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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 10)


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Dicho de otro modo, si en el mundo había un sol que iluminara de verdad no era otro que el sol de España, en verano fundamentalmente, con un calor de atorar a las focas, de liarse a palos con alguien, con los árboles incluso, corriendo alarmado, convertido en el vigía de un barco extraño que nunca ve agua. Por aquellos días ya se vendían en las playas toallas de última generación para conectar el móvil, útil para avisar del exceso de bronceado. La costa estaba llena de bañistas. Alemania, el país donde el sol solamente era un cliente, no podía decir lo mismo, con aquella seguridad tan aplastante. Allí, más que en ningún sitio, el sol sería catalogado de espejismo. Circulaban leyendas de que al verlo aparecer, los alemanes lo recuadraban con los dedos para mantener su recuerdo todo el invierno. El helioterapeuta pensó al fin que allí podía estar el negocio.

Abundaban los rostros pálidos por sus calles, deambulando bajo el peligro, jugándose el cutis. Alguien especializado debía comentarles con todo pormenor ciertas incertidumbres orgánicas, como el funcionamiento de la serotonina o la osteoporosis. El rayo solar, bien tomado, servía para prevenirla, así como el raquitismo de los pies torcidos. Mantenía asimismo la reserva de melanina a un nivel aceptable, y esto impedía que la piel acabara ajada como alma de mortadela secándose en una azotea. Así lo pronunció en una conferencia mundial, al final de la cual un hombre de negocios, saliendo del público, hizo ver su deseo comprender algo más el asunto, citándole en su mansión. Se trataba del señor Léveny, que pocos días después le recibió con honores, junto a su esposa.

-Buenos días -, saludó aquella mañana, con mucho aplomo, denotando cabalmente que conocía su oficio.

-Le estábamos esperando -, decía el encantador señor Léveny.

Se trataba de un industrial de los drones, unos diminutos aparatos aéreos para llevar el correo de balcón a balcón, haciendo sospechar a la gente de todo lo demás, como la regadera, queriendo alzar el vuelo. Antes de comenzar la sesión, el helioterapeuta preparó un cóctel en el samovar, seleccionando la música adecuada, como El Canto del Sol, de Churrionik. Además no podía faltar La sinfonía Número 3, de Franz Liszt, que siempre tuvo como evocación genuina del agua, aglutinando la polifonía para precipitarse por un fino hilo. El señor Léveny y la esposa aguardaban en la piscina, dispuestos a recibir el saludo de la ciencia. Él, en la tumbona, efectuaba una última llamada de negocios. Ella flotaba desnuda en un rosco inflado de color azul, oculta la mirada tras las gafas, sombreado el rostro con una pamela, rendido el cuello atrás, tributando a las nubes su belleza turgente, como en un sueño.

-Por favor, señora -señaló desde el samovar-. Abandone el brazo derecho al costado, por favor.

Después, cuando se acercó, se inclinó alargándole el daiquiri, instante en el que ella, rozando la mano, formuló una pregunta complicada en tono infantil.

-¿Cómo es que el sol -dijo- nunca se ha gastado?

Nadie aseguraba que la respuesta del helioterapeuta no valiera el dinero. Sin embargo dudó, pues le pilló por sorpresa. Durante el contacto de las manos pensaba en la intención de la caricia. Entonces degustó un sorbo, queriendo ganar tiempo demorándose. Parecía que solamente la poesía podía sacarle del apuro.

-Quizá porque aún no ha sabido manejarlo nadie -, contestó, y fue suficiente.

Después formuló él otra pregunta.

-¿Usted sabe lo que pesa el mundo, señora?

España, desde ese instante, podía apostar por su aspiración de ponerse a la cabeza de la panoplia helioterapéutica mundial, solamente hablando del sol, aspecto en el que los españoles, como ellos sabían, siempre tuvieron un refugio seguro. Pocos países podían permitirse tal lujo, como demostraba el dato escalofriante en venta de placas solares, donde el país era el número uno indiscutible. De ese modo era lógico que los alemanes se sintieran inferiores, comunicando sus deseos de un modo tímido, sin atreverse a competir con una osadía hortera la trayectoria triunfal de quienes tantos langostinos habían asado en su cabeza. Por tanto, se podía decir sin ambages que España acreditaba capacidad para ganar incluso el Nobel de la especialidad, cosa que hubiera hecho con mucho gusto de no haberse adelantado un extraño finlandés llamado Finsen, hacía mucho tiempo, haciéndose con un galardón demasiado notable para un país donde sus súbditos vivían creyendo que el día era la noche. En cuanto a la parte fiscal del negocio, al parecer la helioterapia tenía enormes ventajas, como le comentó un día Ramón, su compañero de árbol, despertándole de la siesta, junto al banco.

Es apresurado hablar del cuerpo sin beberse una cerveza

La cerveza es un buen caldo de cultivo para buscarse el bolsillo dos veces. Hay personas capaces de distinguir todos los aromas, florales, con mantequilla, con la mantequilla puesta, de caramelo y pino, de pomelo y de mandarina, de mango y melocotón, con avellanas, sin avellanas, con papayas y con chumbos, con pan y mortadela, con galletas y playa. A estas personas se las suele denominar sibaritas, dispuestas ingerir y a explicarlas, con ayuda fundamental de la nariz, puede que comentando el estímulo de las neuronas de la pituitaria y el bulbo olfatorio, conduciendo al cerebro los matices organolépticos. Un sibarita sabe si la cerveza tiene cuerpo medio, carbonatación alta o equilibrio de dulces, o bien si permanece mucho rato en el paladar o se marcha pronto para una última lupulización en alta mar. Es entonces cuando la cerveza pareciera la labor médica, que suele consistir en ocasiones en estar toda la vida estudiando una sola célula. Para el sibarita su laboratorio es una nevera, abierta como en un vals. Cata tras cata añadirá matices nuevos, con aroma a cacao, a café, a café de ayer, de ayer a las cinco enrique. Incluso el color de la botella no será baladí, que sea blanca o negra, transparente o marrón.

Las de Vega, por ejemplo, son negras. El logotipo de la compañía motrileña parece una etiqueta vulgar, con un sol rojo de gruesos destellos sobre un fondo negro. Sin embargo, alude a un hecho importante, es decir, a la filtración solar. La botella oscura evita la emponzoña de la bebida y el hedor, que sólo pasaría inadvertido con una tajada monumental. Salió Vega al mercado en 2014, coincidiendo con que el baterista del grupo musical Ramones, Marky Ramone, sacó la suya. Marky tenía veleidades comerciales. Lanzó con anterioridad una marca de ropa y una salsa dulce que le permitía ir más acorde con el punk, género que le sonreía en plena fama. Se pensaría que es absurdo acabar por eso ante los tribunales, teniendo en cuenta que al fin y al cabo la calidad se defiende sola. No obstante, sería un enfrentamiento de película, entre la pequeña compañía y la del famoso baterista internacional. El juez, investido de autoridad para investigar, agarrándose a la barra querría cerciorarse de las diferencias, abrazándose a los amigos y trasegando sin parar, con mil dudas, queriendo ver coincidencias ambarinas y puede que los mismos destellos rojizos, así como gran parecido en la cremosa corona de espuma. El considerando finalmente indicaría que la de Vega es la oscurecida con azúcar moreno, en tanto la de Marky Ramone sería la oscurecida con melocotones.

Para los sibaritas Vega supone una degustación sincera de carácter alimenticia, por la densidad del sabor, consecuencia de su artesanía. Se dice que es como alzar un trofeo, que quizá figura en la actualidad entre los mejores, como Rogue o Maduro, dos marcas que ocupan una alta categoría. Rogue emplea regaliz y frutos secos, y Maduro es la producción de un periodista americano llamado Joe Redner, director de la revista especializada St. Petersburg Times. Todas se caracterizan por la misma cochura, denominada tipo brown ale. El estilo artesanal es una costumbre de gran tradición en diversos países, como Bélgica, Inglaterra y Alemania. Esta labor de cantina logra con frecuencia una integridad distinta, incluso más calidad que marcas del circuito comercial que carecerían de interés sin el apoyo publicitario. A este circuito pertenecen marcas como Newcastle Brown Ale, Samuel Smith, Pete´s Wicked, Burly Brown, Smuttynose Old Brown Dog Ale, Brooklyn Brown Ale y la Fat Squirrel Ale. No obstante, si es por apellidos largos, la compañía Vega cuenta con el suyo: Cerveza Vega Rebalaje Brown Ale es su nombre completo.

Pilsen ha sido célebre siempre. Es la que fabrica desde hace siglos la ciudad checa del mismo nombre, ciudad donde las casas son fábricas, y cuya fama se debe a que fue donde por primera vez se experimentó con la tercera cochura. La misma consiste en retirar parte del líquido para tratarlo aparte, combinando ingredientes más delicados, al objeto de dotar a la bebida de mejores notas de sabor, es decir, de nuevas reacciones melanoides, como dirían los especialistas. Una importante de ellas es la distinción entre la dulzura propia de la malta y el amargo lúpulo. Vega optó desde el principio solamente por dos cochuras, de las cuales la última, como indica su publicidad habitual, ocurre dentro de la botella, de modo efervescente, invitando al catador al disfrute de la cosquilla. La compañía motrileña realiza su labor bajo una sola premisa, la de aumentar su presencia en el mercado vendiendo solamente botellas, desestimando la lata por lealtad al sibarita, dado que así no se le notan tanto los sentimientos al brebaje. Sus hechiceros experimentan en estos momentos con nuevos sabores, como el de la chirimoya y la caña, frutos característicos de la zona, y también con nísporas, el fruto ovárico por antonomasia que hasta el momento sólo tenía interés para el campeonato nacional de lanzamiento de huesos.

Elaborar una cerveza está al alcance de todo el mundo

Vega enseña a menudo su proyecto al público, de un modo ameno y divulgativo, explicando cómo se fabrica el producto. El proceso destilatorio comienza en la cocina, con una bolsa, si bien el recipiente profesional es el turril, es decir, un bidón panzudo como un tonel parecido a una olla. El cantinero deberá observar que haya un fogón, y sobre la mesa, como si fuese a cocinar un plato normal, organizará los ingredientes, de los cuales uno es el agua mineral, de Sierra Nevada concretamente. En este sentido puede que exista gente capaz hábil distinguiendo el agua mineral, cosa que merecería una cerveza. En la mesa habrá cebada, que será la que contribuya a oscurecer el líquido al modo característico. Habrá que ponerla en remojo para que las espigas absorban el agua. Después confluirá en el recipiente con la maltosa y la glucosa, que darán origen al mosto, el núcleo central de la operación. El cantinero esperará la fermentación un tiempo, entretenido con alguna pirueta léxica con algún comentario sobrenatural de índole histórica, como el día que Stoerter, el pirata, se bebió una cerveza por primera vez, o bien acerca de la legendaria ley de pureza alemana, la reinheitsgebot, vinculante para superarse en calidad.

Como se sabe, el lúpulo es un antiguo condimento de cocina. En Babilonia, por ejemplo, con él fabricaban el sikar, así como en la India el soma. En Roma lo empleaban para sazonar comidas. Es de uso en la industria del gaseoducto por sus propiedades anhidras, y es el que aporta en la cerveza el sabor amargo. Estará actuando en ese momento dentro del recipiente como antagonista de la maltosa, al objeto de estabilizar la espuma. La lupulina, por otro lado, es un polvo amarillo que actúa como un conservante. Suele producir somnolencia porque tiene efectos sedantes de raíces cannábicas. El cantinero tendrá claro que el lúpulo en sí mismo es una piña diminuta de color verde, fruto de una planta silvestre del mismo nombre que crece en lagos y ríos. La mayor producción de lúpulo se encuentra en León, provincia con el más extenso sembradío de la especie. Las variedades más conocidas se denominan perle y nugget.

El otro ingrediente es la levadura, que es un hongo maravilloso en forma de copo, descubierto por Louis Pasteur, un científico francés. Pasteur, en la trifulca de su laboratorio, supo que la levadura se reproduce por gemación, como pudiera verse sobre el agua, rápidamente. Era un señor preparadísimo con una preparación de tomo y lomo que además se dio cuenta de su rendimiento combinada con la malta. Había otra levadura distinta de uso para darle acritud al vino. El brebaje debe dejarse a temperatura ambiente durante una temporada, tiempo durante el cual el cantinero puede calumniar al vecino por inventar una caipirinha. Después deberá rescatarlo antes de que el pocilio llegue al fondo, pues de lo contrario ese detalle cambiará el tipo de destilación, debiéndose hablar entonces del tipo lager, que es de la clase alemana, cuando la interesante es la denominada ale. Aclarada la taumaturgia, los galones de la ración, al objeto de una maceración lenta y superior, se decantarán a los toneles.

Justificaciones médicas para tomarse unas cervezas

Hay gente que necesita justificar la bebida como sea, cosa para la cual le pueden ser de ayuda ciertos conocimientos médicos. Está demostrado que la cerveza es buena para la memoria. Permite recordar, por ejemplo, que facilita el tracto uretral y que hay que orinar. Asimismo previene la caries, y la razón es el lúpulo, con cualidades antibacterianas. Previene la osteoporosis, sobre todo a edad madura. Previene la tiroiditis, que es la causante del bocio, es decir, el funcionamiento de la glándula endocrina que hay adosada a la laringe. Si durante la fabricación el cantinero sucumbiera a la soflamante etílica, consecuencia de la excelente conexión con la estación de bombeo, importante será que observe que hay un modo distinguido de disimularla, aludiendo quizá a viajes en globo bajo la tormenta. La cerveza fortalece las uñas, pudiendo finalizar el viaje pinchándolo fácilmente. Se debe a que contiene biotina, que sirve además para darle lozanía a la piel. Fortalece el cuero cabelludo. Hay quien asegura que ha visto crecer el pelo durante la ingesta. Normalmente suele haber chistes en este ambiente. Se decía en Pilsen, durante la invasión nazi de la segunda mundial, el ejército vencedor festejó la victoria en la única fábrica de cerveza que quedaba en pie, detrás de una columna de humo.

"- ¿Has olvidado meter la cerveza en la nevera?

"- Sí.

(Apocalipsis, 203)".

Joe Redner, el director del St. Petesburg Times, es una de las figuras emblemáticas del sector. Su carácter de trotamundos, yendo a catarlo todo antes de escribir, inspiró alguna película, como la comedia Entre Copas, cuyo argumento giró finalmente en torno a la enología, con el protagonista catando vino. Para un sibarita no será igual una cerveza escanciada en una tulipa de ventidós onzas que en un simple cáliz, pues en ambas se aprecia de modo distinto el buqué, puede que buscando razones para fumarse un puro.

Sandías, el agua de sabor

embotellada en envase redondo

La sandía es la única parte que un sediento nota creciendo. Es la terminal más grande de una planta rastrera de secano de raíz profunda, con un noventa por ciento de agua. Una de sus propiedades es que hidrata el tracto rectal, evitando pasarlo mal en el descampado de sacrificios habitual. Entre sus ingredientes está el caroteno, el pigmento que da color al endocarpio, su parte blanda, así como el licopeno, el antioxidante que protege el fruto de la agresión solar. El licopeno flavonoide que colorea productos como el tomate o el caqui, la fruta maléfica que sirve para provocar el amor de las vecinas en la ventana. La sandía, evidentemente, es distinta. Una tajada en la ventana haría pensar más bien en la sonrisa del gondolero. El citoplasma son gotitas con azúcar con minerales, denominadas vacuolas, que transmiten la intención de metabolizar el asunto fluidamente, contribuyendo así a la paz mundial desalojando en el váter el pedregoso estreñimiento. Por eso, aparte del cáncer epitelial del tracto uretral, se dice que la sandía, gran competidor de la cerveza, previene el infarto. Pertenece a la taxonomía de la calabaza, pero es difícil confundirlas, así se llegara cansado tras una larga caminata, muerto de hambre. La calabaza es la más dura leñosa, muy difícil de disolver en la lengua. La sandía, que se desbrida con facilidad, permite, tras varios kilómetros, una pasión desenfrenada ante la nevera. Se suele emplear también como gazpacho, añadiéndole virutas de jamón. Para matrimonios que no se querrían de otro modo, los trozos se pueden presentar en forma de corazón, sirviendo la cáscara como cuenco. El corazón es la forma que la sandía tiene cuando le falta un cuarto. En los trozos se puede poner un palito, para ser presentado ante la pareja como el erizo del amor. Por supuesto, durante el desalojo con cuchillo, es bueno que la operación culmine sin magulladuras. De lo contrario, la relación podría ser complicada, haciendo pensar de más.

"Cortado el dedo -diría ella-, abandonado en la abundancia de pepitillas".

La sandía es buena por su abundancia en arginina, un aminoácido que sirve para las plaquetas, acaso durante el proceso de cicatrización. Dentro del cuerpo los trozos cambian de denominación en virtud del lenguaje anverso de la medicina, Dentro de la boca la arginina cambiará de nuevo llamándose citrulina, útil para atenuar la angustia feroz de las digestiones pesadas, eliminando el exceso de amoníaco que suele hinchar el abdomen.

Alguna leyenda hay hablando de la sandía, como la del hombre que en cierta ocasión llegó a un poblado desierto clamando, comiéndose una a dentelladas, tras varios días sediento. Se había pasado una buena temporada al sol y ahora era tremendamente feliz, cayéndole los chorreones por las comisuras. Había un viento árido que hacía rodar el cambronal por las esquinas. Entonces la alzó en peso, celebrando el hallazgo salvador.

-¡Salid, amigos, vengo de muy lejos para contaros algo! -, gritó.

Se puso a contar el origen histórico del hallazgo hortícola, en África, hace mucho tiempo, en el valle del Nilo concretamente, cuando se creía que dentro estaban los pensamientos infernales del agricultor. Avanzaba hablando de plagas, diciendo que era habitual la de la araña roja. Respecto a la abundancia de semillas, dijo que era la salud de la sandía. Antaño se elaboraban torrijas con ellas, así como infusiones y emplastos, pócimas medicinales, sazonantes y buñuelos, usando como harina su molienda, cosa que para las personas a dieta sería inconveniente, dado que tienen tantas proteínas como un filete. Ayudan a aminorar los triglicéridos en el torrente arterial, es decir, la grasa. Suele agradarles a los deportistas antes de la competición, porque además templa el ritmo cardíaco, funcionamiento acorde a la velocidad de la huida, quizá queriéndola poner a salvo de los malhechores. El hombre recordó su pasado de viva voz, diciendo de dónde venía, dónde se la dieron, cómo llegó allí. Alguna vez, como explicó con un gesto, él también hizo un erizo del amor. Hizo un cóctel también, un sencillo mojito con hielo machacado, ron y menta, así como dos pajitas.

-¡Amigos, he de hablaros de mis riñones! -, gritó de pronto.

Los riñones seguían siendo los mismos de siempre, es decir, dos, uno bajo el hígado y otro bajo el diafragma, recibiendo el potasio que procede del alimento. El potasio contrarrestaba el exceso de sodio, causa habitual de la acumulación de líquidos en el vientre. La sangre así se convertía en orina con más facilidad. Respecto a los nervios, los calmaba, sobre todo porque facilita el trabajo de los riñones. Es lógico, pues al funcionar bien ambos, la crispación del cuerpo es menor. Las pepitas sirven también para provocar la diarrea, convulsionando el tracto rectal. Se debe a que las detectan fácilmente los helmintos y protozoos del tubo digestivo, unos parásitos naturales, procediendo rápidamente al desalojo, de modo eruptivo e instantáneo, sin dar tiempo a roncar de más en la silla aguajera. Los parásitos quedan convertidos en el líquido fétido, causa por la cual se desaconseja en lactantes, que son, como todo el mundo sabe, los viejos teloneros del padre manejando los senos de la madre.

-¡Vengo de muy lejos a traeros esta verdad! -, gritó, sin que todavía asomara nadie en el pueblo.

Nadie con quien compartir el último bocado de sandía como garrapiñada de amor en medio limón de labio. Avanzó un poco más, hasta un abrevadero, contando que una vez, hacía mucho tiempo, un señor se hizo rico vendiendo una sandía en Alemania. Una solamente. Era un lujo allí, como comerse una langosta en un restorán. Los alemanes, al verle con ella en brazos, lo iban señalando con el dedo, hasta que la adquirió, por treinta mil pesetas, un matrimonio mayor que desde hacía tiempo no hacía demasiado el amor. Se dijo siempre que las tajadas de sandía eran afrodisíacas. Antaño no se conocía la viagra, la famosa pastilla que sirve de caldo de cultivo para el sexo. Los médicos hablaban incluso de dosis terapéuticas para ir directamente al otro huerto, a la cama. La lógica indica que se debe a que vasodilata la pelvis del hombre, dejándole más suelto.

-¡Amigos, hace un calor de perros! -, exclamó con la vejiga repleta, cosa que denotaba al caminar, motivo por el cual se alivió.

-¡¡Gracias por venir!! -, gritó entonces desde algún lugar una voz femenina.

Alguien le hablaba. Puede que estuviera cerca, en el interrupto de oscuridad de alguna ventana, observando su extraño regalo, brillando bajo la luz solar. Entonces ella asomó, acercándose con timidez, quizá queriendo compartir un bocado de pasión. Desde entonces se pasarían la vida juntos, como cualquier pareja en un sofá, rozándose la piel con el palito, en pleno disfrute del erizo sexual. Él le dio una tajada, y lo siguieron recordando mucho tiempo, hasta que tuvieron un hijo, que creció conociéndolo todo del asunto. Tantas verdades conoció el chiquillo que acabó siendo un profesional del tema, con oficina propia en una empresa hortícola.

Siempre le pareció curioso el modo en que se conocieron sus padres, en aquel pueblo lejano, hace tanto tiempo. En Oriente la sandía adoptaba forma cuadrada plantada en urnas, para facilitar el transporte. De China era originaria aquella perla negra dulcísima, que podía alcanzar en subasta los 2.500 euros. Había un experimento con semillas femeninas triploides y semillas masculinas haploides, que alumbraban una mitosis sin pepitas, más adelgazante. Había incluso una variedad para ser cultivada como una planta más en la oficina, como le explicó a una cliente. Todas contaban, eso sí, con el mismo secreto, como el enarenado con composta. El otro era el riego, a ser posible con agua.

Culturalmente hablando,

Antonin Dvorak

Me llamaron un lunes y me desplacé a Praga, siguiendo el rastro de una información confidencial. Cuando llegué, mi comunicante se empeñó en hablar de Antonin Dvorak, uno de los músicos representativos del sentir nacional checo. Compuso cinco óperas memorables en 1875, como Armida. Era un hombre de una genialidad sublime lleno de miedo viéndose rodeado de gente vulgar. Al morir su hija alcanzó la amargura de la fama dedicándole el Stabat Mater. Recobró el ánimo años después, queriendo cerrar su ciclo inmortal con un hallazgo, la Sinfonía número 9 del Nuevo Mundo. Pretendía esta vez un producto con menos talega folclórica, puede que harto de ver llorando a la gente. Comenzó todo una noche de agosto en su casa de Praga, tras dirigir a la filarmónica, que competía por ser la primera del mundo junto a la berlinesa y la moscovita. Por entonces era profesor en Estados Unidos y pasaba allí las vacaciones. Aquella noche, cuando llegó a casa, como solía ocurrir siempre, se sentó en una silla frente a la ventana. La ciudad a esas horas era un tenue diorama de luceros cobrizos. Su esposa, Ana, le peinó, como era su costumbre antes de dormir. Se decía que Dvorak utilizaba de un modo distinto su dedo pulgar, mientras dirigía moviendo libremente la batuta, poniendo la otra mano detrás. Según decía el público aquel dedo pulgar salía dos centímetros más allá de su ubicación exacta, haciéndoles señas a las señoras de la primera fila.

"¡Rápido, vamos, vamos, bájese las bragas, señora, no tenemos tiempo que perder!", era lo que parecía decir.

Entonces fue cuando en la ventana apareció aquella bruja. Compareció al día siguiente también a mediodía, como un presagio musical, que por el momento desestimó. Era una bruja convencional, con el clásico vestido oscuro de las brujas praguentinas, joven y guapa, mirándole en el reflejo un instante, muy fijamente, al igual que el pajarito pinzón que había en la punta de la escoba.

"¡Oh, me ha descubierto!", se dijo, volando a continuación lejos.

Solía quedarse dormido leyendo a su amigo Jan Neruda, el autor de El Canto Cósmico, con sus protagonistas serios fumando en pipa. Aquella noche soñó con el fagot, como una lejanía de montaña, diciéndose que la melodía quería aflorar. Por la mañana amaneció con el brazo en alto y su esposa pensó al verle que volvía por sus fueros. Interrumpía en ocasiones el amor para tomar notas en el pentagrama, pero un día se dijo que no era suficiente. No era suficiente estar en la alcoba agitando las manos sin cesar, desnudando algo en el aire, sacudiendo entre sudores los mitones de seda de ella. Durante la estancia vacacional acudían de vez en cuando a pasear por el puente de Carlos IV, sobre el Moldava, el río que circulaba debajo. También frecuentaban a sus amigos entrañables, como el maestro Smetana, con el cual compartían algún piano de sobremesa. Se divertían tomando la manzanilla haciendo comentarios acerca de los rumores que les tenían por enemigos jurados. Más bien era lo contrario, Smetana, el autor de Moldava, le quería. Dvorak no le concedía crédito a quienes aseguraban, muertos de envidia, que su amigo era un vampiro colgado por las noches de un travesaño ante sus visitas, oyendo por la ciudad los pasos del rival.

El río era una larga avenida de agua con varios puentes. A más largo era el río, más larga era la sinfonía. En muchas ocasiones la pareja, lucían su amor bajo el sol radiante, con las gaviotas en el cielo y los cisnes en la orilla. Los barcos de turistas que circulaban por debajo salían de los alcores, oyéndose los violines. Con el verano las riberas y malecones se llenaban de bañistas. Fue cuando se le metió en la cabeza que su hallazgo afloraría allí, totalmente, marchándose lejos siguiendo el cauce. El día que se fue, Ana se quedó en casa. Fue el día más caluroso que se recordaba en la ciudad, cayendo fulminada bajo treinta grados soporíferos, como registró el calendario solar de Roberto El Fresco.

El músico, tranquilamente andando, fumaba un cigarrito, enredando los dedos atrás, agitando la mano cuando estaba seguro de que no le veían. Quizá el fagot era una certeza, con su sonido de montaña lejana, oportuno, y quizá también diez violines con algún violón. Más allá de los cipreses las familias chapaleaban felices en los pozancos de una crecida, mas él quiso pasar desapercibido. Tan sólo una señora muy mayor le reconoció, lanzándose a por él para abrazarle, agradeciendo todo lo que había hecho por Checoslovaquia.

Cuando oscureció ya era tarde para volver. Acabó a solas en un somontano. Entonces descendió a trompicones por una ladera de flores con guijarros, descafilando los zapatos y resbalando al fin en un derrubio legamoso, cayendo al río y dejándose arrollar. Algo en él le iba diciendo que no pasaba nada, y que aquello era la felicidad, necesaria la aventura para insuflar toda la energía que necesitaba para echarse en peso su gran obra definitiva. Se debe a que el mar es un gesto manso del mundo que deja quieto al hombre para que aflore la fiera. Aquella noche Ana estuvo en casa soliviantada, aunque en principio, una vez más, confió en él. Sin embargo, cuando ya no pudo más, partió a casa de Smetana, aclarándole que no estaba, al igual que Jan Neruda en la calle Mostecka, diciéndole que por allí no había venido. El agua, entretanto, se dejaba llevar por la brazada, conservando la misma temperatura que el día. El maestro rodaba a culetazos en los rabiones, siendo volteado sin cesar.

-¡¡Rusalca!! -, gritaba, estirando el cuello en las represas fieras, lanzando la carcajada al abordaje.

Se refería al mito acuático de las noches oscuras, cuando la luna desaparecía, a la bella y distinguida dama del bosque que atraía a los hombres con las socaliñas de amor, para matarlos chupándoles la sangre.

"Esto he de contarlo yo en Hamburgo", se dijo otra vez, enalteciendo el rictus ante su destino glorioso.

Miraba atrás alguna vez, cuando Checoslovaquia se hacía pequeña.

"Si llamo al Elba desagüe del Moldava -pensó-, ¿estoy diciendo yo que llamo a mi país bañera y alcantarilla a Alemania, al Mar del Norte y a todo lo que me queda?".

De repente apareció en la ribera, allá, la tribu aguerrida de los marcomanos, el mítico pueblo germano del que tan poco se sabía desde el siglo IX. Sin embargo, le conocieron, y quijotearon un poco agitando las ramas, haciendo sonar sus timbales, agradeciendo su labor en la noche oscura. Justo entonces notó un dolor agudo en el abdomen, y por un momento pensó que era una flecha envenenada con el curare. Sin embargo, al final se trataba tan sólo de un gas atravesado y al mismo tiempo incontenible, sofocado con un pedo de tinaja bajo el agua, adelantándose así en el tiempo a la música concreta que haría Schaffer. Continuó integrado en el ondeaje hasta que las represas nuevamente parecieron castañuelas. Después, cuando el hambre fue anhelante, divisó un pueblo escondido en una pléyade de luces chiquitas, diciéndose que debía parar a tomar algo.

Abandonó el río y corrió por una plaza para buscar un figón de comidas. No se detuvo cuando llegó, sino que entró directamente a la cocina, confiando en que le perdonarían. Pudo zamparse un cuenco caliente de col dulce con papas, cayéndole los sopones por las comisuras, con la mirada aún perdida en su destino. Muy pocos allí le reconocieron, salvo un viejo amigo. Se llamaba Zinfre y se había criado con él en Nelahozeveyes, su pueblo natal. En ese instante en la terraza degustaba un rosoli de frutas, sin darle importancia al hecho de que estuviera allí, húmedo por completo, crujiéndole las tripas de un modo estrepitoso. Observó que tenía un gesto distinto en el rostro, como de tipo peligroso, asomado a la puerta con una mirada ferviente, deseando regresar cuanto antes. Su amigo, chascando la lengua, pensó que la majadería no merecía la pena. Dvorak empezó a caminar convencido de que aquella torrencialidad era conveniente para albergar otro temperamento, la verdadera solidez anímica que soportara un objetivo así.

-No te vayas, Dvorak -, lamentó Zinfre sin convicción al verle pasar-. "¿Adónde vas, criatura?", añadió, echándole un trago al rosoli, cuando se alejaba.

En la ribera desestimó la ayuda de un barquero, y se sumergió enseguida en el Elba, dejándose arrollar de otro modo, desacomplejadamente, avanzando con él a grandes brazadas, con poder natátil. Se dijo que la tuba tenía que sonar en mi.

"Pooo-po-poooooo".

Si fuera en la, ya no sería una tuba, sino una fanfarria.

"Chan-chaaaaaaaaan-chan".

Circuló por el páramo que según la leyenda tantas veces frecuentó el trovador Tanhausser para sus conquistas, alborotado por la contracorriente, luchando por no perder los pantalones, debatiéndose con denuedo una y otra vez en el encuentro de las aguas. Amaneciendo vislumbró bajo el horizonte un buque, saludándole con una delicada saloma, cantada por la marinería faenando en el velacho. Su capitán era aquel de la regala de popa, enarbolando el catalejo.

-¡Mierda, un negro!

Por entonces aún no existían los yates ni los torpedos biplaza con baterías de iones de litio llevando rauda a la gente. Tampoco existían embarcaciones gigantescas acristaladas para las minorías selectas, con apartamentos climatizados y piscina, con salas de squash y algún que otro capricho. Hubieran sido desde luego los escenarios característicos de la banda de los Quince de Oro, que era el tema con que realmente me atrapó aquel tipo. Estábamos en un restorán flotante lleno de enamorados, sonando por el altavoz La Melodía del Nuevo Mundo, con sus largos intermedios, obligando a una extraña gimnasia. Sin Dvorak lo había conseguido, y también componiendo La Bruja del Mediodía.

-Me voy -, me dije mirando el reloj, harto de comentar la música.

-Espérese -, dijo aquel cadáver deglutiendo, encantado de oírla, haciendo sus bisojos centelleantes -. No se vaya todavía, por favor. La Sinfonía en Mi Menor número 9 del Nuevo Mundo, de don Antonin Dvorak, aún no ha terminado.

Nunca antes se había tenido tanta paciencia con una fuente. Un periodista debe saberlo para no acabar costeándole nunca más la cena a nadie.

La neurociencia se impone en los grandes almacenes

A diario miles de consumidores transitan por las grandes superficies de las ciudades. Antropólogos y sociólogos, sicólogos y eruditos de todo tipo, han puesto a su disposición las leyes universales, naturalmente al objeto de aliviarles el bolsillo. La herramienta más eficaz tiene un nombre: neurociencia, y se trata de un espliegue de encantos simpar, tutelando el comportamiento humano, como en un laboratorio, pareciendo un seguimiento a la tribu de los wahanamonas.

Los viejos chistes comerciales han pasado a la Historia, que parecerían los rituales mágicos de las tribus de Papúa. Uno de ellos, muy antiguo, era poner en el suelo una patata frita, en la sección de verduras, a la espera de que la clienta de turno, conociera el precio de los pepinos al agacharse. Fue triste observar en alguna ocasión cómo una oferta en macarrones estaba pegada al techo, justo al pasar por la sección de sillones ergonómicos, pretendiendo que el cliente, al alzar el cuello, cayera cómodamente en uno, induciendo la compra. Tampoco es necesario que en la videoteca el dependiente trepe por las paredes explicando las películas, dejándose caer salvajemente en brazos de la policía.

La neurociencia es más sofisticada. Ni el mono, el gran testigo ocular del mundo animal, sería capaz de saber qué otra mirada gobierna algo así. Parménides, Spinoza, Leibniz, Kant y toda esa gente han dispuesto para el público una ingeniería mental de matemática geométrica, combinando las formas de los objetos y diversos aromas envolventes. Hay electroencefalogramas centelleantes y súbitos para reparar en la mente ciertas conexiones nerviosas, por si de alguna fuese la culpa de irse sin gastar. Hay perfumes evanescentes y embriagadores, seduciendo lánguidamente al consumidor, interceptando su paseo ante los escaparates, provocando incluso el desmayo. Es en este momento cuando la neurociencia se deja ver. Durante el desmayo el cliente notará el bolsillo repleto y a su vez el deseo de gastar. Hay sensores con rayos láser comunicando con él en ese instante, informando de modo subconsciente de la oferta a la que debe dirigir la mirada. Se ensayan apagones sorpresivos con ultrasonidos para retrotraer a la masa a su infancia, cuando los parques de atracciones eran otros. Se habla de ultrasonidos acuáticos de galápagos en la sección de tiendas de campaña, así como de rayos uva con cargas eléctricas acariciando nuestra piel, poniendo el vello de punta en virtud de las terminales epidérmicas, conduciendo nuestros pasos a la oferta apetecible.

Rascarse los bolsillos como si nada puede detonar una cascada volitiva, es decir, que de nada servirá entrar como un forajido difícil de atrapar, huyendo por la otra puerta tras echar una ojeada. Hay tintineos florales y lumínicos de índole irresistible, con vapores fifleantes susurrando precios al oído. Cuando el cliente se quiere dar cuenta, es demasiado tarde. Un microclima salvaje le acogerá en olor a algas, abanicado con los efluvios de las azafatas patinando, libertas de dulzura por los pasillos, apiñonadas de glúteos y con más ofertas flameando bajo la falda. Todo cuanto idearon los filósofos está ya dentro. Grupos de cotillas, con empleo del empirismo categórico que anda cifrado en la selva del consumo, se apostarán discretamente detrás de las estanterías induciendo la compra subliminal del último y miserable cartón de leche.

Hay radares móviles siguiendo el trasiego, y botijos que se elevan solos, y payasos en las esquinas haciendo señas. Desde arriba es analizada la trayectoria de la gente, yendo y viniendo por las secciones. Se piensa en remaches metálicos puestos en la cabeza de la gente, para dirigirlo todo desde la planta alta, deslizando imanes. Las dificultades que plantean las personas con pocos escrúpulos, es decir, aquellas que están allí solamente atraídas por el aire acondicionado, tienen una respuesta, y también la hay a la hora de pagar en caja, para un último gasto. En ese momento el consumidor, soñoliento en la espera, puede sufrir un vahído, sintiéndose atraído extrañamente por una oferta interesante, quizá un reloj, para que mida por sí mismo el tiempo. La cajera simbolizará el tránsito final de la aventura. ¿Se ha pensado realmente en ella? Hay quien asegura que no. Esa pobre mujer, durante el besamanos del cobro, se enfrenta a locos, sarnosos, vejestorios y malsanos, y podría vender algo más: unas suculentas llaves.

-Son las de mi casa.

Cientos de clientes la oirán al pasar.

-Calle Luciérnaga. Estaré acostada. Golpee la puerta con fuerza.

La casa voladora rusa y la poesía de la arquitectura

Al final quedé con ella en la playa, cuando saliera del trabajo, para seguir con la neurociencia. Pasé un rato por casa a buscar algo y me marché a la orilla, a mirar la noche sobre la montaña, con la luna rielando sobre el mar. Me había pasado el día en la redacción hablando de la casa voladora, idea de un arquitecto y una diseñadora rusos, llamados Uslakov y Anastasiya, que tiempo atrás provocaron un gran revuelo informativo. Desde entonces se gastaron ríos de tinta y pensé de qué modo no llegar demasiado tarde a la noticia, contándola otra vez. Según la foto, la casa, blanca y redonda, era un producto de ensueño sobrevolando una montaña, inalcanzable para los pobres.

"¿El futuro hogar de los más ricos?", dijo entonces un periódico.

Quizá Max Weber podía guardar relación con un asunto así. El eminente sociólogo teorizó en su momento sobre la racionalidad capitalista, hablando de la cultura protestante, la predominante en el mundo anglosajón de ingleses y norteamericanos, un mercado con quinientos millones de compradores. Para los protestantes el cielo se lo ganaban quienes tenían una fortuna. La razón era que les resulta increíble que tras la muerte arriba les espere un establo. Precisamente la casa fue bautizada con un nombre inglés: Freedom, que significa libertad para gastar libremente seis millones de euros, que era su precio exorbitante. Uslakov y Anastasiya quizá tuvieron claro desde el principio qué tipo de mercado estaba interesado en subir al cielo de aquel modo.

La cantidad era amortizable por el ahorro en combustible, pues no en vano la casa funcionaba con baterías solares, con una turbina elevadora y un sistema natural de refrigeración, siendo el de calefacción un radiador con un dial autónomo de temperatura. El invento, gracias a la dinámica natural de la demanda, se fabricaría en serie, abaratando costes. Así proliferaría en los cielos, dejando en tierra a los vecinos ante la oportunidad de conversar de modo diferente en las barbacoas, hablando de coordenadas aéreas, con la naturalidad de siempre, es decir, masticando. Era una nueva dimensión humana.

Se hablaba de mutación genética y de aumento de cráneo, en virtud de dos factores, las bajas temperaturas de un lado y de otro la menor presión atmosférica. El cráneo, a esa altura, crecería, y por ende el cerebro albergaría más capacidad. Crecería en la misma medida que la ilusión del propietario contemplando el panorama en su nuevo búnquer. También desaparecería el cartero como icono de la comunicación social, tras siglos de leyendas, siendo unas veces el correo del zar, galopando en la tempestad, y otras el patinador que provoca el aplauso derrapando en el deglás. No sería interesante ni la carta que comentara un deshielo de glaciares con hipopótamos, a consecuencia de una bomba devastadora, provocando así algunos descuentos en abrigos y canoas. A esa altura muy poco de abajo tendría interés.

Telescopio. La casa disponía también de uno bajo las nubes, y bastaba para no aburrirse en la tarde plácida, viendo el rostro de abajo, con sus fritangas de longaniza y olores a gasolina. Los analistas del fenómeno comentaron por el portentoso equilibrio aéreo, evitando los portazos, que no se cayeran las cosas. Se llamaba economía de recursos aerostáticos, por no hablar de liberación de muebles. El váter, por descontado, también era de diseño, con un climatizador avanzado, evitando dejar rastro. Sería difícil renunciar a una panorámica sensacional, a silencios nunca oídos antes, a sueños delicados despertándose, todas las noches de la vida bajo las estrellas. Nunca nadie jamás renunciaría a verdad tan pura para regresar abajo a robar carteras, máxime teniendo en cuenta que la huida en la calle sería ridícula, con un cráneo pesado derrapando contra las esquinas, luchando contra las resistencias terrestres.

El dinero demostraba su bondad, así como la derrota del innoble envidiando. El dinero empataba con el amor. Cuantas más casas hubiera, menos ansiedad habría en los hospitales, menos aglomeraciones en los grandes almacenes durante el fin de semana, con los pobres careciendo de pudor acometiendo con el carrito, comprando a codazos y a todo pasto, pasándose la tarjeta de crédito hasta por las tripas, hasta dejarla frita. De aquel modo era probable que también acabaran las riñas de pareja, pues nadie en su sano juicio haría un desembolso tan grande sin llevarse resuelto el problema. Nadie osaría allá con el escándalo, y había una razón de peso: la de contemplar juntos el mar.

Por tanto era buena la abundancia de millonarios. El único problema al respecto que realmente tiene la gente es que desconoce la economía. Entonces, a menos pobres por las calles, menos conflictos habría por las inmediaciones. No existirían sujetos dispuestos a darle un bocado al rico en la cara, simbolizando el derrotismo con su fastidioso modo de alimentarse. Dicho de otro modo el deseo de enriquecimiento multitudinario era lo más sano. Debía ser unánime.

"Hay una élite por encima de nosotros", hubo que oír por entonces, denotando la envidia natural del demente, convencido, como si su vida fuese del otro, de que la culpa de todo debía tenerla alguien.

Lo mejor era llevarse bien con gente así, con los héroes de la soledad a todos los efectos, gente que en un momento dado pudiera necesitar quien pasara la bayeta hablando distendidamente de cinismo, o de algo más agradable: de amasijos de hierro. La vieja manía del pobre de pedir derechos incluso por eso, tantos como pocas obligaciones, era como oírle reclamar palacios sin plantearse antes si puede mantenerlos. Eran los estorbos contumaces del perturbado ante verdades tan selectas. Vivir por encima de las posibilidades y estar quejándose a la vez de vivir como esclavos, era un dislate, una contradicción ordinaria y antinatural subordinada a la siquiatría. Desde que Anastasiya y Uslakov idearon el asunto, el mundo se dirigía a un nuevo desiderátum.

Sorprenderse de más era insustancial. Ya no sorprendían los edificios con ascensores en horizontal, tal vez para la gente floja, ni las escafandras haciendo innecesarias las bombonas de oxígeno bajo el agua, ni los teléfonos móviles conectados al zapato para ser cargados en quince segundos, ni los paneles solares hechos con pelo, ni las linternas encendiéndose con el calor de la mano, ni que dos borrachos corrieran el riesgo de creerse maravillosos. El mundo estaba preparándose para resistir con indolencia cualquier otra tontería, una de esas capaces de arruinar la Humanidad. Una noticia sorprende era que Pekín, según un plan de urbanismo con tecnología sofisticada, pretendía aumentar su aforo a ciento treinta millones de personas, pareciendo que en efecto existiría una poderosa inteligencia animal queriendo someter al hombre a cautividad.

En cuanto a mí, esperaba pacientemente su llegada. Me noté más gordo, pero aún estaba en forma, gozando el placer sobrenatural de la calada. Entonces apareció sentada junto a mí, sin decir nada, contemplando la claridad lunar. Era guapísima, como pude ver, y quise entonces ser el más interesante de cuantos hombres hubiera conocido, y le conté algo que la enamorara del todo. Alcé la mano explicando la casa voladora, susurrándole como un extraordinario profesor de autoescuela.

El día que P.Prin pintó el mejor cuadro del mundo

La pintura es el manual ciego de la gente que sólo ve colores. Cada día el pintor P.Prim disfrutaba sin ambición de sus temas amables de costumbre, llenos de marinas y bodegones, de señoras solitarias y tristes. Solía acabar con un hambre feroz. La noche anterior, por ejemplo, se zampó sin dificultad un par de platos de patatas con caballa. Como era habitual, absorto en su paciencia, acababan rechinándole los dientes, conversando con matices insignificantes, sin ver el paso del tiempo.

Una noche ocurrió el milagro. P.Prin lo dejó todo ante una gran idea, la de un hombre en pie sosteniendo a su amante encabalgando las piernas en sus hombros. Todo ocurriría en un hórreo, en una penumbra polvorienta de leve azul, inservible para respirar en el atardecer caluroso. Ella estaba los pechos al aire y una soga al cuello, acogiendo la cabeza de él hozando en su hiel placentera. Algo así no tendría valor sin un buen título. Una acrobacia erótica la podía pintar cualquiera. La noche siguiente en el bar, donde solía ir a pedir un té, tan sólo se atrevió a pronunciar las palabras justas para hacer el pedido. Rechazó con la cabeza una invitación de los amigos para irse a pescar por la mañana. Solamente tenía una idea en la cabeza y salió sorteando los coches con el té en la mano, para estar de nuevo a solas ante su cuadro.

La impresión era magnífica. El pulso de los colores era el mismo de siempre, pero tuvo la impresión de que sin el título adecuado no valdría nada. Jugueteó con diversas técnicas hasta completarlo, puede que haciendo una firma oculta con un hierro oxidado, esa ilusión menor del pintor queriendo ser intransferible. Apagó la luz y procedió a interrogar el cuadro con una linterna pequeña, queriendo ver otra verdad. Ella estaba a horcajadas, con los brazos abandonados a ambos lados. Que careciera de apoyos alrededor la hacía parecer vulnerable, aún más desnuda y provocativa, zozobrando con la soga al cuello. La cuerda estaba tensa y el detalle delataba por sí mismo que la cosa no era una broma. Si él se retiraba sucedería la desgracia.

"Confianza en el hombre", pensó de pronto, emocionándose.

No podía haber otro mejor. Nunca en la Historia hubo nunca un cuadro con un título tan exacto. Ya no daba apuro enseñar algo así. Ahora aquello valía dinero, dinero y prestigio. De no ser así dejaría de merecer la pena seguir pintando. Era de una profundidad sicológica insuperable, diciendo más del amor de lo que jamás, ni siquiera el mejor poeta, hubiera dicho nunca. Estaba estallando de júbilo pensando que se había quedado solo, después de treinta años resistiendo a solas con su juego. Durante un instante no dejó de repetir que la Historia le esperaba en un manual. Incluso se giró de súbito, por si había dudas, como si discutiera con alguien, pareciendo un animal en la jaula, tras un combate intenso con el pincel. La ejecución había sido portentosa.

"Confianza en el Hombre", musitó de nuevo, casi al borde de las lágrimas.

Quizá lo estaba diciendo ella. Por eso tenía la boca entreabierta. Al día siguiente se notaba que había establecido comunicación con algo trascendente. La tez emitía un brillo luminoso y saludable, como pocas veces. Fue siempre un hombre parco y lacónico, demasiado serio, y esta vez se atrevió a sonreír, mirando a todo el mundo a la cara, como si hubiera saldado una deuda. Se acodó en la barra para pedir el té con un aplomo soberano, respirando plácidamente, como un hombre importante. Tenía en su estudio la mejor obra de pintura de cuantas se conocían, y la había hecho él, él mismo en persona.

Estaba al fondo. Durante unos días descansó ocupándose de asuntos menores, como un viejo encargo. Entonces vio que tenía en el pincel la gota justo, y a la vez sintió que le llamaba el cuadro para un último retoque. Inició la carrera sin pensárselo dos veces. Le separaban quince metros, y acudió con un sedimento amargo en la garganta, volteando las mesas con el ojo puesto en el neutrino exacto,, avanzando cada vez más rápido, como un actor de cine sorteando coches, retransmitido por Eurovisión, temiéndose quedar con la nariz a un palmo, sin saber qué hacer, rebuscando el olvido en los bolsillos, como si llegar al bar pidiendo una cantimplora. Sorteó una y un pez de plástico en el suelo, saltando por encima de un cuadrito triste, del que enseguida salió un rábano a perseguirle, inclinando poco a poco el pincel, como un torero dirigiendo con el estoque, a dos metros de la llegada nada más, torciéndose un tobillo, a punto de caer la gota en el brinco, poniendo la mano debajo, con la lengua fuera, hasta que se entretuvo allí, cayéndole el sudor en un ojo.

"Exacto", musitó. "Dios quería más".

Se retiró haciendo un guiño, cerrada la visita con el suspiro de alivio. A su espalda tenía una maroma de barco. Después oyó que entró al estudio una mujer despistada. Parecía una turista, y preguntó por la tienda de electrodomésticos.

Una mujer sola puede cometer una fechoría

Almendra estaba decidida a irse de vacaciones a costa de lo que fuera, como las mujeres libres, tras cuarenta años de matrimonio. Lo haría abandonando a su anciano esposo oliendo a muerto en su habitación, enfermo desde hacía meses. Almendra entonces salió por la puerta tirando de la maleta, sin importarle nada más, oyendo al fondo un lamento quejumbroso.

-Regresarás podrida de Praga.

Después sonó un portazo. El viaje, de dos días, transcurrió con normalidad, en un tren de categoría, hasta que llegó a Praga durante una mañana friolenta. Los praguentinos andaban celebrando aquel día un extraño galardón. Según una encuesta mundial eran los seres más pacíficos del planeta, y aquella era su forma de celebrarlo, no haciendo ruido, como observó en la cafetería del hotel, tras dejar la maleta en su habitación. Solamente se oía, con absoluta nitidez, cómo pasaban las hojas del periódico. Un joven atractivo se le acercó, para fue para poner el Mlada en el revistero, tal como lo recogió, doblándolo perfectamente. Se atrevió por primera vez en su vida a dedicarle una coquetería a otro, pero no dio resultado, y se marchó sola por las calles, tirando de un mapa.

El sonido de la ciudad era igual, un silencio asombroso. Ni siquiera se oían los pasos. Había adoquines en todas las calles, ralentizando el tráfico. No se oía ningún tacón, pues desequilibraba el paso en los intersticios. Durante la penosa llovizna los adoquines ofrecieron la impresión de estar formando caprichosos coloridos, que acaso no podía ser de otro modo en una ciudad que vivía obsesionada con la estética. Paseó asombraba ante tantas maravillas juntas, siempre con la intención de olvidarse del marido. En el puente de Carlos IV el musgo se agarraba a los pilares formando extrañas figuras. Le echó migas de pan a los cisnes y observó con toda claridad que eran rostros barbados. Una de las leyendas de la ciudad era la de Cirilo y Metodio, que tenía encantado al círculo fonológico. Podían ser ellos. Se trataba de dos santos que un día del siglo VIII aparecieron en el barro, yéndose por las calles a ver si los checos pronunciaban bien su idioma, es decir, respirando.

La primera noche vagabundeó por las entrañas de la luz de la calle Nerudova, enfilando la plaza de San Nicolás, hasta que entró a un bar y se emborrachó. Al día siguiente, amaneció en su hotel sin aclararse con el mapa. De todas formas, como pensó, perderse de nuevo podía venir bien, teniendo en cuenta que según los viajeros era lo mejor para el buen disfrute de un viaje. El único defecto arquitectónico era el puente de Carlos IV, con sus quinientos metros de palmo, que estaba torcido a la mitad, algo imposible de ver si no era subiendo a la torre de Mala Strana, una oficina turística que fue antaño observatorio de ovejeros. A ambos lados había puentes modernos uniendo ambas orillas. Todos los puentes salvo aquel eran modernos y estaban acondicionados al tráfico. Cuando bajó transitó con las lágrimas en el rostro, pensando en su soledad, sin que nadie allí le hiciera caso. Se marchó un rato al zoológico a comprobar si era cierta la leyenda del buitre amable que aparecía en el césped fumando. Tenía entendido que cuando alguien se caía del funicular aparecía ataviado con una gabardina, preguntándole si debía llevarle al hospital. En la catedral de San Vito la gente deambulaba con atenta devoción, como en un velorio. Afuera, en el arco de entrada, había dos forzudos de oro, crudos de musculatura, el uno con un venablo y el otro con un pergamino, y debajo dos centinelas inmutables. No quería pensar más en aquella frase.

"Regresarás de Praga podrida".

Los centinelas imponían respeto, pero quiso compartir con ellos una mueca. Después se fue a la plaza del Tyn para ver el reloj de Orloj con sus fantochines de las siete condenas dándose la vuelta ante los turistas. Eran respondidos una y otra vez con el zoom de las cámaras fotográficas, como en un festival de relojes de cuco. Estaba ardiendo de deseo por acostarse con alguien. Le explicaron que la única polémica cruda que había tenido Praga últimamente fue por causa de una edificación del estilo orgánico, obra de Kapinsky, el arquitecto cubista. Se trataba de una biblioteca, en el barrio de Stare Mesto, cuyos vecinos creyeron al principio que era una discoteca, con su techo de color rosa en forma de mantarraya de topos amarillos y con las ventanas al revés. Merodeó por la avenida Wenceslao IV, pasándose varias horas sentada en un banco, al pie de la escalinata del museo, dejando pasar el tiempo, escuchando a dos señores hablando de los cerezos y de la modernización del metro. Pensó que eran españoles intentando aprender el idioma, pero nunca lo supo porque se marcharon.

De regreso al puente había dos hombres enigmáticos rodeados de gente. Al parecer se trataba de los espías clásicos de Praga, conocidos por toda la ciudad. Eran tan sólo dos novelistas que en su día, contándose los capítulos, pusieron en jaque a la OTAN. Había un señor advirtiendo, junto a la estatua de Juan Nepomuceno, que había que tener cuidado con quedare mirando fijamente al Moldava, al parecer porque el río poseía extrañas propiedades orgánicas capaces de fagocitar los residuos, válidos también para secuestrar las facciones de quienes se reflejaran, así fueran los muslos. Cuando tuvo hambre fue a perderse otra vez en una salvaje romería gastronómica en un restorán flotante, uno de aquellos que pasaban por el puente con las velas del amor consumiendo a las parejas. Estuvo esperando el barco en el apeadero de los alcores del Canal del Diablo, pasándose el rato rememorando su juventud al oír un lamento lejano, quizá de mujer disfrutando a tope. Había un hombre detrás, al parecer también solitario, contándole algo a la tórtola de los jazmines. Entonces le aclaró con un gesto que el ruidito procedía del molino que tenía delante, con sus cubetas paradas desde hacía siglos, desde la última que levaron las aguas. Ella se giró para darle las gracias, pero desapareció.

Dentro del restorán flotante, mientras deglutía una hamburguesa, sonaban los violines del amor, con scherzos delicados. El músico se paró ante ella y le sonrió con amabilidad, inclinando levemente la cabeza, viéndola degustar la jugosa carne. Al día siguiente se encontraron por la calle, pero él la había olvidado. Fue al barrio de colores de los alquimistas, a pocos pasos de la catedral, entretenida viendo homúnculos, infladores de vidrio de Bohemia y calderos hediendo a mercurio. Compró un collar milagroso con incrustaciones de moldavita galáctica, que en palabras del vendedor martirizaba el aburrimiento sexual. Se lo puso aunque le quedara estrecho, pues debido a la tensión parecía que tenía pescuezo para siete cabezas. El vendedor insistió en que se llevara una alfombra, de hilo trenzado en una batanería artesanal, con caballos, rosetones y morriones heráldicos.

-¡¿Yo para qué quiero una alfombra?! -, exclamó ella una vez, dejándose seducir finalmente, pensando que su sonrisa deseaba algo más.

Se perdió otra vez tirando de ella, llegando a la Avenida Wenceslao nuevamente, sin recordar que estuvo allí antes. Esta vez quería ahogarse ella misma con la cerveza. Nada más llegar el camarero, con sutileza, explicó que él era de Brno, una ciudad de llovizna multicolor. A las pocas horas estaba agarrada a la puerta con una cogorza monumental, oyendo el tren eléctrico encima de la barra, que era el que transportaba la jarra. Todo era igual en aquella ciudad, como un camaleón atrayente cuyo veneno era ese. El camarero silabeó aclarando de qué modo pesaba su tradición artística, obligando a todo el sector turístico a extremar los detalles. Praga daba vueltas en su cabeza como en un cuento pesado, mezclado con los rosetones, los caballos y todo cuanto había en la alfombra. Luego apareció en el hotel sin ella, sudando la gota gorda, mas no le importó porque ante todo necesitaba dormir.

Despertó sobresaltada, dando alaridos, pidiendo un hombre. Lamentaba estar allí porque no había ni uno de verdad. Entonces llamaron a la puerta y ella abrió sin darle importancia. Una mucama apareció detrás, viéndola dar vueltas, poniéndose el dedo en la boca rogándole silencio, pues era la hora de dormir en todas las habitaciones. Doce días después la pesadilla finalizó, llegando a su casa de España, completamente deshecha. Entonces abrió la puerta de golpe. El marido, totalmente pálido, llevaba todo el día arrastrándose por los pasillos. En ese instante abría la nevera, con un cascabeleo de huesos, diciendo que no había nada para comer. Entonces fue cuando lo agarró al vuelo, arrastrándole por el pasillo con la invicta intención de hacer realidad su sueño.

-¡Ven acá! -le decía furiosa-. ¡Vas a ver lo que te vas a comer ahora!

El peor café del mundo

Se puede estar en contra de esta bebida, mas difícilmente se puede decir que huela mal. Es a menudo empleado como aromático por los comercios, para atrapar en la nebulosa del deseo al transeúnte. Uno de sus beneficios es lo mucho que les gusta el café a las mujeres, ellas con sus propios motivos para el insomnio. Es una mercancía tan exportada como el petróleo, y viene bien durante los viajes para mantenerse despierto. El más raro café de mi vida fue durante un viaje a Madrid. Pascualino y yo permanecíamos en un bar de carretera esperando uno durante una hora. Eran las cinco y media de la mañana y llegamos extenuados, tras intervenir en un programa de radio de emisión nacional. No había nadie más a esas horas y no entendíamos la tardanza del servicio.

Durante el programa, fieles a nuestra costumbre, mantuvimos el buen humor acostumbrado, charlando de periodismo. Después, cuando salimos a la calle, nos dimos cuenta de que no sabíamos dónde habíamos dejado el coche. Madrid a esas horas ardía de alegría, durante un sábado animado, con sus cinco millones de habitantes despiertos. Era una ciudad enorme con un parquin en cada esquina, y no recordábamos en cuál. Entonces sentimos inquietud, pensando que tendríamos que quedarnos allí. El taxi para la búsqueda nunca llegaba. Todos pasaban de largo en la avenida, a toda velocidad, de suerte que al detenerse el primero saltamos de alegría. La búsqueda se hizo lobuna, pareciendo aquello un laberinto nocturno. Estuvimos dando vueltas por todos sitios, y costaba trabajo creer que nos estuviera ocurriendo a nosotros, con todo el mundo en la calle tan pimpante, saludándose, besándose y entrando a las discotecas. Acabamos birlándole el taxi después a una pareja de enamorados que andaba esperando, aprovechando que se besaban en el último momento, tras abrir la puerta abierta. Nos colamos por la otra como dos pilluelos, urgiendo al taxista raudo, que se pasó todo el viaje oyéndonos respirar como si escondiéramos un cadáver. A las cuatro de la mañana tuvimos que desistir, como dos borrachos, bramando y alzando las manos el uno e inquieto el otro, viéndole estrellar la carpeta contra la pared. Entonces fue cuando tuve la impresión de haber estado en el sitio antes, y que allí podía estar el coche, en el parquin aquel, bajo el luminoso. Indagamos dentro, sin importarnos la pestilencia clásica de los garajes, y finalmente dimos con él. Efectivamente se trataba de un seat Córdoba rojo, y lo festejamos como si nos lo hubieran concedido en un concurso de televisión. Lo toqué durante un instante como queriéndole oír respirar, y después abandonamos la ciudad como dos centellas, para recorrer los quinientos kilómetros que nos separaban de Granada, con Pascualino agarrándose a la manija de la ventanilla con pasión inaudita, completamente despeinado, desbordado el kilometraje bajo el volante, tratando de pensar con claridad de qué modo explicarlo todo en casa, porque aquello era increíble.

Horas después llegamos a una venta solitaria, con dos arbolitos pelados en la puerta, en un abismo oscuro. Avanzamos por un lecho crujiente de hojas secas, sin oír nada más que nuestros pasos, como en un sueño plúmbeo, pareciendo una de esas escenas de suspense inmóvil de las películas de David Lynch, en las que incluso el vuelo de una mosca es trascendental. Dentro, al fondo de una sala espaciosa, había una barra metálica completamente vacía, en una penumbra fantasmagórica. Entonces fue cuando de repente aparecieron aquellos sujetos, cuatro bolivianos atentos, con las cuatro cabezas detrás de la barra. Puede que notaran en nuestro venero una senda peligrosa, porque fue oír el pedido, dos cafés con leche, para empezar a moverse como en una película de los hermanos Marx, yendo de un lado a otro, juntos y revueltos, murmurando objeciones con timidez, como si estuvieran preparando un yate para zarpar. Por un momento pensé que todos, solamente por pedir dos cafés, nos habíamos metido en un buen lío.

-¿Eh, qué hacen! -, dije con frialdad patibularia, secamente.

Parecía una contraseña insuperable, obligándoles a la fuga. Yo no me planteaba nada en absoluto del café técnicamente hablando. Tan sólo sabía que tiene cafeína y que es la que provoca los nervios, ofreciendo la sensación de que todo, sin motivo aparente, transcurre deprisa. Curiosamente donde más café se consume es en los países donde no se distingue la noche del día, en Noruega e Islandia. Al mismo tiempo tienen por costumbre la celebración de degustaciones masivas para figurar en los libros de records. Por su alta calidad en potasa el café es un diurético excelente, permitiendo deducir que cerca debe andar el descampado, ahorrando con ello insultos tumultuarios en el aseo. En Calabria hay una tradición que consiste en dejar pagado un café para que otro cliente después lo disfrute. Según algunos informes son recomendables cuatro tazas al día, pero allí estábamos solamente dos. También aseguraban los informes que el café ya no era tan nocivo como antaño, ni para la sensación vascular ni para la hepática, que siempre fueron las objeciones tradicionales. Valía incluso como combustible para los coches. El café con el precio más caro era tomado en Japón, cuarenta euros, añadiendo en la molienda excrementos de civeta alimentada con bayas. Aunque el café se tomaba de un solo modo, hay quien lo prepara hirviéndolo dos veces, quitando con la cuchara el mapamundi de la espuma. Sin duda su emblema más conocido en el ámbito comercial es Juan Valdez, símbolo del cafetal colombiano.

Juan Valdez era un hombre moreno con bigote que aparecía en los anuncios de televisión tirando de una mula. Lo hacía desde 1959, subiendo cerros, protegiéndose del sol con un sombrero aguadeño. Debido a su popularidad, tan antigua, más de una vez se pensó que era una persona real. Esta creencia llegó a provocar un conflicto judicial con una marca holandesa, pretendiendo hacer creer que Juan Valdez era holandés. Durante el litigio se dijo que el enfrentamiento servía para familiarizar a los holandeses con una marca extranjera. Los analistas de la publicidad estudiaron por qué aquel hombre, que no descansaba desde hacía cincuenta años, no dejara atrás la mula para tomarse un café como los señores, sentado en el sillón de su casa, bien peinado y afeitado, con una bata y un pañuelo, oliendo a penas y enigmas por montañas. Quizá la causa era que del emblema vivía mucha gente así, pareciendo que él era el único que trabajaba. Sin embargo, merecía que le quisieran de otro modo, y acabó haciendo un anuncio en Wall Sreet, donde le llevaron con la mula, recorriendo la avenida donde estaba el núcleo financiero internacional más importante del planeta. La elección del escenario no fue baladí, porque antaño la Bolsa neoyorquina fue un tostadero. No obstante, por entonces no provocaba tantos nervios como ahora, con tantos ceros ridículos danzando. Aquel día estaban todos los pobres de la ciudad viéndole avanzar complacidos de que al fin uno de los suyos tuviera más dinero que todos los millonarios juntos.

Al final los dos cafés bolivianos acabaron aterrizando en la barra. Pascualino, que es un hombre que jamás pierde los nervios, no les reconvino por la tardanza, sino por negarle al plato un baile, pues estaba todo derramado, como si hubieran tenido una pelea. Nos dijimos que si los nervios eran por un crimen, lo más probable es que ellos mismo nos lo hubieran dicho. David Lynch, que lanzó su propia marca, dijo una vez que prefería beberse uno malo a cualquier otra cosa. En nuestro caso llevaría razón, pues lo necesitábamos. Estaba falto de aroma, aguado de un modo espantoso. Lo recuerdo años después para que se vea que puede ser bueno para la memoria. A veces lo peor del café es pagarlo. Después nos largamos, sin pensar en una parada más, por si más adelante acabábamos haciéndolo nosotros mismos.

Práctica del periodismo II

"Si me dieran a elegir entre la tostada de mantequilla y el periódico,

preferiría la tostada. Puede que el periódico esté delicioso

sin mantequilla".

Antonio Martín Leyva

Rotterdam y la plaga de estorninos

El puerto se dedica al comercio desde el siglo XVII. Está situado en un delta embocando el mar del Norte, ocupando doce mil hectáreas, con capacidad para treinta y cinco mil barcos. Es el sexto puerto más grande del mundo, siendo el primero el de Shanghai. La diferencia es que este es para una ciudad de catorce millones de habitantes, en tanto Rotterdam tiene sólo seiscientos mil. Desde el primer día, durante mi estancia, una plaga de estorninos sombreaba el cielo. En el puerto hay un asentamiento de empresas de solera internacional, como ING, dedicada a la gestión financiera, TNT a la mensajería y Randstad a las bolsas de trabajo. Se asegura que el complejo es capaz de satisfacer la demanda de quinientos millones de consumidores en todo el mundo. La mayoría de sus mercancías se distribuye en un día. Shell, por otro lado, es la que explota el condominio del oleoducto, transportando sus barriles en barco, avanzando por mitad de la ciudad, que está llena de canales. El tránsito del tren, combinado con el barco debajo, es una magnífica obra de ingeniería, porque hay en la vía un fragmento levadizo para dejarlo pasar. La otra genialidad de la ingeniería es el metro, debajo de una ciudad por debajo del nivel del mar, con una red de tranvías encima.

Fue en el siglo XII cuando Rotterdam comenzó a entenderse con el estuario. Fue durante el reinado de Juan de Holanda, construyendo díqueres y pólderes, sobreviviendo a la dura contienda con el mar. Tenía por entonces diez mil habitantes, a treinta kilómetros del delta, dedicados a la pesca. El nombre de la ciudad proviene del nombre del río Rotte. En cuanto al nombre del país, Holanda significa bosque bajo, si bien los alemanes se empeñan en llamarla Países Bajos. Es de dimensiones reducidas y está muy bien comunicado. Da la impresión, mirando el mapa, de que pocas cosas quedan realmente lejos, y que lo mismo da decir que se está en La Haya que detrás de un roble. Es porque los holandeses son muy altos y hacen pensar en el palmo de la zancada. Venga esto a colación porque la más larga distancia es a Maastrich, a ciento cincuenta kilómetros.

Durante el viaje, sin dejar nunca de ser seguido por los estorninos, el revisor del tren chequeó los boletos, aunque parecía más bien preocupado de que todo el mundo llevara regaliz, producto que consumen en cantidades industriales, tanto como queso, discretamente oculto en el estómago. El tren de vuelta, como señalaba la gente en las ventanas, fue perseguido nuevamente. El puente más grande de la ciudad es el de Erasmo, que une las dos riberas principales, con un palmo de ochocientos metros que se mantiene estable ante al pandeo sísmico en virtud de una torre atirantada con forma de arpa. Desde el ambigú del ferry, tomando quizá un café, se puede ver un paisaje de molinos. Se trata de uno de los transportes tradicionales, y en este caso llevaba hasta la isla Van Suid.

Van Suid es una península triangular con dos trayectorias a los lados. La más grande conduce al Rin, y la pequeña fondea dentro la urbe, como un puertecito con malecones, con las barcas paradas junto a las casas. Cualquier edificio ahí vuelve a caer bajo la misma sospecha de costumbre, es decir, de que sea un museo. Hay en Rotterdam mil seiscientos, se supone que muchos en las casas, pues de lo contrario sería increíble. Es la ciudad que más tiene en el mundo. En el vértice exterior de la isla Van Suid, recibiendo de plano la brisa marina, hay dos rascacielos perpendiculares al cielo, y en medio un pequeño hotel. Es desde donde partía antaño la línea marítima que llevaba a los roterdanos a América.

La bicicleta es un medio común de transporte. Hace ver que en toda la ciudad no hay ni una sola cuesta, cosa que facilita la propensión natural a su uso. De otro modo ocurriría como en los demás sitios, yendo andando. La afición es tan grande que suele haber equipos de ciclismo aficionado compitiendo en el ámbito internacional, como el conocido Rabobank, la firma financiera que luce como logotipo una miniatura encima de un tapón plateado de gaseosa. La avenida principal es Coolsingel, y cerca, en una plaza, está su ayuntamiento, un edificio renacentista con muros de arenisca, con una torre alta en medio, sobre el salón de plenos, por si se quiere asomar el alcalde a escribir un verso. Al lado está la oficina de correos, de estilo neoclásico, casi abandonada, causa del proyecto que la quiere convertir en un supermercado. Ha varias estatuas, como la del hombre de hierro, de estilo surrealista, que parece gritar gol con los pies. Su diseño es de Zadkine y simboliza el resurgimiento que experimentó la ciudad en los años sesenta, durante la construcción del metro. Las otras estatuas de la plaza corresponden a los fundadores de la legendaria Compañía Holandesa de las Indias Orientales, así llamada su antigua colonia de Indonesia. Era el siglo XVIII, cuando Rotterdam era la primera multinacional del mundo. Sus expedicionarios disponían de poderes plenipotenciarios para acuñar moneda e incluso para declarar la guerra donde sea, como un gobierno. Llevaron a Indonesia los adelantos de la revolución industrial para poder competir cosiendo, haciendo en un día lo que antes se hacía en diez.

Es desde entonces una potencia textil, como se puede ver por doquier, sobre todo en las salas de recreo, una de las cuales es el teatro Luxor, cuyo aspecto exterior, de un rojo fúlgido, hace pensar en unos grandes almacenes. Sin embargo dentro hay un musical. La otra sala famosa se llama De Doelen, situada en el barrio de Kruiskad, una transversal de la propia avenida de Coolsingle. De Doelen es la sede de la orquesta filarmónica, y se encarga de comentar lo mismo de otro modo. Para otro tipo de espectáculos multitudinarios, como los de rock, está el complejo Ahoy, con mujeres sandungueras trabajando el ritmo y guitarras agrietando las paredes. Es una sala moderna diseñada para darse la vuelta en cualquier instante y convertirse en pista de tenis o de patinaje, haciendo ver dónde hay más güisqui. Para ver teatro es habitual la cita en la sala Zuidplein, que funciona desde 1954, diseñada por Van Ravensteijn, el arquitecto del zoológico, como una casa multicolor del Lego, rodeada de árboles.

En el zoológico lo que hay es una galería acristalada con tiburones que le sonríen al público, así como una cueva con murciélagos agazapados en la yedra, esperando el anochecer para dar sustos. Hay un botánico en forma de tulipa invertida, plagado de esbeltos seres salvajes. En toda la ciudad, como es lógico por la lluvia, hay un verde humeante, hasta el mismo borde del cauce. El Molenbroek es un edificio emblemático que data de 1887, considerado, con sus diez plantas, el primer rascacielos de la Historia. Se alza en una sencilla fachada modernista tan blanca como un muerto mirando de lado, con tejados de rojo reluciente. Tiene un ascensor procurando desde entonces la leyenda del fantasma de la escalera queriendo ver en qué siglo está. En la actualidad el desafío arquitectónico lo simboliza una manzana de treinta y ocho casas de color amarillo, de estilo cubista, diseñada por Piet Blom. Sin embargo, comparada con el señorío del Molenbroek, haría pensar antes en la desesperanza de unos contenedores inclinados en la alta fachada. Hay algún edificio más del mismo calibre, apestando a modernidad trapera, si bien no suele ser lo habitual, uno de los cuales es la Factoría Van Nelle, que antaño fue un tostadero de café.

La Factoría está erigida con una trazada metálica laberíntica, llena de escaleras profusas, con cientos de diagonales, ofreciendo una impresión de suburbio. Sin embargo se muestra como orgullo de la arquitectura local. Después, cuando se abren las puertas por la mañana, se descubre que hay empresas, una de las cuales es un periódico. La ciudad tiene dos, el Dagblad y el Handelsblad, ofreciendo a diario más razones para seguir conociendo la ciudad. Una de ellas es la torre Euromast, junto al puerto, con una alzada de ciento ochenta metros, desde la cual se observa que es cierto que no paran de entrar los barcos. En fecha reciente los periódicos informaron de un proyecto ciclópeo para construir una espiral de metacrilato, dejándola flotar en un canal, probablemente escondiendo otro museo. El proyecto más ambicioso consiste en una maceta descomunal de poderosa espectrografía lumínica, toda ella iluminada por Phillips, la célebre potencia nacional de la electricidad. La maceta tendrá árboles arriba, como una maceta de verdad, y debajo viviendas, así como un hotel con un convertidor para que la mugre se transforme en calefacción a gas.

Sí es un museo de verdad el Boijmans, que recibe al visitante en una explanada amplia, con una jaula de láminas broncíneas junto a la puerta. Enfrente se ve una extraña escultura quieta, pareciendo un hombre bañado en chocolate, procurando no moverse para que no le descubran derritiéndose de gusto. En su interior se pueden ver a autores de la pintura clásica, como Rubens o Vermeer. En los demás museos suele haber mapas de valor cartográfico, cuadernos de bitácora, portulanos con travesías primitivas y maquetas de barcos que no cesan de reproducirse. En algún documento se refieren las aventuras de la fragata Delft, hundida en el mar del Norte en el siglo XVII. Su costillar está expuesto al aire libre cerca de allí, en Delft precisamente, para su restauración. En el Delf navegaron corsarios legendarios como Koortenar o Witte de With. Al morir fueron enterrados juntos, en el subsuelo de una iglesia gótica, bajo un órgano de siete mil quinientos tubos, órgano cuyo sonido por primera vez se oyó en 1940, llenando de esperanza a la ciudad mientras los nazis la bombardeaban.

Rotterdam tardaría veinte años más en iniciar su modernización, que dio comienzo con la tunelación del metro. Debido a la orografía cenagosa, fue necesario descabalgar piedra a piedra el recorrido, incluyendo los edificios emblemáticos, para seguir tunelando y ponerlos luego en su sitio. Ello indica la paciencia roterdano, a gusto en su casa casi siempre, salvo cuando se tiene que asomar para ver los molinos, que tampoco logran inquietarle moviendo las aspas. El más emblemático de ellos permanece desde 1717 en la península de Delfshaven, ante lanchas rápidas, yates de recreo y falúas para las abuelas. Los barcos que hay en los malecones sirven a menudo de viviendas, donde se suele celebrar la tradición marinera bebiéndose una cerveza. La más antigua es La Pelgrim, de carácter artesanal, elaborada con todo el cariño del mundo en la abadía de Coolsingel, y antaño sirviera para que los peregrinos se marcharan románticamente a fundar Nueva York.

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