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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 5)


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La siquiatría hablaría posteriormente de la grandilocuencia del cerebro en el cuerpo inmaduro, o de la voz del individuo como pelotita de ida y vuelta, oyendo la incesante radio divina con su cangilón mental. Agustín llegó a la conclusión que lo de arriba era la cabeza, y que la cabeza estaba allí precisamente para reinar sobre las pasiones. Escribió diálogos diciendo que a dios no había que buscarlo en el exterior. Más bien había que buscarlo intimo meo, como pedía en la ermita. Tuvo días desasosegados, convencido aún de que podía ser él mismo, y que al ser así todo el mundo en ese instante, en todas partes, desde Roma a Argel, le andaría buscando.

-¿Es cierto, Agustín?

-Y a ti también puede que te busquen, por ir a lomos del mejor.

Se puede hablar que desde entonces, gracias al iluminismo, sería estudiada la dualidad del individuo, como en El Quijote, la novela de reafirmación viril de Cervantes, siglos después. Su protagonista era caballero andante, enviado a los caminos en compañía de un escudero para buscar el brazo que le faltaba al autor, perdido en una batalla, por si acaso estuviera oculto en las faldas de la bella Dulcinea.

Boecio y la consolación de la filosofía

Boecio alcanzó la cumbre del poder político en Roma con frases de gran valor terapéutico.

"La persona es un ser individual y racional".

Se desconoce con qué tipo de personas trataba Boecio realmente, pero al parecer así, denotando estoicismo, conseguía dejar pasmada a la gente. Para Teodorico el godo mereció el cargo de cónsul cuando su fama rebasaba los confines del imperio. Fue además divulgador de ideas platónicas y aristotélicas, que fueron de gran utilidad al cristianismo. En la cárcel escribió La Consolación de la Filosofía, con una cantinela árida sin detalles, donde se tiene la impresión de que pasó mucho miedo. Acabó, sin embargo, siendo muy leído en el siglo VI por seres tan racionales como él.

Quizá lo más destacado de su obra era un párrafo nada más, aludiendo a la ambición desmedida. Dijo que alguien así, acaparando bienes sin escrúpulos, denotaba una energía aprovechable. Era lógico que cuanto más fuesen sus propiedades, más necesidad tuviera de vigilarlas. Si aparte de su casa, ambicionara las demás, habría que aprovechar para hacerle jefe del pueblo, para que observara la medida de su valor real gobernando los problemas de todos. Para los profesores sería un descanso pensar darles la licenciatura a todos sus aprendices, quizá porque les costaría poco advertir de qué modo el mercado luego no perdonaba el desconocimiento.

De parecido modo el gremio de arquitectos carecería de interés por quitar a quien se vanagloriara de ser el primero. Dejándole ahí tendría la oportunidad de ver el descuento de méritos posterior, es decir, que la medida de su sufrimiento le haría entender que llegar era más fácil que mantenerse. La filosofía boeciana estaba dando en la diana con un sombrero. Del mismo modo un gobierno que detectase al ladrón excelente, podía desafiarle pidiéndole que robara a favor, o lo que es lo mismo contratándole. Se podría añadir del mismo modo que si un súbdito reclamara un palacio, no habría inconveniente, salvo si carecía de dinero para mantenerlo.

El peligro averroístico

Ibn Rushd, alias Averroes, era un cordobés dedicado a diversas disciplinas. En Sevilla, por ejemplo, fue cadí Sevilla, es decir, un juez. Averroes tenía el dedo gordo del pie torcido. Aún así logró dar con él muchas vueltas por el mundo. Allá por 1160 asistió a una convención de coleccionistas griegos de donde se llevó dos roscas de fabriquilla y algunos escritos de Aristóteles, del que sería su mayor divulgador. De regreso Al Andalus, con el dedo torcido dando vueltas en el zapato, protagonizó acaloradas polémicas acerca de si el cerebro iba por libre o era una farola, y también si el alma moría o era el marrano, y alguna más diciendo que lo único probable en el sonido de un entierro era el alma de una moneda llegando al bolsillo.

Quería un pensamiento racionalista y acabó tildado de infiel por el pueblo musulmán. No le toleraban que escribiera en latín, como se empeñó en un libro de controversias jurídicas, donde le dio por discutir si el mundo era eterno o lo había hecho un pastor. Almanzor, el general que combatía el cristianismo castellano, le despidió llamándole demente pernicioso, tras tenerle un tiempo como asesor, culpándole de una victoria que había que perder necesariamente, la de Catalañazor, para no llegar tarde a casa. Por esa época hubo en Córdoba una revuelta de almohades contra la filosofía. Le pegaron fuego a su casa y ardieron gran parte de sus libros, y puede que también alguna que otra tortilla de habas. No obstante logró salvar Opúsculo sobre el Intelecto, Fasl al Maqal, Kasf o an-Manahiy, Tahafut al Tahafut, así como alguna elucubración acerca del platonismo.

Tras el siniestro se rumoreó que había abandonado Córdoba, rumbo a Marrakecht. La búsqueda, dificultada por la costumbre árabe de ocultar el rostro con barba, se fue demorando. La barba era un antiguo hábito masculino, acaso necesario en su origen para despistar alguna persecución. Conservando cada uno en la cara su parte de identidad, los musulmanes creían que mantenían a salvo la del verdadero. Se rumoreó también que estaba en la cárcel o que estaba disfrutando la mandanga turística. Algún vecino aseguró que estaba simplemente recluido en casa, ensayando su otro modo de andar por el patio, poniéndoles alpiste a los pájaros, comiendo bajo los candelechos uvas en agraz. Se entablilló el dedo gordo y lo puso en observación con verdadera vocación médica, hasta que acabó siéndolo, junto a su amigo Avenzoar, estudiando la enciclopedia Al Hawi de Razhés, el maestro del cálculo renal y la farmacopea yerbal. El califa de Córdoba un día le descubrió sin problemas, haciéndole llegar una fuerte suma de dinero, poniéndole a su servicio. Averroes además era astrónomo, y desde entonces vivieron juntos eruditas noches de teorías osadas sobre el espacio, con el rollo de los cuerpos celestes, las estrellas enanas y gigantes, el heliocentrismo de las antorchas, los presagios conmovedores y el movimiento de la Tierra hartos de caldo.

"Digamos que si concebir por el intelecto es como sentir, será afectado de algún modo por el inteligible, o por algo semejante. Por consiguiente es necesario que no sea pasivo, sino que reciba la forma y sea en potencia, sin serlo, como aquello. Su estructura será según esta semejanza: como la facultad sensitiva respecto a los sensibles, así el intelecto respecto a los inteligibles. Es necesario, pues, si piensa todas las cosas, que sea no mezclado, como dice Anaxágoras, para que mande, o sea para que conozca. Porque si en él apareciera algo, lo que aparezca impedirá lo extraño, ya que es otra cosa".

Un día la ciudad amaneció con la mala noticia de que andaba enfermo de gravedad. Se dijo incluso que había muerto, allí mismo, bajo la parra del patio, aunque también se rumoreó que andaba en Marrakech. Hubo gente en uno y otro sitio levantando las sábanas en los entierros para mirarle el dedo a los cadáveres.

-Este no es -, solía decir Avenzoar, que estuvo en los dos entierros, cada uno en una ciudad.

Entretanto su predicamento en Europa fue en aumento. Uno de sus detractores, en el siglo XIII, sería Tomás de Aquino, que tildó su ideario de aberrante y ateo, por negar la existencia de causa creadora. Tomás salvaba así a Italia del creciente peligro averroístico, como lo llamó, máxime frente a aquella excelente idea acerca de que las esferas celestes jamás se pudrirían. Se dijo que Tomás simplemente miraba un limón.

La navaja de Ockham

Aparte de Tomás, otro de los pensadores influyentes del siglo XIII fue Ockham, en quien posteriormente el escritor Umberto Eco basaría su célebre novela El Nombre de la Rosa. Se pensó que era un adelantado del causalismo de Hume.

Un día Ockham, reunido con amigos, comentó las diferencias entre el pensamiento de los hombres y el dedicado a dios. Eran dos cosas distintas, como el sol y la tierra. En el primer caso el individuo se denominaría solarólogo, y en el otro terrólogo. Teniendo en cuenta que la razón atañía a los hombres, fundó la teología, y a su proceso elucidatorio lo denominó criticismo. Cuando puso el dedo en la navaja, manifestó que entre dos verdades había que optar por la más simple. Luego, mientras sangraba una gallina para el guiso, dijo que sea como sea, anduviera por cualquiera de los filos, lo indudable era que lo hacía en la navaja.

Su teoría acabó denominada La Navaja de Okham, que al parecer resultó útil para ahorrar mentiras. Dicho de otro modo, cuando una persona entraba en una habitación, nada de cuanto hiciera allí se sabría. Sin embargo no dejaría de ser cierto que está dentro, y lo mismo ocurriría si estuviera en una tienda, donde tampoco se sabría lo que hace o con quién habla, a menos que se diga el dependiente, pues en toda lógica una tienda ha de tenerla. Pese a desconocer el asunto, serían verdad unos cuantos detalles más, quizá que no tenga tres orejas ni garbanzos por dientes, ni que fuese aficionado a las gambas, y que teniendo en cuenta el letrero estuviera ojeando algún artículo. Esa fue su forma de resultar violento sin serlo.

Tomás de Aquino y las cinco vías

La tercera lumbrera reputada del siglo XIII fue Tomás de Aquino. Para algunos no era nada más que invento clerical pareciendo una tortilla en el plato a la espera de que alguien creyera ver las papas, lo cual no impedía filosofar también. Para Hume se trataba de un mosquito queriendo ser como el hombre. Tomás estuvo en Francia como emigrante italiano, y cuando llegó los racionalistas del momento consideraron que sin el apoyo de la iglesia no sería nadie. Era como un recién llegado al desierto creyéndose el único grano de arena, siendo promocionado en detrimento de pensadores de más valía. Se inspiró en argumentos de Aristóteles y San Agustín. Comentó el acto y la potencia, es decir, que un bebé era en potencia un hombre, y que un madero ardiendo era en potencia un madero frío. Respecto al alma platónica, la dejó estar aparte, y en cuanto a San Agustín, dijo que las personas, pensando en las estrellas, experimentaban un acercamiento a dios. Para otros, aquello que los demás llamaban cielo, no era más que el cerebro.

Uniendo todos esos hilos Tomás de Aquino quiso añadir un nudo, denominándolo tomismo. Versaba sobre las cinco vías para conocer a dios, es decir, que se le podía conocer conociéndolo, experimentándolo, sabiéndolo, e incluso si alguien afirmaba ser él. Los racionalistas, oyéndole razonar así, pensaban que era el marrano queriendo decir algo, pero otros consideraban que era una delicadeza de gran altura intelectual, encerrando una gran verdad. Pudiera tratarse de que si alguien afirmase en público ser dios, no habría inconveniente en aceptarlo, usándole como eje social, es decir, que dependiendo de lo que hiciese durante el día, así actuaría el gobierno. Si entrase a una tienda para comprar zumos, el gobierno trataría ese asunto, y si al día siguiente apareciera cantando una copla, sería ese el basamento. De todas formas, tanto coplas como zumos no impedirían que las razones gubernamentales cambiaran. Si se le viera con los bolsillos llenos, por supuesto el pasatiempo sería poner el tema al servicio de la opinión pública, para disfrutar el lenguaje árabe de la economía.

-Ha subido el zumo. ¿Usted, Tomás, no estará detrás de…?

Parecía decir que un hombre llegaría a la misma meta diciendo siempre la verdad que diciendo siempre la mentira.

-Bebiéndolo. Catándolo un poco. Respirándolo…

-Muy bien.

-…diciendo muy bien…

-Muy bien, Tomás.

Francis Bacon,

el primer novelista serio de la ciencia ficción

Bacon era un hombre libre de latifundios teológicos. Su vocación más bien era científica. Carecía de interés por los tesoros de pacotilla de los rayos divinos y por las diversas tribus imaginarias que incordiaban la cabeza. En su opinión esas cosas eran producto de la imbecilidad de los sentidos. Así hablaba en su obra Novum Organon, que fue su primer éxito. Lo alcanzó definitivamente con La Nueva Atlántida, una insólita narración que le convertiría en un gurú de la ciencia ficción.

"Veinte años después de la ascensión de nuestro Salvador -escribió-, los habitantes de Renfusa vieron a la distancia de unas millas, durante una noche nubosa y tranquila, un gran pilar de luz en el mar".

El protagonista era un viajero que llegó desde el Perú. Le recibió en Renfusa hombre extraño tocado con una montera de torero. En la ciudad china se hablaba el español. Al igual que la isla platónica de Calípolis, estaba gobernada por una aristocracia. El viajero pudo conocer prodigios científicos de calibre y una tecnología desconocida. Lo que llamó la atención en su momento es que Bacon colara en el texto una palabra insustancial en mayúscula: POCO. El anfitrión de la isla le explicaba aquellos adelantos con la elocuencia de un camarero que vende pescado en la subasta. Se dijo el autor carecía de vocabulario en aquel momento, el siglo XVII, para explicar mejor el teléfono, la electricidad, el ordenador y los inventos ópticos, así como los sintetizadores musicales, la criogenización celular y los análisis clínicos de sangre y orina. De todas estas materias, como explicó el anfitrión de Renfusa, se encargaba un grupo de sabios de gran poder mental que vivía en el subsuelo, posiblemente estudiando también el ADN.

Tomás Moro, en perpejía nupcial con Enrique VIII

Ana Bolena era aquella mujer alta como la fruta, entrando a la sala del palacio de Withehall para contraer nupcias en secreto con Enrique VIII. Durante la víspera estuvo nerviosa, conjuntando vestidos y peinados según la forma de desbaratarlos. Se decantó finalmente por aquella túnica blanca de organdí, por una gorguera de seda rosa y un corpiño de tafetanes azules con brocados plateados, ciñendo al talle el miriñaque. El rey, por su parte, lucía el jubón de oro de las grandes ocasiones, así como una capa de terciopelo negro y un crevite de rubíes engarzados con dorados. Flamígero de amor, en el altar le dedicó una mirada radiante.

Al fondo de la sala, escondido entre los invitados, había un hombre pequeño, cuchicheando un galimatías. Insistía en que eran amantes y que tenían una hija en común, y que él era un divorciado. La boda era un escándalo. El escándalo alarmó al Papa. El rey, concediéndose aquella bula demencial, desafiaba claramente su autoridad, y podía provocar el cisma definitivo con la iglesia de Roma, y por ende el descrédito de Inglaterra. Enrique, al oír el abejorreo, se giró, sin advertir aún la presencia de Tomás.

En aquel momento el abogado real era célebre en Europa por su novela Utopía, donde demostró que Inglaterra, en el siglo XVI, aún era imperfecta. Se inventó una isla para hacer su crítica con libertad. Tomás, como un personaje más, contaba su encuentro con un navegante llamado Rafael, que le informó de que en Utopía existían la democracia y el imperio de la ley, la igualdad y el derecho de asilo a los vagabundos. La obra asimismo inauguró el debate europeo sobre la pena de muerte: en la isla, según Rafael, tampoco existía. Al parecer la obra significaba también un sensato adelanto del socialismo, porque al parecer todo era de todos. Enrique fue uno de los primeros en leerla. Tomás, al que nunca confundió con ninguna de las mujeres a las que quiso, se ocupaba también de los burdeles y las cervecerías.

"Es bueno que los hombres -decía- no acudan a esos sitios a jugarse el dinero a las cartas ni a los dados".

Se conocieron hace tiempo, viajando a Brujas, adonde le llevó en misión diplomática para discutir acuerdos de paz con el rey español. Llegó ante Carlos V avalado por su fama de católico escurridizo. Se decía que era capaz de desaparecer a la luz del día en la misma carroza. Enrique, en el altar, recordó otra de sus frases enigmáticas.

"Un hombre puede perder fácilmente la cabeza, y sin embargo no sucederle por esto ningún mal".

Cuando se giró oteó las cabezas con más atención. Entonces la guardia desalojaba al individuo de la sala. Al verle en volandas, pasando bajo el umbral, tuvo la impresión de que era más alto.

-Se lo tiene bien merecido -, susurró Ana Bolena a su lado, que a su vez le pareció más pequeña bajo la túnica, oliendo a algalia.

Días después Tomás se enfrentó a un juicio de guerra, cuya sentencia fue condenatoria. Pasaría quince meses de reclusión en la Torre de Londres, encerrado con ratas violentas, durante los cuales recibió tortura sicológica, hasta que le sacaron del húmedo muladar en volandas otra vez, para decapitarle.

-¡¡Soltadme!! -, gritaba demencialmente-. ¡¡Soy Ana Bolena!!

Su cabeza, tras ser hervida, acabó expuesta al público en una pica.

Descartes y la jarra de porcelana

René Descartes quiso creer que el pensamiento era un embudo donde podía arrojarse una idea por salía un cuadrado, un triángulo o una operación matemática. Al parecer se trataba del método deductivo, una forma de pensar distinta a todas las anteriores.

"Aquí hay colillas, luego aquí han fumado", podía ser el resumen.

Habló de ideas innatas. En cierto modo pensó en la posibilidad de que las células humanas, previas al nacimiento, tuvieran información cautiva en el silencio amniótico, para ser activadas luego por el estímulo correspondiente de la vida. Un día, tras la reunión con su vecindario neuronal, pronunció más célebre máxima.

-Pienso, luego existo.

Era muy difícil dudar que alguien, al pensar, existiera. Sin embargo un día, estando en la taberna, un señor le interpeló.

-Permítame un instante, amigo. Las monedas, aunque no piensen, también existen.

Era difícil dudar también de las monedas bailando en el mostrador, de las sillas y todo lo demás. Todo existía, y el reto era máximo. Aquel señor, antes de marcharse, añadió algo más.

-Sería más exacto decir vivo, luego pienso. ¿No opina usted igual?

Tenía planeado un viaje para ver a Kant y se llevó una jarra de porcelana de obsequio. Echado en su hamaca al anochecer, meditando su perogrullada, la llenó de cerveza hasta lo alto, disfrutando los nuevos matices.

-Biendo, luego edisto -, tuvo que decir vencido por el sueño.

Después soñó con una cancioncilla veneciana. Escribía en aquel momento un compendio de música, queriendo explicar, entre otras cosas, lo fascinante que le resultaba el contrapunto y la modulación de la voz secundaria cruzándose con la voz principal. Desde que dejó de ser un soldado había desestimado la escopeta como instrumento de música. Cuando despertó oyó el carruaje y se dio cuenta de que la jarra de porcelana había desaparecido. El que estaba allí, en persona, era Enmanuel Kant recién llegado de Alemania. Ambos se pasaron la mañana buscando por la casa, diciéndose que al menos estaba claro que la jarra no pensaba por su cuenta. Según el método cartesiano, si la jarra había desaparecido era porque alguien la había trasladado. Por lo tanto, si alguien la había trasladado, quizá era una sola persona. Si aquella era una habitación, por lo tanto podía estar en cualquier otra, es decir, en la despensa o en la cocina, en el patio, en la basura o en el cobertizo, y por último en el adiós de Enmanuel Kant, volando hacia Alemania, no sin antes dejarle de regalo una flamante jarra de coleccionista.

Leibniz, pensado por un dibujante

A Leibniz, en su huerto de coliflores, le dio por pensar que estaba siendo pensado, pensado por alguien tumbado en un sofá. De repente entró al huerto gente de improviso. Estaba siendo pensado por otra persona, como el dibujante que añade personajes a una historieta. Durante unos días se tomó la cosa en serio, mas luego se entretuvo en mirar los pájaros, firmando raudos en el cielo, como melodías libres sobre las flores.

Aquellos seres eran capaces de sobrevivir en dos de los tres mundos posibles, es decir, tanto en la tierra como en el aire. Sin embargo el hombre era considerado el animal superior. La búsqueda de argumentos para que continuara siéndolo, se convirtió en el acicate de su filosofía. Respecto a la música, imaginando a los pájaros en el pentagrama como minúsculas notas, fluyendo encada línea, caían y subían, combinándose sin cesar, como el río que no cesa, acompañado en la ribera por el bajo continuo.

-Armonía -, pensó.

Cada línea con su propia vida, como un contacto fiscal, permitía nuevas monedas. Cada escenario social estaría discurriendo en paralelo con su propio nudo y desenlace, contactando un poco con los otros, pero sin perder su linealidad argumental.

-Mónadas -, las denominó.

Fue la palabra que usó como talismán para darle verosimilitud personal a su ontología, como era habitual en los filósofos. Pensó que sólo una entidad divina sería capaz de seguir atento todos los argumentos a la vez, pese a la incesante combinación. Estaba así cuando un día apareció en el huerto una linda señorita. Pensó lo de antes, que quizá ella también estaba siendo pensada, pensada en el globo soñador de alguien que echaba la siesta. Mantuvieron una breve charla, durante el cual el pensador tuvo tiempo de pensar su valor como hembra. Tras la despedida, entró en la casa y se tumbó para rememorarla un buen rato. Era preciosa. Pensó que en la imaginación le estaba comunicando algo. La imaginación podía esconder algún secreto. Desde luego había escenas, y añadía más sin que ella se negara a participar.

"En la siguiente visita -parecía decirle ella-, apareceré con un pañuelo blanco al cuello, una camisa verde limón y unos pantalones blancos".

Si ocurría la coincidencia, ofrecería la idea de estar siendo pensados, es decir, que llegada la ocasión ambos estarían en la imaginación, ella con el pañuelo blanco al cuello y todo lo demás. Al ser así, la imaginación nomás, no pasaría nada si se despeñara él por las zarzas, pues tendría la constante oportunidad de regresar. Durante el rato al menos sirvió como ardid poético para alcanzar confianza en sí mismo ante la conquista.

Posteriormente la idea sería ejemplificada de diversos modos. El dibujante Jab creó un personaje llamado El Niño Gilipollas que Quería Volar, acostumbrado al accidente y volver. También el cine se ocuparía del asunto con dos películas de ciencia ficción. En Matrix el protagonista, encarnado por Keenu Reeves, experimentaba aventuras de riesgo en varios escenarios. El personaje de El Ladrón de Orquídeas, interpretado por Nicolas Cage, era un novelista amargado con la idea de estar conduciendo la vida de alguien en algún lugar del mundo. Su impulso creativo era encontrar la diferencia entre inventar la trama y basarse en la realidad, pues tanto de un modo como de otro parecía abocado a ser el guionista de una vida ajena. Así pues, dando por hecho que en el mundo hubiera un cuerpo de guionistas titular, bastaría con localizarles para lograr el papel estelar.

Leibniz pensó que cada mónada podía identificarse con una casa. Sería útil para preguntarse, por ejemplo durante el asfaltado de una calle, de qué modo los vecinos accederían a sus viviendas sin estropear el trabajo. Sospechaba que había un reloj de precisión organizando el asunto, y se entretuvo con alguna operación matemática al respecto, parecida a la teoría del muerto imposible. Al parecer con las mónadas y el fluir independiente de cada línea se estaba refiriendo nomás que a su cabeza, entre unidades paralelas de la ciudad.

Spinoza en conversación con la geometría

Spinoza era un pulidor de lentes de Amsterdam que sospechaba que había un lenguaje sutil en la geometría de los objetos, como Parménides lo sospechó en la combinación de formas. Compartía con Kepler la creencia en un Geómetra Perfecto. Inicialmente seleccionó rectas, triángulos y cuadrados. El experimento casero consistió en poner sobre una mesa una hilera de cubos pequeños de cartón. Trazó también en la pared una vertical y decidió tomar notas. En líneas generales, dependiendo de qué cubo adelantara, en su cabeza afloraría un determinado pensamiento. Dicho de otro modo, de ser su pensamiento un pentagrama, aparecería una nota distinta.

Probablemente estaba ocurriendo con toda la geometría callejera, influyendo en el hombre con naturalidad. No obstante, quizá fuese más cierto creyéndoselo. Una mañana quiso hallar al geómetra perfecto en la playa, observando una sombrilla de bañistas, a la distancia. Encima estaba el colorido propio de un día veraniego, y debajo un pequeño gris habitado por dos o tres personas. De ser una película en blanco y negro, el gris destacaría de súbito en el colorido general. De haberse tratado de una muestra de células, el pulidor se hubiera llevado la sombrilla a casa para examinarla bajo el microscopio. El gris, bajo el azul del cielo, nunca rebasaba su ámbito. Debajo se intercambiaban objetos, describiendo un dibujo de rectas, el pan a un lado, la botella de agua en diagonal, la tartera de aliños a la derecha, los cubiertos a la izquierda. Se preguntó si sus pensamientos eran en ese instante la traducción de lo que estaba viendo.

"Lo que ocurre en la mente, ocurre simultáneamente en el cuerpo", pensó.

La geometría era al cuerpo lo que el alma a las ideas. La complejidad geométrica influía en la escena mental, y sospechó que el cerebro tuviera un sensor capaz de descifrarla. Parafraseando a Descartes, si el hombre al pensar existía, y siendo aquello algo pensado, no podía haber casualidad. El infrarrojo solar perfilaba un poliedro en la copa de un árbol, con todas las aristas desviándose en cientos de trayectorias. De haber tenido un aparato capaz de ver la dispersión de colores, sería de una belleza sería aterradora.

"Dios o la naturaleza", se dijo un día.

Había una sutileza matemática ínsita en la convivencia. El mundo era una respiración comunicándose así con sus criaturas. Esa alegoría poética le convertía en el precursor de la estética de Kierkegaard, así como en el sicoanálisis de Freud, al decir que el cerebro captaba la simpleza rutinaria y la almacenaba. En opinión del navegante todo aquello era inabarcable. Quizá era bueno, para no darle tantas vueltas al coco, conformarse con proyectar en el papel algún dibujo que otro. Las gaviotas, efectivamente, constituían un inmenso tejido neuronal sobre la cabeza de las criaturas. Podía pensarse que cada humano tenía arriba un equivalente aéreo, permitiéndole el disfrute de la panorámica durante un instante, sensación que a su vez también proporcionaba el dibujo, es decir, mediante la arquitectura, que evitaba el rollo patatero.

La cosa era que su vecino era Rembrandt y que la panorámica acabó vinculándole a Hegel, un alemán que de vez en cuando creía ser dios. Spinoza acabó denominando monismo a su filosofía, y por supuesto le añadió alguna explicadera más.

"La sustancia es aquello que es en sí mismo, que se concibe por sí mismo, es decir, aquello cuyo concepto no necesita del concepto de otra cosa para formarse".

En sus libros comentó sus conclusiones, provocando una gran expectación editorial.

"El amor intelectual de dios", se dijo una mañana más en la playa.

Entretanto por las calles de la ciudad los lectores derrapaban buscándole en las tiendas.

-Baruj -le dijo un señor-, va usted a pillar una insolación.

Fue Goethe, poeta alemán, uno de sus seguidores. Escribió Fausto con versos que aceptaban el calibre espinoziano, el inabarcable y encriptado código de la cita de dios en su mensaje. Al parecer la propia forma del cuaderno tuvo algo que ver en alguna que otra parrafada.

Kant a la hora del paseo

Tras su visita sorprendente a Descartes, Kant regresó a Königsberg, con una ensalada. Tenía pensado marcharse a pasear después de hacer la cama, a las cinco concretamente. Hizo conjeturas caseras tratando de alumbrar alguna ley universal mientras doblaba la sábana, que era de color blanco. De ser azul lógicamente sería menos blanca. Lo mismo pensaba viendo pelotas, como aquellas oscilantes de Kepler, es decir, que si alguna tuviera un dibujo sería menos redonda. Si estuviera delante de un plato de fideos, diría que había fideos en el plato, pero poniendo el plato bocabajo seguirían siendo fideos. De repente se le ocurrió la frase mágica del empirismo, que era el nombre que recibía el pensamiento ilustrado en Alemania.

"Todo el conocimiento comienza con la experiencia".

El pensamiento ilustrado significaba que el hombre debía tener la capacidad de dibujar en la mente del interlocutor una idea, sin abstracciones. Luego matizó la frase.

"Sin embargo no todo procede de la experiencia".

Habló de los juicios a priori, es decir, de aquellos que se tienen aunque no los demuestre la experiencia, como por ejemplo el resultado de una cuenta matemática, que sería conocida de todas formas. Denominó imperativo categórico al juicio de valor que hace la persona durante el examen de una hipótesis. A los objetos tal cual, como una jarra carente de temperatura y color, los denominó noúmenos, como si con el alemán normal no hubiera tenido bastante. Si acaso alguien considerara árida o insuficiente su filosofía, durante la acción gramatical, en virtud de la teoría del conserje, podría aventurarse a sus propias conclusiones. el relato, por tanto, pudiera comenzar con la policía rodeando su casa.

-¡¡Kant, tenemos el edificio rodeado!! ¡¡Levante las manos!!

-¡¡Si alzo las manos no podré abrir la puerta!! -, dijo el filósofo desde el interior, con la colcha en las manos.

-¡¡A priori bájelas, Kant!! ¡¡Gire la manivela y salga!! ¡¡Queremos que nos explique algunos conceptos!!

-¡¡No quiero hacerlo!!

-¡¡Kant, colabore!! ¡¡Queremos saber a qué se refiere usted con todo eso del reloj a las cinco, con el imperativo categórico de las sábanas limpias, y con lo de su suegra, a la que llamó guarra cuando a posteriori los hechos demostraron que sabía lavar!!

-¡¡Yo no la maté!!

-¡¡Demonios, Kant, es usted un espécimen!!

El reloj fue una de las leyendas que adornaron su biografía, pues salía a pasear todos los días a las cinco de la tarde. A sus vecinos les bastaba con verle para saber que era esa hora. Caminaba un hombre ilustrado, un prusiano admirador de Francia paseando por los siete puentes. Admiraba ese país porque había un grupo de pensadores arriesgando su vida para rescatar al hombre de su pocilga de ignorancia.

"Pienso, luego existo", se dijo.

La utilidad del empirismo en general, y en el jurídico en particular, servía para no hacer juicios a la ligera, sino basados en pruebas fehacientes, ajenas al equívoco caprichoso. El imperativo categórico reducía el margen de las hipótesis basadas en insidias vecinales. En el apartado periodístico, servía para que el periodista no se pusiera la venda antes que la herida.

-¡¡Kant, aguardamos su explicación!!

Alumbró también ideas valiosas para la sicología, que aún se llamaba metafísica. En concreto influyó en el sicoanálisis. Dijo que los más insospechados adornos de una casa, como la vaca de un almanaque o la chica sensual de un pequeño cromo, podían protagonizar en la mente del individuo vívidos sueños en el pasto. La mente humana podía creer en planetas de espléndido verdor cuando quizá se trataba de algún vago recuerdo originado, asomado a la ventanilla, por un viaje rápido.

-¡¡Kant, anoche creí que había en casa un individuo al que se le inflaba un cuerno!! ¡¡Quiero saber por qué!!

-¡¡Se trata de la pipa al fumar!! ¡¡Suele inflarse y desinflarse!!

-¡¡Eso está mejor, Kant!! ¡¡En cambio, cuando se entretiene usted con ese tipo de tonterías hablando del noúmeno, parece un cabeza de chorlito, dándole importancia a las cosas como si hablara del oro molido!!

-¡¡Fue oro en sí mismo alguna vez, pero luego lo gasté todo!!

-¡¡Tengo más dudas, Kant!! ¡¡Desde hace una temporada pienso que hay un visitante galáctico en mi habitación!!

-¡¡Eso es porque a su mujer ya le resulta imposible ocultar por más tiempo el pene de su amante!! ¡¡Dejéme en paz!! ¡¡Quiero dar un paseo!!

-¿Ya son las cinco?

-¡¡Sí!!

Kant finalmente bajó las manos, abrió la puerta con normalidad y se fue a dar un paseo.

Bentham, el humorista del utilitarismo

"Un sombrero sirve para quitárselo y ponérselo, pero si no se tiene, también se puede decir que uno se lo ha quitado".

Estaba en una zapatería calzándose unos zapatos. Después se puso en pie y girándose con parsimonia se dirigió al dependiente.

-Bueno, ya está -dijo con suma naturalidad-. Me voy. Le dejo ahí mis zapatos, por si alguien los quiere.

-Oiga -repuso el dependiente-. Están viejos. Esos cuestan el dinero.

-Sí, lo sé. Buenos días.

Jeremías Cara Sucia Bentham participaba en el pensamiento del siglo XVIII como jurista y filósofo, e incluso como diseñador cuando comentó que la cárcel podía ser redonda, como una olla de coles. Redondamente parecía más fácil de vigilar. Como jurista fue autor de un tratado de legislación civil y penal, matizando delitos como la omisión de de socorro, concerniente a la persona que eludiera su ayuda a otra herida. En tal caso posiblemente había que analizar si la víctima simulaba, quizá por el gusto de cargarle a otro alguna culpa, cosa que a su vez implicaría el delito de falsedad. Su filosofía se denominó finalmente utilitarismo, de uso en economía, definiendo que lo útil era lo que beneficiaba a la mayoría. Un día, de visita al hospital, alguien le preguntó qué pasaría si lo útil para la mayoría fuese su desaparición.

"Es verdad", pensó.

En casa, durante el guiso, explicaba el utilitarismo con el arroz. Si se lo comía todo, el arroz tan sólo sería útil para él, pero si le daba un grano a cada vecino no dejaba de ser, pese a lo insuficiente, un beneficio para la mayoría. Entonces calibró la utilidad según la felicidad que proporcionase, clasificando varias felicidades humanas, evaluando la intensidad de la sensación, la perdurabilidad de la percepción y la pureza de la intención.

-Por la gracia y el salero.

-Siga. Hay personas que quieren saber cosas.

Jhon Stuart Mill, que fue su principal epígono, sería quien después se ocupara del concepto en su fase económica, inaugurando las encuestas al consumidor para conocer sus gustos.

"El utilitarismo es el placer unido a la ausencia de dolor", dijo.

Bentham, aquel humorista sentimental amigo de los mejicanos, al morir fue embalsamado, y puesto en una silla con un sombrero de jipijapa quedó expuesto en la vitrina de una facultad universitaria.

Hobbes a la hora de la cerveza

Hacía un mediodía fresco en Londres, como siempre. El navegante bebía cerveza en un pub y fumaba a placer aquel tabaco venezolano vendido en Inglaterra por el insigne pensador del tabaco sir Walter Raleigh. Le comentaron que el clima siempre era fresco y lluvioso, causa de que allí no fuese necesario el hombre del tiempo. El país, en aquel instante, estaba en guerra civil, pero la tarde invitaba a pensar de otra manera. Dentro había un ejemplar de El Leviatán, de Thomas Hobbes, y cuando lo tomó hizo el camarero una mueca de desafecto por la elección, diciendo que no había quien se lo leyera. La cosa, sin embargo, podía deparar un cómico regocijo.

"La invención de la imprenta, aunque ingeniosa -decía el autor al principio- no tiene gran importancia si se la compara con la invención de las letras".

Por fin había alguien que se tomaba en serio las cosas.

"Un anatómico o un médico pueden expresar o escribir su opinión sobre cosas sucias, porque su objetivo no es agradar, sino ser útil. Pero que otro hombre escriba sus fantasías extravagantes y ligeras sobre esas mismas cosas, es como si alguien se presentara en una reunión después de haberse revolcado en el fango".

Al Hobbes debió parecerle escaso el tributo al humor, y continuó en el siguiente párrafo.

"Las pasiones que más causan las diferencias de talento son, principalmente, un mayor o menor deseo de poder, de riquezas, de conocimientos y de honores, todo lo cual puede ser reducido a lo primero, es decir, al afán de poder. Se debe a que las riquezas, el conocimiento y el honor no son sino diferentes especies de poder. Por esa razón, un hombre que no tiene gran pasión por ninguna de estas cosas es lo que suele llamarse un indiferente".

El abatimiento era distinto.

"El abatimiento provoca en el hombre temores inmotivados. Es llamado comúnmente melancolía, y tiene también manifestaciones diversas, por ejemplo la frecuentación de cementerios y lugares solitarios, los actos de superstición, el temor a alguien o a alguna cosa en concreto".

Placer, emoción, pudor, pena mora, todo lo venía bien.

"De los placeres o deleites, algunos surgen de la sensación de un objeto presente, y a éstos se les llama placeres de los sentidos".

La tercera pinta de cerveza predisponía al tránsito evanescente, como eco elevándose sobre la circunstancia, cuando parecía que el autor le hablaba a él exclusivamente. Había llegado la hora de saber algo más de la cólera, de la confianza, de la amabilidad, de la lujuria y todo eso.

"Cólera. El valor repentino.

"Confianza. La esperanza constante.

"Amabilidad. Amor hacia las personas por mera complacencia de los sentidos.

"Lujuria. Amor del mismo género adquirido por reminiscencia insistente, es decir, por imaginación del placer pasado".

En el séptimo capítulo opinó de los discursos.

"Cuando el discurso se expresa verbalmente, y comienza con las definiciones de las palabras, y avanza por conexión de las mismas en forma de afirmaciones generales, y de éstas, a su vez, en silogismos, el fin o la última suma se denomina conclusión; y la idea mental significada con ello es conocimiento condicional, o conocimiento de la consecuencia de las palabras, lo que comúnmente se denomina ciencia".

Asimismo había que interesarse por las virtudes intelectuales.

"La manera de conducirse de los hombres que han bebido demasiado es la misma que la de los locos: algunos de ellos rabian, otros aman, otros ríen, todos de modo extravagante, pero de acuerdo con sus distintas pasiones dominantes. Porque el vino produce el efecto de disipar todo disimulo, dejando que se manifieste la deformidad de las pasiones".

El camarero, entretanto, iba por las mesas con la bandeja.

"De las distintas materias del conocimiento", era el título del nuevo capítulo. "Hay dos clases de conocimiento: uno es el conocimiento de hecho, y otro el conocimiento de la consecuencia de una afirmación con respecto a otra. El primero no es otra cosa sino sensación y memoria, y es conocimiento absoluto, como cuando vemos realizarse un hecho o recordamos que se hizo; de ese género es el conocimiento que se requiere de un testigo. El último se denomina ciencia y es condicional, como cuando sabemos si determinada figura es un círculo, y que toda línea recta que pase por el centro debe dividirla en dos partes iguales. Este es el reconocimiento requerido de un filósofo, es decir, quien pretende razonar".

El siguiente apartado merecía también la pena, titulado secamente De las Diferentes Maneras. En las colinas cercanas, entretanto, sonaban los arcabuces, cosa que suscitó en el pub alguna controversia, comentando la gente la ignorancia, y a los viejos entrañables ante el fuego y el temor a las cosas invisibles. Hobbes aludía a cocodrilos y conjuros, nigromancias, tumomancias, coloquios divinos, cometas y grutas, selvas y montañas e islas enteras.

"Así, Numa Pompilio pretendía recibir de la Ninfa Egeria las ceremonias que instituyó entre los romanos", dijo también.

Se esperaba que de un momento a otro aludiera a la condición natural del género humano.

"En efecto, por lo que respecta a la fuerza corporal, el más débil tiene bastante fuerza para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o confederándose con otro que se halle en el mismo peligro en que él se encuentra".

El navegante, tras leerlo, pensó que debió ponerlo al principio, para interesar más al público. En ese instante alguno de ambos se sentía partidario de la pasión de la paz, cuyo significado podía ser que si hubiera gresca, lo preferible era, como siempre pensó él, marcharse, quizá a otro pub.

"Un hombre prudente vale por dos", pensaba al respecto. "Aquel que se retira de una guerra no es un cobarde, dice Cervantes, sino alguien que vale para otra". Luego añadió: "Para la verdadera".

Una larga calada al cigarrillo. Al pasar página, en vez de hablar de la naturaleza del hombre, parecía Hobbes referirse a la mujer, enumerando aquello que parecían conflictos sentimentales, el alimento tradicional de las comadres.

"Hallamos en la naturaleza del hombre tres causas principales de discordia. Primera, la competencia; segunda, la desconfianza; tercera, la gloria. La primera causa impulsa a los hombres a atacarse para lograr un beneficio; la segunda, para lograr seguridad; la tercera, para ganar reputación. La primera hace uso de la violencia para convertirse en dueña de las personas, mujeres, niños y ganados de otros hombres; la segunda, para defenderlos; la tercera, recurre a la fuerza por motivos insignificantes, como una palabra, una sonrisa, una opinión distinta, como cualquier otro signo de subestimación, ya sea directamente en sus personas o de modo indirecto en su descendencia, en sus amigos, en su nación, en su profesión o en su apellido".

Por supuesto no podía faltar un anhelado y glorioso epígrafe sobre la mítica suegra.

"Con todo ello es manifiesto que, durante el tiempo en que los hombres viven sin un poder común que los atemorice a todos, se hallan en la condición o estado que se denomina guerra; una guerra que es la de todos contra todos".

Se pensaba que se extendería un poco más con la crueldad de la guerra, pero de súbito, como si hablara de una corrida de toros, comentó la temperatura que debía hacer para irse a pegar tiros.

"Por ello la noción del tiempo debe ser tenida en cuenta respecto a la naturaleza de la guerra, como respecto a la naturaleza del clima. En efecto, así como la naturaleza del mal tiempo no radica en uno o dos chubascos, sino en la propensión a llover durante varios días, así la naturaleza de la guerra consiste no ya en la lucha actual, sino en la disposición manifiesta a ella durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario. Todo el tiempo restante es de paz".

Avanzado el capítulo XVI había diferentes tipos de personas. Pareció que su intención era dar que hablar en el apartado de ciencia ficción, como Francis Bacon. Tan sólo consistió en adelantar la definición perfecta del término empresa, denominada también persona jurídica.

"Una multitud de hombres se convierte en una persona cuando está representada por un hombre o una persona, de tal modo que ésta puede actuar con el consentimiento de cada uno de los que integran esta multitud en particular. En efecto, la unidad del representante, no la unidad de los representados, es la que hace la persona una, y es el representante quien sustenta la persona; y la unidad no puede comprenderse de otro modo en la multitud".

Empezó la lluvia, pero daba igual. Dentro se podía estar extraordinariamente bien. Habló de plegarias celestiales, de dios como vigilante de la playa, viéndolo todo. De cosas así. A Thomas, a juicio del navegante, se le notaba que disfrutó con ese tema. No obstante, quizá hubiera sido honesto decir que cuando la chusma carecía de temor a la ley, debía ser limitada por el pecado, evitando así el exceso de confianza, torciendo farolas y cagándose en los portales. Había un interesante paréntesis inserto en el texto, alusivo a los delitos y penas, diciendo una importante verdad, es decir, que el desconocimiento de la ley no eximía de su cumplimiento.

"Un hombre, para obtener un reino, a veces se conforma con menos poder del necesario para la paz y defensa del Estado. Suele ocurrir entonces que cuando el ejercicio del poder otorgado tiene que recuperarse para la salvación pública, sugiera la impresión de un acto injusto, lo cual (cuando la ocasión se presenta) dispone a muchos hombres a la rebeldía".

De un momento a otro hablaría de la monarquía absoluta, de la que era firme partidario por considerarla designio divino. Así pues, cuando parecía que no había quien se leyera El Leviatán, la suerte demostraba lo contrario, y la carcajada de satisfacción llenó el local. Era un libro de risa extraordinario. El lector solamente echaba en falta fue su cita célebre, que no apareció por ningún lado.

"El hombre, en estado natural, es un lobo para el hombre".

Era extraño, porque desde siempre se comentó que pertenecía a ese libro. No obstante, los doctores de la ciencia política le considerarían posteriormente el adalid del Estado moderno.

Locke, el liberal que jugaba al dominó

Jhon Locke, el médico de Wrington, solía acudir al pub diariamente para la partida de dominó. Estaba metido en política con el partido conservador. La culpa fue de su padre, y sobre todo de Lord Ashley, el conde de Shaftesbury, de quien fue secretario.

-Señores, buenas tardes –saludó-. ¿Sam? ¿Peter? ¿Doctor Canterbury? ¿Douglas? Comencemos.

Desde hacía tiempo prescribía como receta el Estado liberal, para curar el absolutismo monárquico defendido por Hobbes.

"Si los hombres fueran perros serían demasiados para un solo rey".

Exigió leyes de libre mercado, reguladas según la razón humana en vez del vuelo rasante de las palomas religiosas. Durante la partida estuvo comentando la guerra. Los ingleses, en aquel instante, andaban por las calles jugando a los dragones, debatiendo si debían reconciliarse con el romano gracias al rey Jaime II, o bien nombrar a otro en su lugar, como el holandés Guillermo de Orange, que era protestante. El protestantismo permitía una acción económica distinta, pues para sus partidarios la fortuna era un síntoma divinal, creyendo que en el cielo no debía esperarles un establo. La intervención estatal debía ser escasa en general y aún menos en los negocios. Explicó el liberalismo moviendo las fichas, diciendo que se parecía a dos hombres viajando en un carro, sin necesitar más leyes que su cansancio para alternarse conduciéndolo. Hobbes, en cambio, opinaba que las casas, una por una y calle por calle, eran propiedad final del Estado, es decir, que el ciudadano era un simple tenedor, cosa que a juicio de Locke le restaba aliciente a su aventura vital.

"Aunque la tierra y todas las criaturas inferiores pertenezcan a todos los hombres en común, cada hombre es propietario de su propia persona, sobre la cual nadie, excepto él mismo, tiene ningún derecho", escribió por su parte Locke.

El hombre era un cuerpo con prestaciones, y una de ellas era el territorio con su casa. Al ser consciente de ese proyecto vital, dejaba de dar la ralenga brasa por las calles, inmovilizado bajo la grande idea de su techo, permitiendo que el Estado mantuviera el equilibrio social.

"Podemos añadir a lo anterior que el trabajo de su cuerpo y la labor de sus manos son también suyos. Luego, siempre que coja algo y lo cambie del estado en que la naturaleza lo dejó, habrá mezclado su trabajo con él y le habrá añadido algo que le pertenece, con lo cual lo convierte en propiedad suya".

Si el Estado, como decía Hobbes, fuese propietario de todas las casas, la tenencia agravaría el presupuesto de más, al tener que mantenerlas.

"La monarquía absoluta -añadió-, que algunos consideran como la única forma de gobierno posible, es de hecho inconsistente con la sociedad civil y, por tanto no es una forma de gobierno civil en absoluto".

El Estado ciertamente tenía una potestad finalista, y podía hablarse entonces, en términos menos maximalistas, de la limitación de su acción regulando el procedimiento administrativo de la expropiación forzosa, que significaba que si el Estado necesitase que una carretera cruzase una finca, su propietario tendría un derecho económico, denominado justiprecio, así como a la protección, en caso de desacuerdo en el mismo, en el ámbito judicial. De no respetarse esas cosas, la soberanía individual decaería, la desmotivación se acentuaría y por lo tanto la gente acabaría buscando la confianza a estacazos, creyéndola conseguir siendo solamente propietaria de armas y patíbulos, incluso traficando además con ellas. Se había hecho normal la afición vecinal de invadir fincas ajenas a almocafrazos, con las gaitas sonando al fondo. Por lo tanto la propiedad privada debía ser un derecho absoluto e inalienable, y su única servidumbre debía ser el pago de impuestos. Al ser así, ni siquiera el rey o el juez tendrían derecho a entrar en una vivienda sin permiso del dueño, so pena de ser conducidos, como cualquier ciudadano, ante los tribunales, acusados de allanamiento.

"Ocurre aquí como si los hombres, al salir del estado de naturaleza, hubieran acordado que todos menos uno estuvieran sometidos a las leyes, y que ese único no sometido mantuviera toda la libertad del estado de naturaleza, cosa para la cual haría falta un gran poder y una total impunidad".

La publicación de las leyes evitaría el arbitrio de los jueces, para que nadie inventara un capricho en el último instante, cosa que parecía nuevamente del agrado de Hobbes, para quien los tribunales seguían siendo excelentes. Locke habló de las prerrogativas, prebendas y regalías señoriales, es decir, de la existencia de dominios aforados dentro del país para las grandes familias, cada uno con sus leyes particulares, haciendo que nadie estuviera seguro de pisar tierra firme. Sería como si un conductor, tras su aprendizaje de autoescuela, tuviera que aprender un código distinto en cada país que visitara. De ese modo parecía imposible hacer un imperio. En cambio, sacrificando la monarquía a favor de la república, el pueblo advertiría que en él es donde descansa la soberanía, y no en ninguna autoridad celestial. Los funcionarios estatales, asimismo, debían comprender que eran servidores de la población y no al revés, como si su trabajo valiera más que el de otro.

"El pueblo es el único que puede decidir la forma de la República, y eso lo hace al constituir el legislativo y nombrar a las personas que lo habrán de detentar".

Respecto a la división de poderes, la estuvo comentando tiempo antes que Montesquieu, antes de retirarse a casa, que era donde en realidad era feliz. En aquel momento el doctor andaba estudiando los cuatro humores de los más ilustres manejeros de la redoma alquímica, como Paracelso y Robert Boyle, cosa para la que en realidad no le hacía falta ninguna ideología. Estaba escribiendo un tratado titulado Morbus, al que añadió alguna nota antes de acostarse.

"Es fácil observar la diferencia que hay (en cuanto al modo de producción) entre la ebullición de la sangre producida por beber demasiado vino y la provocada por la mordedura de algún animal venenoso".

La permanente entrevista de La Rochefould

La Rochefould, inventado aforismos, parecía el iniciador del desagradecido género de la entrevista periodística. Tenía ocho hijos con Andrèe Vionne y no tenía tiempo de nada más. La única vez que se acostó a dormir fue para pedirle roncando el divorcio, desafiando al suegro, que era un capitán de la guardia de sable apasionado. Después mantuvo amores con varias mujeres, como la duquesa de Chevreusse, junto a la que acabó metido en diversas conspiraciones contra el rey Luis XIII y el cardenal Richelieu.

Larry vivió en una época donde la gente apenas leía, y en la que solamente sabían escribir cuatro o cinco. Postuló para la sucesión al trono a Ana de Austria, presumiendo que a la muerte del cardenal le otorgaría un cargo de prestigio. Sin embargo no fue así, esta vez por recomendación de Mazzarino, nombrado nuevo cardenal. Desconsolado, se refugió entonces en la duquesa de Longueville, en cuya compañía se fue a liar el taco a la revolución de La Fronda, espoleando a la alta nobleza frente al absolutismo, a consecuencia de lo cual acabó en la cárcel de La Bastilla, con sus muros de treinta metros y sus ochos almenas con cañones, rodeado por aquella gente.

-Al enjuagar veremos.

-Más vale uno que quince.

-A burro muerto, la cebada al rabo.

Afuera se dijo que seguía conspirando contra la monarquía, pero sin duda era él quien jugaba a las cartas con sus compañeros de celda. Otra leyenda del momento era el hombre de la máscara de hierro, según la cual el auténtico rey también estaba dentro. Se dijo además que lo estaba el propio arquitecto de la cárcel, cuando la terminó. Larry solía pasarse la velada oyendo el cruce de dimes y diretes catárticos en las literas, persuadido de tomarse en serio su estilo. El aforismo era un género de origen italiano practicado por diversos escritores, como Baltasar Gracián, Montaigne, Blais Pascal, Jean de La Bruyere y Francis Bacon.

-A braga rota, compañón sano.

-A cada uno le huele el pedo de su culo.

Tras la liberación se alistó como bucanero en Flandes, donde recibió un tiro en la pierna. Le pegaron otro en la cara a su regreso a París, durante una algarada monumental en la puerta de Saint Antoine. A continuación fue abandonado por madame de Longueville, que decidió recordarle completo en otro cuerpo. Se unió por último a un motín contra el feudalismo, y después se retiró a algún lugar de París para seguir escribiendo aforismos.

"Una empresa ganadora -le dijeron una vez- nunca está pendiente de las ruinas ajenas para progresar, pues así, ocupando la cabeza con el menor valor, es cuando probablemente alcance la suya".

Alguna tarde se dejaba ver en la tertulia de café de madame de Sablé para jugar al ajedrez. Unidos por la misma afición al aforismo, comentaban a menudo cosas como la villanía y la envidia de la gente, entre otros combustibles útiles para seguir moviendo el cotarro. La envidia era como jugar al ajedrez con morcillas, un gasto totalmente infructuoso. Había demasiada gente perdiendo la vida así, escudriñando los defectos ajenos, hartándose de trabajar para nada. El envidioso, al ser tramposo consigo mismo, era proclive a la trampa con los demás, y al carecer de nobleza su objetivo, su falta de convicción le acababa derrotando.

"El que hace la trampa, como lo sabe, muere", sería un pensamiento adecuado.

Entonces apareció en el local otra mujer, madame La Fayette, con sus propios dispongos bajo el vestido. Dijo con coquetería que estaba escribiendo una novela, y eso bastó, tras el jaque mate, para iniciar el romance. La Rochefould, con media cara menos, escribió junto a ella La Princesa de Cléve, así como un libro de memorias. Escribió setecientos aforismos, que le permitiría a la gente inventar los suyos, con sus contradicciones, paráfrasis y disquisiciones de pacotilla. Algunos de ellos circulaban por París.

"Según la costumbre es habitual que a un hombre le corresponda una mujer, pero según las leyes del amor y el dinero, un hombre tiene tantas como es capaz de mantener".

"Hay personas a las que quitándoles simplemente el váter, quizá se les haga tanto daño como quitarle la cuenta corriente".

"Siendo superiores al dinero y al amor la necesidad excretora, los aficionados a discutir cuál sería la importante probablemente se aclararan pasando hambre".

"Se sufre menos ganando poco dinero merecido que recibiendo una herencia inmerecida, luchando por conservarla".

"El que se autoinvita a una fiesta acaba rodeado de autoinvitados, pues los semejantes se delatan".

"La victoria comienza cuando se tiene un buen argumento, porque será la fe en él la que derrote a la adversidad. Por lo tanto, cuando se pretender robar a alguien esa fe, denota que tiene valor. Siendo ese, rico será simplemente quien sea capaz de fomentarla, aunque no tenga dinero".

"Las frases indiscutibles, como saben los abogados, hay que ponerlas al principio del texto, para lograr el asentimiento del lector, al objeto de predisponerle luego a hacer lo mismo, cuando el escritor no lleve razón".

"La entrevista es desagradecida porque una cosa es la palabra hablada y otra es traducirla, siendo capaz de contar los olores de la habitación y el sentimiento verdadero del protagonista".

D´Holbach y la biblioteca para ateos

"La fuente más corriente de las desdichas de los pueblos es el hecho de que los favores, las intrigas y la cuna, que raras veces suponen un mérito, hacen que sean llamados a los cargos más importantes hombres sin principios, sin luces y sin buenas costumbres, cuyos vicios e incapacidades ponen al príncipe y sus súbditos en los mayores aprietos. Las dignidades y los altos cargos parecen a menudo ser sorteados en una lotería. Unos ministros incapaces perjudican a su país y hacen despreciable al soberano que les da su confianza."

El marqués Paul Heinrich Dietrich von Holbach era un revolucionario francés capaz de alterar el orden exigiendo laicismo al gobierno. Dueño del salón de Saint Roch de París, tenía allí una biblioteca para ateos, a la que invitaba a los intelectuales del momento. A su cuidado puso a un ujier apesadumbrado y lánguido, que viéndose rodeado se aquella gente albergaba como tímido flomo el ser dios poniéndoles el brandy. Le parecía sobrecogedor ver allí a personajes como Voltaire y Grimm, Diderot y Lagrange, Rousseau, Hume, Helvetius, Benjamin Franklin y Laurence Sterne, a Beccaria o a Adam Smith.

"El hombre desdeñó el estudio de la naturaleza para correr en pos de fantasmas, semejantes a esos fuegos engañosos que el viajero distingue en la noche, aterrorizándole y ofuscándole, haciéndole abandonar la senda sencilla de la verdad, sin la cual no se puede obtener la dicha".

El marqués D´Holbach era un científico eminente que influía incluso en el plan educativo de Rusia, tras la publicación de su obra Sistemas de la Naturaleza.

"Si la ignorancia sobre la naturaleza dio nacimiento a los dioses, el conocimiento de la naturaleza está destinado a destruirlos".

Una noche se presentó en la biblioteca el sacerdote Galiani, y al poco la calle entera gozó oyendo los denuestos del marqués. A su juicio tener que hablar aún de rayos castigadores era un descrédito para la raza humana, debiéndole explicar que el origen del disparate estaba en la levedad eléctrica del cabello al ser frotado.

"Calumnias, cadenas y hogueras. La superstición enciende y justifica las pasiones ciegas de los hijos de la tierra. Abrid los ojos a la luz y utilizad la antorcha que la naturaleza presenta para contemplarla".

El marqués acabó conociendo a una mujer, a la que empezó a dedicarle cartas relajantes. Se llamaba Eugenia y estaba harta de los grandes salones, con la idea de retirarse a un convento. La colección, finalmente, estuvo compuesta por doce epístolas, titulada Cartas a Eugenia. En la medida de su paciencia el barón, cultivando el encanto de la hoguera, intentó convencerla diciéndole que dios en realidad estaba esperándola en la cama, para un buen par de trancazos.

"Ya es hora de que este espejismo desaparezca, ya es hora de que el género humano se preocupe por sus verdaderos intereses, siempre incompatibles con los de esos guías que creen haber adquirido el derecho imprescriptible de extraviarlos. Cuanto más examinéis la religión cristiana, más os convenceréis de que sólo puede ser ventajosa para quienes se han encargado de la fácil ocupación de guiar a la especie humana después de haberla dejado ciega". 

Le habló de espejismos, de estrechos pasadizos y otras fantasías.

"Si se nos dice que somos como lombrices de tierra respecto a Dios, o que estamos en sus manos como un tiesto en las de un alfarero, responderé que en ese caso no pueden existir relaciones ni deberes morales entre la criatura y su creador".

Voltaire, el hombre que escapó del teatro

Voltaire era un hombre problemático también. Empeñado en retar a duelo al caballero de Rohan, acabó preso en La Bastilla.

-Mil mañas hay en castañas.

-Mujer peluda, mujer cojonuda.

-Más vale pájaro en mano que ciento volando.

Era autor de Cándido o Del Optimismo, donde contaba la relación de un chiquillo educado en un castillo por un maestro llamado Pangloss.

"Buscamos la felicidad, pero sin saber dónde -decía-, como los borrachos buscan su casa, sabiendo que tienen una".

Cuando salió de La Bastilla se marchó a Inglaterra, país al que admiraba. Opinaba de siempre que allí realmente radicaba la Ilustración. Solía escribirles cartas a los amigos de estilo periodístico, diciendo que el país era maravilloso. Al parecer los campesinos comían pan blanco y no tenían juanetes en los pies, y los reverendos anglicanos asimismo estudiaban en Oxford, y eran designados por el parlamento y no por los apóstoles, y además se podían casar y agarrar cogorzas en los cabarets. Más tarde, cuando regresó a Francia, el número de sus enemigos había aumentado, pese a lo cual le nombraron historiógrafo real y miembro de la Academia Francesa.

Se entretuvo en atacar a Crébillon, un dramaturgo que le disputaba en la Corte los favores de madame Pompadour. Al parecer le dijo a Crébillon que solamente sería un intelectual agudo cambiando el acento de su nombre, e igualmente profundo dentro de una mina. Tuvo problemas como autor teatral durante el estreno de La Doncella, donde parodió a Juana de Arco, el símbolo nacional. Hizo ver que era una simple pastorcilla sin méritos para eso, obsesionada solamente por alejarse del calvario de la cama para conservar la virginidad. Durante el estreno se quedó dormido, puesta la cabeza en el hombro de madame de Chastellet, estando la actriz en escena enseñando una teta, como en los vodeviles. En la turbiedad del sueño despertó para mirarle el escote, y derramó una lágrima diciéndose que aquello era el entierro de la lengua, suelta la mano entrambas nalgas buscando luz bajo la falda.

"Son los vientos que hinchan las velas del navío", pensó.

Entonces comenzó el escándalo, cuando irrumpió en el teatro un hugonote que le andaba persiguiendo desde La Haya, acusándole de haber mancillado a su hija cuando estuvo de diplomático en Holanda. A él se sumó un jesuita bramante, recordándole a voces una vieja pelotera de colegio. A continuación allanaron el teatro, remontando las butacas, un templario bufando y un oso calvinista suizo, y detrás varios católicos tajantes, así como un moro cargado de alfanjes, y finalmente un primo suyo bullicioso que hacía tiempo que no le veía, pero que parecía igual. Diderot logró huir por la puerta de atrás, escondido en la pradera de lienzos de una mujer.

"Contempla los gorriones y los palomos que hay en tu jardín, observa al toro que se aproxima donde está la vaca, y al soberbio caballo que dos mozos llevan hasta la yegua que apaciblemente le está esperando y que al recibirle menea la cola; observa cómo chispean sus ojos, escucha sus relinchos, contempla sus saltos, sus orejas tiesas, su boca que se abre nerviosamente, la hinchazón de sus narices y el aire inflamado que de ellas sale, sus crines que se erizan y flotan y el movimiento impetuoso que los lanza sobre el objeto que la naturaleza les destinó".

La mujer no tenía ni idea de quién era, pero fue suficiente. Parecía mentira que aquel tipo que corría por la calle estuviera considerado el mejor pensador de Europa.

"Sí, pero es por pura chiripa", solía decir él en las fiestas.

Durante una temporada situó su residencia en Ginebra, y más tarde en Rusia, tras ser nombrado embajador en la Corte de Federico II. Allí escribió algún reportaje sobre el país y varios cuentos de babilonios en camello, así como un extraño diccionario de ochocientas páginas, donde pese a ser un inveterado ateo acababa dando la homilía, motivo por el cual incluso D´Holbach acabó profesándole animadversión en el salón de Saint Roch. Cuando en aquel diccionario no se refería a Enoc con sus barcazas, se refería a las volteretas de Abraham en el desierto o bien a los remordimientos de Constantino, y si acaso eso fallaba aludía a Visnú y otras almas aéreas. Pocas acepciones había que no aludieran al asunto.

"Abejas.- La especie de las abejas es superior a la raza humana en cuanto extrae de su cuerpo una sustancia útil, mientras que todas nuestras secreciones son despreciables y no hay una sola que no haga desagradable al género humano. Me admira que los enjambres que escapan de la colmena sean más pacíficos que los chiquillos al salir del colegio, pues en esas circunstancias las jóvenes abejas no pican a nadie, o lo hacen raras veces y en casos excepcionales. Se dejan atrapar y con la mano se les puede llevar a una colmena preparada para ello".

Montesquieu

y la forma de llevarse menos trabajo a las vacaciones

-Charles Louis de Secondat, señor de La Brède y Barón de Montesquieu -, anunció el maestre sala en la escalinata.

Montesquieu acudía esa mañana al palacio de Versalles para contarle al rey una novedad. La última vez que estuvo allí, el monarca le pareció agresivo con el cuchillo. La razón era que al monarca le parecía un pesado. La creencia de que los filósofos eran unos santos, atentos al cándido mensaje de los pajarillos y a la miel de las abejas, se debía a que el vulgo era ajeno el fenómeno filosófico. Por eso andaban tan comprometidos con la educación humana. Su poder mental era demasiado evidente para llamarlo timidez. Los filósofos más bien eran intratables y exigentes, sobre todo con aquel calor. Luis XIV, oyendo el anuncio de la llegada, no descartaba la bronca.

-¡¡El guey!! -, añadió el maestre sala, un español que había aprendido mal el idioma.

El presidente del parlamento francés, perlado de sudor, llevaba bajo el brazo El Espíritu de las Leyes, el libro que explicaba la división de poderes.

-Quiero hablarle, majestad, de las tres llaves que abren las puertas de la eficacia -, dijo abriéndose la camisa, mirando el desayuno.

Se pasó el pañuelo por la frente y comentó que si delegaban la acción estatal en el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial, es decir, en el gobierno, el congreso y los jueces respectivamente, él se podría marchar con menos trabajo a las vacaciones. El gobierno se encargaría de pedir las leyes. El congreso las elaboraría. Los jueces, apenas los abogados entraran por la puerta, las aplicarían.

-Qué torpes son los franceses, majestad -, lamentó el pensador a continuación, pasándose de nuevo el pañuelo.

-Ingleses querrá usted decir -, repuso el monarca.

-Qué más da -repuso-. ¿No influimos también allí?

Manifestó que Locke, el filósofo inglés, se había equivocado, al no caer en la cuenta de separar el poder ejecutivo del judicial, dando así lugar a que ambos, compartiendo la misma llave, se entorpecieran el avance. En definitiva legó una patraña, queriendo que se sospechara que la filosofía era decir media verdad, es decir, en que fuera verdad la otra media. Luis XIV, pasando la mantequilla por la tostada, pensó que quizá esta vez traía un diamante lúcido, categórico, decisivo, distinto, difícil de domesticar por la bestia salvaje de la ignorancia. Hasta ese momento pensó que cuando los ilustrados hablaban de la oscuridad del pueblo, se referían en realidad a la suya, con sus ojeras de cansancio y la tez pálida del encierro, escribiendo a solas sus libros todo el día, confundiendo cualquier ruido callejero con una alarma. Montesquieu, viéndole comer, esperó la contestación, diciendo que Francia tenía ahora más fácil que Inglaterra la aplicación del nuevo sistema, ya que el poder feudal era menor en el territorio y eso facilitaba la unificación de los criterios legales.

-Discúlpeme, he de ir al baño-, dijo el monarca entonces, al notar un retortijón.

-Cómo no, majestad.

Montesquieu, iluminado por las ventanas, solo en aquella mesita del pasillo, elucubró un rato con la pirámide social, que era el otro nombre del fenómeno gubernativo. Los hombres trepaban a porfía dentro de la pirámide social, buscando el orificio, quizá la luz. Por entonces el monarca con un gesto, quizá un dedo, podía taparla, amontonados los hombres debajo, los unos sobre los otros en la fabada climática, trepando por las paredes, largando la pierna en suspensión, aguantando traseros en la cara. Un dedo nada más podía conmover toda la estructura, provocando una cascada de influencias, como una bola de nieve que rueda por la montaña. Era triste que un rey se pasara toda la vida así, calculando cuándo y de qué modo articularlo para asumir la responsabilidad colectiva. Algunos, los más frívolos, lo consideraban flojera, pero era evidentemente el resumen agotador de una decisión largamente pensada.

El asunto serviría luego a los pensadores de la ciencia política posterior para disfrutar sus teorías. Alguno, como Habermas, Norberto Bobbio o Karl Popper, compararía la pirámide social con una botella de champán, explicando que dentro había algo generando el gas, el periodismo, que por entonces era el apoyo ferviente de la revolución. En pocas horas los panfletos callejeros darían la vuelta por la esquina, quizá con alguna caricatura del rey. Ciertamente era gracias a eso como una sociedad se notaba viva. Pero lo notaría más aplicando el nuevo sistema. Los tres poderes parecían un respiradero ventilado, capaz de disipar el nauseabundo hedor a humanidad de esa pirámide, con su arrastre de muebles y quejidos patibularios. Era quitarse la máscara. Sí, ciertamente, el pueblo seguiría siendo escéptico, pensando que el poder al fin y al cabo consistía siempre en lo mismo, es decir, en una habitación con objetos para el malabarismo, dispuestos para que quien accediera mostrara más destreza que su antecesor, elevando naranjas o maracas e incluso abriendo el ancho bolsillo para que cayera libre el dinero. Sin embargo, entrar a la habitación con aquellas llaves, era mucho mejor, más a la altura de Francia.

-¿Usted no come, Charles? -, preguntó el monarca al volver del baño, señalando el suculento tarro de mermelada con fresa cachaza.

-¿Dónde ha andado usted, enviudando? -, dijo él.

Hablaron de elecciones, denominadas sufragio universal. Hasta el momento lo que existía era un plebiscito censitario, es decir, el derecho al voto de las clases preparadas. Parecía que desde Platón tan sólo unos pocos tenían derecho al baño, pero ahora el objetivo era que el mar electoral bañara a todo el mundo. Había que marginar la convicción de que no votaba con el mismo conocimiento el prócer ilustrado que el demente, y que creer bueno que los súbditos acudieran a sembrar su propia semilla en el gran huerto de las urnas. Había que tener en cuenta que de todas formas, en virtud del liberalismo, las fuerzas se acabarían contrarrestando.

-Es higiénico -, pensaron ambos.

Alcaldes y concejales, así como vecinos notables le darían más verdad a una nación distinta. El pueblo se educaría maduraría, cargando con su cuota de peso estatal, echándose a la espalda derechos y obligaciones. Era extraño que hubieran pasado veinticinco siglos desde que Solón y Pericles explicaran la cosa, como si en los liceos se hubieran dedicado a la mantequilla, delicada flor de plata en el corazón barranco del hambre.

-Va usted a pensar que soy un maleducado -, dijo sensatamente el rey.

-Le falta el cuchillo, ¿verdad?

-Sí, no lo encuentro.

-Es igual, pásele el dedo.

Beccaria y la sistematización de los delitos

Beccaria, marqués de Milán de veinticinco años de edad, había escrito un libro jurídico para todos los públicos. Acababa de salir de la cárcel, a causa de la oposición familiar a su matrimonio con Teresa Blasco. Allí se pasó una temporada escuchando aquellas curiosidades.

-Con marido y mujer no te metas porque se abrigan con la misma sábana.

-A caballo regalado no le mires el diente.

-A cada necio agrada su porrada.

-Barre la nuera lo que ve la suegra.

El libro se titulaba De los Delitos y las Penas y estaba llamado a la celebridad en toda Europa. Quería que fuese leído como una novela, como manifestó en cierta ocasión ante sus correligionarios franceses, como Voltaire, que era autor del prólogo.

-Convencerá de principio a fin al vulgo mismo -, añadió Diderot.

En opinión de Beccaría era bueno sistematizar con detalle los tipos penales. Eso de que en la cárcel se arrastraran cadenas y bolas de cañón, que se comiera pan duro en estrechos tabucos, o que hubiera fosos para ser orinados por los carceleros, y casi siempre hachas para la decapitación, debía acabar. La normativa nueva quería impedirle al juez de un modo objetivo y técnico que actuara a capricho, reduciendo su margen de maniobra, detallando los tipos con artículos, cada uno con su castigo proporcional al delito.

-El juez, como cualquier persona, está animado por sus propios instintos y alegatos morales, y reduciendo su maniobrabilidad se obtiene la condena justa.

No faltaron los detractores, como Vincenzo Facchinel, un fraile dominico, que respondió dedicándole un severo volumen, tildándole de satírico desenfrenado, de impostor y seductor del público. Le acusó de estimular la desconfianza en la voluntad divina y de no citar ni una sola vez la Biblia.

"Siendo la función de juez una voluntad dimanada de dios, las palabras de Beccaría equivalen a desconfianza en la justicia divina".

Beccaria solamente se molestó llamándole oruga, estando a punto de ingresar en prisión.

-Puede que el indocto contrario -ironizó ante sus correligionarios-, para devaluar mi valía se vea obligado a aprender el Derecho mejor que yo, en cuyo caso mi obra sería él mismo, acaso convirtiéndole en un juez excelente.

Durante su estancia en presidio tuvo tiempo de observar que la inocencia estaba mezclada con el crimen. Había gente que permanecía allí sin fecha, esperando a que a alguien se le ocurriera aclarar su situación. Opinó que el reo debía ser juzgado con rapidez, para que su fama social no quedara mermada el resto de su vida. En cambio el proceso lento implicaba, en la almoneda vecinal, una difamación irrecuperable.

"Tanto más justa y útil será la pena -dijo- sin los inútiles y fieros tormentos de la incertidumbre, que crecen con el vigor de la imaginación y con los principios de la propia flaqueza".

Circulaban leyendas por entonces diciendo que los ilustrados, cuando caían presos, eran sustituidos por un impostor enseguida, saliendo de la cárcel por la otra puerta, acaso usando su propio nombre y su obra, corrigiéndole las comas para agradar más al poder reinante. Servan, un abogado de la realeza proclive a la Ilustración, le apoyaría con un informe sobre la administración penitenciaria, fruto de su investigación sobre la tortura.

"Echad una mirada sobre estos tristes muros -escribía Servan-, en donde la libertad humana está encerrada y cargada de hierros, en donde a veces la inocencia está confundida con el crimen. Acercaos, y si el ruido horrendo de los hierros, si las tinieblas espantosas, y unos gemidos sordos y lejanos, hiriendo vuestro corazón, no os hacen retroceder amedrentados, entrad en esta estancia de dolor, y bajo estas facciones o rasgos desfigurados, contemplad a vuestros semejantes, lacerados por el peso de sus hierros, medio cubiertos de andrajos, infectados por un aire que jamás se renueva y que parece que se impregna en el veneno del crimen, roídos vivos por los mismos insectos que devoran los cadáveres en los sepulcros".

Era mejor, respecto a la pena de muerte, dejar vivo al preso bajo la inquietud de mejorar. De otro modo, al no tener nada que perder, se le invitaba a una despedida triunfal matando.

"No es el freno más fuerte contra los delitos el espectáculo momentáneo, aunque terrible, de la muerte de un malhechor -decía-, sino el largo y dilatado ejemplo de un hombre, que convertido en bestia de servicio y privado de libertad, recompensa con sus fatigas aquella sociedad que ha ofendido".

Fue el precursor del habeas corpus, es decir, del derecho del hombre a ser puesto en libertad cuanto antes si no había pruebas en su contra.

-Mal de muchos, consuelo de tontos.

-Lo que no mata, engorda.

-A barriga llena poca pena.

-Cuando hay buena cama, colcha es la sábana.

-Lo que no se llevan los ladrones, está por los rincones.

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