Análisis del libro "MI vida (parte II)" de Williams Bill Clinton (página 17)
Enviado por Yunior Andrés Castillo S.
Del testimonio de Starr surgieron tres cosas sorprendentes. La primera fue el anuncio de que no había descubierto ningún indicio de nada ilegal por mi parte o por la de Hilary en las investigaciones de la Oficina de Viajes y del FBI. El congresista Barney Frank, de Massachusetts, le preguntó cuándo había llegado a esas conclusiones. «Hace algunos meses», contestó Starr. Frank le preguntó entonces por qué había esperado hasta después de las elecciones para exonerarme de aquellas acusaciones cuando había enviado su informe «con un montón de cosas negativas sobre el presidente» antes de las elecciones. La breve respuesta de Starr fue confusa y evasiva.
En segundo lugar, Starr admitió que había hablado con la prensa sobre los antecedentes del caso, lo que constituía una violación de las reglas de confidencialidad del gran jurado. Finalmente, negó bajo juramento que su oficina hubiera tratado de que Monica Lewinsky llevara un micrófono para grabar sus conversaciones con Vernon Jordan, yo y otras personas. Cuando le enfrentaron con el FBI, que demostraba que sí lo había hecho, se volvió a mostrar evasivo. El Washington Post informó que «las negativas de Starr… quedaron desmentidas por sus propios informes del FBI».
El hecho de que Starr hubiera admitido haber violado la ley sobre el secreto del gran jurado y además hubiera mentido bajo juramento no hizo que él o el comité republicano frenaran. Creían que al equipo que jugaba en casa se le aplicaban reglas distintas.
Al día siguiente Sam Dash dimitió de asesor ético de Starr; dijo que éste se había implicado a sí mismo de forma «ilegal» en el proceso de impeachment con sus comentarios en la audiencia en el Congreso. Como mi madre solía decir, Dash llegaba «un día tarde y con un dólar de menos»: hacía mucho tiempo que a Starr no le preocupaba en absoluto cumplir o no cumplir la ley.
Poco antes del día de Acción de Gracias, los republicanos de la Cámara regresaron a Washington para escoger al presidente del Comité de Gastos, Bob Livingston, de Louisiana, nuevo portavoz de la Cámara. Ocuparía el cargo en enero, cuando comenzara el nuevo período de sesiones del Congreso. En aquel tiempo, la mayoría de la gente creía que el movimiento a favor del impeachment se había encallado. Muchos republicanos moderados habían dicho que se oponían a ello y que las elecciones habían sido un mensaje muy claro del pueblo norteamericano, que quería que el Congreso me diera una reprimenda o censurara mi conducta y luego siguiera con los asuntos de interés público.
A mediados de mes llegué a un acuerdo para cerrar extrajudicialmente el caso de Paula Jones por una elevada cantidad de dinero pero sin ninguna disculpa. No me gustó nada tener que hacerlo porque había conseguido una victoria rotunda con la ley y los hechos en la mano en un caso que tenía motivaciones políticas. Los abogados de Jones habían llevado el caso ante la Corte de Apelaciones del octavo circuito, pero la ley aplicable al caso estaba clara: si la Corte de Apelaciones seguía su propia jurisprudencia, yo ganaría la apelación. Por desgracia la comisión de tres jueces asignada para decidir sobre el caso estaba encabezada por Pasco Bowman, el mismo juez ultraconservador que había apartado al juez Henry Woods de uno de los casos de Whitewater basándose en engañosos artículos publicados en los periódicos después de que Woods hubiera dictado una sentencia que no había gustado a Starr. Pasco Bowman, como el juez David Sentelle en Washington, había demostrado que estaba dispuesto a hacer excepciones en la aplicación correcta de la ley en los casos que tenían que ver con Whitewater.
Parte de mí casi quería perder la apelación para así poder ir al juzgado, coger todos los documentos y declaraciones y mostrar al público qué habían estado haciendo mis adversarios. Pero había prometido al pueblo norteamericano que me iba a pasar los siguientes dos años trabajando para ellos; no tenía sentido que perdiera ni cinco minutos más pensando en el caso Jones. El acuerdo se llevó más o menos la mitad de nuestros ahorros de toda una vida y ya estábamos muy endeudados a causa de las facturas de los abogados, pero sabía que si la salud me acompañaba podría ganar suficiente dinero para mantener a mi familia y pagar esas facturas cuando abandonara el cargo. Así que llegué a un acuerdo y volví al trabajo.
Mi promesa de dejar atrás el caso Jones se pondría a prueba una vez más, y de forma muy dura. En abril de 1999 la juez Wright me sancionó por violar sus órdenes de revelación de información y me exigió que pagara los costes de viaje y los gastos de declaración de los abogados de Jones. Yo disentía profundamente de la opinión de Wright, pero no podía discutirla sin meterme en los hechos que estaba decidido a evitar y sin perder tiempo que debía dedicar a mi trabajo. La verdad es que me reconcomía tener que pagar los gastos de los abogados de Jones; habían insultado a los testigos con preguntas hechas con mala fe y preparadas de común acuerdo con Starr, y habían hecho caso omiso repetidamente de las órdenes del juez de no filtrar nada a la prensa. El juez les amenazó a menudo, pero nunca les hizo nada.
El 2 de diciembre, Mike Espy fue declarado inocente de todos los cargos que había presentado contra él el fiscal independiente Donald Smaltz. Smaltz había seguido el manual de Starr en la investigación sobre Espy; había gastado más de diecisiete millones de dólares y procesado a cuantos pudo en un intento de obligarles a decir algo malo sobre Mike. La severa reprimenda del jurado hizo que Smaltz y Starr fueran los dos únicos fiscales independientes que jamás habían perdido un juicio con jurado.
Unos días más tarde, Hillary y yo volamos hasta Nashville para una misa fúnebre en honor del padre de Al Gore, el senador Albert Gore Sr., que había muerto a los noventa años en su casa de Carthage, Tennessee. El War Memorial Auditorium estaba lleno de gente de todas las clases sociales, que habían ido a presentar sus últimos respetos a un hombre cuyo servicio en el senado incluía la construcción del sistema de autopistas interestatales, su rechazo a firmar el segregacionista Manifiesto del Sur en 1956 y una oposición valiente a la guerra de Vietnam. Yo había admirado al senador Gore desde mi juventud y siempre había disfrutado las oportunidades que mi asociación con Al me daba de pasar tiempo con él. El senador y la señora Gore se habían esforzado haciendo campaña por Al y por mí en 1992, y a mí me encantaba oír los discursos de campaña a la antigua usanza del senador, llenos de azufre y fuegos del infierno.
La música del funeral fue conmovedora, especialmente cuando escuchamos una vieja cinta del senador Gore cuando era un joven político en alza que tocaba el violín en el Constitution Hall, en 1938. Al pronunció el panegírico, un homenaje elocuente y tierno a su padre, tanto en su faceta privada como pública. Después de la misa le dije a Hillary que hubiera deseado que todo el mundo en Estados Unidos hubiera estado allí.
A mediados de mes, cuando estaba a punto de salir hacia Israel y Gaza para mantener mis compromisos de los acuerdos de Wye, el Comité Judicial de la Cámara votó, de nuevo siguiendo férreamente la división por partidos, a favor de someterme a un proceso de impeachment por perjurio en mi declaración y en el testimonio ante el gran jurado, y por obstrucción a la justicia. También aprobaron un cuarto cargo que me acusaba de dar respuestas falsas a sus preguntas. Era un procedimiento verdaderamente estrafalario. El presidente Hyde se negó a dar una definición estándar de lo que constituía motivo de impeachment y también se negó a llamar a ningún testigo que tuviera conocimiento directo de los asuntos sobre los que se discutía. Tomó la decisión de que el voto sobre el impeachment debía consistir simplemente en votar si se enviaba el informe Starr al Senado, que tendría que decidir si los hechos que se incluían en el informe eran ciertos y si había justificación para apartarme del cargo.
Un grupo de fiscales de ambos partidos dijo al comité que ningún fiscal me acusaría de perjurio con las pruebas que había en este caso, y un grupo de prestigiosos historiadores, entre ellos Arthur Schlesinger, de la City University de Nueva York; C. Vann Woodward, de Yale, y Sean Wilentz, de Princeton, declararon que lo que se me acusaba de haber hecho no reunía los requisitos básicos del impeachment que habían fijado los fundadores, es decir, que fuera un «delito grave o falta» cometido en el ejercicio del poder ejecutivo. Esta había sido la definición aceptada durante mucho tiempo y quedó refrendada por una carta al Congreso firmada por más de cuatrocientos historiadores. Por ejemplo, en el caso Watergate, el Comité Judicial de la Cámara de Representantes votó en contra del impeachment de Nixon por supuesta evasión de impuestos porque no tenía nada que ver con su desempeño en el cargo. Pero todo esto no era relevante para Hyde, para su igualmente hostil abogado, David Schippers, ni para los derechistas que controlaban la Cámara.
Desde la elección, Tom DeLayy su equipo habían estado martilleando desde los medios de comunicación de derechas para pedir mi impeachment. Las tertulias radiofónicas estaban presionando para conseguirlo, y los moderados estaban comenzando a tener noticias de los activistas antiClinton en sus propios distritos. Estaban convencidos de que lograrían que suficientes miembros moderados del Congreso se olvidaran de la oposición popular al impeachment si les metían miedo sobre las represalias que los detractores de Clinton se tomarían en su contra.
En el contexto de esta estrategia, el voto del comité Hyde contra una resolución de censura era tan importante como sus votos por los artículos de impeachment. La censura era la opción que prefería el 75 por ciento de los norteamericanos; si una resolución de censura podía presentarse en la Cámara, los republicanos moderados votarían por ella y el impeachment no tendría ninguna posibilidad. Hyde decía que el Congreso no tenía la autoridad necesaria para censurar al presidente: era el impeachment o nada. De hecho, los presidentes Andrew Jackson y James Polk habían sido ambos censurados por el Congreso. La resolución de censura se denegó en el comité, de nuevo con un voto que seguía la línea de los respectivos partidos. El pleno de la Cámara no podría votar lo que la mayor parte de los norteamericanos querían. Ahora era cuestión de a cuántos republicanos moderados se podía «convencer».
Después de la votación del comité, Hillary y yo volamos a Oriente Próximo para reunirnos y cenar con el primer ministro Netanyahu, encender las velas de un menorah para Hanukkah y visitar la tumba de Rabin junto con su familia. Al día siguiente Madeleine Albright, Sandy Berger, Dennis Ross, Hillary y yo fuimos en helicóptero a una zona densamente poblada de Gaza para cortar la cinta inaugural del nuevo aeropuerto y comer con Arafat en un hotel con una vista preciosa de la larga playa mediterránea de Gaza. Pronuncié ante el Consejo Nacional Palestino el discurso que me había comprometido a dar en Wye. Justo antes de que me levantara para hablar, casi todos los delegados levantaron las manos para mostrar su apoyo a la eliminación del artículo que llamaba a la destrucción de Israel de sus estatutos. Fue el momento que hizo que todo el viaje valiera la pena. Casi se podía oír el suspiro de alivio de Israel; quizá los israelíes y los palestinos, después de todo, pudieran compartir una tierra y un futuro. Di las gracias a los delegados, les dije que quería que su gente recibiera beneficios concretos de esa paz y les pedí que se mantuvieran dentro del proceso para conseguirla.
No era un llamamiento vano. Menos de dos meses después del éxito de Wye, las negociaciones volvían a estar en peligro. Incluso a pesar de que el gobierno de Netanyahu había aprobado por un estrecho margen el acuerdo, su coalición no estaba en realidad a favor de él, lo que le hacía virtualmente imposible proceder a la redistribución de las tropas y a la liberación de los prisioneros, por no hablar de pasar a las todavía más complejas cuestiones del estatuto, entre ellas la cuestión del estado palestino y si la parte oriental de Jerusalén se convertiría en la capital de Palestina. La enmienda de los estatutos palestinos el día anterior ayudó a Netanyahu con la opinión pública israelí, pero su coalición era mucho más dificil de convencer. Parecía que tendría que formar un gobierno de unidad nacional más amplio o convocar a elecciones.
La mañana siguiente a mi discurso a los palestinos, Netanyahu, Arafat y yo nos encontramos en el cruce fronterizo de Erez para tratar de impulsar la aplicación de Wye y decidir de qué forma pasar a las cuestiones del estatuto final. Tras ello, Arafat nos acompañó a Hillary y a mí a Belén. Estaba orgulloso de tener la custodia de un lugar tan sagrado para los cristianos, y sabía que significaría mucho para nosotros visitarlo en unas fechas tan cercanas a la Navidad.
Después de dejar a Arafat, nos unimos al primer ministro Netanyahu en una visita a Masada. Me quedé impresionado de todo el trabajo que se había realizado desde que Hillary y yo la visitamos por primera vez, en 1981, para recuperar los restos de la fortaleza en la que los mártires judíos habían luchado hasta la muerte por sus convicciones. Bibi parecía estar un poco pensativo y apagado. Había ido más allá de la zona política en la que estaba seguro con los acuerdos de Wye y su futuro era incierto. No había forma de saber si los riesgos que había corrido acercarían a Israel a la paz definitiva o si pondrían fin a su gobierno.
Nos despedimos del primer ministro y volamos a casa para encontrarnos con otros conflictos. Seis días atrás, en el segundo día de las renovadas inspecciones de Naciones Unidas en Irak, se había denegado el acceso a algunos inspectores a la sede del Partido Baas de Sadam. El día que regresamos a Washington, el jefe de los equipos de inspección, Richard Butler, informó a Kofi Annan que Irak no había mantenido sus compromisos de cooperar con él e incluso había impuesto nuevas restricciones al trabajo de los inspectores.
Al día siguiente, Estados Unidos y el Reino Unido lanzaron una serie de ataques aéreos y con misiles de crucero contra los supuestos emplazamientos químicos, biológicos y de laboratorios nucleares de Irak y contra su capacidad militar para amenazar a sus vecinos. En mi discurso al pueblo norteamericano aquella tarde dije que Sadam había utilizado anteriormente armas químicas contra los iraníes y los kurdos del norte y que había disparado misiles Scud contra otros países. Dije que había cancelado un ataque cuatro semanas antes porque Sadam había prometido cooperación total. Sin embargo, se había amenazado repetidamente a los inspectores, «así que Irak había dilapidado su última oportunidad».
Cuando se lanzaron los ataques, nuestra información de los servicios de inteligencia indicaba que había cantidades considerables de materiales biológicos y químicos que quedaron en Irak al final de la guerra del Golfo, y también algunas cabezas de misil que todavía no se habían declarado; además, se estaban llevando a cabo algunos trabajos elementales de laboratorio para conseguir armas nucleares. Nuestros expertos militares creían que las armas no convencionales podían haberse convertido en todavía más importantes para Sadam porque sus fuerzas militares convencionales eran mucho más débiles de lo que lo habían sido antes de la guerra del Golfo.
Mi equipo de seguridad nacional afirmaba unánimemente que debíamos atacar a Sadam tan pronto como se emitiera el informe Butler para minimizar el riesgo de que Sadam pudiera dispersar sus fuerzas y proteger sus arsenales biológicos y químicos. Tony Blair y sus asesores se mostraron de acuerdo. El ataque angloamericano se prolongó durante cuatro días, con 650 salidas aéreas y 400 misiles de crucero, todos con los objetivos cuidadosamente fijados para golpear objetivos militares y de seguridad nacional y minimizar las bajas civiles. Después del ataque, no teníamos forma de saber qué cantidad del material prohibido habíamos destruido, pero sencillamente habíamos reducido la capacidad de Irak para producir y desplegar armas peligrosas.
Aunque hablaban sobre Sadam como si fuera el mismísimo diablo, algunos republicanos estaban enfadados por los ataques. Muchos de ellos, como el senador Lott y el representante Dick Armey, criticaron el momento elegido para lanzar los ataques, diciendo que los había ordenado para retrasar el voto de la Cámara sobre el impeachment. Al día siguiente, después de que muchos senadores republicanos expresaran su apoyo a los ataques, Lott se retractó de sus comentarios. Armey nunca lo hizo; él, DeLay y sus lacayos habían trabajado duro para conseguir que sus colegas moderados mantuvieran la formación, y ahora tenían prisa para votar el impeachment antes de que algunos de ellos comenzaran a pensar de nuevo.
El 19 de diciembre, no mucho antes de que la Cámara comenzara a votar el impeachment, el designado como portavoz, Bob Livingston, anunció que se retiraba de la Cámara después de que se hubieran hecho públicos sus problemas personales. Después supe que diecisiete republicanos conservadores se le habían acercado y le habían dicho que tenía que dimitir, no por lo que había hecho, sino porque se había convertido en un obstáculo para mi impeachment.
Apenas seis semanas después de que el pueblo norteamericano hubiera enviado un mensaje alto y claro contra el impeachment, la Cámara votó a favor de dos de los cuatro artículos de impeachment aprobados por el comité Hyde. El primero, que me acusaba de haber mentido ante el gran jurado, se aprobó por 228 votos contra 206; hubo cinco republicanos que votaron en contra. El segundo, que decía que había obstruido la justicia con mi persistente perjurio y ocultando regalos, se aprobó por 221 contra 212, con doce republicanos que votaron «no». Los dos cargos eran incoherentes.
El primero se basaba en las divergencias que había entre la descripción de Monica Lewinsky de nuestros encuentros en el informe Starr y mi testimonio ante el gran jurado; el segundo ignoraba el hecho de que ella también había testificado que yo jamás le había pedido que mintiera, un hecho que corroboraban otros testigos. Al parecer, los republicanos solo la creían cuando me llevaba la contraria.
Poco después de las elecciones, Tom DeLay y compañía comenzaron a ir a la caza de los republicanos moderados. Consiguieron algunos votos privándoles de la posibilidad de votar una resolución de censura, y luego diciéndoles que si me querían censurar de algun modo, deberían hacerlo votando a favor del impeachment, porque de todas formas no me podrían condenar y expulsarme del cargo ya que los republicanos no podían lograr los dos tercios de los votos necesarios para ello en el Senado. Unos días después de la votación de la Cámara, cuatro miembros moderados de la misma —Mike Castle, de Delaware; James Greenwood, de Pennsylvania, y Ben Gilman y Sherwood Boehlert de Nueva York— escribieron al New York Times diciendo que el hecho de que hubieran votado a favor del impeachment no quería decir que creyeran que se me debía apartar del cargo.
No conozco todos los palos y zanahorias que se usaron en cada caso particular con los moderados, pero descubrí algunos de ellos. Un presidente de un comité republicano, muy angustiado, dijo a un asesor de la Casa Blanca que no quería votar por el impeachment pero que de no hacerlo hubiera perdido la presidencia de su comité. Jay Dickey, un republicano de Arkansas, dijo a Mack McLarty que podría perder su puesto en el Comité de Gastos si no votaba a favor de mi impeachment. Me sentí muy decepcionado cuando Jack Quinn, un republicano de Buffalo, Nueva York, que había sido un huésped habitual de la Casa Blanca y que le había dicho a mucha gente, y también a mí, que se oponía al impeachment, dio un giro de ciento ochenta grados y anunció que votaría a favor de tres artículos. Yo me había llevado su distrito por una gran mayoría en 1996, pero, por lo visto, una ruidosa minoría de sus electores le había presionado mucho. Mike Forbes, un republicano de Long Island que me había apoyado durante la batalla del impeachment, cambió de opinión cuando le ofrecieron un puesto importante en el equipo de Livingston. Cuando Livingston dimitió, la oferta se evaporó.
Cinco demócratas también votaron a favor del impeachment. Cuatro de ellos procedían de distritos conservadores. El quinto dijo que quería votar una resolución de censura, pero que después creyó que lo que estaba haciendo era la mejor alternativa. Entre los republicanos que habían votado en contra del impeachment estaban Amo Houghton, de Nueva York, y Chris Shays, de Connecticut, dos de los republicanos más progresistas e independientes de la Cámara; Connie Morelia, de Maryland, también una progresista cuyo distrito había votado abrumadoramente por mí en 1996, y dos conservadores, Mark Souder, de Indiana, y Peter King, de Nueva York, que simplemente se negaban a seguir adelante con la idea de los dirigentes de su partido de convertir una cuestión constitucional en un test de lealtad al partido.
Peter King, con quien yo había trabajado en Irlanda del Norte, soportó semanas de mucha presión; llegaron a amenazarle con destruirle políticamente si no votaba a favor del impeachment. En muchas entrevistas de televisión, King lanzó un argumento muy sencillo a sus colegas republicanos: «Estoy en contra del impeachment al presidente Clinton porque si fuera un republicano ustedes también lo estarían». Los republicanos que estaban a favor del impeachment y que aparecían en los programas con él nunca supieron darle una buena respuesta a eso. Los republicanos de derechas creían que todo el mundo tenía un precio o un punto débil, y la mayoría de las veces estaban en lo cierto, pero Peter King tenía alma irlandesa: amaba la poesía de Yeats, no temía luchar por una causa perdida y no se le podía comprar.
Aunque se decía que las fuerzas favorables al impeachment habían celebrado reuniones en el despacho de DeLay para rezar y rogar el apoyo de Dios en su misión divina, lo que los impulsaba a pedirlo no eran motivos morales o legales, sino simplemente la búsqueda del poder. Newt Gingrich lo había dicho todo en una sola frase: estaban haciéndolo «porque podíamos hacerlo».
El impeachment no era por mi indefendible conducta personal. Había mucho de eso también en su bando y estaba comenzando a salir a la luz, incluso sin necesidad de un pleito falaz ni de un fiscal especial para que hurgara en los hechos. No iba sobre si había mentido en un proceso legal; cuando se descubrió que Newt Gingrich había prestado falso testimonio repetidas veces durante la investigación del Comité de Ética de la Cámara sobre las aparentemente ilegales prácticas de su comité de acción política, la misma gente que ahora acababa de votar mi impeachment se había contentado con censurarle y ponerle una multa. Cuando Kathleen Willey, a la que Starr había concedido inmunidad mientras le dijera lo que el quería escuchar, mintió, Starr simplemente le volvió a conceder inmunidad. Cuando Susan McDougal se negó a mentir por él, la procesó. Cuando Herby Branscum y Rob Hill se negaron a mentir por él, los procesó. Cuando Webb Hubbel se negó a mentir por él, le procesó dos y tres veces, y luego procesó a su mujer, a su abogado y a su contable, solo para luego retirar los cargos de los que acusaba a todos ellos. Cuando se demostró falsa la primera historia que David Hale había contado sobre mí, Starr le permitió cambiarla hasta que al final Hale consiguió elaborar una versión que no se podía demostrar que fuera falsa. El ex socio de Jim McDougal y viejo amigo mío Steve Smith se ofreció a pasar la prueba del detector de mentiras para refrendar su afirmación de que la gente de Starr le había preparado una declaración mecanografiada para que la leyera ante el gran jurado y le siguieron presionando para que lo hiciera incluso después de que les dijera repetidamente que lo que decía aquella declaración era falso. El propio Starr mintió bajo juramento cuando dijo que no había pedido a Monica Lewinsky que llevara un micrófono.
Y la votación en la Cámara desde luego no iba sobre si los cargos planteados constituían actos susceptibles de provocar un proceso de impeachment tal y como este se entendía históricamente. Si se hubiera aplicado el estándar del Watergate a mi caso, no habría habido impeachment.
Esto iba sobre poder, sobre algo que los dirigientes republicanos de la Cámara hacían porque podían hacerlo y porque querían aplicar un programa al que me oponía y que había bloqueado. No tengo ninguna duda de que muchos de sus seguidores en todo el país creían que la decision de apartarme del cargo se basaba en la moral o en la ley, y que yo era tan mala persona que no importaba si mi conducta encajaba o no con la definición constitucional de los motivos para un impeachment. Pero su posición no respetaba la prueba más básica de moralidad y justicia: las mismas reglas deben aplicarse a todo el mundo. Como Teddy Roosevelt dijo una vez, ningún hombre está por encima de la ley, pero «ningún hombre está tampoco por debajo».
En las guerras partidistas que se habían desatado desde mediados de la década de 1960, ninguno de los dos bandos estaba completamente libre de culpa. Yo pensaba que estaba de más que los demócratas examinaran qué películas gustaban al juez Bork y los hábitos con el alcohol del senador John Tower. Pero cuando se trataba de políticas de destrucción personal, los republicanos de la Nueva Derecha eran unos verdaderos maestros. Mi partido no parecía entender el poder, pero yo estaba orgulloso de que hubiera algunas cosas que los demócratas no estuvieran dispuestos a hacer solo porque pudieran hacerlas.
Poco después de la votación en la Cámara, Robert Healy escribió un artículo en el Boston Globe sobre una reunión entre el portavoz Tip O'Neill y el presidente Reagan que tuvo lugar en la Casa Blanca a finales de 1986. La historia del IránContra había salido a la luz pública; los asesores de la Casa Blanca John Poindexter y Oliver North habían infringido la ley y habían mentido sobre ello al Congreso. O'Neill no le preguntó al presidente si había conocido o autorizado la violación de la ley (la comisión bipartita del senador John Tower descubrió más adelante que, en efecto, Reagan no había sabido nada sobre ello). Según Healy, O'Neill simplemente le dijo al presidente que no permitiría que se produjera ningún proceso de impeachment; dijo que había vivido el Watergate y que no iba a volver a someter al país a un calvario como aquel otra vez.
Puede que Tip O'Neill fuera mejor patriota que Gingrich y DeLay, pero ellos y sus aliados habían sido más eficaces en concentrar el poder y en usarlo tanto como pudieron contra sus adversarios. Creían que, a corto plazo, el poder hace la ley, y no les preocupaba lo que sufriera el país en el proceso. Desde luego no les preocupaba en absoluto que el Senado no fuera a apartarme del cargo. Creían que si me echaban encima la suficiente basura, la prensa y el público acabaría culpándome a mí por su mala conducta además de por la mía. Querían marcarme con una gran «I» y estaban convencidos de que durante el resto de mi vida, y durante algún tiempo después, el hecho de que me hubiera sometido a un proceso de impeachment permanecería, mientras que se olvidarían las circunstancias que lo habían envuelto. Nadie hablaría de que todo el proceso no había sido más que una farsa hipócrita y la culminación de años de conducta inconsciente de Kenneth Starr y sus secuaces.
Justo después de la votación, Dick Gephardt trajo a un gran grupo de demócratas de la Cámara que me habían defendido a la Casa Blanca para que pudiera agradecérselo y para que diéramos imagen de unidad ante la batalla que se avecinaba. Al Gore defendió a capa y espada mis logros como presidente y Dick hizo un apasionado llamamiento a los republicanos para que abandonaran la estrategia política de la destrucción personal y continuaran trabajando en los temas que interesaban a la nación. Hillary me comentó más adelante que el acto casi había parecido un mitin después de una victoria. De alguna forma lo era. Los demócratas se habían mantenido firmes no solo para denfenderme a mí, sino, lo que era mucho más importante, también para defender la Constitución.
Desde luego yo hubiera preferido no haberme sometido a un impeachment, pero me consolaba que la única otra ocasión en que había sucedido, a Andrew Johnson a finales de la década de 1860, tampoco hubo «delitos graves o faltas»; igual que en mi caso, fue una acción por motivos políticos e impulsada por el partido que tenía la mayoría en el Congreso y que no supo contenerse.
Hillary estaba más molesta por la naturaleza partidista del proceso que tenía lugar en la Cámara de lo que lo estaba yo. Cuando era una abogada joven, había trabajado en el equipo de John Doar para el Comité Judicial de la Cámara durante el Watergate, cuando se realizó un esfuerzo serio, equilibrado y bipartito para cumplir el mandato constitucional de definir y encontrar graves crímenes y conductas en las actividades oficiales del presidente.
Desde el principio, creí que la mejor forma de ganar el duelo con la Extrema Derecha era seguir haciendo mi trabajo y dejar que otros se encargasen de mi defensa. Durante los procesos en la Cámara y en el Senado eso es exactamente lo que traté de hacer, y mucha gente me dijo que me lo agradecía.
La estrategia funcionó todavía mejor de lo previsto. La publicación del informe Starr y la decisión de los republicanos de seguir adelante con el proceso de impeachment trajo consigo un perceptible cambio de enfoque en la cobertura mediática. Como ya he dicho, la prensa no fue nunca unánime, pero ahora incluso aquellos que anteriormente habían estado dispuestos a darle cancha a Starr comenzaron a apuntar la implicación de grupos de derechas en la conjura, a explicar las tácticas rastreras de la OFI y la absoluta falta de precedentes para lo que los republicanos estaban haciendo. También las tertulias de televisión comenzaron a ser más equilibradas, a medida que comentaristas como Greta Van Sustren y Susan Estrich e invitados como los abogados Lanny Davis, Alan Dershowitz, Julian Epstein y Vincent Bugliosi se aseguraron de que se escuchara a ambas partes. También hubo miembros del Congreso que defendieron mi causa, entre ellos el senador Tom Harkin, los miembros del Comité Judicial de la Cámara Sheila Jackson Lee y Bill Delahunt, que también era ex fiscal. Los profesores Cass Sunstein, de la Universidad de Chicago, y Susan Bloch, de Georgetown, publicaron una carta sobre la inconstitucionalidad del proceso de impeachment que firmaron más de cuatrocientos profesores de derecho.
Nos acercábamos a 1999; el paro había bajado al 4,3 por ciento y la bolsa había subido hasta su máximo histórico. Hillary se había hecho daño en la espalda mientras hacía una visita de Navidad a los empleados del Old Executive Office Building, pero se comenzaba a recuperar después de que el doctor le dijera que debía dejar de llevar zapatos de tacón en aquellos suelos de marmol tan duros. Chelsea y yo decoramos el árbol y nos entregamos a nuestra afición a las compras de Navidad.
Los mejores regalos que me hicieron ese año fueron las muestras de cariño y apoyo de los ciudadanos. Una niña de trece años de Kentucky me escribió para decirme que había cometido un error, pero que no podía irme porque mis oponentes eran «malos». Un hombre blanco de ochenta y seis años de New Brunswick, New Jersey, después de decirle a su familia que se iba a Atlantic City a pasar el día, cogió el tren hasta Washington, donde tomó un taxi hasta la casa del reverendo Jesse Jackson. Cuando la suegra de Jesse abrió la puerta, le dijo que había ido allí porque el reverendo Jackson era la única persona que conocía que hablaba con el presidente y quería enviarme un mensaje: «Dígale al presidente que no lo deje. Yo estaba allí cuando los republicanos trataron de destruir a Al Smith [nuestro nominado a la presidencia en 1928] porque era católico. No puede rendirse». El hombre volvió a subir al taxi, regresó a la Union Station y tomó el siguiente tren a casa. Llamé a ese hombre para darle las gracias. Luego mi familia y yo partimos hacia el fin de semana del Renacimiento y el nuevo año.
Cincuenta y uno
El 7 de enero, el presidente de la Corte Suprema, el juez William Rehnquist, abrió oficialmente el proceso de impeachment en el Senado; y Ken Starr procesó a Julie Hiatt Steele, la mujer republicana que no estaba dispuesta a mentir para apoyar la historia de Kathleen Willey.
Una semana después, los encargados del proceso de impeachment hicieron una presentación del caso que duró tres días. Ahora querían llamar a testigos, algo que no habían hecho durante sus propias audiencias, con la excepción de Kenneth Starr. Uno de los impulsores, Asa Hutchinson, de Arkansas, que había estado en el proceso del caso de drogas de mi hermano como fiscal de Estados Unidos en la década de 1980, dijo que el Senado tenía que permitirles llamar a testigos porque si él fuera un fiscal, ¡no me podría procesar por obstrucción a la justicia, la acusación que le habían encargado llevar, basándose en el pobre informe que la Cámara le había enviado al Senado! Por otra parte, uno de los encargados del impeachment de la Cámara dijo que el Senado no tenía derecho a juzgar si mis supuestos delitos se atenían o no a la definición constitucional de las conductas susceptibles de impeachment; dijo que la Cámara ya había decidido sobre esa cuestión y que el Senado estaba vinculado por su decisión, a pesar del hecho de que el comité Hyde se había negado a dar una definición estándar de qué conductas podían ser objeto de impeachment.
En su discurso final al Senado, Henry Hyde dio finalmente su interpretación del significado constitucional de impeachment cuando dijo, en esencia, que intentar evitar la vergüenza por la conducta personal era más motivo para apartar a un presidente del cargo que mentir a la nación sobre una importante cuestión de estado.
Mi madre me había educado para ver la parte buena de todo el mundo. Mientras observaba al injurioso señor Hyde, sabía que por alguna parte debía de haber un doctor Jekyll, pero me estaba costando mucho encontrarlo.
El día diecinueve, mi equipo legal comenzó sus tres días de respuesta. Chuck Ruff, el abogado de la Casa Blanca y antes fiscal de Estados Unidos, comenzó argumentando durante dos horas y media que los cargos eran falsos y que, incluso si los senadores pensaban que eran ciertos, los actos ni siquiera se acercaban a cumplir los requisitos de la definición constitucional de impeachment, y mucho menos eran motivo para apartarme del cargo.
Ruff era un hombre de buenos modales que había tenido que ir en silla de ruedas durante la mayor parte de su vida. También era un abogado muy poderoso, al que le ofendía lo que los encargados de la Cámara habían hecho. Hizo trizas sus argumentos y recordó al Senado que un grupo bipartito de fiscales ya había declarado que ningún fiscal responsable acusaría de perjurio basándose en los hechos que tenían ante ellos.
Me pareció que el mejor momento de Ruff fue cuando pilló a Asa Hutchinson en una significativa tergiversación de los hechos. Hutchinson había dicho al Senado que Vernon Jordan comenzó a ayudar a Monica Lewinsky a conseguir un trabajo sólo después de que se hubiera enterado de que sería un testigo en el caso Jones. Las pruebas demostraban que Vernon la había comenzado a ayudar semanas antes de que supiera o pudiera haber sabido que iba a testificar, y que cuando la juez Wright tomó la decisión de permitir que se llamara a Lewinsky (una decisión que luego rectificó), Vernon estaba en un avión que volaba hacia Europa. No sabía si Asa había inducido a error al Senado porque creía que los senadores no se iban a dar cuenta o porque creía que a ellos, como a los encargados de la Cámara, no les iba a importar si la presentación era precisa o no.
Al día siguiente, Greg Craig y Cheryl Mills se enfrentaron a los cargos concretos. Greg se había dado cuenta de que en el artículo que me acusaba de perjurio no se citaba ni un solo ejemplo específico de ello y en lugar de eso se trataba de hacer entrar en juego mi declaración en el caso Jones, a pesar de que la Cámara había votado en contra del artículo de impeachment que se refería a ella. Craig también señaló que algunas de las acusaciones de perjurio que se hacían ahora en el Senado nunca fueron expuestas por Starr ni por ningún otro miembro de la Cámara durante los debates en el Comité Judicial o en el pleno de la Cámara. Iban inventando su caso conforme avanzaban.
Cheryl Mills, una joven afroamericana graduada en la Facultad de Derecho de Stanford, habló el día en que hacía seis años que había comenzado a trabajar en la Casa Blanca. Se enfrentó brillantemente con dos de los cargos de obstrucción a la justicia; aportó hechos que los engargados de la Cámara no podían discutir pero que tampoco los habían contado al Senado, lo que demostraba que sus acusaciones de obstrucción a la justicia eran absurdas.
El mejor momento de Cheryl llegó en el cierre de su intervención. En respuesta a una insinuación de la republicana Lindsey Graham, de Carolina del Sur, y de algunos otros, de que mi absolución parecería enviar el mensaje de que nuestros derechos civiles y nuestras leyes contra el acoso sexual no eran importantes, dijo: «No puedo permitir que sus comentarios queden sin respuesta». La gente negra de todo el país sabía que la iniciativa de someterme a un impeachment procedía de los sudistas blancos de derechas que nunca habían movido un dedo por los derechos civiles.
Cheryl señaló que Paula Jones ya había tenido su oportunidad en un juicio y que una juez, que era también una mujer, le dijo que no tenía caso. Dijo que todos admirábamos a hombres como Jefferson, Kennedy y King, que eran imperfectos pero «se esforzaban por hacer el bien a la humanidad», y que mi trayectoria en derechos civiles y derechos de las mujeres era «imposible de someter a impeachment»: «Yo estoy hoy aquí ante ustedes porque el presidente Bill Clinton creyó que podía representarle… Sería un error condenarle por ello».
Durante el tercer y último día de nuestra presentación, David Kendall empezó desmontando de forma fría, lógica y sistemática la acusación de que yo había obstruido a la justicia; citó las repetidas afirmaciones de Monica Lewinsky de que yo jamás le había pedido que mintiera y detalló de nuevo las omisiones y tergiversaciones de hechos fundamentales en las que habían incurrido los encargados de la Cámara.
Cerró mi defensa Dale Bumpers. Le había pedido a él que lo hiciera porque era un excelente abogado, un dedicado estudioso de la Constitución y uno de los mejores oradores de Estados Unidos. También le conocía desde hacía mucho tiempo y acababa de abandonar el Senado después de pasar allí veinticuatro años. Después de relajar a sus ex colegas con unos cuantos chistes, Dale dijo que había tenido sus dudas sobre si ir o no porque él y yo habíamos sido amigos durante veinticinco años y habíamos trabajado juntos por las mismas causas. Dijo que aunque sabía que los senadores no escucharían su defensa porque pensarían que fueran las palabras de un amigo hacia otro, él no había ido allí a defenderme a mí, sino a la Constitución, «para mí el documento más sagrado después de la Biblia».
Bumpers abrió su alegato arremetiendo contra la investigación de Starr: «En comparación de la cual palidece la persecución de Javert a Jean Valjean en Les Misérables». Y prosiguió: «Después de todos estos años… no se encontró al presidente culpable de nada, ni oficial ni personal… estamos hoy aquí solo porque el presidente tuvo un terrible descuido moral».
Censuró a los encargados de la Cámara por carecer de compasión. Luego llegó el momento más dramático de su discurso: «Póngase ustedes en su lugar… ninguno de nosotros es perfecto… él debió haber pensado todo esto de antemano. Y de hecho debió de hacerlo, igual que debieron de haberlo Adán y Eva», y, señalando a los senadores, prosiguió, «como usted y usted y usted y millones de otras personas que se han visto en circunstancias similares debieron haber hecho de antemano. Como digo, nadie es perfecto».
Dale dijo entonces que ya se me había castigado severamente por mi error, que la gente no quería que se me apartara del cargo y que el Senado debería escuchar a los líderes mundiales que me apoyaban, entre ellos Havel, Mandela y el rey Hussein.
Cerró su alegato con una erudita y detallada historia de las deliberaciones de la Convención Constitucional sobre la cláusula del impeachment; dijo que los legisladores la tomaron de la ley inglesa, en la que cubría simplemente delitos «claramente "políticos" contra el estado». Rogó al Senado que no profanara la Constitución y que en lugar de ello escuchara al pueblo norteamericano que «les pide que se eleven por encima de la lucha política… y cumplan con su solemne deber».
El discurso de Bumpers fue magnífico, a veces erudito y emotivo, a veces práctico y profundo. Si la votación se hubiera celebrado en ese mismo momento no hubiera habido demasiados votos a favor de mi sustitución. Sin embargo, el proceso se alargó tres semanas más, mientras los encargados de la Cámara y sus aliados trataban de hallar la forma de convencer a más senadores republicanos de que votaran con ellos. Después de que ambas partes acabaran de hacer su presentación, estaba claro que todos los senadores demócratas y algunos senadores republicanos iban a votar que no.
Mientras el Senado celebraba el juicio, yo estaba haciendo lo que siempre hacía en esas fechas del año: prepararme para el discurso del Estado de la Unión y promocionar a lo largo de todo el país las nuevas iniciativas que pensaba incluir en él. El discurso estaba previsto para el diecinueve, el mismo día en que empezaba mi defensa en el Senado. Algunos senadores republicanos me habían pedido que retrasara el discurso, pero yo no estaba dispuesto a hacerlo. El impeachment ya le había costado al pueblo norteamericano muchos de sus duramente ganados dólares en impuestos, había apartado al Congreso de otros asuntos más urgentes y había debilitado el tejido de la Constitución. Si hubiera retrasado el discurso, habría enviado a los ciudadanos el mensaje de que sus problemas ya no eran lo más importante.
Aunque parezca imposible, la atmósfera de este Estado de la Unión fue incluso más surrealista que la del año anterior. Como siempre, entré en el Capitolio y me llevaron a las oficinas del portavoz, que ahora ocupaba Dennis Hastert, de Illinois, un fornido ex entrenador de lucha libre que era bastante conservador, pero menos áspero y agresivo que Gingrich, Armey y DeLay. Al cabo de un rato, una delegación bipartita de senadores y representantes vino para llevarme a la Cámara. Nos dimos la mano y hablamos como si no estuviera pasando nada más en el mundo.
Cuando me presentaron y comencé a bajar por el pasillo, los demócratas me vitorearon mientras la mayoría de los republicanos se limitaba a aplaudir educadamente. Puesto que el pasillo divide a los republicanos y a los demócratas, esperaba hacer el recorrido hasta la tarima estrechando manos del lado demócrata, pero para mi sorpresa vi que muchos republicanos también me alargaban la mano.
Comencé saludando al nuevo portavoz, que había dicho que quería trabajar con los demócratas con un espíritu de urbanidad y bipartidismo. Sonaba bien y puede que lo dijera en serio, pues el voto sobre el impeachment en la Cámara había tenido lugar antes de que se convirtiera en portavoz. Acepté su oferta.
Hacia 1999, nuestro crecimiento económico era el mayor de nuestra historia; se habían creado dieciocho millones de nuevos empleos desde que yo había llegado al cargo, los salarios aumentaban en términos reales, la diferencia de ingresos por fin se reducía un poco y la tasa de desempleo era la más baja en tiempos de paz desde 1957. El estado de nuestra unión era más fuerte que nunca, y yo esbocé un programa para aprovecharnos al máximo de ello; comenzaba con una serie de iniciativas para asegurar la jubilación de la generación del baby boom.
Propuse dedicar el 60 por ciento del superávit durante los siguientes quince años a ampliar la solvencia del Fondo de Financiación de la Seguridad Social hasta 2055, un aumento de más de veinte años, una pequeña parte del cual debía invertirse en fondos de inversión mobiliaria; acabar con el límite sobre lo que los perceptores de la Seguridad Social podían ganar sin penalización y pagos más generosos a las mujeres ancianas, que estadísticamente tenían el doble de posibilidades que los hombres de vivir en la pobreza.
También propuse usar el 16 por ciento del superávit para añadir diez años a la vida del Fondo de Financiación de Medicare; aplicar, a largo plazo, una rebaja fiscal de mil dólares para los ancianos y los discapacitados; dar la opción a la gente entre los cincuenta y cinco y los sesenta y cinco años de que se apuntaran a Medicare; una nueva iniciativa de pensiones, USA Accounts, que tomaría el 11 por ciento del superávit para aplicar rebajas fiscales a los ciudadanos que abrieran sus propios planes de pensiones y para complementar una parte de los ahorros de los trabajadores con ingresos más bajos. Se trataba quizá de la mayor propuesta jamás realizada para ayudar a las familias de ingresos modestos a ahorrar y crear riqueza.
También propuse un gran paquete de reformas educativas: debíamos cambiar la forma en la que gastábamos más de quince mil millones al año en ayudas educativas para «apoyar lo que funciona y dejar de apoyar lo que no funciona», exigiendo a los estados que acabaran con la promoción social, que reformaran o cerraran las escuelas que no iban bien, que mejoraran la calidad del profesorado, que emitieran informes sobre todas las escuelas y que adoptaran políticas razonables de disciplina. De nuevo pedí al Congreso fondos para construir o modernizar cinco mil escuelas y para aprobar un aumento que multiplicaría por seis el número de becas para estudiantes que se comprometieran a enseñar en zonas desfavorecidas.
Para dar más apoyo a las familias, recomendé un aumento del salario
mínimo, una ampliación de la baja familiar, una rebaja fiscal por el cuidado de niños y seguros en los gatillos de las armas para que los críos no las pudieran disparar por error. También pedí al Congreso que aprobara las leyes de Igual Sueldo y Contra la Discriminación en el Empleo; que estableciera una nueva Corporación Privada Norteamericana de Inversiones para ayudar a recaudar quince mil millones con los que crear nuevas empresas y puestos de trabajo en las comunidades pobres; que entrara en vigor la Ley de Desarrollo y Comercio con Africa para abrir más nuestros mercados a los productos africanos y que financiara una iniciativa de mil millones de dólares de Legado Natural para preservar nuestros tesoros naturales y un paquete de bajadas de impuestos y dinero para investigación para luchar contra el calentamiento global.
Sobre seguridad nacional, pedí fondos para proteger nuestras redes de computadoras contra los terroristas y para proteger a las comunidades de ataques químicos o biológicos, impulsar la investigación de vacunas y tratamientos, aumentar el programa de seguridad nuclear Nunn-Lugar en dos tercios, apoyar el acuerdo de Wye y revertir la bajada del gasto militar que se había iniciado al final de la Guerra Fría.
Antes de concluir, felicité a Hillary por su dirección del Proyecto Milenio y por representar tan bien a Estados Unidos por todo el mundo. Estaba sentada en su palco junto a la estrella bateadora de los Chicago Cubs, Sammy Sosa, que la había acompañado en su reciente viaje a la República Dominicana, donde él había nacido. Después de todo lo que había tenido que soportar, Hillary recibió una ovación incluso mayor que Sammy. Acabé «el último discurso del Estado de la Unión del siglo XX» recordando al Congreso que «quizá, en el fragor de la prensa diaria, en el enfrentamiento y la controversia, no vemos nuestra propia época como lo que realmente es: un nuevo amanecer para América».
El día después del discurso, con los mayores índices de aprobación a mi gestión que jamás había tenido, volé hacia Buffalo, con Hillary y Al y Tipper Gore, para hablar ante una desbordante multitud de más de veinte mil personas en el Marine Midland Arena. Una vez más, a pesar de todo lo que estaba pasando, el discurso del Estado de la Unión, con su completo programa para el año entrante, había tocado la fibra del pueblo norteamericano y le había hecho responder.
Acabé el mes con un importante discurso en la Academia Nacional de las Ciencias, en el que expliqué mis propuestas para proteger a Estados Unidos de ataques terroristas con armas biológicas o químicas y del ciberterrorismo; un viaje a casa a Little Rock para ver los daños que había causado un tornado en mi viejo vecindario, entre ellos la pérdida de varios viejos árboles de los terrenos de la mansión del gobernador; una visita a St. Louis para dar de nuevo la bienvenida a Estados Unidos al papa Juan Pablo II; una reunión con una gran delegación bipartita del congreso en la Sala Este para debatir sobre el futuro de la Seguridad Social y Medicare y un funeral por mi amigo el gobernador Lawton Chiles, de Florida, que había muerto súbitamente hacía poco. Lawton me había dado valor para la lucha en la que estaba metido con uno de sus dichos favoritos: Si no puedes correr con los perros grandes será mejor que te quedes en el porche.
El 7 de febrero, el rey Hussein perdió la batalla contra el cáncer. Hilary y yo partimos inmediatamente hacia Jordania con una delegación en la que estaban los presidentes Ford, Carter y Bush. Les estaba muy agradecido por su disposición, sin apenas mediar aviso, a honrar a un hombre con el que todos habíamos trabajado y al que todos admirábamos. Al día siguiente caminamos en la procesión funeraria durante casi kilómetro y medio, asistimos al funeral y dimos el pésame a la reina Noor, que tenía el corazón partido. Igual nos sentíamos Hillary y yo. Habíamos pasado algunos momentos maravillosos con Hussein y Noor en Estados Unidos. Recuerdo con particular placer una comida que los cuatro compartimos en el balcón Truman de la Casa Blanca no mucho antes de la muerte del rey. Ahora se había ido y con su marcha el mundo era un lugar más pobre.
Después de reunirnos con el nuevo monarca, Abdullah, hijo de Hussein, así como con el primer ministro Netanyahu, el presidente Assad, el presidente Mubarak, Tony Blair, Jacques Chirac, Boris Yeltsin y el presidente Suleyman Demirel, de Turquía, volvimos a Estados Unidos para esperar el voto del Senado sobre mi futuro. A pesar de que no había dudas sobre el resultado, las maniobras tras el telón habían sido muy interesantes. Muchos senadores republicanos estaban molestos con los republicanos de la Cámara por haber hecho que se celebrara el juicio, pero cuando el ala más a la derecha del partido aumentaba la presión, la mayoría de ellos retiraba sus críticas y seguía alargando todo el asunto.
Cuando el senador Robert Byrd presentó una moción para que se desestimaran los cargos porque no tenían ninguna base, la socia de David Kendall, Nicole Seligman, expuso un razonamiento sobre la ley aplicable y los hechos que la mayoría de los senadores sabían que era inatacable. Sin embargo, la moción de Byrd no prosperó. Cuando el senador Strom Thurmond dijo a sus colegas republicanos desde un buen principio que no contaban con los votos para destituirme y que deberían detener el proceso, el caucus republicano le desautorizó.
Un senador republicano que se oponía al impeachment nos mantenía informados de lo que se discutía entre sus colegas. Algunos días antes de la votación, dijo que solo había treinta votos republicanos para el cargo de perjurio y entre cuarenta y cuarenta y cinco para el cargo de obstrucción a la justicia. Ni siquiera andaban cerca de la mayoría de dos tercios que la Constitución exige para la destitución. Unos días antes de la votación, el senador nos dijo que los republicanos de la Cámara serían humillados si ninguno de los cargos conseguía la mayoría de los votos, y que sus colegas del Senado harían mejor en no humillarlos si querían que la Cámara permaneciera en manos republicanas tras las siguientes elecciones. El senador me informó que iban a tener que reducir el número de «no» republicanos.
El 12 de febrero ambas mociones de impeachment fracasaron. La votación por el cargo de perjurio fracasó por veintidós votos, 45 a 55, y la votación sobre obstrucción a la justicia fracasó por diecisiete votos, 50 a 50. Todos los demócratas y los senadores republicanos Olympia Snowe y Susan Collins, de Maine; Jim Jeffords, de Vermont; Arlen Specter, de Pennsylvania, y John Chafee de Rhode Island, votaron no a ambos cargos. Los senadores Richard Shelby, de Alabama; Slade Gorton, de Washington; Ted Stevens, de Alaska; Fred Thompson, de Tennessee, y John Warner, de Virginia, votaron no en el cargo de perjurio.
La votación en sí fue un anticlímax, pues llegaba tres semanas después de que se hubiera cerrado mi defensa. Solo se dudaba del margen por el que el impeachment sería derrotado. Yo simplemente estaba contento de que el calvario se hubiera acabado para mi familia y para mi país. Tras la votación dije que estaba profundamente arrepentido de cualquier cosa que hubiera podido hacer para desencadenar aquellos acontecimientos y de la pesada carga que habían impuesto sobre el pueblo norteamericano, y que me iba a dedicar a «un tiempo de reconciliación y renovación para Estados Unidos». Me preguntaron: «En su corazón, señor, ¿puede usted perdonar y olvidar?». Contesté: «Creo que quien pide perdón debe estar preparado para ofrecerlo».
Después del tormento del impeachment, la gente a menudo me preguntaba cómo lo soporté sin perder la cabeza o, al menos, sin perder la capacidad de seguir con el trabajo. Podría haberme perdido si el equipo de la Casa Blanca y el gobierno, incluso aquellos que estaban disgustados con mi comportamiento, no se hubieran mantenido firmes a mi lado. Hubiera sido mucho más duro si el pueblo norteamericano no hubiera decidido desde muy pronto que quería que yo siguiera siendo presidente y resistiera.
Hubiera sido difícil si más demócratas del Congreso se hubieran pasado de bando en enero, cuando surgió la historia y parecía lo más juicioso, o en agosto, después de que declarase ante el gran jurado, sin embargo, se crecieron ante las dificultades. Tener el apoyo de líderes mundiales como Mandela, Blair, el rey Hussein, Havel, el príncipe Abdullah, Kim Dae Jung, Chirac, Cardoso, Zedillo y otros a los que también admiraba me ayudó a mantener el ánimo. Cuando les comparaba con mis enemigos, por disgustado que estuviera conmigo mismo, pensaba que las cosas no podían ir mal.
El cariño y el apoyo de los amigos y de los desconocidos marcó las diferencias; aquellos que me escribieron o que, desde una multitud, me dijeron unas palabras amables significaron para mí más de lo que nunca podrán imaginar. Los líderes religiosos que me aconsejaron, que me visitaron a la Casa Blanca o que me llamaron para rezar conmigo, me recordaron que, a pesar de las condenas que había recibido desde algunos sectores, Dios es amor.
Pero los factores más importantes en mi capacidad para sobrevivir y seguir funcionando fueron personales. Los hermanos de Hillary y mi propio hermano me apoyaron de forma maravillosa. Roger bromeaba diciendo que era fantástico ser por fin el hermano que no andaba metido en líos. Hugh venía de Miami cada semana para jugar a UpWords, hablar sobre deporte y hacerme reír. Tony venía para nuestras partidas familiares de pinacle. Mi suegra y Dick Kelley fueron muy importantes para mí.
A pesar de todo, nuestra hija seguía queriéndome y quería que no cediera y resistiera. Y, lo más importante, Hillary aguantó a mi lado y me siguió amando durante todo el tiempo. Desde la primera vez que nos vimos me enamoré de su risa. En medio de todo aquel absurdo, volvíamos a reír, unidos de nuevo por nuestras sesiones semanales de terapia de pareja y por nuestra determinación común de luchar contra ese golpe de estado de la extrema derecha. Casi acabé agradecido a nuestros torturadores: probablemente eran los únicos que podían hacer que le volviera a parecer bueno a Hillary. Incluso dejé el sofá.
Durante el largo año que transcurrió entre la declaración en el caso Jones y mi absolución en el Senado, la mayor parte de las noches que estaba en la Casa Blanca, pasé dos o tres horas solo en mi despacho, leyendo la Biblia y libros sobre la fe y el perdón, y releyendo La imitación de Cristo, de Thomas a Kempis, las Meditaciones de Marco Aurelio y muchas de las cartas más reflexivas que había recibido, entre ellas unos pequeños sermones del rabino Menachem Genack, de Englewood, New Jersey.
Me conmovió particularmente Seventy Times Seven, un libro sobre el perdón escrito por Johann Christoph Arnold, el decano de Bruderhof, una comunidad cristiana cuyos miembros estaban en el nordeste de Estados Unidos y en Inglaterra.
Todavía conservo poemas, oraciones y citas que la gente me envió o me dio en mano en actos públicos. Y tengo dos piedras con el versículo Juan 8:7 inscrito sobre ellas. En lo que habitualmente se cree que fue el último encuentro de Jesús con sus críticos, los fariseos le llevaron a una mujer que habían sorprendido cometiendo adulterio y le dijeron que la ley de Moisés les ordenaba que la apedrearan hasta matarla. Hostigaron a Jesús: «¿Y tú que dices?». En lugar de responderles, Jesús se inclinó y escribió sobre el suelo con el dedo, como si no les hubiera oído. Cuando siguieron preguntándole, se puso en pie y les dijo: «Aquel que esté libre de pecado, que tire la primera piedra».
Aquellos que lo oyeron, «siendo reos de su propia conciencia, se fueron alejando, comenzando por los más viejos, hasta que no quedó ninguno». Cuando Jesús estuvo solo con la mujer, le preguntó: «Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?». Ella contestó: «Nadie, Señor», yJesús le dijo: «Tampoco yo te condeno».
A mí me habían tirado muchas piedras, y a través de las heridas que yo mismo me había infligido había quedado expuesto ante el mundo entero. En cierta forma fue liberador; ya no tenía nada más que ocultar. Y a medida que traté de entender por qué había cometido mis propios errores, intenté comprender también por qué a mis adversarios les consumía el odio y estaban dispuestos a decir y a hacer cosas que no eran coherentes con las convicciones morales que defendían. Yo siempre había observado con cinismo los intentos de otras personas de psicoanalizarme, pero me parecía que muchos de mis más acérrimos adversarios de la Extrema Derecha política y los grupos religiosos y los miembros más sentenciosos de la prensa habían buscado la seguridad y la tranquilidad en posiciones desde las que podían juzgar sin ser juzgados, hacer daño y no recibirlo.
Mi sentido de mi propia mortalidad y fragilidad humana y el amor incondicional que había recibido siendo niño me habían evitado la necesidad de juzgar y condenar a los demás. Y creía que mis defectos, no importaba lo profundos que fueran, eran mucho menos peligrosos para nuestro gobierno democrático que las ansias de poder de mis acusadores.
A finales de enero recibí una carta conmovedora de Bill Ziff, un empresario de Nueva York al que no conocía, pero cuyo hijo era amigo mío. Me dijo que sentía el dolor que Hillary y yo habíamos tenido que soportar, pero que de él había nacido mucho bien, porque el pueblo norteamericano había demostrado madurez y buen juicio y había sabido ver más allá de «los mulás satanizadores que nos rodean. A pesar de que nunca fue su intención, ha hecho más para que sus intenciones ocultas salieran a la luz que ningún otro presidente de la historia, incluido Roosevelt».
Fueran cuales fueran los motivos de mis adversarios, en aquellas noches solitarias en mi oficina del piso de arriba, me quedó claro que si quería compasión de los demás, también yo tenía que mostrar compasión, incluso hacia aquellos que no respondían con la misma moneda. Además, ¿de qué podía quejarme? Nunca sería una persona perfecta, pero Hillary volvía a reír, a Chelsea le iba bien en Stanford, yo seguía haciendo el trabajo que más me gustaba y la primavera estaba en camino.
Cincuenta y dos
El día 19 de febrero, una semana después del voto del Senado, concedí el primer indulto póstumo presidencial de la historia, a Henry Flipper, el primer graduado negro de West Point, que, por motivos de raza, fue acusado injustamente de conducta impropia de un oficial hacía 117 años. Este tipo de acciones por parte de un presidente pueden parecer poco importantes, comparadas con el poder de los acontecimientos de la actualidad, pero corregir los errores históricos también es esencial, no sólo para los descendientes de los agraviados, sino para todos nosotros.
En la última semana del mes, Paul Begala anunció que se marchaba de la Casa Blanca. Yo había disfrutado mucho de la presencia de Paul, pues había estado en mi equipo desde New Hampshire y era listo, divertido, combativo y eficiente. También tenía hijos pequeños que merecían pasar más tiempo con su padre. Paul había estado a mi lado apoyándome durante la batalla del impeachment; ahora, había llegado el momento de irse.
Las únicas novedades del caso Whitewater fueron una votación muy sesgada del Colegio de Abogados, de 384 contra 49, contra una resolución que reclamaba la revocación de la ley del fiscal independiente, y una noticia según la cual el Departamento de Justicia estaba investigando si Kenneth Starr había engañado a Janet Reno acerca de la implicación de su oficina en el caso Jones, y sobre las razones que él había aducido para llevar el caso Lewinsky a su jurisdicción.
Marzo empezó con el anuncio de que después de meses de complejas negociaciones, la administración había logrado preservar la mayor reserva de antiguas secuoyas del mundo, en el bosque de Headwaters, en el norte de California. La semana siguiente me fui de viaje durante cuatro días a Nicaragua, El Salvador, Honduras y Guatemala, para inaugurar el principio de una nueva era de cooperación democrática en una zona en la que, hasta hacía poco tiempo, Estados Unidos había apoyado a regímenes represivos que cometían horribles atentados contra los derechos humanos, siempre con la única condición de que fueran anticomunistas. Durante mi viaje, supervisé la colaboración de las tropas estadounidenses en las tareas de socorro después de los desastres naturales que asolaban la zona y pronuncié un discurso en el parlamento de El Salvador, donde los que antaño eran enemigos enfrentados en una sangrienta guerra civil ahora se sentaban juntos en paz. También me disculpé oficialmente por las pasadas acciones de Estados Unidos en Guatemala; me parecía que todo eran señales de una nueva etapa de progreso democrático que yo me había comprometido a apoyar.
A mi regreso, nos encontrábamos inmersos en otra guerra en los Balcanes, esta vez en Kosovo. Los serbios habían lanzado, hacía un año, una ofensiva contra los albanokosovares rebeldes y habían matado a muchos inocentes; mujeres y niños murieron quemados en sus propias casas. La última oleada de agresiones serbias había desatado otro éxodo de refugiados y había aumentado el deseo de los albanokosovares de alcanzar la independencia. La matanza recordaba demasiado a los primeros días del conflicto de Bosnia, que, al igual que Kosovo, agrandó la brecha entre los musulmanes europeos y los cristianos ortodoxos serbios, una frontera en la que se habían producido conflictos regularmente durante los últimos seiscientos años.
En 1974, Tito había concedido la autonomía a Kosovo, la soberanía sobre el gobierno del país y el control sobre sus escuelas. En 1989, Milosevic les había arrebatado esa autonomía. Desde entonces, las tensiones habían crecido paulatinamente hasta que explotaron después de que se aprobara la independencia de Bosnia, en 1995. Yo estaba decidido a evitar que Kosovo se convirtiera en una nueva Bosnia; Madeleine Albright compartía mi postura.
Hacia abril de 1998, Naciones Unidas impuso un embargo de armas y Estados Unidos y sus aliados habían impuesto sanciones económicas contra Serbia porque no había puesto fin a las hostilidades ni había empezado a dialogar con los albanokosovares. Hacia mediados de junio, la OTAN había empezado a planificar opciones militares para terminar con la violencia. Cuando llegó el verano, Dick Holbrooke regresó a la zona para intentar encontrar una solución diplomática a aquel punto muerto.
A mediados de julio, las fuerzas serbias volvieron a atacar a los kosovares, armados y desarmados, y empezó un verano de agresiones que obligó a más de 300.000 albanokosovares a dejar atrás sus hogares. A finales de septiembre, el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas aprobó otra resolución en la que exigía el fin de las hostilidades; al terminar el mes enviamos a Holbrooke a otra misión en Belgrado para que tratara de razonar con Milosevic.
El 13 de octubre, la OTAN amenazó con atacar a Serbia en cuatro días a menos que obedeciera las resoluciones de Naciones Unidas. Los ataques aéreos se pospusieron cuando cuatro mil miembros de la policía especial yugoslava fueron retirados de Kosovo. Las cosas mejoraron durante un breve espacio de tiempo pero en enero de 1999 volvieron a repetirse las matanzas de inocentes en Kosovo a manos de los serbios; los ataques aéreos de la OTAN parecían inevitables. Decidimos intentarlo una vez más por la vía diplomática, pero yo no era demasiado optimista, pues los objetivos de las partes eran muy distintos. Estados Unidos y la OTAN querían que Kosovo recuperara la autonomía política de la que había disfrutado según la Constitución yugoslava entre 1974 y 1989, hasta que Milosevic se la arrebató; queríamos que unas fuerzas de paz lideradas por la OTAN garantizaran la paz y la seguridad de los civiles de Kosovo, incluida la minoría serbia. Milosevic, por su parte, quería conservar el control de Kosovo y se oponía a que una fuerza extranjera se desplegara en la zona. Los albanokosovares querían la independencia, pero también estaban divididos entre ellos. Ibrahim Rugova, el jefe del gobierno en la sombra, era un hombre de hablar suave y tenía la costumbre de llevar un pañuelo alrededor del cuello. Yo estaba convencido de que podíamos llegar a un acuerdo de paz con él, pero no estaba tan seguro respecto a la otra gran facción kosovar, el Ejército de Liberación de Kosovo (ELK), liderado por un joven llamado Hacim Thaci. El ELK quería la independencia y creía que podía medirse con el ejército serbio.
Las partes se reunieron el 6 de febrero en Rambouillet, en Francia, para negociar los detalles de un acuerdo que devolviera la autonomía y protegiera a los kosovares de la opresión, mediante una operación dirigida por la OTAN; paralelamente, el ELK tenía que desarmarse y los serbios podrían seguir patrullando por la frontera. Madeleine Albright y su homólogo británico, Robin Cook, trataron de seguir esa vía de negociación por todos los medios. Después de una semana de conversaciones coordinadas por el embajador estadounidense Chris Hill y sus colegas de la Unión Europea y de Rusia, Madeleine llegó a la conclusión de que nuestra posición era rechazada por ambas partes: los serbios no querían una fuerza de paz encabezada por la OTAN y los kosovares no querían aceptar la autonomía a menos que también se les garantizara un referéndum sobre la independencia. Al ELK tampoco le gustaba en absoluto la idea de desarmarse, en parte porque desconfiaban de que las fuerzas de la OTAN les protegieran. Nuestro equipo decidió redactar el acuerdo de forma que el referéndum se postergara, pero no se denegara para siempre.
El 23 de febrero, los albanokosovares, incluido Thaci, aceptaron el acuerdo en principio y regresaron a sus casas para explicárselo a su gente. A mediados de marzo viajaron de nuevo a París para firmar el documento definitivo. Los serbios boicotearon la ceremonia, pues cuarenta mil soldados serbios se concentraron en Kosovo y sus alrededores y Milosevic afirmó que jamás aceptaría la presencia de tropas extranjeras en territorio yugoslavo. Envié de nuevo a Dick Holbrooke para que se entrevistara una última vez con él, pero ni siquiera Dick pudo convencerle de que cediera ni un milímetro.
El 23 de marzo, después de que Holbrooke abandonara Belgrado, el secretario general de la OTAN, Javier Solana, con mi total apoyo, dio órdenes al general Wes Clark para que empezaran los ataques aéreos. El mismo día, por una mayoría bipartita de 58 contra 41, el Senado votó a favor de la intervención militar. A principios de ese mes la Cámara había votado por 219 contra 191 a favor de enviar tropas estadounidenses a Kosovo si se producía un acuerdo de paz. Entre los destacados republicanos que apoyaron la propuesta se encontraban el nuevo portavoz, Dennis Hastert, y Henry Hyde. Cuando el congresista Hyde dijo que Estados Unidos debía oponerse a Milosevic y a la limpieza étnica, sonreí para mis adentros y pensé que después de todo quizá había un doctor Jekyll por ahí.
Mientras la mayoría del Congreso y todos nuestros aliados en la OTAN se mostraban a favor de los ataques, Rusia estaba en contra. El primer ministro, Yevgueni Primakov, estaba de camino a Estados Unidos para reunirse con Al Gore. Cuando Al le notificó que era inminente un ataque de la OTAN contra Yugoslavia, Primakov ordenó que su avión diera la vuelta y regresara a Moscú.
El día 24, expliqué al pueblo norteamericano qué estaba haciendo y por qué. Dije que Milosevic había arrebatado a los kosovares su autonomía; les había negado su derecho garantizado por la Constitución a hablar en su propia lengua, llevar sus escuelas y gobernarse a sí mismos. Describí las atrocidades que los serbios habían llevado a cabo: las matanzas de civiles, la quema de aldeas y los refugiados expulsados de sus hogares, al menos sesenta mil en las últimas cinco semanas y en total un cuarto de millón. Finalmente, puse los últimos acontecimientos en el contexto de las guerras que Milosevic ya había librado contra Bosnia y Croacia, y el impacto destructivo de sus asesinatos en el futuro de Europa.
La campaña de bombardeos tenía tres objetivos: demostrar a Milosevic que íbamos en serio y queríamos detener una nueva limpieza étnica, impedir una ofensiva aún más sangrienta contra los civiles inocentes de Kosovo y, si Milosevic no arrojaba pronto la toalla, perjudicar seriamente la capacidad militar de los serbios.
Esa noche empezaron los ataques aéreos de la OTAN, que duraron unas once semanas; mientras, Milosevic siguió matando a albanokosovares y expulsó a casi un millón de personas más de sus hogares. Las bombas causaron un grave daño a la infraestructura económica y militar de Serbia. Lamentablemente, hubo algunas ocasiones en que los objetivos fijados no se alcanzaron y segaron la vida de las mismas personas a las que trataban de proteger.
Algunos sectores afirmaron que nuestra posición habría sido más defendible si hubiéramos enviado tropas de tierra. Había dos problemas con ese argumento. En primer lugar, cuando los soldados hubieran llegado a sus posiciones, en la cantidad adecuada y con el apoyo apropiado, los serbios ya habrían causado un terrible daño. En segundo lugar, las bajas civiles de una campaña por tierra probablemente habrían sido mucho mayores que el precio que se pagó por algunas bombas que no llegaron a su objetivo. No me pareció muy convincente el argumento de que yo debía decantarme por una opción que costaría más vidas estadounidenses y no aumentaría las perspectivas de una victoria. La gente cuestionó a menudo nuestra estrategia, pero nosotros no la cambiamos.
A finales de mes, el mercado de valores se cerró por encima de 10.000 puntos por primera vez en la historia —había subido desde los 3.200 puntos en los que estaba cuando tomé posesión del cargo— y concedí una entrevista a Dan Rather, en la CBS, para hablar de ello. Después de un largo intercambio de pareceres sobre Kosovo, Dan me preguntó si esperaba convertirme en el marido de una senadora de Estados Unidos. Por entonces, muchos destacados cargos de Nueva York se habían sumado a Charlie Rangel para pedirle a Hillary que considerara la idea de presentarse. Le dije a Rather que no tenía ni idea de qué pensaba hacer ella, pero que si decidía presentarse y ganaba, «sería una senadora magnífica».
En abril, el conflicto en Kosovo se intensificó y ampliamos la zona de bombardeos hasta el centro de Belgrado, donde alcanzamos el Ministerio del Interior, la sede de la televisión estatal serbia y el cuartel general del partido de Milosevic, así como su casa. También aumentamos espectacularmente el apoyo financiero y la presencia de tropas en las vecinas Albania y Macedonia, para ayudarles a hacer frente al enorme número de refugiados que llegaba a sus fronteras. Hacia finales de mes, cuando Milosevic aún no se había rendido, nuestra política tenía opositores en ambos extremos. Tony Blair y algunos miembros del Congreso pensaban que había llegado la hora de enviar tropas de tierra, mientras que la Cámara de Representantes votó en contra del uso de tropas sin previa aprobación del Congreso.
Yo aún creía que la campaña aérea iba a funcionar y que con ella evitaríamos el envío de tropas de tierra hasta que su única misión fuera mantener la paz. El 14 de abril llamé a Boris Yeltsin para solicitar la participación de tropas rusas en la gestión de la paz después del conflicto, como en Bosnia. Pensé que la presencia rusa protegería a la minoría serbia y quizá daría a Milosevic una salida airosa para olvidarse de su anterior oposición al despliegue de tropas extranjeras.
En abril también sucedieron muchas otras cosas. El día 5, Libia finalmente entregó a los dos sospechosos de ser los autores del atentando del vuelo Pan Am 103 que cayó sobre Lockerbie, en Escocia, en 1988. Serían juzgados por jueces escoceses en La Haya. La Casa Blanca había estado muy implicada en el asunto durante años. Yo había presionado a los libios para que los entregaran; también habíamos establecido contacto con las familias de las víctimas y las habíamos mantenido informadas permanentemente. Se aprobó erigir un monumento en homenaje a sus seres queridos en el cementerio nacional de Arlington. Fue el principio del deshielo en las relaciones entre Estados Unidos y Libia.
La segunda semana del mes, el primer ministro chino, Zhu Rongji, realizó su primer viaje a la Casa Blanca con la esperanza de solucionar los obstáculos que todavía había pendientes para que China ingresara en la Organización Mundial de Comercio. Habíamos obtenido notables progresos suavizando las divisiones entre nuestros países, pero seguía habiendo problemas, entre ellos nuestro deseo de acceder más ampliamente al mercado automovilístico de China y la insistencia de ellos en un límite de cinco años para nuestro acuerdo del «aumento», según el cual Estados Unidos podía limitar un incremento importante y rápido de las importaciones chinas cuando se producía por razones ajenas a las normales circunstancias económicas. Era un tema importante para Estados Unidos, pues ya lo habíamos experimentado con las importaciones de acero de Rusia, Japón y otros lugares.
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