La otra marca es Heineken, que es la tercera producción mundial. Beberse algunas permitió un día ver más estorninos en el cielo: catorce. Por otro lado, sería difícil pensar que una ciudad portuaria e industrial realmente tenga corazón. Es difícil creer que allí una fiesta, aunque sea para regalar pipas, se convoque sólo por diversión, pues de lo contrario estaríamos hablando de Alcalá de Henares. El carnaval de julio, por ejemplo, a diecisiete grados de comodidad, es la excusa para mostrar la elegancia textil. África Central, una antigua colonia, es su mayor activo para la exportación, donde su marca más popular es Vlisco, que viste a las negras como si fueran pavos. Ocupa Vlisco el 75% del sector, que es como seguir conservando la colonia, aunque esta vez sin armas, como denota la publicidad.
"Quédate en Holanda".
La última vez que los holandeses estuvieron en Brasil la carta de presentación fue humanitaria. Azconobel, una empresa de pintura, regaló en un barrio deprimido 200.000 litros de pintura. Fue en solidaridad contra el hambre en Río de Janeiro, para que los vecinos la olvidaran. Al mismo tiempo se les hizo ver que en caso de problemas, ellos mismos les presentarían a su propia empresa de seguros, llamada Aegon.
En definitiva, el único problema serio que tiene la ciudad es su densidad demográfica. La gente al parecer vive apiñada en los edificios. En las pequeñas ciudades dormitorio de alrededor se dice que la gente se levanta de la cama de madrugada al notar un crecimiento, para irse a dormir un poco más allá. El fenómeno se denomina conurbación, y nunca se sabrá hasta qué punto puede tener relación el asunto con tantos museos, que parecieran una tapadera.
Sin embargo, no habrá ningún problema con el que no pueda acabar el fútbol, yendo al estadio de La Bañera, el campo del Feyenoord, con aforo para cincuenta mil personas, que de todas formas vivirían apiñadas. Está diseñado por los arquitectos Brikman y Van der Vlugt, dos apellidos difíciles de ubicar en otro sitio. El Feyenoord es el equipo más importante de la ciudad, con una hinchada orgullosa de no haber descendido nunca de categoría. Al amanecer, tras la oleada beoda contra aquellos soporíferos nazis, la plaga de estorninos cubría el cielo. Entonces ocurrió lo que no se podía imaginar nadie, es decir, que asomara todo el mundo con escopetas en los balcones para disparar. De aquel modo, sólo gracias a los pájaros, fueron descubiertas cinco bandas armadas y otras cinco de narcotraficantes, dos de lavado de ropa con algo de dinero, quedando finalmente en libertad el que inventó esta fantástica mentira. Se estaba contando un día en la sobremesa de Macdonald, una moderna urna de cristal, frente al ayuntamiento. Estaba el alcalde de la ciudad almorzando con sus empleados en una mesa. Se trataba del ciudadano europeo Ahmed Boutaled, un hombre que suele hablarle a Mahoma de grandes rebanadas de mantequilla.
Duelo de océanos en el mar de la ópera
Érase una vez un hombre en la soledad de su mansión. Se trataba del tenor Lestin Ducek, listo para sobrevivir al éxito en un teatro abarrotado. Sería un duelo de amor con la mezzosoprano Leoparda de Utrech, que avanzó desde el fondo con un miriñaque de perifollos, un echarpe rojo y un corpiño verde. Merodeó un rato bajo un decorado de alquería floral. Entonces hizo aquel ademán, como si llamara a la puerta. Lestin en ese instante infló la voz para abrir, acompañado por los violines persiguiendo a un mosquito, pareciendo de verdad el sonido de la puerta. Leoparda, tímida como una pastorcilla, entonó su dulzura.
-¿Es usted el dueño de la alquería? -, preguntó.
-Sí, soy yo -respondió Lestin de modo engolado-. Pase usted.
Con gentileza pasó y él, bajando la mano, parecía un torero queriéndosela llevar por naturales a la alcoba, el sitio adecuado para rematar el asunto con el estoque sediento, que era lo que en verdad quería el público, que rumoreaba que se entendían también afuera. De hecho aquella mañana temprano estuvo en el teatro el revisor de instalaciones arreglando las cañerías, oyendo al llegar que al fondo estaba cediendo el zulaque de los arcaduces. El ruido, en realidad, salía del camerino, aclarando que la pareja mantenía un idilio. La mezzosoprano sostuvo el tempo en la tesitura vibrátil y agreste característica de su modulación, sacando de las abisales profundidades avícolas un agudo intencionado, desmadejándose primero, pero recobrándolo después de un modo aún más grave, elevándose hacia la bóveda, a la vista del público, tocando dos veces el techo con el peinado, desinflándose a continuación con un par de trémolos hermosos, como una corista, hasta que aterrizó en las tablas emitiendo un gorgorito inaudible, logrando el aplauso feroz.
Lestin comentó algo en tono mísero, como El Payaso de Leoncavallo, haciendo evidente su soledad, como queriendo que sintiera lástima, cosa que por otro lado no era muy difícil, teniendo en cuenta la mansión. Ella respondió con un alarido demencial, cruzando con él un largo amable. Hizo ver Lestin una barra de pan, invitándola al almuerzo. Ella comunicó a la vez sus más inconfesables inclinaciones por el pan. Como bien sabía el público, era la excusa perfecta para hablar del sexo. Esa era la gracia de la ópera, compitiendo con sus sutilezas ante espectáculos más grandilocuentes. Las mujeres, mirando al apuesto cantor, cuchicheaban en las butacas, haciendo tabla rasa de sus propias vidas privadas, inventando una más. Leoparda entonces estaba en una silla, dejándose observar por él, orquídea y cartilaginosa, filadélfica y turgente bajo la copa de luz de la estancia. Los hombres del palco apostaron con descaro a que se entregaría pronto, dispuesta a hocicarse en el calor mamífero de la cama. Comentaron que ese era el lugar preferido de las mujeres para reencontrarse a sí mismas sintiéndose unas guarras. La barra de pan, en aquel momento, necesitaba mantequilla. Leoparda, encendida de erubescencia, hizo una matización coloreada, diciendo que tenía mantequilla en casa. Él tenía pan, ella mantequilla, sencillamente, y por lo tanto se necesitaban.
-El pan es de anteayer -, aclaró el tenor.
-Bueno, no pasa nada -, repuso ella, con el pan elevado a un palmo del rostro, pareciendo que lo iba a morder.
-Si quiere uno más tierno -dijo Lestin-, tras el avellano aparecerá de un momento a otro un panadero.
Leoparda se giró, irguiéndose en la ventana, mirando hacia el avellano. De un momento sucedería algo importante allí, delante de toda la gente. Lestin, detrás del abultado miriñaque, le susurró algo, simplemente que tenía jamón, allá en la despensa. El jamón, naturalmente, necesitaba también pan. Los hombres celebraron en los palcos las ideas estrellantes del libreto, sin dejar de mirar la postura de la soprano, irguiendo el pompis, presto el trasero como animal de monte, notando el aliento del cantor, cálido como plato de papas fritas, pese a lo cual ella fingió desinterés, mirando aún el avellano. Lestin, próximo y viril, dudaba en tocarla, y luego salió del susurro pronunciando un alto brusco, denotando que ya no podía más, que su corazón estaba llamando a coces a las puertas del amor.
Ella se volvió.
Se miraron a la cara con brevedad.
Se dijeron algo bajito.
Se dijeron sí, se dijeron no.
Hubo un cruce de alaridos pavorosos, alternándose de modo intenso, primero ella y luego él, enredándose como plantas trepadoras, como si llevaran toda la vida buscándose a tientas. Los hombres se sujetaban la ropa en el palco, viendo acampanaba la úvula. El pan y la palabra, la mantequilla y la canción, fueron la loca reminiscencia de una fiesta que abrigaba los sueños más cálidos de las damas, todas ellas atentas. Leoparda miraba en ascuas, pareciendo complaciente con Lestin, que de súbito tomó su mano para ponerle un hermoso anillo de oro. Fue cuando se emocionó dejando caer una lágrima. Lestin ya la creía suya, y entonó la letra de un modo triunfal, dando alguna vuelta por el escenario. Ella, llorando, mirando el anillo, hizo una leve inclinación, amagando con la mano para recoger las lágrimas del suelo como si fueran diamantes.
-Páseme la lechuga -, dijo él de pronto.
Súbito dijo que quería hacer una ensalada.
-Haré una ensalada con su lechuga, señora -, repitió.
Ella mantenía una lechuga ferviente en el regazo.
-¡¡La lechuga, presto!! -urgió, casi ladrando de deseo-, ¡¡Su lechuga, señora mía!!
Durante un instante merodeó por el escenario Leoparda de Utrecht, loca de amor, como una ruleta, hasta que la lechuga quedó desmorrillada. Él, en la última vuelta, la interceptó con un abrazo, como alguien que se arroja al tren. Se oyeron suspiros devueltos en las butacas, viendo que se besaban por primera vez, otorgando un aplauso renacentista. En ese instante, bajo el avellano, apareció aquel hombre y el público cesó de aplaudir, pues parecía un intruso.
-El panadero -, dijo Lestin.
Tres amores cruzados merecían apuestas en los palcos. Ella, enseguida, se deshizo de Lestin, despreciando un buen partido. Leoparda, ante la sorpresa general, acudía al desconocido, abriendo los brazos con un exagerado ademán acuático. Un crescendo musical fúnebre acompañó a Lestin, volteando ante el público el mirar iracundo, pareciendo que iba a estallar. El chasquido de las butacas sonó a sables afilándose en el suspense. El fagot hacía su llamada lejana para el acordeón. El panadero, que cargaba un saco de pan, seguía limpiándose el sudor con aquel abrazo de Leoparda. El suspirón, perniabierto en las tablas, giraba bruscamente el cuello para verles. Entonces fue cuando el otro, al danzar, se torció el tobillo.
-Me he torcido el tobillo -, gritaba doliéndose.
-Podría tratarse de la tráquea -, respondió el cantor con ironía.
El público celebró el diálogo con carcajadas. Lestin, con un movimiento rápido, amagó un rodillazo en la entrepierna. Las butacas palpitaron a su favor, sintiéndose la gente claudicante y tabernaria. Hubo un asombro de juzgado cuando ambos cruzaban invectivas, llamándose perillán, comejuanes, villano o bajuno. Leoparda, indecisa, no sabía por quién decantarse. Contrapunteó un poco sobre las voces, haciendo un aparte arbustivo, sola bajo la sandía del decorado. Su corazón iba a un lado a otro, de repente mirando a uno y luego al otro, calibrando quién le convenía más. Lestin cantaba mejor, eso estaba claro, blandiendo la barra, haciendo ver que la tenía durísima. Las apuestas intentaron reflexionar con un argumento alternativo, en el cual aparecía el marido de Leoparda, deseando partirles la cara a ambos, como un espontáneo saliendo de las butacas. El palco en ese instante parecía pedir un crítico taurino. Ella hizo alivio pitoflero de la voz, como diciendo que se marchaba, mas el tenor adujo un crescendo volcánico, estallándole las costuras en los hombros, con los flecos de la camisa rozándole la nariz, como en un lavatorio, haciendo una exhibición de cualidades asombrosa. Hubo una reyerta verbal, con los tres a bordo del canto, y a continuación una persecución de caminos hacia los matorrales del decorado, haciendo pensar en obscenidades clandestinas de clanes zíngaros disfrutando de la holganza. Leoparda se interpuso entre ambos, queriendo acabar con la violencia, cosa que no logró. Entonces se abrazó a él, largando una flauta alarmada y casi abortiva, y después se giró al público, como pidiendo ayuda, lanzando el sobreagudo de una declaración, angustiada como una chiquilla, a punto de estallarle el corsé para proceder a una descarga de tetas en la primera fila. Ellos, entretanto, siguieron corraleramente frenéticos, con la ira al modo truculento. Ella, desesperada en su cochura íntima, parecía agarrada a las cortinas, pidiendo piedad de nuevo.
-Es el momento de echarle al panadero la culpa de un crimen -, cuchicheaba una señora en las butacas.
-¿Sí, de quién? -, preguntó la comadre.
-Le puede acusar de allanamiento de morada -, repuso otra.
Leoparda, acompañada de un oboe, intentó quebrar una disculpa de rendición, trémula y bisoña, inocentona, arrepentida por todo, confesando quizá su pasado chungo, centrífugo y rabanero, pareciendo pestañear con la vagina. Después ellos mismos la amenazaron, dándose cuenta de su ardite, amenazando con dejarla allí para irse juntos de parranda.
-Le podrían decir que hay un fantasma en la mansión -, cuchicheaba la mujer.
-¿Sí, para qué? -, preguntaba la otra.
-Para que se quede asustada.
-¡Ah, no te vayas!-, gritó Leoparda al fin.
Lo repitió de nuevo con el público alborozado.
-¡¡No te vayas, Lestin!!
Quería prometerle todo su amor. Juntos se comerían todo el pan del mundo, aunque no hubiera mantequilla, aunque tampoco jamón, ni morcillas, ni luz, ni luna, ni estrellas. Las mujeres, entregadas a la comezón, suspiraban en el amargo calor de las butacas, incomprensibles bajo los abrigos de zorro. Sin embargo, merecía la pena morir de calor allí mismo, junto a los divos. Lestin estiró el cuello como si quisiera vender una chimenea, durante eternos minutos pronunciando bemoles de alto calibre sentenciador, interrumpidos brevemente por el condimento virginal. Un garbanzo bajó por la carótida hasta la punta de la mano, sarmentosa y envarada, goteando por las bocamangas. Ella, naufragando en la ovación, le tomó la mano para situarla en su pecho. Entonces Lestin se emocionó, a punto de darle un infarto, desencajando las aldabas del teatro con todo pundonor, como un motero abriendo las puertas del cielo. La pelvis subió hasta la cabeza durante un do sostenido asfixiante, hasta que se desbarrancó en un terremoto de rodillas, mientras ella le abrazaba con amor. El teatro se puso en pie, cayendo flores al escenario. El tramoyista hacía esfuerzos por sujetar el cabestrante del telón, sofocado por el simun de una ovación cada vez más cerrada, como si el público quisiera que se marcharan volando, con las cortinas ardiendo, oyéndose ceder las puertas, cayendo el avellano, quejándose los cerrojos en una eclosión de barco a la deriva, derrumbándose las paredes y quedando ellos finalmente solos en el escenario, dejando al público en silencio. Después desaparecieron, y enseguida se oyó, con la gente aún delante, un rumor cadencioso, proveniente del camerino, quizá porque Lestin la estaba castigando, juntándole las costillas, como se dice vulgarmente, es decir, metiéndole toda su languidez por donde buenamente le cabía.
Aparece el tesoro del señor López
Era un arcón demasiado pesado para que lo hubiera enterrado un niño de diez años. En la actualidad tenía noventa y se llamaba López, viendo cómo la grúa lo rescataba aquella mañana, ante el aplauso de los vecinos. Lo hizo a temprana en una loma y durante ochenta años enviudó de la memoria. Tan sólo recordaba que era negro, y que dentro había un reloj de cobre, una caja de canicas, una camiseta deportiva y algún ópalo, regalo de su abuelo. Se recordó por entonces, haciendo el agujero bajo un árbol. Hizo también un mapa, pero lo acabó perdiendo, tras arrugarlo muchas veces. Posteriormente la aventura no dejó de tener su ventaja. La proporcionaba la impresión aventurera de haberlo enterrado en más de un sitio. Cada vez que los periódicos informaban de algo, sentía que pudo ser él. Encontró el tesoro sin querer, tras años de búsqueda incesante, durante uno de sus paseos nostálgicos por la loma, cerca de su casa. Los vecinos le felicitaron con ilusión infantil aquel sábado fresco, trasladando el arcón adentro, hasta que nos dejaron solos para le entrevista.
-Recuerdo que cuando lo enterré -declaró emocionado-, fue como hacer un poco de enterrador de mí mismo.
Al principio le pareció había dejado cosas de valor, y anduvo arrepentido. Sin embargo, en ese instante sentía que había recuperado su juventud, como ocurría en la novela Dorian Gray, basado en el fenómeno mental del pintor creyendo atrapado el tiempo en su obra. Todo aquello le servía para estimular con juegos intelectuales a su círculo de amistades, a quienes a menudo les hablaba de tesoros ocultos por doquier, sobre todo a ellas, por la bajeza que implicaba el tema. En líneas generales fue tenido por un soñador. Si en un año aparecían diez tesoros en el mundo, él un dominio diferente de la situación, pensando que también lo había hecho diez veces, como un pirata de cuento al abrigo del hogar.
-No es igual decir simplemente que algún día uno desearía enterrar algo así que hacerlo de veras. No vale igual en la cabeza. Hacerlo permite soñar, es decir, sentirse en compañía de un hecho agradable, la de ser el autor de todas las leyendas.
Una de las paradojas del oficio era enterrar un tesoro sin ningún valor para hacer ricos cien años después a grandes desconocidos.
-Encontrar un tesoro -añadió con solemnidad, bebiendo vino- tiene un nombre: suerte.
La propia habitación donde estábamos lo parecía, con él como joya central destacando en el sillón. Se trataba de un estrecho pasillo decorado con profusión, con los anaqueles apelmazados de libros y un frac colgando de la puerta.
-Alguna vez -manifestó como si no supiera lo que decía- he tenido la tentación de enterrar todo esto también, en algún lugar, lejos. Incluso el frac. Nunca me sentí cómodo con él.
Durante casi toda la charla comentó el negocio de las agencias de seguros y su extraña relación con las obras de arte. Era un sector que conocía bien porque llegó a tener el carnet de tasador de ruinas. En los últimos tiempos las agencias eran renuentes a contratar nada así con los coleccionistas de reliquias, y la causa era que ninguna tasación era fiable.
-Las premisas para tasar una obra son muy subjetivas -dijo-, indistinguibles de la mentira.
Significaba que para merecer tal cosa, la ley exigía textualmente que el cuadro denotara emoción, instinto cromático y buen gusto. Por eso, durante la firma de la póliza, solían ser frecuentes los timos, pudiendo alegar luego el autor haber sido objeto del robo de más obras, como si fuera un expolio, exigiendo una indemnización desproporcionada, superior a su merecimiento.
-Como le he dicho ya, hay mucho granuja en ese mundo. Hay gente que no se conforma con el valor de la obra en sí, el de pintarlo por gusto, sino que quiere dejarse engañar por el maldito dinero, cosa que mantiene tan reservones a esos profesionales de las aseguradoras.
Tomó un vaso de vino del tonel, recogió al perrito y regresó al sillón. En definitiva, había gente peligrosa, capaz de sacarle las tripas a cualquiera e incluso de rebanarle los huevos. Era normal que hubiera obras ínfimas generando, sorprendentemente, ingresos voluminosos, tan sólo por estar situadas en la corriente diversa del dinero turbio. En líneas generales, en principio la obra debía integrarse en el valor de la vivienda, como las joyas y cosas así, dando derecho a un documento de garantía, para comerciar a posteriori, pidiendo acaso una hipoteca, por ejemplo. Decir que un cuadro valía ciento veinte mil euros era algo más que una broma, porque evidentemente nadie vendería en principio un cuadro simple por tal cantidad, y quizá por menos tampoco. Pero era suficiente reiterar el precio para hacer creer que en circulación había una moneda de rancio abolengo.
-Un señuelo -aclaró- para los negocios ulteriores.
Conoció en su momento gestores de fondos sumamente hábiles detectando mercados. Parecía aquella una misión simple, tal vez algo boba inventando un insulso lenguaje, que a la postre servía para darle importancia rimbombante al hecho, al objeto de que las transacciones auténticas cobraran importancia. Los gestores, por ejemplo, solían incluir en su jerigonza expresiones tales como la tasa de retorno en el histograma del depósito bancario, que era una cosa que no entendía nadie. Una vez que el cuadro se revalorizaba así, yendo y viniendo por el lenguaje, era más creíble el negocio, interceptando el mercado en el momento sacándolo a la venta, en cualquier lugar del mundo, consiguiendo una venta elevada, finalmente para trasladar tan sólo el dinero negro de lugar. Por otro lado, muchas de las obras eran adquiridas por asociaciones supuestamente filantrópicas de comitentes, cuyo objetivo en sí mismo, tras las pertinentes exposiciones en salas respetables, era mercadear con el inmueble en sí, lleno de prestigio, quizá para hipotecarlo como un activo financiero normal, al objeto de adquirir un bien más grande.
-Ese es el curioso valor de las obras de arte, confiriéndole valor a la vivienda -dijo con docta pedagogía-. Eso tiene un nombre en el producto interior bruto: microeconomía, amigo mío. Es curioso, porque el arte en sí no vale nada. El arte es mísero y pobre porque nació para ser regalado.
La cosa era que los bancos, de un modo u otro, siempre andaban detrás del tema.
-Dinero fácil -aclaró-. Merdellonería económica a punta pala.
La gente, aunque faltaran garantías documentales, estaba encantada con soñar animadamente que participaba en la sandez económica con su variopintos movimientos.
-Hay mucha economía sumergida en este mundo -, reiteró el señor López dando un sorbo y acariciando al perro-. Ya sabe.
En ese instante le tembló la mano mirando la habitación, haciendo ver que el arte era como un enano que de repente crece. Aunque las obras carecieran de valor, muchas empresas usaban al pintor como carta de presentación, para mantear después con inocente excusa algún negocio oculto de tratantes galopantes. Sucedía como en el Brasil, como informó el periódico, cuando las empresas holandesas se colaron allí con una excusa benéfica, regalando pintura para vender luego seguros, confiando en la suerte para ganar así lo que perdía en otro sitio. A propósito de Holanda, de repente cambió de tema, de modo más relajado, dándole un repaso histórico a la cosa, hablando del saco de Amberes, hecho acaecido en 1576. Fue un incendio que ante todo sirvió para divertir a la chusma con el correcalles, durante el cual iban echándole la culpa, al objeto de desplumarlas, a fortunas honorables que de otro modo nunca hubieran aflorado.
-Y todo porque a alguien se le ocurrió decir un día que aquello merecía la pena -, apostilló.
El siguiente episodio histórico tenía que ver con Barbarroja, el pirata turco que hostigaba el Mediterráneo. En alguna ocasión Barbarroja se vio obligado a abandonar su tesoro en algún puerto, para poder librar el cerco del enemigo y huir más ligero. Una vez lo hizo en el puerto de Tremecén, y desde entonces proliferaron las leyendas. Dijo a sus hombres durante la huida que ya regresarían algún día, cuando todo se calmara. Sin embargo se aburrieron de esperar año tras año, pensando que no merecía la pena, y se fueron de la lengua contándolo mil veces, con desaciertos geográficos, dando lugar así a que el jefe estuviera en todos sitios, fundando por otro lado una tradición oral de enjundia que entretenía las tardes a menudo, contándolo una vez más. Los jóvenes, llenos de ilusión, seguían confiando en el tema, causa de que nunca faltaran piratas en el mar. Muchos marineros antiguos se ganaban la vida falseando mapas, fundando también un oficio, haciéndolos creíbles de diversos modos. Había que fingir que se venía de algún lugar con una joya, luciéndola en público y diciendo que pertenecía al mapa deseado. Nunca faltaron soñadores dispuestos a pagar por ellos una fuerte cantidad, ansiosos por partir. Los vendedores alegaban que ellos no podían hacerlo, acaso por enfermedad, haciendo ver que por una módica cantidad ponían a disposición de la gente una aventura inigualable. Hubo quien se dio largas palizas marítimas para nada, arriesgando la vida ante los buitres y sobreviviendo a mil emboscadas. Hubo quien acabó en lo alto de cerros ilocalizables, quizá condenados a quedarse allí para siempre. Una vez llegó a una isla un incauto harto de navegar, saliendo del bajío con un tiburón en la boca, de pura hambre, creyendo que en el espejismo de la montaña en vez de agua caían millones de monedas de plata, bajo las cuales gozó su tesoro de sed, hasta que quedó convertido en un churro. Nunca les faltó credibilidad a esas cosas gracias a las confabulaciones de los amigos. En cierta ocasión un hombre empeñó su alma, y cuando regresó humillado, por no dar su brazo a torcer ante los vecinos, simuló haberlo encontrado, paseando un cofre con un trozo de tocino, hasta que se convenció a sí mismo de que había tenido éxito. Al verse obligado a mentir así, diariamente, pensando día y noche, y acaso leyendo de todo, acabó conquistando un tesoro verdadero, el de la sabiduría.
-Parece claro, como se suele decir, que quien no muere por la verdad -añadió el experimentado señor López-, muere por la vanidad. Permítame decirle además que el hombre que en verdad es complejo suele ser aquel que se reviste con sencillez. El resto son cantamañanas. Quien tiene un tesoro de verdad no lo llega a disfrutar, de tanto barajar los números. Aburrido de que así sea, puede que harto de aguantar gentuza, se viste como yo, con normalidad y desenfado.
Naufragios de barcos, civilizaciones perdidas, últimos mensajes de las guerras. Apenas se tomara un par de vasos más, el anciano acabaría hablando de pactos secretos en la órbita de Júpiter. Dijo además que quizá el éxito de un tesoro estribaba en inventarle un buen nombre. Comentó algunos.
-Islas Caimán -, murmuró -. Stevenson. Daniel Defoe. Forrenda Excelsior. Dich Turpin. Capitán Cook. Hay un montón.
Me puse en pie para irme, observándole desde el umbral, cuando se endiñaba un lingotazo. Puso el vaso en el suelo, y gacha la cabeza, dulce y melancólico a la vez, se quedó en silencio. Noventa años no habían pasado en balde.
-¿Para qué quiero un tesoro a mi edad? -, murmuró.
-Eso digo yo -, repuse enfilando el pasillo de la calle.
Entonces oí algo más.
-¿Para que me hagan tan sólo una entrevista?
España tiene motivos sobrados
para hablar de la corrosión
Fugaz, divertido, exasperante. La corrosión es uno de los temas predilectos de los españoles. La frecuencia con que se están usando palabras como oxidorreducción, conductancia o lixiviación selectiva así lo demuestra. Este tema no es baladí, pues no en vano la corrosión alude al deterioro de los materiales, recibiendo un constante ataque electroquímico, sobre todo los metálicos, para estabilizar su energía. El periodismo no es ajeno a la cuestión, causa de la honda preocupación que reina actualmente en la sociedad. Los profesionales de la noticia saben que ahora son más necesarios que nunca, y por eso se obligan a estar al día de los conocimientos técnicos más sofisticados, para picar con acierto la piedra informativa. De ser al contrario les otorgarían, como es obvio, demasiada ventaja a los políticos rapaces, capaces de aprovechar cualquier cosa para hacerse notar, haciendo creer que solamente hay cantamañanas. Al estar acostumbrados a la verbilidad, no es la primera vez que en rueda de prensa logran escabullirse cuando se tuercen las cosas, empleando algunos términos hábilmente.
Así pues, el periodista, sin más remedio, debe oponer su acerbo fresco ante la sinrazón, consultando si hiciera falta libros tan importantes como Metalurgia: De los Minerales a los Materiales, de la editorial Masson, escrito por Pierre Combrade al alimón con Jean Philibert, Alain Vignes e Yves Bréchet, que se apuntaron un buen tanto especificando cosas tan trascendentales como las tuberías, tan habituales en el mundo civilizado. Son las que producen el tipo más común de corrosión, llamada comúnmente oxidación. La oxidación a su vez es una reacción electroquímica que se propaga a tanta velocidad como quieran estos otros tres factores: la temperatura, las hechuras del metal y la salinidad del fluido.
La lucha que mantienen muchas empresas ante este fenómeno comenzó en 1950, fecha de creación de laboratorios especializados, con equipos de especialistas incansables. España también acentuó la preocupación centrándose en la calidad de las instalaciones soterradas, donde no siempre fueron de uso el acero, el cemento galvanizado o el oro, que ahora suelen ser útiles para los revestimientos, por ser ajenos al óxido, la maldita palabra esdrújula. A la lucha contribuyó la aplicación del minio, la célebre sustancia sintética que protege los metales de la intemperie. A cada instante la química actual ofrece a los profesionales informativos un sinnúmero de huellas de valor para no aburrirse siguiéndoles la pista. El número de quebraderos de cabeza ha disminuido, pese lo cual hay que estar atentos, sobre todo en tuberías, cuyos brindis celebrativos equivalen a la cantidad abundante de descubrimientos, es decir, a un brindis por cada tubería, y también por cada joya buena, si la hubiera. Dirigentes, jornaleros, empresarios, amas de casa, todo el mundo cada mañana espera ante el quiosco cada mañana, consciente de la cita con la corrosión, evaluada de un modo dulce y pedagógico, procurando no crispar de más. La corrosión puede acontecer donde menos se la espera, socavando la normalidad social fácilmente, como ayer pudieron advertir los lectores de nuestro periódico, al aportar documentos fidedignos acreditando ciertas corrosiones, haciendo ver que no es un invento.
El equipo de investigación del rotativo ofrecía razones en su página central de índole incontestables, planteando la repercusión del fenómeno incluso a nivel mundial. En la página central derecha, por ejemplo, quedaba claro que la empresa Protegol se puso en contacto una vez con una de sus sucursales en Moscú, al parecer especializada en acero. Pese a las raíces cuadradas del idioma ruso, el documento dejó patente que la intención de Protegol fue efectuar diversos traslados de existencias, al objeto de socorrer los sistemas de protección de riegos que suelen obstaculizar las labores del campo. El director gerente de la firma, el señor Korekov, cuya foto a su vez ocupó toda la portada, se había pasado años en un laboratorio investigando las soluciones. Como acreditaron los documentos, en un momento dado realizó un cruce de llamadas, quizá al otro lado del mundo. Al mismo tiempo, y en un sólo día, la sede recibió cientos, todas ellas posiblemente demandando los avances fascinantes, como las nuevas técnicas de monitoreo.
Dichas técnicas sirven para rastrear, del modo más exhaustivo, la intimidad de las instalaciones. El equipo de Protegol no sólo contaba con eficaces especialistas en electrones, sino también con gente que sabe muy bien lo que hay en la disolución y oxidación de los materiales cerámicos de cocina y baños. Por supuesto, es de sospechar que también cuente con un servicio de especialistas en polímeros de tejados, así como en celdas de composición de dormitorios, y por supuesto en simples corrosiones por oxígeno y microbiología. Los especialistas, en general, se encargarían de cada corrosión, mas en particular de la corrosión por presiones parciales del propio oxígeno. Existe pues una larga lista de descubrimientos fabulosos a la que el ciudadano ya no es tan indiferente. Siempre se contaron misteriosas letanías de lamentos mortuorios en las viejas tuberías, ofreciendo la creencia de que los glogloteos fantasmagóricos pertenecen a almas en pena, queriendo pervertir la razón humana, haciendo pensar que estarán en el pasillo.
Siempre la corrosión provocó esos problemas, pero es ahora, tras la publicación veraz de este rotativo, cuando pareciera que la gente ha tomado conciencia, dispuesta a ponerse manos a la obra, llamando adonde sea, pidiendo auxilio si es preciso. Por eso el llamamiento profesional incide en otro tema importante, esto es en que se privilegien entretenimientos baldíos en detrimento de asuntos así. De ahí que nuestros periodistas extremen la dedicación, obligándose a seguir cualquier pesquisa, allá donde esté, rastreando valles y montañas, calles estrechas y oscuras, entre otros rincones de mala muerte. No es otro su deseo que animar a la población a que insista con la verdad, pues de otro modo nunca sería posible. Para ello quizá le sea de utilidad el clásico microscopio, comprándolo tal vez en cualquiera de las tiendas que se anuncian aquí. Alguno tiene rayos láser, para que suponga del todo una aventura.
Con microscopios de calibre se demostraría en cada hogar la veracidad profunda de la escabrosa situación. La corrosión puede anidar en cualquier parte, en el cofre de las joyas o en las hebillas de las correas del pantalón, infectando ombligos o en los cubiertos de la cocina, en las gafas incluso del propio lector, avinagrando el vino que suele beber la calma debelando que se trata de ácido acético. Por supuesto la causa pudiera estar en los extranjerismos que tratan de obstaculizar nuestro idioma, como la palabra corrección, de sobra conocida, la cual requeriría un capítulo aparte, puede que útil para tratar un tema que también suele ser candente, el de los verdes pepinos.
El candidato que parecía haberse topado
en el quirófano con Primo Carnera
Antonio Escámez, el candidato del partido andalucista, estaba aquella tarde en la cafetería reunido con los periodistas, a falta de pocas horas para las elecciones. De nuevo la profesión y la política eran lágrimas de un mismo rostro. El candidato andalucista estaba operado recientemente de un pólipo de garganta, y no se le entendía nada al hablar. Había sufrido un proceso de quimioterapia y le quedaban tan sólo cinco dientes, que señaló con el dedo como si fueran un tesoro. Era como si se hubiera encontrado en el quirófano con Primo Carnera. Tenía el rostro demacrado por la inconsistencia maxilar y se diría que daría los mítines una sola vez, por señas. El médico le recomendó que evitara ponerse antes de tiempo una dentadura nueva, por la reacción fatal del anestésico con los antibióticos que estaba tomando, para favorecer la leucocitosis, es decir, la recuperación de defensas. Parecía un pobre hombre recién llegado a la barra a pedir sencillamente la cuenta, entretenido con la frase célebre del sobre de azúcar. Por eso la tónica general del encuentro tuvo que ser el desenfado, para no exigirle de más. Los periodistas comentaban las anécdotas incontables que depara la política, en tal cantidad que obligaría a encerrarse en casa para compilarlo, sin haber hecho nada.
"-¡Hola, muchachos! ¡Cómo estáis! ¿Bien no?", dijo una vez un político. El error que siempre se comete es este: "¡¡Y a ellas también!!". A ellas también, ¿qué? ¿Simplemente hola? -, explicaba un periodista.
Una vez un ciudadano, durante un mitin en el teatro Calderón, fue interpelado por el candidato de un modo sublime.
-¡Rafael! -dijo desde el escenario, destacando en el atril-. Tú has sido siempre una referencia, Rafael. Has estado siempre ahí y tú lo sabes. Llevas con nosotros, Rafael, más tiempo que nadie, y sabes de sobra cuánto te queremos los que estamos aquí, así como tú y yo mismo sabemos cuánto hemos sufrido para estar aquí. Desde siempre has notado hasta qué grado ha subido la temperatura ideológica que nos permite tan grata esperanza electoral. Debido a eso, Rafael, puedo dejar muy claro ante todos los presentes lo que tu trayectoria significa para nosotros.
El interpelado estaba aquel día en la última fila, a oscuras, asistiendo al acto, y al oír su nombre se sorprendió, sin poderse creer que nadie le tuviera en tan alta estima. Entonces se mostró orgulloso y repasó rápidamente sus merecimientos. Por fin había alguien allí que se había dado cuenta.
-¡Rafael! -, insistió el candidato desde el atril, imprimiéndole a la voz un tono que infundía por sí mismo los más cabales orgullos ideológicos-. Llevas mucho tiempo con nosotros, como tú bien sabes. Te queremos. Es indudable. Estás cerca de la puerta, Rafael, y te pido, por el amor de dios, que la abras de una vez porque nos estamos asfixiando. Eso es todo.
A Antonio Escamez le costaba trabajo aquella tarde celebrar con una carcajada la romería a la que andaban entregados los periodistas. Su operación, como manifestó, estuvo a punto de costarle la vida, con los quirúrgicos extrayendo la limosna de tejido en la garganta, tras años de fumador, consumiendo incluso pasto de buitre o la mabinga peor, como un carretero. Las encuestas le daban no más de tres escaños en la cámara municipal, pero eso ya se sabía y no bastaba como titular. Hubo periodistas que querían algo más, como por ejemplo Javier y Teo, de la revista satírica de la ciudad. Al llegar advirtieron su distancia, la clásica en un convaleciente. Era feliz nada más que leyendo el periódico deportivo, con los goles de la jornada dominguera. Les temía desde siempre, porque sabía que al menor descuido, colocarían en la escalerilla de preguntas el peldaño falso, para implicarle del todo en la soflama penitente de la política, acalorándole y perdiendo los estribos, polemizando como en los mejores tiempos, cuando aún tenía dientes y era capaz de enseñarlos bien. Javier y Teo observaron que no estaba para demasiados trotes y se quedaron en la barra pidiendo un té, bromeando acerca de la funcionalidad del local y preguntando cuántos novios tenía la camarera, a la que tan bien le sentaba la tonificante brisa cañandú que se colaba por la puerta al atardecer.
Dijeron que desconocían el drama médico del candidato, y pensaban que una rueda de prensa preparada. La tarde languideció como un encuentro de viudos, ante sus propios ojos, oyéndose las cucharillas del te, haciéndo pensar que estaban perdiendo el tiempo. Querían un titular malévolo, pero el candidato no se dejaba. Por otro lado, el Barcelona, que es su equipo, merecía su atención, pues no en vano había goleado el domingo, en un encuentro de perros con el enemigo, sudando la gota gorda. Antonio Escámez en algún instante miraba a los periodistas como si estuviera acorralado en una pesadilla, incluso por debajo de las mesas, como si le tuvieran preparada una gripe, pensando que en un momento dado diría lo que cualquier persona en apuros, para irse a continuación rápidamente.
"¿Saben ustedes que hay una bomba en la maceta?".
Se señaló el cuello como un niño, para hacer ver a los periodistas agudos que no se lo estaba inventado. En efecto había una cicatriz reciente, y por muy hábil que fuera la broma de la voz, era del todo creíble. Lo había pasado realmente mal pocos días antes, pensando que se iba a morir, viendo el mundo con los ojos de los amigos en el autobús definitivo. Le comentaron que uno de los periodistas había trabajado en The New York Time, y que había llegado a la ciudad oliendo a sangre desde lejos, dispuesto a papeárselo, incluyendo los dos jureles que puso la señorita de tapa, con una cerveza. Por la ventana de la cafetería, viendo pasar los bólidos con la propaganda, se veía claramente que la ciudad estaba de fiesta electoral, y que esta vez Antonio Escámez quería ser el serio protagonista, pese a la voz, liderando un partido que contaba con pocos apoyos hasta que llegó él. Algún amigo, al verle allí, se acercaba dándole la enhorabuena por su exitosa operación, pareciendo condolencias, haciendo lo posible para que se animara, sin perder de vista que al menos por el momento ganaba las elecciones por mayoría amplia de células vivas.
-Ya mismo estás listo, Juan, para cantarte un martinete aquí mismo, caramelizando un poco la glotis -, le dijeron.
Lo de más valor es que parecía haberlo aprendido todo de la medicina, explicándola como si enseñara una foto a un grupo de amigos, bajo de voz, como un humanista afable. Hubo que acercarse para poder oírle, pareciendo el equipo médico que le atendió en el quirófano, alrededor del taburete. Según dijo, el cáncer no dañó las mucosas linfáticas situadas en la laringofaringe, y la complicación glotídea tampoco afectó al hueso cricoides, donde está el tiroides y el timo. Después aludió al pelo. Todo hizo pensar, antes de la quimioterapia, que lo perdería, como es normal en un tratamiento tan bronco. Sin embargo lo conservaba todo, mucho más que su doble de siempre, que según la gente era Miguel Ríos, el dinámico cantante capaz de saltar al escenario desde un séptimo piso como si tal cosa. Entonces se complicó la vida. Uno de los periodistas satíricos le saltó a la yugular.
-¿Quién te tiñe el pelo? -, el preguntó.
El candidato se quedó pensando, pensando que la pregunta era muy hábil. Rápidamente debió pensar lo siguiente:
"Si dijera que hay una peluquería que me lo tiñe mejor que las demás, quedo mal con todas, justo en estos momentos. Quiere ello decir que la siguiente pregunta me complicará yendo por ahí, tontamente".
En efecto, había demasiadas peluquerías en la ciudad para enemistarse con alguna, eligiendo solamente una sola, eficaz con el tinte. Escámez finalmente, girándose en la silla, eludió responder, presumiendo bien las trampas del periodismo. Algo así le hubiera obligado, sin dudarlo, a una explicadera torrencial matizando el asunto, es decir, quién sí y quién no era capaz de poner el pelo en su sitio. Por lo tanto, hubo un rumor malvado por estribor acerca de peluquines, que no progresó porque él mismo, con un simple gesto, lo desmintió. Era el auténtico. Después se refugió de nuevo en la medicina, capaz de concertar un tema más importante que la política, acerca de las parótidas irrigando la boca, evitando la sequedad proclive a las petequias y heridas de las membranas conjuntivas. De haber sucedido al contrario, no estaría allí abusando del líquido, que le hubiera conducido a un evacuatorio lento y definitivo, con deshidratación, agravando el problema. La gente, poco hecha al lenguaje médico, de igual modo que hablaba del pólipo, lo llamaba papiloma o lipoma, indistintamente, e incluso piloma, como decía uno de sus amigos de siempre. En definitiva, una cosa estaba clara, es decir, que Antonio Escámez estaba puesto en el acerbo médico, y no hubiera sido exagerado un titular afirmando que él mismo venía de practicarse la operación, con un éxito evidente, porque además lo estaba contando, tomándose sencillamente un té.
Cuando acabó marchó a la sede de su partido, situada en la misma acera que la cafetería, unos metros más arriba. Hubo alguna broma hablando de magnicidio, cuando uno de los periodistas, queriendo un titular, dijo que había una paloma con una puñalada trapera en un árbol. Sin embargo no tuvo éxito, aunque desde lejos pareció que era cierto, a tenor de los gestos de un señor que manoteaba junto a un vehículo buscando las llaves. A esas horas, las ocho de la tarde, la sede estaba atestada de simpatizantes, con el pelotón del infierno de los militantes llenando los coches de pancartas, pregonando la oferta electoral en el altoparlante. En la fachada había un cartel enorme con su foto, donde sonreía de modo plácido y saludable. La gente curioseaba por las mesas preguntando por los detalles del programa, como en un consultorio médico, con las parejas ante el doctor, lamentando sus ganas, como si se debieran a un imponderable fisiológico, de votarles a otros. Más bien tenían entendido que en esta ocasión había alguien allí que apreciaría su voto más.
Una de las grandes novedades del partido para la ocasión era incluir en su lista a David Martín, una gran novedad. Martín estaba radiante, con tanta confianza en la victoria que solamente se dedicó a enseñar su nuevo teléfono móvil, un flamante modelo de metacrilato con sibilancias vibrátiles y caricias del futuro. Se decía que era un parlamentario de alcurnia, metido allí para dar el gran salto, hábil con la oratoria, tan mordaz como serio. Se comentó que la diversión estaba garantizada con él, y en efecto enseñaba el móvil como si fuera una joya, explicando ilusionadamente que tenía microsensores cibernéticos. Pulsó entonces un botón y lo dejó un instante en manos de un periodista, para que le viese dando un mitin que había grabado en su casa. No se oía nada, y por lo gestos parecía una charla divulgativa en el dormitorio, debajo de un cartel del partido, avanzando las manos, como si le estuviera explicando a la esposa la categoría del tronco ideológico.
-¿Esto es todo? -dijo el periodista-. No se oye nada.
Los militantes se movían rápido por allí, cargando los coches con la materia prima electoral, de grandes carteles y pancartas, de octavillas y bolígrafos de regalo.
-Voten al partido andalucista -, decía el altoparlante.
Al periodista satírico le dieron uno de aquellos bolígrafos y cuando se puso a escribir con él se deshizo en las manos, como si se tratara de una broma trapera.
-Me llevo el bolígrafo como prueba pericial -, dijo bromeando-. Esto se va a saber.
Antonio Escámez anuncio que después, apenas cerraran la puerta, mantendría una última reunión con los amigos, al objeto de preparar el mitin definitivo, que tendría lugar en el teatro. Había llegado hora de cerrar la puerta. Durante un instante bromeó con el periodista, como dos vecindonas cuchicheando, el uno de espaldas a la calle y el otro dentro.
-Eso no lo puedo poner, Antonio-, le decía, como si le estuviera censurando un mal titular-. No dejes que tu lengua muera de ese modo en el infierno, Antonio. Cuantos te queremos, y tú lo sabes, sabemos que ciertas palabras pueden malograr tu imagen. Además yo he recibido una educación y hay cosas que no debo oír.
Acabaron partiéndose de la risa, como en un vodevil.
-Date cuenta, Antonio -seguía diciendo el periodista- que yo tengo un público exquisito para herirle la susceptibilidad con ciertas malsonancias.
-Puedes poner lo que te he dicho -chistaba el otro-. Hazme caso.
-Me sorprende que hables así, Antonio, ante mis oídos frescos. Si quieres que los periodistas de calidad contrastada brinquemos de orgullo en el partido andalucista, pídele a tus amigos que al menos regalen bolígrafos buenos. Mira este. Respecto a la exclusiva, hazla ya realidad o dame al menos uno de esos bollos de mortadela que he visto por ahí.
El periodista se retiró, cerrándose la puerta, con David Martín en la escalinata trasteando el móvil, decayendo el atardecer.
-¡Rafael! -, se oyó entonces detrás.
La ronquera como signo de andalucismo
El teatro Calderón era la parada obligatoria. El candidato del partido andalucista, desafiando a la lógica, estaba a punto de comparecer, pues en modo alguno su voz al relé era garantía. Había más gente que nunca por las inmediaciones, esperando de un modo insensato que fuera cierto. Alguno de sus colaboradores pronosticaba que a la mitad todo quedaría en una pose con dos gambas, en un peñarol de coles, en una papa frita. En nada. No se le entendía nada cuando llegó. Había dentro del teatro una pantalla enorme para las fotos del partido, para que la gente viera a quién le votaba.
El acto dio comienzo con puntualidad, con Alberto Feixas en el atril presentando como primera intervención al señor Rosas, otra cara nueva del partido. Comenzó bien, muy tranquilo y sosegado, con mesura mundana, pero se acaloró, viéndose arropado de aquel modo, en un jaleo nervioso de manos, como si fuese otro, como si le hubieran sacado para una tangana, cuando tan sólo se trataba de mantener la temperatura cordial del encuentro. Rosas era un guardia urbano bastante conocido en la ciudad, y por el modo de dibujar en el aire lo que quería decir, era como si estuviera dispuesto a actuar junto al candidato en el escenario, ayudándole con las señales de tráfico habituales de su trabajo. La siguiente intervención fue más profesional, la de David Martín, alto como una montaña, vestido de un modo informal y alegre, con gafas de intelectual, sin aparatosidad, sino abriendo la mano con lentitud, como quien riega los campos, siempre aviniéndose bien con el idioma, con una dicción completamente clara y segura, directo al meandro onírico de la verdad.
Después intervino un señor extraño. Al menos así se lo pareció a uno de los periodistas satíricos, pues no llevaba las lentillas. Iba vestido escrupulosamente de negro y se llamaba Miguel González, como aclaró el presentador. Era un tenor internacional, que empezó hablando de sus viajes como profesional de la canción, acreditando así su mérito para dirigir la concejalía de cultura. Dijo que había recorrido medio mundo y que el otro medio estaba allí dentro. El presentador, Alberto Feixas, apareció entonces en el escenario, antes de que finalizara, con una sonrisa de oreja a oreja, pidiéndole contra pronóstico que actuara ante la gente. A Miguel González no se le ocurrió mejor idea que cantar el himno de Andalucía, viviendo un aria con una exigencia de voz inconmensurable, perniabierto y con domino total del escenario, inflándose cuanto podía. Estaba siendo el himno más largo del mundo, y cuando se lanzó al abordaje con el sulfiato, el clamoreo de la nación dejó oír su voz en toda la sala, convocando una sensación épica en la atmósfera, casi de índole kafkiana, porque se estaba quedando ronco todo el mundo, como el candidato. Había mil personas dispuestas a darlo todo, con un orgullo valetudinario, queriendo todo el mundo someter la voz como el cantor, alta y jocunda, haciendo sostenidos de freír pepitas, hasta desollarse las gargantas. Hacía un calor de morir asfixiado, con Miguel González hiriendo el gesto, en una cárcel de brazos, basculando de un modo soberbio. Había hombres como castillos a los que se les iba a salir un zapato por la boca, tratando de dirigir la pauta del bemol. El posible concejal de cultura estaba gayarrístico, como si estuviera en la Scala de Milán, cada vez más vehemente, bajando y subiendo el bujido violento, con caídas cada vez más estrepitosas desde los graves a los agudos, hasta que la gente no pudo más.
Cuando terminó estaba todo el mundo afónico, con una ganga perrera, escuchándose toses al fondo, como en la consulta del médico. Al que le hubiese ocurrido aquella idea, merecía un sobresaliente. Un partido capaz de cosa tan brillante sería capaz de la más soberbia dirigiendo la ciudad, porque sin duda fue un ardite de zorro astuto, y la gente parecía mirar a los lados queriendo saber quién era. Podía bastar para subir en las encuestas. Se diría que contado así fue el fruto de un encierro de expertos en detalles minuciosos, como el de las grandes marcas publicitarias. Alguien, delante de todo el mundo, había convertido una voz derrotada en un triunfo sonado, como si fuera una novela, optimizando un recurso impensable, dándole la vuelta a una tortilla mal hecha, cuando parecía que era imposible y sólo válida para el ridículo.
Sería ese y no otro el comentario más indecible de la campaña, pues la gente, simplemente roncando, transmitía el ideario, carraspeando en seco. Había mucha gente fuera del teatro, como si dentro estuviesen cociendo boniatos. Antonio Escámez se creyó que alguien allí era de verdad del The New York Times, mas no era cierto, sino que también era de Motril, como él. La gente que esperaba en la puerta, extrañada por la situación, quería saber qué ocurría con los susurros. En ese instante Antonio Escámez subió al escenario, bajo una ovación cerrada, dándole la bienvenida al mundo. Había permanecido escuchando atentamente en la primera fila, pasando papeles con su hermana, ten con ten con algún colaborador, quizá repasando lo que no debía decir nunca, es decir, una larga lista de agradecimientos, queriéndolos a todos mucho, como si de verdad se hubiera muerto. Una vez en el atril se despojó de la chaqueta con un gesto pesado, tratando de sonreír, y después se desanudó la corbata.
"Gracias a este nuevo planeta que me acoge por seguir celebrando elecciones para que no extrañe", parecía pensar, pero tan sólo dijo hola, con una voz mortecina.
Parecía mentira. Había estado a punto de caer frito pocos días antes en la malhadada suerte etérea y evanescente de un quirófano, de no notar nada en el tránsito, y cuando comenzó le temblaba la voz, quizá creyendo que allí había algo distinto, es decir, más enfermos. Al final se dejó embaucar con la trampa de los agradecimientos, nombrando a sus correligionarios uno por uno, dedicándoles abrazos y queriéndolos a todos intensamente, como si le hubieran dado algo en el quirófano para fingirse Dionisia Toronjo. La multitud, consciente del drama, actuó en todo momento como un guitarrista socorriendo al cantaor de la dificultad, aplaudiendo a cada instante. Dedicó un comentario sincero al deporte, porque fue cuando se emocionó. Fue desde siempre lo suyo, dirigiendo equipos. Para sus más leales y fervientes seguidores estaba como una flor, como un delantero que en la peor circunstancia seguía pidiendo la pelota, responsabilizándose del juego, y le aplaudieron a rabiar. Detrás estaba su foto, nictitando a gran tamaño en la pantalla, con dioramas de jardín. El ambiente general propiciaba hablar un poco de este tema. Se comentó que los directores de campaña debieron aprovechar mejor el recorrido arbolado con flores de buganvillas que se veía. Más bien debió ser un video desmadrado, es decir, con el candidato Antonio Escámez avanzando desde el fondo a cámara lenta, solamente con chaqueta y camisa, en medio de una ovación de flores de los amigos, llegando finalmente al primer plano, bienvenido a cámara rápida, y una vez ahí mostrarse sin tapujos, sin pantalones, alegre y señorial, dejando aún más clara la seguridad en la victoria, sin necesidad de hablar nada más. Eso hubiera sido suficiente para dar un campanazo en la ciudad, sin dañar a quienes consideran que un mitin tiene que ser un parto, hablando con solemnidad. Por último habló de su madre, que le aplaudía como una chiquilla, una mujer de avanzada edad consternada de que su hijo estuviera tan vivo como ella. Finalmente el candidato se retiró, recogiendo la chaqueta, llegando al centro del escenario para abrazarse con sus compañeros. Como despedida, en vez del himno de Andalucía, esta vez sonó un tango flamenco de Joselu Franco, El Barrio, titulado He Vuelto.
En definitiva, lo que pudo ser un entierro, fue una fiesta donde estuvo hablando el muerto. A continuación la gente desalojó el teatro, con un hombre al fondo magullado, luchando por encontrar la puerta de salida detrás de alguna cortina. Cuando lo logró, sofocado a pino y a menta, la cigala calurosa lo devolvió a la calle.
"He vuelto", decía la canción.
El partido salió con una sensación triunfal, y la conversación continuó por las calles, asegurando que para vencerle los otros partidos solamente tendrían un modo: fichando a los médicos que le operaron. De secundar la opción, les obligaban a hablar de ello, y por lo tanto le concedían poder neto al aspirante, haciendo del todo increíble que incluso callado se pudieran ganar unas elecciones.
Toma de posesión de la nueva alcaldesa
Hacía un sol radiante en la plaza del ayuntamiento. Los técnicos de sonido repasaban la instalación de la cámara consistorial, donde tendría lugar la investidura, probando los micros con su gracia particular. En otra sala había doscientas sillas para que la multitud viera la sesión en una pantalla gigante, que se llenó cuando eran las doce de la mañana, la hora de comenzar. Apareció entonces el jefe de protocolo anunciando a los ediles, que irían compareciendo en el atril situado a los pedales de la tarima, para jurar la Constitución. El partido andalucista logró cinco escaños finalmente, y una de sus representantes, Mari Carmen Escámez, accedió en primer lugar, entre el aplauso del gentío, atrevida en la plenitud de su madurez, con un vestido de raso blanco minicorto, como de haber olvidado los pantalones.
-Juro solemnemente guardar fidelidad a la Constitución, así como guardar y salvaguardar al rey -, fueron sus palabras, antes de ocupar su escaño.
Después compareció la concejal Gloria Chica, bajo un ceñido rojo de tafetán con aire acondicionado, mostrando cintura líquida apeciolada. Dijo igual, ocupó su escaño y la sustituyó en el atril, a petición del jefe de protocolo, otra concejal electa, Pepita Morgado, con un peinado corto a lo garzón, caminando con energía entre el público, torneadas las piernas con fibra salvaje azul marengo ajustado, como si se lo hubiera pintado encima, tatuando los bolsillos traseros. No dijo nada distinto, y a continuación hizo igual Manuela Santiago, con furiosa cabellera rubicunda, aventando aroma a perfidia de mujer, cautivante con un llamativo conjunto de americana azul marítimo, con un florón blanco de palomas basculantes en el pecho, que parecían volar hacia el palmeral del deseo. Todas paseaban por la tarima dándose besos de amistad con tesoros antes de ocupar su escaño. La ruidiva continuó con unas cuantas personas, hasta que los escaños se fueron llenando. Los hombres las aplaudían sobre todo a ellas, viéndolas lucir sus galas como las modelos de verdad, comentando con cierta sorna que si entre ellas se aliaran podrían comerse más de un bollo durante la legislatura. Los periodistas, que se dieron cita en gran cantidad, estaban al pie del atril alineados junto a los fotógrafos, lanzando constantes fotos. La elegancia textil era incluso provocadora, y hubo alguno que se agachaba para captar todo el paisaje íntimo. Una hora después el micrófono seguía sonando a mujer, sin escatimar ni un solo beso durante la bienvenida, para meterlos en la alcancía, la típica alcancía sureña con los doblones del amor. No había besos suficientes para todos, y por un momento se pensó que peligraba el cuadro del Rey que colgaba detrás del sillón presidencial. Cuando Enriqueta Ibáñez, a petición del jefe de protocolo, prestó juramento, ya parecía una protesta inconstitucional, y sin duda estaba dispuesta a ser una estrella más de ese deporte, alcanzando a su antecesora en el camino, rumbo al escaño, volteándola y dándole dos besos, uno en cada mejilla.
Flor Almón sería la siguiente. Era la alcaldesa, electa por el partido socialista obrero español. Horas antes, recién llegada al consistorio, ya se estaba debatiendo con la multitud en un naufragio de besos, al pasar por la sala de las doscientas sillas, donde al final se concentraron algo más de mil. Era aquella mujer de cuarenta y cinco años, alta y rubia que proyectaba la pantalla, con un conjunto de chaqueta y falda blanco nuclear, como una novia. Una anciana, durante el linchamiento, no se separó tras verla allí, al reconocer que era la estrella del episodio, alzando los brazos y protegiéndola a bolsazos, y celebrando después que fue la última en besarla antes de salir de allí. Después la nombró el jefe de protocolo y avanzó hacia el atril en medio de un ferviente aplauso, con un zapato desabrochado. En pantalla parecía magullada y en directo flotaba en un vapor violento, como recién despierta de una furia de amor, haciendo patente la nociva cantidad de besos en el semblante, como si la hubieran castigado con darle todo el amor de golpe. Pese a todo, habló sin fisuras de voz, bajo el baño solar de los fotógrafos. Cuando finalizó avanzó por la tarima para el último tour de force, casi tropezando, de un abrazo a otro, dando y matando a besos a todo el que se encontraba, hasta que amainó el temporal al ocupar su escaño, mirando de reojo con desconfianza, por si había que zafarse de alguien más. Se sentó dándole la espalda al público, encerrada en su libreta de notas, haciendo sus cálculos íntimos para ultimar el discurso, que sería el punto final de la sesión. Después accedió la concejal Mariló Domínguez, visiblemente nerviosa, frecuentando el tono del ama de casa mala de los nervios.
-Juro guardar y hacer guardar al rey con todo respeto los años que haga falta, y si hace falta muchos más.
A continuación apareció la alcaldesa saliente, María Luisa García Chamorro, con sus ojeras ladinas, que se apañó para gobernar sin aclarar nunca cuál de los dos apellidos iba delante. Después apareció Antonio Escámez, flamante, pues no en vano había alcanzado su partido la máxima nota en toda su historia, con cinco concejales, que le permitiría gobernar junto al partido socialista. A continuación ocupó el atril el concejal socialista Francisco Cantalejo, que apareció en la cámara con la barba más cerrada y varonil del entorno, protagonizando un acontecimiento capilar sin precedentes, de color negro reluciente, sobre un rostro torrefactado de sol como un guardiamarina del Caribe. Llevaba en el ayuntamiento desde hacía horas, fumando en el cuarto de los ratones con un par de periodistas, entre cubos de fregar y cajas de a cuarto. Por la mañana iba vestido de blanco impecable, con una chaqueta de lino, como recién llegado a puerto de una hacienda señorial. Al oír su nombre salió del cuarto de los ratones en medio de una niebla espesa, como un cantante, con la chaqueta en una mano, luciendo una barba montuna de encerrado en la selva, acudiendo al atril para darle fuego al Rey.
-Juro guardar la Constitución española -, dijo.
En la tarima la chaqueta parecía un gesto taurino, dispuesta al lanzamiento del primer toro de la legislatura. Después se sentó junto a Flor Almón. Empezó a toquetear él mismo el dispositivo de sonido que instalaron por la mañana los técnicos, como inseguro de que se le oyera hablar del empate a blancos. Era la hora del discurso de la nueva alcaldesa en el sillón presidencial, que fue breve. Flor agradeció la confianza de su partido, así como el respaldo de los ciudadanos, mencionando algún objetivo general, y por último recordando a su padre, momento en el cual se emocionó, cuando estallaba la ovación. La aventura prosiguió enseguida, saliendo de la cámara en volandas, subiendo las escaleras hasta la planta alta, en el tumulto de las felicitaciones, siendo abrazada por todo el mundo, hasta que se encontró con mil personas a cubierto arriba, dispuestas a besarla de nuevo, con la gran pantalla retransmitiendo toda la odisea, apareciendo allá la anciana otoñal, que se miró un instante antes de escoltarla con amabilidad, rechazando el discutible trofeo de ser la primera en matarla, porfiando entre las cabezas, hasta que alcanzaron por fin la luz grande de la puerta principal, donde esperaban otras mil personas más, saliendo al fin a la plaza como una farrista de juerga, deshecha, como preguntando alguna dirección, bajo un sol que impedía pensar en cosas lógicas. Eran las tres de la tarde y hacía un calor demoníaco. Detrás apareció Francisco Cantalejo, sudando dentro de un cañón, tirando de la chaqueta como un vecino que llega de una parranda, lanzando un aliento devastador.
Definición de opinión pública
La teoría del periodismo es como un enano sacando pecho y tropezando en casa con los muebles. Ocurre porque la práctica tiene más fuerza y está en los quioscos a diario. La teoría pretende que se conozcan cosas que realmente sirven poco, y una de ellas es la definición de opinión pública, que da nombre durante un año a una asignatura, haciéndose la pregunta de qué tipo de argucia usa el profesor para alargarse tanto.
La definición fue distinta a lo largo de la Historia, una de las cuales dice que la opinión pública puede ser la peor de todas las opiniones. Al parecer indica que los lectores, en un día de lluvia, acabarán tapándose la cabeza con el periódico, .comentando un mismo clima. El enigma excitante es saber qué razones hay para estar todo el año añadiendo más gotas, pues es difícil creer que algo así ocupe tanto tiempo, haciendo sospechar que no lo es. Sin embargo, la teoría se encuentra a gusto así, comentando la evidencia, como explicar que un pestiño se come.
A menudo el teórico parece estar dentro de un ascensor, disfrutando su cañavera, como un locuelo en un galimatías íntimo, quizá imaginándose que vuela en su avión, transido de placer, sin dejar escapar ni una perra léxica para no delatar su disfrute. Yendo directamente a este asqueroso grano, la opinión pública fue definida alguna vez por diversos autores, como Ferdinand Tönnies, Walter Lippmann, Hans Speier, Jürgen Habermas, Otto Baumhauer, Elisabeth Noelle-Neumann, Giovanni Sartori, Elisabeth Noelle-Neumann o Niklas Luhmann. Al parecer tenían tiempo y se ocuparon un rato, así como también muchísimos periódicos a lo largo de la Historia. Por otro lado hubo tantos, desde que Gütemberg inventó la imprenta, que cuando se estudia la Historia del periodismo la lista es interminable. Dicen que es de utilidad, mas lo cierto es que en el quiosco hay una hoja con toda la relación por la que nadie paga un céntimo.
Hay una entidad influyente en nuestra sociedad. La opinión pública es un letrero situado en una calle que aclara, al iluminarse, que se encuentra en ella. Dicho de otro modo, todo consiste en un apagón de coincidencias. La opinión pública existió desde el principio de los tiempos, incluso cuando no había periódicos, aspecto que aclara que la opinión pública es aquella que existiría sin ellos. En definitiva es la que tarda un año en explicarse, y quizá le sea necesario al profesor dicho tiempo simplemente por placer, quizá mencionando uno por uno a sus lectores y simpatizantes, como una dedicatoria que no se acaba nunca, provocando el altercado mental característico cuando se termina una obra, cometido con el olvido. De ser así el anecdotario pudiera merecer la pena, hablando de que cada uno tiene sus vicios y costumbres, y quizá una toalla dispuesta en la playa.
Se cuenta que una vez un lector avisado, de esos que esperan la salida del periódico junto al quiosco, no quedó satisfecho tras su lectura, maldiciendo su suerte por la tragedia del idioma mal explicado. En cierta ocasión leyó en público una crónica sublime, hablando de un trágico suceso, un choque de trenes. Cuando acabó se puso el mondadientes en la boca como si se hubiera pimplado un plato.
-Así tiene que ser todos los días -, comentó satisfecho, sin concederle importancia al hecho de que hubieran muerto en masa, cosa que provocó variopintas opiniones.
La opinión pública es la que deja oír su voz. La opinión pública es aquella que cuenta, quizá compuesta de treinta o cuarenta mil personas, opinando durante unos minutos como el redactor. La cifra sopesaría su grado de responsabilidad profesional, obligándole a publicar solamente verdades necesarias. Protágoras, por ejemplo, el sabio griego, dijo que la opinión pública es la creencia de las mayorías.
"Voz pública de la patria", dijo Demóstenes por su parte.
Cicerón, el pensador romano por la suya, tampoco se quiso quedar atrás y ofreció su definición.
"Apoyo del pueblo", dijo con solemnidad, tribunicio y localmente necesario.
Para Gallup, el inventor de los sondeos modernos, la opinión pública consiste solamente en la que miden los sondeos. Los sondeos además consisten en saber cuántos frigoríficos se le pueden vender a una vivienda, así como cuántas cremas, cuántos biombos y cuántos rábanos fritos. Elisabeth Noelle Neumann, una autora especializada en el asunto, abordó la definición de un modo espectacular, aludiendo al silencio, al que denominó espiral del silencio. La opinión pública provoca la agitación social y da lugar a modas, a moños nuevos y a estilos de vida, a necesidades abiertas y a las otras, a necesidades ficticias y bobas, alguna de las cuales pudiera ser la de convencer a miles de alumnos de que antes de ponerse a escribir deben comprender bien el tema, dejándose abrigar por la sensación.
Pese a todo, de tener que mencionar un paradigma exacto acerca del verdadero significado del asunto, sería el periodista inglés que logró inventarse la la metrosexualidad, un fenómeno que obligó a los hombres a comprar cremas. Nada presagiaba que un simple olvido de bragas en la chaqueta desencadenara tamaña fiesta del consumo. El periodista, durante la discusión con la mujer, argumentó diciendo que le desinhibían, por su olor, por su aroma y tacto. Añadió que de vez en cuando se las ponía en el trabajo, para amenizar el artículo. En lo sucesivo, argumentando para el gran público cada mañana, no cejó en su empeño, queriéndola convencer de que no era infiel, exponiendo razones válidas para eso, hasta que los hombres le hicieron caso. Día tras día empezaron a atreverse también con lo mismo, con el mundo tropical de las cremas, los perfumes y los supositorios. Se aseguró que el hombre no tenía porqué conformarse usando solamente zapatos, un par de mudas de calzoncillos y un caramelo, sino que debía darse al gusto de la depilación en la clínica adecuada, para lo cual bastaba con ver el anuncio, con una camilla para el hidromasaje, un estante para la cera hervida, un naricero servicial de índole ultracósmica y una placa para la sensación de rayos uva. El hombre, así, estaba deseable para algo más que para partir troncos, y debía obligarse a detraer parte de su presupuesto habitual para regalarse más momentos así, restregándose por el cuerpo lociones especiales con algas heliotróficas y alhelíes de floridos corazones. La apuesta tuvo éxito porque las empresas secundaron la idea, patrocinando con insistencia anuncios con arquetipos apolíneos paseando como una joya de mar, sintiéndose seguros de seguir el canon de belleza femenino, valorando la delicadeza del acicalado y dándose al júbilo del naturalismo amplio, confundiendo la verdad de la higiene con la pose. La especie podía gastar más que en una simple maquinilla de afeitar y una espuma hecha con la saliva. Hasta ese momento el varón mantenía su pose rígida de orangután, es decir, una virilidad mal entendida que más bien denotaba su inseguridad. Los ingresos se atropellaron en los balances, hasta que el paradigma inglés fue el héroe de la información. El hombre sofisticado invadía las calles, mostrando sin pudor la sensibilidad que atesoraba, cosa que quizá estaba donde siempre, es decir, colgando. Así pues, lo que al principio parecía un pequeño despiste con la chaqueta, acabó transformando el paisaje social de un modo verosímil, haciendo el mundo más delicado y alegre. Al parecer, cuando el periodista se retiró no le faltaron bollos en casa, ganando lo suficiente para costearse dos divorcios untados con mantequilla. Yo mismo, que me ocupo de mi belleza halagandona diariamente, alguna vez escribo con las uñas pintadas.
De luz.
Es una osadía que una asignatura de periodismo
se acabe llamando Ramón Gómez de la Serna
Una noche Ramón Gómez de la Serna fue al museo de El Prado, y desde entonces no pudo pensar en otra cosa.
-Volvería loco a un murciélago -, dijo acerca de su abigarrada decoración, como un tabernero.
La greguería era una metáfora con humor, capaz de situar el tren desde el principio en el ferrocarril del idioma. Era una síntesis, que permitiría titulares mejores, útil para que los textos no andaran revoloteando en el vacío. De una higuera pudo decir que parece un lagrimal o una destilería de higos. La aportación guardaba similitud con Ambrose Bierce, el autor de El Diccionario del Diablo, haciendo de la brevedad un arte.
"Humildad -definió el americano-. Paciencia inusitada para planear una venganza que valga la pena".
Ramón se interesó en la materia a edad infantil, haciendo en casa, con moldes de gelatina, copias de El Postal, una hoja que repartía a sus familiares. Después intervino en publicaciones como la Revista de Occidente y El Sol, cuando lo dirigía Ortega y Gasset. Llegó antes que nadie al género epistolar como parágrafo periodístico, usándolo como excusa para contar la actualidad. Asimismo influyó en la fotografía, cuando protagonizó un truco de montaje, apareciendo siete veces en un daguerrotipo alrededor de una mesa, haciendo ver que ya se conocía el ardite artístico.
La greguería sirvió para estrechar el cerco de las mentiras, volcando en la olla todo lo que no cabía fuera, como hubiera dicho él mismo. Era el favorito de los partidarios de ir al grano, alegrando el periodismo sin demagogia. A menudo el periodismo, con su teoría dando vueltas en la manzanilla, hace que el alumnado piense que es un loco al que hay amarrar. Ramón en una playa hubiera alcanzado la greguería con la misma facilidad que en el café Pombo, su lugar de reunión habitual, con los periodistas encantados de conocerse.
-Con este artículo me cargo a Rossevelt -, le dijo una vez un fantasma.
-Es cierto -, dijo él impertérrito-. Corra y publíquelo.
Si en la playa observara a un profesor de taichí moviéndose en la orilla como es habitual, tardaría muy poco en presentar el tema, dominando el territorio con una frase elegante, diciendo que hay alguien nadando sin agua. Tras el titular, las líneas siguientes vendrían a ser versiones sucesivas de lo mismo, diciendo que el arte marcial está dibujando en lontananza la lentitud del pasado, alargando una pierna, induciendo en la mente del maestro la misma pauta, girando en el eje de una sola pierna, alargando el brazo y dibujando un círculo, puede que acercándose finalmente la mano con un pepino salado, para proceder con más mérito que nunca, es decir, canino de hambre salvaje, masticándolo superficialmente. La greguería sería definida como un modal en la sangre literaria, puede que basado en la mímica, cosa a la que debió ser aficionado Ramón, pues no en vano dedicó una novela al circo, donde extremó la precaución con la síntesis, descartando aquello que fuera distinto. Es una sensación intensa, pues la greguería obliga a ser brillante de modo constante, como le ocurrió en Senos, obra dedicada al pecho de mujer, donde las puso todas juntas. La greguería simplemente haría pensar Ramón simplemente estaba desayunando.
Un periodista debe tener sus propios enanos elaborados
Otro de los debates interesantes del periodismo es queriéndose diferenciar de la literatura, puede que por sabiduría. Algunos autores estiman que son indudables, de un lado el rigor profesional y de otro el exceso de fantasía, ambos factores enfrentados hasta llegar al acuerdo de fundar una revista, los unos diciendo sí y los otros tomaquetoma que no. Balzac, el autor de Eugenia Grandet, opinó que el periodista es una subespecie del escritor. Por su parte Alberto Moravia, autor de La Campesina, dijo que había que ser periodista para ser escritor. Para Alejo Carpentier, el escritor cubano, la diferencia no existía. Miguel Delibes, el escritor español, aludió así al asunto.
"La literatura es el periodismo sin el apremio del cierre".
Orson Welles, el director de Ciudadano Kane, la célebre película clásica, añadió su versión.
"Lo peor -dijo- es cuando un capítulo se termina y la máquina de escribir no aplaude".
Como es lógico, cualquier abuelo ante el nieto vería que la diferencia se zanja contando el periódico como un cuento. En la película Primera Plana, de Billy Wilde, considerada la favorita del oficio, sus protagonistas opinaron también lo suyo.
"El periodismo consiste en un hatajo de pobres diablos con los pantalones raídos y llenos de agujeros, que miran por la cerradura y que despiertan a la gente a medianoche para preguntarle qué opina de fulanito o menganita. Roban a las madres fotos de sus hijas violadas en los parques. ¿Y para qué? Pues para hacer las delicias de un millón de dependientas y amas de casa, y para que al día siguiente su reportaje quede para envolver un periquito muerto".
Lo peor es que el periodista tenga sus propios enanos elaborados, para combatir con éxito diversos obstáculos, sobre todo el idiomático, con algunos carromatos en el decurso textual. Se trata de expresiones como problemática, con la que los lingüistas no suelen estar de acuerdo, al existir la palabra problema, que significa lo mismo. Para evaluar la situación el profesional puede escribir un artículo al respecto, acerca de las razones para que alguien en su día inventara una palabra que ya existía. Güisqui o márquetin pertenecen al problema. Son palabras extranjeras en principio, hasta que se castellanizan. Tampoco deben repetirse expresiones como a nivel de, dado que su abuso es malsonante, dado que a nivel de expresión sirve lo mismo para una trompeta que para una espuerta de escombros. También deben ser evitadas las muletillas, como el verbo arrancar: arrancan las olimpiadas, arranca el concurso de la canción, arrancan los algarrobos. El periodista no tendrá empacho en inventar sus propias palabras, porque a veces el sonido puede florecer, aunque carezca de contenido. Puede que sea por insatisfacción, pensando que quizá no existe la que necesita, como por ejemplo la palabra ñequejío, alusiva al sonido del chándal sintético o al guachapeo de las suelas mojadas. Procurará no entrecomillar el lenguaje, poniendo en medio algún gusano extranjero, empleando con exceso los denominados tecnoidiotismos.
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