"La diversidad de las razas -escribía Darwin en la cubierta del barco- es una cosa asombrosa: compárense la paloma carrier o mensajera inglesa y la volteadora o tumbler de cara corta, y véase la portentosa diferencia en sus picos, que imponen las diferencias correspondientes en los cráneos".
El Beagle surcaba el mar. El buque, de la marina real, estaba lleno de galápagos, pero él los conocía, y eso tranquilizaba en cubierta. Tener al peludo naturalista allí, explicando quiénes eran, permitía centrarse en la navegación. El antiguo coleccionista de sellos se pasaba la mayor parte del tiempo en el camarote, encerrado con diez o doce libretas, intentando ordenarlas. Una de sus preguntas, desde hacía años, era cómo nadie había aclarado aún si los griegos llevaban razón afirmando que el primer hombre llegado a tierra vino del mar en un huevo.
"Metafóricamente puede decirse que la selección natural está buscando cada día y cada hora por todo el mundo las más ligeras variaciones; rechazando las que son malas; conservando y sumando todas las que son buenas; trabajando silenciosa e insensiblemente, cuando quiera y donde quiera que se ofrece la oportunidad, por el perfeccionamiento de cada ser orgánico en relación con sus condiciones orgánicas e inorgánicas de vida".
Darwin investigaba si el hombre descendía del mono o si descendía simplemente de las montañas, como a menudo bromeaba con los marineros.
"Nada vemos de estos cambios lentos y progresivos hasta que la mano del tiempo ha marcado el transcurso de las edades; y entonces, tan imperfecta es nuestra visión de las remotas edades geológicas, que vemos sólo que las formas orgánicas son ahora diferentes de lo que fueron en otro tiempo".
El capitán Fitz Roy apareció en la regala del barco, observando el metálico y cubierto horizonte de pájaros en el mar.
-¿Usted por qué no se afeita como nosotros? -, le preguntó al naturalista, mirándole fijamente.
El naturalista, hundidos los ojos en las cejas pobladas, comentó algo de un barbero cantarín de Londres, comparándole con un director de orquesta. La última vez, viéndole alzar los brazos, en su alcancía mental acabó aflorando una moneda de gran valor. Entonces un pez saltó sobre el oleaje, y durante un instante valoró si sus aletas eran un rudimento primigenio de los brazos.
"Como las aves grandes que encuentran su alimento en el suelo, rara vez echan a volar, excepto para escapar del peligro. Es probable que la carencia de alas, en aves que actualmente viven o vivieron recientemente en varias islas oceánicas, sin habitar por ningún mamífero de presa, se produjera por el desuso".
Millones de años atrás, a causa de alguna agresión del medio, los animales empezaron a experimentar una lenta mutación. Comentó que dicha progresión contribuía a la selección natural, resultando supervivientes quienes mejor se adaptaran al hábitat. La jirafa, por ejemplo, antaño debió ser un animal distinto, pero después, viéndose bajo los árboles, sólo pudo sobrevivir estirando el cuello para alcanzar los frutos. Esta habilidad, en las sucesivas reproducciones, y detectada por la hembra, acabó siendo preferida. Esa lenta mutación la mostraba ahora así, esbelta, como podía verse a la distancia.
-¡Tierra a la vista! -, gritó el vigía enarbolando el catalejo.
Poco después una expedición abandonó el barco en una chalupa. La isla de Haití dormía bajo una bruma soleada, exudando humedad en la ringlera resplandeciente de las palmeras. La garúa devolvía un sofoco nauseabundo arrastrado por el uribari. La misión consistía en atrapar alguna especie endémica, y sobre todo en capturar un mono, para lo cual llevaban una red. También cumplirían el encargo de una batimetría de medidas, al objeto de que los mapas de verdad se parecieran a los libros. Darwin, respirando profundamente, quedó encantado con la isla. Se aprovisionaron con vituallas y cantimploras y procedieron a la incursión por la selva. Comentó allí dentro que dependiendo de qué planta hubiera, se podía saber qué tipo de animal merodeaba. Cumplieron con toda la labor en unas pocas horas, salvo con la captura del mono, pues no vieron ninguno. La expedición regresó al campamento antes de que oscureciera. Los hombres, junto al fuego, se relajaron fumando regaladamente, en tanto el naturalista, alzando las manos en las sombras de la hoguera, comentaba sus teorías. Dijo que pensaba escribir un libro titulado La Evolución de las Especies. Estaba seguro de que provocaría una revolución mucho más grande que la de Copérnico, que haciendo ritos satánicos con huesos de aceituna afirmó que el mundo era redondo. Demostraría que el creacionismo bíblico era un cuento insuficiente. El Génesis, por ejemplo, decía que Adán y Eva eran producto de una alfarería, y que fueron expulsados del Paraíso. Su significado real, en cambio, era otro: el hombre abandonó el reino animal cuando empezó a pensar. En Londres su opinión era considerada una herejía por los evolucionistas, creyendo que decía que dios era un animal en su paraíso, ámbito al que alguna vez perteneció el ser humano. Quizá el propio cristianismo, con un cuento infantil, lo había sugerido siempre, quizá porque explicarlo más claramente hubiera herido la susceptibilidad de los monos.
-Cuando nadie les ve -cuchicheaba un marinero-, hablan entre ellos.
Al poco, en el crepúsculo, los hombres se incorporaron inquietos, como si tuvieran ratones en los pies. Algo se movía demasiado rápido allá, en la oquedad de la jungla, cayendo la oscuridad cerrada. Desde entonces sólo se oyeron gestos y aumentó la sugestión, siendo bicheados en la distancia. El naturalista, sin embargo, pese al candombé de las pisadas, sonreía con placidez, sin concederle importancia al hecho. Fue cuando les vio cebando los fusiles cuando se irguió con ánimo de atacar, pues la amenaza quizá iba más allá de la imaginación. Era creíble que los animales tuvieran un código subrepticio, oculto en la comunicación visual del entorno. Notaron una presencia epidérmica, tan delicada como indómita, una cordialidad feroz latiendo en el verde. El malsano discurrir de la incertidumbre provocó que incluso los hombres más bravos, hechos a pestes y guerras, resollaran de pavor, queriéndose marchar enseguida. Entonces apareció un mono negro y peludo en lontananza, al que acudieron con la red, cargando en él la violencia de la ansiedad. A continuación lo embaularon y regresaron a la chalupa antes de que amaneciera, y avanzaron en la bruma de los cuentos de la niñez atravesados en la conciencia. Cuando llegaron al barco se oyó en cubierta el cabestrante de cadenas subiendo las áncoras, atrancado el horrísono sonido en el silencio. El Beagle, con un golpe de timón, empezó a describir la ruta hacia Inglaterra, tras cinco años ausente. Al atardecer, el capitán Fitz Roy se acercó a la regala, observando al naturalista como si no le reconociera. Después, durante la cena, bromearon acerca de si era el mismo. El propio naturalista le secundó gesticulando ante la marinería como un chimpancé.
Al cabo de unas semanas, llegado el buque al puerto de Falmouth, un hombre gacho de andares lentos descendía la rampa, tirando de un maletín. Le recibió su colega Jhon Steven, alegre de verle, recién llegado de una conferencia de botánica en Cambridge. Los estibadores embaularon al mono en un carro hacia la Universidad, y ellos marcharon en otra carroza. Durante el camino el naturalista comentó el episodio de la isla, diciendo que el hombre temía al animal, y que eso le impedía usar toda su capacidad cerebral. Cualquier bicho podía entretener una pernocta de gotingas mentales en la selva. Al ser así, la humana renunciaba a ser la raza preeminente, quedando supeditada a imponderables que se escapaban a su control, impedida de emplear la extensión planetaria como la alfombra de su casa. Diríase que incluso animales indefensos como las abejas sabían apañárselas para que el hombre las defendiera, en principio a cambio de miel, mas de no ser así, seduciéndole dibujando en el aire el pronóstico de las quinielas hípicas.
«No es la más fuerte de las especies la que sobrevive y tampoco la más inteligente", anotó. "Sobrevive aquella que más se adapta al cambio».
Pierce y la semiótica de la miniatura
El navegante, acodado en una mesa leyendo, repasaba las noticias del periódico. Cuando Edison inventó la luz, iluminó el mapa mundial. La importancia del invento se apreciaba más con una ucronía, es decir, apagando las farolas de las calles. Por lo tanto si faltara la luz del pragmatismo en el periódico, alguna luz se apagaría. Había barcos de pesca, declaraciones políticas, onomásticas, defunciones, víctimas, escándalos, manifestaciones. Puede que Charles Sanders Pierce alumbrara su categoría filosófica basándose en algún ejemplo así. El navegante quería hallar alguno, para evitarse uno de esos vuelos en avión sin el avión, una cosa nítida y tangible, como una bandurria, siquiera una nota, una tecla, la punta de un cigarro, aunque sólo fuese para iluminar a un mosquito.
Con Anaxágoras al menos se sabía que el hombre se hacía sabio con las manos, pensando de cuántos modos emplearlas. Quizá el pragmatismo consistía en buscarle a cada cosa una utilidad precisa, como al peine, que servía para peinar. Pudiera ser que el propio Pierce, de un momento a otro, interceptara la divagación con sus propias palabras: reprentamen, interpretante, segundidad, terceridad, implicatura, ostensión, deixis pronominal, verificacionalismo, tricotomía locutiva, transfrástico. Era difícil creer que el pragmatismo usara el lenguaje así, como si hablara de las medicinas, para ocultarse en vez de para comunicarse.
Una teoría, como se sabía, requería un esfuerzo, y además había que tener talento y tesón para conservarla, refutando a los contrincantes, aspirando a quedársela. Un autor se defendería a capa y espada, agarrándose a un clavo ardiendo si era preciso, resollando en el sacrificio de salvaguardar su labor, debatiendo en torno a matices cada vez más mínimos, como en una partida de ajedrez cada vez con menos piezas. A menudo la filosofía era así, ininteligible, y parecía cosa de dos, matizando incansablemente, hasta caer redondos al suelo.
Alguna teoría parecía un enano superfluo queriendo sacar pecho en casa, tropezando con los muebles. Pasando el periódico, el navegante pensó en el oficio del periodista, diciéndose que no era igual escribir para uno que para los demás. Al periodista, queriendo ser acompañado en la excursión por el texto, le convenía pensar en un lector ideal, cosa que sería su don de gentes en la intimidad, quizá ante una foto favorita en la pared, como un pintor seduciendo al cuadro. Viendo que no lograba una definición absoluta, el navegante pensó en echar mano a la teoría del conserje, diciéndose que acaso el pragmatismo era algo mínimo o infinitesimal. Recordó que había pensado en teclas y peines, en cosas muy pequeñas. Quizá el pragmatismo era como la gota de agua evidente generando una onda. Si el pragmatismo consistiera en dejar los periódicos donde pasaba la gente, es decir en el kiosco, nadie se molestaría, como solía ocurrir, en hacer una tesis de doscientos folios sobre el tema.
Por lo tanto no se trataba de una simpleza. Nadie al estornudar se entretenía en sacar el pañuelo solamente para mirarlo. Nadie tampoco permanecía por largo tiempo ante una aceituna, como un joyero calculándole los quilates. Sonaba ridículo que el pragmatismo consistiera en contar las rebanadas que llevaba la mantequilla. Tampoco nadie se ganaría la vida con una sola palabra: pragmatismo, como una contraseña, pareciendo que al chascar los dedos abría la puerta del tesoro. Por bien que sonara esa palabra, nadie ligaría con una dama poniéndosela en la boca. Por mucho talento que tuviera Charles Sanders Pierce, pocos creerían en su filosofía. Si elucubrar así carecía de utilidad, posiblemente un pragmático verdadero lo dejaría, a favor de la felicidad.
"El hombre discreto, en una manifestación, es el que grita", pensó el navegante.
Quizá el pragmatismo tenía una raíz sicológica. La frase anterior se podía haber dicho de otro modo.
"Allí donde fueres, haz lo que vieres".
Volviendo a las utilidades, a un violín le correspondía un arco. Al jamón le correspondía el cuchillo. Si el pragmatismo fuese un tranquilizante irrigaría con naturalidad el cerebro. De ser así, quizá le venía muy bien a los periodistas para evitarse el engorro de acabar como un forofo en su texto, malvendiendo la noticia. Podía venirle bien al médico para no sucumbir al derramamiento de lágrimas en el momento inoportuno, con el paciente abierto en canal. Si el pragmatismo estuviera en un plato, lógicamente sería el filete. A su vez planearían sobre él las sombras del cuchillo y el tenedor. Un comensal, con su propia ucronía, obtendría la conclusión de que no todos los alimentos valen igual.
La diferencia del periodista con el lector estribaba en estar incurso en la marea informativa, en tanto el otro, como mero observador, se limitaba a saludar desde la orilla del mar de las palabras. Una miniatura podía ser finalmente el significado oculto del pragmatismo, es decir, un muñequito como los vendidos con los cromos. Podía simbolizar la semiótica lingüística en la relación de ambas partes. Así pues, cuando parecía que Pierce alzaba su categoría hurgándose la nariz, se estaba refiriendo a eso, al intercambio de tamaños entre el lector y su informador, el uno como gigante de la mesa y el otro en la redacción. Se parecía a Los Viajes de Gulliver, el cuento de Jhonatan Swiff. El navegante no pudo evitar imaginarse dando clase, dejando la miniatura sobre el periódico, como punto final de la explicación.
Ferdinand de Saussure y la lupa sobre las letras
Un semiótico se parece a un científico analizando células en el microscopio, pero su actividad quedaría reducida a un texto, situando la lupa para elucubrar si la m es la simplificación de un acueducto. Como broma pudiera decirse que si en un texto del siglo XVIII aparecieran + ejemplos de esa índole, sería como presentarle a Napoleón una lavadora durante la batalla de Waterloo: este detalle formaría parte de la semiótica de la semántica.
Otra variante era la semiótica humana, que se parecía al humor sin palabras, que se entendería en cualquier país al margen del idioma. Los símbolos universalmente conocidos facilitarían una conversación entre extranjeros. De tratarse de un checo con un español conversarían en la libreta, quizá de Francia, acordando primero un símbolo conocido, quizá la torre Eiffel, situando así el contexto.
Podía ocurrir con un francés y un ruso hablando de España, puede identificándola con un toro o una montera. Todos los demás signos, incluyendo el lenguaje para sordos, seguirían al aire libre. El tradicional bigote en la puerta de un lavabo indicaría el de caballeros. El signo del tanto por ciento en un periódico adelantaría un tema de economía. El signo de un pulgar hacia abajo, como los deunviros romanos, posiblemente significara una opinión crítica sobre una película. Una señal de tráfico sería la semiótica de la conducción, y de tratarse de una cuchara versaría sobre la gastronomía.
Respeto a la variante denominada semiótica gramática, se trataba de una simple asociación de ideas. Como se ve en el siguiente párrafo, alusivo a Francis Bacon, dos palabras mayúsculas se ponen de acuerdo en la mente del lector sin necesidad de aclararlo.
"Fue considerada la primera novela de ciencia ficción, y llamó la atención que pusiera en medio del texto una palabra vulgar en mayúscula: POCO. Al progatonista lo recibió en Renfusa un extraño hombre tocado con una montera de torero. Con la elocuencia de un camarero vendiendo pescado le fue explicando todas aquellas maravillas de la tecnología. Bacon, durante la narración, hizo pensar que le faltó vocabulario en su siglo para explicar el teléfono, la electricidad, los prodigios ópticos, los sintetizadores musicales, la criogenización celular, los análisis clínicos de sangre y orina, cosas de las que se ocupaba un grupo de sabios en el subsuelo de la isla, acaso estudiando también el ADN".
También es oficio de periodistas averiguar la lectura alternativa de una página normal. Si en una foto apareciera un político dando una rueda de prensa, teniendo detrás el logotipo de Avecrem, se hablaría de publicidad indirecta. Pero si hubiera debajo una noticia distinta, hablando de un extraño virus provocando víctimas, se observaría una intencionalidad, al quedar asociado el protagonista anterior al perjuicio. Por otro lado la semiótica se asimilaría al arte conceptual de la pintura si un pintor, pintando una carpintería, pegara un cáncamo. Sirva esto para señalar que la palabra también sabe pintar a su manera. Si acaso en la calle hubiera un rótulo con un ocho, habría que ir al oftalmólogo, haciéndole creer al cliente que se trata de unas gafas. Umberto Eco, un razonable semiótico, definió así la disciplina:
"Semiótica es todo lo que sea un signo".
Así pues el punto final sería la sombra de un verbo que no se ve: finalizar.
Kafka, el auténtico humor existencialista
Había una vez un hombre hogareño bizcocheándose en el sillón de casa. Era Kafka. En un momento dado observó que le alzaban en peso y que le retiraban sin explicación. Era una situación kafkiana. De haber vivido el escritor checo en la época del cine, habría tenido talento para mantener la expectación con un asunto superfluo, consiguiendo su característica sensación de claustrofobia. Algunos le consideraban un amargado, un hombre frío y metódico. Sin embargo, durante una sucesión de viñetas, se podría demostrar que era un fino estilista del humor.
"Cuando Gregor Samsa -escribió en La Metamorfosis– se despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura y en forma de caparazón, y al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado, parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo".
Gregorio Samsa, de la noche a la mañana, se convirtió en un insecto peludo y culón, y durante cien páginas sólo estuvo preocupado por llegar a tiempo al trabajo, observando cómo la familia le abandonaba.
"Gregor no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años de servicio".
Kakfa puedo haberse explayado con chocarrerías, mas su mérito fue la contención, estructurando el texto con la adecuada ilusión menor. Para sus lectores esas eran las virtudes del genio, mas para otros su estilo era el de un paranoico. Estaba aburrido de reírse de los grititos que daban los turistas en la calle Nerudova, asustados en la madrugada con las lenguas de luz de las farolas desfigurando los mascarones heráldicos de las fachadas monumentales. Solía pasear al anochecer por el parque de Novotny, convencido de que el individuo, ante la grandeza del imperio existencial, era insignificante. El hombre era como la gabardina de una gamba, listo para ser atrapado en cualquier momento, al azar, alzado en peso y degustado, sin tener en cuenta ni sus maravillosos planes ni sus modales. Desde entonces el pretendido existencialismo dejó de ser un adjetivo facilón, de tanto agrado a los cursis, conquistando algún grado de verdad como categoría filosófica.
-Gracias a él y a Dostoievsky.
-Pasa que Dostoievsky sería un guardabarreras al lado de este hombre.
-¿Y Camús o Sartre?
-En comparación serían como si usted llegara a un banquete de ricos buscando los membrillos.
En una sala de cine los espectadores nunca estarían seguros de qué iba a suceder, acaso la muerte inmediata del protagonista, apenas empezara la película, de la manera más tonta, dejando a la gente boquiabierta, cómo él, dándose un golpe contra el canto de la puerta yendo a oscuras por el pasillo a por el teléfono.
-Bueno, ¿ahora qué hacemos? -diría el público con desasosiego-. ¡Ha muerto Inguel Zomas!
-Un momento, por favor, señores, esto lo va a resolver Kafka en un periquete.
Haría pensar que el cadáver sigue vivo, quizá dejándole para la última escena, haciendo pensar que la muerte es una brizna en todas las camisas. En otra de sus novelas, titulada El Proceso, un individuo era encerrado en un edificio sin que jamás se aclarase el motivo.
"Alguien tenía que haber calumniado a Josef K, que fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo".
En la novela los personajes parecían obsesionados abriendo y cerrando puertas todo el rato. Kafka, acaso inmóvil con espondilitis hogareña en la cama, extinguiéndose en su tormento personal, quizá lo hizo adrede una vez más, para que la gente se muriera de risa. Si algún lector esperaba durante obra que se pusiera de parte de alguien entonando el llanto reivindicativo, se llevó un buen chasco. Los amigos de la irreverencia estuvieron de su parte. Por otro lado suele haber más situaciones kafkianas durante el cadadía, como en la cola de una tienda de ultramarinos, con las comadres conversando eternamente junto a la caja, sin darle importancia a que detrás haya un cliente esperando a que le cobren. Estupefacto, mirando con truculencia el aire estancado, estaría allí un rato oyendo sus mil revueltas de chismes y lavativas hogareñas. Kafka alargaría esta escena hasta el fin, hasta que se consumiera, haciendo pensar en su reacción furiosa.
-¡¡Ha muerto El Pavico atropellado por una carreta de mulas!! -, diría desesperado.
- y entonces -comentarían ellas-, el sufrimiento de Kafka, basado en un logocentrismo disfuncional, tiñendo de mareo y asco el horror laberíntico del ser, sería un atisbo recíproco de nuestra propia desesperanza
-¡¡Han matado al Pavico!!
Wittggenstein y su aljamía de signos
Para Wittggenstein el texto era como un cuadro con un rostro difícil de ver, dentro del sonajero íntimo y matemático de la combinación de datos. Por otro lado, un párrafo que hablara del mar, a su vez diseñado como el perfil de un barco, completaría la semiótica. Se pensó alguna vez, examinando su trabajo, que Wittggenstein, cuando no existían todavía, se refería a los ordenadores. En este caso los archivos, unos sobre los otros, se parecerían a una cuenta de resultados, traspasando detalles de arriba a abajo, como la harina que se apelmaza en un saquito. Solía apoyar sus morologías en la lógica de Bertrand Russell, cuyas conclusiones expuso en su libro más célebre, titulado Tractatus Loghicus Philosophicus. Hasta ese momento se entretenía dibujando códigos cifrados de puntos, rayas y circulitos: cada uno se correspondía con textos de verdad, y los usaba para facilitar el recuerdo, aspecto que tendría utilidad durante la primera guerra mundial para descifrar los códigos secretos, por si acaso en la vertical de un texto hubiera una cañavera.
"Fiesta a las ocho en Pub Inguel. Preguntar por la señora Zomas".
Acaso pensó alguna vez que con la gente de letras había que tener cuidado, al ser fácil de sugestionar para la lectura subliminal. Investigó si escribiendo una frase absurda, y luego una lógica a su lado, sería esta su envés, como si al sembrar un diente en la maceta su traducción vegetal tuviera que ser una margarita.
«No-p y no-p es equivalente a no-p -escribía-, con lo que obtenemos una definición de la negación en los términos de nuestra función primitiva; por lo tanto, podemos definir p o q, puesto que es la negación de no-p y no-q; es decir, de nuestra función primitiva".
Otra de sus diversiones difíciles para la mesacamilla intelectual fue el alfabeto con sus veintiocho letras. Hizo una tabla donde convino que cada una se correspondiese con un verbo u objeto, es decir, que la equis fuese cantar, la o un rosco, la p dormir, la l amanecer y así sucesivamente. El resultado posterior fue lo de siempre, una suma de bailes verbales y geométricos. Hubo quien entonces que había perdido la chola.
"Así, una proposición fa muestra que entra en su sentido el objeto a -decía-. Dos proposiciones fa y ga muestran que en ambos se habla del mismo objeto. Si dos proposiciones contradicen una a la otra, esto se muestra así en su estructura; lo mismo si una sigue a la otra, etc".
Sospechó que existía un lenguaje universal por encima del idioma basado en la forma de las letras, y pudiera ser que otro en el sonido de la música, evocando imágenes.
"El disco gramofónico, el pensamiento musical, la notación musical, las ondas sonoras, están todos, unos respecto de otros, en aquella interna relación figurativa que se mantiene entre el lenguaje y el mundo".
Se pensó también que quería escapar de algún sitio, haciendo contraseñas eficaces, como estando en manos de los contrabandistas, queriéndoles convencer de que al presentir un sonido debían darse a la fuga.
-Furfulia.
-Gúgkirni.
-Prokernen.
-Señores, basta, la fiesta en casa de la señora Zomas ha terminado.
Ensayó con la pintura rupestre con sus signos elementales. Pensó que rodeando el perfil de las palabras, como si fueran figuras geométricas, había un lenguaje distinto, y uno más en los vacíos.
"En la proposición Verde es verde, donde la primera palabra es un nombre propio y la última un adjetivo, estas palabras no sólo tienen diferente significado, sino son también diferentes símbolos".
La filosofía, así pues, tenía un código cifrado.
"Así nacen fácilmente las confusiones más fundamentales (de las cuales está llena toda la filosofía). Es claro que nosotros percibimos una proposición de la forma aRb como figura. Aquí el signo es claramente un trasunto del significado".
En resumen, si el mundo de las apariencias con sus calles era cierto, el texto era parecido, solapando sus propias formas.
"La proposición más simple, la proposición elemental, afirma la existencia de un hecho atómico".
Afectuosa y conscientemente, Freud
"Cualquiera que despierto hiciera lo que soñando sería tomado por loco", opinó.
El pensador checo era un jurisconsulto de la cabeza, es decir, que conocía dónde estaba cada tribunal juzgando al otro. La mente se dividía en dos partes fundamentales, la consciente y la inconsciente, y esta última almacenaba todo tipo de detalles, incluso los insignificantes. Puesto un dedo a la vista, moviéndose de un lado a otro, la pupila humana podía seguirlo. En cambio, quieto el dedo ante la mirada, y a su vez moviéndose la cabeza, solamente la parte subconsciente advertiría la presencia. Así ocurría en la calle. Por añadidura, perteneciendo ambas partes a la cámara cerebral, la consciente estaría habitada por las formas rutinarias y la inconsciente por sus propios personajes imaginarios, compartidos en los sueños de los demás.
Sus conceptos más célebres serían el yo, el ello y el superyó, que era como si una persona tuviera en una oreja el mal y en la otra el bien, siendo al final el superyó el criterio central. En La Interpretación de los Sueños opinó que la neurosis era una acumulación de deseos reprimidos, es decir, no tolerados por la sociedad. El sueño o la pesadilla, durante la magia del descanso, serían el escenario libre de amores clandestinos, crímenes imposibles y cosas así, ordenando las funciones cerebrales.
En Sicopatología de la Vida Cotidiana definió el lapsus como un equívoco inconsciente, es decir, un indicio de lo que realmente estaría pasando.
-Venga usted el sábado, señorita. Estaré sólo.
-Me dijo usted el lunes por la mañana, señor Freud.
-¿Eh? Oh, perdón. Lleva razón. Sí, el lunes. ¿En qué estaría yo follando? Perdón, pensando.
En Tótem y Tabú abordó el parricidio, aspecto que consideraba vinculado al darwinismo. En su opinión la evolución era debida a rivalidades en el seno familiar, a los amores encontrados más próximos, a las hijas queriendo a la madre y odiándola a su vez, y a los hijos mejorando al padre imitándole y olvidándole después para alcanzar su emancipación sicológica. Esto último se asemejaba a la versión estoica de matar al padre, expresión acuñada por entonces de modo coloquial.
-Mi querida hija y yo, aquella noche, fuimos juntos al baile para tomar una copa -le comentó al respecto un paciente-. Caí muerto al suelo, y a continuación sólo vi dos nalgas que se alejaban.
El sicoanálisis, en virtud de cosas así, acabó siendo más famoso por los chistes que por sí solo. Los humoristas de los periódicos hicieron recurrente la viñeta del doctor Freud tomando notas junto al diván. Sería tan recurrente como el solitario de la isla o los amigos del bar charlando. Se dijo que de no ser así nadie hubiera conocido el sicoanálisis. Respecto al curioso parricidio anterior, la cosa proseguiría con el doctor meditando que el paciente, rendido por el alicanto etílico, quería decir que observó que sus propias piernas le abandonaban.
-Por lo tanto no es un parricidio, amigo -, añadiría-. Un temblor en las piernas no puede serlo.
Él mismo acabó escribiendo El Chiste y su Relación con el Inconsciente, pero hizo una elección pésima, alargándose página tras página con un chiste malo de solemnidad, como queriendo descubrir lo que no veía nadie. Hubo quien pensó que tan sólo se trataba de una contraseña pidiendo auxilio, a causa de la intención de los nazis de quererle pegar fuego con sus libros, debido a sus ensayos con la electroterapia, las drogas y nosecuántas cosas más. El humor acabaría siendo el sicoanálisis mismo, de tal modo que se practicaría mejor de lo que nunca él soñó. Baste como ejemplo que si una persona dibujara algo serio, comprobaría que poniendo una simple frase detonaría el absurdo humorístico, que era lo que precisamente él pensaba del género humano.
Lo pensaba en especial de las mujeres, a las que estudió detenidamente en todas sus versiones, celosas, histéricas o mansas, sin comprenderlas nunca. A una novia, llamada Martha Bernyes, que vivía en una ciudad distante, le escribió durante tres años novecientas cartas de amor, y dos mil más a otra, con flores de sobremesa, hasta que en la mano temblona murió el deseo de quererlas más. Durante ese tiempo sufrió treinta operaciones a causa de todas las enfermedades de pobre que se le ocurrían, mas ninguna logró interrumpir su trabajo en la consulta. Acabó metido en la cocaína buscando el modo de casarse con alguien a quien repetirle lo mismo que escribía en sus libros.
"A la consciencia del sujeto que se esfuerza en recordar el nombre olvidado, acuden otros, nombres sustitutivos que son rechazados en el acto como falsos, pero que, sin embargo, continúan presentándose en la memoria con gran tenacidad. El proceso que os debía conducir a la reproducción del nombre buscado, se ha desplazado, por decirlo así, y nos ha llevado hacia un sustitutivo erróneo. Mi opinión es que tal desplazamiento no se halla a merced de un mero capricho psíquico cualquiera, sino que sigue determinadas trayectorias regulares perfectamente calculables, o por decirlo de otro modo, presumo que los nombres sustitutivos están en visible conexión con el buscado, y si consigo demostrar la existencia de esta conexión, espero quedará hecha la luz sobre el proceso y el origen del olvido de nombres. En el ejemplo que en 1898 elegí para someterlo a análisis, el nombre que inútilmente me había esforzado en recordar era el del artista que en la catedral de Orvieto pintó los grandiosos frescos de Las Cuatro Últimas Cosas".
Respecto al tema de los sueños, que tanta gloria le dio al sicoanálisis, durante el surrealismo Esopo, el fabulista griego, entraría a consulta para contar en el diván su encuentro con Arthur Schopenhauer. Lo contaría como solamente podía hacerlo Esopo, es decir, que cuando llegó a aquella taberna alemana vio que Arthur estaba cortándose las uñas con unos alicates, y que eso le disuadió de contarle una tierna fábula en aroma de sándalo, quizá titulada La Hormiga y La Cigarra. Hubiera añadido que el pensador, queriéndose zafar de él, le escandalizó aún más invitándole al orco de bragas de un tugurio lleno de mujeres descalzas, eficaces de lengua atrapando los pomos de las puertas.
-En mi fábula -aclararía Esopo- la cigarra simboliza la parranda y la holganza, en tanto que la hormiga, al esforzarse por almacenar víveres para el invierno, simboliza el trabajo.
-Muy bien, señor Esopo -diría Freud-. Es suficiente.
Poco después, tras una ponderada valoración en el sillón, se inclinaría con un susurro.
-¿Ha hablado usted de agujeros, no es cierto?
Esopo, de perfil, le miraría.
-¿Eh? Sí, en efecto, agujeros, sí, eso he dicho, doctor, los del hormiguero.
-Entonces está usted refiriéndose a su señora -cerraría él-, motivo por el cual le recomiendo que haga despertar la cigarra sexual que tiene en el pantalón.
Si acaso el siguiente fuese Schopenhauer, mencionaría en el diván el rechazo de su madre. El doctor diría que la causa de la aciaga relación pudiera estar clara.
-Para conservar algún resquicio en su corazón para su padre, dado que usted, como hijo, estaría en ventaja monopolizando sus preferencias afectivas.
Puede que añadiera algo acerca del complejo de Edipo, es decir, el momento en que los demás creen que un chiquillo anda enamorado de su madre.
-También tengo desde hace tiempo -diría Arthur- una pesadilla con una cabra en el pasto.
-¡Demonios!
El doctor le pediría que describiera su domicilio para formular un diagnóstico meditado.
-Esa cabra que usted menciona debe estar en algún almanaque o en una estampa guardada por los cajones.
Uno de los mejores chistes sobre Freud lo hizo en Praga un escultor, David Czerny, colgándole de una viga con una mano, con la otra en el bolsillo, sobre una callejuela, asustando a los turistas al anochecer, como un paciente.
Jung y la niña del lago
"La niebla lo cubría todo. Yo sostenía y protegía con las manos una débil lucecilla que amenazaba con apagarse en cualquier momento. Todo parecía depender de que consiguiera mantener viva esa luz. De repente tuve la sensación de que algo me seguía. Entonces me giré y descubrí una enorme figura negra que avanzaba tras de mí. A pesar del terror que experimenté, no dejé de ser consciente en todo momento de que debía proteger la luz a través de la noche y la tormenta".
Una mañana Karl Gustav Jung, pescando en el lago de Bollingen, creyó ver a una niña entre los abetos. Era un rostro macilento como una careta. Sobrecogido estuvo varios días sin atreverse a salir, contemplando el lago desde la ventana. Bollingen era un espacio idílico con nenúfares, flores de loto y nereidas ululando cánticos. Vivía allí con Enmma, su esposa, y sus cuatro hijos, y trabajaba en el molino aledaño. Por aquellos días escribía El Hombre y sus Símbolos.
"Muchos primitivos suponen que el hombre tiene un alma selvática, además de la suya propia, y que esa alma selvática está encarnada en un animal salvaje o en un árbol, con el cual el individuo humano tiene cierta clase de identidad síquica".
Freud le visitó una vez para pescar carpas comiendo cacahuetes. El checo le animó a que se entretuviera esculpiendo un loro, animal algunas culturas era consideraban el símbolo de la soledad. Bromearon acerca del último safari en que estuvieron, en la selva de Kenia, donde un loro encaramado a un baniano quiso darles una pista falsa, desviándoles a un umbráculo donde un negro granítico pelaba la calabaza con una salvaje dominguera.
"Si el alma selvática es la de un animal, al propio animal se le considera como una especie de hermano del hombre. Un hombre cuyo hermano sea, por ejemplo, un cocodrilo, se supone que está a salvo cuando se bañe en un río infestado de cocodrilos. Si el alma selvática es un árbol, se supone que el árbol tiene algo así como una autoridad paternal sobre el individuo concernido".
Freud consideraba que los fantasmas eran tan sólo efectos de la fantasía. Mencionó el más clásico, el de la sábana, diciendo que su origen real estaba en el pene erecto del varón trempando al amanecer. Jung, en cambio, mantenía otra opinión. A su juicio existían los elfos y los pajarracos demoníacos. Entonces el checo se disgustó, pensando que en vez de con un sicólogo, estaba con un folclórico. Como dos viejas mandándose a paseo, se enemistaron más por carta, en las que el checo parecía obsesionado con el sexo.
"La líbido -le dijo- es necesaria para combatir la amenaza negra".
Jung creía que el loco era Freud, y emprendió por sí solo su análisis. Su obra se denominó de un modo diferente, la sicología analítica. También la llamó sicología compleja, para poder distinguirla él mismo. Matizó el inconsciente propuesto por aquel, alegando que era un habitáculo demasiado reducido para ser cierto. Él lo llamó inconsciente colectivo, que actuaba como un globo de información compartido por un grupo de individuos.
"He elegido el término colectivo -decía Jung- porque tal inconsciente no es de naturaleza individual sino general, es decir, que a diferencia de la psique personal, tiene contenidos y formas de comportamiento que son iguales cum grano salis en todas partes, y en todos los individuos. Es, con otras palabras, idéntico a sí mismo en todos los hombres, y por eso constituye una base psíquica general de naturaleza suprapersonal, que se da en cada individuo".
Mirando al lago desde la ventana, sin atreverse a ir alegremente a pescar, Jung pasó mañanas angustiosas, escuchando el tantán de la inquietud. El pitecántropo en casa usaba tacones y al salir a la calle trabajaba como un negro. El pitecántropo era un ser malvado que estaba condenado a ser vigilado desde el aire por los pájaros. Decidió entonces esculpir un conejo, que significaba moverse a través del miedo, recibir mensajes intuitivos, tener agilidad mental. Una noche oyó una violenta vibración, y cuando se giró creyó ver unos ojos oscuros mirándole fijamente. A continuación la vio volar, cuando el viento abrió la ventana de par en par. El amigo de las hadas y los duendes, Karl Gustav Jung a la sazón, trató de aliviarse desde entonces jugando más con sus hijos, aunque sin dejar de trabajar intensamente en el molino, que frecuentaba a diario procurando no convertirse en un paciente.
"El arquetipo de la madre constituye la base del llamado complejo materno. Representa un problema, aún sin solución, el saber si ese complejo puede tener lugar sin una participación causal de la madre. De acuerdo con mi experiencia creo que en el proceso que causa la perturbación la madre desempeña un papel activo siempre, y en especial en las neurosis infantiles o en aquellas cuya etiología alcanza indudablemente hasta la temprana infancia".
En este sentido, había un guión solapado en cada escena de la vida, inaprensible para el hombre, determinándole un rol. Por entonces era asistido en el molino por una becaria, sin que se supiera si el conejo seguía en él. Se ocuparon de las jerarquías sociales, para lo cual dibujó un dragón cabreado, una serpiente sandunguera, una bruja malhumorada y una vieja constipada. Cada dibujo ocupaba un lugar en la escala social. Bajo esta premisa, tiempo después haría su tarea el dibujante Martín Favelis, para quien la serpiente simbolizaba la traición, el lobo la integridad viril, y el león, el amigo más fuerte del hombre, la autoridad política.
Jung aprovechó unos viejos apuntes para hablar también de alquimia. Los conservaba desde que estuviera en Oriente. A propósito recordó la diarrea homicida que le mantuvo días secándose como un trapo de azotea. La alquimia, tradicionalmente, servía para hacer trampas con la plata, es decir, para sacarle a la gente monedas falsas detrás de las orejas, mas su interés estribó en la irrigación química y natural del cerebro. Existían alcaloides y excitantes como los del delicioso chocolate que a menudo le llevaba Enma, con poder energético suficiente para estar todo el día danzando.
El loro finalmente quedó bien, aunque la forma de ladear la cabeza delataba su incertidumbre. Las orejas del conejo, al mismo tiempo, eran demasiado largas. Mientras pasaba la lija pensó en Spinoza, que era capaz de ver significados ocultos en la península de líneas de una gamba. Si el holandés no se estaba refiriendo sólo a la forma del váter, podía ser cierto que la geometría de objetos condicionaba las ideas. La siguiente tuvo que ver con la sexualidad: dijo que todo el mundo era bisexual. Esta vez se refería a que tanto macho como hembra eran capaces de alumbrar ambos sexos, el uno espermáticamente y la otra con el vientre. Habló de la atracción de contrarios y de la ley de la entropía. Macho y hembra, teniendo como vehículo común al hijo, mantenían una lucha en él para ser la genética dominante. Por supuesto recordó a su madre, que fue siempre una mujer tan solitaria como él, y para muchos la culpable de su afición por el ocultismo y las ciencias cerriles. La recordó aquella mañana de su niñez, en la cocina, sentada en la silla, contemplando una mesa de roble partida en dos.
Por entonces ya se sentía atraído por los presagios. Un día soñó con un escarabajo y justo al despertar lo vio. El otro presagio fue cuando una noche sonó el teléfono. Justo antes estaba pensando en él, en Freud, hueco de voz, arrastrando las erres, dándole la enhorabuena por la creciente influencia de su obra.
-Gracias -, repuso él.
Estuvieron charlando un rato. Era lógico que dos que compartían el mismo globo intelectual, como ambos, coincidieran de aquel modo, pero Jung no se podía quitar de la cabeza que el hombre, como parte ínfima del microcosmos, deambulaba sujeto a causas incontrolables de la naturaleza. Él mismo, pese a su importancia, podía estar bajo la suela de la amenaza, a merced del aliento acuático de aquel lago, transmitiéndole profundas necesidades, de modo tan ineluctable como las aguas cerebrales. Cuando colgó estaba convencido de que la sincronía fue cierta.
"Si nuestra suposición es correcta -anotó- debemos entonces preguntarnos si fuera del cerebro hay en nosotros algún otro sustrato nervioso que pueda pensar y percibir".
Una noche, para no sentirse demasiado solo haciendo horóscopos, empezó a hablarse a sí mismo en tercera persona, susurrándose alguna tarea hogareña.
"Ponte la bata", musitó.
Se invitó de viva voz a asar una trucha, a beberse un martillazo de vino, a afeitarse y a cerrar la puerta. Se divirtió añadiendo frases cada vez más provocadoras en el horóscopo.
"A los piscis os van a dar una paliza el miércoles".
El cerebro, oyéndole hablar así, quizá sospechó que el propietario del cuerpo le hablaba a un desconocido, y tuvo la sensación de que iba a buscarlo por las estancias. La fantasía, con auxilio del dibujo, le permitió observarse de otro modo, con distancia, como abandonando el cuerpo haciendo sus tareas. Notó, al susurrarse, los efectos del tono en el consciente, pareciendo el chivato del cuadro.
"Carga la chimenea".
Indagó después en su concepto más célebre, la individuación. Nadie supo nunca qué quería decir. En líneas generales significaba que el hombre nacía y moría solo, y que enmedio debía convencerse de ser él mismo. Dándole vueltas a la trucha el individuo solamente podía ser uno. Como diría el especialista en Jung, José Ángel Moreno, el individuo desconoce lo que ocurre a sus espaldas, y al advertirlo opta por ocuparse de su persona. Así abandonó una mañana el molino de Bollingen para irse de viaje a la India, con la idea de estudiar rituales con una becaria.
Mientras tanto en Zurich se fundaba la escuela junguiana, con miles de seguidores. Cuando regresó de la India, observó que todos los periódicos del país hablaban de él como si fuera un ser salvador, capaz incluso de curar la esquizofrenia. Entonces recibió una llamada de Freud, informándole que en Europa estaba a punto de estallar la guerra. Notó enseguida, cuando colgó, que cargaba con un peso desequilibrante.
Después, cuando la guerra comenzó, quedó poseído por sus pesadillas, en una de las cuales el continente quedó sumergido por una inundación monstruosa. A ello contribuyó que el cerebro, ante el cuaderno, inclinándose como palmera ante su reflejo, interpretara como escena real un simple dibujo de guerra. Entonces comenzó a frecuentar el lago con un mal humor de combate y sus visiones nocturnas continuaron con ríos de sangre. Quiso ser otro, temiendo haberse convertido en un sicótico. Hablaba constantemente de Sófocles, el creador de Caronte, el barquero que cruzaba a las almas perdidas en un río de sangre. Pensó al respecto que todo era superfluo, sonriendo al descubrir que el griego en realidad basó este personaje en una noche de taberna, cruzando borracho el río de vino.
Él mismo comenzó a temer que el vino fuera la solución. Una mañana, andando de modo distinto por el lago, naufragó en el símbolo del frío. Después, en la cama, combatió una pesadilla en la que el mundo se cocía a borbollones. El río de sangre avanzaban a empellones por las calles, hacia una montaña soleada en cuya cumbre, contemplándolo todo horrorizado, estaba él. Al parecer salir tanto en los periódicos le hizo sentir que por su culpa su ciencia era un éxito.
La noche que salió con el candil observó en la penumbra los gnomos escultóricos que había hecho sin darse cuenta. Giró la cabeza de repente diciéndose que la cubierta del molino, a la luz de la luna, parecía el sombrero de un chino absorto, contemplándole. Cuando regresó, reflejado el fuego en los cristales, se fue durmiendo de pie, junto a la ventana, queriéndose quitar importancia histórica, murmurando a favor de los demás. Por otro lado se consoló pensando en los esquimales.
"Los esquimales sí que son peligrosos. Con una bomba en el Polo, por ejemplo, serían capaces de acabar con la guerra ahogándolos a todos".
Recordó a Hisamatsu bamboleándose de aburrimiento. Se trataba del profesor de yoga que le explicó el satori. Recordaba palabras sobre el tema, como self y zizigy, anima y animus. Ella, en ese momento, estaba detrás, musitando un abracadabra navideño. El doctor se precipitó entonces afuera, como si le hubieran dado una pedrada sobrante de la metralla. Incluso sus pisadas en los abetos, machacando los cacahuetes, le molestaron como una muela podrida. Más tarde, de regreso, se tumbó en la cama, adoptando la rigidez enfrentando el techo. Empezó a oír un latido distinto, como un glogloteo seco en la oscuridad del dormitorio. Cuando advirtió que eran sus propias tripas, lanzó al abordaje una carcajada sigilosa que casi se lo lleva al huerto. Su estudio, de modo ridículo, parecía consistir en eso, en el autoacojone. Noches después, oyéndose ladrar a los perros a lo lejos, comenzó el análisis de la escritura asociada.
"Ella, yaga, gallo, yoga", anotó.
A gusto en la butaca, fingió no advertir que volteaba la mirada hacia atrás, como queriendo ver el miedo de otro.
"Hoyo, olla, yoyó", añadió.
Soplaba la ventisca y temblaban las puertas, y temió que fuera ella queriendo entrar. De súbito creyó ver una sombra difusa deslizándose por las paredes, y entonces corrió espantado, hasta la biblioteca, donde procuró calmarse, acezando, con la mano puesta en los anaqueles. Repasó los viejos cuadernos, y entonces fue cuando la presintió de nuevo, en el cuaderno. Era tan sólo un dibujo, hecho hace mucho tiempo, una niña triste de frente despejada. Luego, de regreso a la chimenea, se dibujó acuchillándola salvajemente, tras lo cual notó una paz sólida, como no sentía desde hacía tiempo. La causa fue que su mente, como animal rastreador, al comprender la razón de su presencia en el molino, almacenó ese dato para que lo descubriera así, con sumo placer. A las pocas semanas Enma le informó que querían nombrarle presidente de la Asociación Sicoanalítica Internacional.
Kofka y los dibujos de la Gestald
Lo que sería una práctica hogareña, como el dibujo, acabó convirtiéndose en una escuela de sicología, fundada en Berlín a principios del siglo XIX por Wertheimer y Kurt Koffka. La Gestald, que significaba estructura, se ocuparía desde entonces de la inmediatez visual. El hombre propendía a la percepción general, es decir, observando el conjunto del estímulo, y después, con más atención, aislaba los detalles. Entres dos copas, por ejemplo, podía verse el perfil de una cara. Cada dibujo mostraba una apariencia y su envés. El dibujo de dos árboles se vería enseguida, pero en medio pudiera esconder un oso. Cada dibujo, en general, aunque fuese una mancha de ceniza, encerraba otros significados. Los motivos para que se percibieran así eran variados. El hombre convivía con su conciencia e inconsciencia, con la realidad y con la ficción, con sus palabras y gestos, con la mancha y sin ella, y sin ella con formas ajenas a los objetos. Unas cosas, en definitiva, requerían más tiempo de observación que otras, y lo curioso era que con la nariz ocurriera lo mismo.
-¿Cómo te da por firmar con tus iniciales, chiquillo? -, bromeaba Wertheimer con Kurt Kofka.
Kurt era el autor de Bases del Desarrollo Psicológico (Die Grundlagen der Psychischen Entwicklung). Parménides, hablando de las apariencias, más o menos hablaba también de eso, posiblemente a título poético o a causa de un estado estupefaciente.
"El hombre ve la realidad para la que tiene capacidad. No puede ver que el mar se abomba, que la vereda se estrecha o que una nube ocupa una calle. Incluso usando aparatos ópticos carecería de esta capacidad, pues al fin y al cabo sigue siendo su mirada".
Wertheimer aportó el movimiento estroboscópico, es decir, el movimiento aparente, parecido al pasatiempo del periódico: uniendo puntos aparecía una cara, y quizá era posible hacerla aún más compleja. Entonces observó la utilidad publicitaria del asunto, que desde entonces comenzaría a inquietar al gran público, de dos formas: contentándolo mucho y contentándolo más con divertidos bailes visuales. Cualquiera, bebiéndose una copa, podía ver las estrellas en el brillo de la etiqueta. Una de estas aplicaciones fue cuando Pepsi, la marca de refrescos, lanzó al mercado una serie de latas nueva. Los suministradores explicaban por los supermercados que ordenándolas unas sobre otras, los clientes podían leer la palabra sexo desde lejos. Lógicamente los humoristas tampoco perdieron el tiempo, y secundaron la publicidad con irresistibles anécdotas, acaso también ofreciéndoles sus servicios a la marca competidora, a Coca Cola, por si quería afear aún más la ocurrencia. La mejor anécdota derivó de la prisa del supermercado apilando las latas ordenadamente.
-Luego, colocando cerca a esa monada -, decía el suministrador.
-¿Se refiere a esa chica?
- y abriendo más allá una boutique encantandora
Una de las leyes de la escuela se denominó así: similaridad, que se podía aprender desordenando un texto, viendo que aún así su comprensión era posible.
"Sgeun un estduio de una unviersdiad inlgesa, no ipmotra el odren en el que las letars etsan esrcitas, la uncia csoa ipormtnate es que la pmrirea y la utlima lerta esetn ecsritas en la psiocion corcreta".
Tenía que ver con la tarea natural del oficio de escritor, durante la corrección de sus errores ortográficos. Mediante sonidos complicados o sugerencias eufónicas, lograba palabras que de otro modo nunca usaría.
Ortega y Gasset nunca llegaba tarde
Cuando apareció en la bodega de costumbre había un detalle irónico, dos patitos de goma junto a un vaso de agua. Madrid a esas horas, como dijo él mismo una vez, era una ciudad sin noche ni estrellas. Era el catedrático de sicología de la universidad de Madrid y durante un instante rememoró su niñez con una cantinela divertida. Transcurrió en el colegio de Miraflores, de la barriada malagueña de El Palo. Dijo que él nunca llegaba tarde. Si llegaba tarde estaba mintiendo alguien. Si acaso llegaba tarde, era porque la gente había llegado antes. A veces llegaba antes, ciertamente, cuando aún no había llegado nadie, pero de haberlo sabido antes, hubiera llegado tarde, por llevarle la contraria a alguien, pero de haber llegado tarde, nunca se hubiera marchado nadie. De un momento a otro Ortega aclararía totalmente el concepto de hombre masa, mencionado en su libro La Rebelión de las Masas.
"En rigor -escribió- la masa puede definirse como hecho sicológico, sin necesidad de esperar a que aparezcan los individuos en aglomeración. Delante de una sola persona podemos saber si es masa o no. Masa es todo aquel que no se valora a sí mismo, ni bien ni mal, por razones especiales, sino que se siente como todo el mundo, pese a lo cual no se angustia. Se siente sabedor de sentirse idéntico a los demás. Imagínese un hombre humilde que al intentar valorarse por razones especiales, preguntándose si tiene talento para esto o lo otro, o si sobresale en algún orden, advierte que no posee ninguna cualidad excelente. Este hombre se sentirá mediocre y vulgar, mal dotado; pero no se sentirá masa".
A esas horas en la bodega había algunas personas oyéndole, entre ellas algunos compañeros del periódico El Sol, del que era director. El hombre masa, en definitiva, era el que creía saber de todo sin saber. Comentaron que el pensador estaba respirando los aires del pueblo.
"Me hizo meditar mucho -añadió- cierta damita en flor, toda juventud y actualidad, estrella de primera magnitud en el zodíaco de la elegancia madrileña. Me dijo: "Yo no puedo sufrir un baile al que han sido invitadas menos de ochocientas personas". A través de esta frase vi que el estilo de las masas triunfa hoy sobre toda el área de la vida, y que se impone aun en aquellos últimos rincones que parecen reservados a los happy few".
Desde que publicara el libro, los vecinos no paraban de requerirle por doquier para que aclarara la expresión. Se pasaba el día yendo de un lado a otro, queriendo aclarar el concepto, haciéndose así aún más famoso. Al hablar de hombre masa no se estaba refiriendo a toda la clase obrera. Se refería tan sólo a unos pocos, pues sería arduo señalarlos uno a uno con el dedo. El hombre masa podía ser ese o aquel, o bien aquel otro, y ese de allí, y por supuesto el de más allá. La sociedad reaccionaba en su momento tanto a sus estímulos propios como a los del exterior. Al mismo tiempo, de vez en cuando, la gente se fumaba un cigarro.
-Es bueno que se sepa -, susurró dando un trago.
El hombre masa no sólo era el hombre que creía saber sin saber, sino que si sabía algo lo sabía allí, en el mundo.
"Toda vida es hallarse dentro de la circunstancia o mundo -murmuró-. Porque este es el sentido originario de la idea mundo. Mundo es el repertorio de nuestras posibilidades vitales. No es, pues, algo aparte y ajeno a nuestra vida, sino que es su auténtica periferia. Representa lo que podemos ser; por lo tanto, nuestra potencialidad vital. Ésta tiene que concretarse para realizarse, o dicho de otra manera, llegamos a ser sólo una parte mínima de lo que podemos ser. De aquí que nos parezca el mundo una cosa tan enorme, y nosotros, dentro de él, una cosa tan menuda. El mundo o nuestra vida posible siempre es más que nuestro destino o vida efectiva".
Perspectivismo, así llamó a su filosofía, y el perspectivismo se abriría paso en el periodismo.
"Quien no sea como todo el mundo, quien no piense como todo el mundo, corre el riesgo de ser eliminado. Y claro está que ese todo el mundo no es todo el mundo. Todo el mundo era, normalmente, la unidad compleja de masa y minorías discrepantes, especiales". A continuación añadió: "Ahora todo el mundo es sólo la masa".
Ortega, el hombre de las orejas gordas, hablaba como queriendo estar en el vacío. Por un momento pensó que el perspectivismo consistiría en zafarse de la filosofía, e incluso en reírse con ella o sin ella de uno mismo.
"La circunstancia, las posibilidades, es lo que de nuestra vida nos es dado e impuesto. Ello constituye lo que llamamos el mundo. La vida no elige su mundo, sino que vivir es encontrarse desde luego en un mundo determinado e incanjeable: en éste de ahora. Nuestro mundo es la dimensión de fatalidad que integra nuestra vida. Pero esta fatalidad vital no se parece a la mecánica. No somos disparados sobre la existencia, como la bala de un fusil, cuya trayectoria está absolutamente predeterminada. La fatalidad en que caemos al caer en este mundo (el mundo es siempre éste, éste de ahora) consiste en todo lo contrario. En vez de imponernos una trayectoria, nos impone varias, y, consecuentemente, nos fuerza… a elegir. ¡Sorprendente condición la de nuestra vida!".
Llena de nuevo la copa hasta lo alto, mencionó que el poder era círculo, profundamente en situación magnética, y que nadie se podría acercar al círculo sin ser captado. Fue como si hablara de una chincheta bajo un imán, o quizá del labio superior sobre la copa de vino.
Aquella.
El ejemplo mejor para hablar del círculo era el periodismo. Si el periodista era demasiado influyente, el círculo acababa detectándole. Sin embargo, al contrario de lo que se pensaba, un periodista con influencia social nunca sustituiría a ningún poder. Si la suya fuese una influencia desbordante, una cosa mala de buena, una perentoriedad, probablemente acabaría en política. A un periodista así, el círculo le enrolaría, entraría en política, en política, añadió, y cuando se giró observó que detrás había un hombre bajito, Franco dispuesto a estrecharle la mano.
Aquella.
"El hombre-masa actual es, en efecto, un primitivo, que por los bastidores se ha deslizado en el viejo escenario de la civilización".
Heidegger y el Dasein
Empezó a filosofar pensando que todo el mundo estaba muerto. La causa de que la gente se afanara con ese asunto era por establecer contacto con el otro lado. Dicho de otro modo, todo cuanto hacía era por comunicarse con la realidad de los vivos. Por eso los individuos se expresaban diciendo que podían morir. Tenía apoyo su fenomenología en la de Husserl, que por su parte opinaba que no solamente andando se podía bajar una cuesta, sino también rodando, en chancletas o con patines. Desde luego quien usara una palita en la playa podía escarbar de diversos modos, girándola tal vez, aunque pareciera absurdo. Lo suyo, no obstante, era saber cuándo era oportuno algo así.
Heidegger, en El Ser y el Tiempo, mencionó su concepto célebre del Dasein. Significaba, según él, que el pensar y el ser acontecían en todos los cuerpos. Dichas funciones eran ejecutadas en función de una identidad. Llegado al mundo el individuo ejecutaba una trayectoria ya estudiada. Era un descubrimiento que todo existiera desde siempre. El Dasein, según otros especialistas, parecía una versión del eterno retorno de Nietzsche. Heidegger ensayó con fotos, poniendo en ellas algún puntito, una mancha o un muñequito, tratando de averiguar si pervertían los recuerdos.
Esto le proporcionó extrañas evocaciones, como por ejemplo cuando su padre compareció vestido de mafioso. Una vez empleó el método en consulta con un señor al que le pidió una foto. Le puso un circulito y la guardó en el cajón. Pasados varios meses el paciente regresó a la consulta diciendo que había notado una presencia extraña en sus evocaciones. El doctor entonces le devolvió la foto y le explicó de qué se trataba.
-Es esto -, le aclaró, logrando aliviarle.
Si eso había supuesto su desazón, no tenía por qué ser distinto en todo lo demás. En definitiva el doctor averiguó cómo el individuo modulaba sus traumas. Durante la temporada en que fue miniaturista, argumentó que si una habitación estaba compuesta por objetos, la propia habitación, algo más grande, lo era, quedando en su interior el individuo formando parte del mismo.
-Este hombre no enseña filosofía, sino a filosofar directamente -, decían sus admiradores.
En la universidad solía atrapar a su auditorio con ejemplos variopintos, casi siempre de cariz científico. De la velocidad de la luz, de Einstein, dijo que era tan rápida como el recuerdo o el pestañeo, como la chispa eléctrica recorriendo el ramal sináptico. Dendritas en el protoplasma neuronal distribuían raudas trayectorias de datos por los axones. Durante la escritura de El Origen de la Obra de Arte se buscó por casa de un modo más, explicando cómo pintaba el hombre. Su idea era que la vida era una pincelada borrando otra.
"Sólo podemos llegar a saber qué es lo que obra en la obra a partir de este reposo de la obra -dijo de modo sobrenatural-. Hasta ahora, decir que era la verdad la que operaba en la obra de arte, era una afirmación preconcebida. ¿Hasta qué punto ocurre, en el ser obra de la obra, o mejor dicho ahora hasta qué punto ocurre en la disputa del combate entre el mundo y la tierra la verdad? ¿Qué es la verdad?".
Un día, tomándose el güisqui, hizo creer que Hegel y Ortega eran la misma persona.
"El mundo es la abierta apertura de las amplias vías de las decisiones simples y esenciales en el destino de un pueblo histórico. La tierra es la aparición, no obligada, de lo que siempre se cierra a sí mismo y por lo tanto acoge dentro de sí. Mundo y tierra son esencialmente diferentes entre sí y, sin embargo, nunca están separados. El mundo se funda sobre la tierra y la tierra se alza por medio del mundo. Pero la relación entre el mundo y la tierra no va a morir de ningún modo en la vacía unidad de opuestos que no tienen nada que ver entre sí. Reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella. En tanto que eso se abre, el mundo no tolera nada cerrado, pero por su parte, en tanto que aquella que acoge y refugia, la tierra tiende a englobar al mundo y a introducirlo en su seno".
En el segundo güisqui ya no se le entendía nada.
"La verdad es no verdad, en la medida en que le pertenece el ámbito de procedencia de lo aún no (des)desocultado en el sentido del encubrimiento. En el desocultamiento como verdad está presente al mismo tiempo el otro des de una segunda negación o restricción".
Levy Strauss estudiando en la selva
"¿Qué es, pues, la antropología social? Nadie, creo, ha estado más cerca de definirla aunque se trate de una preterición, cuando, según Ferdinand de Saussure, presentando la lingüística como parte de una ciencia todavía por nacer, reserva a esta última el nombre de semiología y le atribuye por objeto de estudio la vida de los signos en el seno de la vida social".
Vivía en Brasil cuando escribió esto en La Antropología Estructural. Permanecía en el país estudiando la antropología tribal. Solía ir a menudo a cazar en compañía de su colega Marvin Harris. Una mañana partieron para cazar un ciervo. Por supuesto comentaron el paisaje del Matto Grosso, alguna receta y ciertos aspectos del libro.
"¿No anticipaba el mismo Saussure nuestro punto de vista, cuando comparaba en dicha ocasión el lenguaje con la escritura, el alfabeto de los sordomudos, los ritos simbólicos, las formas de cortesía, las señales militares, etcétera? Nadie pondrá en duda que la antropología cuenta, en su campo propio, al menos con algunos de estos sistemas de signos, a los cuales se agregan muchos otros: lenguaje mítico, signos orales y gestuales que componen el ritual, reglas de matrimonio, sistemas de parentesco, leyes habituales, ciertas modalidades de los intercambios económicos".
Les acompañaba en el jeep un chucho maturrango que se pasó todo el trayecto frotándose contra el asiento. Hicieron alguna broma diciendo que no se sabía si era el mejor amigo del hombre o el peor enemigo de la perra. Cuando llegaron, tras aparcar el jeep, el chucho brincó hacia los árboles para ocuparse de sus asuntos propios, frotándose más.
"En el curso de los últimos años han llamado la atención las instituciones de ciertas tribus del Brasil central y oriental, cuyo bajo nivel de cultura material había llevado a clasificarlas como muy primitivas. Estas tribus se caracterizan por una estructura social muy complicada, que incluye diversos sistemas de mitades, superpuestos unos a otros, y dotados de funciones específicas, clanes, clases de edad, asociaciones deportivas o ceremoniales y otras formas de agrupamientos".
Al poco apareció aquel ciervo, deambulando con mansedumbre, hasta que se quedó quieto junto al jeep, observándoles, sin asomo de vida. La cresta torneada bajo el sol se alargó en una sombra, cubriéndoles el rostro. Aquellos cuernos gordos como maromas hubieran invitado a huir enseguida, pero se quedaron. Cuando se movió simplemente fue para agachar la testuz y pinchar limpiamente la rueda que le quedaba más próxima, dándose después media vuelta con tranquilidad. Entonces armaron la escopeta y le descerrajaron dos tiros. A continuación descendieron y fueron a por él. El esfuerzo de cargarlo fue considerable. Sin duda era un animal pesado, de quinientos kilos solamente en cuernos. Marvin, retinto de sudor, lo agarró de la cabeza, procurando no saltarse un ojo con la cornamenta. Henry, escupiendo las costillas de sofoco, lo agarraba por las patas, intentando resistir la lumbalgia. En ese instante, cuando lo estaban encaramando, se situaron junto al jeep unos amigos de Brasil, que les saludaron con jovialidad, felicitándoles por la captura, haciéndoles una foto y alejándose a toda velocidad.
La foto no tardaría en dar la vuelta al mundo. En las calles de Bruselas, la ciudad de Claude, por fin los vecinos supieron lo que estaba haciendo en Brasil. En la instantánea, según los periódicos, daban la sensación de estar encalomándose al pobre animal, de un lado Marvin hocicado en el cuello apasionadamente, y de otro Claude dando un traspié, entrando en el ciervo como en una mujer dispuesta. Era increíble que se estuviera tomando el trabajo de ese modo.
Se sabía que era un anotador de costumbres, y que en su opinión el hombre era un animal más, como cualquier otro. Cada sistema tenía su propio código. Cada especie disponía de su propio sistema de adaptación. En el estadio del Sao Paulo, con motivo de un partido de fútbol, también se ocupó de comprobar los rituales multitudinarios. Hedionda la grada a mercromina, puros y güisqui con cocacola, Claude brincaba con la afición aquel domingo, cabalgando sobre una mulata bailonga, una corista de Ipanema loca de contenta, cimbreando los pechos, prometiendo culminar los remates de cabeza en la almohada. Él, apartando la totuma de frutas que adornaba el peinado, le gritó a Marvin sus conclusiones. En aquella cárcel de goles, malogrando la voz, explicó que los hombres y los animales alzaban los brazos para ceñirse a una normativa aceptada.
Después del escándalo de amor en el hotel con la mulata, se dedicó a mirar los taxis por las calles, llegando a la conclusión de que el animal más salvaje era el hombre, y que su superioridad estribaba en saber conducir. El chimpancé, en cambio, parecía estar en otro tipo de autoescuela, llena de lianas y cruces arbolados. Al individuo su habilidad al volante le permitía una maniobrabilidad más veloz, desplazamientos más amplios para conocer a sus semejantes, en tanto el mono debía de conformarse con su comunidad de aficionados al plátano. El hombre moderno, para no perder contacto con su instinto primigenio, se agarraba libertinamente a los árboles en los gimnasios.
Respecto a la costumbre de ojear los pechos pugnaces de las hembras, también tenía correlación: significaba que el macho quería cerciorarse de sus garantías como primer alimento de la prole. Sao Paolo parecía un excelente parque de atracciones y contrastes. La aplicación sociológica de la antropología, cuya raíz común eran Augusto Comte y Herbert Spencer, hacía ver que si en una calle había abrigos caros, significaba que cerca había una tienda de lujo. Claude, después de años vistiendo al raso, visitó por fin una tienda cara para probarse un traje, diciéndose que desaprovechar aquella ganga del escaparate hubiera sido una tontería.
La última vez que estuvo en una tienda fue desagradable. Fue para probarse unos pantalones, desmoronándose por la dificultad de moverse en el ropero. En el probador pensó que el mono era bueno por naturaleza, y que tal vez su único problema era carecer de lenguaje. La gente, en los roperos aledaños, se asomó arriba, como en un teatro de títeres, estirando el cuello, sin comprender los rezonguidos, pero esta vez, ante el espejo, todo era distinto, solamente el elegante traje blanco era lo estrecho. Al salir de la tienda se enteró que pronto se celebraría una boda, según cantaba en la esquina un miembro de la tribu de los kwakiutl. Según decía, la estaba invitado al Matto Grosso. Se trataba de dos primos de la tribu de los bororos.
La última vez que estuvo en una boda fue ante unas tribus. Por entonces observó que aborrecían el incesto. Sin embargo, estaban a favor del matrimonio entre primos. En este sentido el pretexto era el tradicional en las monarquías, es decir, que el deseo de los contrayentes quedara supeditado a la necesidad de unir los territorios. También las guerras antaño eran distintas. Lanzadas las expediciones militares a la conquista, al final avanzaba nada más que atemorizando, sin necesidad de emplear flechas ni catapultas, cantando por calles y plazas noticias aterradoras, cultivando en el lugareño sus miedos ancestrales. Espías de mercado, confundidos en la ignorancia social, armados con la cítara, suplantaban la verdad narrando grandiosos espantos de montaña, prestidigitaciones celestiales y muchos más teatros de títeres, en uno de los cuales estaba él en aquel instante, rodeado de tiparracos con flecos coloristas, mirando totumas de frutas. Era incomprensible que los bororos, cantando así, atrajeran a tanta gente. El humo de la fumarada para divorciarse del mal se hizo insoportable. Estaban presentes también los nambinkwaras, los caduveos y los tipikawahibs, así como varias tribus vecinas, hasta que no se cupo en la selva.
"Los mitos carecen de autor: desde el instante en que son percibidos como mitos, sea cual haya sido su origen real, no existen más que encargados de una tradición. Al contar un mito, oyentes individuales reciben un mensaje que no viene, por hablar propiamente, de ningún sitio: es ésta la razón de que le asigne un origen sobrenatural".
Un día partió de Brasil hacia Nueva York para gozar otro tipo de fuerzas mágicas. Esta vez se trataba de una gala de intelectuales en un hotel, con Marcel Mauss, Malinosky, Nikólai Trubetzkoy, Roman Jakobson y los demás. Observó allí que el hombre se distinguía de los animales por elaborar sus platos. Comentó en sus libros que las costumbres primitivas seguían aflorando en el protocolo gastronómico. Se dijo, encerrado en su intimidad, que el hombre tal vez comenzó a pensar por primera vez insistiendo con el peine, o quizá fue cuando se le ocurrió trinchar la carne usando astillas de madera.
"Para preparar la grasa del pez candela, se dejan secar primero al aire los pescados. Luego, se hierven en recipientes llenos de agua donde se colocan piedras calentadas al fuego. La grasa se va espumando poco a poco y el residuo se pone en un tamiz, colocado encima de una vasija, para que una anciana lo comprima fuertemente con su pecho desnudo, extrayendo así la grasa".
En el gramófono, pasando los platos de solomillo, sonaba una melodía, acompañando al vino a lo largo de la mesa. Se dejó llevar, álgido de virilidad, enalteciendo las mandíbulas, acompasando el violín los platos de solomillo. La antropología y la música eran orejas del mismo rostro. Oyéndola lanzaba la mirada truculenta bajo el horizonte del cigarro, sintiéndose cada vez más dueño de sí. Alguien estaba rescatando al héroe romántico que había en Claude. Pasaban las gambas y era menester ahora huir por los ricos de las flecha, al rescate de una dama. Pasaba el pescado crudo y alargó la mano, sirviéndose en el plato, como un vaquero al acecho. Los boquerones estaban para ponerles un piso, y él tenía la llave adecuada. Con cada trago de vino, la música era cada vez más envolvente y antropocéntrica. Entonces contempló a sus amigos a lo largo de la mesa, parlanchines, sacudiendo las manos en la conversación. En silencio seguía siendo el protomacho heroico de la sintonía, bajo la humareda densa del verano polvoriento bajo el Gran Cañón. Retó a duelo entonces al vaquero del paquete de Marlboro. Se dijo que el tabaco quizá era la añoranza de la etapa de lactante, sustituyendo el cigarro el pezón de la madre. Pensó que comentaba con él su soledad, así como parte del libro titulado Los Símbolos y sus Dobles. Entretanto, mayestático, cabalgaba el caballo emotivo. La camarera pasaba la caja de puros, quedándose un rato quieta mirándole.
"A la inversa de los indígenas, nuestras cocineras han olvidado una preocupación que fue esencial en otros tiempos: la de honrar a los animales que se van a consumir, a fin de que su especie no desaparezca para siempre".
Entonces se recordó hace tiempo, en casa, recién duchado, afeitado y sin gafas, irreconocible, diciéndose que podía pasar por su propio primo, e incluso por Marvin Harris al anochecer, al anochecer sin Marvin disfrutando otro tipo de cacerías.
Ferrater Mora y la enciclopedia de filosofía
Ordenó más de siete mil fichas, acarreándolas de un sitio a otro, de París a La Habana, de La Habana a Nueva York, lugares donde transcurrió su exilio de España. La enciclopedia obtuvo gran nombradía entre los especialistas. Constaba de cinco volúmenes gruesos como ladrillos, amontonados los datos con regularidad tipográfica de hormiguero, editados en papel de fumar, tan fino que con una cuchilla de afeitar se podía hendir hasta la página treinta.
"Aunque he penado mucho por ampliar y mejorar esta obra, no pretendo que sea perfecta -decía al respecto-. Por lo demás, mi ideal en este caso no es la perfección: creo más razonable trabajar por alcanzar lo bueno que holgazanear soñando en lo mejor".
De regreso a España, se instaló en Barcelona, y después su labor mereció el premio Príncipe de Asturias.
"Por este motivo, aunque esta obra está, y estará siempre, abierta a revisiones y mejoras, estimo que en el estado actual de los conocimientos filosóficos es razonablemente suficiente", manifestó.
Su lectura hacía pensar en la parte más morbosa de la disciplina hermética. Al igual que Freud se sintiera una unidad poniéndose dos caracolas en los oídos, hubo quien pensó que para comprenderla bien sería necesario el sexo a tres. Al parecer los participantes notarían una conexión cerebral más próxima de acceso a la filosofía. La cama se llenaría de latidos complicados, claros al mismo tiempo. El significado real de palabrejas como polivocidad, parérgones, mónadas, ontoepistemiología, gnoseología o giro copernicano dejaría de ser ininteligible. Al parecer, en dicho instante, la mujer notaba que los tres eran una sola criatura. Notarían con la vagina y la boca una equivalencia del masaje. Inerte entre los caballeros, cada uno contemplándose desde el otro, ella pensaría cosas simples y profundas al mismo tiempo.
"Ser siendo".
Podía tratarse de la filosofía verdadera.
"En todo caso, las revisiones y las mejoras no pueden consistir en pulir y repulir la obra hasta la exasperación", escribía Ferrater.
La apariencia habitual de la materia, tortuosa y exclusiva, quizá era en verdad la diversión de contraseñas de unos pocos para quedar, sin ser advertidos por las masas, a tomar simplemente una cerveza. La causa entonces de su desagradable apariencia sería para restringir el paso a un panorama mental demasiado exquisito.
"Estoy plenamente de acuerdo en que hay que revisar, corregir y pulir; en esta actividad he consumido incontables horas y casi he arruinado mis ojos. Pero en una obra de las dimensiones de esta no se pueden practicar los mismos ejercicios de virtuosismo conceptual y lingüístico que son de rigor en otros escritos menos dilatados. Esta obra no es un lindo ensayito. No es, ni puede ser, cosa remirada y relamida. Hay que luchar sin tregua contra la chapucería intelectual".
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