Descargar

Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 4)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15

"Uncida al arado sexual, al leño verídico y maduro, la frutal mujer de la tinaja, folclórica de pipirranas cautivas en la boca, pensaba en la cama que el amor construía una fortaleza. Los vecinos, asomados en las alcazabas, otearon el horizonte de gemidos oyendo la cercanía. "A mí la lengua no me puede", decía el amante en su nación de deseos. Durante semanas para ellos no existió el otro mundo. Él, celoso, acabó pidiéndole que nunca paseara por la calle con la tinaja, sino con una hidria simple recorriendo los lugares propios de la casa. Garbeaba por los pasillos en suntuosa compañía de sus lozanas formas, mas él creyó que la seguían mirando, atentos desde las colinas, cautivos del indomeñable asalto. Lejos de sentirse halagado por la admiración hacia sí que despertaba ella, se asomó un día a la ventana amenazando a todo el mundo. Pensaba que estaba rodeado de una multitud plateada de brillos, los del tenedor brioso como un tridente de la lujuria, queriéndole disputar el apetecible plato. Entonces despertó, despierto con sus propias voces, bañado en una borrachera, solo, sin más compañía que la palabra, enseguida embargado por la desesperación de que ella fuese mentira. Una noche acudió a una verbena, y como era de esperar allí sólo estaba la tinaja. Miró a un lado y otro buscándola. Ansia viva le poseyó. En ese instante un ladrón robó la tinaja, y él acabó persiguiéndole para rescatarla, hasta que acabó sediento, creyendo que corrió para olvidarla. Las tinajas decoradas, al menos con una carrera, eran el encanto de los artistas contando con simpleza la actualidad, en la luz inmóvil de la antigüedad, sin ganas de contar nada más, dejando que la tarde muriera, como siempre".

En el campo de batalla quedó claro que los hombres desaparecían como las lechugas. Sin embargo enseguida aparecían más, trepando por la loma, saltando por los árboles, armados hasta los dientes. Durante un instante se preguntó por qué razón tenía una armadura delante y no otra detrás.

"Me pueden matar igual", pensó.

Se despojó de ella con serenidad hogareña, en medio de la lucha, quedándose tan sólo con el pantalón y la correa del carcaj, convencido de que los sentidos le estaban engañando. A continuación subió a una colina para hacer de vientre, a la sombra de un árbol, viendo cabezas volando en el chapaleo olímpico de la violencia, huyendo las espadas de su mirada en todas las direcciones. Después se incorporó con toda normalidad, para limpiarse el trasero con una piedra, mientras las flechas rozaban su nariz, y por último se subió los pantalones como un turista recién llegado a una verbena. Entonces cayó hacia atrás, rodando por una pendiente, llegando a una llanura inmensa. Sintió con placer el contacto de los guijarros, pues comparados con el episodio parecían algodones. Empezó a caminar como si fuera un hombre nuevo. Alzó la vista y le pareció tan extensa la llanura como para culminar el trayecto olvidando su nombre. Llegó poco después a una cueva, bajo una montaña, y la atravesó por debajo.

Cuando llegó al otro lado tuvo la vívida sensación de haber pertenecido antes a ese lugar. Por lo tanto, hacía mucho tiempo que había dejado de ser un soldado, y en aquel momento, en el silencio sepulcral, ya se movía como un sincero viajante fascinado por la soledad. Dentro del eco sordo de la inmensidad, alguna vez difamó a su lógica fatiga con alguna carcajada ferviente. Se encontró a un hombre llorando, sentado en una piedra, tirándole almendras a un par de cabras descaecidas. Era un pastor, que al verle venir creyó por su parte que habían sido oídas sus plegarias. Se dijo que era el dios de la llanura y se incorporó para seguirle, sin preguntar nada más. Poco después se unió a ellos un chino, apareciendo junto a un caballo, en las peores circunstancias, es decir, asando una pierna de cordero demasiado pequeña ante tantos hambrientos. Caminaron juntos hasta una montaña, desde la que divisaron un valle con verdores rozagantes, con puentes hechos de raíces increíbles, las de un solo árbol, de varios troncos retorcidos, un bañan sombreando una milla repleta de higos, debajo de la cual vivía gente.

Había gente y un río con mujeres limpiando la ropa, que al verles venir dieron aviso a los hombres. Se trataba de una tribu de magos hindúes, los afamados gimnosofistas, aficionados a los mantras yagurvédicos. Su jefe les invitó a disfrutar el caldero. El chamán removía un guiso de papas, carne, tamarillo y jugo de acaí, y al mismo tiempo daba réplica cantada, con jipidos agudos, al merecumbé de la tribu, aumentándolos de súbito, casi con agresividad, sin ningún sentido del compás, pareciendo una amenaza entre lamentos desgarradores y furiosos eructos. Por eso se inquietaron y formaron un quince, temiendo acabar dentro del caldero. Al día siguiente Pirrón fue abandonado por sus compañeros, que decidieron seguir adelante. Él, en cambio, seguía con ganas de conocer grandes verdades extranjeras.

Al anochecer practicaron junto al fuego un ritual en cueros. Allí permaneció un mes moviendo frenéticamente la cabellera y besándose las espinillas con toda rapidez. No obstante, un día, durante un almuerzo, pensó que se lo querían comer, mas en el último instante logró salvar la vida. La salvó al ver lo mucho que apreciaba aquella gente a los perros, y empezó a ladrar. De amanecida solía dedicarles algunas galopadas aerodinámicas bajo el banyán, haciendo las delicias de las mujeres y los niños.

Desapareció igual que llegó, después de hacer de vientre, tranquilamente rodando por otra colina. El nuevo horizonte, pelado de sensación visual, era poco halagüeño, pero se dijo que si había llegado hasta allí, podía llegar ya a todas partes. Avanzó durante kilómetros a solas, oyendo crujir los troncos bajo el sol, hasta que divisó una vaca luciendo el lomo en el prado, sobre la cual se echó, dejándose llevar adonde quisiera. Despertó poco después dándose cuenta que la vaca continuaba en pie, cada vez más desmedrada. No había agua ni yerba a la vista. Al poco hubo un jaleo, pero tanto era su soledad, que creyéndolo una fiesta, saludó sonriente. Era una dura batalla campal de tribus, y ante la flecha salió raudo, abandonando la vaca, encaramándose a un baniano de ramas tupidas, donde permaneció oculto varios días, oyendo de noche el guyugú, así como a un negro brotando con una calabaza, junto al cual se la comió con desesperación. Abajo el jaleo finalmente quedó reducido a chatarra. Respecto a la vaca, estaba ya tan débil que fue abatida por una hoja de rábano.

Tuvieron suerte y saltaron sobre un caballo libre en ese instante, a lomos del cual llegaron a mejor vida. Iban comentando, viendo las bestias del aire, aquella filosofía irreal según la cual podrían o no podrían lanzarse raudas a despellejarlos. Iban con el corazón podrido por el asco de ser vecino del estómago, pero al fin, en una loma, la suerte tenía forma de ristra de plátanos, y entonces se dejaron engañar a placer por los sentidos. La filosofía simplemente fue una bronca elemental de dos días, con el juicio suspendido por completo, como los animales. Dos mapas absurdos después empezaron a tener una sed claustrofóbica, debiendo acudir a buscar agua en la sierra escarpada, entre venados y otras especies cornúpetas. Observaron en un recodo que había una burra, y entonces, encima de ella, comenzaron un círculo vicioso, dando revueltas, sin moverse en ningún momento del mismo sitio. Sin embargo, la civilización no estaba lejos de allí, bajo la luz inmóvil de los objetos del atardecer.

-No te preocupes -dijo con el pincel-. Suele pasar.

El circo de flores de Teofrasto

Vivía en un circo de flores y se refería a las plantas como si fueran amantes. Su profundidad filosófica no consistía en otra cosa que observar aquella consonancia de ayunos. Decía que las oía, que se comunicaban con un aliento lleno de mansedumbre, articulando los labios en la boda de sutilezas. Alguna vez se disfrazaba él de árbol, para cortejar a las flores con los versos purificatorios que aprendió de Epicuro, uno de sus discípulos excelentes, que solía ir por los domicilios recitándolos con la madre.

Teofrasto escribió un tratado de música inspirado en todo aquello, creyendo que la mezcla de olores con canciones ayudaba al hombre a sanar de sus enfermedades. Una vez, diseñando su disfraz de ronda, cayó derrengado por la ciática, y luego, chiflando la sonata con una zampoña de cañizos, notó la mejoría, y por supuesto también que cada nota desprendía un pétalo de flor. Durante sus lunáticas apuestas sentimentales pensó que había plantas hembra y macho, y con dicho criterio las emparejó, poniendo cáctus columnares junto a las camelias, logrando que a los pocos días crepitaran los pompones de pitayas gualdas y moradas, así como brotes de colores vivos por todas partes, con notas aromáticas cada vez más envolventes. Los pétalos tenían mejor tacto y la leñosidad de los esquejes y vástagos crecía en armonía firme, y en cierto modo musical, por el contento del paisaje.

"Es el jardinero -escribió- el que hace las plantas mejores".

Estuvo casando a varias más en los siguientes meses. Los crotones emitían jaspeados con fluorescencias iridescentes, y las orquídeas y circeas, que andaban entusiasmadas con la muerte, se derramaban por las empalizadas y rodrigones, remontando con rebrillos inusitados los panzudos candelechos de buganvillas. Cada una de las plantas comunicaba cómo prefería el baño, y más de cuatro indicaban su preferencia al bailar. A él, por ejemplo, le atraían las más altas. Las altas cimbreaban la cintura descaeciendo el sinuoso talle, coquetas de cabellera libre, alborotando el vuelo de los pájaros con sus risas, pidiendo que los lazos alegraran el azul del día y que bajaran y subieran al vaivén. Las oía túrgidas de sensualidad, goteando lágrimas de cobre por el tálamo, y luego, al anochecer, presentía su presencia sonámbula acercándose a la ventana, vaharando románticamente, en muestra de gratitud por su gentileza. Mantuvo un amor profundo con un ser esbelto que le sacaba dos cabezas al muro, con un florón encamado en la entrepierna, y que se movía, cada vez que notaba el agua, con un baile sorpresivo de chiquilla con sonajeros de esclavinas blancas.

"Buenas noches, señorita", le decía, como en un baile.

Él comenzaba siempre situándose debajo, haciendo la reverencia cortés, y después del amor se marchaba, tratando de olvidarla. Por otro lado, un arbusto rastrero que había a la entrada, sentía celos. Era de ramaje abigarrado y poco vistoso. Prefería el chorro inmóvil, a un solo hueco, entre las hojas más tristes de su envidia, sin galanterías ni cumplidos, pues de lo contrario provocaría una reyerta. En ocasiones Tarburria, la esposa, se ponía celosa oyéndole comentar por el jardín sus lujos sentimentales, creyendo que en su ausencia se entendía de verdad con alguna majadera. La quiso desagraviar raptando a una planta sembrada en una maceta, y la broma acabó en un cuarto oscuro, dando inicio así al estudio de la subsistencia sin luz y a los distintos tipos de tierra para el cultivo.

Anotaba esas cosas en el sexto libro de su taxonomía botánica, bajo el título general de La Historia de las Plantas. Mencionó la forma y el gusto de los frutos, y de cómo la boca conversaba en un idioma de ácidos y dulces. Cuando descubrió los injertos, los frutos híbridos comenzaron a mostrar diferentes rugosidades. Dándose cuenta de que los minerales influían, describió un lapidario como si fueran anillos y arras de los esponsales. Una enredadera similar a la planta del tomate, en ringlera de caras diminutas, tapándose al verle ascendía enroscándose por los hierros de la pérgola, mas la misma planta en la pared prefería trepar de plano, dejando muy claro que reconocía las superficies. Desaparecían las peores ramas durante la poda, arrancándolas de un tirón cuando afeaban la fiesta indebida, y alguna mañana en el jardín, debido a esa convicción, amanecía creyendo que había gente desaparecida, y que la restante se había movido. Cruzó hilos y maderos en árboles separados, y notó que varios de ellos se inclinaban dando un paso. En un par de árboles recién plantados apoyó un madero por si secundaban el movimiento, y observó que en efecto ocurría lo mismo.

Como diría Anaxágoras, las plantas del bosque eran personas configuradas de distinta forma. Respecto a la higuera observó que brotaba un tipo de flor que atraía por igual a avispas macho y hembra, y viendo que no ocurría lo mismo en los otros árboles, la clasificó como ser híbrido. Se malogró para todas las disciplinas siendo mejor en otra, cuando descubrió las abejas, cuando observó que preferían las plantas con flores, que al mismo tiempo distinguió de las plantas sin flores, logrando que así aumentara la producción de miel de Atenas. Aparte organizó la producción por estaciones. En el Liceo, ante los discípulos, los ríos y afluentes eran la dimensión horizontal de un organismo vivo. El organismo, donde ocurría de igual modo en vertical, estaba habitado por seres con los brazos y las piernas puestas al revés, como diría Empédocles, en cuya opinión las células humanas eran mínimas réplicas ramificadas.

Hablaba con los jornaleros del campo de sus raras poesías, cosa que en principio dio lugar a que pensaran que eran calenturas casquivanas. Se trataba de enajenarles con una motivación para la aburrida faena, para que no se enteraran del cansancio pensando en más, pensando de qué modo la sombra seca se entendía con el arroyito del agua. Les pidió que si descubrían algo más exótico se lo hicieran saber, para conocimiento público del Liceo, bajo la promesa de poner sus nombres en las didascalias célebres de la inmortalidad, como seres afectos a la ciencia. A los artistas les dijo que la uva con ollejo debía tener una variedad sin ollejo, así como alguna sin semillas. En definitiva descubrió que si la aceituna, al frotarse en la pared, daba color verde, debía existir algún motivo para explicar el color del vino tinto. Así pues les rogó a todos que si por ventura una pincelada afectaba al líquido, se lo comunicaran para elevarlos entre guirnaldas póstumas y tierno olor a panecillos junto a los célebres jornaleros.

Con ayuda de Artemisa la yerbera, una viuda ciega que solamente veía enfermos, conoció las tonificantes infusiones de mandrágora, así como grandes epopeyas de higo maduro, en una de las cuales él era un médico atractivo que lo curaba todo con pócimas y unciones de fomento con eléboros, útiles sobre todo para la diarrea, un mal que dos siglos atrás, en el prontuario de Dioscórides, ya se comprendía. Se estaba haciendo viejo así, sin notar el paso del tiempo, observando cuatrocientos cincuenta y dos tipos de plantas distintas, todas ellas allí delante, cada día en el jardín. La mayoría tenían el nombre que él les ponía, y entonces decidió inventarse un diccionario, para añadir más, llamando a cada especie como en los restoranes caros, con apellidos demasiado largos para ser creíbles. Más tarde, en el siglo XVIII, Linneo los acortaría a dos palabras solamente, la primera el nombre y la segunda el adjetivo. Por supuesto peroraba sólo por la casa queriendo inventar más, murmurando letanías desde el amanecer, cada vez más enredadas, dándose cuenta de que cuantos más nombres había, más le faltaban, pues no había día en que no hubiera una flor distinta.

"De ser un asno, estaría en medio", pensaba tras la ventana.

Una mañana, absorto junto al ángulo solar, mencionó la última que se le había ocurrido.

-Jandurcio.

Estaba con la saya echada por el brazo, hierático en el tornasol del dintel, esperando a que los hados le devolvieran la respuesta. Entonces oyó a Tarburria, su aliento en la estancia, tumbada en el triclinio como una sombra negra en la pared. Llevaba un vestido negro tornasolado de lienzo, respirando en su jocunda cadera de potrera caballar. Teofrasto la vio más armada, alta y hermosa que nunca, con los labios claramente escritos por las socaliñas del deseo, recién peinada con un moño alisio, alto y zaíno, recogido con una horqueta de espinas de sábalo. Se acercó ramoneando, tratando de resistir de pie, podrido de amor en el aroma de su perfidia.

-¿Qué son los jandurcios? -, preguntó ella elevando las pestañas, con una inocencia inclemente.

En ese momento, fuera de la casa, un hombre buscaba en las cercanías una batanería, necesitado de gasas e hilo para extraer dientes. Entonces, a paso por la casa, oyó la trémula voz del aquelarre, tras las cortinas echadas, con un pajarito acostado compartiendo la aventura.

-El jandurcio es ovalado -, decía el maestro-. El jandurcio es alargado…

Al parecer, fuese lo que fuese aquello, además tenía una yema dentro. Cuando la bestia del aire abandonó la cortina, el resto de los detalles los fueron explicando los árboles, a medida que paraba para charlar con los otros pajaritos. Durante un momento hubo culebras enroscándose en las ramas, gente muriendo de atracción, inanición y síncopes propios, y por supuesto una regadera simbólica pudriéndose de herrumbre en un barreño de papas, dentro de un cuarto oscuro.

-¡Mira qué melones! -, gritaba ella jugando en el jardín, saltando desnuda por el sembrado, escondiéndose detrás de plantas demasiado pequeñas.

Estuvieron todo el día así, hasta que Teofrasto se marchó a un banquete, dejando en la estancia una fragancia de cuero tostado. Había quedado para una reunión con los amigos. Heroda, el cómico, amenizaría la velada imitando a los personajes de la ciudad.

-Me llamo Tírtamo -, dijo él-. El nombre me lo cambió Aristóteles. El actual significa hombre de estilo divino

Estaba sentado junto a Menandro, cautivo del éxito teatral. Mientras Heroda imitaba a un armador abarloando la chalupa, Teofrasto comentó que en la isla de Lesbos, lugar de abundosa pesca, la gente había ideado un método para optimizar recursos, como el suyo con las abejas.

-Si frío papas necesito aceite -, comentó-. Las papas necesitan un tiempo al fuego. El atún, sin embargo, no. Con las papas, por lo tanto, se gasta más energía.

Menandro, por aquella época, estudiaba los caracteres humanos, para un libro titulado así. Había diez tipos distintos, fácilmente identificables por las calles. Heroda, entretanto, iba y venía por las mesas agitando la cabellera, sacando la lengua y enarcando las cejas, imitando al fanfarrón o al brujo, hasta que al fin logró refrescarse el gaznate. Luego, vestido de señora sostuvo los papeles de la meretriz y la alcahueta, y después a una diosa de la medicina, borracha y retorciéndose de placer con las pócimas secretas que le ofrecían.

-Si ha oído algo finge no haberlo oído -, opinaba Teofrasto respecto al fingidor-, y si ha visto algo, finge no haberlo visto.

Se comentó que Gastrón, un esclavo, fue descubierto en flagrante delito de amor clandestino con la ama de llaves, y que además estaba liado con una odalisca mucho más joven, que al parecer jamás se cansaba de oír los latigazos contra la calabaza, como hacía ver Heroda. El cómico, a medida que bebía, iba agarrando una curda de parihuela. El nombre de Batián quedó asociado al rufián. Se comentaba que mantenía prostitutas demenciales y otras especies bravas, sin decírselo a nadie, cosa por la cual estaba incluido en la lista de gente grata. Al parecer, según la minuciosa imitación, solamente podía ser perdonado si colaba alguna allí dentro, de un modo discreto y con los postizos correspondientes.

-Postizos -, dijo Menandro-. Si algo le cuesta poco trabajo a las mujeres es mentir.

-¿Usted cree?

-Por eso el único sitio donde destacan es en el teatro.

Heroda acabó metido en una bronca de manteles, alzando altas las piernas a la perra peluda del deleite, siendo saludado con los escaramones de las lubinas, así como arrojándole pepitas de sandía, cáscaras de limón y algún pabilo de maíz. La reunión pedía que imitara de una vez por todas a la mujer que mejor meneaba el culo barriendo. Teofrasto, por su parte, comentaba que Cerdón, el zapatero, era el adulador. Había irrumpido en el sector con unos modelos distinguidos nunca vistos antes. Vendía coturnos con tacones de madera, botas abrigadas con piel de carnero, botines con argollas ajustadas al tobillo, con suelas de lama y escarapelas grabadas al fuego. Una vez una señora apareció en la tienda para probarse unas sandalias, y parecía a disgusto.

-Cerdón la aduló diciéndole que su pie, señora, sin duda está mejor hecho.

El lisonjero era distinto.

-El lisonero se acerca a un padre con su hijo y es capaz de decir, con tal de agradar, que se parecen ambos como un higo al otro.

En ese instante llegó la bandeja de higos de Éreso. Herodas, enroscando los dedos como morcillas, tañía la lira mientras las mojaban en miel. Teofrasto, antes de retirarse, explicó que existían setecientas variedades de higos. Una vez en la calle oyó un berrido, con origen en una tonelería, adonde se acercó. Dentro, oficiando de dentista, apareció el tonelero encaramado a la cabeza de un hombre bañado por las lágrimas, acostillando el lamento como rueda de carromato. Había un hilo amarrado a una duela, haciendo de palanca, y debajo un lecho de sangre espesa, donde descubrió dos brillantes muelas de raíces gloriosas. El jardinero los enjuagó en un aguamanil y se los llevó. Se dijo por el camino que los sembraría en dos tiestos distintos, pensando que de crecer la misma flor sería su traducción vegetal, y lo mismo podía pensarse de la orina, en un tiesto aparte, por si creciera un cencerro. Una vez en casa demoró la llegada al dormitorio anotando algo sobre la petrificación de la madera, algo que sería tenido en cuenta después en la paleontología. Luego entró a oscuras, contando un chiste, pero al final permitió que fuera ella la que contara el más largo y ovalado, complicadamente.

El día que Menandro logró el vacío

Menandro, estudiando los Caracteres, se divertía a menudo poniendo voces mientras leía. Al amanecer avanzaba por el pasadizo de la plaza, despidiendo humo de azahar, con el cabello bruñido con pomadas de aceite oloroso. Un fino rayo de luz, señalado en la pared, cortaba en la penumbra la hora. Lanzó un escupitajo contra un parterre y avanzó a trancadas agitando la faldamenta de la túnica. Eran las doce de la mañana en Atenas, y las puertas de las casas parecían de chocolate, derramándose la tibia claridad por los testeros de petunias y en las sábanas tendidas, montando guardia el pajarito. Cuando apareció en el Perípatos los ingenieros le recibieron como siempre, traqueteando los carros, haciendo sonar los tubos del buzuky y las palancas de clavos. La última obra fue un fiasco, y desde hacía años se acostumbraron a celebrarlo así.

Escribió algo así como cien obras y ninguna servía ni para tener modales. En La Cólera, por ejemplo, él mismo acabó entre el público abucheándose. Mostraba una sonrisa espléndida, diciéndole a la gente que se había entretenido con una ninfa soñadora a la que desde lejos le olían las cachorreñas a despedida de solteros. Rodeado de ingenios de mercachifle, no parecía un autor de teatro en ese momento. Cerca, en la sala, le estaba esperando su elenco de actores. Cuando llegó desenrolló un pergamino de ocho metros de vitela, donde había escrito la nueva sardina teatral, titulada El Díscolo.

-Muchachos, no tenemos porqué perder la cabeza pensando que la cosa puede cambiar -comentó-. Pero estimo que esta vez puede ocurrir.

En realidad la causa de su dedicación estaba en las fiestas que solían celebrarse después. La última viuda que dejó se llamaba Tais y era una elegante cortesana. Comprendía que la profesión era un activo cultural digno para hacerse querer a una edad en la que de otro modo sería difícil. Dijo a los muchachos que esta vez prescindirían de los dragones para justificar el fuego y de los árboles habladores. Todo transcurriría en una cueva, y al principio aparecería el dios Pan.

-He ahí a un hombre desdichado que no habla con la gente -, diría.

Demetrio El Falereo era el corego que les financiaba. Llevaba diez años haciendo de abuela de todos, recibiendo aplausos de mentira en las tabernas y parabienes de lástima de las abuelas. Pasaban los años y se hacía viejo, y para colmo ligaba menos que una trompeta, aunque seguía convencido de que Menandro al fin alcanzaría el éxito. En su opinión era mejor que Dífilo de Sínope, que Apolodoro de Caristo, que Posidonio de Casandra y que Filemón de Siracusa, los líderes permanentes de la clasificación del Teatro Dioniso. Incluso Aristófanes de Bizancio dijo una vez que era mejor que Homero. Alguna vez Demetrio, cuando algún actor asomaba a la puerta del desván, le chistaba enfatizando que era el mejor, mejor que nadie en el mundo entero, como se sabía en toda Grecia incluida, es decir, en el pueblo más grande alrededor del todo. Solía escucharse el trajín a fuera, a solas el corego tropezando con las caretas, embaulando quitones y blusas, ensayando su propia escena ante el perchero, por si tuviera que participar en un momento dado, explicando cómo se colocaban en los bargueños aquella maldita bisutería de cobre queriendo ser de oro.

"El Díscolo", repitió de modo plácido, como si tuviera una corazonada.

Tras el dios Pan, aparecería Cnemón, el desdichado morador de la cueva. Se trataba de un misántropo, alguien que no ver a la gente no sembraba en los caminos. Podía decirse que vivía a oscuras para no compartir con nadie su felicidad. Cnemó estuvo casado una vez con una mujer que vivía cerca de allí. Ella, antes del matrimonio, tenía un hijo, y después tuvo una hija con él. La convivencia se hizo imposible por algún asunto de negocios, y acabó trartonando su carácter. Su hija decidió vivir con él, junto a una misteriosa vieja. Ella era muy bella y solía pasear al atardecer por la pradera, recogiendo petunias y plumas para adornarse el cabello. El otro personaje era Sóstrato, encarnado por el propio Menandro. Era un joven de familia acaudalada, y cierto día, paseando por allí, la vislumbró súbitamente, en el azul de la pradera, detrás de la maleza, como una luz estilizada, con un peinado de diademas, con una gargantilla de ópalos en el cuello, celeste el peplo, prendido en los hombros con fíbulas de zafiro rutilantes. Parpadeó ante Sóstrato con frialdad, maquillada con ceniza de jade. Aquel día él abandonó el lugar completamente enamorado.

Demetrio estaba disfrutando. Estaba claro que el público quería prostitutas buenas, mantequeros de buen corazón y padres incomprendidos. A solas en su desván se agarraba el pecho, recordando su juventud, cuando era esbelto y se parecía al chico. Daba revueltas inoperantes, como Sóstrato. Sóstrato fue informado de que Cnemón, el misántropo de la cueva, era el padre de aquella beldad. Supo que tenía mala fama. Supo que ahuyentaba a los intrusos a pedradas. Era pues una temeridad allanar el terruño sin tener un buen plan. Sóstrato entonces conoció a un joven que conocía bien la zona, Gorgias a la sazón, el hijastro del propio misántropo, desgarbado y soñoliento, con una mata de rizos bajo el sol, moteados por el polvo de los caminos. Se hicieron amigos, y Sóstrato se armó de valor. Se disfrazaron con unos esclavos para burlar al misántropo, haciéndose pasar por una cuadrilla de braceros, con chitones prestados y azadones, cubierto el rostro con anchas pagodas. Parecían lugareños de toda la vida. Disimularon un poco ante Cnemón escarmentando a las lechugas por la mala cosecha. Después Sóstrato pudo merodear por la cueva sin despertar suspicacias, unas veces alegando sed y otras buscando quien le cosiera la portañuela.

Demetrio, agarrando estacas durante el plan, estaba subyugado por la audacia. Sóstrato era un zorro astuto, osado, despierto y rápido, como él. Lo que no estaba claro era quién era la vieja. Podía tratarse del propio misántropo, disfrazándose a su vez con una toquilla para pasar inadvertido de visita a su antigua esposa. Era lógico que allí donde hubo ascuas, aún quedaran sardinas. Quizá era para acecharla impunemente, tras las perchas, es decir, tras la maleza, para comprobar el tratamiento que les dispensaba a los fornidos esclavos Rúgido y Alhmargoris, graníticos en el sudor de las cuatro y cuarto, torciendo clavos con el dedo. Si acaso Cnemón era tan versátil, tampoco sería extraño que disfrazado de luz esbelta en la pradera fuese quien se llenara de arrobo ante Sóstrato, con un acoro rojo en la boca, dispuesto al sacrificio, con los sábalos saltando en los espejuelos del arroyo. Menandro, oyendo la risa sigilosa en el desván, aclaró que el misántropo estaba recordando en la vida de los jóvenes su propio pasado. Demetrio naufragó de aprecio personal, cautivo por la finústica elegancia del argumento. Repatingado como una perpa en una balumba de caretas, dos lágrimas le rodaron por las mejillas. A Menandro le dijo una vez su abuela que cuando alcanzara el éxito, notaría un gran vacío, y que después debería dejarlo todo.

-Sabed que desde entonces -dijo él- me ha pasado la vida buscando una sola cosa: ese vacío. Y lo estoy notando.

Demetrio en la oscuridad alzaba la mano acariciando el éxito. Su autor favorito dijo que habría entreactos.

"Está fundando la comedia nueva", pensó Demetrio.

Hasta el momento no existían, y los actores se atropellaban a contravía cuando salían al escenario. Además dijo que cada vez que apareciera un personaje nuevo haría una breve presentación, al estilo de Eurípides, el dramaturgo.

"Él es mejor que Eurípides", musitaba el corego.

Para que la presentación no resultara desangelada, el coro entonaría una cancioncita delicada, con simples melismas, como aquellos, acompasados, sencillos y armónicos, para lo cual quizá era bueno el aguardiente que traía un ingeniero. Menandro, durante el descanso, se dejó llevar también por las tostas de hidromiel, cantando una coplilla.

Mi hermana tiene un come y calla

que tiene más pelos que una toalla.

El elenco cató además el moscatel, comentando el tyché y el kairós de la obra, es decir, el ánimo del autor y el contenido moral del argumento. Un autor debía comprender el esfuerzo humano para no ser torpe, excusándole, colando fuerzas ocultas que escapaban a su control, como los dioses y la casualidad. En definitiva, había que ser benevolente con el personaje, enseñándole en vez de zaherirle. Para poner de manifiesto la intención, había que colar en el diálogo algunas máximas o apotegmas, impidiendo que la diversión discurriera libremente.

"La ira no es tal en quienes aman", era una de las máximas.

En cuanto a la casualidad, era un recurso que divertía a la gente. Servía para resolver encuentros de personajes que de otro modo nunca coincidirían en la lógica discursiva. Dos actores, con la excusa de una silla, podían verse en la misma escena, de repente, el uno llegando de visita para descansar, y el otro de espaldas, provocando el jaleo de piernas y manos.

"¡Fabuloso!", musitó el corego.

El día de la función había en el teatro Dionisos diecisiete mil personas, comiendo arenques y tortillas, papas asadas, partiéndose nueces en la frente en el atardecer de la ladera del Himeto. Era una de las desgracias que solía comentar Menandro. Cnemón caía al pozo. Gorgias buscaba el origen del aullido. Abajo el misántropo observó el brazo débil y quebradizo del muchacho, tendido para rescatarle de la pestilencia del albañal. Gorgias ponía en riesgo su vida. Se abrazaron, con los vigilantes desalojando borrachos en la oleada de la ovación. El coro entonaba un melisma silencioso. Cnemón recuperaba así la confianza en el ser humano. Ya era hora de abandonar su mórbido ostracismo. Todo culminó con dos bodas felices. Los críticos, en primera fila, hablaron de eudemonía clásica y de ataraxia llevadera. Hubo un correcalles durante los preparativos, con viejas trasladando ajuares, hombres haciendo señas y mujeres de corazón despeinándose. Siglos después se diría que los ambientes de Menandro admitían una comparación con la mafia de Chicago. La hija de Cnemón se casó con el acaudalado Sóstrato, en tanto su hermana lo hacía con el humilde Gorgias. Demetrio, embargado por la emoción, oyó al público alzando el aplauso más inmenso de su vida. Necesitaba salir antes de tiempo, rumboso bajo la lluvia de flores, estando el orfeón ejecutando las últimas y estremecedoras onomatopeyas. Llegó al proscenio y se escondió en el decorado, como un chiquillo, viendo que allá, por sorpresa, en la escalinata de la orchestra, el arconte epónimo comparecía con el galardón soñado, un trípode de alabastro con rubíes, buscándole a él por primera vez en su vida, para entregarle además la corona de oro triunfal.

Ahora sí que había algo que celebrar. Mientras los demás se marchaban a la fiesta, Demetrio se fue a tributar el galardón al dios Apolo, en la calle aledaña. El arconte epónimo estaba poniendo en ese instante la tablilla con su nombre, en el primer puesto de la clasificación. Lógicamente a partir de ese instante figuraría en las didascalias de la obra, a la altura del autor. En el mesón de Brado Broukos había cien personas incapaces de moverse. Los palitos de sándalo humeaban bajo las antorchas, iluminando veinte lechones desjarretados en las mesas, con hidrias de miel y esquifos repletos de vino, con mil garantías más para que la tempestad de cogorzas descabalgara las puertas. Asistieron al encuentro las cuatro sombras eruditas de la ciudad, que no pararon de loar la eudemonía y la ataraxia. Dijeron que el viento había que hacerlo para que el público observara que no soplaba para unos cuantos solamente. Los camareros iban y venían con el botafuegos por los pebeteros, pidiendo más comida, cocos con pipirrana, tortas de camarones, brochetas de pescado y una gorda repleta de pasteles. Demetrio estaba encantado morcilleramente, situado junto a un tonel, con la mujer embrutecida a horcajadas, viendo de nalgas las lenguas de luz mareándose en el techo. El corego no necesitaba más y organizó lentamente la pata de pavo con las patatas.

Las viudas de Menandro pasaban de largo con el veneno en la boca. Tais estaba preciosa, con un peinado de uvas recogido en la nuca, desnuda la espalda entre dos encajes de hule, como un camposanto pidiendo un muerto. Una orquesta se había sumado al encuentro y acabó dentro de un desván con dos cabras hogareñas sobre la paja, oyendo la lira. Tras dos copas de vino de resina, el corego alcanzó la gloria esplendente, encerrado en una soledad altiva, pensando que la unanimidad del graderío sólo podía ser respondida metiéndose en política. Las circunstancias exigían alguien, con el mismo predicamento de notables como Licurgo, Eubulo y Demóstenes, se situara en el panorama social. Él sabría enseñarles lo que era bueno: caballos, caballos con queso. Nadie le estaba oyendo en el fragor de la fiesta, ardiéndole el corazón con grandes canciones municipales, mirando cómo por delante pasaban las aguadeñas calientes del almibarado ponche. Se le notaba en el semblante, fulgente, que estaba soñando con el ringorrango y con los secretos de Estado. Como rey de Atenas acortaría distancias con las muchedumbres y acabaría con el escepticismo reinante. Se abrazaría a las masas como causa legitimadora pura y simple, causa humilde y compadreo de la general de la manada, sin temor alguno a que las viejas, las viejas como su abuela, las abuelas como su madre y las madres como sus tías, le arrancaran las orejas a besos. En definitiva, él acabaría con la odiosa manía de los jerarcas de apañárselas sin nadie.

-Acabo de llegar -dijo Teofrasto en la puerta junto a Menandro-. No me lo puedo creer. Enhorabuena.

Permanecieron un rato clasificando la hombría de dos ardillas en el árbol, remontando el cerro aúba. Hacía una noche magnífica, adecuada para resollar al calor de una hembra como aquella. Tais pasaba de largo nuevamente con una bandejita de algas cocidas, maniatadas con habichuelas, rellenas con morcilla y pasas de Corinto, como ella misma explicaba. Luego, con todo descaro, susurró que desde hacía rato le andaba buscando.

-Me voy a El Pireo -, dijo Menandro enseguida.

-¿No te gusta más Alejandría? -, le preguntó Teofrasto.

-No me gusta Ptolomeo -, repuso, siguiéndola con la mirada-. A Sóstrato, el arquitecto, le impidió poner su nombre en un edificio, y en su lugar puso el suyo.

El encuentro ocurrió en la pensión de enfrente, detrás de las palmeras. Las ventanas estuvieron abiertas toda la noche, para sofocar el espantoso calor de aquel verano, él incansable como piedra de molino, y ella a gusto padeciendo, moviendo los crótalos de conchas marinas ceñidos a los tobillos. Al amanecer Menandro tenía cuatro o cinco máximas preparadas.

"No persigas lo oscuro abandonando lo que es evidente", era una.

"Intenta con todas tus fuerzas dominar tu lengua en todas partes", se dijo observándola.

"Es propio de un hombre sobrellevar con nobleza lo que le sobrevenga".

"No diré nada para no romper con algo peor este silencio".

Se acordó de las ruecas bullentes de los ingenieros, y salió de la cama para ponerse las sandalias. Sólo pudo encontrar una y decidió retirarse así, procurando no despertarla. A mediodía, de nuevo por el pasadizo, iba contento. Cuando llegó el recibieron como de costumbre, haciendo sonar la palanca de clavos, probando el buzuky, añadiéndole ruedas a los carros. Había menos gente que nunca, alguna jugando al extraño deporte de los cabreros, lanzando al agujero la piedrita con un bastón. Su elenco no estaba, aunque sí Teofrasto, y Epicuro, con quienes se marcó al ágora para estudiar los caracteres. Por las calles los indios del circo pasaban con los elefantes, contando flechas, y los cabestros lucían lazos de colores. Los bueyes abrevaban en los camellones y los mercaderes de Tesalia vendían esclavos, gallinas y muñecas de peluche. Los tenderetes aparecieron llenos de flores.

-Ya me puedo retirar -, suspiró Menandro bajo los cerezos, con cierto aire de hastío.

Según Epicuro el mejor retiro sería su huerto, diseñado para capturar la nada entre amapolas llenas de tetas enormes. Teofrasto, por su parte, estaba analizando a aquella gente. Un soldado indicaba que Atenas avanzaba con paso firme por Persia, cosa que podía experimentarse, señoras y señoras, con aquellos bonitos zapatos. El presumido era aquel otro, contento de que nadie más gozara la olorosa flor del yambo indio. De los baños llegó un hombre diciendo que había sido apolíneo y robusto toda la vida, gracias a los tónicos multiplicantes que él mismo hacía. Un viejo general aseguraba, pese a ser manco, que era bueno partirles la cara a los macedonios con aquellos maravillosos guantes de cabritilla. Había una gorda comentando las habas. Comer habas, según decía, adelgazaba, aunque más bien parecía que se había comido dos kilos. Por otro lado, la cabeza era demasiado pequeña para su cuerpo, como si fuese lo único que adelgazó, por tener allí las mandíbulas. Lucía recebo hombruno en la cara y una nariz desgraciada.

-¡Cuidado, un bicho! -, exclamó, agitando una pierna.

En un portal había un soldado emprendiéndola a guantazos con una mujer, creyéndola infiel en su ausencia. Pasó un mercader junto a ellos, vendiendo crisantemos con naturalidad. Sobre un carromato había un esclavo de Tesalia con un taparrabos, y una vieja delante ofreciendo una bolsa de dracmas, bajo una sola condición.

-Léame primero un poema.

El esclavo, sorprendido con la petición, empezó a hablar de palomas, contándolas con el dedo: había treinta. A continuación la vieja saltó sobre él ágilmente, mancillándole, es decir, hincándole en el cuello el diente de la suerte. Un tontorrón, a la sombra de las ringleras de pimientos, vendía un flamante cepillo de dientes, hecho con crines motilonas, las de la mula que justo detrás le echaba el aliento. En una calle transversal los transeúntes alzaban los brazos, evitando ser atropellados por dos hambrientos discutiendo las propiedades nutritivas de una rata furtiva. Pasó un carromato condecorado con guardarriendas y capizanas guarnecidas de plata, tirado por dos alazanes cobrizos recién bañados, agitando la cabellera bajo las palomas. A bordo iba Tais, la elegante cortesana, luciendo un atrevido peplo celeste. El hombre de al lado finalmente dijo adiós saludando con una sandalia.

Aristófanes, autor cómico

Era conocido como el tábano de Atenas. Llevaba a gala, tras la representación de Las Arcanienses, haber sometido a Pericles. En Los Caballeros satirizaba al juez Cleón, y en Las Avispas a los tribunales del momento. En Aves criticó la afición de los ciudadanos por los litigios. En Las Ranas atacó a Eurípides. Lisístrata fue una obra de oposición a la guerra de Esparta, protagonizada solamente por mujeres, queriendo que los maridos dejaran las armas. Para ello era bueno dejarlos sin sexo, hasta provocar una guerra peor. Aquellos éxitos le encumbraron al partido aristocrático, y compartió sitio en la asamblea con arcontes como Demetrio El Falereo.

En Las Nubes parodió a Sócrates, y fue considerado el instigador de sus juicios. Aquel día Sócrates apareció en escena sobre una canasta, a la luz del Himeto, señalando con el dedo algunas bultologías del cielo. Para unos, queriéndole comparar así con un dios, se trataba de una crítica despiadada. Para otros cargó el papel para zaherir el valor simbolizado por el otro personaje, un moroso. Le buscaba desde hacía tiempo, y apareció bajo la canasta sucio de incertidumbre, mientras observaba los perfiles humanos y animales que formaban las nubes.

-Dime, mortal -, dijo de pronto, reverberando la voz en el recinto.

El moroso, viéndole subido a la canasta, le dijo que necesitaba ayuda. En el pueblo oyó decir que él era capaz de encontrar un hilo vuelto en un pajar. Explicó que tenía una cuadra de caballos y que en las carreras parecían estar en contra, mas luego comían lo mismo. En definitiva, estaba en la ruina pendenciera. Dormía ya en un jergón de juncos con chinches, que se lo estaban comiendo. Debía nosecuántas alfalfas y el acoso de los acreedores era insistente.

-Cuando usted -dijo Sócrates- alude a las chinches, queriéndole desaparecer lentamente, lo que está queriendo decir es que su sufrimiento también lo es.

-Sí, es cierto -, dijo con fervor el moroso.

-En ocasiones piensa que sería mejor vivir en un hoyo.

-Sí, sí, es verdad.

El coro iluminó con sonidos el disgusto de las luces en la puerta, simulando el pasar de las nubes en el semblante del sabio. Sócrates, durante un buen rato, meditó, pronunciando diversas consideraciones con solemnidad, señalando a lo alto con el dedo, diciendo que la figura del león indicaba que había vapores a su favor. El éter además, complicando los productos imaginarios de la mente, anunciaba el propósito de igualarlos a todos, tanto a él como a los acreedores, puede que descosiendo sus bolsillos. En definitiva, el maestro demostró en un periquete que si alguien allí debía dinero eran ellos. El moroso, satisfecho, regresó al pueblo deseando contárselo a sus amigos, queriéndose explicar como el sabio, mas como su preparación era insuficiente, el galimatías fue mucho peor, provocando la hilaridad en las curvas sopilocas del graderío, con las viejas turulatas rodando con las carcajadas.

El tábano de Atenas solía descansar en la isla de Egina. En realidad Aristófanes no necesitaba el teatro para vivir, pues la isla prácticamente era suya. No obstante, vivía con discreción, con cuatro cabras, una mujer, tres hijos cómicos y un balandro para pescar. Tras la visita de Platón en cierta ocasión, que andaba empeñado en quitarles el sueldo a los arcontes, se puso a escribir acerca del dinero. El nuevo título sería Pluto, y empezó los ensayos con la familia, yendo de la cocina a comedor probando el guiso. El argumento hablaba de un anciano ciego, a la sazón el dios del dinero, que visitaba a quien menos le esperaba. Un día se le encontró un labriego llamado Blepsidemo maltrecho en el camino. Le dio asilo en casa y le empezó a conocer, sin saber aún quién era.

-Acabo usado en juegos de azar -lamentaba el dios del dinero- y me dejan en cueros.

En ese instante apareció Cremilo, un amigo, descubriendo dentro a la personalidad. Cantó albricias, aunque a la par pensó que no sería fácil que accediera a la riqueza. Era muy probable que Pluto hubiera vivido demasiados desengaños, y quizá sería bueno hacerse querer llevándole al santuario Asclepio, el dios de la medicina, para que le devolviera la vista. Entonces irrumpió en la estancia una extraña mujer, interponiéndose en el plan. Era la Pobreza.

-Soy yo la que en realidad causa los bienes -, dijo-. Ser pobre es una dicha.

Ser pobre era una oportunidad distinta para notar mejoras.

-¿Quién vendería esclavos si todos tuvieran dinero? -, inquirió.

Los hombres, con la riqueza, se hacían tragones, tripudos y gotosos.

"Insolentemente adiposos", pensó Aristófanes pescando.

Al sobrarles tiempo a los ricos se hacían conspiradores de la democracia. Sin embargo, con ella se hacían gobernantes ecuánimes, conscientes del sentido vital de las decisiones, más sensibles para ver el rumbo que tomaban los aires del pueblo.

"Delgadas como avispas", pensó Aristófanes. "Las personas mejoran con la pobreza. Al menos es cierto que un ladrón delgado tarda menos en darse a la fuga".

La Pobreza añadió en la escena que el propio dios Zeus era pobre, como demostraba que cada cinco años coronase a los campeones olímpicos con una humilde rama de olivo. Pluto, sin embargo, acabó llevado al santuario por aquellos dos. Al llegar le dieron un baño litúrgico, como mandaba el protocolo, y después entraron al templo, dejando en el altar una torta de higos como ofrenda. El templo estaba lleno de enfermos jadeando, a la espera de que compareciera el dios Asclepio, algo que, según los rumores, podía suceder al anochecer. De madrugada, en efecto, alguien deambuló junto al altar, entre estertores apagados, miasmas y crujidos de huesos. Uno de los pobres despertó pudo ver la figura por los agujeros de su colcha raída. Miró que guardaba en una saca todas las ofrendas, los panes y las tortas, los higos y las piñas, y que desaparecía a continuación.

"Un merdófago", le llamó Aristófanes remando.

Las culpas recayeron entonces en un ciego que tenía fama de ladronzuelo. Blepsidemo pasó un hambre feroz durante aquella velada, no pudiendo alargar la mano a una olla que había cerca. Los hijos de Asclepio después, con forma de serpientes, se deslizaron por el templo, acercándose al lecho del ciego, poniéndole ungüentos de vinagre en los ojos, lamiéndole los párpados. Al amanecer Pluto recobró la vista. La multitud, risueña, se puso a darle abrazos, ciñéndole guirnaldas, hasta que Cremilo y Blepsidemo se lo llevaron en brazos, ansiosos por regresar, convencidos que les reconocería para otorgarles su gracia. En la casa, mientras tanto, la esposa de una de ellas preparaba el recibimiento.

-Ante todo saludo y adoro al sol -, dijo el anciano regresando, gentil y jovial.

A los pocos días circuló por los alrededores el rumor de la riqueza latente, y luego empezaron a llegar a la puerta los pedigüeños de la zona, inventando males, pidiendo trato igualitario, hablando de jugarretas del pasado, de falsarias amistades, de voluntades baratas, de mezquindad en general. Al parecer todo se debía a Carión, un esclavo lenguaraz de la casa que se fue a pregonar por doquier la causa de la euforia.

-Desde que regreso Pluto -decía- la artesa está llena de blanca harina, las tinajas de rojo y perfumado vino, y el oro y la plata no caben en los cofres. Hay aceite de buena calidad, y perfumes caros, y están repletos los fruteros. Las ollas son de bronce y en su interior ya no hay pescado podrido. Además un candil, que antes era herrumbre, se ha convertido en marfil, y mis amigos esclavos juegan a pares y nones con monedas de oro.

Los pedigüeños querían entrar con cualquier excusa, oliendo aquel aroma a cerdos, carneros y faisanes asados, con distinción soberana. Era innegable que sabían quién había dentro: Pluto, el dios del dinero. Cremilo, por lo tanto, debía ser duro de corazón ante la circunstancia.

"Al público se le abrirá el apetito", se dijo Aristófanes abandonando la barca.

Un hombre apenado, en compañía de un famélico chiquillo, en tono quejumbroso explicaba su pesar.

-Perdí mi fortuna de tanto aliviar a los amigos. Recuperé un poco, pero no es suficiente. Ayúdeme. A cambio le traigo estos humildes presentes.

Su ofrenda consistía en unos zapatos viejos y en la capa raída que cubría al muchacho. Cremilo resistió como pudo, pensando que era una treta para comer de gañote. Poco después, sin que allí dentro se estuviera asando nada de cuanto imaginaban, apareció un vecino más, diciendo, de modo coactivo, que la riqueza se estaba sosteniendo con una vileza.

-Yo no soy un simple comerciante -insistió- Puedo ser un policía. ¡Puede que esté usted ante un hombre de tribunal! ¡Aquí se está poniendo en juego la democracia!

El humo hacía sospechar que el dueño de la casa era un ladrón, pero Cremilo no se arredró. A continuación apareció una vieja comentando su malaventura con un joven amante.

-Antes de que la riqueza anduviera por aquí, a mi amado le gustaban mis lentejas y pasteles Antes estaba siempre en mi casa.

-Sería por acompañar su entierro -, respondió Cremilo con sarcasmo.

-Me pegó una vez durante todo el día -dijo ella-, porque yo le daba muchos celos.

-Se los daría la tinaja -, repuso él, viendo en lontananza que el supuesto amante era aquel.

-Quiero una compensación por haber aguantado tantos años así -insistió la vieja-. Yo antes olía bien para él.

-Cuando le daba vino -, dijo Cremilo.

-Mis manos le resultaban suaves.

-¡Ya! Sería cuando le daba dracmas.

-¡¡Aquí lo que pasa es que usted se quiere quedar con ella!! -, exclamó el amante finalmente, provocando una malaventura.

Al día siguiente estaba en la puerta el mismísimo dios Hermes, queriéndose cerciorar de lo que se cocía dentro. Esta intervención se le ocurrió a Aristófanes cuando llegó a las puertas de su casa, oliendo el guiso. A Hermes lo atendió Carión. Se sabía que en la Iliada, Hermes fue tenido por ladrón y que sus alegaciones de hambriento solían darle resultado.

-Ya nadie hace ofrendas a los dioses -, dijo-. Zeus está indignado, con sed de venganza.

-Los dioses nunca se ocuparon de nosotros los esclavos -, alegó Carión.

-En realidad los dioses dan igual -repuso Hermes husmeando-. Míreme. Estoy hambriento.

-Un día me multaron y usted no hizo nada por mí mientras jalaba en el templo.

El dios, en tono de lástima, barajaba los dedos recordando los viejos tiempos.

-Recuerdo aquellas ricas tortas, y que antes me ofrecían alguna pierna en sacrificio.

-Está bien -, dijo Carión-. Pase y espere dentro de ese odre. Vaya haciendo boca con algo de vino.

-Dame una hogaza de pan bien cocido -decía el otro creyendo que el vino anunciaba algo más- y una buena tajada de las víctimas que estáis sacrificando ahí dentro.

El esclavo, creyendo aviesas sus intenciones, se lo pensó mejor y le quiso espantar.

-La patria -decía Hermes ramoneando- es todo lugar donde se vive bien.

Carión insistió en que se fuera, mientras el dios enumeraba los oficios que podía desempeñar allí.

-No me eche. Puedo ser el portero de la finca.

-No nos hacen falta los chismosos.

-Puedo ser comerciante, agente de intrigas, guía, relaciones públicas, vecino simpático al fin y al cabo.

-¡Sencillez es lo que hace falta aquí! -, sentenció el esclavo, girando la cabeza, pensando en el aroma del atardecer.

Al final Aristófanes apareció ante el público comiéndose unas costillas, saludando a su mujer, provocando el desaliento de la afición, que acabó desbordando los mesones.

"Crítica despiadada contra el hambre que pasa la gente", la calificó alguno.

Epicuro, el hombre que cupo en su casa

Por la extensa planicie verde, subiendo y bajando ondonadas, corría una niña rubia muy grande, con las piernas desnudas bajo la falda blanca, luciendo brillantes calzas. Todo hacía pensar que avanzaría bajo el siguiente árbol, pero de repente la distancia no fue tal, y pareció gigantesca porque en realidad le llegaba a la cintura. Por algún motivo Epicuro tenía en mente esa idea desde que la soñó. Mareado y con fiebre se dirigía aquel día hacia El Pire, en un carromato, con el estómago descompuesto. Ya en la finca, sin tiempo que perder, saltó el matorral para aliviar la correntina bajo un almendro, observando las esclavinas blancas floreciendo bajo la fina lluvia primaveral.

"El agua -pensó- es el espumante rocío de la vida".

Recordaba los versos de Píndaro, el gran poeta de Tebas.

"Olas y ríos que en la despedida os vais".

La finca, con plantas colgantes, parecía un naufragio de pecera. Las ánforas, a medio enterrar en la hierba, derramaban dalias en sinuosos regueros. Había puertas falsas en los muros, pintadas con colores chillones, sobre las cuales caían las camelias. La finca fue herencia de su padre, cedida antaño por el gobierno a cambio de ser colono allí. Se crió con tres hermanos gordos en un bullicio de flores. Se llamaban Neocles, Queredemo y Aristóbolo, y comían por siete. La última vez que supo de ellos estaban en Colofón, pero ya no los echaba de menos. Uno de los asiduos visitantes era Nausífanes, con el que solía hablar de la física de Demócrito. Se conocieron cuando iba con su madre declamando versos purificatorios por los domicilios de la isla de Samos, entregándose con deleite al agasajo gastronómico de los vecinos. Su padre por entonces era profesor de escuela, concretamente de gimnasia.

"El deporte mata", pensó bajo el almendro.

De niño se derrengaba jugando a la comba con las niñas, y por supuesto tirando de la maroma con sus hermanos. Se hizo espigado y empezó a amar a las mujeres. Ese día se lo pasó comiendo higos de sicomoro para recuperar el estómago. A la mañana siguiente estuvo a solas, como de costumbre, guarecido a la sombra del emparrado de candelechos, apacible en una butaca bajo la claridad esplendente de la finca, escuchando al pájaro carpintero en los alcornoques. Había cortado uno y trepaban los bejucos. Estaba así cuando alguien atrás le sobresaltó, saludándole como pariendo por la boca. Nausífanes, recién llegado de Colofón, venía hablando de átomos y combinaciones. Pirrón, días después, también se unió, recién llegado de la India. Apareció con una bufanda de los gimnsofistas y una sotabarba en blancas gracias a causa de un encantamiento.

-Me pusieron un huevo en la mano -dijo- y me quedé así.

Estuvo contando en la alberca, a la sombra de los dátiles, su última aventura escéptica. Pirró dijo que acabó en una barca haciendo una travesía de diez días en ayunas, enfrentándose en solitario a las ventajas de conocer mucho más el alma. El alma, como señaló, tanto si moría con el cuerpo como si no, era una soberana mentira comparada con los regüeldos de sus volcánicas tripas queriéndole expulsar del mundo en medio del mar. El primer día de la travesía observó en el horizonte una señora incorpórea, y pensó que la cosa mejoraba. Parecía fácil de untar en mantequilla. Apareció pegando los pezones al velacho humectante, demasiada inalterable para ser totalmente cierta. Le acabó abandonando en un oleaje tremebundo, a bordo de una paloma, y cuando se calmó, es decir, cuando quedó tirado en cubierta, los cormoranes, con vuelos rápidos, agujerearon el velacho. Aquella visión, y alguna semilla de ardiente cardamomo, serían las únicas caricias de su pesadilla. Estaba desmayado, por supuesto, y confió su destino nuevamente a la respiración marítima. Los cormoranes, entretanto, iban y venían comprobando si estaba vivo, tocándole con las alas.

-Noté aquellas caricias -dijo- y además me cagué en ellas. No hubo forma de atraparlas, ni para retorcerles el pescuezo ni para arrebatarles un pescado.

Al anochecer los tres asistieron a las peleas de gallos, y luego se marcharon a la playa. Ajenos a la bravía marítima en las almarrazas lunares, se subieron al esquife, mas no lograron salir de la orilla, sino que mambearon como los locos en las aguas cenacheras, señalados por las estrellas de Rodas y más allá por el faro de Alejandría, y después, mucho más cerca, por Atenas. De regreso a casa, al amanecer, al abrir la puerta notaron que había alguien dentro. En la chimenea, un rezago cálido de ascuas recientes, hizo pensar que al fondo estaba Praxífanes, ensangrentado con mermelada de bayas, fumando flores de loto. Praxífanes dijo que venía de la isla de Lesbos a gloriar sus greñas floridas en la decadencia del jardín.

Praxífanes estaba llamado a ser el sucesor de Epicuro en aquel costillar sin carne de la filosofía. Durante días, cada sobremesa, cómodos bajo la claridad, los cuatro permanecieron atentos al bullicio de las flores y al canto de las cigarras, atrapando la nada, pensando que tarde o temprano todo sería distinto: irreal y dinámico a la vez, influyente en todos sitios. Vieron crecer las peras en el peral, si bien el centro nostálgico de su deseo era la higuera, por sus garantías gimnásticas para el eventual erotismo en los firmes cepellones de las raíces con las lugareñas que pasaban por los caminos, cascabeleras de risas en llantos brillos de lirio. Un día ellas pasaron de largo, y se quedaron más solos que nunca, apagada la semblanza del amor. Bromearon de todas formas con el concubinato anal, y recordaron la vez en que recorrieron la línea que separaba Mitilene de Lampsaco, viendo en cueros a las lozanas mujeres de la costa jonia saludándoles con el trasero. Fue allí donde conquistaron a toda aquella gente, la que llegaba a bordo del carromato, a la sazón Timócrates, Metrodoro, Colotes, Idomeneo y Leonteo, deseando contar arenques con los dientes bajo el fuego central del mediodía. Había varias mujeres sedientas, como Temista, Hipantia y Leontio, duras como duelas pastoras, viajando a la manera egea con la visual, unas veces mirando a Egina y otras a Atenas, uncidas al algarrobo verídico.

Diógenes apareció también. Dijo que ellas eran meretrices. Tenía mala bebida y se atrevió a decir que Epicuro estaba prostituyendo a un hermano allí dentro. Difícilmente fue creíble, pues en realidad, como podía verse, vivía como un potentado. La herencia familiar era suficiente para no tener que forzar la alcancía de ese modo. De querer hacerse notar era más probable que lo hiciera escribiéndoles cartas a ellas, cartas más o menos rápidas. Nueve meses después Temista, la esposa de Hermarco, acabó pariendo un bebé fastuoso, bajo los auspicios del sicomoro. Según los egipcios, el sicomoro facilitaba el tránsito de la bestia hembra dándose a luz a ella misma. Diógenes tenía anotados siete Epicuros sin ningún morbo, gladiadores y camorristas de caminos en su mayoría. Anotó entonces al recién nacido, recién llamado así en honor al anfitrión, estando en brazos de la madre, abrigado en cálidas lanolinas.

Desde el sicomoro se veía la Academia de Platón, y curiosamente desde allí se veía también el sicomoro, y bajo él a Jenócrates, llegando con un ramo de flores blancas. Venía deseando hacerle una oferta a Epicuro, para ser profesor de la Academia. Epicuro contestó que estaba conforme con su suerte, es decir, con su propia escuela. Estaba a gusto al aroma del tomillo, llamando hijoputas a las comadrejas y a las despiertarratas, y además alzando camas de tierra en las escalinatas de arenisca, henchidos los parterres y arriates, cuidados con mil pájaros llameantes como aquellos pimientos. No obstante, dudó cuando Jenócrates sacó la bolsa de dinero.

Perteneció a la Academia solamente con la intención de captar adhesiones para el jardín, como la de Polieno, que desde el primer momento se convirtió en su amigo. Unidos ambos por la fatalidad del estómago, se dedicaron juntos a beber agua diariamente y a seguir una dieta estricta. Empezaron a experimentar en serio con el hambre ferrosa, al estilo de los estoicos cuando carecían de mejor digestión a mano. Se mantenían comiendo tres higos al día, arrobados en la horca del apetito, con la mirada cárdena de pesar, observando a los demás, púos y libres, atiborrándose de todo.

"El agua es como la miel", se decían mirándose, adelgazando a la vista.

"No es más feliz quien más tiene, sino quien menos necesita", se respondían parafraseando a Píndaro.

Los fantasmas para ellos eran iguales que para el resto, deslizándose por las estancias ligeros, carentes de prisa, con sus mismas fuerzas y ordeñando la vaca. Días después, la cabeza de Epicuro, detrás de la tronera de la puerta, anunció la primera novedad seria de su filosofía.

-El tetrafarmakón.

El hambre le había llenado la cabeza de luz. El tetrafarmakón parecía buen anzuelo para pescar en el cardumen contemporáneo de las vaguedades griegas. Empezó a explicarlo echado en la tumbona, colgada al fresco del vestíbulo, entre dos columnas con atauriques corintios, viendo trepar las hiedras, con los pedestales desprendiendo de noche intenso olor a espliego, adecuado, según los especialistas, para atemperar la voz al amor de las candelas. En las cartas que les escribía a Meneceo, Herodoto y Pítocles reiteraba el tema: el tretrafarmakón.

"Abandonad esas patrañas que convierten la cabeza en un cerro", decía, convencido de su magisterio.

Había llegado la hora de que se supiera en todas partes que el maravilloso palabro eran los cuatro hoyos abiertos de la felicidad, para enterrar por fin el sufrimiento deparado por tantas dudas tradicionales. Sembraba afuera y se alegraba del fruto dentro, pronunciando con frecuencia conceptos nuevos, como el hedoné, llamado así el distingo del placer del cuerpo respecto al alma. El destino del hombre, por otro lado, era finito, es decir, que para gobernarse a sí mismo, llegado a la edad adulta, era bueno que comprendiera esa diferencia

-Finito -repitió-. Un destino frito, no.

Perecía en la tumbona diariamente, sin apetecer bocado, dejándose afeitar alguna vez por una ubérrima desconocida recién llegada, a cuya mirada regresaba, romo de pena, alzando la cabeza entre las tetas.

-Hedoné catastemática -, decía cerrando el susurro.

Era la definición exacta de aquel tipo de descanso.

-Aponía -, decía cuando ella, con un bisojo, le invitó a la habitación, deseando que le metiera algunas ideas más en la cabeza.

La aponía diferenciaba el reposo desasosegado del placer del reposo.

-Cinético -, dijo holgadamente a la mañana siguiente.

Esta vez se trataba del placer en movimiento. El límite establecido por el cuerpo a los deseos más caprichosos de la mente, recibió otro nombre.

-Anoia.

Había algo que se encargaba de elegir con prudencia cuanto le hacía falta al cuerpo.

-Phrónesis.

Si acaso el suyo fuese de interés en política, aclaró que despreciaba sobremanera a esa gente. Era infeliz quien se metía en política para resolver su vida, y lo eran también los caudillos de los grandes proyectos. El poder impedía la poética de la verdad personal.

-Prolepsis.

Se refería a la intuición.

"Sentido de la anticipación", añadió alzando la cara en el crepúsculo de los sándalos, con el cencerro de la oveja apagándose en la lejanía.

La prolepsis servía para saber quién estaba en las estancias. Alguna vez, en un tono remoto, quiso demostrarlo.

-Hay un hombre y una mujer.

Aquella vez, sin moverse de la tumbona, acertó incluso con los parentescos.

-Philia -, dijo, queriendo definir la natural hermandad humana.

Se enteró un día de que algunos ya le malvendían por las calles, comentando como ideas propias su esfuerzo intelectual. Le dijeron que uno de ellos era Crisipo, así como un tal Diótimo, mas se lo tomó como un halago, para no molestarse en enviarlos a la estoica mierda con una carta destemplada.

-La muerte -, dijo una mañana.

En aquel instante le rodeaba la multitud. Se refería a los pobres ciudadanos de Atenas. Los habitantes de la choza del mono que pensaba, pese a su poderío aparente, estaban siendo mortificados por los bárbaros gigantes y las sibilancias del firmamento, lanzando pavos, desmoronando montañas con truenos, metiendo los dedos en las tartas, alterando la temperatura, repartiendo culpas y amenazas.

-Usted, suelen decir ellos, se irán a la ruina. A usted, suelen decir, le huele el corazón a deudas internales.

Dijo que los dioses no sabían siquiera quiénes eran los hombres, ni carrera alguna de abajo tuvo nunca interés en sus apuestas. Los dioses pertenecían a otra categoría, a una élite que vivía encerrada en su propio tiempo, oyendo crecer la palmera del aburrimiento, sin atender a nadie. Si alguna vez comparecían era con ánimo divulgativo, a gusto en su anonimato, deslizando alguna que otra polémica sutil por las esquinas, para que la gente se entretuviera un poco, afilando la lengua en las cantinas, y sobre todo para que no se acordaran de ellos durante una buena temporada.

-La muerte -, repitió con sigilo. "Una futileza", chistó desprendido el seco aliento.

Estaba de acuerdo con Zenón de Citio en que preocuparse de más por la muerte, ya era empezar a morir. La muerte ocurría sin que el hombre se diera cuenta. Ambos factores nunca coincidían. Cuando la una llegaba, el otro ya no estaba. Era cierto todo eso que decían en el pórtico. El alma, tras el fallecimiento, no se quedaba allí, sino que se iba. Allí no se quedaba el alma cantándole a nadie, sino que se esfumaba, rápidamente, a su aire, como mariposa que cruza el adiós de las macetas. En cuanto a los deshechos del olivo corporal, luego se convertían en otra cosa, en el nuevo porvenir, como era obvio desde hacía tantos siglos por doquier, hola tras hola por las calles, adoptando diversas formas como abono de las macetas.

"El alma", suspiró dormido.

Cuando la niña corría por las ondonadas de nuevo, fue descubriendo que las navajas de afeitar ya se oxidaban en el césped. Las ánforas se habían roto y las plantas se marchitaban. Las puertas caídas, atravesadas con los clavos aún puestos, herían a la gente, y se hizo habitual el olor a creolina de los médicos. Lo vio todo desde arriba una tarde, repasando con terracota las juntas del tejado, asimismo desvencijado. El sicomoro estaba deshecho, como en una noche de amor, y la alberca llena de trastos. Quemó dentro más madera que nunca, a ver si se iban los hambrientos a causa del calor, pero cada vez había más gente, pasándose el canuto y dándose a la lira. Llegaban las carrozas a diario en un repente esplendoroso de loas al pensador, al aroma de los naranjos, pisando los tiestos de hortensias y tirando las genistas colgando en los troncos, destrozando las sandías y por supuesto matando pollos a la brasa. Había gallinas en abundancia en los corrales todavía, y conejos y faisanes, y gallipavos y papas fritas para estar matando y masticando durante meses ociosos, pero estaba ya harto. La gente, desmadejada, yacía en cualquier lugar. Las ruedas de los carros rodaban en las hogueras amontonadas. Las mujeres parían en los corrales. Hacía demasiado tiempo que todo aquello dejó de ser un sueño.

-Mierda -, musitó un día plúmbeo, con la rauca voz temblando bajo el cielo encapotado.

Se embadurnó con excrementos, y cuando le vieron repartiendo la pestilente morcillería, todos salieron espantados. Por eso se pensó que la filosofía epicúrea consistía en el abandono del cuerpo hasta ese punto, con una pella puesta, sin más molestias para evacuar, a los efectos de que el alma, descargada de peso, se elevara en vida, nombrándoles a todas sus madres subastadas.

Lucrecio, por breves momentos otro

Lucrecio, recién llegado a Roma, era un hombre bello, estilizado con una luciente melena zaína con rizos, de ojos verdes rasgados, engastados en un rostro de facciones regulares. Era autor De la Naturaleza, una poesía larga alusiva a los elementos.

Ni se les viera andar en busca siempre

de aquello que no saben que desean,

mudando de lugar, como si fuera

posible descargarse de aquel peso.

Su pensamiento se basaba en algunas particularidades matizadas por el epicureísmo. Se decía que si un hombre visitaba a otro, abandonaba allí un peso, aunque a la salida pareciese el mismo. Si el otro le convencía de algo, le derrotaba, y por lo tanto difícil era asegurar a la salida que siguiera igual. Llegado a casa se comportaría momentáneamente como el otro, teniendo la oportunidad de conocer aspectos de una vida ajena. Al mismo tiempo el otro experimentaría lo mismo, ambos advirtiendo la existencia de novedades en su personalidad. Uno de ambos, para recuperar el fragmento ausente, debía ver al otro, recuperando el peso propio a cambio del ajeno. Todo eso podía estar ocurriendo a diario con naturalidad, como dos piernas que se alternan en la multitudinaria combinación callejera, sin que la gente tuviera conciencia de ello. No obstante, parecía más lógico pensar que tratándose Lucrecio de un hombre bello, asimismo agraciado para la declamación, aquello que pretendiera llevarse del vecino fuese simplemente su mujer.

Cuando el sol penetra en nuestras oscuras habitaciones,

ves flotar en el haz de luz mil partículas de polvo,

agitándose en todas las direcciones,

como soldados de una guerra eterna

librando entre ellos bellas batallas,

sin concederse tregua, en agitación incesante,

a merced de los reagrupamientos y las separaciones.

Puedes imaginar así cómo es el eterno movimiento

de todos los cuerpos primeros en el vacío infinito.

En definitiva, si él fuese por breves instantes un hombre distinto, y el otro quedara preguntándose qué estaba ocurriendo, el baile celular continuaría de todas maneras. Lo otro, lo del vacío y la invisibilidad libertaria del átomo, no estaba mal para las disertaciones líricas. Quizá pensándolo así evitaba pesadillas temulentas calculando dónde, cómo y cuándo había intercambiando él alguna sombra. Jamás, como dijo Zenón de Citio, podría saberse un asunto así, es decir, si una huella suplantaba a otra.

"La muerte no existe porque cuando llega, el individuo no está".

San Agustín en el autobús de los teóricos

San Agustín era aquel hombre canijo del mercado de Tagaste. Amaneció por la mañana muy feliz. Desde que leía las epístolas de San Pablo sus pensamientos eran más limpios que los proporcionados por los maniqueos. Él mismo, de joven, fue uno de ellos, es decir, seguidor de una doctrina partidaria de largos soliloquios pendulares en los que todo era bueno y malo a la vez, con luz y tinieblas, con razón y sinrazón, con sabiduría e ignorancia, con silencio y ruido, con puertas abiertas y cerradas, de día y noche. Ahora, además, comprendía bien el concepto de libertad, cosa que al mismo tiempo significaba que conocía su contrario, es decir, la falta de libertad.

"Yo -se dijo en el mercado- podría estar en otro pueblo".

Llegó a la ermita luego cargado con un cesto de mazorcas.

"Sí, es cierto, Agustín -le dijo San Pablo-. Podrías estar en otro pueblo".

Después, mientras las desgranaba, se dijo algo más súbitamente.

"Podrías dejar de hacerlo".

Pensó que podía abrir una panadería para llenarla de ricas hogazas, y al mismo tiempo que siempre sería libre para abandonar el negocio. Entonces inventó un nuevo concepto, el libre albedrío, que era como ir en autobús y apearse donde uno quisiera. El hombre, pues, era libre, y por lo tanto era lo que quería ser.

-Sí, señor -le dijeron en el mercado-. Ahí va un hombre que piensa.

El concepto sería útil en el Derecho, como pronosticaron sus amigos Alipio y Cicerón, abogados en Roma. El libre albedrío sería incluido en los ordenamientos civiles y penales, para distinguir los delitos cometidos adrede de los cometidos sin querer, llamados dolosos y culposos. De ese modo los juristas podían descifrar en qué parte del trayecto delictivo podía apearse el autor. Dicho de otro modo, el delincuente, al iniciar su acción, asumía que conllevaba un castigo, pero en algún instante también sabía que podía detenerse. Los juristas aparejarían entonces el concepto de vencibilidad de la acción, aplicándolo a eximentes y agravantes. Al sujeto le era posible dominar su voluntad, mas también era cierto que existían impulsos definitivos, como la legítima defensa ante la agresión, el miedo insuperable, la actuación bajo coacciones y amenazas, la obediencia debida a un superior jerárquico y la obcecación por arrebato de pasión.

La neurociencia se apoyaría en el concepto para evaluar la enajenación mental, por si acaso, a la hora de tomarse un pastel, dicho pastel, por estar demasiado bueno, raptaba la voluntad del consumidor. Agustín de Hipona miraba las ágiles gracias de las tórtolas en el patio de la ermita cuando alumbró un concepto más, esta vez de índole religiosa. Se trataba de la Trinidad. La mujer, como bello animal capaz de darse a luz a sí misma y al marido, en principio era la más segura de parir. Por lo tanto el padre, en calidad de Espíritu Santo putativo, era el que más seguro estaba también de ser el secundario. La unión marital implicaba un vínculo celular estrecho, y la identificación de cada una de sus partes una vívida experiencia de afinidad. Eso era todo, pero en aquel momento el concepto fue empleado en los vapores del lago con hadas madrinas de la religión.

Conquistó, hablando del alma, los corazones de mucha gente. Tras la lectura de Platón, Agustín explicó su particular modo de buscarse en casa. Si el cuerpo era el pasajero del autobús, el alma era el pasajero del propio cuerpo. El alma abría la posibilidad del regreso, de la reencarnación budista, del disfrute de un nuevo trayecto. Todo eso se convirtió, en el siglo IV, a partir de Tiberio, en el apoyo vital del cristianismo, cuyo libro sagrado era la Biblia. Dentro de la doctrina hubo un nuevo peldaño más para subir al cielo, la resignación, que era en realidad el concepto de renuncia de los estoicos. Los exégetas bíblicos estudiaron la compatibilidad del determinismo con el libre albedrío, aclarando que existía un margen de maniobra para que cada uno hiciera imprevisible el final de su vida. Debido a su éxito Agustín empezó a creer que él mismo era Jesucristo, e incluso a creer que había matado a alguien. Albergó síntomas pesados, quizá porque ni él mismo se fiaba de alguien así. Pensó también cómo el suicidio podía transigir con su libre albedrío. Se sabía que para los estoicos era un acto razonable de libertad suprema, de respetable individualidad, aunque para el cristianismo no debía ser así.

"Si el hombre es breve muriendo -se dijo al final- debe ser más largo viviendo".

Se dijo que en peor situación se encontró Jesucristo, creyendo ser todos los demás durante los domingos de iglesia, ante la cansina jaculatoria del gentío.

-Con tus mandíbulas nos lo comemos.

-Con tus ojos lloramos -, decía la gente.

Por entonces era saqueado sin pudor por los humoristas, gente para la cual la sonrisa humana diferenciaba la vida de la muerte. Una tarde se le ocurrió que el alma era como el jinete de aquel caballo que apareció en la loma. Hubo quien pensó entonces que aquel pobre hombre era fundamentalmente un presunto cínico. Los dibujantes le harían célebre cargando a cuestas con un tipo robusto y feo, es decir, con su propia conciencia hercúlea, procurando dirigir lo más recto posible el paseo, a la búsqueda de dios.

-Has comido muchas castañas, Agustín.

-Porque dios está en las castañas.

-Has comido también brevas.

-Porque también está en las brevas.

-¿Por qué lo destrozas, Agustín?

-No lo destrozo, porque las brevas y las castañas estaban en el mismo plato.

-¿Estás llamando plato a dios, Agustín?

La conciencia estaba poniendo a prueba a un hombre sencillo y modesto. Siempre la conciencia, sucia y banal, le sugería dar un rodeo, susurrándole las más abyectas ideas, tal vez irse a tomar un lingotazo al burdel o a robar una buena saya al mercado, a la altura de su categoría magnífica.

-Eres el mejor, Agustín.

-No diga eso tan alto, por favor, que nos puede oír dios.

-Quiero decir el mejor idiota.

-¡Hombre, eso tampoco!

-¿En qué quedamos? ¿He alzado mucho la voz? ¿No has sido acaso tú, enojándote ahora?

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente