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Teoría de los ochenta mil mundos (relato) (página 14)


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Se dijo que necesitaba cuanto antes unas vacaciones. La cosa era muy bonito, pero podía ser nefasta para la salud, porque habían sido demasiados éxitos contínuos, ganándolo todo, como un equipo grande, teniendo a todo el mundo pendiente de una sola idea. Recordó que tras la última temporada, durante el tórrido verano en el apartamento de la playa, con una nube soleada permanente, de tener muy cerca el sol, corrió un extraño rumor relacionado con la autovía. La gente decía por las sombrillas que habían atropellado a un toro en la carretera. Iban diciendo que había quedado reducido a una mancha negra, porque los conductores, enajenados por el soporífero atasco, pasaban uno a uno por encima, sin darle importancia, a una velocidad ridícula. Desde ese momento la gente se pasó días mirando desde el coche, a ver si era cierto, haciendo ver que podían ser más de una. Se trataban obviamente de las clásicas manchas de gasolina de los automóviles. El carril, cargando la balumba multitudinaria de sombrillas, era el que a diario recorría la distancia desde la playa a la capital, pareciendo a veces una recua de reses bravas saliendo del rejoneo.

Una mujer con una camiseta verde le impedía observar bien el aterrizaje, debiendo Quiroga alzar la cabeza. Al poco observó a un grupo de muchachos trajeados. Era la expedición del Barcelona, recién llegada, procedente de un Fokker rojo. Se cruzó con ellos camino del baño, adonde necesitaba entrar para aliviarse la vejiga, que la tenía repleta, motivo por el cual nunca acababa de orinar, justo en el momento preciso, haciéndole temer de que llegara el atleta sin ver a nadie. Cuando salió del aseo, se sorprendió viendo en la mampara el Lineage, gigantesco, desplegando la escalerilla, hasta que destacó la figura de aquel chico negro y alto. Detrás iba su mánager, el hombre de la negociación hace pocos días, entregado a la epopeya. Quiroga sonrió y cuando se aproximaron dijo que no se preocuparan por nada en Granada. Después, en el taxi, bromeó acerca de su pronunciación, diciendo que dominaba cinco idiomas con las manos y un idioma más de índole secreta, para engañar a los chinos.

El Barcelona partía a su hotel en un autobús. Se trataba del Alhambra Palace. El edificio, de estilo mudéjar, estaba situado en un vergel, junto al propio monumento. Poco después el bucólico paraje asomó con sus aljibes y fragante vegetación. Estaban en un cerro alto del Albaicín de muy difícil acceso. Por eso no había nadie más que ellos allí. Caía una fina lluvia y la plantilla decidió entretenerse en la terraza toda la tarde, jugando a las cartas, contemplando la Alhambra enfrente. Resultaba extraño, como comentaban los camareros, que no hubiera apenas nadie de la prensa en el hotel, y albergaron la sensación de que en vez del campeón había llegado un equipo del montón.

La multitud esta vez se hallaba en otra parte, en el centro de la ciudad, en el hotel NH, situado en la avenida de la Facultad de Ciencias, que a esas horas estaba colapsada de un modo increíble. Los futbolistas almorzaban, y alguna vez alzaban las cabezas por la cristalera sin entender qué ocurría. Había incluso unidades móviles internacionales, tantas que solamente se comprendería por la llegada de un jefe de Estado. Por las inmediaciones se veían las unidades de la CBS y de la CNN, aparcadas junto al carrito de los refrescos. Había televisiones de Rusia, Suecia, Dinamarca, Japón, Holanda y Jamaica, en un despliegue sin precedentes que dejaba cada vez más perplejo a los jugadores. La otra idea era que se tratara de un cantante, pero por lo menos tenía que ser el de los Rolling Stone. Sin embargo, aquellas banderas rojiblancas no dejaban lugar a dudas, y la ovación de ánimo que les dedicaban tampoco.

Cuando el Mercedes se aproximaba había alrededor del hotel, según la radio, trece mil personas vitoreando al club. En ese instante, cruzando el cerco policial, apareció el vehículo, quedándose parados los autobuses, con la gente mirando por las ventanas, mucha todavía sin tener claro el por qué del alboroto, pues se dijo que la presentación ocurriría realmente la siguiente temporada, no antes del último partido. Era lo más lógico, porque si perdía descendería y no serviría de nada. Todo el mundo vio descender del vehículo a Usaín Bolt, en medio de una estrepitosa ovación. Honorio, el presidente de las peñas, estaba en ese instante encerrado en un autobús, pidiéndole al conductor que le abriera la puerta allí mismo, para salir corriendo a darles la enhorabuena. Un tropel de periodista acudió atropellándose en medio de un clamoreo horrísono en veinte idiomas. Los corresponsales de radio, interceptando los informativos, daban en directo la noticia para todo el país: era el presidente del Granada en persona, recién llegado de una competición en Munich. Los jugadores del club, aún sin almorzar, veían criaturas corriendo por todas partes, cada vez más apresuradamente, tirando de los micrófonos y tropezando, llegando a la sala principal todos a la vez, situándose la estrella bajo un cartel gigante enarbolando los dedos. Afuera, muchos conductores amagaban en mitad de la vía con darse la vuelta, los unos intentando el desvió en las transversales para aparcar, y los otros temiendo quedarse allí toda la tarde. Todos en general deseaban vivir en directo la noticia, la de un hombre que corría a sesenta kilómetros por hora. El presidente, David Manuel, estaba flamante, declarando que habían fichado a una máquina muy distinta a la de los empates. Quiroga, por su parte, entablaba una conversación anodina en el vestíbulo con el corresponsal de L´Equipe, aclarándole con gestos lo del pelapapas, sin conseguirlo. Todo indicaba que de nuevo la portada sería esta:

"Dos por el precio de uno".

La afición vociferaba en ese instante su nombre.

"Quiroga campeón".

Había oleadas de abrazos en las calles laterales, dando la vuelta a la manzana con la felicitación. En el último de todos, a toda prisa, un conductor, rumbo al hotel, conoció la noticia de que su coche, mal aparcado, estaba siendo retirado por la grúa.

-¡Que le den por culo! -, exclamó, pues no estaba dispuesto a perderse aquello.

David Manuel dejó claro que Usaín no jugaría al día siguiente. Parecía evidente, pero aclaró que era para evitar que el Barcelona soñara con ser el primer club derrotado así. Al decir esto, provocó un aplauso cerrado, que además fue aplaudido por el atleta, al que le pareció una ironía magistral. Lo último que declaró el presidente fue que estudiaba varias ofertas para la retransmisión mundial, alguna superior a los 11.000 millones de la CNN. Quiroga, por su parte, acabó haciendo unas bravas declaraciones para a L´Equipe, diciendo que el Granada podía pegarle con un dedo una paliza a quien sea. El episodio seguía infundiéndoles a los jugadores un valor épico para el encuentro, convenciéndoles de la victoria al día siguiente. Ellos mismos estaban en ese instante entre el público, como verdaderos aficionados, vociferando en la puerta incluso más que ellos, con miles de coches tocando el claxon bajo las banderas rojiblancas. Ocurría en toda la ciudad, como si el partido hubiera comenzado ya. Dijo la radio que había en ese instante treinta mil personas alrededor del hotel formando un jaleo terrible.

El Barcelona, a medida que transcurrían las horas, andaba inquieto en el Alhambra Palace, creyendo ser el otro equipo, es decir, la víctima, con los camareros con más desconfianza, sin reconocer realmente a sus estrellas. Había en el Albaicín un silencio de catacumba, pesado, bronco y sigiloso, cada vez más próximo, hasta que al fin sonó de verdad. Era la ciudad entera clamando por el club, dando una sensación brutal de extensión, con todo el mundo abajo mirando hacia esa parte, animando cada vez con más fuerza. La extraña sonoridad coincidió además con la llegada de un camión pesado de suministros, que hizo temblar los batientes de las ventanas.

Usaín cerraba la rueda de prensa diciendo que tenía que marcharse a Indianápolis de inmediato, para correr una prueba más, si bien luego regresaría para la pretemporada, como cualquier otro jugador. La última pregunta que le hicieron fue era su adiós al atletismo, a lo que respondió que no, porque todavía era injusto desaprovechar un oficio que le permitía ganarse la vida en nueve segundos y medio. Entonces fue cuando le aplaudió el presidente.

-Muy bueno -, dijo realmente entusiasmado con tener a aquel tipo allí.

El árbitro del encuentro, Miranda Gómez, viajaba en ese instante en su coche hacia Granada, desde Asturias, junto a sus jueces de línea oyendo la radio. No hablaban ni una palabra, y no pudieron resistirse al deseo de que todo aquello acabara bien, con victoria para el club más grande. Aunque se trataba del hotel del colista, a esas horas, según el locutor, se habían lanzado diez mil fotos más que en el hotel del campeón. Las últimas fueron para Usaín Bolt, despidiéndose dentro del Mercedes, enarbolando los dedos, anunciando por primera vez el pelapapas, fácil de manejar en la cocina. Quiroga le despidió de igual modo, a buen precio. Después permanecería con sus jugadores toda la tarde en el hotel, gastando bromas sin cesar, como un animador cultural en vivo, desprendiendo un brillo interior sobrenatural, el mítico aura que anuncia a los seres elegidos. Después dijo que esa luz era la fabada que se había comido, tratando de abrirse un hueco. Durante la siesta, que fue imposible por las carcajadas, repitió que iba a llenar el equipo de negros, a las diez de la noche, todos ellos criados en uno de esos sitios donde las gallinas parecen mulas, negros acostumbrados a ver crecer los árboles en sus habitaciones. Las carcajadas hicieron pensar a la gente que eran las del triunfo, pareciendo un transbordo de la razón, es decir, como si el partido hubiera ocurrido ya y lo estuvieran celebrando, máxime teniendo en cuenta que nunca, ni siquiera en el último ascenso, algo así había concitado tanta expectación.

Al día siguiente Quiroga amaneció en el parque, como si no hubiera ocurrido nada, echándole de comer tranquilamente a las palomas. Tenía nada más que una sonrisa tímida en los labios. Esta vez a su alrededor, pese a lo temprano, había muchas más personas, situadas en la oquedad vegetal mirándole fijamente, pensando que todo aquello ya era increíble. Cuando despertó, el perrito estaba en brazos de la mujer.

El partido de un domingo desesperado

El motor del estadio rugió a las cuatro, con todo el sol matando al rival, menos acostumbrado al clima. El balón fue del centro al centro, y luego largo a las manos del portero. Detrás de la portería apareció una gran bandera rojiblanca, y tras devolver el cuero, dando una patada al otro campo, el equipo inició un asedio desaforado que duró veinte minutos. Había treinta mil personas a bordo de la locomotora, persuadidas de que su equipo era un hacha de guerra. El nueve estrelló un tortazo en el larguero provocando el rugido de la hinchada, y muchas ganas de llorar de emoción, notando la angustia del suspense en el estómago. Todo el mundo estaba de pie, y Juan Fabrizio tomaba notas en las espaldas de un hambriento. Los vomitorios estaban colapsados, como refugiados de una guerra, escuchando el alicanto enardecido. No cabía nadie más en los corredores, oyéndose los misiles cada dos por tres, con los transistores humeando, contándoles lo que estaba sucediendo allí mismo, a escasos metros. Un mejicano, junto a Juan Fabrizio, dijo que el calendario maya pronosticaba que el fin del mundo ocurriría en una tarde así.

-Por eso a mí -añadió- me han caído siempre mal los mayas, por pretender que nos perdamos esto.

El máximo goleador de la liga era el delantero azulgrana que corría por la banda, Mendi, con el número nueve, liando el taco, pero sin acierto. Avanzaba señalado por la gente, con la pelota malamente controlada, perseguido siempre por el mismo, por un cosaco que corría como un perro, capaz de matarlo con un vocinazo. Era el jugador más veloz que tenía el club, y hasta ese momento había jugado todos los partidos de delantero, pero la paridad estaba dando resultado, igualando la velocidad. Le perseguía como una piedra hirviendo, como si el otro tuviera cuatro piernas, dos de ellas en contra. Tocó dos balones más a renglón seguido, pero los perdió también, quedándose apesadumbrado, remoloneando en el centro del campo, sin esperanza de jugar bien esta vez. Los propios compañeros del jugador le indicaron que no patearían más ahí, a menos que retrasara la posición, para sortear el valladar con más metros en la visual. Al fallar una y otra vez la opción, ellos empezaron a sentirse abatidos. Durante una tensa negociación en la media los azulgrana intentaron controlar el territorio, pero cuando lo hacían les seguía faltando visibilidad para meterla al hoyo, buscando siempre a la misma víctima de la carrera, que le había tocado bailar con un cafre. Ocurrió una vez más, tras mucho tiempo, y por fin obtuvieron un córner, y uno más en el lado opuesto, tras el rechace, sin mordiente tampoco. El Granada salió despedido como un tapón cuando pateó el meta, con toda la hinchada al abordaje, clamando como en una guerra, sin descanso. Era evidente, como diría una estadística sencilla, que cuanto más lejos estuviera el balón del área, menos posibilidad había de encajar un gol. El Granada enlazó la ofensiva con una jugada de tres toques, vertiginosa, provocando un estrépito de asombro en el banquillo rival, pensando que nunca ganarían.

El nueve rojiblanco llegó arriba una vez más, librando un cerco muy difícil, pero cuando parecía imposible obtuvo fruto, pateando el balón menos esperada, con suavidad, como un defensa, complicando la vida al cancerbero. Fue como una cesión. Ningún defensa falla para pasársela a su portero, y él pensó con esa mentalidad, rozando el poste. El portero, confundido, debió pensar en el extraño personaje, y pareció que le aplaudía a él, y no a sus compañeros. Siempre se la cedieron así, y en aquella ocasión fue una genialidad. El Granada habló del recurso durante los entrenamientos, como un ardite sicológico para comprender mejor los sentimientos del balón. El central del Granada no se lo pensaba dos veces para despejar, lanzando alto el chupinazo, violentamente, manteando el estadio. Cuando había una melé irrumpía en ella con una fuerza homicida, y luego se quedaba atrás ordenando la línea de zagueros, gritando contra todo el mundo como si estuviera dando una arenga. Los delanteros blaugranas, viendo cómo les señalaba con el dedo, creían que los estaba amenazando con el asesinato.

En los corners sucedía igual, nombrándoles a todas sus madres en el jaleo estrepitoso del estadio, cerca del árbitro. La última vez, con un odio visceral, le arreó al central del Barcelona un tortazo que le sonó la cara a lata. Desde luego era algo impropio de profesionales que podían encontrarse en el mismo equipo a la temporada siguiente. No obstante, los defensas azulgrana también arreaban lo suyo, sin que el árbitro les atormentara. A veces incluso agredían, pasando la pelota por detrás, haciendo ver que había más, caprichosamente, pero para el central no había ningún problema, pues tarde o temprano cobraría venganza cuando pasaran por allí, alquilando a un esbirro, como decían en tribuna. Si pegó aquel tortazo fue por todas las patadas juntas que dieron ellos. Se decía que era de los pocos jugadores que sentía un odio natural por el enemigo, pensando que eran ratas o algo así, pareciendo un ama de llaves trapeando la casa, usando simplemente la pantorrilla. Su otra faceta era la de poeta, una cosa insospechada en el balompié. Se decía que alguna vez declamó en el vestuario algún poema de García Montero, y fue cuando sus compañeros pensaron que estaban con el peor amigo del hombre, moviéndose por las calles de la ciudad con la hierbabuena tributaria de la muerte. El enemigo le tomó aquella tarde un miedo verdadero, y no se la pasaban ni siquiera sus compañeros. Jamás se arrugó, cosa que una esperanza sólida en defensa. Cada vez que subía al córner faltaba anunciar por el altavoz una amenaza de atentado.

-No le expulsan más -aclaró Juan Fabrizio- porque yo creo que los árbitros no tienen cojones para echarlo. ¿Ve usted las alambradas de los estadios?

Según el periodista las puso la federación en su día para proteger a la gente, por su entrega fácil a la sangre. El Barcelona atacó dos veces y se llegó a ver un melón en la grada, con la navaja a la vista de todo el estadio. Era lo más entretenido que tenía un club perdedor, a la espera de que provocara la sincera ovación. El Barcelona seguía negociando de más en el centro del campo, sin llegar nunca arriba. Cuando lo hacía volvía a marrar, vilipendiando su optimismo. La persecución a Medi seguía siendo implacable, sin metros para ser letal, y no como otras veces, en las que siempre que tocaba el balón se cantaba antes el gol. El Granada aprovechó como primer toque de la nueva ofensiva un pase atrás de ellos, desplegando sus efectivos al modo airoso. La apuesta subió con dos toques más, en vertical, siendo la última un bolaño incendiario pasó rozando el larguero, disparado desde el borde del área, levantando al público del graderío, poniendo a temblar los arbotantes del estadio, rugiendo la cuencia cavernaria de los fosos y corredores. Estaba todo el país paralizado viendo pelear de aquel modo al Granada en televisión, a un ritmo de infarto plenipotenciario, difícil de aguantar. Tarde o temprano el Barcelona asestaría un golpe, pues no era la primera vez que ocurría, motivo por el cual no se confiaba nadie. Incluso el linear, al alzar el banderín, parecía señalar más bien la posición correcta de los defensas. Los linieres corrían por la banda más que los jugadores incluso, de modo alternativo y vertiginoso, partiéndose el pecho.

El central del Granada seguía espoleando a la afición, sin pudor ninguno, remedando el catálogo de héroes habitual. Se llevó todo lo que había por delante en una nueva circunstancia, irrumpiendo de modo iracundo, como devastándose la respiración de toro bravo muriéndose. El cerebro azulgrana de la media seguía sin visibilidad, maniobrando con lentitud y demasiada parsimonia, atiborrado de colesterol, henchida la duda del marcador, que los dejaba fuera del título, pues no les bastaba el empate. Cuando tenía hueco, el fallo era siempre el mismo: espectacular, pues nadie esperaba que él actuara así. Al ver los azulgranas que una y otra vez malograban su opción, se convencieron de la rendición, permitiéndole al Granada combatir sin oposición. El colista de la liga, corriendo al borde de la llamada final, estaba batiendo al líder como una trituradora. Quiroga, alzando el dedo, avisó que el Barcelona podía sorprender pese a todo, con un contragolpe brutal, cuando el equipo estaba en minoría atrás, fascinado con su background. Así pues el central y el líbero recibieron a solas a cuatro contrarios, llegando con libertad, combinándose la pelota. Lo hicieron tantas veces, que parecía una broma, hasta que el líbero quedó sobrepasado, quedando como única salvación el central, con una cruz gamada en el entrecejo. El público pensó que a la más mínima destriparía a aquellos cinco. Todos menos el árbitro parecían querer marcar el balón. En el último instante lanzó la pierna, encontrándose con el balón de un modo fortuito, cuando todo estaba perdido, provocando así un lamento olímpico de satisfacción, abatido nuevamente en el organismo íntimo del estadio, que lanzó el sofoco por los vomitorios.

-Lo dije -decía el mejicano alzando la cara-. Los mayas.

-¿Qué quiere usted decir? -, replicó Juan Fabrizio.

-Han fallado y nos están salvando.

Después la repelió de un tortazo sensacional, organizando la ofensiva otra vez, bajo el aplauso clamoroso del estadio. Estaba todo el mundo adelgazando una cosa mala, con los rayos mortales del sol pareciendo culebras. El central daba voces fervientes, pareciendo que incluso sus enemigos se retiraban de allí obedeciendo. Alzó la mano, como planificando un exterminio, y arengó también al público, que se estaba volviendo loco con la idea de haber tenido allí al club campeón toda la liga, sin denotarlo hasta el momento. Había un delantero arriba pidiendo el balón, dejándose rodear por los jugadores, amagando y driblando como los roedores, con el guardameta agitando la gorra del auxilio, a medida que se aproximaba, como pidiendo un francotirador. Fintó y encaró a un defensa, cruzando la pelota al sitio exacto, trenzada la continuidad con un compañero raudo, muriendo la defensa despejando en vano. Finalmente el Barcelona se zafó del asedio y despejó, saliendo la defensa espantada, de un modo desorganizado, simplemente para tomar el aire. Los linieres, que seguían corriendo que se las pelaban, hicieron su última ronda hacia los vestuarios, para celebrar por fin el descanso merecido.

Durante el descanso los fotógrafos disfrutaron con el horizonte de colores. Jamás en aquel estadio hubo tanta gente nunca. Aún así, quedaban afuera aproximadamente diez mil personas sin entrada, pero animando igual. El público carecía de espacio para moverse, comentando mil modos de ganar, pero sin gesticular demasiado, para no herirse, como el hombre de las cocacolas, encajado con angustia en la tribuna, con el cubo en alto, sin oportunidad siquiera de hacerse amena la espera con la cercanía de alguna chavala. Después se le vio bebiéndose varios refrescos, y uno más que se tiró por encima, no ya para aliviar el calor, sino para dar asco con la sensación tegumentosa. Hubo un altercado junto a las cabinas de radio, con dos tipos huracanados dando vueltas, el uno agarrando al otro del cuello, bajándolo y subiéndolo, haciendo alguna pirueta, hasta que se descubrió que era tan sólo un muñeco de trapo, con un brazo volando por encima del locutor de la SER, que por suerte anduvo instintivo y se agachó a tiempo.

-Un invertebrado -, añadió con sorna, haciendo ameno el descanso.

Había también más ambulancias que policías en el estadio, pero por ahora no había que lamentar víctimas. El único muerto que había estaba en la general, pero no estaba dispuesto a irse sin disfrutar totalmente del espectáculo. Abajo, en los corredores, atocinada la gente, solamente había un problema de visión, pero los transistores se oían perfectamente.

-Baron Dandy -, decía la publicidad.

Un vigía, bajo el umbral del vomitorio, miraba la cancha a través de un ramal de orejas, a la espera de la reanudación. Se había pasado la primera parte alargando la información con la mente, para que todos aquellos que habían pagado pero por desgracia no podían disfrutar de asiento, vieran el partido de algún modo. Un transistor cercano, como si se refiriera a él, contestó:

-Aún es pronto.

Finalmente una escopeta de cañones recortados asomó en la grada lanzando una salva de bienvenida a los contendientes. Todas las mujeres en ese instante parecían el fruto de una furia de amor. El balón fue del centro al centro hasta que acabó en las botas del delantero blaugrana, máximo goleador de la liga, provocando aullidos en el recorrido. El público no le reconoció, pero después pensó lo mismo que los locutores.

-Ahora es gol.

Uno de ellos, hablando así, parecía Drácula. Ser adivino en esa situación no tenía mérito, porque era cierto que siempre marcaba. Le hicieron falta repentinamente, parándose el juego, con el árbitro señalando la zona de la infracción, el borde del área, que condenó a un suspense mortuorio, porque había nada más que quince metros hasta el arco. La línea de distancia de la barrera parecía demasiada. Poco después el trallazo posterior quedó ajustado al palo, como dándose cita un delineante, ese gremio que a menudo llamaba colega al lanzador. El partido avanzó de manera convulsa, basculando de una portería a la otra con frenesí de atajo. En alguna ocasión parecía, tras varios rebotes absurdos, que el balón estaba siendo llevado por control remoto. En los vomitorios estaban los hombres de la caverna rumoreando entre sombras su temor, en un extraño silencio, como en un barco a la deriva, oyéndose ceder las puertas.

Los contrafuertes del estadio resistían cada alirón. La arquitectura, durante dos oportunidades, seguía de parte de la civilización. Más allá se oyó se oyó un murmullo de cuento infantil, como en las guerras, con un borracho en la penumbra sin saber lo que pasaba, restregándose las mangas por la nariz, lanzando alguna vez la mirada arriba, admirando la calidad del edificio. Parecía magullado y aterido de frío y con fiebre. Había pedido hacía dos horas las medicinas, y cuando aparecieron estaban otra vez dentro de un vaso, lleno de güisqui, servido por la mitad, derramándose tras sortear varias barreras. Se lo puso en la boca temblando, comprobando que a los demás también les hacía efecto. En ese instante el vigía se giraba en el umbral del vomitorio por enésima vez, para informar esta vez que se habían encendido los focos. Ahora los rostros, absortos en la penumbra, eran algo más diáfanos. El borracho se giró un instante notando un destello hiriente. El transistor comentó que el Barcelona dominaba el escenario y que recuperaba su cómoda posición de ataque. Al fondo, se oyeron gimoteos, los del vigía, apretando el culo, mirando por el ramal de orejas, muriéndose de miedo. El Barcelona tenía en ese instante una oportunidad neta. El vigía se mordió entonces el puño con verdadero pavor, como en una sesión de cine terrorífico, iluminado por un foco. El Barcelona entonces chutó, alabeando la cimbra del estadio por el pavor. Durante la melé frustrada en el área granadinista se detectaron dos bandas armadas, una gallina en la cabeza del portero, un hombre pelando una calabaza, una vieja meciéndose en una hamaca, una mano estrellándose en el cielo contra una paloma, dos indios pasando costo junto al poste, así como al propio hombre de las cocacolas, vendiendo una más, junto en el otro poste, dando la sensación de que el público estaba dentro de la cancha. El portero atajó el cuero, pero al sacar se torció una pierna y lo perdió, dejándolo muerto, regresando entonces el pánico. Entonces de nuevo apareció el central, ante la mirada atónita del público, pugnando a un palmo de la portería al descubierto, con los locutores pareciendo decir que era el fin de la Humanidad, señoras y señores. Durante ese instante el cuero era fácil, cosido a la bota del delantero, casi a puerta vacía, con el portero ramoneando con el dolor. El borracho del corredor, con los ojos en la frente, estaba oyendo la retransmisión de su propio infarto, hasta que al fin el central le salvó la vida metiendo la pierna donde debía, en el último segundo de la calumnia, planteando la derrota. Se oyó un estruendoso aplauso después, cimbreando la grada, durante el despeje, con el borracho encajando en la cara aquella mirada febril y melancólica, pensando que el misil descendía ya en campo enemigo, para el gol.

Cuando bajó faltaban diez minutos cobardes para acabar. Era el minuto ochenta, cuando el centro delantero lo recibía con el pecho, haciendo un giro sorpresivo para zafarse de un defensa, y otro más rotundo para zafarse del siguiente, escorándose a un lado y pasando el balón atrás, hasta que de súbito, sacudiendo la grada, llegó de atrás el central para lanzar un cañonazo, colando la portería por donde menos se lo esperaba nadie: por los ojos del público. Sonó la pelota como si hubieran estrellado un marrano, con todo el equipo a lomos de aquel hombre, sarmentoso de furia como un almendro en la banda. Hubo en ese instante un alicanto en las calles desiertas de la ciudad. Una vieja, parada en un semáforo, creyó oír una sirena. Se trataba de los locutores gritando gol en todos y cada uno de los transistores, durante un lapso de tiempo difícil de calcular, como si se hubieran estropeado. La tempestad, dentro del recinto, descabalgaba los arbotantes. En los corredores había una congestión dormida que estallaba. Gol. Quiroga lo gritaba como si hubiera entrado su corazón, rodando por la grada con la mujer, como un súbdito panamericano, con el traje hecho trizas, y con ella a bordo pareciendo un leopardo.

Faltaban diez minutos de tensión perdurable. El Barcelona recordaba que debía vencer, y se cruzaron en el cielo dos balones altos ante todo el mundo inmóvil, directo a la otra portería. El médico del Granada, que estaba en el banquillo, miraba a su alrededor pensando que estaba rodeado de pacientes. Si en aquel instante llegan a decir que se había acabado el mundo, no se hubiera enterado nadie. Ningún gobierno hubiera desaprovechado la oportunidad para dimitir y pasar desapercibido. Se produjo una falta al borde del área después, la clásica falta al borde del área que invitaba a conocer gente agarrándola por la cabeza. Tras el rechace, prosiguió el acoso, con un saque de esquina directo al hoyo, con el clamoreo comprimido en un silencio clamoroso. Las puertas del estadio se abrieron en ese instante, sin que nadie entendiera cómo podía caber la gente. Estaban los unos encima de los otros. El borracho susurraba viejas astillas de sus sueños profundos, diciendo érase una vez, emocionado en lágrimas.

La melé a favor del Barcelona se parecía a la peor de siempre. El balón quedó botando a continuación, propicio para encajarlo allí, en la red. Sin embargo, en el último suspiro, con todos los jugadores la rebatiña del suelo, la rodilla del central interceptó la trayectoria, logrando el desvío, a resultas de lo cual quedó lesionado. Parar el juego permitía respirar al equipo. El acoso estaba siendo mortal. El entrenador quiso sustituirle diciendo que ya estaba bien, pero él señaló con bravo coraje que podía seguir, poniéndose en pie, añadiéndole un grado más al clima tras el aplauso, aunque sin dejar de cojear. Eso le dio un tinte épico a la cosa, con vendas puestas en la cabeza, con heridas sangrando y patas de palo, y por supuesto con algún parche en el ojo. El público animaba con una veracidad súbita, cuando el campéon sacaba estaba a punto de sacar el córner. El balón después dio respingo en el palo, acabando al borde del área, en franquicia durante varias combinaciones, buscando los azulgranas un hueco para chutar. Los aficionados del fondo rugían, agarrando la bandera como si fuera el mástil de un buque hundiéndose, tirando de la portería como queriéndola correr a un lado. Entonces irrumpió el central nuevamente con mucha fuerza, lesionándose en el encontronazo. El balón subió arriba posteriormente, por alto, por un instante cruzándose en el marcador, tapando el uno en la visual, como el cero del empate inicial, como debió creer el fotógrafo que lanzó la foto.

-Acabo de hacer una foto extraordinaria -manifestó-, pero en ella se ven los mayas.

De ser un empate a cero descendía al Granada, pero el balón descendió y aclaró la situación cayendo al pasto de modo favorable, aliviando al equipo. El marcador señalaba ya el descuento, de cuatro minutos, como siempre. Parte del público pedía auxilio, y otra parte quería invadir la cancha. Cuatro minutos eran demasiados para resistir. El equipo sometía al Barcelona a una persecución catastrófica y perrera, ladrando de dolor, hasta la línea fronteriza del centro del campo, cuando no quedaban fuerzas para dar un paso más. Estaban los once enterrados atrás, con el oleaje encima, al borde del naufragio. El capitán cojeaba de un lado, uno más lloraba, con su compañero detrás infundiendo casta y valor. El público, al verlos pelear de aquel modo, quiso hundirse del todo con su equipo, chapaleando en una ovación completa, durante un minuto. Cuando el árbitro pitó, cesaron las alarmas, pues todo había terminado.

La vieja de antes seguía quieta en medio de la calle, viendo cruzar a un perrito. Había un brillo nocturno encerrado en las nubes, y miró el cielo, en su habitación a solas, diciendo que había ganado el Granada. Los directivos corrían al desgarriate buscando cuanto antes el vestuario para celebrar la victoria con los jugadores. Quiroga llegó a la ducha enseguida, loco de contento y necesitado de aire, sin saber a quién abrazar antes, perseguido por su esposa, regañándole como una india.

-Se tenía que haber puesto el inservible -, declaró después a Juan Fabrizio, aludiendo al traje.

El último lo destrozó también así, después de una boda. El mejicano, al lado del periodista, decía algo, que le habían empujado, que alguien sin nadie, que lo peor había pasado como siempre pronosticaron los mayas. Luego salió Quiroga a la cancha, impresionado de ver llorar así a hombres como castillos. El borracho se quedó frente a él, degustando un gin tonic tranquilamente bajo la palmera, viendo volar una flecha con un cordel plateado. En ese instante apareció Usaín Bolt en el marcador gigante, provocando la sensación distinta, la de que el Granada estuviera celebrando el título por primera vez en su Historia.

Quiroga de vacaciones

La mejor hora para irse de vacaciones es la madrugada. No suele viajar nadie y la carretera está despejada. Quiroga, que iba deshecho, emprendió rumbo a su apartamento en La Herradura. Pasó la noche en vela cabeceando en el balcón, sin poder pegar un ojo. Al amanecer fue cuando desembaularían el equipaje. Después se dijo que no quería que le reconocieran, desde el primer momento quiso pasar desapercibido. Temía que le llevaran de un restorán a otro lanzando proclamas. Aquel disfraz de maorí le podía venir bien, con un chaleco de flores y un sombrero de jipijapa. Durante su primera paseata permaneció a la sombra de una palmera del paseo marítimo, sentado en un banco, nada más que viendo pasar gente. A su lado había un hombre que no le reconoció, pese a que su foto aparecía en la portada del periódico. Le miró un rato y él, dándose cuenta, se fingió bizco y caminó embruteciendo el paso. Llegó al apartamento satisfecho, estando su esposa aún colocando la ropa. Al atardecer se dedicaron a sestear en la tumbona tomando un refresco, sin oírse nadie aún en la urbanización. De noche prepararon aperitivos, viendo una película de acción trepidante, con forzudos en la selva, helicópteros de rescate y un héroe oculto en el barrizal, sacando la metralleta justo a tiempo.

Al día siguiente nadó en la piscina, y tras la última brazada se acodó atrás, como Confucio, alzando la cara ante el baño solar, y pidiendo excusas por haber defendido a su empresa así, como un energúmeno. Todas las ventanas de la urbanización seguían cerradas, sin asomo de gente, siendo la única la suya, con la esposa en el balcón leyendo alguna revista de moda. Quiroga cerró los ojos pensando que dentro de su cabeza había una luz muy blanca, bajando hasta el cuello y luego hasta el pecho, descendiendo gradualmente hasta el dedo gordo del pie, donde la dejó un rato, hasta que emprendió el camino de vuelta igual, lentamente. Recogió en el apartamento una sombrilla y se fue solo a la playa. Su esposa pensó que vestido de ese modo cualquiera allí abajo parecería su marido. En el quiosco paró sólo a comprar agua, donde había un individuo mirando los periódicos, como un narcotraficante de noticias suculentas, ofreciendo todo tipo de rumores sabrosones, también sin reconocerle, hablando de fichajes.

La playa a esas horas estaba vacía. El agua conservaba la temperatura de la noche. Estuvo clavando la sombrilla descalzó, y notó entonces que tenía la luz de verdad en los pies, porque la arena quemaba mucho. Desde el balcón parecía un apache dando brincos. Su esposa pensó que estaba raro así, más delgado. Por los chiringuitos se contaría una broma, explicando que en la grada del partido le quisieron vender un biquini a una gorda, pero que cuando el vendedor se dio la vuelta ya no estaba, porque desapareció. Accedió a la soledad del baño tibio con el sombrero puesto. Después se aproximó alguien y clavó la suya, justo al lado, a cinco metros. Se trataba de un señor pequeño y robusto, con el periódico en la mano, algo que a él todavía no le apetecía. El hombre tomó asiento en la arena cruzando las rodillas y desplegando las páginas, con la camiseta puesta en la cabeza, pareciendo un mahometano, celebrando con balanceos la información. Era Honorio, el presidente de las peñas del Granada, sin reconocerle tampoco bajo el sombrero. No se lo quitó en todo momento. Todas las páginas aludían al Granada, y Honorio lo celebraba pareciendo que murmuraba suras. Se balanceó más con el reportaje de Usaín Bolt, con la estrella corriendo, asintiendo con alegría adelante y atrás. A continuación se fijó más en el vecino, moviendo los brazos apacibles en el delicado melisma de la serenidad. Cuando Quiroga regresó a la sombrilla, Honorio le saludó con un sonido hosco y distante, acaso pensando que estaba ante uno de esos delicados gringos aficionados a las cremas. Honorio alzó la mano para tapar el sol y pareció que acariciaba un trofeo, haciendo un rogatorio agradecido. El club abría una nueva era. Hasta su irrupción los diarios deportivos solían rendir pleitesía a dos equipos nada más, el Madrid y el Barcelona. Era lógico, Por otro lado, teniendo en cuenta que sus aficiones eran mayoritarias y que eso les garantizaba la venta. Sin embargo, los últimos acontecimientos hacían irremediable aquel protagonismo. Quiroga adoptó una pose algo sospechosa con las piernas, pero Honorio no se dejó querer y siguió a lo suyo. El Granada simbolizaba la grandeza del romanticismo, y se atrevía con fichajes impensables hasta ese momento, como Durbi, el entrenador del Manchester, el hombre adecuado para estar en el banquillo. Sonaba como entrenador, aunque se acababa de proclamar campeón de Europa con su equipo. De ser cierto, iba a ser muy difícil sacar a Durbi de allí, a menos que alguien feroz fuese capaz de fajarse con los navajeros suicidas de su hinchada. Con Usaín Bolt allí la presencia de los divos tradicionales en las páginas sobrantes era intrascendente. Por otro lado era cierto que el fútbol ya no era como antes, cuando los jugadores, tras marcar un gol, se dejaban de zarandajas y lo festejaban atropellando al público, como si fueran panteras. Las camisetas deportivas brillaban con fluorescencias, como si hubiera que prestarle a eso más atención que al balón. Las estrellas estaban encantadas con las duchas de laca, pasándose la temporada recomendando qué perfume usar para acudir a las mejores fiestas de rematadores. Todo servía para generar recursos, pero no dejaba de ser discorde con la ética viril, y deslucía la fiesta. Eso de celebrar un gol, como ocurría en esa página, bailando una samba en el banderín, o eso de besarse el anillo como creyendo que el joyero, en la grada, estaría dispuesto al descuento, tampoco le iban bien al fútbol. Más bien parecía todo una pose de catálogo para la floritura publicitaria. En eso había algo de tristeza infantil, como si al balompié le hubiera abandonado algo, escaseando la verdadera convicción de ser un futbolista. Más abajo, en un artículo pequeño, había un comentario desagradable lleno de exclamaciones poniendo en duda la honestidad de Usaín Bolt, acerca de lo cual Honorio opuso un balanceó más, de disconformidad. Se trataba de aquel tipo gordo del membrete, quizá uno de esos que se atrevía a escribir cualquier cosa sin haber jugado en la vida ni al futbolín. Primero dijo que Alemania estaba en crisis, sin haberlo comprobado, y enseguida que el atleta negro, durante la última carrera de Berlín, sólo corrió quince metros, y que tras la misteriosa foto finis se demostró que a mitad de carrera fue sustituido por otro negro, de gran parecido físico con él y que a lo que se ve cobraba mucho menos porque quedó el segundo, tan sólo con derecho a una medalla de plata. Quiroga le oyó un rato, una murmuración alterada, tratando de componer el periódico bien, bicheando en la polvareda.

-Ya comienzan las conjuras de los envidiosos contra el equipo campeón -, decía-. Contra el Granada. Contra el invicto.

Hizo un gestode comadre hilando un tapete.

– Se nota que somos el equipo a batir -, añadió.

La esposa con los prismáticos, al advertir el gesto desde el balcón, pensó que se trataría de alguien peligroso, y pensó por un instante que debía dar aviso a la policía, por si se trataba de un sensacionalista a punto de estallar, anunciándolo de ese modo, como una despedida del mundo de los vivos. Después se quedó quieto, complacido mirando la última página, donde aparecía sin lugar a dudas el auténtico atleta negro, sudando la gota gorda, en una foto transparente, granítico y descomunal, lozanamente, desmintiendo así que fuera un impostor. El hombre del sombrero en ese instante se retiraba hacia el chiringuito, andando con dificultad, dejándole atrás con la camiseta echada por encima y enarbolando los dedos de la victoria ante el azul del mar. Quiroga iba para reservar una mesa, y encargó una paella. El camarero era su amigo de siempre, Luis, que al verle de esa guisa sonrió.

-Vas muy bien -dijo-. Eso en Jamaica es el traje de los marqueses.

Él se quedó muy serio, rogándole toda la discreción del mundo. Tenía jaqueca y quería pasar desapercibido. Los últimos días habían sido muy duros, con todo tipo de sensaciones fenomenales. El camarero le señaló la mesa para que se sentara allí con su esposa, debajo de una palmera airosa con un pajarito dado al trémolo. Entonces empezó a llevar las cosas, dirigiéndose a él en todo momento con un susurro, de un modo totalmente confidencial, primero con el mantel y la sal, y luego con la bebida.

-Ocho de la mañana -, decía siempre Luis.

Era la hora del partido anual de la peña de veteranos, y se lo estaba recordando.

-Donde siempre -, susurró otra vez-. Ocho de la mañana.

Quiroga asintió rápidamente, haciéndole ver que no lo olvidaría. Estuvo entretenido con la carta, oyéndole al fondo, recibiendo a los clientes. Luis era el hombre que mejor definió el bar, cuando dijo un día que era la casa particular de un hombre donde la gente esperaba para beber. Comentó un poco su rutina lanzando platos a las mesas, que si este año está la cosa peor, que si el año anterior fue mejor. El chiringuito se atiborró enseguida, y poco después estaba incandescente, inundado con el aroma de las fritangas, yendo los platos de un lado a otro. La gente hablaba sin parar del Granada, diciendo que desde siempre había sido un club relacionado con el atletismo mundial, y que de ahí el fichaje, que no era un antojo. El Granada incluso más influyente que Alemania, como dijo Honorio, trasegando sangría. Luis dijo claramente que Quiroga estaba en África en ese momento, dispuesto a fichar a un montón de negros, provocando por un lado el aplauso y por otro que un empresario, conocido ultraderechista, se molestara.

-Yo no quiero negros -, decía con voz tronante ocupando la mesa de al lado.

En ese instante Quiroga estaba al teléfono hablando con David Manuel, apagando la voz. El presidente, al oírle hablar así, pensó que quizá estaba metido en problemas, como las grandes estrellas. Después oyó el jaleo despierto del chiringuito y creyó que era una trifulca, con todo el mundo dando voces, incluyendo al empresario de los negros. David Manuel había estado toda la mañana en el despacho, arreglando documentos, hasta que recordó que en algún cajón había puesto una pomada antiinflamatoria, para ponérsela en la oreja, que a esas horas, debido a una alergia, estaba gorda como un puño. Durante la comunicación alzó un instante la mano de modo apremioso, rozándosela, y al mismo tiempo oyó Quiroga después un jipido profundo, quizá a consecuencia de una puñalada, debido a un asalto furibundo de quien sea. Podía ser cierto que hubiera envidiosos. El directivo le oyó acezar de dolor, sin poder articular palabra, como si también estuviera amordazado. ¡¡El Granada a aquellas horas podía estar de culos a manos metido en un problema gordo, por su trascendencia indiscutible, con bandas internacionales al acecho, pues el negocio era indudable, manejado solamente por dos, por tres a lo sumo, por no más de quince o veinte, veinte personas bien relacionadas!! Honorio, pese a su aspecto, quizá era un sabueso de la Interpol, merodeando por el chiringuito. No había un aspecto mejor para eso, pues de sobra se sabía, como decía el lema, que en una manifestación el hombre discreto es el que grita. Por lo tanto no había que descartar que alguien, en definitiva, les estuviera siguiendo la pista aunque no hubieran hecho nada absolutamente, tan sólo por querer hacer campeón a un club como el Granada, que jamás había ganado ni un pimiento, solamente montañas de deudas. David Manuel abrió un cajón en ese instante, y como fue de modo violento, el teléfono registró el sonido, modulándolo como si desenvainaran un sable. No había modo de dar con la pomada, y lo único que encontró alargando la mano con esfuerzo fue un tubo de loctite, de pegamento ultradherente, que reventó en el manoteo, dejándole pegado contra el respaldo del sillón, con el cenicero en una mano, en cuyo momento apareció en el despacho la secretaria, viéndole sujetar con la otra la cadena del váter. Lo último que oyó Quiroga fue la tracamundana característica de la desconexión, una deflagración de la señal, aunque sonó a aquellas horas, con todo el chiringuito a bordo, como si le hubieran abatido de modo cruel, acaso a tiros, acción que empezó a llenarle la cabeza de pesadillas calenturientas. Sin embargo, había que guardar la calma: en Japón era mucho más famoso y nunca había pasado nada. Ella, Pepa, llegó al instante, dispuesta a cebarse con la paella, radiante ante el hombre del momento y por supuesto ardiendo de ganas por desvelar al fin la identidad del héroe, a pesar de que estuviera el empresario al lado explicando genocidios y guerras a favor de la civilización.

-No quiero negros -, reiteró una vez más-. ¡Macacos!

Los clientes siguieron comentando diversos aspectos de las finanzas, pareciendo que manejaban con facilidad el lenguaje bulsátil con sus grandes musicales. La circunstancia, tarde o temprano, obligaría al club a ocupar plaza en el mercado de valores, como los más grandes, en atención al volumen de negocio, que parecía desatado e inabordable, con todo el mundo haciéndose rico en pocas horas. Con las aceitunas en algunas mesas explicaban la pelota del lanzamiento efectivo, con el negro recorriendo la cancha. Un grupo, bebiendo sangría a todo pasto, comparaba el ratio de los beneficios empresariales con el precio de unas raciones de gambas, haciendo una aljamía inconexa de rumores superfluos, muchos de los cuales eran propagados con facilidad por el propio camarero, yendo de un lado a otro atizando el fuego así. Se rumoreó que el Granada compraría también un bólido supersónico 747 de las líneas aéreas, para los desplazamientos oceánicos, al objeto de realizar exhibiciones internacionales, que debería ser una exigencia inevitable a ese nivel deportivo, como el Madrid o el Barcelona, que a menudo se iban de gira. El avión, para deslizarse por el agua, tenía dos gomas en el tren de aterrizaje, para dejar aún más patente su vínculo con el negocio, aterrizando señorialmente en la orilla del mar. El primer vuelo parecía la bandeja del camarero, llegando a la mesa desde lo alto, humeante y con una fritanga variada de pescado. Luego se retiró a otra mesa, dejando un dato confidencial, muy verosímil pues también se rumoreó que estaba muy vinculado al club, por su gran amistad con un directivo, Quiroga a la sazón, pasándolas canutas en África buscando una figura. Durante una reunión un señor en pie alzaba el dedo, hediendo a épica bizarra, invitando a los demás solemnemente a tomar la copa en nombre del directivo, allá donde estuviera, quizá muriendo de paludismo, como no sería extraño en la selva.

-¡¡Hurra!! -, se oyó al fondo.

Se comentó que a lo largo de la Historia hubo ciudades más pequeñas que Granada ganando campeonatos de liga, como el Kaisserlauten de Alemania, ciudad con menos de cien mil habitantes, que pese a todo la conquistó en tres veces ocasiones. El ejemplo de La Coruña era más reciente, en la liga española, tras pasarse la vida en las categorías de baja estofa. Cuando llegó Luis con la paella a la mesa de Quiroga, estuvo a punto de caérsele el sombrero, y temiendo que fuera así acabó pidiendo la ensalada en francés. Poco después se oyó al fondo que el atleta Usaín Bolt había recibido una oferta superior, del París Saint Germain concretamente, el equipo favorito de la liga francesa. Fue lo que motivó una ansiedad general, obligando a la gente a consumir de todo, gesticulando sin parar, hasta dejar por completo el tema zanjada, como bien sabía Luis distinguiendo los rumores. Era algo que formaba parte del manual del oficio, estimulando el gasto, pues la gente nunca se iba hasta que no era así, sudando y comiendo cada vez más. El camarero por un lado ofrecía gambas de importación y calamares en su tinta recién llegados del mismo sitio, y por otro chipirones, sardinas y jureles deseando que les pusieran un piso en Suecia, así como jibias y pargos en abundancia dignos de ser fichados. Un nuevo rumor progresaba asegurando que el directivo acababa de fichar en África al hombre adecuado para rematar los balones altos, es decir, a un negro corpulento como un armario. El empresario, con gesto airado, pidió entonces una ronda más, volcando la silla, hasta que su socio, que le vio, bromeó pitando penalti. El negro alto al parecer era muy comilón, como aseguraba la última noticia, capaz de comerse de una sentada todo cuanto ofrecía el escaparate de marisco, lleno de langostas y bueyes, propicios para paladares exquisitos, como los españoles. Nadie, en definitiva, podía ser allí menos que un negro. Esto provocó que el empresario se girara pidiendo a voces dos antorchas suculentas de langosta con buey, provocando la demanda general. Pepa, por su parte, retinta de vino, viendo la cosa tan animada, consideró que era oportuno salir del anonimato de una vez, desvelando la identidad del héroe, su marido a la sazón, sentado allí mismo, bajo el sombrero de jipijapa sin hablar una palabra en todo el día. En ese instante notó él que el sombrero resplandecía volando, y se dijo que era su esposa llamando la atención demasiado, agitándolo como si se estuviera ahogando. Se tapó toda la cara de inmediato, pidiéndole en un inglés fino que lo devolviera a su sitio, en tanto más allá se aseguró que el París Saint Germain acababa de fichar al presidente, a David Manuel Jiménez, provocando la polémica definitiva.

-Como director deportivo -, añadió alguien, acalorando a la manada.

Cuando parecía que de allí no saldría nadie vivo, la pareja regresó al apartamento, con ganas desfogantes de amor pese a todo. Abrieron la puerta abrazados, luchando desesperadamente por quitarse la ropa, dispuestos a yacer en cualquier sitio, en el sofá o rodando por el suelo. Entonces a Quiroga se le enganchó el chaleco en la manivela, hasta que lo desgarró, yéndose de boca contra la lámpara y partiéndose la nariz, en medio de un mareo sanguinolento. Estuvo pensando por un momento que habían llegado todos los vecinos de golpe a la urbanización. Se estaba asfixiando, y manotéo pidiendo ayuda, con la esposa tirando las sillas buscando algodones. Alguien en el balcón de al lado decía que iba a llamar a la policía, alegrando la tarde añadiendo que le estaban partiendo la cara a alguien. Se trataba de la televisión, como vio Quiroga, que se habían dejado encendida, emitiendo a esas horas un programa de cotilleos. Lo que ocurría en el apartamento aledaño era que su inquilino, almorzando con su pareja, aplazó el bocado a la sandía al oír el desbarajuste, un fuerte golpe en la pared, un aullido y una silla cayendo, como si en verdad estuviera ocurriendo algo grave. Entonces sonó la sirena policial, a lo lejos, llegando por la avenida. Entretanto en el chiringuito, quizá por una suerte difusa del mareo que tenía Quiroga, parecía que Luis atizaba el fuego verdadero calmándolo a su manera, puede que anunciando que le estaban dando una paliza en África, verosímil y merecida, por haber abandonado el país sin pagar. La televisión emitía imágenes del último partido, con toda la afición al desborde, y por un instante pensó que por su culpa podía haber un conflicto internacional, invadiendo la afición el continente africano, dispuesta a vengarle. Rechazó ir al ambulatorio para no llamar más la atención, y Pepa cortó la comunicación justo cuando había dado la dirección, motivo por el cual no sería extraño que de un momento a otro sonara la sirena de verdad, pues la otra era de una película. Quiroga, sin darse cuenta, había caído sobre el mando a distancia y cambiaba los canales, llevándose una impresión falsa de la fatalidad, con la hinchada matando a los negros. Durante un instante de suma inquietud, viendo las banderas, imaginó trolebuses estrellándose contra los árboles, y lanzamientos de boniatos asados a la boca, con un helicóptero sobrevolando la zona y héroe saliendo del barrizal, rescatándole como en las películas, en la jungla con ametralladora. Pepa le puso finalmente dos tapones de algodón, uno en cada fosa, palabra que por último le incomodó, al recordar al empresario hablando de genocidios.

"Fosas", se dijo.

Entonces decidió referirse a ellas de otro modo, simplemente Rafa. La pareja, más calmada tras un descanso en la tumbona, saldría luego a tomar el fresco a la orilla, a la caída del atardecer. Quiroga se golpeó la cadera, notando cuando se enfrió el dolor, motivo de que andaba gacho, pareciendo un drogadicto agarrado de la madre, pálido bajo el sombrero y mirando su huella en la arena. Aún seguía allí Honorio, harto de sangría, con la camiseta en la cabeza, celebrando aleluyas tras un día tórrido en la arena, comentándose confidencialmente los rumores.

-¿Quién ha dicho que Durbi no puede ser el entrenador del Granada? -, se dijo cuando pasaron-. ¿Quién, vamos a ver?

-Rafa funciona -, dijo por su parte Quiroga.

Honorio oyó esa voz gutural y pensó que quizá iba acompañado por una de esas viciosas a las que seguramente les encantaba confundir a Rafa en la cama. La pareja después siguió avanzando bajo el crepúsculo, hasta llegar a una moraga de sardinas, con un grupo hablando animadamente de fútbol, pimplando y comiendo sardinas. Después llegaron al restorán Dalila, dispuestos a cenar a la luz de las velas. Era su favorito desde siempre, de madera con bejucos enredados, camuflado en la rocalla, con candelechos rozagantes cayendo por las ventanas, haciendo ver que el hombre era capaz de vivir así. A las diez de la noche había un abandono de plata en las represas, con la luna rielando en la garúa de la brisa. Su camarero era un hombre distinguido, sereno y con un uniforme, que al verles ocupando la mesa abandonó el periódico en el revistero para atenderles. Quiroga, que estaba triste, le notó detrás un instante, observándole, queriendo saber quién de los dos era el de la foto de la portada. Quiroga pidió carne a la piedra con patatas y una salsa, y Pepa un ragut sobre lecho de bechamel tártara con tres guarniciones, una de ellas flatulenta. Después se retiró para ir al aseo. Entretanto Quiroga, solo en la mesa, tomó una rosa para ver si la olía bien. Entonces observó que de la oscuridad de la orilla emergía un bulto, un tipo con la camiseta por encima, gesticulando en un trance amargo, pregonando que le habían pegado al presidente del Granada un cenicero en la cabeza. A continuación le echó un vistazo al hombre del sombrero, poniendo la rosa en su sitio con ademán delicado, sin que aún hubiera llegado Pepa. Le reconoció, rodeado de extranjeros en las mesas, seguramente de viciosos mariquitas, cuando no de posibles espías al servicio de otros clubes.

Juan Fabrizio en el atasco

Eran las cinco de la tarde y el féretro automovilístico se mantenía inmóvil desde hacía tres horas en la carretera que unía la capital con la costa. Juan Fabrizio estaba al volante oyendo crujir el chasis, pensando para sí casi siempre, charlando a su manera con una mosca puesta en el retrovisor de la puerta. El avance era tan lento que de haber habido una exposición en la cuneta la hubieran podido mirar. En los coches de al lado se veía crecer a los bebés. La esposa estaba bajo el parasol, con los ojos cerrados, alegando que quizá más adelante había un accidente. De ese modo pretendía tranquilizarle. La última vez descendió del auto acordándose de la madre de todo el mundo, espoleando una rebelión. Hace veinte años los políticos prometieron una autovía moderna, como las de Alemania, pero por el momento todo seguía igual. En burro se hubiera ido más rápido. Para unos la demora en la construcción de la autovía era debida a dificultades orográficas insalvables. Otros, sin embargo, no se conformaban, comentando que había muchas más en Suiza, el país más montañoso del mundo. Juan Fabrizio, engurruñido de calor, se encendió un pitillo y le dio un calada truculenta. Aparte del toro aplastado en el firme, que fue una anécdota que se contó, se contaban más, como aquella de las animadoras de un partido de baloncesto, que acabaron agitando los pompones ante el público de una manera grosera, alineándose en una fila, la una y las otras pidiendo una M, una I, una E, una R y por último la D.

"Por aquí nos las den todas", decía una vez una pancarta puesta en el puente, dos años atrás.

Esto permitió un pasatiempo, para que cada uno inventara su propio lema.

–Ha vuelto a ganar en Indianápolis -, dijo entonces la esposa de Juan Fabrizio, señalando la radio, interceptando su soliloquio cuando la bella animadora finalmente mostraba la A.

La radio comentó después una noticia de terrorismo, advirtiendo que la zona era uno de los sitios calientes para las bandas criminales.

"Me suda la polla", se dijo él ante el locutor.

Tenía mejores cosas en las que pensar. Los terroristas parecían simples monigotes de televisión comparados con la vivencia crucial del Granada. Sólo este plan parecía realmente serio. No obstante, era cierto que siempre hubo tensión allí, hasta el punto de que una vez la gente hizo una protesta en el puente y la brigadilla, pese a ser contra el terrorismo, acabó nerviosa. El periodista, atrapado en la soledad de la ventana, se limpió el cuello oyendo a la esposa murmurar, seguramente soñando que el negro del periódico, musculoso y juvenil, le regaba las macetas.

"El Granada va a ser campeón", se dijo él, con un espasmo soliloco en un ojo, como hablándole a la mosca en el retrovisor.

Para algunos la autovía, año tras año, indicaba la lealtad de los ciudadanos aguantándole eso a su país, que en condiciones normales sería una insolencia. Lo cierto era que si aquel puente se caía, supondría un escándalo, máxime si en los periódicos se publicara el destino turbio de los millones, tras años prometiendo inversiones, que parecían no existir. En cambio en otras regiones sí las había, incluso en zonas de interior, con cuatro y cinco carriles, para llegar en línea recta a todos sitios. Era inasumible que una zona costera, de afluencia tan masiva en verano, careciera de una estructura así. Nunca faltaban políticos prometiendo constantemente destinar partidas económicas para el asunto, para hacer algún kilómetro más, siendo insuficiente y agrediendo de nuevo al público infundiéndole la misma sensación kafkiana, con la bandera nacional flameando allí en señal de amistad por el abandono. Tal vez se trataba todo de un monumento demasiado grande para ser visto, o de una clave secreta y misteriosa, de esas solamente conocida por los selectos círculos de estadistas. Los conductores barajaban las mismas especulaciones cada verano, cosa que al parecer venía bien para licenciarse en muchas materias, como la filosofía, sin dejar de pensar, o la geoestrategia militar, haciendo ver que todo el mundo conocía dónde, cuándo y cómo atravesar una bicicleta para provocar una cola monumental que diera la vuelta al país. La gente de Motril, la ciudad que se veía al fondo, combatía a su manera, con un pitorreo resignado, llegando a decir incluso que aquello encerraba una fortuna intelectual, digna de concederle el premio Nobel a los causantes, en vez de tirarlos al río. Según dijo Quiroga alguna vez era como si hubiera un tirano disfrutando al robarle, poco a poco, la sonrisa a la gente, para después someterla a un agravio peor. El periodista intentó en cierta ocasión escribir una novela asombrosa, pero cada día acababa sintiéndose un conspirador, sin haber hecho absolutamente nada. Nunca la comentó, para no alterar de más, pensando que nadie más pensaba las cosas que se le ocurrían a él, ni con la esposa siquiera. La guardaba en el ordenador y la acometía al anochecer, cuando dormía, escribiendo un capítulo por noche, soportando insomnios pesados. Ni siquiera cuando abordaba el humor lo veía saludable para la mente, aunque en principio parecía que sí. Uno de los protagonistas era un político, descubriéndose al final que era medio tonto, sonriendo en las fotos con orgullo por haber sido elegido por un pueblo que había aguantado veinticinco años sin autovía. Llegó a pensar que estaba metido en algo prohibido, tanto que con un pedo mal cuidado él mismo podía detonar la bajada de la Bolsa o algo peor, por el gusto de tenerle de chopos a paños como protagonista, hasta que perdiera los estribos y acabara en la cárcel, echando a perder su vida.

"¿Por qué? -se decía-. ¿Para que destaque un imbécil?".

Era increíble que los escritores americanos, en cambio, sí se atrevieran, asesinando a presidentes incluso y derribando rascacielos sin problemas, cuando no tramando al detalle, explicando bien una bomba, la muerte de un Papa.

"Alguien goza robándonos la capacidad creativa -seguía diciendo-, la de exorcizar la violencia escribiéndola".

Pudiera ser que con el dinero de las inversiones que allí faltaban, se estuvieran financiando en otro lugar fúrbilas monerías.

-Quizá se sabría -, murmuró, como un sonado mirando a la mosca del retrovisor.

Se sabría porque el propio sector de la construcción, con sus clásicas venganzas, acabaría delatando el asunto. Hombre, siempre cabía el consuelo de que al menos el dinero siguiera dentro del país, circulando libremente por doquier. Por otro lado, también parecía que la bandera de España era un disimulo, para ocultar que la zona en realidad pertenecía desde tiempo atrás a otro país, en virtud de cualquier acuerdo oculto firmado entre países. Para muchos otros la construcción, con aquel puente del fondo como paso único a la playa, valía precisamente como fuerza favorable, una polea en el gran parchís nacional susceptible de uso para flagelar a zonas con exceso de corrupción. Empleándolo convenientemente quizá las ratas salían disparadas del barco.

Cuando Juan Fabrizio se atrevía con un capítulo morboso, acababa transgrediendo la normativa literaria queriendo ser amable de nuevo. Así pues las bandas de criminales acababan siendo abuelas, y las conspiraciones y choques de civilizaciones, con sus secuestros, se calmaban con aspirina, y asimismo los ejércitos se desplazaban en Cadillac, luciendo el hierro muscular, con flores y palomas, hasta que la novela acababa hediendo a honestidad. El sentimiento de culpa que alimentó era sólido cada día al fondo del cuerpo, durante algún verano horrible, pensando que si alcanzaba el éxito las entrevistas de la fama acabarían siendo interrogatorios. Una vez, cortando el pan, se dijo que podía hacerle daño a alguien, y guardó el cuchillo, como un paranoico. Al mismo tiempo, cuando veía las películas de vaqueros, tan llenas de acción, acababa pensando en los vecinos, por si debía preguntarles, para seguir sintiéndose buena persona, si estaban a salvo después de la balacera. Nunca, pese a todo, hizo demagogia en el periódico, dedicándole tiempo de más en sus artículos. De sobra se sabía que nadie era imprescindible, y que cualquiera podía ser quitado de en medio en un momento dado, acaso implicándole en alguna tontería, como cuando coincidió su nombre con el terrorista más buscado de la televisión. Un día reunió fuerzas para un capítulo decisivo, viendo el modo de poner una bomba en el puente, temiendo que la mujer de la limpieza echara mano al ordenador, certificando ante la policía haber descubierto a un malhechor. Al final no estalló la bomba, sino su cabeza, diciendo que se trataba tan sólo de fuegos artificiales, quizá en honor a la patrona. Desde entonces era renuente a contemplar de más el puente, por si en ese momento se acercaba un motorista para preguntarle qué estaba pensando. Ciertamente pudiera haber alguien que se divertía así, volviendo loco al gentío, quizá para que ningún paisano advirtiera que vivía en una zona de lujo, manteniéndole inconsciente ante dicho poder.

Quizá había extraterrestres, o un yacimiento de oro, un tesoro genuino, o alguien demasiado importante para ser conocido por el mundo. Durante la novela acabó una vez en el balcón de su apartamento como un general, dispuesto a rendir pleitesía a la Historia dirigiendo, de un modo decidido, la sublevación definitiva, arengando a un millón de granadinos ocupando la avenida marítima, con las dunas de arena en el horizonte nocturno pareciendo cabezas, anhelantes ante él, asomando providencialmente. Era Braveheart, el líder escocés de la edad media, sobre el caballo, organizando en el valle a sus fuerzas contra los ingleses. Era, en definitiva, una leyenda de andar por su casa nada más, aunque el repertorio al que daba lugar la Historia pervertía su razonamiento, incluso yendo a bajar la basura. Casi todo acababa al final en una merienda primaveral conjunta, con empanadas. Por lo tanto en realidad existían dos atascos, y uno de ellos era el creativo. Claro que pensándolo fríamente, ningún país estaría veinte años soportándose así, tirándose las coles por alto, a menos que estuviera en la ruina pendenciera, procurando salvar el presupuesto desprendiéndose, mediante la venta, de parte de su territorio, algo que por otro lado hubiera debelado el telediario, provocando una polémica tumultuosa.

"¿Es verdad el telediario? ¿No es una grabación para que yo me la trague, queriéndome ver en acción? ¿Me están recordando lo que sucedió en este planeta antes de su destrucción? ¿Me están esperando a mí en verdad?¿Soy yo aquel, que señalado por el destino, ha de ocultarse para que su país no sufra un protagonismo excesivo, haciendo ver que puede sufrir mucho si de otro modo dirigiera el mundo, como en los viejos y gloriosos tiempos? ¿Qué es la verdad, amigos míos? ¿Cómo en los periódicos no se habla de algo tan flagrante? ¿Desvían la atención inventando corrupciones en los confines del país, nacionalismos, follones, folletines?".

El puente, sin duda, ejercía un poderoso control mental, y sin duda debería estar beneficiando a alguien. Quizá se fingía abandono por un lado para exportar de tapadillo el talento desperdiciado a otro lugar del mundo, con conocimiento de unos pocos nada más.

"¿Quién o quiénes? ¿Me temen a mí? ¿He puesto el dedo en la llaga? ¿Han huido del país a tiempo, después de un tiempo ocupando la pantomima?".

Desde el punto de vista creativo, desde luego era una desventaja respecto a otras provincias, menos ansiosas con el asunto.

"¿Dónde está el tesoro? ¿Em, pajarito? ¿Aquí, allí, allá? ¿Lo tiene aquel, ese, el otro? ¿Sabe algo el del coche de al lado? Quiero decir si con todo esto al aire, con el puente y lo demás, se ha dado cuenta. ¿Comete a menudo el mismo delito que yo? ¿Nos irritan para que nos comamos un gusano? Cuando un político vulnera la tranquilidad, provocando un desasosiego doloso, ¿es para que la gente, como si fuera un anzuelo, se coma su muerto, ¿acaso el de ser simplemente un reo, apareciendo de vez en cuando en televisión, haciendo ver que es un señor respetable? ¿He descubierto la baraja y me persiguen? ¿Quién? ¿Qué cara tiene? Si yo, siendo un hombre honorable y de provecho, lo paso tan mal, ¿quiero eso decir que obtendría mejor trato defendiéndome a estacazos?¿A quién están premiando estos lagarteranos? ¿A la gente que se defiende con bombas? ¿Quién entonces está dirigiendo el país realmente, una fuerza de ocupación, una potencia extranjera, poniendo en los mejores cargos, con acoso de armas, a unos cuantos monigotes? ¿Me cargo yo la democracia así, o más bien una democracia así no es tal?".

Un verano lo pasó fatal del estómago. Quiroga, viéndole en la tumbona acomodando la tripa con tanta indecisión, pensó que estaba poniendo demasiado cuidado, como si de otro modo bajase la Bolsa. Sospechaba de cualquier persona con prismáticos y pensaba que era el hombre adecuado para que todo se viniera a pique.

"¿Quién es el chalado que le está regañando a esta provincia de este modo? ¿Y si le pego un tiro? ¿Me aplaudirán? ¡¡¿Y si me aplauden de verdad?!!".

Al final, aquella noche en el apartamento de Quiroga, lo único que acabó bajando fue la bolsa de la basura, mas luego, una vez en el contenedor, al oír el chasquido de la compuerta, se dijo que alguien podía confundirle con un chorizo tratando de guillotinar a alguien. Quiroga tampoco, como criminal de novela, iba bien, pues al final pensó que un amigo no merecía ese tratamiento, ni siquiera bajo una identidad falsa, la de un conductor normal con un bazoka. Después el capítulo se echó a perder, cuando le otorgó un poder sobrenatural para que escapara de la cárcel, acabando por tanto él convertido en su cómplice, teniéndose que aprender las leyes como un ridículo abogaducho.

"¿Hay una sorpresa para mí y por el momento no me quieren desvelar nada? ¿Está ella implicada, mostrando esas nalgas, queriéndome entretener con un follamiento aquí mismo, a la desesperada, bajo el tombostoso sofoco de calor, abriendo un poco las ventanillas para respirar el aire tibio del amor, a escasos metros de ese desgraciado? ¿Por qué no vamos a hablar del amor? ¿Es acaso mejor que la guerra?".

En la radio sonaba en ese instante Honorio, el presidente de las peñas del Granada, haciendo unas explosivas declaraciones, cuando la esposa elevó el volumen.

-… y no puede estar el club en estos momentos en manos de mariquitas… -, se escuchó tan sólo.

Quiroga, en cambio, permanecía al fresco de su apartamento, tras hacer el amor, con Rafa corriendo cierto peligro. Desde el balcón miró un rato al horizonte, divisando aquel gran atasco. La mujer puso un rato la radio, sintiendo intranquilidad, hasta que él, con un nasardo tonal, pronunció con escepticismo algún argumento, diciendo que esas cosas venían bien para estimular el consumo, teniendo a la gente en un sinvivir, evitando así que pensara de más para gastarse el dinero. Si el puente aún no había sido derribado, nunca ocurriría después de tantos años. Era cierto que las multinacionales del terror tenían sus propios ojeadores mirando solares.

-Pero si se mueve -añadió- sería más probable que lo haga Dragados con la grúa. La gente además tiene otras cosas en las que pensar.

El hombre era bueno por naturaleza, teniendo en cuenta que era más fácil destruir que construir.

-De otro modo -siguió diciendo- el mundo se hubiera ido al carajo hace tiempo. De todas formas, si ocurriera una catástrofe, al del telediario tampoco le costaría trabajo decir que ha ocurrido en Filipinas, que suele ser una zona más acostumbrada a los terremotos.

El Granada, de todas formas, suponía el gran alivio, facilitando como en ninguna ocasión que todo el mundo escapara de cierta tensión de cuartel abierto. Así pues, si la inteligencia consistía en ganar una guerra sin pegar un tiro, simbolizaba un paradigma categórico. Cualquier idea bastarda en comparación parecería la de un loco. Al anochecer, tras la cena, Quiroga le prestó atención un rato al transistor, sintonizando el programa deportivo. Entonces, de repente, oyó la voz de David Manuel, si bien al final tan sólo se trataba de un imitador, corroborando así la celebridad propia de los grandes hombres.

-Presidente -, le preguntó el locutor-, ¿cómo está usted?

-Aquí estoy -contestó al teléfono, engolando la voz-, escuchando a Shostakovich.

El falso presidente anunció que estaba concentrado con el equipo en Cleveland, en un rancho con un hotel y una cancha de césped. Dijo que el pueblo americano había acogido bien a los muchachos, y que el negro no paraba de correr, incluso después del entrenamiento, como en ese instante, sacando la manguera para regar. En ese instante se oyó, próximo a la urbanización, el vehículo de Juan Fabrizio, sonando en la oscuridad como un trombón plomizo. Al parecer se había averiado, y se empeñó repetidas veces en ponerlo en marcha, con la esposa atrás empujando, mientras él giraba la llave del contacto. El auténtico David Manuel llamó entonces por teléfono, al objeto de comunicarle las últimas noticias del club, anunciando que había grandes inversores a la vista. Por un instante Quiroga le oyó rascarse la oreja. Dijo que una de las inversiones procedía de Dubai, de un constructor de naipes acristalados, y que las otras eran de unos banqueros belgas con mucho pedigrí. Sin embargo, la participación más asombrosa fue la de un club británico, el Queens Park Rangers.

El Queens Park Rangers compra el Granada

Quiroga, tras cerrar la comunicación, permaneció en vilo en el balcón, pensando que la oferta era una oportunidad magnífica para deshacerse de una deuda centenaria, tras muchos años temiendo que le embargaran al club incluso las botas de jugar. El Queens Park Rangers pretendía comprar la plaza del Granada en primera división por tres mil millones de euros, para luego desplazarse desde la isla cada domingo a disputar la liga, como un club más. La operación no tenía precedentes. Nunca antes había ocurrido algo así, es decir, que la esperanza se convirtiera en un activo sólido. La cantidad permitiría pagarle a todo el mundo de una sentada, y a ese prestigio se añadía la posibilidad de pasar a la Historia fundando la liga continental, como dijo David Manuel. Añadió que la reunión se celebraría al día siguiente con un apoderado del club inglés, en la capital, concretamente en el hotel Corona de Granada, a las cinco de la tarde. Juan Fabrizio, al ver que había luz, pasó un rato al apartamento para saludarle. Ambos cuchichearon un rato en el balcón, para no despertar a Pepa. Almorzarían juntos en el chiringuito, y después volverían al atasco. Con todo el mundo en la playa lo más probable es que la ciudad estuviera desierta, sin periodistas, evitando así la indiscreción antes de culminar la operación.

Al día siguiente, echado en un sillón del vestíbulo del hotel, estaba David Manuel, esperando al apoderado inglés, con la oreja como para pelar plátanos, sin dejar de rascarse, con una tensión deshonesta. Honorio, el presidente de las peñas, iba en ese instante en su furgoneta, siguiendo sin reconocerlo el coche del directivo, para ir a la sede del club a ver quién exactamente dirigía la entidad en aquellos momentos vitales. David Manuel, en el vestíbulo del hotel Corona, quitándose de las uñas los restos de loctite, se temía una polémica subversiva, pero era irremediable, y para eso había que estar preparado. Tras la noticia del acuerdo probablemente el país estallara de pena, viendo que los ingleses se llevaban la morterada. El fútbol, desde luego, tenía una emotividad distinta, pero la calma demostraría luego la rentabilidad de la maniobra.

El club debería partir de cero, en una categoría inferior, mas con la ventaja de no soportar más el pesado lastre de la deuda, que casi siempre impedía pensar con claridad. Entonces apareció en el vestíbulo un empresario conocido suyo, un competidor de la construcción, extrañado de verle allí. El presidente, al verle, reaccionó incorporándose de súbito, sin dejar de rascarse, hasta que se quemó con el cigarro, dando un respingo y apagando el gemido. Hizo algún comentario diverso, y al final declaró que estaba allí esperando a una amiga de Japón, para tributarle una bienvenida. Al otro no le extrañó, hasta que al salir a la calle observó a Quiroga descendiendo de un coche, resoplando junto a Juan Fabrizio, el traje arrugado.

El atasco esta vez lo habían provocado ellos mismos, perseguidos por un motorista tras sortear varios coches, para no llegar tarde. Como le contaron al presidente, acabaron comprando doscientos kilos de papas, cuando el motorista extendió la pertinente multa, anotando la matrícula, a euro por kilo, como se suele decir. Al ver Quiroga que el presidente tenía en las manos la oreja más gorda del mundo, bromeó con Juan Fabrizio pidiéndole que aprovechara la oportunidad para hacerle una foto.

-Puede sernos útil más adelante -, añadió.

El presidente, con aquel gesto, parecía denotar indecisión, pero Quiroga no. Con mirada efervescente subrayó su intención de seguir adelante con la idea, diciendo que la fama en realidad solamente servía así, con los bolsillos llenos.

-Hádsela por si hubiera que tirarla a un pozo -, añadió después ante el periodista.

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