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Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 9)


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El salario mínimo era uno de los temas preferidos de la mayor parte de los demócratas, pero gran número de republicanos se oponía a subirlo; afirmaban que hacerlo costaba empleos, pues aumentaba los costes de las empresas. Existían pocas pruebas documentales de su posición. De hecho, recientemente, algunos jóvenes economistas especializados en el trabajo habían llegado a la conclusión de que una subida moderada del salario mínimo quizá podía tener como consecuencia un modesto aumento –y no una disminución– del empleo. Hacía poco tiempo, había visto por televisión una entrevista a una trabajadora que cobraba el salario mínimo en una empresa del sudoeste de Virginia. Cuando le preguntaron acerca de los rumores de que el aumento quizá empujaría a su empleador a despedirla a ella y a otros compañeros, e invertir más en maquinaria, la mujer sonrió y respondió: «Cariño, me arriesgaré».

Durante la cuarta semana de febrero, Hillary y yo fuimos en visita oficial de dos días a Canadá, donde nos alojamos en la residencia del embajador norteamericano Jim Blanchard y su esposa, Janet. Jim y yo nos habíamos hecho amigos en los ochenta, cuando él era gobernador de Michigan. Canadá es nuestro primer socio comercial y nuestro aliado más próximo. Compartimos la mayor frontera no vigilada de todo el mundo. En 1995, colaborábamos en los temas de Haití, en las ayudas a México y en la OTAN, el TLCAN, la Cumbre de las Américas y la APEC. Aunque ocasionalmente discrepábamos acerca del comercio del maíz y de la madera y sobre los derechos de pesca del salmón, nuestra amistad era profunda.

Pasamos mucho tiempo con el primer ministro, Jean Chrétien, y con su mujer, Aline. Chrétien se convirtió en uno de mis mejores amigos entre los dirigentes mundiales, un aliado fuerte y confiado con el que compartí no pocos partidos de golf.

También pronuncié un discurso ante al parlamento canadiense, para agradecer nuestros acuerdos comerciales y de seguridad, y las enriquecedoras contribuciones culturales de los canadienses a la vida norteamericana, como Oscar Peterson, mi pianista de jazz preferido; la cantautora Joni Mitchell, que escribió «Chelsea Morning», y Yousuf Karsh, el gran fotógrafo que había saltado a la fama por su retrato de Churchill frunciendo el ceño después de que Karsh le arrancara el omnipresente cigarro de la mano, y que nos había fotografiado a Hillary y a mí en situaciones menos amenazadoras.

Marzo empezó con buen pie, al menos desde mi punto de vista, cuando el Senado no logró hacerse con la mayoría de dos tercios, necesaria para aprobar la enmienda del equilibrio presupuestario, por solo un voto. Aunque la enmienda era popular, casi todos los economistas pensaban que era mala idea porque limitaba la capacidad del gobierno para gestionar el déficit según las circunstancias; por ejemplo, durante una recesión o una emergencia nacional. Antes de 1981, Estados Unidos no había tenido grandes problemas de déficit; solo después de los doce años de «economías de cascada», durante los que se había cuadruplicado la deuda nacional, los políticos empezaron a afirmar que jamás podrían tomar decisiones económicas responsables a menos que estuvieran obligados a ello por una enmienda constitucional.

Mientras el debate proseguía, exhorté a la nueva mayoría republicana que impulsaba la enmienda para que dijera exactamente de qué forma pensaba equilibrar el presupuesto. Yo había terminado una propuesta presupuestaria en menos de un mes durante mi mandato; ellos habían tenido el control del Congreso durante casi dos meses y aún no habían presentado ninguna. Les resultaba complicado transformar su retórica de campaña en medidas específicas.

Pronto, los republicanos empezaron a apuntar por dónde irían los tiros del presupuesto que iban a presentar, pues propusieron un paquete de recortes, a los que llamaron rescisiones, del presupuesto del año en vigor. El tipo de recortes que proponían demostraba que los demócratas habían acertado de lleno con sus críticas sobre el contrato durante la campaña electoral. Las rescisiones del GOP incluían la eliminación de 15.000 puestos de AmeriCorps, 1,2 millones de empleos de verano para los jóvenes y 1.700 millones de fondos para la educación, entre ellos casi la mitad de nuestros fondos de prevención a la drogadicción en un momento en que el consumo de drogas entre los jóvenes empezaba a aumentar. Y peor todavía, querían recortar el programa de almuerzos escolares y el WIC, el programa nutricional para mujeres, bebés y niños menores de cinco años, que hasta entonces había recibido un gran respaldo, tanto de republicanos como de demócratas. La Casa Blanca y los demócratas se pusieron las botas luchando contra esos recortes.

Otra propuesta del GOP que recibió una firme oposición fue su intento de eliminar el Departamento de Educación, el cual, como el programa de almuerzos escolares, siempre había gozado de un gran apoyo entre ambos partidos. Cuando el senador Dole dijo que el departamento había hecho más mal que bien, bromeé diciendo que quizá tenía razón porque, desde su creación, el departamento había estado casi la mayor parte del tiempo en manos de secretarios de Educación republicanos. Por el contrario, Dick Riley sí estaba haciendo más cosas buenas que malas.

Mientras tratábamos de rechazar las propuestas republicanas, también promoví nuestro programa por todos aquellos medios que no exigieran aprobación del Congreso, y demostré que había entendido el mensaje de las últimas elecciones. A mediados de marzo, anuncié una posible reforma legal. La reforma la había diseñado Al Gore en su proyecto de Reinvención del Gobierno, y se centraba en la mejora de nuestras iniciativas de protección medioambiental: proporcionaríamos incentivos de mercado al sector privado, en lugar de imponer regulaciones demasiado detalladas; el 25 por ciento de la reducción de burocracia administrativa ahorraría a las empresas veinte millones de horas laborales anuales.

La iniciativa «Rego» estaba funcionando. Ya habíamos reducido la plantilla federal en más de cien mil puestos de trabajo y habíamos eliminado más de diez mil páginas de los manuales federales de personal. Pronto ganaríamos más de 8.000 millones de dólares subastando tramos de ancho de banda por primera vez, y al final eliminamos más de dieciséis mil páginas de regulaciones federales sin perjudicar el interés general. Todos los cambios fruto de Rego se desarrollaron siguiendo unas pautas sencillas: proteger a la gente en lugar de la burocracia; impulsar resultados en lugar de reglas y actuar en lugar de instalarse en la retórica. El proyecto de Al Gore, que tuvo mucho éxito, confundió a nuestros adversarios, encantó a nuestros aliados y pasó desapercibido entre la mayor parte del público porque no era ni sensacionalista ni polémico.

En mi tercer Día de San Patricio como presidente, la festividad se había convertido en una oportunidad anual para Estados Unidos de avanzar en el proceso de paz de Irlanda del Norte. Ese año expresé la tradicional bienvenida irlandesa, ciad mile fdilte, «cien mil bienvenidas», al nuevo primer ministro irlandés, John Bruton, que proseguía la labor de paz de su predecesor. A las doce, conocí a Gerry Adams en el Capitolio, en el almuerzo del portavoz Newt Gingrich con motivo del día de San Patricio. Le había concedido un segundo visado a Adams después de que el Sinn Fein aceptara negociar con el gobierno británico el abandono de las armas por parte del IRA, y también le había invitado, junto con John Hume y otros representantes de los principales partidos políticos de Irlanda del Norte, tanto unionistas como republicanos, a la recepción del Día de San Patricio que se celebró en la Casa Blanca esa noche.

Cuando Adams apareció en el almuerzo, John Hume me animó a acercarme y estrechar su mano, y así lo hice. En la recepción de la Casa Blanca, los invitados tuvieron oportunidad de escuchar a un soberbio tenor irlandés, Frank Patterson. Adams se lo estaba pasando tan bien que terminó cantando un dúo con Hume.

Todo esto quizá suene a algo muy habitual hoy en día, pero en su momento representó un golpe de timón en la política norteamericana, a la que muchos en el gobierno británico y en nuestro propio Departamento de Estado aún se oponían. Ahora tenía trato no solo con John Hume, un pionero defensor del cambio pacífico, sino también con Gerry Adams, al cual los británicos aún consideraban un terrorista. Físicamente, Adams contrastaba profundamente con el aspecto de catedrático de Hume, amable y algo arrugado. Tenía barba, era más alto, joven y delgado, y estaba endurecido por los años de destrucción. Pero Adams y Hume compartían rasgos importantes. Detrás de las gafas, sus ojos traslucían inteligencia, convicción y esa mezcla típicamente irlandesa de tristeza y de humor, fruto de esperanzas a menudo rotas, pero jamás abandonadas. Con todas las probabilidades en contra, ambos intentaban liberar a sus pueblos de las cadenas del pasado. No pasó mucho tiempo antes de que David Trimble, que lideraba el más amplio Partido Unionista, se sumara a ellos en la Casa Blanca para celebrar el Día de San Patricio y para ir en busca de la paz.

El 25 de marzo, Hillary emprendió su primer largo viaje al extranjero sin mí: una visita de doce días por Pakistán, India, Nepal, Bangladesh y Sri Lanka. Se llevó a Chelsea con ella, para lo que sería un importante esfuerzo para Estados Unidos y una odisea personal para ambas. Mientras el resto de mi familia estaba lejos, yo hice un viaje un poco más corto; fui a Haití para visitar a las tropas, reunirme con el presidente Aristide e instar a la gente de Haiti a que optara por un futuro democrático y pacífico, y también para participar en el traspaso de autoridad de nuestra fuerza multinacional a Naciones Unidas. En seis meses, las fuerzas de treinta naciones habían colaborado, bajo el liderazgo norteamericano, para eliminar más de treinta mil armas y explosivos que circulaban por las calles y para entrenar a un cuerpo de policía permanente. Habían puesto fin a la violencia represiva, detenido la marea de inmigración haitiana, pues ahora los refugiados volvían a casa, y habían protegido la democracia en nuestro hemisferio. Ahora la misión de Naciones Unidas contaba con más de 6.000 soldados y personal militar, 900 oficiales de policía y docenas de asesores económicos, políticos y legales, que se harían cargo de la gestión del país durante once meses, hasta las elecciones y la investidura de un nuevo presidente. Estados Unidos desempeñaría un papel, pero las tropas destacadas allí, así como nuestros gastos, se reducirían drásticamente, pues otras treinta y dos naciones tomarían el relevo.

En 2004, después de que el presidente Aristide dimitiera y se exiliara cuando se declararon nuevos violentos disturbios, volví a pensar en lo que Hugh Shelton, el comandante de las fuerzas norteamericanas, me había dicho: «Los haitianos son buena gente y merecen una oportunidad». Aristide sin duda cometió errores y a menudo él mismo fue su peor enemigo, pero la oposición política jamás colaboró con él en realidad. Además, después de que los republicanos se hicieran con el control del Congreso en 1995, se mostraron reacios a darle la ayuda financiera que quizá hubiera contribuido a que las cosas fueran distintas.

Haití jamás se convertirá en una democracia estable si no recibe más ayuda de Estados Unidos. Aun así, nuestra intervención salvó vidas y dio la oportunidad a los haitianos de conocer por primera vez la democracia por la que habían votado. A pesar de los graves problemas de Aristide, los ciudadanos de Haití lo hubieran pasado mucho peor bajo Cédras y su cruento golpe de estado. Sigo alegrándome de que diéramos esa oportunidad a Haití.

La intervención haitiana también contribuyó a destacar el acierto de las respuestas multilaterales en los lugares conflictivos del mundo. Las naciones que cooperan, con la mediación de Naciones Unidas, se dividen los costes y las responsabilidades durante dichas operaciones, minimizan el resentimiento contra Estados Unidos y sientan las bases de valiosas pautas de colaboración. En un mundo cada vez más interdependiente, deberíamos optar por esa vía siempre que sea posible.

Cuarenta y tres

Pasé las dos semanas y media de principios de abril en una reunión con algunos dirigentes mundiales que vinieron a verme, entre ellos el primer ministro John Major, el presidente Hosni Mubarak y dos mujeres inteligentes y muy modernas que gobernaban en países musulmanes: la primera ministra Benazir Bhutto, de Pakistán, y la primera ministra Tansu Ciller, de Turquía.

Mientras, Newt Gingrich dio un discurso sobre sus cien primeros días de portavoz. Si se escuchaban bien sus palabras, daba la sensación de que los republicanos habían revolucionado Estados Unidos de la noche a la mañana y que, en el proceso, nuestra forma de gobierno había pasado del sistema parlamentario original a uno en el que él, como primer ministro, fijaba las directrices de la política interior mientras que yo, como presidente, me dedicaba a la política exterior.

Por el momento, la presencia republicana dominaba los medios de comunicación y las noticias, gracias a la novedad del hecho de que cotrolaran el Congreso y a sus aseveraciones de que realizaban grandes cambios. En realidad, solo llegaron a cumplir tres puntos relativamente menores de su contrato, con los que yo estaba de acuerdo. Las decisiones difíciles aún quedaban para el futuro.

En un discurso frente a la Sociedad Americana de Editores de Periódicos, especifiqué los puntos del contrato con los que estaba de acuerdo, en cuáles buscaría un compromiso y a cuáles me opondría y vetaría. El 14 de abril, cuatro días después de que el senador Bob Dole anunciara su candidatura a la presidencia, yo también me presenté discretamente a la reelección. El día 18, celebré una conferencia de prensa, y me hicieron más de veinte preguntas sobre una gran variedad de temas, tanto de política interior como exterior. Al día siguiente, todo quedó en el olvido y solo había dos palabras en los labios de los ciudadanos norteamericanos: Oklahoma City.

A última hora de la mañana me enteré de que había explotado un camión bomba en el exterior del edificio federal Alfred P. Murrah, en Oklahoma; el edificio había quedado en ruinas y un número sin determinar de personas habían muerto. Inmediatamente declaré el estado de emergencia y envié a un equipo de investigación al emplazamiento de la explosión. Cuando se puso de manifiesto la magnitud del esfuerzo de recuperación, empezaron a llegar desde todo el país bomberos y otras fuerzas de apoyo para colaborar y ayudar a Oklahoma a cavar entre los escombros en un intento desesperado por hallar supervivientes.

Estados Unidos quedó destrozado y hundido por la tragedia, que se cobró las vidas de 168 personas, incluidos diecinueve niños que se encontraban en la guardería del edificio cuando la bomba explotó. La mayor parte de los fallecidos eran empleados federales que trabajaban para las diversas agencias con oficinas en el edificio Murrah. Mucha gente supuso que había sido obra de militantes islámicos, pero yo pedí prudencia antes de pronunciarse acerca de la identidad de los autores del atentado.

Poco después de la explosión, los oficiales de policía de Oklahoma detuvieron a Timothy McVeigh, un ex militar enajenado que había llegado a odiar al gobierno federal. El día 21, se puso a McVeigh bajo la custodia del FBI y compareció ante el juez. Había escogido el 19 de abril para hacer explotar el edificio federal porque era el aniversario del asalto del FBI al rancho de la secta de los davidianos en Waco, un suceso que para los fanáticos de la extrema derecha representaba la más alta expresión del ejercicio de un poder gubernamental abusivo y arbitrario. La paranoia antigubernamental había ido creciendo en Estados Unidos durante años, a medida que más y más personas pasaban de un escepticismo histórico respecto al gobierno a un odio declarado. Esta animadversión provocó la formación de grupos de milicias armadas que rechazaban la legitimidad de la autoridad federal y afirmaban su derecho a su propia justicia.

El ambiente de hostilidad se intensificaba por culpa de los presentadores de programas de radio de extrema derecha, cuya venenosa retórica invadía las ondas diariamente, y también por las páginas web que animaban a la gente a levantarse contra su gobierno; incluso ofrecían asistencia práctica y daban fáciles instrucciones para fabricar una bomba.

Tras los acontecimientos de Oklahoma, traté de consolar y dar aliento a los que habían perdido a sus seres queridos, y a todo el país, y aumentar nuestros esfuerzos para proteger a los norteamericanos del terrorismo. En más de dos años que habían transcurrido desde la bomba en el World Trade Center, yo había ampliado los recursos para contraterrorismo del FBI y de la CIA y les había dado instrucciones para que colaboraran más estrechamente. Nuestras iniciativas para proteger el orden habían tenido éxito, pues habíamos logrado la extradición de diversos terroristas con el fin de traerlos a Estados Unidos y juzgarlos después de que huyeran al extranjero. También pudimos impedir ataques terroristas contra Naciones Unidas, en los túneles Holland y Lincoln, en Nueva York y en aviones que salían desde las islas Filipinas hacia la costa oeste de Estados Unidos.

Dos meses antes de la explosión en Oklahoma, había enviado una propuesta de legislación antiterrorista al Congreso solicitando, entre otras

cosas, mil agentes de policía más para luchar contra el terrorismo, así como un nuevo centro de contraterrorismo bajo la dirección del FBI, para coordinar nuestros esfuerzos. También pedía aprobación para utilizar a expertos militares, que normalmente tienen prohibido participar en acciones para imponer el cumplimiento de la ley en el interior del país, con el fin de que nos ayudaran con las amenazas terroristas y los incidentes en el territorio nacional en que estuvieran implicadas armas nucleares, biológicas y químicas.

Después de lo sucedido, pedí a los líderes del Congreso que estudiaran mi propuesta de ley con más rapidez; el 3 de mayo, añadí algunas enmiendas para reforzarla: mayor acceso a información financiera por parte de las agenciás y organismos que se encargaban de garantizar la ley y el orden; autorización para realizar vigilancia electrónica de presuntos terroristas en sus desplazamientos, sin necesidad de obtener un nuevo mandato judicial cada vez que cambian de localización; endurecimiento de las penas por proporcionar armas o explosivos a sabiendas de que son para actos terroristas contra empleados federales, actuales o pasados, y contra sus familias y la obligación de colocar marcadores, llamados identificativos, en todo material explosivo, con objeto de poder localizar su origen. Algunas de estas medidas sin duda serían polémicas, pero como dije a un periodista el 4 de mayo, el terrorismo «es una amenaza grave para la seguridad de los norteamericanos». Ojalá me hubiera equivocado.

El domingo, Hillary y yo volamos a Oklahoma para asistir a un funeral en el recinto ferial de Oklahoma. El servicio lo organizó Cathy Keating, la esposa del gobernador Frank Keating, al cual yo había conocido hacía más de treinta años, cuando estudiábamos juntos en Georgetown. Frank y Cathy estaban visiblemente afectados, pero tanto ellos como el alcalde de Oklahoma, Ron Norick, habían estado a la altura de las circunstancias y de las operaciones de búsqueda y recuperación de supervivientes, y también supieron atender las necesidades de sus conciudadanos durante su duelo. En el oficio, la gente se puso en pie y aplaudió cuando el reverendo Billy Graham dijo: «El espíritu de esta ciudad y de esta nación no será derrotado». Con emotivas palabras, el gobernador dijo que si alguien creía que los norteamericanos habían perdido el valor, la capacidad de amar y de preocuparse par su prójimo solo tenían que ir a Oklahoma.

Traté de dirigirme a la nación cuando dije: «Han perdido demasiado, pero no lo han perdido todo. Y sin duda no han perdido a Norteamérica, pues estaremos a su lado durante tantas mañanas como sea necesario». Compartí una carta que había recibido de una joven viuda y madre de tres pequeños, cuyo esposo había muerto en el avión Pan Am 103 que unos terroristas estrellaron en Lockerbie, Escocia, en 1988. Pedía a los que habían perdido a los suyos que no convirtieran su dolor en odio y que, en su lugar, hicieran las cosas que sus seres queridos «habían dejado sin hacer, para así asegurarse de que no vivieron en vano». Después de que Hillary y yo estuviéramos con algunas de las familias de las víctimas, también yo necesité recordar aquellas sabias palabras. Uno de los agentes del servicio secreto que había muerto era Al Whicher, que había estado en mi equipo antes de irse a Oklahoma; su mujer y sus tres hijos estaban entre aquellas familias.

A menudo despreciados con el término «burócratas federales», los empleados asesinados murieron porque estaban a nuestro servicio; ayudaban a los más ancianos y a los discapacitados, a los granjeros y a los veteranos, y hacían cumplir nuestras leyes. Eran miembros de una familia; tenían amigos, vecinos; pertenecían a la asociación de padres y trabajaban en sus comunidades. De algún modo los consideraban parásitos sin corazón que chupaban el dinero de los impuestos y que abusaban de su poder; no solamente las mentes enfermas de Timothy McVeigh y de sus seguidores, sino también los que los criticaban a cambio de poder y de beneficios. Me prometí a mí mismo que jamás volvería a emplear irreflexivamente ese término, «burócrata federal», y que haría lo que estuviera en mi mano por cambiar la atmósfera de amargura y fanatismo de la que procedía aquella locura.

El caso Whitewater no se detuvo a pesar de lo sucedido en Oklahoma. El día antes de que Hillary y yo partiéramos hacia el funeral, Ken Starr y tres ayudantes suyos vinieron a la Casa Blanca para interrogarnos. Durante la sesión en la Sala del Tratado me acompañaron Ab Mikva y Jane Sherburne, de la oficina legal de la Casa Blanca, y mis abogados personales, David Kendall y su socia Nicole Seligman. La entrevista transcurrió sin incidentes y compareció ante el juez. Había escogido el 19 de abril para hacer explotar el edificio federal porque era el aniversario del asalto del FBI al rancho de la secta de los davidianos en Waco, un suceso que para los fanáticos de la extrema derecha representaba la más alta expresión del ejercicio de un poder gubernamental abusivo y arbitrario. La paranoia antigubernamental había ido creciendo en Estados Unidos durante años, a medida que más y más personas pasaban de un escepticismo histórico respecto al gobierno a un odio declarado. Esta animadversión provocó la formación de grupos de milicias armadas que rechazaban la legitimidad de la autoridad federal y afirmaban su derecho a su propia justicia.

El ambiente de hostilidad se intensificaba por culpa de los presentadores de programas de radio de extrema derecha, cuya venenosa retórica invadía las ondas diariamente, y también por las páginas web que animaban a la gente a levantarse contra su gobierno; incluso ofrecían asistencia práctica y daban fáciles instrucciones para fabricar una bomba.

Tras los acontecimientos de Oklahoma, traté de consolar y dar aliento a los que habían perdido a sus seres queridos, y a todo el país, y aumentar nuestros esfuerzos para proteger a los norteamericanos del terrorismo. En los más de dos años que habían transcurrido desde la bomba en el World Trade Center, yo había ampliado los recursos para contraterrorismo del FBI y de la CIA y les había dado instrucciones para que colaboraran más estrechamente. Nuestras iniciativas para proteger el orden habían tenido éxito, pues habíamos logrado la extradición de diversos terroristas con el fin de traerlos a Estados Unidos y juzgarlos después de que huyeran al extranjero. También pudimos impedir ataques terroristas contra Naciones Unidas, en los túneles Holland y Lincoln, en Nueva York y en aviones que salían desde las islas Filipinas hacia la costa oeste de Estados Unidos.

Dos meses antes de la explosión en Oklahoma, había enviado una propuesta de legislación antiterrorista al Congreso solicitando, entre otras cosas, mil agentes de policía más para luchar contra el terrorismo, así como un nuevo centro de contraterrorismo bajo la dirección del FBI, para coordinar nuestros esfuerzos. También pedía aprobación para utilizar a expertos militares, que normalmente tienen prohibido participar en acciones para imponer el cumplimiento de la ley en el interior del país, con el fin de que nos ayudaran con las amenazas terroristas y los incidentes en el territorio nacional en que estuvieran implicadas armas nucleares, biológicas y químicas.

Después de lo sucedido, pedí a los líderes del Congreso que estudiaran mi propuesta de ley con más rapidez; el 3 de mayo, añadí algunas enmiendas para reforzarla: mayor acceso a información financiera por parte de las agenciás y organismos que se encargaban de garantizar la ley y el orden; autorización para realizar vigilancia electrónica de presuntos terroristas en sus desplazamientos, sin necesidad de obtener un nuevo mandato judicial cada vez que cambian de localización; endurecimiento de las penas por proporcionar armas o explosivos a sabiendas de que son para actos terroristas contra empleados federales, actuales o pasados, y contra sus familias y la obligación de colocar marcadores, llamados identificativos, en todo material explosivo, con objeto de poder localizar su origen. Algunas de estas medidas sin duda serían polémicas, pero como dije a un periodista el 4 de mayo, el terrorismo «es una amenaza grave para la seguridad de los norteamericanos». Ojalá me hubiera equivocado.

El domingo, Hillary y yo volamos a Oklahoma para asistir a un funeral en el recinto ferial de Oklahoma. El servicio lo organizó Cathy Keating, la esposa del gobernador Frank Keating, al cual yo había conocido hacía más de treinta años, cuando estudiábamos juntos en Georgetown. Frank y Cathy estaban visiblemente afectados, pero tanto ellos como el alcalde de Oklahoma, Ron Norick, habían estado a la altura de las circunstancias y de las operaciones de búsqueda y recuperación de supervivientes, y también supieron atender las necesidades de sus conciudadanos durante su duelo. En el oficio, la gente se puso en pie y aplaudió cuando el reverendo Billy Graham dijo: «El espíritu de esta ciudad y de esta nación no será derrotado». Con emotivas palabras, el gobernador dijo que si alguien creía que los norteamericanos habían perdido el valor, la capacidad de amar y de preocuparse par su prójimo solo tenían que ir a Oklahoma.

Traté de dirigirme a la nación cuando dije: «Han perdido demasiado, pero no lo han perdido todo. Y sin duda no han perdido a Norteamérica, pues estaremos a su lado durante tantas mañanas como sea necesario». Compartí una carta que había recibido de una joven viuda y madre de tres pequeños, cuyo esposo había muerto en el avión Pan Am 103 que unos terroristas estrellaron en Lockerbie, Escocia, en 1988. Pedía a los que habían perdido a los suyos que no convirtieran su dolor en odio y que, en su lugar, hicieran las cosas que sus seres queridos «habían dejado sin hacer, para así asegurarse de que no vivieron en vano». Después de que Hillary y yo estuviéramos con algunas de las familias de las víctimas, también yo necesité recordar aquellas sabias palabras. Uno de los agentes del servicio secreto que había muerto era Al Whicher, que había estado en mi equipo antes de irse a Oklahoma; su mujer y sus tres hijos estaban entre aquellas familias.

A menudo despreciados con el término «burócratas federales», los empleados asesinados murieron porque estaban a nuestro servicio; ayudaban a los más ancianos y a los discapacitados, a los granjeros y a los veteranos, y hacían cumplir nuestras leyes. Eran miembros de una familia; tenían amigos, vecinos; pertenecían a la asociación de padres y trabajaban en sus comunidades. De algún modo los consideraban parásitos sin corazón que chupaban el dinero de los impuestos y que abusaban de su poder; no solamente las mentes enfermas de Timothy McVeigh y de sus seguidores, sino también los que los criticaban a cambio de poder y de beneficios. Me prometí a mí mismo que jamás volvería a emplear irreflexivamente ese término, «burócrata federal», y que haría lo que estuviera en mi mano por cambiar la atmósfera de amargura y fanatismo de la que procedía aquella locura.

El caso Whitewater no se detuvo a pesar de lo sucedido en Oklahoma. El día antes de que Hillary y yo partiéramos hacia el funeral, Ken Starr y tres ayudantes suyos vinieron a la Casa Blanca para interrogarnos. Durante la sesión en la Sala del Tratado me acompañaron Ab Mikva y Jane Sherburne, de la oficina legal de la Casa Blanca, y mis abogados personales, David Kendall y su socia Nicole Seligman. La entrevista transcurrió sin incidentes y cuando terminó, le pedí a Jane Sherburne que mostrara a Starr y a sus ayudantes el Dormitorio Lincoln, que contenía los muebles traídos a la Casa Blanca por Mary Todd Lincoln y una copia del Discurso de Gettysburg, que Lincoln había escrito de su propio puño, después de aquel acontecimiento, de modo que se subastara con objeto de recaudar dinero para los veteranos de guerra. Hillary pensaba que yo era demasiado amable con ellos, pero solo me comportaba como me habían educado y aún no había abandonado la esperanza de que la investigación acabaría por seguir, al final, un curso legítimo.

Durante la misma semana, mi amigo de toda la vida, el senador David Pryor, anunció que no se presentaría a la reelección en 1996. Nos conocíamos desde hacía casi treinta años. David Pryor y Dale Bumpers eran mucho más que los senadores de mi estado natal; habíamos servido consecutivamente como gobernadores y juntos habíamos contribuido a que Arkansas siguiera siendo un estado demócrata progresista, cuando casi todo el Sur se hizo republicano. Pryor y Bumpers habían sido de una ayuda inestimable para mi labor y mi paz de espíritu, no solamente porque me apoyaron en temas difíciles, sino también porque eran amigos míos, hombres que me conocían desde hacía tiempo. Podían hacerme escuchar sus palabras y hacerme reír, pero también recordaban a sus colegas que yo no era la persona que retrataban los artículos que leían. Después de que David se retirara, tuve que llevármelo a jugar a golf para obtener el consejo y la perspectiva que tan a mano tenía cuando estuvo en el Senado.

El 29 de abril, en la cena de corresponsales de la Casa Blanca, mis comentarios fueron breves y, exceptuando un par de frases, no traté de ser gracioso. En lugar de eso, agradecí a la prensa allí reunida su emocionante y conmovedora cobertura informativa de la tragedia de Oklahoma y del hercúleo esfuerzo de recuperación; les aseguré que «vamos a salir adelante y, cuando lo consigamos, seremos aún más fuertes» y terminé con las palabras de W. H. Auden:

Que de los desiertos del corazón La fuente curativa pueda manar

El 5 de mayo, en la ceremonia de graduación de la Universidad Estatal de Michigan, hablé no solo para los licenciados, sino también para los grupos de milicias armadas, muchos de los cuales se movían por las zonas remotas del Michigan rural. Dije que sabía que muchos miembros de las milicias, durante sus excursiones uniformadas en las que efectuaban ejercicios militares, no violaban ninguna ley, y expresé mi agradecimiento a los que habían condenado el atentado. Luego ataqué a los que habían ido más allá de las palabras duras y defendían la violencia contra los oficiales, los agentes de la ley y otros empleados del gobierno, mientras se comparaban con las milicias coloniales «que lucharon por la democracia contra la que ahora claman».

Durante las siguientes semanas, además de seguir denunciando a los que aprobaban la violencia, pedí a todos los norteamericanos, incluidos los presentadores de programas de radio, que sopesaran sus palabras con cuidado, para asegurarse de que no incitaban a la violencia a personas mentalmente más inestables que ellos.

Los acontecimientos de Oklahoma impulsaron a millones de norteamericanos a reconsiderar sus propias palabras y actitudes hacia el gobierno y también hacia la gente con la que no estaban de acuerdo. Al hacerlo, empezó un proceso lento pero inexorable que les alejó de la corriente de condena ciega que se había convertido en el rasgo dominante de nuestra vida política. Los que rezumaban odio y los extremistas no desaparecieron, pero estaban a la defensiva, y durante el resto de mi mandato jamás volvieron a recuperar la misma posición de la que habían gozado antes de que Timothy McVeigh llevara la demonización del gobierno más allá de los límites de la humanidad.

En la segunda semana de mayo, volé en el Air Force One hacia Moscú para celebrar el cincuenta aniversario del final de la Segunda Guerra Mundial en Europa. Aunque diversos dirigentes mundiales tenían previsto asistir, como Helmut Kohl, Francois Mitterrand, John Major, Jiang Zeming y otros, mi decisión fue polémica porque Rusia estaba enzarzada en una lucha sangrienta contra los separatistas de la república con mayoría musulmana de Chechenia, y las bajas civiles crecían sin parar. Muchos observadores externos creían que Rusia había hecho un uso excesivo de la fuerza y no había agotado las opciones diplomáticas.

Hice el viaje porque nuestras naciones fueron aliadas en la Segunda Guerra Mundial, conflicto que se había cobrado la vida de uno de cada ocho ciudadanos soviéticos; veintisiete millones de personas murieron en combate o a causa de enfermedades, desnutrición o congelación. Además, volvíamos a ser aliados y nuestra colaboración era esencial para el progreso político y económico de Rusia, y para la localización y eliminación de armas nucleares. También necesitábamos cooperar para garantizar una ampliación ordenada de la OTAN y de la Asociación por la Paz así como para luchar contra el terrorismo y el crimen. Finalmente, Yeltsin y yo teníamos que resolver dos cuestiones espinosas: el problema de la cooperación de Rusia en el programa nuclear de Irán y la cuestión de cómo planificar la ampliación de la OTAN de forma que Rusia pudiera entrar en la Asociación por la Paz sin que le costara a Yeltsin la reelección de 1996.

El 9 de mayo, asistí junto a Jiang Zemin y otros dirigentes a un desfile militar en la plaza Roja en el que los viejos veteranos caminaron hombro con hombro, a menudo asiéndose las manos y apoyándose entre ellos para mantenerse erguidos mientras desfilaban por última vez para la Madre Rusia. Al día siguiente, después de las ceremonias conmemorativas, Yeltsin y yo nos reunimos en la Sala de Santa Catalina, en el Kremlin. Empecé la reunión con la cuestión de Irán. Dije a Yeltsin que habíamos trabajado los dos juntos para sacar todas las armas nucleares de Ucrania, Bielorrusia y Kazajstán; ahora teníamos que asegurarnos de que los estados que podían ser una amenaza, como Irán, tampoco se convirtieran en potencias nucleares. Yeltsin ya estaba preparado para eso; inmediatamente me dijo que no venderían aparatos centrífugos y propuso que pasáramos a la cuestión de los reactores, que Irán sostenía que solo quería para fines pacíficos, y se hablara de ello en la comisión GoreChernomyrdin. Yo acepté, siempre que Yeltsin se comprometiera a decir públicamente que Rusia no entregaría tecnología militar a Irán que pudiera utilizarse para objetivos militares. Boris dijo que sí, y nos dimos un apretón de manos para sellar el acuerdo. También fijamos el calendario de visitas a las plantas de armas biológicas de Rusia, que empezarían en abril como parte de un esfuerzo más amplio para reducir la amenaza de la proliferación de armas biológicas y químicas.

Respecto a la ampliación de la OTAN, después de que le dijera a Yeltsin indirectamente que no insistiríamos en el tema antes de sus elecciones de 1996, finalmente aceptó entrar en la Asociación por la Paz. Aunque no aceptó anunciar su decisión públicamente, por temor a que se pensara que cedía demasiado, prometió que Rusia firmaría los documentos hacia el 25 de mayo, y eso fue suficiente para mí. El viaje había sido un éxito.

De vuelta a casa, me detuve en Ucrania para asistir a otra ceremonia en conmemoración de la Segunda Guerra Mundial, para pronunciar un discurso ante unos estudiantes universitarios y para realizar una emotiva visita a Babi Yar, el inquietante y hermoso barranco poblado de árboles donde, casi cincuenta y cuatro años atrás, los nazis asesinaron a más de cien mil judíos y a unos miles de nacionalistas ucranianos, prisioneros de guerra soviéticos y gitanos. Apenas el día anterior, Naciones Unidas había votado a favor de ampliar permanentemente el Tratado de No Proliferación Nuclear, que había sido el cimiento de nuestros esfuerzos contra la proliferación nuclear durante más de veinticinco años. Dado que algunas naciones aún pugnaban por desarrollar armas nucleares, la extensión del TNP era uno de mis objetivos más importantes contra la proliferación. Babi Yar y Oklahoma eran inquietantes recordatorios de la capacidad humana para el mal y para la destrucción, y ponían de relieve la importancia del TNP y del acuerdo que había cerrado con Rusia para restringir sus ventas de material nuclear a Irán.

A mi regreso a Washington, los republicanos habían empezado a impulsar sus propuestas; pasé gran parte del mes tratando de impedir que avanzaran, amenazando con vetar su paquete de rescisiones y sus intentos por debilitar nuestro programa de agua potable, así como las amplias reducciones que proponían en educación, sanidad y ayudas al exterior.

La tercera semana de mayo anuncié que, por primera vez desde la fundación de la República, las dos manzanas de Pennsylvania Avenue situadas frente a la Casa Blanca quedarían cerradas al tráfico de vehículos. Acepté esta decisión con reticencias después de que un grupo de expertos del Servicio Secreto, del Tesoro y de anteriores administraciones, tanto republicanas como demócratas, me dijeran que era necesario para proteger a la Casa Blanca de un atentado con explosivos. Teniendo en cuenta el reciente suceso de Oklahoma y el atentado en el metro japonés, pensé que debía seguir su recomendación, aunque no me gustaba.

A finales de mes, Bosnia volvió a ocupar los titulares. Los serbios habían estrechado su bloqueo de Sarajevo y sus francotiradores volvían a matar a niños inocentes. El 25 de mayo, la OTAN lanzó ataques aéreos sobre la zona de Pale, dominada por los serbios, y éstos, en represalia, secuestraron a miembros de las fuerzas de paz de Naciones Unidas y los encadenaron a depósitos de municiones en Pale como blancos humanos, para evitar futuros bombardeos. También mataron a dos soldados de Naciones Unidas, de nacionalidad francesa, cuando asaltaron uno de sus puestos de vigilancia.

Nuestra fuerza aérea se había utilizado ampliamente en Bosnia para llevar a cabo la misión humanitaria de mayor duración en la historia, así como para proteger las zonas de exclusión aérea, que impedían a los serbios bombardear a los musulmanes bosnios. También manteníamos una zona de tregua alrededor de Sarajevo y otras áreas habitadas. Junto con los miembros de Naciones Unidas y el embargo, nuestros pilotos lograron marcar la diferencia: las bajas habían descendido de ciento treinta mil víctimas en 1992, a tres mil en 1994. Aun así, se seguía librando una guerra y habría que hacer mucho más para que llegara a su fin.

Los demás acontecimientos de importancia en política exterior que se produjeron en junio tuvieron lugar en la cumbre del G7 organizada por Jean Chrétien, en Halifax, Nueva Escocia. Jacques Chirac, que acababa de ser elegido presidente de Francia, se detuvo para visitarme de camino a Canadá. Chirac sentía cariño por Estados Unidos. De joven, había pasado mucho tiempo en nuestro país, incluido un breve período como empleado en un restaurante Howard Johnson, en Boston. Tenía una insaciable curiosidad respecto a una gran variedad de temas. Me cayó muy bien; además, me gustaba el hecho de que su mujer también tuviera una carrera política propia.

A pesar de la buena química que había entre ambos, nuestras relaciones eran un poco tensas a causa de su decisión de reemprender las pruebas nucleares de Francia mientras yo trataba de obtener apoyos por todo el mundo para el tratado de prohibición de pruebas, un objetivo de todos los presidentes norteamericanos desde Eisenhower. Después de que Chirac me asegurara que cuando terminara las pruebas respaldaría el tratado, nos centramos en el tema de Bosnia; él se decantaba por ser más duro con los serbios de lo que Mitterrand había sido. Chirac y John Major defendían la creación de una fuerza de respuesta rápida para actuar contra los ataques contra los miembros de las fuerzas de paz de Naciones Unidas; yo prometí apoyo militar norteamericano para ayudarles, a ellos y a las otras fuerzas, a entrar y salir de Bosnia si se veían obligados a retirarse. Sin embargo, también le dije a Chirac que si aquello no funcionaba y las tropas de Naciones Unidas se retiraban de Bosnia, tendríamos que suspender el embargo sobre las armas.

Tenía tres objetivos en la cumbre del G7: obtener una mayor cooperación entre nuestros aliados frente al terrorismo, el crimen organizado y el narcotráfico. Quería identificar rápidamente las crisis financieras graves y coordinar una mejor respuesta, con información más precisa y anticipada, más fondos y más inversiones en los países en desarrollo para reducir la pobreza e impulsar el crecimiento responsable con el medio ambiente. Finalmente, también había ido para solucionar un grave conflicto comercial con Japón.

Obtuve los dos primeros con bastante facilidad; el tercero era un verdadero problema. En dos años y medio, habíamos logrado muchos progresos con Japón, con la firma de quince acuerdos comerciales separados. Sin embargo, hacía dos años que Japón se había comprometido a abrir sus mercados a los automóviles y componentes norteamericanos, el sector que representaba más de la mitad de nuestro déficit bilateral, y apenas habíamos avanzado en ese sentido. El 80 por ciento de los concesionarios de automóviles en Estados Unidos vendían coches japoneses, pero solo el 7 por ciento de los japoneses vendía coches de otros países, y la rígida regulación gubernamental impedía que nuestros componentes entraran en el mercado de reparaciones japonés. Mickey Kantor había llegado al límite de su paciencia y había recomendado fijar un arancel del cien por cien en los coches de lujo japoneses. En una reunión con el primer ministro Murayama, le dije que, debido a nuestra relación de seguridad y a la deprimida economía japonesa, Estados Unidos seguiría negociando con Japón, pero que teníamos que recibir pronto algo a cambio. Hacia finales de mes lo obtuvimos. Japón aceptó que doscientos concesionarios ofrecieran coches norteamericanos con efectos inmediatos, y mil más en cinco años; también se avino a modificar las regulaciones que impedían la entrada a nuestros componentes, a que los fabricantes de automóviles japoneses aumentaran su producción en Estados Unidos y a que utilizaran más componentes de fabricación norteamericana.

Durante todo el mes de junio, estuve atareado en la batalla que se estaba desarrollando contra los republicanos acerca del presupuesto. El primer día del mes, fui a una granja en Billings, Montana, para destacar las diferencias entre mi enfoque de la agricultura y el de los republicanos del Congreso. El programa de ayudas a la agricultura debía recibir, en 1995, una autorización que lo confirmara, y por lo tanto formaba parte del debate presupuestario. Dije a las familias de la granja que, aunque yo estaba a favor de una reducción modesta del gasto total para la agricultura, los republicanos planeaban recortar las ayudas demasiado brutalmente y harían muy poco por los granjeros familiares. Durante algunos años, los republicanos habían obtenido mejores resultados que los demócratas en las zonas rurales del país porque eran más conservadores culturalmente hablando, pero cuando se trataba de ponerse manos a la obra, a los republicanos les importaban más las industrias agropecuarias que las pequeñas granjas familiares.

También fui a montar a caballo, sobre todo porque me gustaba y podía disfrutar de la bella variedad del paisaje de Montana, pero también porque quería demostrar que no era un extraterrestre cultural al que los norteamericanos del campo no pudieran apoyar. En el acto que se organizó en la granja, el encargado de la avanzadilla, Mort Engleberg, había preguntado a uno de nuestros anfitriones qué pensaba de mí. El granjero contestó: «Está bien. Y no se parece en nada a como dicen que es». En 1995 oí esta frase muchas veces, y solo esperaba no tener que corregir la percepción que los votantes tenían de mí uno por uno.

Nuestro paseo a caballo adquirió tintes aventureros cuando uno de mis agentes del Servicio Secreto cayó de su montura. El agente no se hizo daño, pero el caballo salió disparado como un cohete a campo traviesa. Para sorpresa de la prensa y de los nativos de Montana que estaban ahí, mi adjunto al jefe de gabinete, Harold Ickes, cabalgó a toda velocidad tras el rocín huido, le persiguió hasta detenerlo y lo trajo de vuelta a su propietario. La hazaña de Harold estaba en total contradicción con su imagen de activista liberal y nervioso urbanita. De joven, había trabajado en los ranchos del oeste y no había olvidado montar a caballo.

El 5 de junio, Henry Cisneros y yo desvelamos una «Estrategia Nacional de Propiedad Inmobiliaria», con cien iniciativas para que la vivienda de propiedad llegara hasta dos tercios de la población. La gran reducción del déficit había mantenido las tasas de las hipotecas bajas incluso durante la recuperación económica y, en un par de años, alcanzaríamos el objetivo de Henry por primera vez en la historia de Estados Unidos.

Al final de la primera semana de junio, veté por primera vez una propuesta de ley: el paquete de rescisiones de dieciséis mil millones de dólares del GOP; eliminaba demasiados fondos en educación, servicio nacional y medio ambiente, sin afectar partidas innecesarias como proyectos de «manifestación en autopistas», tribunales y otros edificios federales que a los miembros republicanos les interesaba más impulsar. Quizá no soportaban al gobierno en general, pero como muchos cargos electos, querían gastar hasta la reelección. Me ofrecí a trabajar con los republicanos para recortar aún más gastos, pero dije que tendría que salir de las asignaciones de fondos estatales para los grupos de presión, u otros gastos no esenciales, y no de las inversiones en nuestros hijos y nuestro futuro. Un par de días más tarde, tuve otra razón para luchar por esas inversiones cuando el hermano de Hillary, Tony, y su esposa, Nicole, nos dieron un nuevo sobrino, Zachary Boxer Rodham.

Yo aún trataba de hallar el punto justo entre la confrontación y el acuerdo cuando fui a Claremont, en el sudoeste de New Hampshire, para una reunión popular con Newt Gingrich. Había dicho que en mi opinión sería bueno para Newt que hablara con la gente de New Hampshire, como yo lo había hecho en 1992, y me tomó la palabra. Ambos hicimos unos comentarios iniciales positivos acerca de la necesidad de un debate honesto y de cooperación, en lugar de las descalificaciones e improperios que terminan saliendo en las noticias de la noche. Gingrich incluso bromeó, diciendo que había seguido mi ejemplo de campaña y que se había detenido en un Dunkin' Donuts para comprar algo, de camino a la reunión.

Mientras respondíamos a las preguntas de los ciudadanos, acordamos trabajar juntos en la reforma de la financiación electoral, e incluso nos dimos la mano en señal de acuerdo. También hablamos de otras cuestiones en las que teníamos opiniones enfrentadas y sostuvimos discrepancias de forma civilizada e interesante sobre la sanidad. Tampoco estábamos de acuerdo en la utilidad de Naciones Unidas y respecto a si el Congreso debía financiar los AmeriCorps.

El debate con Gingrich fue bien recibido por un país cansado del enfrentamiento partidista. Dos de mis agentes del Servicio Secreto, que casi nunca me comentaban nada de política, me dijeron que se alegraron de vernos enzarzados en una discusión positiva. Al día siguiente, en la Conferencia de Pequeña y Mediana Empresa, en la Casa Blanca, algunos republicanos me expresaron el mismo sentir. Si hubiéramos sido capaces de continuar por esa vía, creo que el portavoz y yo habríamos resuelto la mayor parte de nuestras divergencias de un modo positivo para Estados Unidos. En sus mejores momentos, Newt Gingrich era creativo y flexible y desbordaba nuevas ideas. Pero no fue eso lo que le convirtió en portavoz, sino sus hirientes ataques contra los demócratas. Es difícil tratar de limitar la fuente de tu poder, como le recordaron a Newt al día siguiente, cuando Rush Limbaugh y el conservador Manchester Union Leader le criticaron por mostrarse demasiado agradable conmigo. Fue un error que no volvería a cometer en el futuro, al menos no en público.

Después de la reunión fui a Boston para un acto de recaudación de fondos para el senador John Kerry, que se presentaba a la reelección y era probable que tuviera que enfrentarse a un difícil oponente, el gobernador Bill Weld. Yo tenía buena relación con 'Weld, quizá el más progresista de todos los gobernadores republicanos, pero no quería que Kerry perdiera su cargo en el Senado. Era una de las autoridades del Senado en medio ambiente y tecnología punta, y también dedicaba una extraordinaria cantidad de tiempo al problema de la violencia juvenil, un tema que le había preocupado desde sus días como fiscal. Preocuparse por un tema que no atrae votos hoy, pero que tendrá un gran impacto en el futuro, es una cualidad muy buena en un político.

El 13 de junio, en un discurso televisado desde el Despacho Oval, ofrecí un plan para equilibrar el presupuesto en diez años. Los republicanos habían propuesto hacerlo en siete, con grandes recortes en educación, sanidad y medio ambiente, y con grandes rebajas fiscales. Por el contrario, mi plan no contemplaba ninguna reducción de fondos para la educación, ni para los servicios de atención sanitaria a los ancianos o las ayudas familiares necesarias para que la reforma de la asistencia social funcionara, ni tampoco en las regulaciones esenciales sobre el medio ambiente. Incluía una reducción de las rebajas fiscales para las rentas medias, con un énfasis en las medidas de ayuda a los ciudadanos para que pudieran hacer frente a los crecientes costes de una educación universitaria. Igualmente, al extender mi plan diez años en lugar de siete hasta alcanzar el equilibrio, el impacto negativo anual de mi propuesta sería menor y reduciría así el riesgo de ralentizar el crecimiento económico.

La oportunidad y el contenido de mi discurso recibieron críticas por parte de muchos demócratas del Congreso y de algunos miembros de mi gabinete y de mi equipo, que pensaban que era demasiado pronto para lanzarse al debate presupuestario con los republicanos. Su popularidad estaba bajando ahora que tomaban decisiones en lugar de limitarse a criticar las mías, y muchos demócratas creían que no era prudente meterse por medio con un plan propio antes de que fuera absolutamente necesario presentar una alternativa. Después de la lluvia de palos que nos había caído durante nuestros dos primeros años, pensaban que los republicanos tenían que aguantar su propia medicina, al menos durante un año.

Era un argumento convincente. Por otra parte, yo era el presidente, y se suponía que tenía que dirigir el país; además, habíamos logrado reducir un tercio el déficit sin ayuda de los republicanos. Si más tarde tenía que vetar la propuesta presupuestaria republicana, quería hacerlo después de haber demostrado con un esfuerzo de buena fe que estaba dispuesto a establecer compromisos honorables. Además, en New Hampshire el portavoz y yo habíamos dicho que trabajaríamos juntos. Yo quería mantener mi parte del trato.

Mi decisión presupuestaria fue respaldada por Leon Panetta, Erskine Bowles, la mayor parte de mi equipo económico, los halcones demócratas del déficit en el Congreso y Dick Morris, que llevaba asesorándome desde las elecciones de 1994. A la mayoría de mi equipo no le gustaba Dick porque tenía un carácter difícil, le gustaba saltarse los procedimientos establecidos en la Casa Blanca y había trabajado para los republicanos. De vez en cuando tenía ideas algo estrafalarias y quería politizar demasiado nuestra política exterior, pero yo había trabajado con él el tiempo suficiente para saber cuándo aceptar y cuándo rechazar sus consejos.

El consejo principal de Dick era que yo tenía que practicar una politica de «triangulación», acortando la distancia entre republicanos y demócratas y quedándome con las mejores ideas de ambos bandos. Para muchos progresistas y algunos miembros de la prensa, la triangulación era un compromiso sin convicción, una treta cínica para ganar la reelección. De hecho, solo era otra manera de articular lo que ya había hecho como gobernador, con el CLD y durante la campaña de 1992. Yo siempre había tratado de sintetizar las nuevas ideas y los valores tradicionales, y cambiar la política del gobierno a medida que cambiaban las condiciones de la sociedad. No estaba eliminando la diferencia entre las posturas progresistas y las conservadoras; en lugar de eso, trataba de construir un nuevo consenso. Y, como se demostraría en el enfrentamiento que se avecinaba contra los republicanos acerca del presupuesto, a mi enfoque no le faltaba en absoluto convicción. Finalmente, el papel de Dick salió a la luz, y se convirtió en un miembro habitual de nuestras sesiones de estrategia semanales, que normalmente se celebraban cada miércoles por la noche. También trajo a Mark Penn y a su socio Doug Schoen para que hicieran encuestas para nosotros. Penn y Schoen formaban un buen equipo y compartían mi filosofía de Nuevo Demócrata; se quedaron conmigo durante el resto de mi presidencia. Pronto también se sumaría a nosotros el veterano consultor de los medios de comunicación Bob Squier y su socio Bill Knapp, que conocía y le importaba la política y también la promoción.

El 29 de junio finalmente alcancé un acuerdo con los republicanos sobre la propuesta de ley de rescisiones, una vez se habían recuperado más de 700 millones de dólares para educación, AmeriCorps y nuestro programa de agua potable. El senador Mark Hatfield, el presidente del Comité de Apropiaciones del Senado, y un progresista republicano chapado a la antigua, había trabajado estrechamente con la Casa Blanca para lograr que el compromiso fuera posible.

Al día siguiente, en Chicago, ante oficiales de policía y ciudadanos que habían resultado heridos por disparos de armas de asalto, defendí la prohibición sobre dichas armas y pedí al Congreso que apoyara la propuesta de legislación del senador Paul Simon para eliminar una gran laguna en la ley que prohibía las balas asesinas de policías. El agente que me presentó dijo que había sobrevivido a duros combates en Vietnam sin un rasguño, pero que casi le mató un criminal que utilizó un arma de asalto para intentar acribillarle a balazos. La ley actual ya prohibía las balas diseñadas para perforar los chalecos antibalas que llevaban los agentes de policía, pero la munición ilegal no se definía por su capacidad de perforación, sino por el material de que estaba hecha. Así, los ingeniosos empresarios del crimen habían descubierto otros elementos, no mencionados en el texto de la ley, que también podían utilizarse para fabricar balas que perforasen chalecos y matasen a los policías.

La Asociación Nacional del Rifle sin duda lucharía contra la propuesta, pero ya no eran tan populares como en 1994. Después de que su director ejecutivo hubiera tildado a los agentes del gobierno federal de «matones nazis», el ex presidente Bush había dimitido de la organización en protesta por dichas declaraciones. Unos meses atrás, en un acto celebrado en California, el cómico Robin Williams había satirizado la oposición de la ANR a prohibir balas asesinas de policías con una frase ingeniosa: «Por supuesto que no podemos prohibirlas. Los cazadores las necesitan. ¡En algún lugar de la montaña, hay un ciervo que lleva un chaleco antibalas!». Cuando nos adentramos en la segunda mitad de 1995, esperaba que la broma de Robin y la reacción del presidente Bush presagiaran un cambio de tendencias hacia el sentido común en el tema del control de armas.

En julio, los enfrentamientos partidistas se calmaron un poco. El día 12, en el instituto James Madison, en Vienna, Virginia, proseguí mis esfuerzos para unir al pueblo norteamericano, esta vez en el tema de la libertad religiosa.

Había mucha polémica acerca de cuánta libertad religiosa debía permitirse en las escuelas públicas. Algunos funcionarios escolares y profesores pensaban que la Constitución prohibía totalmente cualquier expresión. Eso no era así. Los estudiantes eran libres de rezar individualmente o juntos; las agrupaciones religiosas tenían derecho a ser tratadas como cualquier otra organización de actividades extracurriculares. En su tiempo libre, los estudiantes podían leer textos religiosos e incluir sus puntos de vista religiosos en sus deberes siempre que fueran relevantes para los mismos, y podían ponerse camisetas promocionando su opción religiosa si también se les permitía llevar camisetas a favor de otras causas.

Pedí al secretario Riley y a la fiscal general Reno que preparasen una explicación detallada de la variedad de expresiones religiosas permitidas en las escuelas y que distribuyeran copias en cada distrito escolar del país antes del principio de curso escolar del año siguiente. Cuando el folleto se repartió, redujo sustancialmente los conflictos y las demandas, y al hacerlo se ganó el apoyo de todo el espectro político y religioso.

Yo llevaba tiempo trabajando en ese tema, pues desde la Casa Blanca había mantenido contactos con las comunidades religiosas y había firmado la Ley de Restauración de la Libertad Religiosa. Hacia finales de mi segundo mandato, el profesor Rodney Smith, un experto en la Primera Enmienda, dijo que mi administración había hecho más para proteger y hacer avanzar la libertad religiosa que nadie desde James Madison. No sé si era exactamente así, pero lo intenté.

Una semana después del acto sobre libertad religiosa, me enfrenté al mayor reto actual para la construcción de una comunidad norteamericana unida: la discriminación positiva. El término se refiere a la preferencia que se da a las minorías raciales o a las mujeres en las entidades gubernamentales en la contratación de sus empleados, las adquisiciones de productos o servicios, el acceso a préstamos para la pequeña y la mediana empresa y las plazas de admisión a las universidades. El objetivo de los programas de discriminación positiva es reducir el impacto que la exclusión sistemática ha tenido a largo plazo en nuestra sociedad. La medida política empezó con Kennedy y Johnson, y se amplió con la administración Nixon. Gozó de un amplio respaldo en ambos partidos, que reconocieron que las consecuencias de la discriminación ejercida en el pasado no podían superarse sencillamente con la penalización de dicha discriminación de cara al futuro, a la vez que abrigaron el deseo de no exigir cuotas estrictas, que podrían provocar que los beneficios fueran a parar a gente con baja cualificación y por lo tanto causarían una discriminación a la inversa contra los hombres blancos.

Hacia principios de los noventa existía cierta oposición contra la discriminación positiva: desde conservadores que decían que cualquier preferencia basada en la raza equivalía a una discriminación inversa y que por lo tanto era inconstitucional, hasta blancos que habían perdido contratos o plazas universitarias a favor de negros u otras minorías, pasando por los que creían que los programas de discriminación positiva, aunque bienintencionados, a menudo eran motivo de abuso, o bien que habían cumplido con su objetivo y ya no tenían sentido. También había algunos progresistas que no se sentían cómodos con las preferencias basadas en la raza y que instaban a que se redefiniesen los criterios de preferencias en términos de desventajas sociales y económicas.

El debate se intensificó cuando los republicanos se hicieron con el Congreso en 1994. Muchos de ellos habían prometido poner fin a la discriminación positiva y, después de veinte años de que las rentas de la clase media estuvieran estancadas, su discurso apelaba a los blancos de clase media y a la gente que poseía pequeños negocios, así como a los estudiantes blancos y a sus padres, que se sentían decepcionados cuando la universidad de su elección les rechazaba.

Las cosas se pusieron aún peor en junio de 1995, cuando la Corte Suprema decidió el caso de «Adarand Constructores contra Peña», en el cual un contratista blanco demandó al secretario de Transporte por invalidar un contrato concedido a una empresa propiedad de minorías según el programa de discriminación positiva. La Corte dictaminó que el gobierno podía seguir actuando contra «los persistentes efectos de la discriminación racial», pero que, de ahora en adelante, los programas basados en criterios raciales estarían sometidos a unos elevados estándares de supervisión llamados «escrutinio estricto», que exigía al gobierno que demostrara que tenía un interés real en resolver el problema y que este no podía solucionarse eficazmente con ninguna otra medida de menor alcance y no basada en criterios raciales. La decisión de la Corte Suprema nos obligaba a que revisáramos los programas federales de discriminación positiva. Los líderes de los derechos civiles querían que siguieran siendo sólidos y exhaustivos, mientras que muchos republicanos instaban a que se abandonasen por completo.

El 19 de julio, después de intensas consultas tanto con los defensores como con los detractores de la política de discriminación positiva, ofrecí mi respuesta a la sentencia «Adarand», y a aquellos que querían eliminar por completo dicha medida, en un discurso en los Archivos Nacionales. Para prepararme, había ordenado una completa revisión de nuestros programas de discriminación positiva, que concluía que dicha política para mujeres y minorías nos había dado el mejor y más integrado ejército del mundo, con doscientos sesenta mil puestos disponibles para las mujeres solo en los dos últimos años y medio. La Agencia para la Pequeña y Mediana Empresa había aumentado espectacularmente sus préstamos a las mujeres y a las minorías, sin reducir por ello la concesión de préstamos a los hombres blancos, ni tampoco dándolos a solicitantes que no cumplieran los requisitos adecuados.

Las grandes empresas privadas con programas de discriminación positiva informaron de que la mayor diversidad en su plantilla había aumentado su productividad y su competitividad en el mercado global. Las políticas de adquisición de suministros habían ayudado a las mujeres y a los miembros de las minorías a convertirse en propietarios de las compañías proveedoras, pero en ciertos casos se habían producido abusos en uno y otro sentido. Finalmente, establecía que los programas de discriminación positiva aún eran necesarios a causa de las continuas diferencias raciales y de sexo en empleo, ingresos y propiedad de las empresas.

A partir de estas conclusiones, propuse que fuéramos más duros con el fraude y el abuso en los programas de suministros, y que lo hiciéramos mejor, retirando a las empresas de los programas una vez estuvieran listas para competir en el mercado. También me comprometí a acatar la sentencia «Adarand» y a concentrar los programas que beneficiaban a las empresas de minorías en las zonas donde tanto el problema como la necesidad para la discriminación positiva fueran demostrables; asimismo, prometí hacer más para ayudar a las comunidades deprimidas y a los desfavorecidos, sin que importara su raza o su sexo. Seguiríamos comprometidos con el principio de la discriminación positiva, pero reformaríamos la práctica para asegurarnos de que no hubiera cuotas, preferencias por personas o empresas menos cualificadas, ni discriminación inversa hacia los blancos; los programas de discriminación positiva que hubieran alcanzaado su objetivo de igualdad de oportunidades se cerrarían. En una frase, mi política era: «Arréglalo, pero no te lo cargues».

El discurso fue bien recibido por las comunidades a favor de los derechos civiles, por las empresas y por el ejército, pero no convenció a todo el mundo. Ocho días después, el senador Dole y el congresista Charles Canady, de Florida, presentaron propuestas para revocar todas las leyes federales de discriminación positiva. Newt Gingrich tuvo una reacción menos negativa y dijo que no quería eliminar la discriminación positiva hasta que se le ocurriera algo que pudiera reemplazarla, que también «echase una mano».

Mientras yo iba en busca de puntos en común, los republicanos se pasaron casi todo el mes de julio tratando de impulsar sus propuestas presupuestarias en el Congreso. Querían realizar importantes recortes en la educación y la formación. Las reducciones de fondos en Medicare y Medicaid eran tan enormes que aumentaban considerablemente los desembolsos directos de los usuarios más mayores que, debido a la inflación de las facturas por parte de los médicos, ya estaban dedicando un elevado porcentaje de su renta a la sanidad, más que cuando se crearon los programas, en los años sesenta. Propusieron reducir la Agencia de Protección Medioambiental tan drásticamente que los recortes, en la práctica, eliminarían el cumplimiento de las leyes de Agua Potable y Aire Limpio. Votaron a favor de la abolición de los AmeriCorps y de reducir a la mitad las ayudas a Ios sin techo. Lograron poner fin al programa de planificación familiar que anteriormente habían apoyado tanto demócratas como republicanos, un medio para la prevención de embarazos no deseados y abortos. Querían rebajar el presupuesto de ayuda exterior, que solo ascendía al 1,3 por ciento del gasto federal total, con lo que se debilitaría nuestra capacidad para luchar contra el terror y la proliferación de armas nucleares, así como la posibilidad de abrir nuevos mercados para las exportaciones de Estados Unidos y prestar apoyo a las fuerzas de la paz, la democracia y los derechos humanos en todo el mundo.

Increíblemente, apenas cinco años después de que el presidente Bush hubiera firmado la ley de Ciudadanos Discapacitados, que se había aprobado con amplia mayoría en ambos partidos, los republicanos incluso propusieron recortar los servicios y la asistencia necesaria para que los discapacitados ejercieran sus derechos según la ley. Después de que se hicieran públicos los recortes de fondos para discapacitados, una noche me llamó Tom Campbell, mi compañero de habitación durante cuatro años en Georgetown. Tom era un piloto comercial que se ganaba la vida, pero que de ningún modo era rico. Muy agitado, dijo que le preocupaban los recortes que se incluían en la propuesta presupuestaria. Su hija Clara sufría parálisis cerebral; al igual que su mejor amiga, a la que criaba una madre soltera que trabajaba en un empleo en el que cobraba el salario mínimo y que viajaba cada día dos hora en autobús, ida y vuelta, para desplazarse hasta su trabajo. Tom me hizo algunas preguntas sobre los recortes presupuestarios, y yo le contesté. Luego me dijo: «A ver si lo entiendo. ¿A mí me van a reducir los impuestos y, en cambio, a la amiga de Clara y a su madre les van a retirar las ayudas con las que su madre cubre los costes de la silla de ruedas de la niña, los cuatro o cinco pares de zapatos especiales caros que tiene que llevar cada año y el coste de desplazamiento a su puesto de trabajo, en el que cobra el salario mínimo?». «Así es», le dije. Me respondió: «Bill, eso es inmoral. Tienes que impedirlo».

Tom Campbell era un devoto católico y ex marine; se había criado en un hogar republicano conservador. Si los republicanos de la Nueva Derecha habían ido demasiado lejos para alguien como él, yo sabía que podía vencerles. El último día del mes, Alice Rivlin anunció que la mejora de la economía había provocado una mayor reducción del déficit de lo previsto y que podíamos equilibrar el presupuesto en nueve años sin los durísimos recortes del GOP. Me estaba acercando a ellos.

Cuarenta y cuatro

En julio se produjeron tres acontecimientos positivos en el terreno internacional que nos favorecieron: normalicé nuestras relaciones con Vietnam, con un fuerte apoyo de la mayoría de los veteranos de Vietnam en el Congreso, entre ellos John McCain, Bob Kerrey, John Kerry, Chuck Robb y Pete Peterson; después de una enérgica petición del congresista Bill Richardson, Sadam Husein liberó a. dos norteamericanos que llevaban prisioneros desde marzo; y, por último, el presidente de Corea del Sur, Kim Young-Sam, que estaba en Washington para la inauguración del monumento a la guerra de Corea, apoyó pública y rotundamente nuestro acuerdo con Corea del Norte para acabar con su programa nuclear. Puesto que Jesse Helms y otros habían criticado el trato, el apoyo de Kim fue muy útil, especialmente puesto que había sido prisionero político y un defensor de la democracia mientras luchaba por la libertad cuando Corea del Sur todavía era un estado autoritario.

Por desgracia, las buenas noticias quedaban eclipsadas por lo que sucedía en Bosnia. Después de que la situación se hubiera mantenido razonablemente tranquila durante la mayor parte de 1994, las cosas comenzaron a torcerse a finales de noviembre, cuando aviones de guerra serbios atacaron a los musulmanes croatas en el oeste de Bosnia. El ataque era una violación de la zona de exclusión aérea y, como castigo, la OTAN bombardeó el campo de aviación serbio pero no lo destruyó, así como tampoco a los aviones que habían atacado desde allí.

En marzo, cuando el alto el fuego que había anunciado el presidente Carter comenzó a resquebrajarse, Dick Holbrooke, que había dejado su puesto de embajador en Alemania para convertirse en ayudante del secretario de Estado para asuntos europeos y canadienses, envió a Bob Frasure, que había sido nuestro enviado especial en la ex Yugoslavia, a ver a Milosevic. Tenía la fugaz esperanza de poner fin a la agresión serbia y de obtener, al menos, que reconocieran a Bosnia a cambio de levantar las sanciones de Naciones Unidas sobre Serbia.

Hacia julio, la lucha se había reanudado con mayor virulencia, y el gobierno bosnio había conseguido algunas victorias en el centro del país. En lugar de tratar de recuperar el territorio perdido, el general Mladic atacó tres ciudades musulmanes aisladas en el este de Bosnia: Srebrenica, Zepa y Gorazde. Las ciudades estaban abarrotadas de refugiados musulmanes de las cercanías; Naciones Unidas las había declarado zonas seguras y las protegían un número relativamente pequeño de sus tropas. Mladic quería tomar las tres ciudades para que todo el este de Bosnia quedara bajo control serbio, y estaba convencido de que, mientras retuviera como rehenes a los cascos azules, Naciones Unidas no permitiría a la OTAN que realizara bombardeos de castigo. Estaba en lo cierto y las consecuencias fueron devastadoras.

El 10 de julio, los serbios tomaron Srebrenica. Hacia finales del mismo mes habían conquistado también Zepa; los refugiados que habían escapado de Srebrenica comenzaron a explicar al mundo la horrible matanza de musulmanes que habían realizado allí las tropas de Mladic. Reunieron a miles de hombres y niños en un campo de fútbol y los asesinaron en masa. Miles de personas trataban de escapar a través de los espesos bosques de las colinas.

Después de la toma de Srebrenica, presioné a Naciones Unidas para que autorizara la creación de la fuerza de respuesta rápida que habíamos discutido en la reunión del G7 en Canadá unas semanas atrás. Mientras tanto, Bob Dole presionaba para que se levantara el embargo de armas. Le pedí que pospusiera la votación y se mostró de acuerdo. Yo todavía trataba de encontrar una forma de salvar a Bosnia con la que restaurase la efectividad de Naciones Unidas y de la OTAN, pero hacia la tercera semana de julio, los serbobosnios se habían burlado de Naciones Unidas y, por extensión, de los compromisos de la OTAN y de Estados Unidos. Las zonas seguras eran cualquier cosa menos seguras, y la acción de la OTAN estaba muy limitada por la vulnerabilidad de las tropas europeas, que no podían defenderse a sí mismas, y mucho menos a los musulmanes. La práctica serbobosnia de tomar rehenes de Naciones Unidas había puesto de relieve el principal error de su estrategia. Sus embargos de armas habían impedido al gobierno bosnio igualar los medios militares de los serbios. Los cascos azules podían proteger a los musulmanes bosnios y a los croatas solo mientras los serbios creyeran que la OTAN castigaría sus agresiones. Ahora, la toma de rehenes había desvanecido ese temor y dejaba las manos libres a los serbios en el este de Bosnia. La situación era ligeramente mejor en Bosnia central y occidental, pues los croatas y los musulmanes habían conseguido adquirir armas a pesar del embargo de Naciones Unidas.

En un intento casi desesperado de recuperar la iniciativa, los ministros de Asuntos Exteriores y de Defensa de la OTAN se reunieron en Londres. Warren Christopher, Bill Perry y el general Shalikashvili fueron a la conferencia decididos a impedir la retirada de las tropas de Naciones Unidas de Bosnia, que cada vez contaba con más partidarios, y, en lugar de ello, aumentar el compromiso y la autoridad de la OTAN para actuar contra los serbios. Tanto la pérdida de Srebrenica y Zepa como el movimiento en el Congreso para levantar el embargo de armas habían aumentado nuestra capacidad de presionar para emprender acciones más agresivas.

En la reunión, los ministros acabaron por aceptar una propuesta diseñada por Warren Christopher y su equipo para «trazar una línea en la arena» alrededor de Gorazde y para eliminar el sistema de «doble llave» que había dado a Naciones Unidas el derecho de veto sobre las acciones de la OTAN. La conferencia de Londres fue un punto de inflexión: a partir de entonces la OTAN adoptaría una postura mucho más firme. Poco después, el comandante de la OTAN, el general George Joulwan, y nuestro embajador ante la OTAN, Robert Hunter, lograron extender las reglas de Gorazde a la zona segura de Sarajevo.

En agosto, la situación dio un giro dramático. Los croatas lanzaron una ofensiva para recuperar Krajina, una parte de Croacia que los serbios locales habían proclamado territorio suyo. Los responsables de inteligencia y de las fuerzas armadas europeas, y también algunos norteamericanos, recomendaron no intervenir, pues creían que si lo hacíamos Milosevic también lo haría, para salvar a los serbios de Krajina; sin embargo, yo apoyaba a los croatas. También Helmut Kohl, que sabía, al igual que yo, que la diplomacia no tendría la menor oportunidad hasta que los serbios hubieran sufrido algunos graves reveses sobre el terreno.

Conscientes de que la propia supervivencia de Bosnia estaba en juego, no habíamos forzado el cumplimiento estricto del embargo de armas. Como resultado, tanto los croatas como los bosnios pudieron hacerse con algunas armas que les ayudaron a sobrevivir. También autorizamos a una empresa privada a utilizar personal militar jubilado para mejorar y entrenar al ejército croata.

Al final, Milosevic no acudió al rescate de los serbios de Krajina, y las fuerzas croatas la recuperaron con poca resistencia. Era la primera derrota serbia en cuatro años y cambió tanto el equilibrio de poder sobre el terreno como la psicología de ambas partes. Un diplomático occidental en Croacia afirmó: «Es casi una señal de apoyo desde Washington. Los norteamericanos han esperado su oportunidad de atacar a los serbios, y ahora lo hacen, dejando que sea Croacia quien golpee por ellos». El 4 de agosto, en una visita a Sam Donaldson, el veterano corresponsal de la ABC, en el Instituto Nacional de Salud, donde se recuperaba de una operación contra el cáncer, reconocí que la ofensiva croata podría resultar útil para resolver el conflicto. Donaldson, que en ningún momento podía dejar de ser un gran periodista, envió un artículo con mis comentarios desde la cama de su hospital.

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