo control israelí, pero él estaba convencido de que las partes habían acordado entregarlo a los palestinos. Rabin y Arafat querían que les ayudara a resolver la disputa. Les llevé a mi comedor privado y comenzaron a hablar; Rabin decía que quería ser un buen vecino y Arafat replicaba que, como descendientes de Abraham, eran más bien primos. La interacción entre los dos viejos adversarios era fascinante. Sin decir palabra, me di la vuelta, salí de la habitación y los dejé juntos a solas por primera vez. Más tarde o más temprano tendrían que establecer una relación directa entre ellos, y aquel parecía el día adecuado para empezar.

A los veinte minutos se habían puesto de acuerdo en que el cruce que era objeto de la disputa debía ser para los palestinos. Puesto que el mundo estaba esperando la ceremonia y ya llegábamos tarde, no había tiempo para cambiar el mapa. En lugar de ello, Rabin y Arafat acordaron la modificación con un apretón de manos y luego firmaron los mapas que tenían ante ellos; se comprometieron legalmente con la atribución incorrecta de aquella carretera en disputa.

Fue un acto de confianza personal que poco tiempo atrás hubiera sido inconcebible. Y era arriesgado para Rabin. Algunos días después, con los israelíes divididos en dos bloques similares sobre el acuerdo de Cisjordania, Rabin sobrevivió a una moción de censura en el Knesset por un solo voto. Todavía estábamos en la cuerda floja, pero yo me sentía optimista. Sabía que la entrega del territorio respetaría aquel pacto sellado con un apretón de manos, y así fue. Fue ese apretón, incluso más que la firma oficial, lo que me convenció de que Rabin y Arafat sabrían encontrar la forma de llevar a buen puerto el proceso de paz.

El año fiscal acabó el 30 de septiembre y para entonces seguíamos sin tener un presupuesto. Cuando no estaba trabajando en Bosnia o en Oriente Próximo, me pasaba el mes entero viajando por todo el país y haciendo campaña contra los recortes que los republicanos proponían en Medicare y Medicaid, los cupones de comida, el programa de créditos estudiantiles directos y la iniciativa de poner cien mil policías más en las calles. Incluso proponían reducir la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta, lo que aumentaría la carga fiscal para las familias trabajadoras con menores ingresos, mientras pretendían, paralelamente, rebajar los impuestos de los norteamericanos más ricos. En casi todas las escalas de mi viaje subrayé que nuestra lucha no era sobre si debíamos equilibrar el presupuesto y reducir la carga que suponía un gobierno excesivamente grande, sino sobre la forma de hacerlo. La gran disputa versaba sobre qué responsabilidades debía asumir el gobierno federal por el bien común.

En respuesta a mis ataques, Newt Gingrich amenazó, si vetaba su ley de presupuesto, con subir el límite de la deuda y de esa forma poner a Estados Unidos en una situación de suspensión de pagos. Subir el límite de la deuda era una ley meramente técnica que reconocía lo inevitable: mientras Estados Unidos siguiera acumulando déficit, la deuda anual aumentaría y el gobierno tendría que vender más bonos para financiarla. Subir el límite de la deuda sencillamente daba al Departamento del Tesoro la autorización necesaria para hacerlo. Mientras los demócratas fueran mayoría, los republicanos podían emitir votos simbólicos contra la subida del límite de la deuda y pretender que no habían contribuido a que ello fuera necesario. Muchos republicanos de la Cámara jamás habían votado para subir el límite de la deuda y no les gustaba la idea de comenzar a hacerlo ahora, así que tenía que tomarme las amenazas de Gingrich muy en serio.

Si Estados Unidos suspendía pagos sobre su deuda, las consecuencias podían ser muy graves. En más de doscientos años, Estados Unidos nunca había dejado de pagar sus deudas. La suspensión de pagos haría que los inversores recelaran de nuestra fiabilidad. A medida que nos acercábamos al momento del enfrentamiento final, no podía negar que Newt tenía muy buenas cartas, pero yo estaba decidido a no dejarme chantajear. Si llevaba sus amenazas a sus últimas consecuencias, él también saldría perjudicado. La suspensión de pagos implicaba el riesgo de hacer subir los tipos de interés y, aunque fuera un pequeño aumento, añadiría cientos de miles de millones a los pagos de las hipotecas. Diez millones de norteamericanos tenían hipotecas de tipo variable ligadas a los tipos de interés federal. Si el Congreso no subía el límite de la deuda, la gente podía acabar pagando lo que Al Gore había llamado un «recargo Gingrich» en sus pagos mensuales de la hipoteca. Los republicanos se lo tendrían que pensar dos veces antes de dejar que Estados Unidos cayera en la suspensión de pagos.

Durante la primera semana de octubre, el Papa visitó Estados Unidos otra vez, y Hillary y yo fuimos a verle a la magnífica catedral gótica de Newark. Igual que habíamos hecho en Denver y en el Vaticano, Su Santidad y yo nos reunimos a solas y hablamos sobre todo de Bosnia. El Papa nos animó a perseverar en nuestros esfuerzos por la paz, y añadió una observación que me impresionó: dijo que el siglo XX había comenzado con una guerra en Sarajevo y ahora era mi labor evitar que acabase precisamente con otra, en aquella misma ciudad.

Cuando nuestra reunión terminó, el Papa me dio toda una lección sobre política. Salió de la catedral y se alejó hasta unos tres kilómetros de distancia, de modo que pudiera volver en su papamóvil, con el techo de cristal a prueba de balas, y saludar a la gente que abarrotaba las calles. Cuando llegó a la iglesia, la congregación ya estaba sentada. Hillary y yo estábamos en primera fila junto con los altos cargos estatales y municipales y algunos importantes católicos de Nueva Jersey. Las enormes puertas de roble se abrieron y dieron paso al pontífice; llevaba su resplandeciente sotana blanca con una capa blanca. La gente se puso en pie y comenzó a aplaudir. A medida que el Papa avanzaba por el pasillo central con los brazos abiertos para tocar las manos de la gente de los dos lados, el aplauso se convirtió en una aclamación con vítores y gritos de apoyo. Vi a un grupo de monjas que se habían puesto de pie sobre sus bancos y que gritaban como si fueran adolescentes en un concierto de rock. Cuando le pregunté a un hombre que tenía cerca quiénes eran, me dijo que eran carmelitas, miembros de una orden de clausura que vivía completamente apartada de la sociedad. El Papa les había dado una dispensa especial para que pudieran ir a la catedral. Sin duda sabía cómo conquistar a una multitud. Sacudí la cabeza y dije: «No me gustaría nada tener que presentarme contra este hombre a unas elecciones».

Al día siguiente de ver al Papa avanzamos mucho con Bosnia y anuncié que todas las partes se habían comprometido a declarar un alto el fuego. Una semana más tarde, Bill Perry anunció que un acuerdo de paz requeriría que la OTAN enviara tropas a Bosnia para asegurarse de su cumplimiento. Más todavía, puesto que nuestro deber de participar en las misiones de la OTAN estaba claro, no creía que para ello tuviéramos que pedir autorización al Congreso. Yo creía que Dole y Gingrich se sentirían aliviados de no tener que votar sobre la cuestión de Bosnia. Ambos eran internacionalistas que sabían qué debíamos hacer, pero había demasiados republicanos en ambas cámaras que no estaban nada de acuerdo con ellos.

El 15 de octubre, me reafirmé en mi decisión de acabar con la guerra de Bosnia y de exigir responsabilidades a aquellos que habían cometido crímenes de guerra. Fui a la Universidad de Connecticut con mi amigo el senador Chris Dodd para inaugurar el centro de investigación bautizado en honor de su padre. Antes de entrar en el Senado, Tom Dodd había sido fiscal en los juicios de Nuremberg. En mi discurso, di mi apoyo sin reservas a los tribunales para juzgar crímenes de guerra que existían en la antigua Yugoslavia y en Ruanda, a los que estábamos aportando dinero y personal, y apoyé el establecimiento de un tribunal permanente para que se enfrentara a los crímenes de guerra y a otras atrocidades que violaban los derechos humanos. Al final, la idea se materializó en el Tribunal Penal Internacional.

Mientras en Estados Unidos seguía enfrentándome con el problema de Bosnia, Hillary había vuelto a salir de viaje, esta vez por Latinoamérica. En la situación creada al final de la Guerra Fría, con Estados Unidos como única superpotencia militar, económica y política, todas las naciones pedían nuestra atención, y generalmente nos convenía dársela.

Pero no podía ir a todas partes, especialmente durante las peleas presupuestarias con el Congreso. Como consecuencia, Al Gore y Hillary realizaron un gran número de importantes viajes al extranjero. Allá donde iban, la gente sabía que hablaban en nombre de Estados Unidos y en el mío, y en cada viaje, sin excepción, contribuyeron a reforzar la posición de nuestro país en el mundo.

El 22 de octubre volé a Nueva York para celebrar el cincuenta aniversario de Naciones Unidas. Aproveché la ocasión para abogar por una mayor cooperación internacional en la lucha contra el terrorismo, la proliferación de armas de destrucción masiva, el crimen organizado y el narcotráfico. A principios de ese mismo mes, se declaró culpables al jefe Omar Abdel Rahman y a otros nueve imputados en el caso del atentado con bomba contra el World Trade Center, y no mucho antes Colombia había arrestado a muchos de los líderes del funestamente famoso cártel de Cali. En mi discurso esbocé un programa de trabajo que nos permitiría seguir adelante, firmemente asentados en estos éxitos. El plan requería una adhesión universal a la persecución del blanqueo de dinero, que se congelaran las cuentas y bienes de los terroristas y de los narcotraficantes –como ya había hecho con los cárteles colombianos–, que no hubiera ningún santuario para los miembros de grupos terroristas o del crimen organizado, que se acabara con los mercados grises que aportaban armas y documentos de identificación falsos a los terroristas y a los narcotraficantes, que se intensificaran los esfuerzos para destruir las cosechas de droga y para reducir la demanda, que se formase una red internacional para entrenar a agentes de policía y dotarles de la tecnología más avanzada, que se ratificara la Convención sobre Armas Químicas y que se reforzara la Convención sobre Armas Biológicas.

Al día siguiente, regresé a Hyde Park para mi novena reunión con Boris Yeltsin. Había estado enfermo y soportaba mucha presión en su país por parte de los ultranacionalistas a causa de la expansión de la OTAN y del papel agresivo que Estados Unidos estaba teniendo en Bosnia a expensas de los serbobosnios. El día anterior había pronunciado un discurso bastante duro ante Naciones Unidas, destinado principalmente a consumo interno, y pude ver que estaba muy agobiado.

Para hacer que se sintiera más cómodo, le acompañé a Hyde Park en mi helicóptero, para que pudiera admirar la belleza del paraje a lo largo del río Hudson en aquel suave día de otoño. Cuando llegamos, le acompañé al patio delantero de la vieja casa, con su amplia panorámica sobre el río, y allí charlamos un rato, sentados en las mismas sillas que Roosevelt y Churchill habían usado cuando el primer ministro visitó Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial. Luego le hice pasar al interior de la casa y le enseñé un busto de Roosevelt esculpido por un artista ruso; un cuadro de la indómita madre del presidente, obra del hermano del escultor y la nota manuscrita que Roosevelt había enviado a Stalin para informarle que se había fijado la fecha del día D.

Boris y yo pasamos la mañana hablando de su delicada situación política. Le recordé que había hecho todo lo que había podido para apoyarle, y le dije que, a pesar de que no estábamos de acuerdo en la expansión de la OTAN, trataría de ayudarle para que lo superara.

Después de comer volvimos a la casa a hablar sobre Bosnia. Las partes estaban a punto de venir a Estados Unidos a negociar lo que todos esperábamos que fuera un acuerdo definitivo, el éxito del cual dependía tanto de una fuerza multinacional dirigida por Naciones Unidas como de la participación de tropas rusas, que darían la garantía a los serbios de Bosnia de que se les iba a tratar con justicia. Finalmente, Boris aceptó enviar tropas. Dijo que, aunque no podían estar bajo el mando de la OTAN, estaría encantado de ponerlas bajo el mando de «un general norteamericano». Yo asentí, mientras se entendiera que sus tropas no interferirían de ningún modo con el mando y el control de la OTAN.

Lamentaba que Yeltsin tuviera tantos problemas internos. Era cierto que había cometido errores pero, a pesar de la enorme resistencia que había encontrado, pudo hacer que Rusia siguiera avanzando en la dirección correcta. Yo todavía creía que podía ganar las elecciones.

En la rueda de prensa posterior a nuestra reunión, dije que habíamos avanzado sobre Bosnia y que ambos presionaríamos para que se ratificase el tratado START II y cooperaríamos para lograr, en 1996, un tratado de prohibición completa de las pruebas nucleares. Era un anuncio de gran importancia, pero Yeltsin acaparó todo el protagonismo del acto. Dijo a la prensa que se iba de nuestra cumbre mucho más optimista de lo que había llegado, pues antes de que se celebrara todos los periodistas decían que la cumbre «iba a ser un desastre. Bien, ahora puedo decirles, por primera vez, que son ustedes los que son un desastre». Casi me caigo de la risa, y la prensa también se rió. Todo lo que pude decir como respuesta fue: «Asegúrense que atribuyen el comentario a la persona correcta». Yeltsin podía decir las cosas más rocambolescas y salir airoso de ello. No llego a imaginarme cómo habría contestado a todas las preguntas de Whitewater.

Octubre fue un mes relativamente tranquilo en el frente interior, a medida que la caldera del presupuesto se calentaba hasta llegar al punto de ebullición. A principios de mes, Newt Gingrich decidió no llevar a votación la ley sobre reforma de los grupos de presión y yo veté la ley de asignaciones presupuestarias. La ley de reforma de los grupos de presión requería que sus miembros informasen de sus actividades y les prohibía hacer regalos a los legisladores o pagarles viajes o comidas más allá de un modesto límite. Los republicanos estaban consiguiendo un montón de dinero de los grupos de presión aprobando leyes que reducían los impuestos, dando subsidios y eximiendo de las normas sobre medio ambiente a un amplio abanico de grupos de interés. Gingrich no veía ningún motivo para cambiar una situación que les beneficiaba. Veté la propuesta de ley de asignaciones presupuestarias porque, aparte de la ley de asignaciones para construcciones militares, era la única ley de presupuestos que el Congreso había aprobado en el nuevo año fiscal, y no creía justo que lo primero que hiciera el Congreso fuera asegurarse la propia financiación. No quería vetar la propuesta y había pedido a los dirigentes republicanos que la retuvieran hasta que hubiéramos aprobado algunas otras leyes presupuestarias, pero me la enviaron de todas formas.

Mientras la batalla presupuestaria continuaba, la secretaria de Energía, Hazel O'Leary, y yo recibimos un informe de mi Comité Asesor sobre Experimentos en Radiación Humana que detallaba los miles de experimentos que se habían realizado con seres humanos en universidades, hospitales y bases militares durante la Guerra Fría. La mayoría de ellos eran éticos, pero unos pocos no lo eran: en un experimento, los científicos inyectaron plutonio a dieciocho pacientes sin su conocimiento; en otro, los doctores expusieron a pacientes indigentes que sufrían de cáncer a dosis de radiación excesivas, sabiendo de antemano que no contribuirían a curar sus enfermedades. Ordené que se revisaran todos los procedimientos vigentes de experimentación, y me comprometí a buscar una compensación en todos los casos apropiados. La publicación de esta información, anteriormente secreta, formaba parte de una política de mayor transparencia que apliqué durante todo mi período en el cargo. Ya habíamos desclasificado miles de documentos de la Segunda Guerra Mundial, de la Guerra Fría y del asesinato de Kennedy.

Al final de la primera semana de octubre, Hillary y yo nos tomamos el fin de semana libre para volar a Martha's Vineyard y asistir a la boda de nuestra buena amiga Mary Steenburgen con Ted Danson. Éramos amigos desde la década de 1980, nuestros hijos habían jugado juntos desde pequeños y Mary se había deslomado por mí a lo largo y ancho del país en 1992. Me alegré cuando ella y Ted se enamoraron; su boda me permitió olvidar por un momento los momentos difíciles con Bosnia, Whitewater y la batalla presupuestaria.

A finales de mes, Hillary y yo celebramos nuestro vigésimo aniversario de boda. Le compré un bonito anillo de diamantes para conmemorar lo que era todo un hito en nuestras vidas y para compensarla porque cuando aceptó casarse conmigo yo no tenía suficiente dinero para comprarle un anillo de compromiso. A Hillary le gustaron mucho los pequeños diamantes a lo largo de la estrecha banda, y llevaba el anillo como recordatorio de que, a pesar de nuestros altibajos, seguíamos profundamente comprometidos el uno con el otro.

Cuarenta y cinco

El sábado 4 de noviembre comenzó bien. Las conversaciones de paz para Bosnia habían empezado tres días antes en la base de las fuerzas aéreas de Wright-Patterson, en Dayton, Ohio, y acabábamos de ganar una votación en el Congreso para que no se incluyeran en el presupuesto de la Agencia de Protección del Medio Ambiente (APM) diecisiete enmiendas contra el medio ambiente. Había grabado mi habitual discurso radiofónico de los sábados por la mañana, en el que arremetía contra los recortes que todavía seguían en el presupuesto de la APM, y el día transcurría con una tranquilidad y una paz poco habituales. Sin embargo, a las 3.25 de la tarde, Tony Lake llamó a la residencia para decirme que habían disparado contra Yitzhak Rabin cuando se marchaba de un gran mitin por la paz en Tel Aviv. El hombre que le había atacado no era un terrorista palestino, sino un joven estudiante de derecho israelí, Ygal Amir, que se oponía fervientemente a entregar Cisjordania, incluida la tierra ocupada por los asentamientos de colonos israelíes, a los palestinos.

Habían llevado rápidamente a Yitzhak al hospital y todavía no sabíamos si las heridas eran graves. Llamé a Hillary, que estaba arriba trabajando en su libro, y le conté lo que había pasado. Bajó y me abrazó mientras hablábamos de que Yitzhak y yo habíamos estado juntos apenas hacía diez días, cuando vino a Estados Unidos para entregarme el Premio Isaías de la Organización de Judíos Unidos. Fue una noche muy feliz. Yitzhak, que odiaba ponerse elegante, se presentó al acto de etiqueta con un traje oscuro y una corbata normal. Uno de mis ayudantes, Steve Goodin, le prestó una pajarita y yo se la ajusté antes de salir. Cuando Yitzhak me entregó el premio, insistió en que, como homenajeado, yo debía ponerme a su derecha, aunque el protocolo dictara que los líderes extranjeros se colocan a la derecha del presidente. «Hoy cambiamos el orden», dijo. Le contesté que quizá tuviera razón y debiéramos hacerlo ante la Organización de Judíos Unidos, pues probablemente «sean más tu público que el mío». Ahora esperaba contra todo pronóstico que pudiéramos volver a reírnos como aquella noche otra vez.

A los veinticinco minutos de su primera llamada, Tony volvió a llamar para decir que Rabin estaba muy grave, pero que no sabía nada más. Colgué el teléfono y le dije a Hillary que quería bajar al Despacho Oval. Después de hablar con mi equipo y de caminar por la habitación durante cinco minutos, decidí que quería estar solo, así que cogí un palo y unas cuantas bolas de golf y fui a practicar mi juego en el green en el Jardín Sur, donde recé a Dios para que no se llevara la vida de Yitzhak; golpeé la bola sin ánimo y esperé.

A los diez o quince minutos vi que se abría la puerta del Despacho Oval y que Tony Lake se acercaba por el camino de piedra. Por la expresión de su rostro supe que Yitzhak había muerto. Cuando Tony me lo dijo le pedí que preparara una declaración para que yo la leyera en público.

Durante los dos años y medio que habíamos trabajado juntos, Rabin y yo habíamos desarrollado una relación inusualmente íntima, basada en la franqueza, la confianza y una comprensión extraordinaria de las posiciones políticas y de la forma de pensar del otro. Nos habíamos hecho amigos de esa forma única en que la gente entabla amistad cuando se comparte una lucha por algo que se considera muy importante y bueno. Con cada encuentro, mi respeto por él fue en aumento. Cuando le mataron, había llegado a quererle como pocas veces he querido a ningún otro hombre. Supongo que en el fondo siempre supe que arriesgaba su vida por la paz, pero no podía imaginar que fuera a desaparecer y no tenía ni idea de qué querría o podría hacer en Oriente Próximo sin él. Abrumado por el dolor, regresé arriba para estar con Hillary un par de horas.

Al día siguiente Hillary, Chelsea y yo fuimos a la iglesia metodista Foundry con nuestros invitados de Little Rock, Vic y Susan Fleming, y su hija Elizabeth, una de las mejores amigas de Hillary en Arkansas. Era el día de Todos los Santos y el servicio estuvo lleno de evocaciones de Rabin. Chelsea y otra joven leyeron un fragmento del Éxodo que hablaba sobre cómo Moisés se había enfrentado a Dios en forma de arbusto ardiente. Nuestro pastor, Phil Wogaman, dijo que el lugar de Tel Aviv donde Rabin «entregó su vida se había convertido en un lugar sagrado».

Después de comulgar, Hillary y yo salimos de la iglesia y condujimos hasta la embajada israelí para ver al embajador y a la señora Rabinovich y firmar en el libro de condolencias, que estaba sobre una mesa en el salón Jerusalén de la embajada, junto con una gran fotografía de Rabin. Cuando llegamos, Tony Lake y Dennis Ross, nuestro enviado especial en Oriente Próximo, ya estaban allí, sentados y guardando un respetuoso silencio. Hillary y yo firmamos en el libro y luego nos fuimos a casa para prepararnos antes de volar a Jerusalén para el funeral.

Nos acompañaron los ex presidentes Carter y Bush, los principales líderes del Congreso y tres docenas más de senadores y miembros de la cámara de representantes, el general Shalikashvili, el ex secretario de Estado George Shultz y muchas importantes personalidades del mundo de los negocios. Tan pronto como aterrizamos, Hillary y yo fuimos a casa de los Rabin para ver a Leah. Tenía el corazón destrozado pero trataba de parecer fuerte por su familia y por su país.

Asistieron al funeral el rey Hussein y la reina Noor, el presidente Mubarak y otros líderes mundiales. Arafat quería ir, pero le convencieron de que no lo hiciera por el riesgo y porque su presencia en Israel podía ser conflictiva. Para Mubarak también era arriesgado asistir; recientemente había sobrevivido a un intento de asesinato, pero fue un riesgo que decidió tomar. Hussein y Noor estaban destrozados por la muerte de Rabin. Le querían de verdad y pensaban que era fundamental para el proceso de paz. Para. cada uno de sus interlocutores árabes, la muerte de Yitzhak fue un doloroso recordatorio de los riegos que también ellos estaban corriendo para conseguir la paz.

Hussein pronunció un panegírico magnífico; la nieta de Rabin, Noa Ben Artzi-Pelossof, que estaba cumpliendo entonces el servicio militar en el ejército israelí, conmovió al público al hablar con su abuelo: «Abuelito, eras la columna de fuego que iluminaba el campamento y ahora somos solo un campamento perdido en la oscuridad, y tenemos mucho frío». Cuando llegó mi turno de hablar, traté de que el pueblo de Israel continuara siguiendo a su líder caído. Aquella misma semana, los judíos de todo el mundo estudiaban el pasaje de la Torah en el que Dios ordena a Abraham que sacrifique a su amado hijo Isaac o Yitzhak. «Ahora Dios pone a prueba nuestra fe de un modo todavía más terrible, pues se ha llevado a nuestro Yitzhak. Pero la alianza de Israel con Dios por la libertad, la tolerancia, la seguridad y la paz… esa alianza debe permanecer. Esa alianza fue el trabajo de toda la vida del primer ministro Rabin. Ahora tenemos que convertirla en un legado que perdure.» Y terminé diciendo «Shalom, chaver».

De alguna forma, aquellas dos palabras, Shalom, chaver –Adios, amigo– supieron captar el sentimiento de los israelíes hacia Rabin. En mi equipo había gente judía que hablaba hebreo y que sabía lo que yo sentía por Rabin; todavía les estoy agradecido por aquella frase. Shimon Peres me dijo más adelante que chaver significa algo más que amistad; evoca la camaradería de las almas gemelas que luchan por una causa común. Pronto Shalom, chaver comenzó a aparecer en carteles y pegatinas de parachoques por todo Israel.

Tras el funeral celebré algunas reuniones con otros dirigentes en el hotel King David, con sus magníficas vistas sobre la Ciudad Antigua y luego volvimos a Washington. Eran casi las 4.30 de la madrugada cuando aterrizábamos en la base de las fuerzas aéreas en Andrews; los cansados viajeros salieron derrengados del avión e intentarían descansar cuanto pudieran antes de que la batalla por los presupuestos llegara a su fase final.

Desde que había comenzado el nuevo año fiscal el 1 de octubre, el gobierno había funcionado con una resolución de prórroga (RP), que autorizaba a financiar los diversos departamentos hasta que sus nuevos presupuestos se aprobaran. No era inusual que el año fiscal comenzara y el Congreso todavía no hubiera aprobado un par de leyes de asignación de fondos, pero ahora era el gobierno entero el que estaba en RP y la situación no tenía visos de solucionarse. En cambio, durante mis dos primeros años, el Congreso, dominado por los demócratas, había aprobado los presupuestos a tiempo.

Yo había ofrecido un plan para equilibrar el presupuesto en diez años, y luego para equilibrarlo en nueve, en 2004, pero los republicanos y yo todavía manteníamos posiciones muy alejadas sobre nuestros presupuestos. Todos mis expertos creían que los recortes del GOP en Medicare y Medicaid, en educación, en medio ambiente y en la rebaja fiscal del impuesto sobre la renta eran mayores de lo necesario para financiar sus reducciones de impuestos y alcanzar el equilibrio, incluso si se pretendía llegar a él en siete años. También teníamos distintas opiniones sobre las estimaciones de crecimiento de la economía, la inflación médica y los ingresos previstos. Cuando controlaban la Casa Blanca, los republicanos sobreestimaban los ingresos y subestimaban los gastos sistemáticamente. Yo estaba decidido a no caer en esa trampa; siempre había utilizado estimaciones conservadoras, lo 9ue nos habían permitido superar nuestros objetivos de reducción del déficit.

Ahora que controlaban el Congreso, los republicanos habían ido demasiado lejos en la dirección contraria; habían subestimado el crecimiento económico y los ingresos y habían exagerado el porcentaje de inflación en los costes médicos, incluso a pesar de que proponían que las organizaciones sanitarias eran el medio más seguro de reducir esa inflación. Su estrategia parecía la prolongación lógica del consejo que había dado William Kristol en su memorándum a Bob Dole, en el que le apremiaba a que bloqueara cualquier iniciativa en sanidad. Si conseguían reducir los fondos de Medicare, de Medicaid, de la educación y de la protección del medio ambiente, los norteamericanos de clase media verían menos beneficios por los impuestos que pagaban, lo que aumentaría su resentimiento al pagarlos y les haría ser todavía más receptivos a los cantos de sirena republicanos sobre los recortes de impuestos y a su estrategia de centrar las campañas en temas sociales y culturales que dividían profundamente a los ciudadanos, como el aborto, los derechos de los gays y las armas.

El director de presupuesto del presidente Reagan, David Stockman, había reconocido que su administración había incurrido voluntariamente en grandes déficits para crear una crisis que «matara de hambre» el presupuesto interno. Lo consiguieron en parte, financiando de forma deficitaria aunque no eliminando del todo las inversiones en nuestro futuro común. Ahora los republicanos de Gingrich trataban de utilizar un presupuesto equilibrado con expectativas poco razonables de ingresos y de gastos para acabar aquel trabajo que empezó la administración Reagan. Yo estaba decidido a detenerlos. Nos jugábamos el futuro de nuestro país.

El 10 de noviembre, tres días antes de que expirara la resolución de prórroga, el Congreso me envió un nuevo presupuesto con el que me arrojaba el guante: el precio de que el gobierno pudiera seguir funcionando era firmar una nueva RP que aumentaba las tarifas de Medicare en un 25 por ciento, reducía los fondos para educación y medio ambiente y debilitaba las leyes de medio ambiente.

Al día siguiente, justo una semana después del asesinato de Rabin, dediqué mi discurso radiofónico a los intentos republicanos de aprobar su presupuesto a través de la puerta trasera de la RP. Era el Día de los Veteranos, así que subrayé que ocho millones de los ancianos cuyas cuotas subirían eran veteranos. No había necesidad de imponer los recortes draconianos que proponía el GOP: las tasas combinadas del desempleo y la inflación estaban en sus valores mínimos de los últimos veinticinco años; el empleo en la administración federal como porcentaje del total de la fuerza laboral era el menor desde 1933, y el déficit estaba bajo. Yo todavía quería equilibrar el presupuesto, pero de una forma que fuera «coherente con nuestros valores fundamentales» y «sin amenazas y sin rencor partidista».

La noche del lunes, el Congreso finalmente aprobó la ampliación del límite de la deuda. Fue todavía peor que la RP, otro intento de pasar los recortes presupuestarios por la puerta trasera y de debilitar las leyes de protección del medio ambiente. La legislación también quitaba al secretario del Tesoro la flexibilidad en la gestión de los fondos, de la que había disfrutado desde los años de Reagan, para evitar suspensiones de pagos bajo circunstancias extraordinarias. Todavía peor, volvía a reducir el límite de la deuda al cabo de treinta días, con lo que, virtualmente, aseguraba una suspensión de pagos.

Gingrich amenazaba desde abril con paralizar al gobierno y poner a Estados Unidos en suspensión de pagos si yo no aceptaba su presupuesto. No sé si realmente quería hacerlo o si simplemente se había creído la imagen que había dado de mí la prensa durante mis primeros dos años en los que, a pesar de abrumadoras pruebas en sentido contrario, me había caracterizado como demasiado débil, demasiado dispuesto a abandonar mis compromisos y demasiado ansioso por pactar. Si fue así, debió haber prestado más atención a los hechos.

El 13 de noviembre, el día en que la RP que estaba en vigor expiraba a media noche, los negociadores trataron una vez más de resolver nuestras diferencias para evitar que el gobierno se paralizara. Dole, Gingrich, Armey, Daschle y Gephardt estuvieron presentes, al igual que Al Gore, Leon Panetta, Bob Rubin, Laura Tyson y otros miembros de nuestro equipo. La atmósfera ya era muy tensa cuando Gingrich comenzó la reunión quejándose de nuestros anuncios de televisión. En junio, habíamos iniciado una campaña, en estados cuidadosamente seleccionados, para subrayar los logros del gobierno, comenzando por la ley contra el crimen. Cuando el debate sobre el presupuesto se calentó, después del Día del Trabajo, emitimos unos anuncios nuevos que atacaban los recortes que proponían los republicanos, especialmente en Medicare y en Medicaid. Después de que Newt hablara durante un rato, Leon Panetta le recordó lacónicamente todas las cosas horribles que había dicho sobre mí en las elecciones de 1994: «Señor portavoz, usted no tiene las manos limpias».

Dole trató de calmar los ánimos, diciendo que no quería que el gobierno se paralizara. En ese punto, Dick Armey intervino para decir que Dole no hablaba por los republicanos de la Cámara de Representantes. Armey era un hombretón que siempre llevaba botas de vaquero y parecía vivir en un permanente estado de agitación. Lanzó una terrible diatriba sobre cómo los republicanos de la Cámara de Representantes estaban dispuestos a mantenerse fieles a sus principios, y sobre lo enfadado que estaba porque mis anuncios sobre los recortes en Medicare habían asustado a su anciana suegra. Le repliqué que no sabía nada de su suegra, pero que si los recortes republicanos se convertían en ley, un número muy elevado de ancianos se verían obligados a abandonar las residencias o a perder su atención sanitaria a domicilio.

Armey replicó bruscamente que si yo no me rendía, paralizarían el gobierno y mi presidencia habría acabado. Le devolví el golpe diciendo que nunca permitiría que su presupuesto se convirtiera en ley «ni siquiera si bajo al 5 por ciento en las encuestas. ¡Si quieren su presupuesto, tendrán que conseguir que otro ocupe esta silla!». No creo que nadie se sorprenda si digo que no llegamos a ningún acuerdo.

Después de la reunión, Daschle, Gephardt y mi equipo estaban eufóricos por la manera en que me había enfrentado a Armey. Al Gore dijo que le gustaría que todo el mundo en Estados Unidos me hubiera oído; solo objetó que debería haber dicho que no me importaría bajar aunque fuera al cero por ciento en las encuestas. «No, Al. Si bajamos al cuatro por ciento, me rindo.» Todos reímos, pero por dentro todavía teníamos un nudo en el estómago.

Veté tanto la RP como la ley de límite de la deuda y, al día siguiente a mediodía, gran parte de los servicios del gobierno federal cerraron sus puertas. Se envió a casi ochocientos mil trabajadores de vuelta a casa, lo que creó complicaciones a millones de norteamericanos que necesitaban que se gestionaran sus solicitudes de la Seguridad Social, sus subsidios para veteranos y sus créditos empresariales, o que debían recibir la visita del inspector en sus lugares de trabajo para que comprobara que eran seguros, o que querían que abrieran los parques nacionales para poder visitarlos o muchas cosas más. Tras los vetos, Bob Rubin tomó la inaudita decisión de retirar sesenta y un mil millones de nuestro fondo de jubilaciones para pagar nuestra deuda y evitar la suspensión de pagos durante un poco más de tiempo.

Como era de esperar, los republicanos trataron de culparme a mí del cierre. Tenía miedo de que lo lograran, puesto que no lo habían hecho nada mal cuando me echaron la culpa del enfrentamiento entre partidos en las elecciones de 1994. Pero el día 15, durante un desayuno con periodistas, el propio Gingrich me dio un respiro. Dio a entender que había hecho la RP todavía más dura porque le había menospreciado durante el vuelo de vuelta del funeral de Rabin por no haber hablado con él sobre el presupuesto y pidiéndole que abandonara el avión por la rampa trasera en lugar de por la delantera conmigo. Gingrich dijo: «Es una nimiedad pero creo que es humano… nadie te habla durante el viaje y además te dicen que bajes por la rampa de atrás… y te preguntas, ¿acaso no tienen modales?». Quizá debería haber discutido el presupuesto con él durante el viaje de vuelta, pero no podía pensar en otra cosa que no fuera el propósito de aquel triste viaje y el futuro del proceso de paz. De todas formas, estuve con el portavoz y con la delegación del congreso, como demostró una fotografía en la que aparecíamos Newt, Bob Dole y yo hablando en el avión. Y por lo que respecta a salir por la parte de atrás, mi equipo trataba de ser amable con ellos, pues era la salida que estaba más cerca de los coches que recogían a Gingrich y a los demás. Eran las cuatro y media de la madrugada y no había cámaras cerca. La Casa Blanca distribuyó la foto de nuestra conversación y la prensa se mofó de las quejas de Gingrich.

El día 16, en una conferencia de prensa, continué pidiendo a los republicanos que me enviaran una RP limpia y que comenzáramos las negociaciones presupuestarias de buena fe, a pesar de que amenazaban con enviarme otra propuesta con los mismos problemas que la precedente. La noche anterior había firmado la propuesta de ley de presupuesto del Departamento de Transporte, que era solo la cuarta de las trece que necesitábamos; tuve que cancelar mi viaje previsto a la cumbre de los dirigentes de la región de Asia y el Pacífico que iba a celebrarse en Osaka, Japón.

El 19 de noviembre hice un acercamiento a los republicanos y les dije que, en principio, trabajaría por un acuerdo para tener un presupuesto equilibrado en siete años pero que no aceptaría los recortes de impuestos y de gastos que proponía el GOP. La economía había continuado creciendo y el déficit había caído todavía más de lo esperado. Panetta, Alice Rivlin y nuestro equipo económico creían que estábamos en situación de alcanzar un equilibrio en siete años sin los brutales recortes que querían aprobar los republicanos. Firmé dos leyes de presupuesto más, para el legislativo y para el Departamento del Tesoro, el Servicio Postal y las actividades generales del gobierno. Con seis de las trece leyes firmadas, unos doscientos mil empleados federales, de los ochocientos mil que habían regresado a casa, volvieron al trabajo.

La mañana del 21 de noviembre, Warren Christopher me llamó desde Dayton para decirme que los presidentes de Bosnia, Croacia y Serbia habían llegado a un acuerdo para poner fin a la guerra de Bosnia. El acuerdo mantenía a Bosnia como un estado independiente formado por dos partes –la Federación Bosniocroata y la República Serbia de Bosnia– y solucionaba las disputas territoriales por las que había comenzado la guerra. Sarajevo seguiría siendo la capital de la nación y no se dividiría. El gobierno nacional tendría competencia exclusiva en asuntos exteriores, comercio, inmigración, nacionalidad y política monetaria. Cada una de las federaciones tendría su propio cuerpo de policía. Los refugiados podrían volver a casa y se garantizaría la libre circulación por todo el país. Habría una supervisión internacional del respeto a los derechos humanos y del entrenamiento de la policía, y aquellos a los que se acusaba de crímenes de guerra no podrían participar en la vida política. Un cuerpo internacional, bajo el mando de la OTAN, supervisaría la separación de las fuerzas y mantendría la paz mientras se pusiera en funcionamiento el acuerdo.

El plan de paz para Bosnia fue una victoria complicada y algunos puntos eran duros para ambas partes, pero ponía fin a cuatro años sangrientos que se habían cobrado más de doscientas cincuenta mil vidas y habían hecho que más de dos millones de personas tuvieran que abandonar sus hogares. Estados Unidos fue decisivo para impulsar la OTAN a ser más agresiva y para tomar la iniciativa diplomática final. Nuestros esfuerzos recibieron una gran ayuda con las victorias militares croatas y bosnias sobre el terreno y con el valiente y pertinaz rechazo de Izetbegovic y sus camaradas a rendirse ante la agresión serbia.

El acuerdo final era un homenaje a la habilidad de Dick Holbrooke y su equipo de negociadores; a Warren Christopher, quien en los momentos críticos fue determinante para mantener a los bosnios en las negociaciones y para que se cerrara el trato; a Tony Lake, que concibió inicialmente el proyecto y convenció a nuestros aliados y quien, junto con Holbrooke, presionó para que las conversaciones finales tuvieran lugar en Estados Unidos; a Sandy Berger, que había presidido las reuniones del comité de adjuntos, quienes mantuvieron a la gente informada de lo que estaba sucediendo durante el operativo de seguridad nacional sin permitir, en cambio, que interfirieran; y a Madeleine Albright, quien apoyó de forma elocuente nuestra postura agresiva en Naciones Unidas. La selección de Dayton y de la base Wright-Patterson de las fuerzas aéreas demostró haber sido un gran acierto. El lugar fue cuidadosamente escogido por el equipo negociador. Estaba en Estados Unidos, pero lo suficientemente lejos de Washington para que no hubiera filtraciones, y las instalaciones permitían el tipo de «conversaciones de proximidad» que facilitaron a Holbrooke y a su equipo negociar los detalles más difíciles.

El 22 de noviembre, después de 21 días de aislamiento en Dayton, Holbrooke y sus colaboradores vinieron a la Casa Blanca a recibir mis felicitaciones y a hablar sobre cuáles debían ser nuestros siguientes pasos. Todavía teníamos mucho trabajo por delante para defender el acuerdo ante el Congreso y para convencer al pueblo norteamericano de que era buena idea; pues, según las últimas encuestas, estaban orgullosos de que se hubiera alcanzado el acuerdo de paz, pero todavía se oponían de forma abrumadoramente mayoritaria a que se enviaran tropas estadounidenses a Bosnia. Después de que Al Gore abriera la reunión diciendo que hasta el momento las declaraciones de los militares no habían sido demasiado útiles, le dije al general Shalikashvili que sabía que apoyaba nuestra implicación en Bosnia, pero que muchos de sus subordinados seguían mostrándose indecisos. Al y yo habíamos preparado nuestros comentarios para enfatizar que había llegado el momento de que todo el gobierno, no solo las fuerzas armadas, se atuviera al programa. Lo logramos.

Algunos importantes miembros del Congreso ya apoyaban firmemente nuestra postura, especialmente los senadores Lugar, Biden y Lieberman. Otros nos apoyaban con matices; querían una «estrategia de salida» clara. Para ir sumando yotos, invité a miembros del Congreso a la Casa Blanca, mientras enviábamos a Christopher, Perry, Shalikashvili y Holbrooke al Capitolio. Era un reto complicado, incluso aún más si cabe porque todavía estaba sobre la mesa el debate sobre el presupuesto. El gobierno seguía activo por el momento pero los republicanos amenazaban con paralizarlo de nuevo el 15 de diciembre.

El 27 de noviembre expuse al pueblo norteamericano mis argumentos para que Estados Unidos se implicara en Bosnia. Desde el Despacho Oval, dije que los miembros de nuestra diplomacia habían conseguido cerrar los acuerdos de Dayton y que se había solicitado la presencia de nuestras tropas, no para luchar, sino para ayudar a las partes a aplicar el plan de paz, que servía a nuestros intereses estratégicos e impulsaba la causa de nuestros valores fundamentales.

Puesto que otras veinticinco naciones ya habían acordado participar en una fuerza de sesenta mil soldados, solo un tercio de las tropas serían norteamericanas. Me comprometí a que intervinieran con una misión clara, limitada y realizable y a que estuvieran bien entrenadas y fuertemente armadas, para minimizar los riesgos de bajas. Tras el discurso estaba convencido de que había dado los mejores argumentos posibles para que cumpliéramos con nuestra responsabilidad de dirigir las tropas de la paz y de la libertad; esperaba haber conmovido suficientemente a la opinión pública para que al menos el Congreso no tratara de impedir que enviara las tropas.

Además de las razones que había formulado en mi discurso, dar la cara por los bosnios tenía otro importante beneficio para Estados Unidos: demostraría a los musulmanes de todo el mundo que nuestro país se preocupaba por ellos, respetaba el Islam y les apoyaría si abandonaban el terrorismo y optaban por la paz y la reconciliación.

El 28 de noviembre, después de firmar una propuesta de ley para financiar con más de cinco mil millones de dólares proyectos que incluyeran mi política de «tolerancia cero» con el alcohol para conductores menores de veintiún años, partí hacia el Reino Unido e Irlanda para impulsar otra importante iniciativa de paz. A pesar de que toda la actividad que desarrollamos en Oriente Próximo y en Bosnia y de las discusiones sobre el presupuesto, habíamos continuado trabajando en la cuestión de Irlanda del Norte. En vísperas de mi viaje, gracias a nuestra insistencia, los primeros ministros Major y Bruton anunciaron un nuevo paso adelante en el proceso de paz de Irlanda del Norte: una iniciativa de «vías paralelas» que contemplaba conversaciones por separado sobre el decomiso de las armas y la solución de los temas políticos. Se invitaría a todas las partes, incluso al Sinn Fein, a participar en las conversaciones; las supervisaría un tribunal internacional que George Mitchell había aceptado presidir. Era bonito viajar en un avión con destino a las buenas noticias.

El día 29 me reuní con John Major y hablé en el Parlamento; agradecí a los británicos su apoyo al proceso de paz de Bosnia y su disposición a adoptar un papel importante en las fuerzas de la OTAN. Para felicitar a Major por su búsqueda de la paz en Irlanda del Norte cité la preciosa frase de John Milton: «La paz tiene sus victorias, no menos reconocidas que las de la guerra». También conocí al joven e impresionante líder de la oposición, Tony Blair, que estaba haciendo resucitar al Partido Laborista con un enfoque bastante parecido al que nosotros habíamos tomado desde el CLD. Mientras tanto, en Estados Unidos, los republicanos habían cambiado de opinión sobre la ley de reforma de los grupos de presión y la Cámara la aprobó sin un solo voto en contra por 421 a O.

Al día siguiente volé a Belfast; era el primer presidente de Estados Unidos que visitaba Irlanda del Norte. Fue el principio de los dos mejores días de mi presidencia. De camino al aeropuerto había gente ondeando banderas norteamericanas y dándome las gracias por trabajar para la paz. Cuando llegué a Belfast hice una parada en Shankill Road, el epicentro del Unionismo Protestante, donde habían muerto diez personas por una bomba del IRA en 1993. Lo único que la mayor parte de los protestantes sabía sobre mí era que le había concedido un visado a Adams. Yo quería que, además, supieran que estaba trabajando para conseguir una paz que también fuera justa para ellos. Mientras compraba unas flores, manzanas y naranjas en una tienda local, hablé con algunas personas y estreché la mano a otras.

Por la mañana hablé a los empleados y al público en Mackie International, una empresa de manufacturas textiles que daba empleo tanto a católicos como a protestantes. Después de que me presentaran a dos niños que querían la paz, uno protestante y el otro católico, pedí a la gente que escuchara a los niños: «Solo ustedes pueden decidir entre la división y la unidad, entre una vida difícil y la esperanza». El lema del IRA era «Llegará nuestro día». Insistí a los irlandeses en que les dijeran a aquellos que se aferraban a la violencia que «Ustedes son el pasado, sus días han terminado».

Después me detuve en la carretera de Falls, el centro de la comunidad católica de Belfast. Visité una panadería y comencé a estrechar manos a una multitud cada vez mayor. Uno de ellos era Gerry Adams. Le dije que estaba leyendo The Street, su libro de relatos sobre Falls, y que me había ayudado a entender mejor por lo que habían tenido que pasar los católicos. Fue nuestra primera aparición en público juntos e hizo patente que su implicación en el proceso de paz era profunda. La entusiasta multitud que se reunió a nuestro alrededor estaba obviamente complacida con el curso de los acontecimientos.

Por la tarde, Hillary y yo fuimos en helicóptero a Derry, la ciudad más católica de Irlanda del Norte y el lugar en que había nacido John Hume. Veinticinco mil personas abarrotaban la plaza Guildhall y las calles que confluían en ella. Después de que Hume me presentara, hice a la gente una pregunta muy simple: «¿Ustedes son el tipo de personas que se define por aquello a lo que se opone o por aquello de lo que está a favor? ¿Se definirán en términos de qué no son o de qué sí son? Ha llegado el momento de que los pacificadores triunfen en Irlanda del Norte, y Estados Unidos les ayudará en su empeño».

Hillary y yo acabamos el día volviendo a Belfast para asistir al encendido oficial del árbol de Navidad de la ciudad, justo al lado del ayuntamiento, ante un público de unas cincuenta mil personas, que se entusiasmaron al son de «Oh, my mama told me there'll be days like this», la canción de Van Morrison, que también había nacido en Irlanda del Norte. Hablamos los dos; ella comentó los miles de cartas que habíamos recibido de niños que nos contaban su esperanza de que hubiera paz, y yo cité una escrita por una niña de catorce años del condado de Armagh: «Ambos bandos han sufrido. Ambos bandos deben perdonar». Terminé mi intervención diciendo que para Jesús, cuyo nacimiento celebrábamos, «no había palabras más importantes que estas: "Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la Tierra"».

Después del encendido del árbol, asistimos a una recepción a la que estaban invitados los líderes de todos los partidos. Incluso vino el reverendo Ian Paisley, el exaltado dirigente del Partido Unionista Democrático. Aunque se negó a estrechar la mano de los dirigentes católicos, le encantó tener la oportunidad de comentarme los muchos errores de mi conducta. Tras estar unos minutos soportando sus diatribas me di cuenta de que los dirigentes católicos se habían llevado la mejor parte en el trato con Paisley.

Hillary y yo nos marchamos de la recepción para pasar la noche en el hotel Europa. En ese primer viaje a Irlanda, incluso la elección de nuestro hotel fue simbólica. Hubo un atentado en el Europa en la época de la confrontación armada, pero ahora era tan seguro que incluso el presidente de Estados Unidos podía alojarse allí.

Fue el final perfecto para un día en el que incluso conseguimos avanzar en política interior, pues firmé la ley del presupuesto del Departamento de Defensa, en la que los líderes del congreso habían incluido la financiación para nuestro despliegue de tropas en Bosnia. Dole y Gingrich lo habían aceptado, a cambio de introducir unos miles de millones de dólares para gastos suplementarios que incluso el Pentágono estimaba innecesarios.

A la mañana siguiente volamos hacia Dublín; las calles estaban abarrotadas de una multitud todavía más entusiasta que la que habíamos visto en el norte. Hillary y yo nos reunimos con la presidenta Mary Robinson y el primer ministro Bruton, luego fuimos a un lugar junto al Banco de Irlanda, en el Trinity College Green, donde hablé ante cien mil personas que me jaleaban mientras agitaban banderas irlandesas y norteamericanas. En ese momento ya se habían unido a nosotros un gran número de congresistas de ascendencia irlandesa, así como también el secretario Dick Riley y el director de los Cuerpos de Paz, Mark Gearan; los alcaldes de origen irlandés de Chicago, Pittsburgh y Los Angeles; mi propio padrastro irlandés, Dick Kelley, y el secretario de Comercio Ron Brown, que había trabajado junto con mi asesor, Jim Lyons, en nuestras iniciativas económicas para Irlanda del Norte y que se burlaba de nosotros diciendo que él era un «irlandés negro». Una vez más, pedí a la gente que diera un ejemplo que asombrara al mundo.

Cuando el acto finalizó, Hillary y yo entramos en el majestuoso Banco de Irlanda para conocer a Bono, a su mujer, Ali, y a los demás miembros del grupo de rock irlandés U2. Bono era uno de los grandes defensores del proceso de paz y por mis esfuerzos me dio un regalo que sabía que yo apreciaría: un libro de las obras de teatro de William Butler Yeats firmado por el autor y por el propio Bono, que escribió, irreverentemente: «Bill, Hillary, Chelsea –este tipo escribió algunos poemas muy buenos– Bono y Ali». Los irlandeses no son precisamente famosos por su tendencia a la descripción mesurada y comedida, pero Bono batía todos las marcas.

Salí de College Green para dirigirme al parlamento irlandés, donde les recordé que todos nosotros debíamos hacer más para que los ciudadanos corrientes irlandeses notaran los beneficios de la paz. Como dijo Yeats: «Demasiado sacrificio puede convertir en piedra el corazón».

Luego fui al pub Cassidy, al que habíamos invitado a algunos de mis parientes lejanos por parte de mi abuelo materno, cuya familia procedía de Fermanagh.

Henchido de sentimiento irlandés, fui del pub a la residencia del embajador, donde Jean Kennedy Smith había organizado una breve reunión con el jefe de la oposición, Bertie Ahern, quien pronto se convertiría en primer ministro y en mi nuevo compañero en el viaje hacia la paz. También conocí a Seamus Heaney, el poeta galardonado con el premio Nobel al que yo había citado en Derry el día anterior.

A la mañana siguiente volé para visitar a nuestras tropas en Alemania; tenía la sensación de que mi viaje había hecho cambiar la mentalidad en Irlanda. Hasta entonces, los defensores de la paz tenían que defender sus ideas ante los escépticos mientras que a sus adversarios les bastaba con decir no. Después de aquellos dos días, eran los que se oponían a la paz los que tenían que explicarse.

En Baumholder, el general George Joulwan, el comandante de la OTAN, me informó sobre el plan militar y me aseguró que la moral de las tropas que iban a Bosnia era muy alta. Me reuní brevemente con Helmut Kohl para agradecerle su compromiso de enviar a cuatro mil soldados alemanes, y luego volé a España para darle las gracias al presidente Felipe González, el presidente de turno de la Unión Europea, por el apoyo de Europa. También reconocí el buen hacer del nuevo secretario general de la OTAN, el ex ministro de Asuntos Exteriores español, Javier Solana, un hombre extraordinariamente capaz y agradable que inspiraba mucha confianza a todos los líderes de la OTAN, por grandes que fueran sus egos.

Tres días después de que regresara a Estados Unidos, veté la propuesta de ley para la reforma de los litigios por valores privados, pues iba demasiado lejos al impedir el acceso a los tribunales a los inversores inocentes que habían sido víctimas de fraudes de valores. El Congreso anuló mi veto, pero en 2001, cuando se desataron todos los problemas de Enron y WorldCom, supe que había hecho lo correcto. También veté otro presupuesto republicano. Habían realizado algunos cambios para intentar que fuera más difícil vetarlo, pues incluía su reforma de la asistencia social, pero todavía recortaba la sanidad y la educación, subía los impuestos a los trabajadores con menos ingresos y relajaba las reglas que impedían que se usaran los fondos de las pensiones para fines no relacionados con estas, menos de un año después de que el Congreso dominado por los demócratas hubiera estabilizado el sistema de pensiones.

Al día siguiente presenté mi propio plan presupuestario para conseguir el equilibrio en siete años. Los republicanos lo rechazaron porque no aceptaba todas sus estimaciones de gastos e ingresos. Teníamos unas expectativas que, pasados siete años, diferían en trescientos mil millones de dólares, lo que tampoco era una cifra excesivamente elevada en un presupuesto de 1,6 billones de dólares. Yo confiaba que al final lograríamos llegar a un acuerdo, aunque quizá sería necesario volver a paralizar el gobierno para lograrlo.

A mediados de mes, Shimon Peres vino a verme, por primera vez en calidad de primer ministro, para reafirmar la intención de Israel de entregar Gaza, Jericó, otras ciudades grandes y cuatrocientas cincuenta aldeas de Cisjordania a los palestinos hacia Navidad, y para liberar al menos a otros mil prisioneros palestinos antes de las siguientes elecciones en Israel. También hablamos sobre Siria; lo que me contó Shimon me animó a llamar al presidente Assad y pedirle que viera a Warren Christopher.

El día 14 volé a París para asistir allí a la firma del tratado que ponía fin a la guerra de Bosnia. Me reuní con los presidentes de Bosnia, Croacia y Serbia y fui con ellos a una cena que nos ofreció Jacques Chirac en el palacio del Elíseo. Slobodan Milosevic se sentó justo enfrente de mí y hablamos durante un buen rato. Era un hombre inteligente, elocuente y cordial pero tenía la mirada más fría que jamás había visto. También era un paranoico. Me dijo que estaba seguro de que la muerte de Rabin se había debido a una traición en su servicio de seguridad. Luego me dijo que todo el mundo sabía que también era lo que le había pasado al presidente Kennedy, pero que nosotros, los estadounidenses, lo «habíamos logrado encubrir». Después de estar un rato con él, dejó de sorprenderme que apoyara las atrocidades en Bosnia; tuve la impresión de que no pasaría mucho tiempo antes de que volviéramos a enfrentarnos.

Cuando regresé a Estados Unidos me encontré de nuevo con la batalla presupuestaria. Los republicanos paralizaron el gobierno otra vez y desde luego no parecía que se acercara la Navidad, aunque ver a Chelsea bailar en El cascanueces me animó considerablemente. Esta vez el cierre fue bastante menos grave porque unos quinientos mil empleados federales a los que se consideraba «esenciales» permanecieron en su puesto sin sueldo hasta que el gobierno reabriera sus puertas. Pero seguían sin pagarse los subsidios a los veteranos y a los niños pobres. No fue un gran regalo para el pueblo norteamericano.

El día 18 veté dos propuestas presupuestarias más, una del Departamento de Interior y la otra del Departamento de Asuntos de los Veteranos y Vivienda y Desarrollo Urbano. Al día siguiente firmé la Ley de Transparencia de los Grupos de Presión, después de que los republicanos de la Cámara dejaran de oponerse a ella, y veté una tercera ley de asignaciones para los departamentos de Comercio, Estado y Justicia. Era realmente inverosímil: eliminaba el programa COPS a pesar de que existían pruebas clarísimas de que cuanta más policía había haciendo la ronda menos delitos se cometían; eliminaba todos los tribunales de drogas, como los que había impulsado Janet Reno cuando era fiscal, y que reducían el crimen y la adicción a las drogas; eliminaba el Programa de Tecnologías Avanzadas del Departamento de Comercio, que muchos empresarios republicanos apoyaban porque les ayudaba a ser más competitivos, y recortaba drásticamente la financiación de la asistencia letrada para los pobres y para actividades en el extranjero.

Hacia Navidades ya llevaba pensando durante algún tiempo que, si nos hubieran dejado entendernos entre nosotros, el senador Dole y yo podríamos haber resuelto el impás presupuestario de forma bastante rápida, pero Dole tenía que ir con cuidado. Se presentaba a presidente y el senador Phil Gramm, con una retórica similar a la de Gingrich, se presentaba contra él en las primarias republicanas, en las que el electorado está mucho más a la derecha que el país en general.

Después de las vacaciones de Navidad, veté otra propuesta de ley presupuestaria más, la Ley de Autorización de la Defensa Nacional. Esta fue complicada porque la legislación incluía un aumento de paga para los militares y una subida del complemento para que pudieran costearse la vivienda; dos medidas que yo apoyaba vehementemente. Sin embargo, consideré que tenía que vetar la ley porque también disponía el despliegue completo de un sistema de defensa nacional con misiles hacia 2003, mucho antes de que se pudiera desarrollar un sistema que funcionara y mucho antes de que fuera a ser necesario; más aún, esa medida violaría los compromisos que habíamos adquirido en el tratado ABM y haría más difícil que Rusia aplicara el START I y ratificara el START II. La propuesta de ley también restringía la capacidad del presidente para desplazar tropas en caso de emergencia e interfería demasiado con importantes prerrogativas de gestión del Departamento de Defensa, incluidas sus actividades para evitar el peligro de las armas de destrucción masiva siguiendo el programa Nunn-Lugar. Ningún presidente responsable, ni demócrata ni republicano, podía permitir que una propuesta como esa se convirtiera en ley.

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