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Aproximación al devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la Cultura Occidental


Partes: 1, 2
Monografía destacada
    Ensayo

     

    1. De lo Maravilloso a lo Sobrenatural.
    2. El Individuo, la Muerte y los Fantasmas
    3. Fantasmas Antiguos y Modernos
    4. Los Fantasmas del Purgatorio
    5. El Miedo a los Fantasmas
    6. Libros y fantasmas
    7. La satanización de los fantasmas
    8. Ruidos, brujería y fantasmas
    9. Los fantasmas del racionalismo
    10. El fantasma victoriano
    11. Denunciantes nocturnos
    12. El particular gusto inglés por los fantasmas
    13. Lugares encantados
    14. Volver con el rostro marchito
    15. Hacia una nueva interpretación
    16. Algunas conclusiones finales

    Introducción

    Siempre me ha sorprendido la fluctuante capacidad para creer en historias fantásticas que muchas personas poseen en la actualidad. Basta con organizar una reunión frente a un fogón —en cualquier noche de invierno o de verano— para advertir cómo, inexorablemente, la conversación deriva hacia temas que meten miedo y que, generalmente, tienen como protagonistas a fantasmas de distintas especies.

    En circunstancias como ésas, el viento deja de ser viento para convertirse en susurros o lamentos; las sombras nocturnas se vuelven misteriosamente significativas, denotando presencias no expuestas que alimentan la sugestión y agigantan la imaginación. El mismísimo recuerdo se ve alterado, y acontecimientos del pasado personal —mal definidos por la memoria— encuentran en aquel contexto nocturno un catalizador que los reinterpreta, entablando ocultas relaciones, antes no tenidas en cuenta.

    La noche y los fantasmas se llevan bien. Es un binomio que ha logrado mantenerse en buenos términos durante siglos en el imaginario de la cultura occidental, sustentando así una abundante literatura que, aún hoy, sigue publicándose con gran éxito editorial.

    Los fantasmas nos seducen, nos interesan, nos inquietan. No es posible la neutralidad o la absoluta indiferencia cuando alguien instala el tema en una mesa de discusión. Se les puede reverenciar, temer o rechazar, pero nunca hacerlos a un lado sin algún comentario irónico, escéptico o crédulo.

    La creencia en la existencia de fantasmas es un hecho generalizado que se fija prácticamente en todas las sociedades de la Tierra. Leyendas, cuentos populares, rumores y folklore referidos a ellos, testimonian —directa o indirectamente— el interés que los hombres tienen respecto de lo que sucede más allá de la muerte; al tiempo que explicitan la propensión de una época determinada a seleccionar respuestas, entre un repertorio cultural particular, en consonancia con las demandas de una situación concreta.

    Occidente ha tenido con las muy variadas entidades intangibles de su imaginario una relación que se advierte cualitativamente cambiante en momentos determinados de su historia; y múltiples han sido los factores que se conjugaron para que los fantasmas sean hoy lo que la literatura muestra y mucha gente sostiene que son. Por todo ello, podemos decir sin temor a equivocarnos, que la experiencia temerosa ante los fantasmas —así cómo la conceptualización, atributos y cualidades que de ellos se ha tenido— estuvo, y está, social, cultural e históricamente determinada.

    Este breve ensayo se propone una primera y provisional zambullida al universo de fantasías, temores y esperanzas que condicionaron el contacto del hombre occidental con sus miedos y dudas internas. A través del devenir histórico de los fantasmas en el imaginario de la cultura occidental, intentaremos describir cómo la estructura construida de la realidad se vio alterada en determinados momentos, viendo de qué manera los paradigmas y hábitos psíquicos de cada época condicionaron las explicaciones que se daban de las apariciones espectrales de leyendas y rumores.

    Cada cultura ha inventado sus propios fantasmas, y occidente no ha sido la excepción a la regla. Pero la historia del fantasma occidental es singular es singular en un aspecto: el haber estado ligada al proceso de individuación, tan propio de nuestras sociedades.

    Los fantasmas nos hablan de nosotros mismos. Sus apariciones son nuestros propios reflejos. Nos muestran, desde un ángulo original, cómo hemos elaborado en los últimos quinientos años nuestra identidad, nuestro exacerbado individualismo; y de qué manera se entretejieron variables culturales, psicológicas y sociales en la construcción de la cosmovisión antropocéntrica que ha hecho de Occidente lo que hoy es.

    Definir qué es un fantasma depende del espacio y del tiempo. Depende del lugar que cada persona se adjudica a sí misma dentro del universo. Por ello, una Historia de los Fantasmas nos obliga a recorrer los senderos —ya exitosamente transitados— de otras historias, como la del cuerpo, la de la muerte o la de la lectura. Significa, también, dejar abierta una puerta al estudio de los sistemas de valores y sus cambios (que desde el siglo XVIII indican una progresiva secularización y un olvido de los deberes y normas trascendentes, para centrarse únicamente en la condición inmanente del ser humano).

    En muchos casos, el fantasma nos recuerda el sentido y el deber que los hombres hemos olvidado. Nos reflejan los problemas existenciales propios de una sociedad impregnada del más hondo materialismo. El fantasma oculta y revela muchas cosas al mismo tiempo.

    El discurso histórico sobre las apariciones —en ocasiones controlado, tergiversado o utilizado en beneficio de sectores particulares— revela una suerte de actitud imperialista que tornó a la imagen tradicional del fantasma en un producto de exportación a distintas partes del mundo; modificando imaginarios no europeos y creando una falsa idea de homogeneidad planetaria en la creencia.

    La actitud aculturadora de Europa, tan pujante —desde el siglo XVI— sobre islas y continentes lejanos, alteró muchas estructuras fabricadas de la realidad; y así, los fantasmas locales o regionales, no pudieron resistirse a cambiar sus comportamientos, caracteres y status.

    Los fantasmas, asimismo, pueden ser variables interesantísimas a la hora de reflejar las modificaciones en las sensibilidades colectivas, relacionadas con instituciones sociales muy caras del universo burgués (en especial del siglo XIX), tales como: la familia, el amor, la muerte romántica, el secreto y el individualismo.

    Banderas visibles del antirracionalismo, los fantasmas —apareciendo y desapareciendo— denuncian insatisfactorias concepciones del mundo, inseguridades y muchas esperanzas, no del todo creídas.

    De lo Maravilloso a lo Sobrenatural.

    Los Fantasmas y el Racionalismo en Occidente.

    Cuando el historiador Jacques Le Goff explicó el carácter fronterizo de lo maravilloso durante la Edad Media, sostuvo claramente que dicha frontera poseía la cualidad de ser permeable, es decir, que sus manifestaciones se daban en el seno de la realidad cotidiana, no percibiéndose dichos fenómenos como algo particularmente extraordinario. Los acontecimientos maravillosos eran aceptados y reconocidos como parte natural de un Universo aún no regulado por la leyes de la física y los prodigios se añadían al mundo real sin atentar contra él, ni destruir su coherencia.

    Hadas, dragones, monstruos y duendes penetraban el mundo natural sin conflictos, sorpresa o misterio. El concepto de "lo imposible" carecía de sentido y "lo maravilloso" no espantaba ni sorprendía, ya que no se violaba ninguna regla sólidamente establecida. "Lo maravilloso —dice Le Goff— era una categoría del universo".

    Estas cualidades otorgadas a la realidad hacían, del ignoto mundo invisible que rodeaba a los hombres, un hecho cotidiano; siempre tenido en cuenta a la hora de explicar catástrofes, pestes o hambrunas. La buena o mala suerte —individual y colectiva— se hallaba regulada, de una forma imposible de conocer, por fuerzas y energías que trascendían el mero plano material en el que hombres y mujeres desarrollaban sus prácticas diarias. Incluso, la franqueable frontera entre la vida y la muerte no estaba —como hoy— absolutamente definida:

    "El pasado no estaba muerto, en cualquier momento podía hacer irrupción, amenazador, en el interior del presente. En la mentalidad colectiva, con frecuencia, la vida y la muerte no aparecían separadas por un corte nítido" .

    "La vida se prolongaba después de la muerte, y los muertos estaban siempre presentes, sobre todo durante las ceremonias en que se asociaban con los vivos" .

    Desde el Renacimiento (siglos XV-XVI), y de manera paralela a la creencia en la realidad de un mundo maravilloso y mal comprendido, se empezó a perfilar, gradualmente, un cambio actitudinal y mental que derivaría, después de doscientos años, en el movimiento iluminista (siglo XIII). A lo largo de aquel período, el devenir de Occidente fue adoptando un sentido de "lo natural" distinto al que había tenido vigencia durante la etapa medieval y el primer Renacimiento. La voluntad de poder y la dimensión utilitaria —que por aquel entonces la burguesía empezaba a imponer con fuerza— configuraron un contexto mental en el que la acción sobre el mundo (con el claro intento de dominarlo) procuraron la gradual y lenta tendencia a nuevos valores y emociones. La experiencia, la comprobación empírica, el ver y racionalizar el mundo, empezaron a levantar una barrera entre lo visible y lo invisible, inexistente hasta entonces.

    Lo animado se diferenció de lo inanimado, y los prodigios —entre ellos los fantasmas— empezaron a quebrantar la estabilidad de un universo que procuraba ser controlado por leyes tenidas desde entonces por inmutables. El sentido de "lo imposible" tomó su forma original y con él, el status de las maravillas se vio transformado. La antigua convivencia con los espectros (que nunca dejaron de inquietar un poco) se alteró y "lo sobrenatural" apareció como una fractura a la coherencia, sorprendiendo y aterrorizando. Desde entonces, los fantasmas se transformaron en entidades perturbadoras. Al descomponerse la fluidez antes existente entre este mundo y el Más Allá, el terror hizo acto de presencia, ya que el contacto entre ambas realidades podía poner en riesgo la salud física, psíquica y moral de los hombres.

    Pero esta nueva cosmovisión no se aceptó sin más. La reacción al cambio fue inmediata, y aquella frontera existente entre lo posible y lo imposible, siguió conservando cierta movilidad. Lejos de estar firmemente establecida, su indefinición no sólo trajo aparejada la inquietud, sino una nueva sensación: la vacilación.

    Con las historias de fantasmas, aquello considerado ficcional ocupaba un lugar concreto en lo cotidiano, y esa usurpación del espacio por lo inmaterial empezó a ser uno de los terrores más profundos que surgían de ese tipo de relatos. Como señaló Gillian Beer:

    "Las historias de fantasmas tuvieron desde entonces que ver con la insurrección, y no con la resurrección de los muertos".

    En esta lucha entre cosmovisiones rivales que coexistían, donde la superstición —entendida como "exceso de credulidad"— empezaba a soportar el embate del racionalismo, este último llevó al principio todas las de perder. De hecho, al ser los hundimientos cosmovisionales siempre parciales, fue factible que subsistieran vestigios irreductibles del pasado, oponiendo resistencia a la irrupción de elementos de interpretación no tradicionales. Recién en el siglo XVIII la duda metódica y el racionalismo cartesiano derogaron aquella visión del mundo en donde todo era posible, transplantándola al espacio de la literatura fantástica e impidiendo que entrara en contacto con una realidad que se pretendía más objetiva y materialista .

    Pero aún en plena Ilustración, muchos intelectuales de relieve, y peso en la construcción del imaginario colectivo, seguían dispuestos a creer en episodios imposibles. Como ha escrito Christian Delacampagne, "los sabios de la época (siglo XVIII) no eran racionalistas, intentaban serlo".

    Así, pues, la Historia Natural de los siglos XVII y XVIII —sólo por dar un ejemplo— era sensible a toda clase de influencias extracientíficas, ya sean morales, religiosas o sobrenaturales. Por supuesto que no faltaron las desmitificaciones y los debates respecto de las apariciones. Además, mucha de la crítica se apuntó contra los charlatanes y sus ingenuas víctimas, deseosas por creer.

    Se discutió sobre la existencia misma de los fantasmas, y no su naturaleza o capacidad de acción sobre el mundo material, tal como se había debatido durante la Edad Moderna. La erradicación del fantasma de la realidad, inició así su progresivo camino. De todos modos, tenemos que tener presente una verdad que dijeran el historiador francés Georges Duby, poco antes de morir:

    "El miedo a lo invisible continúa profundamente arraigado en nuestras entrañas. A medida que se difunde el conocimiento científico vamos adquiriendo más y más conciencia de que hay cosas que no podemos conocer. Hay muchas enfermedades del alma que provienen precisamente de esta sensación de impotencia de los hombres ante su destino".

    Impotencia, dudas, incertidumbre, incluso pesimismo. Sensaciones propias de un período de crisis e inestabilidad. Pero esto quizás no coincida con los aires ilustrados que inundaban los espíritus europeos durante el siglo XVIII, cuando la idea de Progreso, el triunfal optimismo en la técnica y en las capacidades intelectuales y morales del hombre, hicieron, de amplios sectores de la sociedad, fervientes creyentes en el poder omnímodo de la Razón.

    Aún así, los fantasmas nunca dejaron de estar.

    Sin embargo, la conceptualización que las capas letradas tenían de lo sobrenatural era distinta a la que existía dentro del mundo rural, generalmente iletrado; y que mantenía una relación mucho más fluida, poco traumática y natural con las entidades invisibles del imaginario (muchas de ellas, de origen pagano).

    Entre los campesinos la vacilación era menor y, lejos de sostener una posición maniquea entre el bien y el mal, armonizaban ambas tendencias, concibiendo a los infinitos seres imaginarios que invadían su cotidianeidad como entes ambivalentes, partícipes de una relación de reciprocidad, compleja y ritualizada, que reglaba el contacto entre los vivos y los muertos. Sublimaban así la inquietud que les producía la muerte, exorcizando el miedo que les causaba el posible regreso de los muertos, con cientos de rituales diferentes.

    Los estudios llevados a cabo por folkloristas y antropólogos desde el siglo pasado, revelan algo que Adolfo Colombres ha sabido sintetizar en la siguiente frase:

    "Seres imaginarios (…) han poblado siempre las noches (…) sin que la era del átomo y la cibernética hayan podido acabar con ellos, acaso porque el conocimiento científico y las utopías sociales están aún lejos de calmar todos los miedos ancestrales del hombre y de colmar sus esperanzas".

    No obstante el manifiesto contraste entre el mundo letrado y el iletrado, las nociones eruditas —condensadas a partir del siglo XVI en miles de libros, panfletos y almanaques, de amplia circulación por Europa— iniciaron un convincente proceso de divulgación de nuevos miedos, amenazas y peligros. Se catalogaron a miles de fantasmas, espectros, íncubos y súcubos, demonios menores y monstruos emisarios del Diablo. Se fantaseó con los conventículos de brujas (los tristemente famosos aquelarres) y se acentuó, en el imaginario colectivo, una geografía de la perdición en la que bosques, lagunas, valles, senderos o cerros, empezaron a individualizarse como lugares prohibidos, en donde lo peor podía ser posible.

    La noche modificó —con sus personajes reales o inventados— su valor simbólico; y con esta asociación entre lo sobrenatural y lo maligno, las capas populares vieron cómo se rompía en mil pedazos su cordial relación con los aspectos maravillosos de la naturaleza.

    Toda la estructura simbólica de la realidad se alteró, y el pánico nació ante la revelación de hechos, considerados desde entonces, imposibles.

    En síntesis: el período comprendido entre los siglos XVI y XVIII presenció cómo se libraba el último gran esfuerzo del imaginario medieval por vencer y desterrar al mundo ideológico de la razón crítica, que pugnaba por imponerse desde los sectores intelectuales más influyentes. Aunque, como ya hemos dicho anteriormente, en esta lucha cosmovisional la fuerza de la tradición perdió menos adeptos de lo que podríamos suponer.

    Por otro lado, la difusión de la palabra escrita contribuyó a que lo sobrenatural, y el mundo fantasmal a él asociado, se impusiera en amplios sectores sociales, encontrando en movimientos como la Reforma, la Contrarreforma, la neoescolástica y la Inquisición, de los siglos XVI y XVII, poderosos agentes de divulgación.

    Según el historiador Brian Levack, la difusión de los textos de Demonología —entre 1570 y 1630 aproximadamente— coincidió con un exacerbado temor a las brujas y al Diablo. Todo aquello catalogado como increíble —pero que muchos rumores daban por cierto— fue adjudicado a Satanás y sus acólitos. A partir de entonces, el fantasma quedó asociado al Mal, a la culpa, la perdición y el pecado. La creencia en fantasmas careció de la autonomía que más tarde tendría, quedando ligada, directa e indirectamente, con el campo de estudio de la Demonología teórica y práctica.

    Cuando la ciencia desplazó a la Teología y todas sus verdades reveladas, y el empirismo dieciochesco impuso a la experiencia como único criterio de verdad, la creencia en fantasmas pasó a ser objeto de estudio de disciplinas médicas, que describían y trataban de curar enfermedades mentales. De seres reales, los fantasmas pasaron a gozar de una existencia subjetiva propia de los enfermos alucinados, de los esquizofrénicos, histéricos y paranoicos.

    Así, especialmente desde el siglo XIX, las interpretaciones dadas a la apariciones dejaron el ámbito de la demonología para ser transferidas al de la psiquiatría; y el temor a la locura substituyó al que se le tenía al Diablo.

    El Positivismo, que destruía el misterio y desarticulaba al asombro, empezó a recibir una crítica muy profunda desde sectores que —si bien no aspiraban a regresar al oscurantismo de antaño— pretendían hacer uso de una ciencia con perspectivas más amplias, menos intolerante y soberbia; en otras palabras, deseaban tener un método híbrido que conjugara el conocimiento y el arte, el saber y la emoción. Como consecuencia, se impuso un viejo concepto para identificar a las disciplinas que e encargaban de estudiar a los fantasmas y sus manifestaciones: las Ciencias Ocultas.

    Lo Oculto devino en moda y los nuevos chamanes del mundo industrial —los médium— inauguraron sus siempre discutibles —y lucrativos— intentos por resolver los misteriosos derroteros del alma después de la muerte. Pero los seguidores de Voltaire (los racionalistas a ultranza) no archivaron sus argumentos. Prosiguieron sus ataques contra lo que denominaban una "ignorancia manifiesta", manteniendo tensa la cuerda del debate, hasta aproximadamente la década de 1930, que fue cuando el interés por los fantasmas se desinfló y las corrientes en pugna siguieron caminos paralelos, desoyéndose mutuamente e ignorando las respectivas evidencias que cada una daba.

    La Ciencia Oficial —mecanicista, positivista, materialista— etiquetó el tema de los fantasmas como una "soberana tontería" y lo archivó.

    Un diccionario enciclopédico, publicado en parís en 1891 —y de amplia difusión en las escuelas primarias a principios del siglo XX— define de la siguiente manera a los desprestigiados visitantes nocturnos de las tradiciones populares:

    "Fantasma: m. Representación de una figura en ensueño o por debilidad de la imaginación. Espantajo para asustar a la gente sencilla".

    Por su parte, el Diccionario Crítico Etimológico de la Lengua Castellana nos dice:

    "Fantasmas [berceo; J. Ruiz, Nebr.], tomado de phantasma, y este del griego que significa aparición, espectro; otro derivado del mismo verbo: una variante vulgar de fantasma ha estado en uso desde el siglo XVI por lo menos, y hoy es usual entre toda la gente rústica de España y muchos puntos de América […]".

    (Tomo II, Ed. Gredos, Madrid, 1954)

    Debilidad, imaginación, gente sencilla y rústica o vulgo campesino, serán ideas que quedarán asociadas, indefectiblemente, a las apariciones espectrales. Desde entonces nadie admitió la creencia que pudiera tener de ellas, a menos que deseara ver desprestigiada su imagen y capacidad intelectual.

    Como lo ejemplifica una antigua máxima victoriana:

    "Yo no creo en fantasmas, pero les tengo miedo".

    Una vez más, los temores ancestrales del hombre demostraban permanecer solapados bajo un manto racionalista que se esforzaba por retenerlos en la oscuridad; aunque no siempre con éxito.

    Desde mediados del siglo XX, las revolucionaria modificación de los paradigmas científicos —especialmente a partir de la teoría cuántica y de la teoría de la relatividad— introdujeron nuevas perspectivas en el escenario intelectual de Occidente. Se plantearon dudas y serios cuestionamientos al mecanicismo y al materialismo vigentes. Como era de esperarse, esas condiciones supieron ser capitalizadas para reeditar el antiquísimo problema de las apariciones espectrales, aunque de forma renovada.

    Los impresionantes avances tecnológicos permitieron que se descubrieran mundos invisibles al ojo humano, revelando la existencia de distintos universos en un mismo espacio físico. Esto terminó por destronar al sentido de la vista, hasta entonces considerado la única herramienta de criterio válido de comprobación de la verdad.

    Hoy sabemos que hay cosas reales que no pueden medirse o pesarse; y aún así están ahí. El universo, antes determinado, se ha vuelto indeterminado y el caos suple al cosmos. En consonancia con ello, los Grandes Relatos físicos y metafísicos, de los siglos XVIII y XIX, parecen no explicar nada; creándose un terreno propicio para el sentimiento de impotencia, el descontento y el escepticismo.

    Una vez más la crisis ha obligado que se rescate el fetiche mágico que habíamos arrumbado en el sótano, convocando a los antiguos y desprestigiados fantasmas (que, en realidad, nunca habían estado del todo olvidados o ausentes).

    El fin del segundo milenio sorprende a Occidente en un clima de rejuvenecido espiritualismo. Una New Age (Nueva Era) de irracionalismo sin freno, que no teme en mezclar marcos teóricos y rituales de muy variado origen —orientalismo, espiritismo, chamanismo, parapsicología. psicología transpersonal, etc, etc— promueve concepciones mágicas y animística, que unas cuantas décadas atrás pocas posibilidades de resurrección tenían.

    Un nuevo círculo de la espiral pareciera inaugurar, otra vez, la convivencia con los espíritus

    Evitados, ahuyentados, ridiculizados o buscados, los fantasmas —vistos desde una perspectiva histórica— pueden decirnos mucho acerca de la evolución (no necesariamente progresista) de nuestros miedos, esperanzas, aspiraciones y miserias.

    El Individuo,

    la Muerte y los Fantasmas

    Contamos con relatos sobre aparecidos desde los más remotos tiempos históricos. De hecho, etnólogos actuales y viajeros de los siglos XVI, XVII y XVIII, han podido recopilar cientos de cuentos, leyendas y rumores populares que tienen por protagonistas a sujetos que, después de muertos, siguen manteniendo usuales relaciones con el mundo de los vivos.

    Sociedades de África, Oceanía o la América aborigen, conservan todavía hoy contactos regulares con los espíritus de sus antepasados o entidades que son bien propias de una cosmovisión que habilita su existencia en bosques, cuevas o lagos, interactuando cotidianamente con la comunidad, ya sea de manera cordial o agresiva (según sean los lazos de reciprocidad entablados ritualmente con ellas).

    La salud, las buenas cosechas, el éxito en la caza, e inclusive el buen orden institucional y social de esos grupos etnográficos, están —de alguna manera— regladas por el contacto que ciertos miembros especializados de la tribu guardan con los invisibles espíritus locales.

    El chamán —o Shamán—, que inaugura después de su iniciación una estrecha familiaridad con los desencarnados, se convierte en el canal —el medio— que permite la comunicación con los muertos. Es él, quien después de probar su vocación chamánica soportando una muerte ritual muy cargada de simbolismos, convoca o viaja al mundo de ultratumba para dar solución a las dificultades (individuales o comunitarias) del grupo en el que practica sus dones especiales.

    Según Mircea Eliade,

    "(…) entrar en relación con los seres divinos o semidivinos —espíritus— hacen capaz al chamán de apoderarse de las realidades sagradas, que sólo son accesibles para los difuntos" .

    Esta capacidad otorgada a los muertos encontrará una dilatada vigencia, incluso en sociedades industrializadas, muy alejadas de las concepciones teocéntricas y holísticas existentes en la antigüedad.

    El espíritu de los muertos posee una sabiduría que va más allá de la comprensión de los vivos. Para aquellos, todo es claro, diáfano; las fronteras entre el pasado, el presente y el futuro se diluyen, haciendo de esa supuesta eternidad la condición básica para tener una visión amplísima de los hechos pasados y por venir. Son ellos quienes nos alertan sobre tragedias, o futuras felicidades, a través de oráculos, pitonisas y chamanes detectables en todas las sociedades y en todos los tiempos, aunque con distintos apelativos.

    "Ver un espíritu —dice M. Eliade—, en sueños o en vela, es señal segura de que se ha obtenido, en un cierto modo, una condición espiritual, esto es, que se ha rebasado la condición humana profana" , pudiéndose adquirir una capacidad, o poder mágico, que eleva al vidente por encima del resto de la comunidad.

    Es así cómo —desde los chamanes siberianos o precolombinos a los oráculos clásicos, o los espiritistas de la época victoriana— nos encontramos con ciertos elementos comunes que parecen repetirse (o conservarse) a pesar de los profundos cambios culturales experimentados por las sociedades a través del tiempo. Ciertas capacidades reconocidas como relevantes y distintivas en determinados sujetos permiten hablar de una corriente de ideas y conceptos acerca de la vida de ultratumba —y de las relaciones entabladas con ella— que hacen del contacto con los muertos un hecho significativo, sujeto a un mayor o menor horror, según la sociedad que se analice o la época tomada en consideración.

    Cuando culturalmente la relación con los muertos —con sus espíritus— es aceptada como normal y natural, la posibilidad de experimentar miedo ante ellos se diluye y normatiza. El respeto a ciertos procedimientos rituales —cánticos, invocaciones u oraciones— y el carácter flotante concedido al universo mental de antaño, permitirían una muy particular interacción entre la vida y la muerte, entre el Más Allá y el Más Acá.

    Por lo tanto, la experiencia subjetiva del hombre frente a los fantasmas adopta una historicidad que los ha desplazado a un lado y otro del límite concedido a lo real.

    Muchos son los rituales funerarios que han estado —y están— condicionados por el respeto y el temor a los muertos. El evitar que el alma del difunto se extravíe durante su viaje hacia el Otro Mundo puede ser detectado no sólo en las llamadas sociedades arcaicas de nuestros días (africanas, australianas, americanas), sino también en testimonios escritos de la Edad Media y Moderna de Occidente.

    El miedo a los moribundos y al muerto reciente llevó a comportamientos complejos, que rodean y acompañan el proceso de la agonía y el deceso. Un miedo mágico, según Jean Delumeau, reguló las prácticas que intentaban disuadir al espíritu a quedarse entre los vivos, por voluntad propia.

    El folklore popular ha conservado —tanto en Europa como en América—, pero muy especialmente en el mundo rural, una serie de procedimientos que se asocian con verdaderos exorcismos. Espantar a quien espanta es la meta, y por ello los rituales de tránsito se convierten en instrumentos indispensables a la hora de conservar la paz a ambos lados de la frontera que separa a muertos y vivos.

    El recitado o narración de las peripecias, que trae aparejado el viaje hacia el Más Allá, implica uno de los métodos más convincentes para guiar con éxito al espíritu del muerto hacia su nueva morada. En muchos casos, estas ceremonias tienden a durar muchas horas, e incluso días—como en el caso de los Dacayos, estudiados por M. Eliade— o consisten en colocar junto con el cadáver un texto que, a modo de mapa mágico, llevará al difunto a sortear los obstáculos, tentaciones y monstruos que surjan a lo largo del misterioso camino posmortem (tal como hacían los egipcios en la antigüedad).

    Otro simbolismo encontrado entre la gente del Nilo, los griegos y las culturas del medioevo europeo, es el de las escaleras del alma, cuya función ha sido la de permitir que los difuntos puedan abandonar su sepulcro y subir al cielo. Ya sean estructuras escalonadas, cruces o simples palos, estos ascensores místicos —instalados sobre la tumbas— mitigan las posibilidades de toparse, involuntariamente, con un aparecido.

    La colocación de pesadas piedras encima de los cuerpos recién enterrados —hecho que se advierte sobre todo en los países de Europa Oriental— nos acerca a esta concepción de la muerte ligada específicamente a lo corporal; en donde la amenaza ya no reside en el alma etérea del fallecido, sino en su cadáver reanimado por fuerzas misteriosas y ocultas. Esta última creencia está conectada con las leyendas sobre vampiros o muertos-vivos, que todavía hoy siguen reclutando temerosos creyentes, especialmente por la difusión de una exitosa novelística de terror y del cine, desde fines del siglo XIX y principios del XX .

    Una creencia clásica durante toda la edad moderna, recogida en los siglos XVII y XVIII por numerosos libros de demonología y exorcismos, establecía la voluntad de los muertos a regresar a sus lugares de existencia previa.

    En Grecia, Hungría, Polonia, Rumania, Silecia y Bohemia, esta creencia estaba muy difundida, promoviendo así soluciones mágicas, orientadas a expulsar o exterminar a los aparecidos, particularmente aquellos catalogados como "chupadores de sangre". Desenterrar y quemar al cadáver, clavarlo al suelo con una estaca en el corazón (para evitar que se reincorpore), decapitarlo o recubrirlo con cal viva, han sido algunos de los métodos practicados (y que se siguen practicando en los ámbitos montañeses y rurales de la actualidad).

    Según el historiador Rossell Hope Robbins, el término vampiro —que se traduce al latín con el nombre de strix (lechuza)— se empleó por primera vez en Inglaterra, alrededor del año 1734; describiéndose a esas perturbadoras entidades de la siguiente manera:

    "(…) son los cuerpos de los difuntos, animados por espíritus malignos, que salen de sus tumbas por las noches, chupan la sangre de muchos vivos y los destruyen" .

    Esas paralizantes historias de muertos revividos, propias del folklore, nos trasladan a un imaginario diferente de aquel que podemos hallar en sociedades etnográficas ("primitivas") actuales. La definición de vampiro arriba citada, pertenece a un texto de principios del siglo XVIII; es decir, que es propia de una época posrenacentista, en donde la razón ha desplazado —o intenta desplazar— creencias que desde entonces serían caratuladas como supersticiosas, haciendo imposible el reencuentro —antes cordial— entre los muertos y los vivos (de allí el dramatismo y morbosidad del texto).

    Las fronteras entre fallecidos y supervivientes se solidificaban, y el significado de una fractura en dichos límites sólo podía deberse a la ingerencia de una fuerza, necesariamente, demoníaca; capaz de destruir y poner en peligro a los desafortunados que quedaban en contacto con ella.

    Es sintomático que Agustín Calmet, en su Tratado sobre las Apariciones de 1751, haya declarado que la creencia en vampiros sólo se conocía desde hacía escasos sesenta. A partir de entonces, las epidemias y hambrunas que asolaron periódicamente el sudeste de Europa, a fines del siglo XVII y principios del XVIII, estuvieron irremediablemente acompañadas por el supuesto accionar de los terribles moroi o "muertos-vivos".

    Si bien la historia de los vampiros es paralela a la de los fantasmas —concretándose lazos evidentes entre ambas—, no todos los aparecidos son ansiosos chupadores de sangre, ni necesariamente estaban imbuidos de una innata vocación por destruir. Lo que no significa que dejaran de producir verdadero terror en las poblaciones que hacían circular esas historias, propias de la tradición oral. De hecho, Jean Delumeau habla de "epidemias de miedo", desatadas en el oriente europeo, a inicios del siglo XVIII.

    Mantener lejos al aparecido del espacio de los vivos ha sido también el objetivo de una serie de gestos, puestos en práctica en la vida cotidiana de Europa occidental:

    • Tapar los espejos, para no demorar la partida del difunto.
    • Abrir todas las persianas y correr las cortinas de la casa, para no obstaculizar la salida del alma.
    • Colocar la cama del agonizante paralela a las vigas del techo, para facilitar el acceso al cielo.
    • Depositar una moneda en la boca o en el ataúd, para comprarle, simbólicamente, al muerto los bienes que deja, evitando futuros reclamos de ultratumba.

    La tradición oral igualmente ha hecho de los fantasmas eficaces "Correos de Muerte".

    El historiador francés Philippe Ariés mantiene que

    "(…) algunos presentimientos de muerte tenían carácter maravilloso: uno en particular no engañaba, la aparición de un espectro, aunque sólo fuera en sueños" .

    A partir de lo escrito podríamos suponer que toda aparición fantasmal implicaba, irremediablemente, un profundo sentimiento de terror, pero parece que no ha sido así en todas la épocas.

    Es muy común advertir entre la gente una férrea seguridad cuando afirman que tal o cual comportamiento nos viene dado desde los orígenes del tiempo, asegurando que los gestos, actitudes, temores y creencias —colectivamente compartidos en la actualidad— son eternos, ahistóricos, inamovibles y, por lo tanto, naturales. Pero, a menos que queramos caer en anacronismos, debemos admitir que todo eso es falso.

    Conceptos como los de fantasmas, Más Allá, espectros, e incluso muerte, fueron pensados y sentidos de muy diferente manera según las épocas; y los comportamientos derivados de esas conceptualizaciones son muy distintos a los que nosotros (hombres y mujeres de principios del siglo XXI) podemos considerar naturales, racionales o moralmente aceptables.

    A partir de estas premisas, historiadores como Philippe Ariés y Michel Vovelle, han intentado interpretar y explicar las diferentes actitudes que el hombre ha adoptado ante el fenómeno irreversible y universal de la muerte. Tal como lo señalara el rey Alfonso X (1254-1284),

    "El relámpago de la muerte no miente y sus rayos no yerra".

    Inevitablemente, cada uno de nosotros tendremos que bailar esa tan famosa Danza Macabra que, desde el siglo XIV, ha sido ilustrada en el occidente cristiano cientos de veces. Sin embargo, lo interesante es que no siempre la hemos danzado al ritmo de la misma melodía. Las actitudes ante la muerte —y ante los muertos— han sufrido cambios con el correr de los siglos, y la tan temida Parca no siempre fue recelada y resistida, como lo es actualmente.

    Ya lo señaló P. Ariés cuando definiendo las reacciones antiguas y medievales ante el óbito (él las describe como atenuadas, indiferentes, familiares), las comparó con la visión y el imaginario que, desde el siglo XIX, nos ha venido acompañando y que se caracteriza por el predominio del miedo, e incluso del asco. Es esto lo que motiva a muchos sociólogos a hablar de una "muerte pornográfica", a la que nadie que se precie de tener "buen gusto" puede referirse directamente (se acude a eufemismos).

    La muerte se ha convertido en un tema tabú; de la misma manera que antes lo era el sexo. Ha sido relegada del ámbito de lo público. Ya no se muestra tanto, como antaño; e incluso las manifestaciones de dolor, duelo, luto y pésame, parecerían lentamente ir desapareciendo. Los muertos se han divorciado de los vivos. Se los camufla, maquilla y oculta, al mismo tiempo que se revela una acentuada individualización del cadáver, muy distinta a la que se experimentó a lo largo de la Edad Media.

    El estudio de los cementerios enseña que no siempre el occidente cristiano reverenció a sus muertos de la misma manera. Por ejemplo, durante la primera parte del medioevo (siglos V al XII, aproximadamente) el cadáver era abandonado en una iglesia, que se encargaba de inhumarlo en la nave del edifico, si era un personaje de relieve, o en el cementerio (conocido cambie como atrium) si era un vecino común.

    Las fosas de pobres eran enterramientos colectivos de varios metros de profundidad, en las que se depositaban los restos envueltos en sábanas (mortajas), sin féretros, hasta que quedaban repletas. Una vez saturadas de cuerpos, las fosas eran tapadas y se abrían otras, que anteriormente habían estado habilitadas. Se las vaciaba, y los huesos retirados pasaban a formar parte de los osarios, grandes galerías en las que, "con todo arte", se disponían las osamentas, a la vista de todos los transeúntes. Incluso era muy común que esos corredores fueran visitados por vendedores ambulantes y mercachifles, quienes solían organizar en ellos bailes y ruidosas fiestas, entre los restos de sus anónimos antepasados.

    Es significativo notar que en documentos oficiales se testimonian las reiteradas prohibiciones, que emanaban de las autoridades laicas y religiosas, respecto de esas concentraciones festivas en terrenos consagrados. Por ejemplo, en el año 1231, un Concilio reunido en la ciudad francesa de Rúan, protestó y canceló los permisos a las fiestas y juegos que se practicaban en los cementerios locales.

    Otro contraste muy característico —al comparar nuestros rituales funerarios con los que se practicaban durante la Edad Media— es que no existía la idea de que el cuerpo debiera ocupar una morada física perpetua. Para el hombre medieval, no importaba el lugar exacto en dónde estaban los huesos de sus abuelos; siempre y cuando descansaran en un terreno consagrado por la Iglesia Católica, o se ubicaran cerca de algún personaje santo. Lo espiritual primaba sobre lo corporal y el cementerio no parecía representar en el imaginario colectivo el sitio lúgubre, maloliente y potencialmente peligroso que más tarde llegó a ser.

    Si bien la indiferencia por anonimato medieval de la tumbas perduró casi hasta el siglo XV, de manera gradual —y sin ser percibido por nadie— a partir de la XIIº centuria se empieza a advertir el resurgimiento de las inscripciones funerarias; ésas que individualizaban a los restos de la persona fallecida. Esa práctica —desaparecida en Europa durante casi novecientos años— reinició un camino que nos trae a la actualidad.

    El renovado interés por el individuo —notado en la aparición de la efigie funeraria, a partir del siglo XIII — irá tomando fuerza durante los siglos XIV y XV, paralelamente a la afirmación de un nuevo estamento social: la burguesía comercial y financiera de la Baja Edad Media.

    La organización y administración de los cementerios, ligados a la Iglesia hasta el siglo XVIII, estarán durante la Modernidad asociados a un individuo que pretende —en caso de que su poder económico y social se lo permitiera— trascender la muerte, exaltando, dramatizando y transformando el recuerdo de su propia persona.

    Por lo pronto, cuando a los vivos no les interesó la ubicación exacta de sus tumbas, tampoco a los muertos les preocupó que sus restos tuvieran un espacio definido y privado, donde reposar eternamente; ni exigieron nada al respecto. Las espectrales solicitudes, que tantas leyendas populares ponen en boca de almas angustiadas, son el producto de períodos y épocas específicas, que se asocian con la exaltación del individualismo (tan propio de la antigüedad grecolatina y del renacimiento de los siglos XV y XVI).

    Fantasmas Antiguos y Modernos

    H. P. Lovecraft, en El Horror Sobrenatural en la Literatura, argumenta lo siguiente:

    "Todas las ficciones se encarnaron primeramente en la poesía, y es por eso mismo que sorprende encontrar la irrupción de los elementos sobrenaturales en la literatura clásica. Es bastante curioso, sin embargo, que la mayoría de los ejemplos estén en prosa, tales como el caso del hombre lobo de Petronio (460 a.C.), los pasajes aterradores de Apuleyo (114-186 d.C.), la breve pero famosa carta de Plinio el Joven a Lucas Sura (siglo I d.C.), y la rara compilación De los Hechos Maravillosos del liberto griego Flegón, al servicio del emperador Adriano" .

    También Homero, en la Odisea, nos relata el descenso de Ulises a los infiernos; y las apariciones de espectros tienen lugar en las narraciones de Esquilo (524-546 a.C.), de Sófocles (496-405 a.C.) y Eurípides (486-407 a.C.).

    Pero detengámonos un poco en la que quizás sea la historia de fantasmas más conocida de la literatura grecolatina, y que nos fuera transmitida por el orador y estadista romano Cayo Plinio Cecilio Segundo, más conocido como Plinio el Joven, que viviera entre los años 61 y 114 de nuestra era.

    En una de sus famosas cartas, Plinio cuenta:

    "[…] En Atenas había una casa muy grande, en la que durante la noche atemorizaba a sus habitadores (que acababan por abandonarla) con ruidos de hierro y de cadenas y con golpes, un viejo asqueroso de cabello y barba horribles.

    Arredóla Atenodoro, filósofo que sabiendo lo que pasaba, quiso habérselas con el fantasma. Apareció éste […] y, siguiéndolo Atenodoro, desapareció. Señaló Atenodoro el sitio donde desapareció el fantasma. Al día siguiente hizo cavar en el punto señalado y hallaron debajo de la tierra, entre grillos y cadenas, los restos de un cadáver. Recogidos y sepultados quedó libre la casa de espectros y ruidos" .

    Este relato en particular llama la atención por las increíbles similitudes que guarda con posteriores narraciones sobre fantasmas, especialmente con aquellas escritas en los siglos XVIII y XIX. La Novela Gótica y la Ghost Story —inauguradas por Horace Walpolle en 1764 y Joseph Sheridan Le Fanu— repitieron en numerosos cuentos la estructura argumental de Plinio, aunque trasladando deliberadamente el relato al espacio de la ficción literaria.

    La casa encantada, los ruidos de cadenas y la solicitante figura del espectro, pasaron a ser una parte básica de todas las historias sobrenaturales en las que intervenían las almas en pena de los muertos.

    Por lo pronto, la historia del filósofo Atenodoro ostenta tres características que, comparadas con los relatos posteriores, nos resulta interesante señalar y explicar.

    r En primer lugar, lo que nos llama la atención es la preeminencia que se le otorga al sentido de la vista. El protagonista / testigo ve al espectro, convirtiendo dicho acto en una prueba segura de veracidad. Es la visión —y no otro sentido– el que le permite al pensador griego entender las reales motivaciones del desgreñado anciano que se le aparece.

    Esta relación visual con el espectro contrasta profundamente con el tipo de contactos que los hombres —supuestamente— mantuvieron con seres sobrenaturales, durante la Edad Media y principios de la modernidad. Lucien Febvre, en un apartado de su libro sobre la historia de la incredulidad —subtitulado "Olores, sabores, sonidos"—, refiriéndose al tema que nos ocupa establece que durante el siglo XVI

    "[…] no se hablará de una poesía dominada por el sentido de la vista. No, no aparecen esas evocaciones de fantasmas, de siluetas lívidas, perfiladas sobre fondo sombrío, a la manera de las litografías románticas; y sí, en cambio, rumores, ruidos y silbidos".

    Y a continuación cita un poema del francés Pedro de Ronsard (1524-1585) que dice:

    "Por la noche los flamantes fantasmas

    que castañean sus furiosos picos

    empavorecen mi alma con sus silbidos […]".

    La comparación entre el texto de Plinio y el imaginario de fines del medioevo y principios de la Edad Moderna, anuncia —después de una lectura atenta— una relación con lo invisible que se sustenta en sistemas epistemológicos y metafísicos muy diferentes.

    Tanto Atenodoro (siglo I d.C.) como los estudiosos y juristas de la modernidad tardía (siglos XVII y XVIII), comparten un mismo problema, es decir, el de la visión. En ambos contextos culturales se iguala lo real con lo visible, otorgándole al ojo mayor preponderancia que a los otros órganos sensoriales del cuerpo. "El conocimiento, la comprensión, la razón (a diferencia de la Edad Media) se establecen mediante el poder de la mirada, mediante el ego y el yo del sujeto humano […]" .

    r En segundo lugar, están los requerimientos que hace la aparición.

    Plinio describe a un fantasma preocupado, en última instancia, por su anonimato. Las materializaciones del anciano persiguen algo que sólo Atenodoro logra dilucidar, y es encontrar sus huesos, desenterrarlos y —de alguna manera— identificarlos a través de una sepultura visible, conocida y pública. Sólo después de eso "(…) quedó libre la casa de espectros". Por lo tanto, lo que importa en este caso es el individuo; importan sus huesos y la posibilidad de trascender a la muerte de un modo singular. Son estas características las que permiten reconocer profundas diferencias con las prácticas funerarias medievales, que hacían de las fosas comunes, y los osarios, sitios colectivos y anónimos; espacios de indiferenciación, en donde cientos de cuerpos se mezclaban denotando un interés sólo dirigido a las almas de los difuntos.

    En este punto se hace necesario aclarar que, si bien es cierto que desde Pitágoras (582-504 a.C.), los órficos y las religiones mistéricas, pasando por Platón (429-347 a.C.) y su idealismo, existieron en el mundo griego y latino tendencias a enfatizar la importancia del alma en detrimento del cuerpo, la ortodoxia clásica continuó postulando la importancia del reposo corporal, indispensable para el descanso eterno y el recuerdo personal.

    r En tercer y último término, el discurso de Plinio no deja entrever ninguna referencia —directa o indirecta— a demonios, u otro tipo de seres en esencia malignos.

    En su carta a Lucas Sura, no se asocia al fantasma del anciano con entidades demoníacas, como tiempo después lo estarían (especialmente después del siglo XVI; y por influencia de los libros de demonología, que tanto iban a alterar el imaginario referido a los aparecidos).

    Por todo lo dicho, el testimonio de Plinio señala una etapa importante en el devenir de la creencia en fantasmas; encontrando en ella más puntos de contactos y similitudes con leyendas contemporáneas, que con las medievales y modernas

    Lejos de los vampiros del siglo XVII —e incluso de los íncubos y súcubos de los siglos XV y XVI— el fantasma de Atenodoro y sus desatanizadas apariciones no recrean la atmósfera de terror sobrenatural que más tarde producirían las fracturas practicadas en la línea de frontera existente entre los vivos y los muertos.

    Los Fantasmas del Purgatorio

    Las concepciones espirituales del cristianismo medieval, edificadas en parte sobre el neoplatonismo, exaltaron la importancia de las visiones del Más Allá, dándole a las apariciones una gradual autonomía respecto de los poderes de Dios para retenerlas en el Paraíso o en el Infierno. Este proceso —que exacerbó la presencia del mundo espectral en la cultura occidental— se encuentra íntimamente relacionado con la invención de un tercer espacio imaginario de la geografía de ultratumba: el Purgatorio.

    El historiador francés Jacques le Goff —que estudió el nacimiento del purgatorio— ubica cronológicamente la aparición del mismo en el ultimo tercio del siglo XII; y considera que fue el tratado de un monje cisterciense inglés —titulado El Purgatorio de San Patricio, escrito en 1190— el texto más importante a la hora de explicar la exitosa difusión del concepto.

    Escribe el medievalista francés:

    "El verdadero nacimiento del Purgatorio se produce durante una mutación de la mentalidad y de la sensibilidad en el paso del siglo XII al siglo XIII, especialmente durante una modificación profunda de la geografía del Más Allá y de las relaciones entre las sociedades de los vivos y la sociedad de los muertos" .

    En aquella época muchas cosas estaban mutando. La llamada revolución comercial (siglos XI-XIII) alteró profundamente no sólo las relaciones que refiere Le Goff, sino también la forma que los hombres tenían de relacionarse entre ellos y con el mundo. Se estructuró un nuevo individuo, una nueva clase de hombre, que no temió practicar un mercado con Dios, y exigirle al Creador la posibilidad de romper con el inalterable destino del alma en lugares que, como el Paraíso o el Infierno, no daban alternativa al arrepentimiento o a la negociación. Esos eran sitios a los que se iba sin pasajes de vuelta.

    Pero el Purgatorio, con su aparición, modificó el tablero por ser

    "[…] un lugar abierto cuyas fronteras no se ven […] y de la que se sale y escapa" .

    Surgía así (siglo XII), en el corpus dogmático del cristianismo, una instancia trascendente que hacía posible las esporádicas intercomunicaciones con los muertos. Doscientos años más tarde,

    "[…] con el renacimiento se contempló el retorno de los aparecidos porque el Purgatorio ya no parecía seguir funcionando como lugar de encierro de las almas en pena. Algunos historiadores del siglo XVI han puesto de relieve la reanudación de los vagabundeos y las danzas de los espectros en los cementerios, escapados del tercer espacio de la geografía de ultratumba" .

    El Miedo a los Fantasmas

    Hacia principios de la Edad Moderna, Europa y su heterogénea sociedad se vio inmersa en un complicado proceso cultural en el que la incertidumbre se convirtió en una de sus notas esenciales. La Reforma Protestante se proyectó como una sombra amenazante y alternativa, rompiendo el secular monopolio que el catolicismo había mantenido en cuestiones de fe, y se avizoró que el peligro se incrementaba dentro de las fronteras mismas de la cristiandad. A los moros y paganos del mundo exterior se sumaban ahora los acólitos de Martín Lutero, armados con sus duras críticas a la Iglesia Católica y sus tradiciones en crisis. La economía se afianzaba en un capitalismo comercial que, desde los siglos XII y XIII, venía produciendo profundas transformaciones en el modo en que los hombres conceptualizaban la pobreza, la limosna y el status que los propios pobres (indigentes) tenían en la sociedad ( gradualmente el pobre se convirtió en una amenaza y en el depositario de todas las sospechas). Por su parte, las ciudades adquirieron la relevancia que habían perdido desde los días del imperio romano y el rol del Estado se agigantó, abarcando ámbitos que, hasta hacía poco, estaban reservados exclusivamente a la institución religiosa.

    Demasiadas cosas se estaban trastocando; y en este contexto de ciudad sitiada (como dice Jean Delumeau), el catolicismo reaccionó desplegando un programa de rigurosa moralización y de una vida cristiana más ligada a la ortodoxia. Fue esa resistencia conservadora ante el cambio la que terminó demonizando a todos los contrincantes y ayudó a que se desatara una violenta persecución de herejes. Por otro lado, la intolerancia se dio también en los territorios reformados por el Luteranismo, en los que el acoso religioso y la satanización del enemigo confesional encontraron fértil terreno para el despliegue de juicios sumarísimos y hogueras.

    No deja de sorprender que haya sido la Europa moderna de los siglos XVI y XVII la que dedicara tantos esfuerzos teológicos, jurídicos y políticos contra los supuestos miembros de sectas satánicas. También la demonología alcanzó su más alto grado de sutileza y perfección intelectual durante la modernidad. Obras de influyentes demonólogos vieron multiplicar sus ediciones, testimoniando así el éxito que tenían entre la elites cultas —religiosas y laicas—, como así también entre los sectores populares, gracias a las ediciones baratas y demás mecanismos que permitían ampliar la circulación de dichos contenidos.

    El miedo al Diablo se incrementó, y junto con él una serie de fantasías morbosas influenciaron el imaginario de una sociedad que observaba cómo se alteraba su entorno moral, social, político y económico. Íncubos y súcubos —demonios asociados al sexo—, sacrificios humanos, pactos demoníacos, necrofilia ritual y espantosos espectros de ultratumba, afectaron progresivamente la sensibilidad y actitud del hombre ante las maravillas.

    En este punto quisiéramos detenernos para intentar explicar la forma en que la difusión de la lectura influyó en la construcción de la figura del fantasma como entidad maligna.

    LIBROS Y FANTASMAS

    Los libros han ejercido desde la Edad Moderna —y ejercen todavía— un poderos influjo en los hombres. No sólo con sus textos, sino también con sus formatos (soportes materiales de lo escrito), la palabra impresa supo condicionar actitudes y reacciones, consolar desilusiones y estimular la imaginación de una buena parte de los europeos, entre los siglos XV y XVIII. Cumplió un papel silencioso —aunque nunca pasivo— en los complejos procesos culturales que condujeron a la occidentalización del imaginario extraeuropeo, y a la cristianización de las comunidades rurales que, dentro de Europa, seguían conservando —en plena modernidad— creencias, rituales y festividades de raíces claramente paganas. El condicionamiento de la palabra escrita tuvo, así mismo, un rol significativo en la construcción de la frontera levantada entre lo real y lo irreal. Por lo tanto, una aproximación a estas influencias puede decirnos mucho acerca del lugar y función que los espectros tuvieron en dichas sociedades.

    Es sabido que el relato verbal excitó la imaginación de los oyentes durante siglos. Al respecto, Louis Vax escribió:

    "[…] Lo llamado fantástico no tiene el mismo significado cuando se refiere a una imagen que cuando se aplica a la narración […]. El hombre no reacciona de la misma manera ante una tela pintada y ante una historia […]. Mientras que los espectadores de la Edad Media no ignoraban el carácter imaginario de las obras de arte y la aceptaban como tal, las narraciones de hechos fantásticos eran tomados al pie de la letra" .

    Pero la imprenta —difusora fundamental del texto impreso— ofreció un soporte (el libro) que prestó mayor convicción a los contenidos extraordinarios de cientos de relatos que venían circulando en la tradición oral europea, desde hacía siglos. Creencia y rumores se plasmaron en tinta y papel, convirtiéndose en testimonios seguros de veracidad.

    El éxito editorial de muchísimos de esos textos —y las cuantiosas ganancias obtenidas por editores, libreros y buhoneros— permitieron y obligaron a que las obras se reeditaran una y otra vez lo largo de la mayor parte de la Edad Moderna.

    En formatos elegantes y ediciones costosas —como también a través de opúsculos, pliegos sueltos o almanaques—, cientos de obras se readaptaron para un público no experto en el arte de la lectura, facilitando la transmisión, conservación y supuesta confirmación de las múltiples amenazas que se encarnaban en demonios, brujas y fantasmas.

    Hoy sabemos que la gente tenía un acceso a lo escrito mucho más amplio de lo que se creía hasta hace poco. Por ello es posible arriesgar que, la difusión de los textos arriba indicados, sirvieron de plataforma a creencias, gestos y actos que en la actualidad se nos pueden antojar como inverosímil.

    El poder de los libros era múltiple. Por un lado, la palabra escrita se encontraba rodeada de una mística que hacía de la lectura un acto cuasi-religioso, en donde el temor y el respeto se confundían dando vía libre a la credulidad más absoluta, permitiendo la convivencia con los aspectos maravillosos o soportando los temores que generaba lo sobrenatural.

    La interacción entre lo imaginario y lo real —esa mezcla sin solución racional entre dos realidades distintas, la del lector y la del texto— no cesaba una vez cerrado el libro. El compromiso emocional que se le imprimía a la lectura (ya sea en voz alto o en voz baja), prolongaba y alimentaba la secular concepción mágico-religiosa del universo.

    Por otro lado, la conjunción de la palabra escrita y el dibujo (los grabados) se constituyó en un instrumento muy influyente de propaganda contra los conventículos satanistas, que invocaban (dentro del delirio tremendistas de muchos) a los muertos, en ceremonias necrofílicas. Las posibilidades técnicas de reproducir imágenes en el interior —o tapas— de los libros, permitieron que la credulidad supersticiosa exacerbara aún más el temor ya presente en la sociedad.

    Esos libros, que referían sucesos fuera de lo común, explotaron el poder que la imagen y el texto encerraban; materializando gráficamente, ante los ojos sorprendidos de lectores u oyentes, peligros físicos, riesgos morales, prejuicios y miedos.

    Como hemos visto, una lectura emocionalmente comprometida volvía muy poco factible la duda, y casi nadie criticaba a las sabias autoridades que publicaban esos trabajos. La necesidad de comprobar a través de la experiencia todo aquello que se sostenía por escrito no estaba considerado un paso obligatorio. No obstante, esta situación recién empezaría a cambiar hacia fines del siglo XVII, aunque conservando muchas conductas que impedirían el asentamiento de la duda y la incredulidad en el seno profundo de la sociedad.

    Es evidente que no leían de la misma forma que nosotros, ni la actitud ante lo escrito era idéntica. Sus ideales, supuestos y nociones básicas los conducían a interpretaciones que hoy rechazaríamos de plano. Como bien escribe Robert Darnton:

    "Los esquemas interpretativos dependen de las cambiantes configuraciones culturales, a lo largo del tiempo. Mundos diferentes, leen diferente".

    Y fueron esas lecturas modernas, esa nueva manera de acceder a lo escrito, lo que terminó por rodear a los fantasmas de las características negativas que conservarían por siglos.

     

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