Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 20)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
En mi anterior viaje a Cleveland había visitado una escuela elemental donde los voluntarios de AmeriCorps enseñaban a los niños pequeños a leer. Un niño de seis años me miró y me preguntó: «¿De verdad eres el presidente?». Cuando le dije que sí, exclamó: «¡Pero si aún no estás muerto!». Le habían hablado de George Washington y Abraham Lincoln. A mí se me estaba acabando el tiempo, pero con un tema de altos vuelos como este en mis manos, sabía que el chico tenía razón. Todavía no estaba muerto.
El 17 de marzo, anuncié un gran acuerdo entre Smith & Wesson, uno de nuestros mayores fabricantes de armas, y los gobiernos federales, estatales y locales. La empresa se mostró de acuerdo en incluir seguros en sus armas, en desarrollar «armas inteligentes» que solo pudieran ser disparadas por su dueño adulto, a acabar con los traficantes de armas que vendían un número increíblemente alto de armas usadas en crímenes, a exigir a sus distribuidores que no vendieran las armas en ferias a menos que se llevaran a cabo en ellas comprobaciones de los antecedentes de los compradores y a diseñar nuevas armas que no admitieran cargadores de gran capacidad. Era una decisión muy valiente de la empresa. Sabía que Smith & Wesson recibiría duras críticas de sus competidores y de la ANR.
El proceso de nominación presidencial acabó hacia la segunda semana de marzo, cuando John McCain y Bill Bradley se retiraron después de que Al Gore y George W. Bush lograran el día 16 un gran triunfo en las primarias y caucus del Supermartes. Bill Bradley había llevado una campaña muy seria y al presionar a Al Gore le había convertido en un candidato mejor, haciendo que Al abandonase su enfoque basado en conseguir buenos apoyos oficiales por un esfuerzo por hacer campaña entre las bases que le había hecho parecer un candidato más natural y más agresivo. Después de haber perdido en New Hampshire, Bush había enderezado su campaña ganando en Carolina del Sur, donde se valió de una campaña orientada a los hogares conservadores blancos en la que les recordaba que el senador McCain tenía un «bebé negro». McCain había adoptado un niño de Bangladesh, otra de las muchas razones por las cuales yo le admiraba.
Antes de que hubieran concluido las primarias, un grupo de veteranos constituido expresamente para la ocasión y que apoyaba a Bush acusó a McCain de traicionar a su país durante los cinco años y medio en los que fue prisionero de guerra en Vietnam del Norte. En Nueva York, el equipo de Bush atacó a McCain por oponerse a la investigación sobre el cáncer de mama. De hecho, había votado sobre una propuesta de ley de financiación de defensa que incluía solo un poco de dinero para el cáncer de mama para protestar contra el despilfarro exagerado que representaba aquella ley; el senador tenía una hermana con cáncer de mama y había votado a favor de las leyes de asignaciones presupuestarias que otorgaban más del 90 por ciento de los fondos para investigar ese cáncer. El senador McCain no contestó a los ataques de la campaña de Bush ni a los de los radicales de extrema derecha hasta que fue demasiado tarde.
La evolución del frente internacional en marzo fue básicamente positiva. Barak y Arafat acordaron reiniciar sus conversaciones. En mi último día de San Patricio como presidente, Seamus Heaney leyó su poesía, todos cantamos «Danny Boy» y quedó claro que aunque todavía no se había restaurado el autogobierno de Irlanda del Norte, nadie estaba dispuesto a permitir que el proceso de paz muriera. Hablé con el rey Faud de Arabia Saudí sobre la posibilidad de que la OPEP aumentara su producción. Un año antes el precio del petróleo había descendido hasta doce dólares el barril, una cantidad demasiado exigua como para compensar las necesidades básicas de los países productores. Ahora estaba oscilando entre treinta y un y treinta y cuatro dólares, demasiado alto para evitar efectos adversos en las naciones consumidoras. Yo deseaba que el precio se estabilizase entre veinte y veintidós dólares el barril, y esperaba que la OPEP pudiera aumentar su producción lo suficiente como para alcanzar ese objetivo; de lo contrario, Estados Unidos podría sufrir importantes perturbaciones económicas.
El 18 partí en un viaje que iba a durar toda una semana y durante el que iba a visitar la India, Pakistán y Bangladesh. Iba a la India a poner los cimientos de lo que yo esperaba que fuera una larga etapa de buenas relaciones. Habíamos perdido demasiado tiempo desde el final de la Guerra Fría, durante la cual la India se había alineado con la Unión Soviética, principalmente como contrapeso a China. Bangladesh era el país más pobre del sudeste asiático, pero era una nación muy grande, con algunos innovadores programas económicos y una actitud amistosa hacia Estados Unidos. A diferencia de Pakistán y de la India, Bangladesh era una nación no nuclear que había firmado el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares, que era más de lo que se podía decir de Estados Unidos.
Mi escala en Pakistán fue la más polémica debido al reciente golpe militar que se había producido allí, pero decidí ir por varios motivos: para animar a que se volviera rápidamente a un gobierno civil y para reducir las tensiones sobre Cachemira; para apremiar al general Musharraf a que no ejecutara al depuesto primer ministro Nawaz Sharif, al que estaba juzgando y podrían condenar a pena de muerte y para presionar a Musharraf para que cooperara con nosotros para luchar contra bin Laden y al-Qaeda.
El Servicio Secreto se oponía totalmente a que viajara a Pakistán o Bangladesh, porque la CIA tenía información que indicaba que al-Qaeda quería atacarme en una de esas escalas, bien en tierra o bien durante los despegues o los aterrizajes. Pero yo creía que tenía que ir a aquellos países, porque ir solo a la India tendría consecuencias negativas para los intereses norteamericanos en la zona y porque me negaba a cambiar mis planes por la amenaza de los terroristas. Así pues, tomamos las precauciones adecuadas y seguimos adelante. Creo que fue la única petición del Servicio Secreto que jamás rechacé.
Dorothy, madre de Hillary, y Chelsea vinieron conmigo a la India. Volamos primero allí, donde las dejé en las buenas manos de nuestro embajador, mi viejo amigo Dick Celeste, ex gobernador de Ohio, y de su mujer, Jacqueline. Luego fui con un reducido grupo en dos aviones hasta Bangladesh, donde me reuní con la primer ministro, la jeque Hasina. Me vi forzado luego a hacer otra concesión a la seguridad. Tenía previsto visitar la aldea de Joypura con mi amigo Muhammad Yunus para ver en directo como funcionaban algunos de los proyectos de microcréditos del banco Grameen. El Servicio Secreto había advertido que estaríamos indefensos si circulábamos por aquellas estrechas carreteras o si volábamos en helicóptero hasta la aldea, así que hicimos que la gente de la aldea, entre ellos algunos niños estudiantes de la escuela, viniera a la embajada estadounidense en Dacca, donde se dispuso una clase y algunas vitrinas en el patio interior.
Mientras estaba en Bangladesh, treinta y cinco sijs fueron asesinados en Cachemira por asesinos desconocidos que querían aprovecharse de la publicidad que estaba generando mi visita. Cuando regresé a Delhi, en mi reunión con el primer ministro Vajpayee, expresé lo ultrajado y profundamente dolido que me sentía por el hecho de que los terroristas hubieran usado mi viaje como pretexto para matar. Me llevaba bien con Vajpayee y esperaba que le dieran una oportunidad de volver a dialogar con Pakistán antes de que abandonara el cargo. No nos pusimos de acuerdo sobre el Tratado de Prohibición de Pruebas Nucleares, pero ya sabía que iba a ser así porque Strobe Talbott llevaba meses trabajando con el ministro de Asuntos Exteriores, Jaswant Singh, y otros sobre asuntos de no proliferación. Sin embargo, Vajpayee sí se unió a mí en el compromiso de renunciar a futuras pruebas, y acordamos una serie de principios positivos que gobernarían en adelante nuestras relaciones bilaterales, que habían sido un poco frías durante mucho tiempo.
También visité a la líder del partido de la oposición, Sonia Gandhi. Su marido y su suegra, nieto e hija de Nehru, habían sido victimas de asesinatos políticos. Sonia, italiana de nacimiento, había sido valiente y había permanecido en la vida pública.
El cuarto día de mi viaje tuve la oportunidad de dirigirme al parlamento indio. El edificio del parlamento es una gran estructura circular en la que varios cientos de parlamentarios se sientan muy apretados en fila tras fila de estrechas mesas. Hablé sobre mi respeto a la democracia, la diversidad y los impresionantes pasos de la India orientados a formar una economía moderna; debatí abiertamente nuestras diferencias sobre los asuntos nucleares y les apremié a llegar a una solución pacífica del problema de Cachemira. Para mi sorpresa, acogieron mi discurso con entusiasmo. Aplaudieron dando palmadas a las mesas, demostrando que los indios estaban tan ansiosos como yo de que concluyera nuestro largo alejamiento.
Chelsea, Dorothy y yo visitamos el monumento a Gandhi, donde nos dieron unos ejemplares de su autobiografía y otros escritos, y viajamos a Agra, donde el Taj Mahal, quizá la estructura más bella de todo el mundo, estaba amenazado por la contaminación medioambiental. La India estaba trabajando intensamente para establecer una zona libre de contaminación alrededor del Taj Mahal, y el ministro de Asuntos Exteriores Singh y Madeleine Albright firmaron un acuerdo de cooperación indoestadounidense en energía y medio ambiente, mediante el cual Estados Unidos aportaría cuarenta y cinco millones de dólares de ayuda del fondo USAID y doscientos millones del Banco de Exportación e Importación para potenciar energías ecológicas en la India. El Taj Mahal era sobrecogedor, y no me gustó tener que marcharme.
El día 23 visité Naila, una pequeña aldea cerca de Jaipur. Después de que las mujeres de la aldea salieran a recibirme vestidas con sus saris de brillantes colores y me rodearan y me ducharan con una lluvia de pétalos de flores, me reuní con los cargos públicos que estaban trabajando para superar las divisiones de casta y de género que tradicionalmente habían dividido a los indios y conversé sobre la importancia de los microcréditos con las mujeres de la cooperativa lechera local.
El día siguiente, fui a la efervescente ciudad de Hyderabad –dedicada a la tecnología punta– como huésped del ministro jefe del estado, Chandrababu Naidu, un líder político muy coherente y moderno. Visitamos el Hitech Center, donde me sorprendió ver la enorme variedad de empresas que estaban creciendo allí, a un ritmo verdaderamente salvaje. Fuimos también a un hospital donde, junto con el administrador de USAID, Brady Anderson, anuncié una subvención de cinco millones de dólares para contribuir a que se enfrentara al SIDA y la tuberculosis. En aquellos momentos, el SIDA apenas se estaba empezando a reconocer en la India, y todavía había mucha gente que se negaba a aceptar la realidad. Esperaba que nuestra modesta subvención aumentara la conciencia pública del problema y la disposición a actuar antes de que el problema del SIDA alcanzase en la India las proporciones epidémicas que tenía en Africa.
Mi última etapa fue Mumbai (Bombay), donde me reuní con líderes del sector empresarial y sostuve una conversación interesante con jóvenes líderes en un restaurante local. Me fui de la India sintiendo que nuestras naciones habían establecido una relación sólida, pero deseando haber tenido otra semana para absorber la belleza y el misterio de aquel país.
El día 25 volé a Islamabad, la parte del viaje que el Servicio Secreto creía más peligrosa. Llevé conmigo al menor número de personas posible, dejando atrás a la mayor parte de nuestra expedición para que volasen en nuestro avión más grande a Omán, nuestra escala para repostar. Sandy Berger bromeó diciendo que era un poco mayor que yo y que, puesto que había pasado por tantas cosas durante treinta años de amistad, lo mínimo que se había ganado era un viaje gratis a Pakistán. De nuevo volamos hasta allí en dos aviones pequeños, uno con las enseñas de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos y el otro, en el que viajaba yo, pintado completamente de blanco y sin ningún distintivo. Los paquistaníes habían despejado un área de kilómetro y medio de anchura alrededor de la pista de aterrizaje para asegurarse de que no nos podrían disparar con un lanzacohetes. Sin embargo, el aterrizaje fue una experiencia tremenda.
Nuestra caravana de automóviles viajó por una autopista desierta hasta el palacio presidencial para reunirnos con el general Musharraf y su gobierno y para dar un discurso televisado al pueblo paquistaní. En el discurso, destaqué nuestra larga amistad a lo largo de toda la Guerra Fría y pedí a los paquistaníes que se alejaran del terror de las armas nucleares y optaran por el diálogo con la India sobre Cachemira, por aprobar el tratado de prohibición de pruebas nucleares y por invertir más en educación, salud y desarrollo que en armas. Dije que venía como amigo de Pakistán y del mundo musulmán. Me había opuesto firmemente a la matanza de musulmanes en Bosnia y Kosovo, había hablado frente al Consejo Nacional Palestino en Gaza, había caminado junto a los dolientes en los funerales del rey Husein y del rey Hasan, y había celebrado el fin del Ramadán en la Casa Blanca con los norteamericanos musulmanes. Lo que intentaba comunicarles es que nuestro mundo no estaba dividido según diferencias religiosas, sino entre aquellos que deciden vivir con el dolor del pasado y aquellos otros que prefieren la promesa del futuro.
En mis reuniones con Musharraf, llegué a comprender por qué había emergido de entre la compleja y a menudo violenta cultura de la política paquistaní. Era un hombre evidentemente inteligente, fuerte y sutil. Si optaba por seguir un curso pacífico y progresista, creía que tenía muchas posibilidades de tener éxito. Pero le previne que creía que, si no luchaba con firmeza contra él, el terrorismo acabaría destruyendo Pakistán.
Musharraf dijo que no creía que se ejecutara a Sharif, pero no se comprometió a nada en los demás temas. Yo sabía que todavía estaba afianzándose en su cargo y que era un momento delicado. Sharif fue puesto en libertad al poco tiempo y forzado a exiliarse en Yida, en Arabia Saudí. Cuando, tras el 11 de septiembre de 2001, Musharraf comenzó a cooperar en serio con Estados Unidos en la guerra contra el terrorismo, continuaba tomando un rumbo peligroso para él. En 2003, sobrevivió a dos intentos de asesinato separados por apenas unos días.
De camino a casa, tras una escala en Omán para ver al sultán Qabus y para reunir a nuestra delegación de nuevo en el AirForce One, volé a Ginebra para reunirme con el presidente Asad. Nuestro equipo había estado trabajando para lograr que Barak hiciera alguna propuesta concreta que yo pudiera presentarle a Siria. Yo sabía que no se trataría de una oferta final, y los sirios también lo sabían, pero confiaba en que si Israel por fin respondía con la misma flexibilidad que los sirios habían demostrado en Shepherdstown, todavía podríamos cerrar un trato. No iba a ser así.
Cuando me reuní con Asad, me recibió con toda amabilidad y me agradeció la corbata azul con un perfil de león en rojo que le regalé, en honor al significado en inglés de su nombre. Fue una reunión pequeña: con Asad estaba su ministro de Asuntos Exteriores, Shara, y Butheina Shaban; a mí me acompañaban Madeleine Albright y Dennis Ross, con Rob Malley, del Consejo Nacional de Seguridad, tomando notas de la reunión. Después de un poco de charla trivial, le pedí a Dennis que extendiera los mapas que había estudiado cuidadosamente para preparar nuestra conversación. En comparación con la postura que adoptó en Shepherdstown, Barak estaba dispuesto ahora a aceptar menos tierra alrededor del lago, aunque todavía quería mucha, 400 metros; menos gente en la estación de escucha y un período de retirada más rápido. Asad no quería dejarme ni terminar la exposición. Se comenzó a impacientar y, contradiciendo la posición siria en Shepherdstown, dijo que nunca cedería ni un palmo de terreno, que quería poder sentarse a la orilla del lago y poner los pies en el agua. Tratamos de hacerles salir de su inmovilismo durante horas, pero fracasamos. El rechazo israelí en Shepherdstown, y la filtración del documento de trabajo en la prensa israelí habían avergonzado a Asad y habían destruido su frágil confianza. Su salud se había deteriorado incluso más de lo que yo creía. Barak había hecho una oferta aceptable. Si hubiera llegado en Shepherdtown es posible que hubiéramos logrado un acuerdo. Ahora, sin embargo, la principal prioridad de Asad era la sucesión de su hijo, y obviamente había decidido que una nueva ronda de negociaciones, no importa cual fuera su resultado, podría poner en peligro esa sucesión.
En menos de cuatro años, había visto cómo las posibilidades de paz entre Siria e Israel se derrumbaban en tres ocasiones: por el terrorismo en Israel y la derrota de Peres en 1996, por el rechazo israelí a la actitud abierta de Siria en Shepherdstown y por la preocupación que a Asad le causaba su propia desaparición. Después de que nos despidiéramos en Ginebra, ya no volví a verle.
Ese mismo día, Vladimir Putin resultó elegido presidente de Rusia en la primera vuelta con un 52,5 por ciento de los votos. Le llamé para felicitarle y cuando colgué el teléfono pensé que era lo suficientemente duro como para mantener a Rusia unida; solo esperaba que además fuera lo suficientemente sabio como para encontrar una salida al problema de Chechenia y estuviera lo suficientemente comprometido con la democracia como para defenderla. Comenzó muy bien, pues la Duma ratificó tanto el START II como el Tratado de Prohibición Total de Pruebas Nucleares. Ahora hasta la Duma rusa era más progresista en el tema del control de armas que el Senado de Estados Unidos.
En abril, continué viajando por todo el país promocionando las medidas para la educación, la seguridad en las armas y el acceso a la tecnología que había enunciado en el discurso del Estado de la Unión. Declaré monumento nacional a la Gran Secuoya, en California; veté la propuesta de ley para concentrar todos los residuos nucleares de baja actividad en Nevada, porque no creía que se hubiera dado respuesta a todas las preguntas legítimas que la medida había generado; firmé la ley que acababa con las limitaciones de ganancias para retirados beneficiarios de la Seguridad Social; visité a la gente de la nación de los navajo en Shiprock, en el norte de Nuevo México, para hablarles de los esfuerzos que estábamos realizando para usar internet para ofrecer oportunidades de educación, acceso a la sanidad y mejora económica a las comunidades más apartadas e inauguré el sencillo pero imponente monumento a las víctimas del atentado de Oklahoma City, 168 sillas vacías en filas en una suave pendiente flanqueadas por dos grandes entradas y asomando a una gran piscina sobre la que se reflejaban.
Abril también trajo el final de la larga aventura del pequeño Elián González. Varios meses antes, su madre había huido de Cuba con él a Estados Unidos a bordo de un desvencijado bote. El bote volcó y ella murió ahogada después de poner a Elián en una cámara para salvarle. El niño fue llevado a Miami, y se le puso bajo la custodia temporal de un tío abuelo que estaba dispuesto a cuidar de él. Su padre, en Cuba, quería que volviera. La comunidad cubanoamericana convirtió el caso Elián en una cruzada, diciendo que su madre había muerto para traer a su hijo a la libertad y que estaría mal devolverlo a la dictadura de Castro.
La ley aplicable al caso parecía muy clara. El Servicio de Inmigración y Naturalización debía decidir si el padre del niño reunía las condiciones necesarias para hacerse cargo de su custodia; si las reunía, Elián debía volver con él. Un equipo del SIN fue a Cuba y descubrió que, a pesar de que los padres de Elián estaban divorciados, habían mantenido una buena relación entre ellos y compartían el cuidado del niño. De hecho, Elián había pasado casi la mitad de su tiempo con su padre, que vivía más cerca de la escuela del niño. El SIN dictaminó que Juan Miguel González podía hacerse cargo de su custodia.
Los abogados de los parientes norteamericanos llevaron el caso a juicio en un intento de cuestionar la validez del proceso en Cuba, pues creían que la presencia de la gente de Castro en las audiencias podría haberle condicionado. Algunos buscaron aplicar la ley estatal vigente sobre los casos de custodia: ¿Qué es lo que más favorece al niño? El Congreso se metió en el asunto, con varias propuestas que proponían mantener a Elián en Estados Unidos. Mientras tanto, la comunidad cubanoamericana fue llevada a un estado de histeria por las constantes manifestaciones frente a la casa de los parientes de Elián y las entrevistas de televisión que regularmente concedía una de ellos, una mujer joven y muy emotiva.
Janet Reno, que había trabajado como fiscal en Miami y había sido un personaje popular entre los cubanoamericanos, los enfureció al declarar que la ley federal debía aplicarse al caso y que Elián debía ser devuelto a su padre. No fue fácil para Janet. Me dijo que una de sus ex secretarias casi había dejado de hablarle; el marido de la mujer había pasado quince años en las prisiones de Castro y ella había esperado todo ese tiempo que le liberaran para reunirse con él. Muchos cubanoamericanos y otros inmigrantes creían que al chico le iría mucho mejor quedándose aquí.
Yo apoyaba a Reno, pues creía que el hecho de que el padre de Elián le quisiera y hubiera sido un buen padre debía contar más que la pobreza o la política cerrada y represiva de Cuba. Más aún, Estados Unidos trataba constantemente que se le devolvieran niños que habían sido sacados del país habitualmente por el progenitor que había perdido el juicio para la custodia. Si nos quedábamos a Elián, debilitaríamos nuestras solicitudes para que aquellos niños regresaran con sus progenitores norteamericanos.
Al final, el caso entró en el debate electoral. Al Gore disintió públicamente de nosotros, diciendo que había algunas cosas del proceso del SIN que no le gustaban, y que incluso si el padre de Elián reunía los requisitos para la custodia, sería mejor para el niño quedarse en Estados Unidos. Era una posición defendible por méritos propios, y comprensible, dada la importancia de Florida en las elecciones. Yo había trabajado durante ocho años para reforzar nuestra posición en ese estado y entre los cubanoamericanos; al menos en esa comunidad, el caso Elián desbarató la mayor parte de nuestras ganancias. Hillary veía el caso como defensora de la infancia y como madre: apoyaba nuestra decisión de que el niño volviera con su padre.
A principios de mes, Juan Miguel González vino a Estados Unidos con la esperanza de recuperar la custodia de su hijo, como disponía una orden de una corte federal. Unas semanas más tarde, después de que Janet Reno tratara durante varios días de asegurar la entrega voluntaria del muchacho, un grupo de cuatro líderes ciudadanos –el presidente de la universidad de Miami, un abogado de reconocido prestigio y dos respetados cubanoamericanos– propusieron que la familia de Miami entregara la custodia al padre en un lugar apartado donde pudieran estar todos juntos durante unos días para suavizar la transición. La noche del Viernes Santo hablé con Reno a media noche y todavía estaban negociando, pero se le estaba acabando la paciencia. A las dos en punto de la mañana del sábado, John Podesta llamó para decirme que todavía proseguían las negociaciones. A las cinco menos cuarto, Podesta volvió a llamar y me dijo que la familia de Miami se negaba ahora incluso a reconocer el derecho de custodia del padre. Treinta minutos después, a las cinco y cuatro, recibí otra llamada de John diciendo que todo había acabado. Reno había autorizado una entrada en la casa antes del amanecer de policías federales. Tardaron solo tres minutos, nadie salió herido y Elián volvió con su padre. Un niño pequeño se había convertido en un peón en el interminable enfrentamiento contra Castro.
Las fotografias de un Elián obviamente feliz con su padre se hicieron públicas y el sentimiento popular cambió a ojos vista a favor de la reunificación familiar. Yo estaba convencido de que habíamos seguido el único camino posible, pero todavía me preocupaba que mi decisión pudiera costarle Florida en noviembre a Al Gore. Juan Miguel y Elián González se quedaron en Estados Unidos unas pocas semanas más, hasta que el Tribunal Supremo finalmente aprobó la orden de custodia del tribunal inferior. El señor González podría haberse quedado en Estados Unidos, pero quería llevarse a su hijo de vuelta a Cuba.
En mayo, hice una gira por escuelas de Kentucky, Iowa, Minnesota y Ohio para impulsar nuestro paquete de medidas educativas; fui el anfitrión de Thabo Mbeki, que acababa de ser elegido presidente de Sudáfrica y venía en visita de Estado e impulsé la propuesta de ley de comercio con China, que era necesaria para que este país fuera admitido en la OMC. Los presidentes Ford y Carter, junto con James Baker y Henry Kissinger, acudieron a la Casa Blanca para apoyarla. Esta resultó ser una batalla legislativa muy dificil, de las más duras que tuvimos que librar –un voto especialmente complicado para los demócratas que dependían del apoyo de los sindicatos–, y estuve invitando a distintos grupos de una docena aproximada de miembros del Congreso a la residencia privada durante varias semanas, en un esfuerzo intensivo para explicarles la importancia de integrar a China en la economía global.
El 17 de mayo, pronuncié mi último discurso en la Academia Militar de Guardacostas en New London, Connecticut. En ocho años, había hablado a cada una de las academias militares dos veces. Cada promoción me llenaba de orgullo por la calidad de los hombres y mujeres jóvenes que querían servir de uniforme a nuestro país. También estaba orgulloso de toda la gente joven que venía a nuestras academias militares procedente de todos los lugares del mundo. Esta promoción incluía graduados de nuestros adversarios durante la Guerra Fría: Rusia y Bulgaria.
Hablé con los nuevos oficiales sobre la trascendental lucha en la que se verían envueltos, una lucha entre las fuerzas de la integración y la armonía y aquellas de la desintegración y el caos, una lucha en la que la globalización y las tecnologías de la información habían ampliado tanto el poder creativo como la capacidad de destrucción de la humanidad. Expuse los ataques que Osama bin Laden y al-Qaeda habían planeado para el milenio, ataques que habíamos conseguido desactivar tras un trabajo muy duro y contando con total cooperación, tanto interior como internacional. Para seguir mejorando en ese ámbito, dije que iba a ampliar en otros trescientos millones de dólares nuestro presupuesto antiterrorista, además de la petición de nueve mil millones que ya había enviado al Congreso y que comportaba un incremento de más del 40 por ciento en tres años.
Tras hablar de otros desafíos a nuestra seguridad, defendí lo mejor que supe que debíamos implicarnos activamente en la política internacional y cooperar con los demás en un mundo en que ninguna nación se podía sentir ya protegida por su situación geográfica o por su poderío militar convencional.
A finales de mayo, justo antes de que partiera en un viaje a Portugal, Alemania, Rusia y Ucrania, fui a Assateague Island, en Maryland, a anunciar una nueva iniciativa para proteger nuestros arrecifes de coral y otros tesoros marinos. Ya habíamos cuadruplicado la financiación de nuestros santuarios marinos. Firmé un decreto presidencial para crear una red de protección nacional para nuestras costas, arrecifes, bosques subacuáticos y otras estructuras importantes, y dije que íbamos a proteger permanentemente los arrecifes del noroeste de las islas Hawai, que constituían más del 60 por ciento de todos los que poseía Estados Unidos y se prolongaban a lo largo de dos mil kilómetros. Fue la mayor empresa de conservación del medio ambiente que había tomado desde que decidimos proteger diecisiete millones y medio de hectáreas de nuestros bosques que no estaban cruzadas por carreteras y, además, se trataba de una medida necesaria, pues la contaminación oceánica estaba amenazando a los arrecifes de todo el mundo, incluida la Gran Barrera de Coral en Australia.
Fui a Portugal para la reunión anual entre Estados Unidos y la Unión Europea. El primer ministro portugués, Antonio Guterres, era el presidente de turno del Consejo Europeo. Era un joven progresista y brillante que formaba parte de nuestro grupo de la Tercera Vía, al igual que el presidente de la UE, Romano Prodi. Veíamos la mayoría de las cosas de la misma manera y disfruté mucho con la reunión, al igual que con mi primera visita a Portugal, un país precioso y cálido, con gente amable y una historia fascinante.
El dos de junio, acompañé a Gerhard Schroeder a la antigua ciudad de Aquisgrán para recibir el premio Carlomagno. En una soleada ceremonia celebrada en el exterior en un espacio público cerca del ayuntamiento y de la antigua catedral donde estaban enterrados los restos de Carlomagno, agradecí al canciller Schroeder y al pueblo alemán que me otorgaran una distinción con la que habían galardonado anteriormente a Václav Havel y el rey Juan Carlos y que en pocas ocasiones se había concedido a un norteamericano. Yo había hecho cuanto había podido para ayudar a que Europa avanzase en el camino de la unidad, la democracia y la seguridad, para afianzar y reforzar la alianza transatlántica, para que se acercara a Rusia y para que pusiera fin a la limpieza étnica en los Balcanes. Fue gratificante que me reconociera ese esfuerzo.
Al día siguiente, Gerhard Schroeder fue el anfitrión de otra de nuestras conferencias de la Tercera Vía, en Berlín. Esta vez a Gerhard, Jean Chrétien y a mí se nos unieron tres latinoamericanos –Fernando Henrique Cardoso de Brasil, el presidente Ricardo Lagos de Chile y el presidente Fernando de la Rúa de Argentina–, con los que esbozamos el tipo de asociaciones progresistas que los líderes de países desarrollados debían formar con los de países en vías de desarrollo. Tony Blair no acudió porque él y Cherie, que ya eran padres de tres hijos, habían traído recientemente al mundo a un cuarto, un niño llamado Leo.
Volé a Moscú para mi primer encuentro con Vladimir Putin desde su elección. Acordamos destruir otras treinta y cuatro toneladas de plutonio de uso militar cada uno, pero no pudimos alcanzar ningún acuerdo en lo relativo a añadir una enmienda al tratado ABM que permitiera a Estados Unidos desplegar un sistema nacional de defensa con misiles. No era algo que me preocupase demasiado; Putin probablemente quería esperar a ver cómo acababan las elecciones norteamericanas. Los republicanos estaban enamorados de su sistema de defensa de misiles desde la era Reagan, y muchos de ellos no dudarían un segundo en derogar el tratado ABM si suponía un obstáculo para desplegarlo. Al Gore estaba básicamente de acuerdo conmigo. Putin no quería tener que negociar sobre este tema dos veces.
En aquellos tiempos no teníamos ningún sistema de defensa de misiles lo suficiente fiable como para desplegarlo. Como había dicho Hugh Shelton, derribar a un misil que se dirigiera a Estados Unidos era como «acertar a una bala con otra bala». Si alguna vez desarrollábamos un sistema practicable, creía que debíamos ofrecer la tecnología a otras naciones y que, al hacerlo, probablemente convenciéramos a los rusos de enmendar el tratado ABM. No estaba del todo seguro de que, incluso en el caso de que funcionara, construir un sistema de defensa de misiles era la mejor manera de gastar las sumas estratosféricas de dinero que costaría. Era mucho más probable que tuviéramos que enfrentarnos a ataques terroristas que tuvieran armas nucleares, químicas o biológicas más pequeñas.
Más aún, desplegar un sistema tal de misiles podía exponer al mundo a un peligro todavía mayor. Por lo que sabíamos, lo más que haría el sistema en el futuro cercano sería, en el mejor de los casos, derribar unos pocos misiles. Si Estados Unidos y Rusia construían un sistema de ese tipo, lo más probable es que China fabricara más misiles para poder sobrepasarlo y mantener su capacidad disuasoria. Luego le seguiría la India, y luego Pakistán. Los europeos estaban convencidos de que era una idea horrorosa. Pero no teníamos por qué enfrentarnos a esos problemas hasta que no tuviéramos un sistema que funcionase y, por el momento, no lo teníamos.
Antes de abandonar Moscú, Putin celebró una pequeña cena en el Kremlin seguida de un concierto de jazz en el que actuaron músicos rusos, desde adolescentes hasta un octogenario. El final del concierto empezó con el escenario a oscuras y con una hechizante serie de melodías de mi saxofonista tenor contemporáneo favorito, Igor Butman. John Podesta, al que le gustaba el jazz tanto como a mí, coincidió conmigo en que jamás había oído una actuación en directo mejor.
Partí hacia Ucrania para anunciar el apoyo financiero de Estados Unidos a la decisión del presidente Leonid Kuchma de cerrar el último reactor de la planta nuclear de Chernobil el 15 de diciembre. Había tomado mucho tiempo, y me alegró saber que al menos el problema se solucionaría antes de que me fuera. Mi última parada fue un discurso al aire libre frente a una gran multitud de ucranianos, a los cuales exhorté a seguir por la vía de la libertad y de la reforma económica. Kiev era un lugar hermoso a la luz del sol de finales de primavera, y yo esperaba que su gente pudiera conservar el espíritu animado que había observado. Aún tenían que superar muchos obstáculos.
El 8 de junio, volé hacia Tokio para terminar el día allí y presentar mis respetos en la misa fúnebre de mi amigo el primer ministro Keizo Obuchi, que había fallecido de un ataque unos días antes. El servicio se ofició en la sección interior de un estadio de fútbol con unos miles de asientos dispuestos en el campo, divididos por un pasillo en el medio, y varios cientos de personas sentados en las tribunas. Habían construido un estrado con una larga rampa hasta la primera fila, y otras más pequeñas a los lados. Detrás de la tarima había una pared cubierta de flores de unos siete u ocho metros de altura. Las flores estaban bellamente colocadas, y mostraban el sol naciente japonés en el fondo de un cielo azul claro. En la parte superior había un espacio vacío en el cual al principio de la ceremonia un adjunto militar puso solemnemente una caja que contenía las cenizas de Obuchi. Después de que sus colegas y amigos le hubieran rendido homenaje, varias jóvenes japonesas aparecieron llevando bandejas llenas de flores blancas. Empezando por la esposa y los hijos de Obuchi, los miembros de la familia imperial y los dirigentes gubernamentales, todos los dolientes subimos por la rampa central, nos inclinamos frente a sus cenizas en señal de respeto y pusimos nuestras flores en una estantería de madera, situada a la altura de la cintura que recorría toda la longitud de la pared ornamentada con flores.
Después de inclinarme frente a mi amigo y de entregar mi flor, volví a la embajada norteamericana para ver a nuestro embajador, el ex portavoz de la Cámara Tom Foley. Encendí la televisión para ver como se desarrollaba el resto de la ceremonia. Miles de conciudadanos de Obuchi crearon una nube de flores sagradas contra el sol naciente. Fue uno de los tributos más conmovedores que jamás he presenciado.
Me detuve brevemente en la recepción para expresar mis condolencias a la señora Obuchi y a los hijos de Keizo, una de las cuales también se dedicaba a la política. La señora Obuchi me agradeció mi presencia y me regaló una preciosa caja esmaltada para cartas, que había pertenecido a su esposo. Obuchi había sido un amigo para mí y para Estados Unidos. Nuestra alianza era importante, y él la había sabido valorar, incluso de joven. Ojalá hubiera podido disfrutar de más tiempo de servicio.
Varios días más tarde, mientras participaba en los ensayos de la ceremonia de graduación del Carleton College en Minnesota, un ayudante me pasó una nota informándome de que el presidente Hafiz al-Asad acababa de morir en Damasco, solo diez semanas después de nuestra última reunión en Ginebra. Aunque habíamos mantenido algunas discrepancias, él siempre había sido muy franco conmigo, y yo le creí cuando me dijo que había realizado una elección estratégica a favor de la paz. Las circunstancias, la falta de comunicación y las barreras psicológicas habían impedido que sucediera, pero al menos ahora sabíamos lo que haría falta para que Israel y Siria llegaran a ese punto, una vez ambas partes estuvieran en disposición de hacerlo.
Cuando la primavera se convirtió en verano, fui el anfitrión de nuestra cena oficial más numerosa, con más de cuatrocientos invitados reunidos bajo una carpa en el Jardín Sur para honrar al rey Mohammed VI de Marruecos, uno de cuyos ancestros fue el primer soberano en reconocer a Estados Unidos poco después de que nuestros trece estados originales se unieran.
Al día siguiente corregí una vieja injusticia, y concedí la Medalla de Honor del Congreso a veintidós norteamericanos de origen japonés que se presentaron voluntarios para combatir en Europa durante la Segunda Guerra Mundial, después de que sus familias fueran internadas en campos de detención. Uno de ellos era mi amigo y aliado el senador Daniel Inouye, de Hawai, que había perdido un brazo y casi la vida en la guerra. Una semana más tarde, nombré a mi primer miembro del gabinete de origen asiático, el ex congresista Norm Mineta, de California, que aceptó ser durante el resto de mi mandato el secretario de Comercio, reemplazando a Bill Daley, que se había convertido en el jefe de la campaña de Al Gore.
La última semana del mes, organicé una reunión en la Sala Este de la Casa Blanca, donde casi doscientos años antes Thomas Jefferson había extendido el innovador mapa del oeste de Estados Unidos que su ayudante Meriwether Lewis había elaborado durante su valiente expedición desde el río Mississippi hasta el océano Pacífico en 1803. El grupo de científicos y diplomáticos allí reunidos había venido a celebrar un mapa del siglo XXI: más de mil investigadores de Estados Unidos, el Reino Unido, Alemania, Francia, Japón y China habían descodificado el genoma humano, e identificado casi todas las secuencias de los tres mil millones que forman nuestro código genético. Después de luchar entre sí durante años, Francis Collins, jefe del proyecto internacional del genoma humano que recibía fondos gubernamentales, y el presidente de Celera, Craig Venter, habían aceptado publicar sus datos genéticos conjuntamente hacia finales de ese año. Craig era un viejo amigo mío, y yo había hecho todo lo posible por propiciar la colaboración. Tony Blair se unió a nosotros en una conexión por satélite, y me dio la oportunidad de bromear, diciendo que la esperanza de vida de su recién nacido hijo acababa de dispararse unos veinticinco años más.
Cuando el mes se acercaba a su fin, anuncié que nuestro superávit presupuestario estaría por encima de los doscientos mil millones de dólares, con un superávit que, proyectado diez años más, sería de cuatro billones de dólares. Una vez más, recomendé que se utilizase para garantizar la seguridad social, en una cantidad aproximada de 2,3 billones de dólares, y que también ahorráramos quinientos cincuenta mil millones para Medicare. Empezábamos a creer que, después de todo, podríamos hacer frente a la jubilación de los baby boomers.
También llevé a cabo una serie de actos de campaña en apoyo de los demócratas en Arizona y California, y para ayudar a Terry McAuliffe a que terminara de recaudar el resto del dinero que necesitaríamos para montar nuestra convención en Los Angeles en agosto. Estábamos trabajando muy estrechamente con él y la campaña de Gore a través de mi director político, Minyon Moore.
En la mayoría de encuestas, Gore aparecía por detrás de Bush, y en mi conferencia de prensa del 28 de junio, un periodista de las noticias de la NBC me preguntó si Al estaba pagando los «escándalos» de la administración. Le dije que no había ningún indicio que diera a pensar que le castigaban por mis errores, que la única falta de la que le habían acusado estaba relacionada con la financiación de la campaña, que no era culpable y que los así llamados escándalos restantes eran todos puro aire: «La palabra "escándalo" ha sido arrojada por doquier y sin miramientos como una tetera ruidosa durante siete años». También dije que sabía tres cosas de Al Gore: había sido el vicepresidente con mayor impacto en su país, muchísimo más que cualquiera de sus antecesores; su postura sobre una serie de temas importantes era la adecuada, y sin duda conservaría la época de prosperidad para el país y, finalmente, comprendía el futuro, tanto sus posibilidades como sus peligros. Yo creía que si los votantes lograban entender eso, Al ganaría.
Durante la primera semana de julio, anuncié que nuestra economía ya había creado veintidós millones de puestos de trabajo desde que tomé posesión de mi cargo, y me dirigí a la Residencia de los Veteranos, unos kilómetros al norte de la Casa Blanca, para asegurar la protección de la vieja cabaña que habían utilizado Abraham Lincoln y su familia como casa veraniega cuando el Potomac producía hordas de mosquitos y no había aire acondicionado. Varios presidentes también la habían utilizado. Pertenecía a uno de los proyectos de Hillary Salvar los Tesoros de América y queríamos saber cómo se atendería el lugar cuando nosotros dejásemos la Casa Blanca.
El 11 de julio, inauguré una cumbre con Ehud Barak y Yasir Arafat en Camp David, en un intento por resolver los obstáculos restantes para la paz, o al menos reducir las diferencias de modo que pudiéramos terminar antes de que yo dejara mi cargo, un resultado que ambos líderes dijeron que deseaban.
Se presentaron a la cumbre con actitudes muy distintas. Barak había presionado mucho para que se celebrase, porque el enfoque relativamente poco sistemático del acuerdo de 1993 y el de Wye no resultaban para él. Había ciento ochenta mil colonos israelíes en Cisjordania y Gaza, una fuerza formidable. Cada concesión israelí que no lograba poner fin al terror ni traer un reconocimiento formal por parte de los palestinos de que el conflicto había terminado era como una tortura china. Barak acababa de superar una moción de censura en el Knesset por solo dos votos. También estaba ansioso por cerrar un acuerdo antes de septiembre, cuando Arafat había amenazado con declarar unilateralmente el estado palestino. Barak creía que si podía presentar un plan de paz integral a los ciudadanos israelíes, ellos votarían a favor siempre que se defendieran los intereses fundamentales de Israel: la seguridad, la protección de sus emplazamientos religiosos y culturales en el Monte del Templo y el fin de las reclamaciones palestinas de un derecho de retorno ilimitado frente a Israel, así como una declaración de que el conflicto había terminado.
Arafat, por otra parte, no quería ir a Camp David, al menos aún. Se había sentido abandonado por los israelíes cuando éstos se volvieron hacia Siria, y estaba furioso porque Barak no había mantenido los compromisos previos de entregar más territorios de Cisjordania, incluyendo algunos pueblos cerca de Jerusalén. A los ojos de Arafat, la retirada unilateral de Barak del Líbano y su oferta de retirarse del Golán le habían debilitado.
Mientras Arafat esperaba pacientemente para poder seguir adelante con el proceso de paz, el Líbano y Siria se habían beneficiado adoptando una línea dura. Arafat también dijo que necesitaba dos semanas más para desarrollar sus propuestas. Quería obtener una extensión lo más cercana posible al cien por cien en Cisjordania y Gaza; la soberanía completa sobre el Monte del Templo y Jerusalén Oriental, exceptuando los barrios judíos que había en esa área, y una solución al problema de los refugiados que no le obligara a abandonar el principio del derecho de retorno.
Como de costumbre, cada uno de los líderes veía su propia postura como mucho más justificada que la de la otra parte. No había grandes probabilidades de éxito en esta cumbre. La convoqué porque creía que el colapso del proceso de paz era inminente, una certidumbre casi absoluta si no celebrábamos aquel encuentro.
El primer día, traté de hacer que Arafat dejara atrás sus agravios para concentrarnos en el trabajo que teníamos por delante y que Barak aceptara cómo abordar los temas, especialmente los más delicados: territorios, colonias, refugiados, seguridad y Jerusalén. Como ya había hecho en Shepherdstown, Barak quería darle vueltas a las cosas durante un par de días. Esta vez no importaba demasiado, pues Arafat no había venido con una lista de puntos para negociar; todo esto era territorio desconocido para él. En las anteriores negociaciones, él se limitaba a esperar la mejor oferta que Israel le planteaba en relación a la tierra, el aeropuerto, las carreteras y la liberación de prisioneros, y luego prometía esforzarse al máximo en el tema de la seguridad. Ahora, si íbamos a sacar aquella negociación hacia delante, Arafat tendría que comprometerse un poco más en puntos concretos: no podría obtener el cien por cien de Cisjordania, ni un derecho ilimitado de retorno a un estado de Israel mucho más pequeño. También tendría que satisfacer algunas de las preocupaciones de seguridad de Israel acerca de los potenciales enemigos al este del río Jordán.
Pasé el primer par de días tratando de poner a Arafat y a Barak en el estado de ánimo adecuado, mientras Madeleine, Sandy, Dennis, Gemal Helal, John Podesta y el resto de nuestro equipo empezaron a trabajar con sus homólogos israelíes y palestinos. A mí me impresionó inmensamente el nivel de ambas delegaciones. Todos eran gente patriótica, inteligente y esforzada, y parecía que realmente querían alcanzar un acuerdo. La mayoría de ellos se conocían entre sí desde hacía años, y la química entre ambos grupos era bastante buena.
Nos esforzamos por crear un ambiente informal y cómodo para los israelíes y los palestinos. Además de nuestro equipo de Oriente Próximo habitual, le pedí a la ayudante de Hillary, Huma Abedin, que se sumara a la conferencia. Huma era una joven musulmana norteamericana que hablaba árabe y había sido criada en Arabia Saudí; era admirable por lo mucho que comprendía la región y lo efectiva que fue, pues hizo sentir a los delegados palestinos e israelíes como en casa. Capricia Marshall, la secretaria social de la Casa Blanca, organizó la plantilla de mayordomos, cocineros y ayudas de cámara de la Casa Blanca para que colaboraran con el personal de Camp David y asegurar de que las comidas fueran memorables. Chelsea estuvo conmigo constantemente, entreteniendo a nuestros invitados, y ayudándome mucho en las inacabables horas de tensión.
La mayoría de noches, cenábamos todos juntos en Laurel, la gran cabaña familiar de Camp David, que disponía de comedor, una sala de estar, una sala de reuniones y mi despacho privado. El desayuno y el almuerzo eran más informales, y a menudo se veía a los israelíes y los palestinos hablando entre sí en grupos pequeños. A veces lo hacían de trabajo; lo más habitual era que se contaran historias o chistes, o que estuvieran narrando la historia de su familia. Abu Ala y Abu Mazen eran los asesores más antiguos y fieles de Arafat. A Abu Ala le tomaron mucho el pelo tanto los israelíes como los norteamericanos, a causa de su familia. Su padre era tan prolífico que el palestino de sesenta y tres años tenía un hermano de ocho; el niño era más joven que los propios nietos de Abu. Eli Rubinstein, el fiscal general de Israel, sabía más chistes que yo y los contaba mucho mejor.
Aunque la química entre los equipos era buena, no podía decirse lo mismo de Arafat y Barak. Les puse en cabañas cercanas a la mía y visitaba largamente a los dos cada día, pero ellos no se visitaban el uno al otro. Arafat seguía sintiéndose agraviado y Barak no quería reunirse a solas con Arafat. Temía caer en las viejas pautas en las que Barak hacía todas las concesiones y Arafat no correspondía bajo ninguna forma. Ehud se pasaba casi todo el día en su cabaña, y la mayor parte al teléfono con Israel tratando de conservar su coalición.
Para ese entonces yo había llegado a comprender mejor a Barak. Era brillante y valiente, y estaba dispuesto a ir muy lejos en el tema de Jerusalén y del territorio. Pero le costaba escuchar la opinión de los que estaban en desacuerdo con él, y su forma de hacer las cosas era diametralmente opuesta a las costumbres respetadas entre los árabes con los que yo había tratado. Barak quería que los demás esperaran hasta que él decidía que había llegado el momento oportuno. Entonces, cuando él hacía su mejor oferta, esperaba que la aceptasen porque era obviamente un buen trato. Sus socios de negociación querían cortesías y conversación sobre los que construir la confianza, y muchos regateos.
La diferencias culturales dificultaron aún más la labor de mi equipo. A éste se le ocurrieron una serie de estrategias para romper el impase, y progresamos un poco después de distribuir a las delegaciones en distintas unidades para negociar separadamente aspectos específicos, pero ninguna parte tenía permiso para superar cierto límite.
El sexto día, Shlomo BenAmi y Gilead Sher, con la bendición de Barak, fueron mucho más allá de las posiciones anteriormente fijadas por Israel, con la esperanza de obtener alguna reacción por parte de Saeb Erekat y Mohammed Dahlan, los miembros más jóvenes del equipo de Arafat, que todos creíamos que querían un trato. Cuando los palestinos no ofrecieron nada a Barak a cambio de sus ofertas sobre Jerusalén y el territorio, fui a ver a Arafat, y me llevé a Helal conmigo de intérprete y a Malley para que tomara notas. Fue una entrevista dura, y terminé diciéndole a Arafat que pondría fin a las conversaciones y declararía que él se había negado a negociar a menos que me diera algo para Barak, que estaba contra la pared porque Ben Ami y Sher habían llegado al límite de su capacidad de oferta y no habían obtenido nada a cambio. Después de un rato, Arafat me entregó una carta que parecía dar a entender que si él estaba satisfecho con la cuestión de Jerusalén, yo podía tomar la decisión última de cuánto territorio conservarían los israelíes para sus colonias y qué constituiría un intercambio de tierras justo. Llevé la carta a Barak y me pasé largo rato hablando con él, a menudo solos o con Bruce Reidel, del CNS para Israel, tomando notas de la reunión. Finalmente, Barak aceptó que la carta de Arafat quizá podía significar algo.
El séptimo día, el 17 de julio, casi perdimos a Barak. Estaba comiendo y trabajando cuando se atragantó con un cacahuete y dejó de respirar durante cuarenta segundos, hasta que Gid Gernstein, el miembro más joven de su delegación, le aplicó la maniobra de Heimlich. Barak era un tipo duro; cuando recuperó el aliento, se puso a trabajar como si nada hubiera sucedido. Para el resto de nosotros, de hecho no sucedía nada. Barak tuvo a toda su delegación trabajando con él todo el día hasta bien entrada la noche.
En cualquier proceso como este, siempre existen períodos de bajón, cuando algunos trabajan y otros no; y hay que hacer algo para romper la tensión. Yo me pasé varias horas de mis momentos libres jugando a las cartas con Joe Lockhart, John Podesta y Doug Band. Doug había trabajado en la Casa Blanca durante cinco años, mientras se graduaba en la facultad de Derecho yendo a clases nocturnas; en primavera se había convertido en mi ayudante presidencial. Estaba muy interesado en Oriente Próximo y me fue de gran ayuda. Chelsea también jugaba a las cartas; sacó la puntuación más alta en las dos semanas en Camp David.
Después de medianoche, Barak por fin vino a mí con una propuesta que contenía menos que lo que BenAmi y Sher ya le habían ofrecido a los palestinos. Ehud quería que se la presentara a Arafat como si fuera idea de Estados Unidos. Yo comprendía su decepción con Arafat, pero no podía hacer eso. Hubiera sido un desastre, y así se lo dije. Hablamos hasta las dos y media. A las tres y cuarto volvió, y mantuvimos una conversación de una hora solos en el porche trasero de mi cabina. Esencialmente, me dio luz verde para ver si podía cerrar un trato sobre Jerusalén y Cisjordania que fuera factible y coherente con lo que BenAmi y Sher habían hablado previamente con sus homólogos. Por eso había valido la pena quedarse la noche en vela.
La mañana del octavo día, me sentía angustiado y esperanzado a la vez; lo primero, porque tenía que irme para asistir a la cumbre del G8 en Okinawa, donde tenía que estar por una serie de razones, y esperanzado porque el sentido de oportunidad de Barak y su gran valentía por fin habían obtenido resultados. Retrasé mi partida hacia Okinawa un día más y me reuní con Arafat. Le dije que pensaba que podría obtener un 91 por ciento de Cisjordania; una capital en Jerusalén Oriental; la soberanía de los distritos musulmanes y cristianos de la Ciudad Vieja y los vecindarios exteriores de Jerusalén Este; la capacidad de planificar, diseñar zonas y hacer cumplir la ley en el resto de la parte oriental de la ciudad y la custodia, aunque no la soberanía, del Monte del Templo, conocido como Haram alSharif por los árabes. Arafat se quejó por lo de no tener soberanía sobre la totalidad de Jerusalén Oriental, incluyendo el Monte del Templo. Rechazó la oferta, y yo le pedí que lo pensara. Mientras él se dedicaba a reflexionar y Barak echaba humo, yo solicité el apoyo de los líderes árabes. La mayoría no quiso realizar muchas declaraciones por miedo a debilitar la posición de Arafat.
El noveno día, volví a la carga con Arafat. De nuevo me dijo que no.
Israel había cedido mucho más que él, y ni siquiera quería aceptar sus avances como la base para futuras negociaciones. De nuevo llamé a varios líderes árabes para que me ayudaran. El rey Abdullah y el presidente Ben Mi, de Túnez, trataron de animar a Arafat. Me dijeron que tenía miedo a comprometerse. Parecía que las conversaciones estaban muertas y en los peores términos. Ambas partes querían a todas luces alcanzar un acuerdo, de modo que les pedí que se quedaran y que siguieran trabajando durante mi estancia en Okinawa. Aceptaron, aunque después de mi marcha, los palestinos siguieron negándose a negociar a partir de las ideas que yo había avanzado, afirmando que ya las habían rechazado. A continuación, los israelíes se plantaron. Eso fue en parte culpa mía. Al parecer, no había sido tan claro con Arafat como yo creía acerca de cómo debía desarrollarse la negociación durante la ampliación de la estancia.
Había dejado a Madeleine y al resto de nuestro equipo en un buen aprieto. Ella decidió llevar a Arafat a su granja y a Barak al famoso campo de batalla de la Guerra Civil en el cercano Gettysburg. Les animó, pero no sucedió nada. Shlomo BenAmi y Amnon Shahak, también él ex general, sostuvieron conversaciones positivas con Muhammad Dahlan y Muhammad Rashid, pero eran los más flexibles de sus respectivos grupos. Aun si llegaran a ponerse de acuerdo en todo, probablemente no podrían convencer a sus jefes de que les respaldaran.
Volví el decimotercer día de las discusiones, y nos pasamos de nuevo toda la noche trabajando, sobre todo en temas de seguridad. Lo repetimos al día siguiente hasta pasadas las 3 de la madrugada, antes de abandonar cuando el control efectivo del Monte del Templo y de todo Jerusalén Oriental no fue suficiente para Arafat sin la palabra «soberanía». En un esfuerzo de última hora, me ofrecí a tratar de convencer a Barak de que ofreciera soberanía plena para los barrios del extrarradio de Jerusalén Oriental, soberanía limitada para los interiores, y soberanía de «custodia» sobre el Haram. De nuevo Arafat se negó, y di por cerradas las negociaciones. Fue decepcionante y profundamente triste. En realidad, había muy poca diferencia entre ambas partes sobre cómo debían llevarse los asuntos relativos a Jerusalén; todo se reducía a quién poseía la soberanía.
Emití una declaración afirmando que había llegado a la conclusión de que las partes no podían llegar a ningún acuerdo en este momento, dadas las dimensiones emocionales, políticas, religiosas e históricas del conflicto. Para respaldar un poco a Barak frente a su oposición interior y apuntar lo que había sucedido, dije que, aunque Arafat había dejado claro que quería seguir en la vía de la paz, Barak había demostrado «un valor y una visión especiales, y una comprensión de la importancia histórica de este momento».
Dije que ambas delegaciones habían mostrado genuino respeto y un entendimiento respectivo como había visto pocas veces durante mis ochos años de mediador por la paz en todo el mundo, y que por primera vez habían discutido abiertamente de los temas más sensibles que estaban en juego. Ahora teníamos una idea más precisa de los límites de cada parte, y yo aún creía que teníamos la oportunidad de lograr un acuerdo antes de final de año.
Arafat hubiera querido continuar con las negociaciones, y en más de una ocasión había admitido que era difícil que volviera a producirse una conjunción de un gobierno israelí y un equipo norteamericano tan volcados en la paz. Resultaba difícil comprender por qué se había movido tan poco. Quizá su equipo no había trabajado a fondo los compromisos más duros; o quizá querían otra sesión para ver qué más podían obtener de Israel antes de mostrar su jugada. Por las razones que fueran, habían dejado a Barak expuesto a una situación política muy precaria. No por nada era el soldado más condecorado de la historia de Israel. A pesar de toda su tozuda brusquedad, había corrido muchos riesgos para obtener un futuro con más seguridad para Israel. En mis comentarios a la prensa, aseguré al pueblo de Israel que no había hecho nada para comprometer su seguridad, y afirmé que debían estar muy orgullosos de él.
Arafat era famoso porque esperaba hasta el último segundo, o «cinco minutos para la medianoche» como solíamos decir, para tomar su decisión. A mí solo me quedaban seis meses en la presidencia. Desde luego esperaba que el reloj de Arafat no atrasara
Cincuenta y cinco
Mientras proseguían las conversaciones de Camp David, también se producían acontecimientos positivos en otros lugares. Charlene Barshefsky puso punto y final a un amplio tratado comercial con Vietnam, y la Cámara aprobó una enmienda propuesta por Maxine Walters, que me respaldaba desde había mucho tiempo, para la financiación en un único pago de nuestra parte del esfuerzo para la reducción de la deuda en el milenio. Para ese entonces, la condonación de la deuda se había granjeado una variada panoplia de defensores, encabezados por el cantante Bono.
Bono ya se había convertido en un habitual de la vida política en Washington. Resultó ser un político de primera categoría, en parte gracias al elemento sorpresa. Larry Summers, que lo sabía todo de la economía, pero muy poco de la cultura popular, vino al Despacho Oval un día y comentó que acababa de tener una reunión sobre la condonación de la deuda con «un tipo llamado Bono, con un solo nombre, que vestía tejanos, camiseta y gafas de sol enormes. Ha venido a verme por lo de la deuda, y sabe de lo que habla».
El viaje de Okinawa fue un gran éxito, pues el G8 se puso manos a la obra respecto a nuestro compromiso de que todos los niños del mundo tuvieran acceso a la educación primaria hacia el 2015. Yo lancé un programa de 300 millones de dólares para garantizar una comida sustanciosa diaria para nueve millones de niños, a condición de que asistieran a la escuela a cambio de la comida. La iniciativa me la habían propuesto nuestro embajador de los programas alimentarios de la ONU en Roma, George McGovern; el viejo socio de McGovern en el programa de cupones de comida, Bob Dole, y el congresista Jim McGovern, de Massachusetts. También visité a las fuerzas estadounidenses destacadas en Okinawa, agradecí al primer ministro Yoshiro Mori que las dejara permanecer allí y prometí reducir las tensiones que nuestra presencia había originado. Era mi última cumbre del G8, y lamenté tener que acelerar mis actos allí para poder regresar a Camp David. Los otros dirigentes mundiales habían apoyado mucho mis iniciativas a lo largo de aquellos ocho años y habíamos logrado muchas cosas juntos.
Chelsea había viajado a Okinawa conmigo. Una de las mejores cosas de ese año, tanto para Hillary como para mí, fue que Chelsea estuvo en casa durante casi la mitad del tiempo. Durante sus primeros tres años, había acumulado muchos más créditos lectivos en Stanford de los que necesitaba para graduarse, de modo que pudo pasar los últimos seis meses en la Casa Blanca con nosotros. Ahora dividía su tiempo entre la campaña de su madre y los actos que se desarrollaban en la Casa Blanca, aparte de acompañarme en mis viajes al extranjero. Hizo un espléndido trabajo en ambos aspectos; su presencia hizo que la vida de sus padres fuera mucho mejor.
A finales de mes, reanudé mi batalla contra los republicanos a causa de las rebajas fiscales. Ellos querían gastarse los superávits estimados de toda una década en esas reducciones de impuestos, argumentando que el dinero pertenecía a los contribuyentes y que deberíamos devolvérselo. Era un razonamiento muy convincente, excepto por una sola cosa: los superávits eran proyecciones, y las rebajas fiscales propuestas tendrían lugar tanto si se materializaba ese dinero como si no. Traté de ilustrar el problema, pidiéndole a la gente que se imaginara que acababa de recibir una de esas cartas de promoción comercial tan agresivas, por ejemplo del presentador televisivo Ed McMahon, que empezara diciendo: «Usted quizá ya ha ganado 10 millones de dólares». Dije que la gente que pensara gastarse esa cantidad nada más recibir la carta debía apoyar el plan republicano; todos los demás deberían «quedarse con nosotros para que la prosperidad siguiera».
Agosto fue un mes muy complicado. Empezó con la nominación de George W. Bush y Dick Cheney en Filadelfia. Hillary y yo fuimos a Martha's Vineyard para un par de actos de recaudación de fondos para la campaña de Hillary y luego, en solitario, volé a Idaho para visitar a los bomberos que estaban librando una larga y peligrosa batalla contra un incendio forestal. El día 9, concedí la Medalla de la Libertad a quince norteamericanos, entre ellos el ya fallecido senador John Chafee; el senador Pat Moynihan; la fundadora del Fondo en Defensa de la Infancia, Marian Edelman; la activista por el SIDA, la doctora Mathilde Krim; Jesse Jackson, abogado por los derechos civiles; el juez Cruz Reynoso; y el general Wes Clark, que como colofón a su brillante carrera militar fue el comandante de nuestra ardua campaña contra Milosevic y la limpieza étnica en Kosovo.
En medio de una continua cascada de acontecimientos políticos, hice algo completamente alejado del campo de la política. Fui a la Iglesia Comunitaria Willow Creek de mi amigo Bill Hybel, en South Barrington, Illinois, cerca de Chicago, para una charla frente a varios cientos de personas en la conferencia sobre liderazgo de los ministros de Bill. Hablamos del tiempo en que había decidido entrar en política, de qué iglesia frecuentaba mi familia y lo que significaba para mí y también de por qué tanta gente creía aún que yo jamás me había disculpado por mi mala conducta. Comentamos el sistema de utilización de las encuestas, de cuáles eran los elementos más importantes de la cualidad del liderazgo y de cómo deseaba que me recordasen. Hybels tenía una forma extraordinaria de ir a la raíz de los problemas y de hacerme abordar cosas que generalmente no suelo comentar. Disfruté pasando unas pocas horas lejos de la política y reflexionando acerca de la vida interior que la política a menudo deja a un lado.
El 14 de agosto, la noche de inauguración de la convención demócrata, Hillary pronunció un emocionante discurso de agradecimiento a los demócratas por su apoyo, y una enérgica declaración en torno a lo que nos jugábamos en las elecciones de ese año. Luego, después de que se proyectara mi tercer vídeo, producido por Harry y Linda Thomason, en donde se enumeraban los éxitos y logros de nuestros ocho años, me hicieron salir al escenario en medio de una música estruendosa y estimulante. Cuando los aplausos y el ruido se apagaron, yo dije que las elecciones giraban alrededor de una pregunta muy sencilla: «¿Vamos a seguir conservando el ritmo de progreso y ¿de prosperidad?».
Pedí a los demócratas que se aseguraran de que aplicábamos el criterio del presidente Reagan de 1980 para saber si un partido debía o no seguir controlando la presidencia: «¿Estamos mejor hoy que ocho años antes?». La respuesta demostró que Harry Truman tenía razón cuando dijo: «Si quieres vivir como un republicano, más te vale votar por un demócrata». La multitud respondió con un aplauso ensordecedor. Estábamos mejor, y no solo económicamente. Había más puestos de trabajo, y también más adopciones. La deuda se había reducido, al igual que los embarazos de adolescentes. Nos estábamos convirtiendo en una sociedad más diversa, pero también más unida. Habíamos construido un puente y lo habíamos cruzado para llegar al siglo XXI, «y no íbamos a volver atrás».
Defendí la bondad de un Congreso demócrata, afirmando que lo que hiciéramos con la prosperidad de la que ahora gozábamos era una prueba tan válida del carácter, los valores y el buen juicio del pueblo norteamericano como lo había sido la forma en que nos habíamos enfrentado en el pasado. Si obteníamos un Congreso demócrata, Estados Unidos podría contar con la Declaración de Derechos del Paciente, un incremento del salario mínimo, una mayor igualdad salarial para las mujeres y rebajas fiscales para que la clase media pudiera costear la educación superior de sus hijos y la atención médica continua de sus mayores.
Alabé a Hillary por los treinta años que había pasado al servicio de la gente y especialmente por su labor desde la Casa Blanca a favor de las familias y la infancia, y dije que al igual que siempre había estado ahí para nuestra familia, también lo estaría para las familias de Nueva York y de todo el país.
Luego hablé a favor de Al Gore, haciendo hincapié en sus firmes convicciones y buenas ideas, la clara noción que tenía del futuro y su carácter fundamentalmente honesto y decente. Le agradecí a Tipper su defensa de los enfermos mentales, y elogié la elección de Al para la vicepresidencia: Joe Lieberman. Hablé de la amistad de treinta años que me unía con Joe, y de la labor de éste en defensa de los derechos civiles en el Sur durante la década de los sesenta. En tanto que el primer norteamericano de origen judío que jamás entraba a formar parte de la candidatura nacional de uno de los dos principales partidos, Joe era la clara prueba del compromiso de Al Gore de construir un país unido.
Terminé mi discurso con un agradecimiento y un ruego personal:
Amigos míos, esta misma semana, cincuenta y cuatro años atrás, nací en medio de una tormenta de verano, hijo de una joven viuda, en un pequeño pueblo del Sur. Estados Unidos me dio la oportunidad de vivir mis sueños. He tratado, lo mejor que he sabido, de darles una oportunidad mejor para realizar los suyos. Ahora mi cabello es un poco más gris, y mis arrugas un poco más profundas, pero con el mismo optimismo y esperanza que aporté al trabajo que tanto amaba, ocho años atrás, quiero que sepan que mi corazón rebosa gratitud.
Conciudadanos, el futuro de nuestro país queda ahora en sus manos. Tienen que reflexionar seriamente, sentir profundamente, escoger con sabiduría. Y recuerden: pongan siempre primero a la gente. Sigan construyendo puentes. Y no dejen de pensar en el mañana.
Al día siguiente, Hillary, Chelsea y yo volamos hacia Monroe, Michigan, para un mitin de «entrega del testigo» con Al y Tipper Gore. La multitud que asistió al acto, que tenía lugar en un estado en contienda, envió a Al a Los Angeles para recibir la nominación y convertirse en líder de nuestro partido, y a mí al McDonald's local, una parada que no había hecho en muchos años.
La candidatura BushCheney se había decantado por una campaña con un mensaje doble. El argumento positivo era el «conservatismo compasivo», es decir, garantizar al país las mismas condiciones sociales y económicas positivas que nosotros les habíamos proporcionado, pero con un gobierno más reducido y una reducción de impuestos más alta. El negativo era que elevarían el tono moral y pondrían fin al amargo enfrentamiento entre ambos partidos en Washington. Eso era, por decirlo suavemente, poco sincero. Yo había hecho todo lo que había podido y más para establecer un diálogo con los republicanos de Washington; ellos habían tratado de satanizarme desde el primer día. Ahora venían a decir: «Dejaremos de portarnos mal si nos devuelven la Casa Blanca».
El tema de la moralidad no debería haber tenido ninguna repercusión, a menos que la gente creyera que Gore había hecho algo malo, especialmente teniendo en cuenta que Lieberman, un hombre irreprochable, formaba parte de su candidatura. Yo no aparecía en esa papeleta de voto; era injusto y un perjuicio para los votantes culparles a ellos por mis errores personales. Yo sabía que su estrategia no funcionaría a menos que los demócratas aceptasen la legitimidad del argumento republicano y no les recordaran a los votantes el fiasco del impeachment, y todo el daño que la derecha podía causarles si llegaba a controlar tanto la Casa Blanca como el Congreso. Un vicepresidente de la Asociación Nacional del Rifle ya se había vanagloriado de que si Bush resultaba elegido, la ANR tendría una oficina en la Casa Blanca.
Después de nuestra convención, las encuestas decían que Al Gore superaba ligeramente a su contrincante. Yo acompañé a Hillary al área de los Finger Lakes, en el norte del estado de Nueva York, para pasar un par de días de vacaciones, y de campaña. Su carrera electoral se estaba desarrollando de un modo muy distinto a como había empezado. El alcalde Giuliani se había retirado, y su nuevo oponente, el congresista de Long Island Rick Lazio, presentaba un nuevo reto: era atractivo e inteligente, y una figura menos polémica que Giuliani, aunque era más conservador que éste.
Terminé el mes con dos cortos viajes. Después de una reunión en Washington con Vicente Fox, el presidente electo de México, volé a Nigeria para entrevistarme con el presidente Olusengun Obasanjo. Quería apoyar sus esfuerzos para reducir la incidencia del SIDA antes de que las tasas de infección de Nigeria alcanzaran el nivel de las naciones del sur de Africa, y también hacer énfasis en la reciente aprobación de la ley de comercio africano, que yo esperaba que ayudase a la maltrecha economía de Nigeria, que luchaba por salir adelante. Obasanjo y yo asistimos a una reunión sobre el SIDA en la que una joven habló de sus esfuerzos por educar a sus compañeros de clase sobre la enfermedad, y un hombre llamado John Ibekwe nos contó la conmovedora historia de su matrimonio con una mujer que padecía VIH y le infectó el virus, así como su frenética búsqueda para encontrar una medicina para su mujer que permitiera al hijo de ambos nacer libre del mal. Finalmente, John tuvo éxito, y la pequeña María nació sin el VIH. El presidente Obasanjo le pidió a la señora Ibekwe que subiera al escenario, donde la abrazó. Fue un gesto conmovedor y una clara señal de que Nigeria no caería en la trampa de negar la realidad, que tanto había contribuido al contagio del SIDA en otros países.
De Nigeria volé a Arusha, Tanzania, para participar en las conversaciones de paz de Burundi, que Nelson Mandela estaba presidiendo. Mandela quería que me sumara a él y otros dirigentes africanos en la sesión de clausura, para exhortar a los líderes de las numerosas facciones de Burundi para que firmaran el acuerdo y evitaran otro Ruanda. Mandela me dio instrucciones muy claras: estábamos jugando a poli bueno y poli malo. Mi discurso sería positivo, animándoles a hacer lo correcto, y luego Mandela pediría a las partes que firmasen la propuesta. Funcionó: el presidente Pierre Buyoya y trece de las diecinueve partes enfrentadas aceptaron firmar. Pronto, solo se negaron dos.
Aunque era un viaje agotador, ir a la conferencia de paz de Burundi era una manera importante de demostrarle a Africa y al mundo que Estados Unidos quería ayudar a mantener la paz. Como me dije para mis adentros antes de empezar nuestras conversaciones de Camp David, "o lo logramos, o que nos atrapen en el intento".
El 30 de agosto viajé hasta Cartagena, en Colombia, junto con el portavoz Dennis Hastert y seis otros miembros de la Cámara, el senador Joe Biden y otros tres senadores, y varios miembros del gabinete. Todos queríamos reforzar el compromiso de Estados Unidos con el Plan Colombia del presidente Andrés Pastrana, cuyo objetivo era liberar a su país de los narcotraficantes y los terroristas que controlaban cerca de un tercio del territorio. Pastrana había arriesgado su propia vida yendo solo a reunirse con la guerrilla en su territorio. Cuando fracasó, pidió a Estados Unidos que le ayudase a derrotarles con el Plan Colombia. Fuertemente respaldado por Hastert, yo había obtenido más de mil millones de dólares del Congreso para poner nuestro grano de arena.
Cartagena es una ciudad preciosa, rodeada de viejas murallas. Pastrana nos llevó a dar una vuelta para conocer a los agentes que luchaban contra los narcotraficantes y a algunos de los afectados por la violencia, incluyendo la viuda de un oficial de policía asesinado en el cumplimiento de su deber, uno de cientos que murieron por su integridad y su bravura. Andrés también nos presentó a Chelsea y a mí a un adorable grupo de jóvenes músicos que se hacían llamar los Niños del Vallenato, su pueblo natal en un área a menudo gobernada por la violencia. Cantaron y bailaron por la paz, ataviados con el traje tradicional; esa noche, en las calles de Cartagena, Pastrana, Chelsea y yo bailamos con ellos.
A finales de la primera semana de septiembre, después de vetar una ley que revocaba el impuesto estatal, anuncié que dejaría en manos de mi sucesor la decisión de desplegar un sistema de defensa de misiles. Me dediqué a hacer campaña por Hillary en la Feria Estatal de Nueva York, y fui a las Naciones Unidas para la cumbre del Milenio. Fue la mayor asamblea de dirigentes mundiales que se había celebrado jamás. Mi último discurso en la ONU fue un llamamiento breve pero apasionado para que aumentara la cooperación internacional en los temas de seguridad, paz y prosperidad compartida, con el fin de construir un mundo que funcionase a partir de reglas sencillas: «Todo el mundo cuenta, todo el mundo tiene un papel que desempeñar y todos estamos mejor cuando nos ayudamos mutuamente».
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