Telecomunicaciones con Cereales, dice otro titular. Según su redactor, que es un pobre cuchufleta, la Humanidad está angustiada por la imposibilidad de superar la magia de internet. A mi juicio lo más importante es que no se deje llevar, y que no huela a fanatismo, teniendo en cuenta que solamente es un drama el parto. En principio guiña un ojo de placer ilusionado, sorprendido también de la existencia en el mercado de ciertos aparatos vibrátiles adosados al ordenador para disputarle el afecto de la familia. Sí, es cierto, internet es una herramienta útil en la profesión, pero pienso que no es bueno el abuso feroz, en detrimento de las ideas propias, albergando la sensación de que uno es el médium del cacharro para decir lo que él piensa. A propósito, al parecer existe un nuevo vicio hogareño, una especie de fetichismo que consiste en disfrazarse de época, contándolo como si uno hubiera estado en el siglo XVIII. La Historia, para solaz del pobre, dispone de esos vacíos, para colarse a título de ser egregio, diciendo, como en la biografía que leo, que en cierta ocasión, gracias a él, una reina consorte no se desnucó al descender de la calesa. Desde luego será increíble que el protagonista de la pantalla, perfectamente caracterizado con un peinado palatino y un uniforme de charreteras, sea el mismo que por la mañana ven sus vecinos en el bar. Es verosímil. Queda claro que desde el punto de vista sicológico logra satisfacer la vanidad, si bien por otro lado, evidentemente, puede confundir a más de un historiador.
Los tecnoidiotismos son un mal endémico del lenguaje. Acabo de aprender uno más. Se denomina keinotes, que quizá significa que he de pasarme también por la crónica social, donde Pat y Nicanor han vuelto, como indican las fotos, pillados por sorpresa refrescando la paloma en río. Ella, abecerrada y mítica a flor de aulagas, carameliza al individuo. Dos fotos después, oyéndose el llantito del arroyo, la mano de Pat, bajo la sombra del vencejo, estimulaba a la mujer de en medio, así llamada vulgarmente. Ojerosa, posiblemente por los buenos trancazos de cama, deslizaba la cara por el muslo, lábil en la martingala acuática. Envidia. Neurosis. Manías bajunas. Puede provocar de todo.
Por otro lado ya existen empresas de manifestantes de alquiler. La comitiva primero va de puerta en puerta, y después prosigue para irse de tapas. Parece divertido. En aquella mesa, en cambio, comentan el accidente de un autobús. Impactó recto, cayendo las ventanas al suelo, muriendo el conductor. A su lado había una mujer orinándose. Aurelia, entretanto, señala nuevo peligro en el área. Voy de una inconsecuencia del gobierno y la tribulación de unos montañeros metidos en un alud. También hay una encuesta diciendo que el periodismo carece de ética. En este sentido debo decir que sucede al contrario, es decir, que quizá la tiene toda, y puede que quien la haya hecho no, pues nadie todavía, tras un cataclismo, ha entrevistado al de las pompas fúnebres preguntándole por las perspectivas del negocio. Por lo tanto el oficio tiene una defensa, y si no se defiende es porque no quiere. Nada más.
La mafia de las ratas inmortales está actuando en la ciudad. Al parecer un muertero vecinal ha montado en casa un laboratorio con una palangana, un microscopio y dos jeringas. Un comprador, atrapado por el exotismo, desembolsó por una rata común lo que se pagaría normalmente por un tigre verde de las islas Yeil. El redactor no sabe de qué parte ponerse, comentando los valores nostálgicos que aprendió en la universidad. A mí me parece claro que el más estúpido de los dos es el comprador, mas él puede hacer lo que le venga en gana siempre que esté bien escrito. Desea añadir un comentario acerca del traspaso de la herencia de múridos en los laboratorios. Pudiera ser cierto que los doctores, tras muchos años de observación, abandonan en manos de sus relevos datos demasiado flexibles, o sea ratas nuevas pasando por antiguas. Lo desconozco, y por eso le he pedido que lo contraste. Lo digo porque no es la primera vez que dando una noticia falsa un director, tirando la piedra a voleo, concatena una acción que delata una trama verdadera. En principio será útil eso que aprendió acerca de la deontología profesional, que comienza alargando la mano, extendiendo cuidadosamente la palma y alzando el teléfono.
En el obituario del periódico hay un inmóvil de lujo. Le he dicho al redactor que haga algo anecdótico.
"Ha muerto en la ciudad un hombre serio. (De nuestro corresponsal).- En vida su único delito fue caerle bien a un hombre con dinero, que le puso al frente de una casa de subastas. Comenzó vendiendo las botas de fútbol de Elvis Presley por una cifra multiorgásmica. Como explicó durante el debut, el cantante americano driblaba así con la pelvis, secamente. Un día consiguió venderle a un marajá árabe un cuadro conceptual de categoría insólita, del que pendía una morcilla. Dijo que era del día, mientras la probaba, dejando atónito al marajá, convenciéndole de que el adorno era la verdad que le faltaba al cuadro, y que de otro modo hubiera sido una payasada. Así fue como el difunto se convirtió en la joya preciada del oficio. La mañana en que murió estaba en el dormitorio, acostado con la mujer, una china especializada en diversas cosmogonías. Se amaron un rato, pero él, al darse la vuelta, la abandonó, quedándose quieto. Fue embalsamado a continuación como un tótem. Vendido él mismo como artículo de gran valor, alcanzaba así la cumbre del oficio. El adquirente, tras una disputada puja, era un millonario supersticioso, y desde ese día le ubicó en el vestíbulo de su hacienda, para darle cada mañana los buenos días, convencido de que traía suerte".
Los fotógrafos son parte habitual de la redacción. Son personas decentes que montan guardia en los sueños ajenos para mejorarlos. Su oficio es eminentemente práctico, es decir, que acostumbrado a su pequeño receptáculo visual, el fotógrafo solamente se cree lo que ve. Suelen llegar buenas fotos, pero esta vez es magistral, un claroscuro a ras de cuarta en un jardín urbano, para ilustrar un artículo acerca del coraje hormonal de los perros sinvergüenza. Se trata de un marenmano blanco muerto de deseo, avanzando hacia una pastora belga, con el dueño detrás tirando de la trabilla. La perra posa en primer plano, luciente de guedejas, como una señora voluptuosa. El redactor teclea aprisa el titular, incurriendo en un fallo antológico que me parece providencial.
"Dejad que los porren fellos", dice.
Es una paranomasia, y esta vez estimo conveniente dejarla tal cual. De no haber ocurrido, el artículo hubiera sido uno más. En cambio de este modo permite soñar con miles de lectores practicando durante el desayuno el desaliento temprano, pensando en lo que todos. Por eso un director no es lo mismo que otro.
Las doce empresas más importantes de la economía española
Iberia, la legendaria empresa de aviones, acaba de superar una crisis en fecha reciente, tras la tensión con su socio inglés, Brithis Airways. La extraña relación, desde que se unieron, fue denominada bajo las siglas IAG. Al principio era un baile lento, como amantes estudiándose a ver quién pisaba a quién. Al parecer los ingleses quisieron excluir a la empresa española de alguna conquista aérea, como los vuelos a El Caribe. No faltó quien dijera que la tensión era en realidad una simulación, uniendo fuerzas para la propaganda mundial.
Se acusaba a los ingleses de aprovecharse de una empresa en quiebra, para imponer sus exigencias, como la reducción de plantilla, siempre contra los españoles. Esgrimieron un balance positivo, con novecientos millones de beneficios, acusando a los otros de tener sólo pérdidas. Durante la tensión lo único que no se discutió fue que supieran más de vinos. Aleganan, durante las reuniones, que bajo sus directrices conseguirían un plan eficaz para poder competir ante trenes veloces y vuelos baratos cubriendo las mismas distancias, dirigidos además por empresas con menos personal y pagando menos tasas de transporte.
En el análisis del balance eran lógicas algunas pérdidas, causadas casi siempre por las escalas, revisando motores y paneles de navegación. En otros casos la culpa era del pasaje. En este sentido las anécdotas que se contaban en los aeropuertos eran un sinnúmero, alusivas a gente mal desayunada vomitando los garbanzos en los asientos o a jabalíes cruzando en el momento cumbre, demorando la increíble salida. Una anécdota conocida fue la del alacrán, que al parecer llegó a morder a un piloto en pleno vuelo, muriendo en el acto. Se dijo que el bicho estaba agarrado a la ropa de un pasajero, y también que el antídoto llegó a tiempo la carlinga, consistiendo en una simple chupada de la actriz erótica de turno. La última parte del balance negativo registraba huelgas, con las multitudes hacinadas en el recinto, un detalle que por cierto en vez de crisis delataría antes la pujanza de un país, pues no en vano nunca está en crisis el que viaja tanto.
Otra empresa sobresaliente es Aena, que gestiona el aeropuerto de Barajas de Madrid, con dieciocho millones de aterrizajes en el último año. Parte del éxito se halla en la optimización de recursos. A menudo también la empresa convoca concursos de inventiva, como cuando un matrimonio que hasta el momento jugaba al Lego acabó un sistema de mantenimiento, para ahorrar en combustible dándole l encendido a besos, con todo el mundo despierto atrás. El último cálculo de la compañía es de oro, con un desplazamiento de 58.000 toneladas de mercancías, en su mayor parte de equipajes llenos de ropa.
A propósito de la ropa se encarga la compañía Inditex, que monopoliza gran parte del negocio textil con seis mil tiendas en el mundo, alguna de ellas en Australia, el país donde lo más caro ha sido siempre el matamoscas. En el último ejercicio Inditex espantó las suyas cotizando un 4% en Bolsa, registrando ventas diarias por valor de 2.300 millones de euros. En un vuelo así hay que situar a una empresa más, Abertis, la tercera compañía de la clasificación, encargada de las autopistas de peaje.
Los especialistas estiman que su éxito se apoya en la autocartera, es decir, usando su propio dinero para hacerse los préstamos, ahorrando así en intereses bancarios. En Chile Abertis acondiciona en la actualidad seis autopistas, una de las cuales conecta la capital del país con su puerto más importante. En explotación hay una más compartida con un banco nacional chileno metido en problemas, y su dinámica indica que conviene tenerla a punto por si hay que darse a la fuga. El valor total de la inversión asciende a 300 millones de euros, cosa que ha convertido a la compañía en la mayor concesión allí. En Francia, por otro lado, la cantidad asciende al doble, sin que se sepa porqué.
Ferrovial, por otro lado, cuenta con 69.000 empleados, siendo la cuarta divisa de la clasificación, encargándose también de asfaltar pistas de aterrizaje, una de las cuales está en el aeropuerto de Londres. La característica de este enclave es el desalojo rápido, facilitado por la política del coche compartido en el exterior, y además porque es posible acceder directamente al metro desde el recinto, para largarse al centro urbano de una ciudad con dieciocho millones de personas deseando conocer gente nueva. El otro centro operativo está en Escocia, en el aeropuerto de Glasgow concretamente, cuya primera ventaja es una línea que permite llegar a Las Vegas en un rato, tomarse güisqui, apostar a los bolos y volver a casa en veinticuatro horas. En la isla británica gestiona también diversos embalses, así como varias redes de alcantarillas, instalando contadores de gran exactitud. Por otro lado, en Estados Unidos acondiciona dos autopistas, las de Charlotte y Chicago, equipadas con semáforos y carriles de peaje electrónico, así como con un moderno alumbrado. En Toronto, la capital canadiense, solamente tiene un problema de peaje en una ruta de treinta kilómetros, cuya solución es fácil: cobrándolo. En Polonia, en la ciudad de Ostroda, inicia un plan viario que parece un arco aórtico extenso, con doble carril y una circunvalación soterrada que unirá el país de norte a sur. La inversión es de 250 millones de euros y el plazo de veinte meses, suspendiendo durante tres por el frío demencial, imposible de calentar ni pegándole fuego al dinero. En el otro apartado, el informático de atención al cliente, Ferrovial cuenta con setenta mil abonados atentos, tanto que a menudo se registran el colapso de líneas, acaso por el interés del accionista en conocer cómo va el reciente proyectaje de Extremadura, donde pretende construir un tren de alta velocidad sobre ciento cuarenta mil traviesas, para anunciar por los pueblos el superávit.
Enagás es la empresa del gas. Las cosas cambiaron mucho desde hace cuarenta años, cuando era tan sólo una flotilla de camiones pequeños abasteciendo a demasiada gente. En la actualidad, en cambio, la compañía gobierna un gaseoducto de 11.000 kilómetros, con ingenios de tubos gordos y poco lucidos en las cunetas, pareciendo naves extraterrestres de Valladolid. Es donde se fabrica el producto, empleando fermentos del légamo, flora de los embalses y prospectivas en las rocas. El proceso continúa convirtiéndolo todo en anhídrido carbónico, útil para calentar los hogares. Así suelen explicarlo los ejecutivos de Enagás en varios países, últimamente en Brasil, México, Perú y Suecia. En Suecia la empresa funciona asociada a una belga, con la que ha invertido cincuenta millones de euros adquiriendo una compañía local, más familiar para los suecos. Los empleados reponen contadores y mejores lectores de presión, capaces de calcular en barriles cada metro cúbico del gasto. En cuanto a Brasil posee el treinta por ciento de la operadora del Amazonas, y en Perú el veinte por ciento de su mayor transportadora. Respecto a la escasa estética de las naves, al parecer no significa nada comparado al ahorro en toxicidad. Además el material es inocuo, carente de peligros, cosa que suele relajar bastante a la población, teniendo en cuenta que siempre el fenómeno quedó asociado al estallido, cosa imposible ahora a sesenta grados bajo cero, la temperatura de transporte del material.
No obstante, si hiciera falta una constructora, se puede hablar de ACS, que ha repartido en el último ejercicio 224 millones en dividendos flexibles, teniendo 142 más en cartera para una ampliación de capital. Nadie negaría haber informado alguna vez de estos asuntos con un teléfono, pudiera ser que de Telefónica, la nueva compañía sobresaliente de la clasificación. Los ingresos de Telefónica están generados por equipamiento de hogares en Europa e Iberoamérica, pero los bazares suelen estar llenos con sus productos diminutos, de una tecnología cada vez más sofisticada. Son láminas de índole inalámbrica con tejido sensible y con cosas cada vez más diminutas dentro, abasteciendo sin fallos el aparato con empleo de la nanotecnología. Por eso sus usuarios están encantados, cosa que ocurre con normalidad sobrenatural en el mismo siglo donde aún queda gente buscando los milagros en otro sitio. Como es lógico, la compañía tiene grandes rivales, como las firmas Orange y Vodafone, disputándole los derechos de cualquier cosa, como la transmisión de películas horribles en pantallas para mosquitos. En el último año la compañía contabilizó sesenta mil averías, alguna de ellas por acumulación de altas, así como setecientas por sabotaje. Las otras pérdidas habituales de Telefónica tienen por causa las huelgas de sus técnicos. El último episodio polémico ocurrió en Argentina, donde la culparon de llevar a la gente a la ruina, e incluso de haber hambrientos por las calles en el único país con más vacas que gente. Los ejecutivos españoles, por supuesto, se defendieron, y lograron del todo la tranquilidad pensando que la cosa era, una vez más, una sutil trampa de la hinchada balompédica, sin parar de hablar de meter balones a la olla.
Iberdrola, por su parte, es fabricante de vitrocerámica de cocina, y en varios países es conocida también por instalar en el mar molinos hidroeléctricos. Parte del decorado, con sus turbinas y reactores, se encuentra sobre un mar inglés en la actualidad, suministrando energía a 50.000 viviendas. De la fabricación de esos aparatos se encargan tres mil personas, de las cuales una parte trabaja en los astilleros de Navantia, en el País Vasco, pensando alguna vez lo que diría Sancho Panza.
"Señor, los molinos no están, pero el aire sigue dando vueltas".
Otra parte del decorado está en Estados Unidos, en colaboración con su empresa filial, Peñascal, al objeto de satisfacer la necesidad de 2.500 viviendas en diecinueve Estados. En Francia y Alemania también están listos sus ciudadanos para asistir al próximo despliegue de la empresa, aunque mientras tanto deberán conformarse con abrir la puerta. Sirva esto último para explicar que cualquiera puede pasar la tarde abriendo y cerrando las del supermercado DIA, una extensa red internacional de alimentación, pese a lo cual se comenta que sigue conservando el encanto del viejo comercio, con sus cotilleos a pie de caja aclarando su halagüeña intimidad económica. Su cifra de facturación puede dejar perplejo a cualquiera: el 58% del sector, volumen de negocio de calibre que le permite a DIA presionar los costos a la baja, al objeto de ofrecer sus ofertas a precio asequible. Por tantas respuestas bonitas a la economía los corredores bulsátiles suelen comentar que la firma es un valor seguro, incluso a la baja.
El Banco de Santander tampoco puede faltar en la clasificación. Según su propia leyenda histórica su origen fue una partida de tute entre tramposos, es decir, el juego que ventila la pulsión del hombre social interesado por los negocios, como definiría la antropología. La cosa creció después hasta convertirse en una extensa red de sucursales, cada una con su propio cajero automático dándole conversación a la gente, hablándole de bonificaciones. Pese a todo, siempre dio la sensación la entidad bancaria de estar dirigida en un despacho por un solo hombre, frito por estar a solas con la calculadora, a ver si alguien le debía dinero. Era Emilio Botín, su fundador, fallecido en fecha reciente, del que se decía que vivía encerrado con una maleta, dispuesto a irse donde le quisieran, la última vez a Inglaterra, para una ampliación.
Fue en 1998 cuando Amadeus logró su gran hito, firmando un millón de reservas diarias por primera vez en su historia. Desde entonces se ocupó de planificar las estrategias turísticas de las grandes firmas viajeras, colaborando con diligencia en todo cuanto sirviera para desalojar el país por unos días. En la actualidad oferta el servicio a empresas aéreas y ferroviarias, así como a hoteles y cruceros, informando de los precios. En su vida web se pueden ver monitoras picaruelas surcando la línea marítima, levantando el aire en cubierta, invitando a los ancianos a hacer gimnasia sin parar, para caer cómodamente a la piscina. Uno de los secretos del éxito estriba en financiarse como un banco, gestionando operaciones por un breve tiempo antes de proceder a su registro contable, generando intereses. En cuanto a su sistema de fidelización consiste en un boletín informativo electrónico, al que andan suscritos setenta mil clientes fijos, informando del parte meteorológico, para que llueva donde tiene que llover.
Monteverdi vivía en un barrio hostil, tremendamente escandaloso. Durante la última temporada no había parado de emborronar cuartillas, y solía ramonear por los pasillos con ansiedad, planteándose alguna vez el suicidio con arsénico. Las voces de los vecinos le destemplaban. La última vez, en el callejón aledaño, oyó discutir a un hombre y una mujer, ella dulce y provocativa, y él soberanamente incordioso. Lucía un vestido amplio, con un chal verde oliva en los hombros, glotídea de voz. Lo lanzó al aire y con las manos abiertas se pavoneó con un trémolo agudo. Por su parte él era un metal hondo, contestando con parsimonia, organizando sus razones. La exploró con fiereza, y ella por un instante permaneció hierática, como si le hubiera descubierto un secreto inconfesable, puede que de índole sentimental. También había un niño que parecía mascar almendras. Se oyeron susurros apenados, y luego un iracundo rechazo vocal, partiendo en dos el llanto. La ciñó del talle y abrió las fauces, y ella pajaroteó, crepitando el cabello en la llama del día, recibiendo finalmente un bocado de ternura en la cara. En ese instante, dejándose caer atrás, la alzó, anublada la vista, puede que de gozo, mostrando la turbia rabia del deseo, turbia dentro de un paisaje precioso. A continuación, con la mano, elevó una pausa y coqueteó retirándose, como si se quitara una pamela, distinguidamente agitando la melena. En el fondo quería ser besada de nuevo, pues fulguraba de erubescencia, enamorada, dispuesta entregarse a él, apagando el aullido de lástima en el cuello.
"Dame más castañas", susurró entonces alguien, cuando ella caía rendida, descubierta en su intriga pueril.
Nadie más que el hombre estaba en el callejón para comérsela a besos, a la vista de todo el mundo en las fachadas. Lo hizo con cierta lujuria, en un devaneo demorado y lento, ella ofreciéndole el cuello a la dentellada del lobo, como se suele decir, cautivo el espectador del aplauso, que aún no se produjo. Aún faltaba el giro brusco y el clásico desplante, zafándose ella del abrazo. Él la recuperó al instante, estirando la mano con energía, dándole la vuelta con facilidad de peonza, alborotando el suelo con la faldamenta. Ella entonces ladeó el cuerpo de lirio fresco, conteniendo la carcajada jugosa. Él opuso su amplia sonrisa varonil, blanca como tajada de melón. Arriba, en la casa, Monteverdi tomó el tintero aparejando febrilmente notas al pentagrama, queriendo contar aquella historia con fluencia de río melodioso. La cosa, de ese modo, era distinta. Estaba inventando la ópera en ese momento, tras pasarse la vida lamentando vivir allí, escondiendo durante sus paseos por Cremona sus errores, como un criminal. Decían que la mafia solía hablar de accidentes, y él mismo comentó alguna vez que los suyos eran la denominación del cambio brusco de la suerte tonal. Ahora en cambio el dolor de cabeza se marchó a una cañavera, y eran totalmente interesantes los ajenos. Sonreía de placer incluso con sus recuerdos más lamentables, que parecían ya lejanos, como aquella vez en que llegó a casa y vio que había desaparecido el piano, causa por la cual acabó protestando con un quijongo indio. Ahora casi lloraba de felicidad, consciente de su hallazgo, oyendo al chiquillo muriéndose de asco, así como a las vecinas tirándose del pelo. Eran sus actores y les necesitaba. Ella, por ejemplo, al día siguiente apareció bajo una sombrilla celeste, prorrumpiendo con un bemol barriobajero y apasionado. Él apareció mejor peinado que nunca, sin lucir el clásico garbanzo de la ira en la carótida queriendo ascender por la sien para expulsarlo tras varias vueltas en la boca, quizá para saltarle un ojo a alguien. En cambio el hombre estiró la mano con parsimonia, embebido con la idea de ser protagonista de algo, bajo las sonrisas y plácemes de la fachada. Monteverdi iba del balcón al comedor continuamente, presto anotando el pentagrama, inventándoles los nombres. Así estuvo hasta que la Historia de la música acabó encontrándose en la escalera a vecinos como Caruso y María Callas.
Todo eso llevaba en el equipaje el tenor Lestin Ducek el día que tomó el avión. En aquel instante, en el asiento cuarenta y ocho, dormía profundamente, hasta que despertó de repente, notando un alegrón imprevisto, abriendo los ojos irradiando estupor, advirtiendo que la nave descendía con brusquedad, rumbo al siniestro, a falta tan sólo de unos kilómetros para llegar a Roma. Atrás se escuchó un do cinco inaudito, así como un griterío semejante, incrementando un drama lleno de sábanas tendidas en las azoteas. Lestin, como singular animal aéreo, respondía con un stacatto piu forte de ventolera africana. A su lado una anciana, completamente entregada a la farándula, se abrazaba a él con vehementes alaridos. El piloto, entretanto, intentaba gobernar la nave, cosa que logró en el último suspiro, elevándola espléndidamente a un palmo del suelo. Lo último que se supo del tenor Lestin Ducek cuando aterrizó fue que apareció en la pista solamente con dos euros en el bolsillo, sin podérselo creer.
Edison, el hombre que accionando una palanquita convirtió el mundo en un descampado
Era una lámpara incandescente, amplia y sin sesgos, iluminando la noche. Un profesor de instituto lo explicaba así ante sus alumnos, con el dedo puesto por error en el mapa de Inglaterra, creyendo que era el lugar del invento, que ocurrió a comienzos del siglo XX. En realidad ocurrió en Estados Unidos, cuyo mapa es más grande. No obstante el profesor mantuvo el dedo en Inglaterra durante toda la explicación. Quería creer que una isla se prestaba mejor para un cuento, y aquel sin duda era el mejor. Los alumnos se divirtieron pese a todo, mientras describía un miserable chambao inglés, con un hombre barbilampiño aterido de frío, guarecido de las inclemencias del tiempo, buscando en la oscuridad con qué calentarse las manos. El profesor, en vez de corregir poniendo el dedo en su lugar, fue añadiendo datos cada vez más inverosímiles, confiando en que a final le daría la vuelta a todo. Uno de ellos era que la reina de Inglaterra y Edison vivieron un idilio, tras localizarle allí dentro, a punto quedarse quieto, para llevárselo de romería bajo la niebla londinense.
Todo en realidad había ocurrido en una casa elegante de Columbus, una ciudad estadounidense en el estado de Ohio. Fue durante una noche calurosa del año 1880. Edison, en mangas de camisa, contemplaba al trasluz de la ventana un paisaje primitivo iluminado, bajo el fulgor de la calle. El presidente Tomás Jefferson, el otro Tomás del país, fue informado en el Capitolio de lo que sucedía. Los asesores, preparando con urgencia la comitiva, comentaban que los Estados Unidos estaban a punto de experimentar un despegue despectivo respecto a la economía de los demás países. Después se lanzaron raudos hacia Columbus.
La luz significaba el insomnio completo de la ciudad. La multitud estuvo alborotada durante toda la madrugada ante el flamígero intruso, abarrotando las calles, agolpándose ante la casa del inventor, al que increparon varias veces, creyendo que era un plan maligno. Jefferson, dentro del landó, avanzaba ligero, comentando con sus hombres que de ser cierto todo aquello habría que repetir el fenómeno en cada uno de los hogares americanos. No había que descartar que el Estado se reservara el derecho a ocultar por un tiempo el invento, con provecho militar, instalando focos en los navíos para conquistar el mundo rápidamente. Los asesores iban inquietos, haciendo cálculos categóricos, ratificando todos que al mundo anterior le quedaban unas pocas horas. La venta aquel chisme a cien millones de habitantes era un disparate indivisionario. Poco antes una cosa así hubiera sido impensable, cuando allá en el Capitolio ajustaban con esfuerzo el presupuesto anual. También suponía un desafuero de la lógica la cantidad de empleados que generaría la construcción de presas y centrales hidroeléctricas para abastecer el suministro.
-No descarto que ya mismo -decía el presidente- sea inventado el tren eléctrico.
Había horcas por las calles de Columbus cuando llegó. A lo lejos se oían los disparos de los mosquetones. Miles de personas enardecidas con antorchas acosaban la fachada del genio, alzando enfurecidas cabelleras de plumas ensangrentadas. El otro Tomás, en el landó, durante su avance pensó que comparado con él parecería un miserable llegando en calidad petitoria a favor de las viudas del Oeste. Los salvajes entonces advirtieron en la esquina la llegada de la comitiva, con un boato indisimulable, cosa que incrementó la tensión, creyendo que Jefferson estaba detrás del asunto. La calle principal estaba por completo iluminada, con la chusma voceando en derredor del landó, pese a lo cual el presidente no se inmutó, sino que asomó al pescante con la naturalidad de siempre, tratando de saludar en el horizonte de cabezas. Iba tan elegante como de costumbre, con un gabán negro y un chaleco gris, con una camisa impecable de lienzo blanco y un corbatín sujeto con un broche de plata, tocado con un sombrero de copa. Se atrevió a avanzar entre la gente sin descomponer la dignidad, rumbo a la casa, pugnando bajo la dirigencia de la sombra alargada en la ventana, desde donde el inventor le contemplaba temiendo por su vida. La multitud había atrancado la puerta, y él estuvo a punto de ser agredido por una mano violenta alzándose sobre la cabeza. Entonces apareció el héroe, Burt Reynolds, recién llegado de una persecución de carretera. Dándose cuenta del incidente se adelantó aplastando en el rostro del agresor una magdalena rellena de chocolate, y a continuación agarró al presidente como un muñeco de trapo, sin tener en cuenta que se abría paso golpeando con él, poniéndole a salvo en la escalera.
Burt venía de una trifulca de amor en Illinois, tras abandonar en la cama a una mujer pendenciera. A continuación, durante el trayecto, se metió en una pelea de bar, que fue donde comenzó la persecución policial, que culminaría con el coche cayendo al lago, cosa no lamentaba porque al fin y al cabo le permitía vivir un momento histórico. Le dijo al presidente, subiendo hasta la planta alta, que logró huir tomando un atajo con gran habilidad, tras un derrape, sin que los policías le dieran caza nunca. Una vez arriba, ante Edison, Jefferson, visiblemente asombrado por la luz, se quedó consternado, de un lado pensando en concederle a Bur la medalla al mérito civil, y de otro una más grande a Edison. Era una luz poderosa, no una fogata desde luego, como pretendía explicar el profesor. Burt, al oír la trifulca callejera, se dijo que estaba en juego el destino de la nación, y mientras el mandatario y su cómplice conversaban junto a la bombilla, abrió la ventana de la casa y con voz tajante ordenó callar.
-¡¡Vamos a ver si tenemos entre todos un poquito de sentido de Estado, capullos!! -, gritó.
-¿Qué está sucediendo aquí, Edi? -decía el presidente-. ¿Me lo quieres explicar?
Se trataba de una palanquita minúscula, como señalaba el genio poniendo el dedo. Había un cable conectado a un cilindro de cristal, y en él un filamento de wolframio. Eso era todo. El presidente dudó, como si le costara trabajo entender el asunto. Después empezó a aparecer gente, como dos albañiles pensando que de un momento a otro debería ponerse manos a la obra, para construir la primera central hidroeléctrica, la de Tucson, cuyos planos estaban abocetados en la estancia. El propio inventor, aparte de aquella bombilla, se había preocupado de inventar un cemento más compacto. Al instante llegaron los periodistas, como aquellos dos de The Washintong Post, que tenían fama de duros. Se decía que hacían las preguntas más difíciles, primero fingiendo amabilidad, hasta que el protagonista descubría el flanco, y después, sin pensarlo dos veces, saltándole a la yugular. Aguardaron un instante, hasta que el presidente comprendiera aquello. La reacción de los cables a su contacto con el agua se parecía al fenómeno de la hidrólisis de los cadáveres pútridos. Al parecer, añadiendo agua, daba corriente en el dedo, es decir, que electrocutaba.
-Esto, en contacto con el agua -reiteró Edison- quema, señor presidente.
Él, como si hubiera perdido el juicio, siguió dudando, oyéndose afuera la pelea de la multitud. No había movido el dedo de la palanquita, y comentó que seguía sin notar calambre.
-Lo que usted dice no es cierto -, sentenció al final el presidente.
-Lo es -, replicó Edison, creyendo imposible que comprendiera nada más.
El presidente estaba confundido.
-Pero, bueno, ¿y el agua? -, decía, conduciendo el diálogo al límite absurdo, como un humorista.
De ahí que la pregunta más inteligente que se les ocurriera a los periodistas fuese aquella.
-¿De verdad es usted el presidente, señor Jefferson?
Era lo único que faltaba, que todo fuese una mentira. Por la mañana la ciudad amaneció con las calles llenas de coches, aparcados de cualquier modo en las aceras. El invento significaba también un escándalo de ventas en prensa, con miles de lectores desayunando en el bar con variopintas informaciones. En 1880 tener una bombilla en casa significaba que el mundo cambiaba para siempre. Los periodistas supieron que el inventor, que también lo fue en su mocedad, había inventado un artefacto llamado telégrafo, para que los pobres desgraciados de la información enfrentaran sin temor la avalancha de noticias. La crónica única se adornaba cada amanecer incluso con chismes de amor y milagrerías, en una de las cuales, según los rumores, el inventor, durante la velada decisiva, se esfumó en el aire. Sin embargo lo único que ocurrió fue que los demás estaban tan atentos a la bombilla que no se dieron cuenta de que simplemente se ausentó al baño. Cada día la gente derrapaba por las calles para ir a comprar el invento de moda a las tiendas, entrando con precaución, acercando el dedo, creyendo que podían desaparecer todos. Uno de aquellos habitantes de Columbus se estaba convirtiendo de aquel modo en la mayor fortuna del mundo. Durante una desaparición, algo lógico debido a su popularidad, se habló incluso de magnicidio, creyendo que el genio era el presidente. El propio Jefferson, durante aquella velada, declaró al respecto que si Edison hubiera sido el dueño de un estanco, hubiera fundado la iglesia metodista en dos días. Se pensó también en el secuestro, y en que uno de los dos había secuestrado al otro. Aquella madrugada hubo quien les vio paseando juntos, tras muchas horas comentando cifras escalofriantes. Al parecer eran las cinco de la mañana cuando ocurrió el diálogo.
-Te invito a un café -, le decía Jefferson.
-Acepto -dijo él-, pero pagas tú.
-Vale, pero no te enfades conmigo -, adujo el presidente.
-No me enfado, señor presidente -dijo al fin el inventor-. Yo tan sólo soy el presidente de la luz.
Los periodistas, cada vez que desaparecía, planeaban su búsqueda por todas partes en Columbus, hasta que ningún vecino fue ajeno al cataclismo informativo, es decir, a protagonizar una parrafada hablando al respecto. La bombilla estaba sirviendo de embrutecedor sexual para iluminar del todo los hogares. Por doquier cualquier vecino contestaba sin problemas a cuantas preguntas se le hacían. Había periodistas hasta debajo de las mesas, rastreando venalidades y todo tipo de materias sabrosas, queriendo alargar el asunto cuanto fuera posible. Se publicaron por primera vez diversos romances del protagonista. Las sufragistas de Denver, que eran unas rabaneras endiabladas, tardaron poco en aparecer allí dispuestas al sacrificio, asegurando alguna haber tenido de joven un tórrido encuentro con él, a la luz de los candiles. Edi, así llamado en el amor, era naturalmente la guinda del pastel siempre, en detrimento de los hombres de las cavernas que compartían la vida con ellas. Había hermanas y primas secretas en cualquier lado, acaso pasándose por las tiendas para hacerle aún más famoso alimentando la oleada sentimental. Circulaba el rumor de que era el único hombre en la tierra capaz de estar en dos sitios a la vez, por la noche en un cancán de Michigan, con las utilleras más salvajes del Oeste, y por la tarde en Colorado, con una jinetera del rodeo. La manía de no contrastar la información hizo que hubiera más de un Edison en cada Estado. Se dijo además que era un servidor del ejército, y que su desaparición se debía a que se alistó, malográndose para la ciencia, provocando otra oleada de pacifismo, desconocida en aquel el momento.
Sin embargo, cuando desapareció de verdad, fue para resolver un conflicto trascendental: la guerra del Oeste, que tenía desangrado al país, soportando desde hacía demasiados años cientos de batallas, con indios fogosos y pistoleros hartos de arrastrar los testículos por los cáctus. Burt Reynolds fue quien le condujo a Little Bill Holm, escenario habitual de las batallas, al objeto de zanjarlas de una vez. Le dejó una colina todo el día, esperando la ocasión. El paraje amaneció cubierto por un cielo plomizo cebado con el olor de la pólvora. Entonces, al otro lado del atardecer, comenzó a barruntarse la contienda más sangrienta de la Historia. Se aproximaba el general Custer con un ejército de cien mil hombres para enfrentarse al mítico jefe sioux Toro Sentado, que aguardaba en un desfiladero con sus ciento sesenta mil combatientes armados con lanzas. El suelo comenzó a temblar de súbito, oyéndose caer las piedras de las montañas por el trote sordo de la caballería. Todo dependía de que Edi acertara con la misión. Entonces, en el momento culminante, fue cuando movió la mano, en el interruptor. A continuación la locomotora lumínica emitió una aurora boreal de magnitud diurna, descubriendo allá abajo, en un radio espectral multicolor, incluso a moros, y un hombre cargando un saco de papas, y una señora saliendo de las peñas, y una cruz gamada, así como una cuadrilla de rateros forzando una alcancía, una lanza con un pavo relleno y por último al propio jefe sioux, Toro Sentado, con el hacha alzada ante el general Custer, ojiplático y sin comprender nada, apagando la voz con una nota meliflua.
"¿Qué hacemos aquí?", parecían decirse.
Fue un clamoroso éxito, y por supuesto Burt quería celebrarlo en el cancán, abandonando el lugar en mula, para naufragar en la fiesta. Fueron recibidos en el cancán como genuinos héroes pacifistas y estuvieron toda la noche bebiendo sin parar, en un tráfago de perros. Al amanecer Edison apareció en su calle sobre la mula, ajeno a la ilusión óptica del día, dedicándole la mirada insolente de la juerga. Arriba, en casa, le esperaban en ese instante sus ingenieros. El hombre más rico del mundo, bajándose la mula, se fue a una tienda y compró un chicle, sin ser reconocido, apestando a zorromocho. Poco después le oyeron tabaleando en las escaleras, zafándose de la camisa, hasta que apareció, sin advertir que estaban. Se quedó en calzoncillos y descerrajó cerca de la bombilla un pedo estruendoso, dejando en el aire una pátina etérea e indescifrable. Posteriormente entró al baño, momento en el cual los ingenieros se miraron.
-Es mierda -, dijo uno de ellos pasando el dedo.
-Sí -, respondió el otro-, pero es mierda de Edison.
Más tarde los rumores apostaban a que pronto se comercializarían los efluvios envasados del genio. En ese instante el profesor advirtió su error, todavía cuando aún mantenía el dedo en Inglaterra. Entonces procedió a una ucronía, retrocediendo el dedo hasta Estados Unidos, valorando la importancia del invento si se apagaran por el camino los tendidos eléctricos, los rótulos comerciales, los circuitos de televisión, las pantallas de los estadios, las estaciones de radio, las conexiones informáticas, las maquinillas para el afeitado, los secadores para el pelo, los cajeros automáticos, los tarjeteros para el cobro, las coordenadas aéreas, y por último, con el dedo ya en Columbus, la luz del aula.
"El modo de saber -añadió- si alguien es un golpista es poniéndole a vigilar una palanquita así".
Acababa de fundar su propia teoría pedagógica, la Pedagogía del Error, que consiste en suplantar así la verdad.
Diversos modos de leer una noticia
Se suele leer el periódico con una voz interior. Quizá el lector, hastiado de leer siempre lo mismo, se quiera divertir un poco un domingo a mediodía, tomándose una cerveza, leyendo en principio con normalidad.
"Cuando ella comparecer en rueda de prensa ser diez de la mañana", leería también con acento indio.
En la siguiente lectura del mismo artículo puede incluir alguna coletilla personal, repitiéndola al final de cada párrafo, contrariando la asepsia habitual de la información.
"Pobreticos" -, diría.
Son válidas cualquieras otras.
"¡Hay que ver!"
"Oooig, por favor".
En general todo eso quizá permita descubrir otra intención de la información. Durante la siguiente lectura usaría, por ejemplo, el acento alemán, demorándose en el arrastre de sus erres características.
"Cuando ella comparrecer en rueda de prenensa ser diez de la moñana".
Suele también surtir efecto el acento árabe, fácil de rememorar en algún vago recuerdo de playa, comprando alfombras mágicas. Estar leyendo así parecería una broma, mas en realidad se trata de la naturaleza del teatro clásico, como cuando Menandro alcanzó la gloria con los caracteres de la comedia nueva. Cabe insistir en que la voz ha de mantenerse en la intimidad, procurando no alertar con la risa estruendosa, permitiendo su disfrute en el interior, con la explosión de júbilo correspondiente estallando con gozo, detonando así una abundancia de serotonina, la música del dolor que sólo oye el cerebro. Lógicamente será importante mantener la estabilidad en la silla, para no acabar en el suelo delatando ante los demás, tras horas leyendo la misma página, que algo huele a podrido en su soledad. Respecto a la inmovilización de la hoja no será importante plantearse si es el único periódico del bar, es decir, si hay gente esperando a echarle una ojeada, una cosa que será una impresión subjetiva siempre, toda vez que la gente tiene más periódicos a su disposición en los kioscos. En cuanto a fingir, preocupado por esto, que se pasa las hojas rápidamente, solamente servirá para amargar el trámite. Durante la quinta lectura, acaso ya bailando las mandíbulas, se pudiera actuar como un locutor deportivo.
"¡Ella comparecióoo, señoras y señorees, a las diez de la mañanaaaaaa en rueda de prensa, avanzandoooo hacia la tarimaaaa!".
Como se puede apreciar es obvia la razón por la que un simple periódico es ser tenido por un bien cultural. El valor de la insistencia ante el artículo permitirá, como hemos dicho, pillar a contrapié al redactor, experimentando otra sensación escribiendo, quizá tomándose del mismo modo todo aquello. Puede denotar algún matiz inconfesable, ruinas propias, cosas que pudo decir y cosas que debieron quedar solapadas. Así pues, cuando pareciera que el asunto era una situación rutinaria, no lo es, primero hablando del trigo y luego, por sorpresa, ocultando la paja. A medida que la cerveza fluya por su propio recorrido, se verá que queda toda la tarde por delante para seguir disfrutando de lo mismo, quizá soñando en la siguiente lectura como una delicada flor de loto, y después como una negra de hermosas bembas, y si no fuera suficiente con el clásico acento mejicano, e incluso como una vieja quejumbrosa.
"Ay, angelico mío, que compareció a las diez de la mañana, tan templano, con toda esa gente allí en la lueda de presa".
Suele dar un resultado satisfactorio, como despedida, irse a la playa a apagar la tufarada haciendo un encabalgamiento musical.
"Ellacom/ pare/ cioalas/ diezde/ lamañana".
Abejas, esos animales ridículos
sin los cuales no crecen las naranjas
Según advertencia de quienes las conocen, el setenta por ciento de las abejas se ha extinguido. Sambernardos de la ecología como Greenpeace han avisado en fecha reciente como lo haría cualquier revista esotérica, diciendo que si las pobres abejas no se reproducen, la Humanidad perecerá. Sirva el dato para ver que alguien trata de desacreditar a alguna de las especies aquí presentes. Al parecer los heminópteros son muy necesarios para la subsistencia de muchos frutos, es decir, para que crezcan las naranjas en los naranjos y las manzanas en los manzanos, cosa plantea la duda de si dichos frutos valdrían algo por sí mismos.
En Oslo, la ciudad más cara del mundo, han diseñado incluso autopistas aéreas para ellas, en colaboración con los vecinos. Se trata de parques de candelechos mullidos ubicados en los propios tejados de las casas, para que se refugien de los pesticidas del campo y de las plagas. Los laboratorios, cuya complejidad sólo estriba en que carecen de interés por nada más, ofrecen una perspectiva distinta, la de sustituirlas engordando mosquitos, en cuyo caso los híbridos se limitarían a ir solamente de flor en flor como los segundos van sobre un reloj, sin efectuar paradas molestas, como era habitual antes, para picar en los restoranes de gran tamaño.
Es inevitable hablar de que parte de la Humanidad debe andar apesadumbrada por la delicada situación de los heminópteros. Hay cada vez más personas llenas de esperanza atentas al experimento noruego. Oslo, como se sabe, es la ciudad más cara del mundo, es decir, que para visitarla hace falta ser de Pekín, la segunda ciudad más cara del mundo. Todos, en definitiva, se aprestan a darles la bienvenida a las comitivas de heminópteros, con el único riesgo de encariñarse con ellos durante el alojamiento preventivo en sus tejados. El gracioso ser de la cinturita en el peciolo, quedará así a salvo de las aviesas intenciones humanas.
Por otro lado, los partidarios del urbanismo aséptico opinan al respecto pidiendo simplemente que el hombre pueda caber en su propia casa. Ha sido de las pocas veces en que una información habla de que ellas se mueren de hambre. En el sector profesional del periodismo en cualquier caso ha supuesto un balón fácil de jugar, máxime en verano, donde solamente se cuentan bobadas. Se habla de que las abejas tienen incluso estrés, aunque hay quienes sospechan que ese es su gran secreto para alcanzar esas velocidades. La apariencia informativa parece banal, pero para más de uno pudiera esconder una verdad reluciente, en verdad seria, quizá un mensaje en clave y crucial para la Humanidad. Los escritores analíticos, que son quienes mejor comprenden la razón policial del periodismo, indagan en sus textos ahora buscando la punta de alguna madeja, escribiendo incluso sin comas, queriendo ver si así, en el torrente literario, hay un zumbido distinto delatando dónde esconde la verdad su aguijón.
Para es improbable que las abejas tengan estrés. Por eso se sospecha que pronto aparecerá en la vida informativa algún político deseando efectuar unas declaraciones, dejando clara su postura. Por supuesto al encuentro de la polémica se sumara alguna tonadillera, vinculando su destino al desenlace del asunto, hablando del marrocati que sirven en los hoteles. También resulta increíble lo que aseguran ciertos estudios clínicos alegando que para la salvación de estos animales será necesario poner cámaras de televisión en las colmenas, un sitio donde nunca hubo de eso, toda vez que para producir miel son innecesarias. Acaso sirva para que los sicólogos comprueben su reparto de funciones y lo comparen con las conexiones sinápticas del cerebro humano. Así pues, el asunto obliga a nombrar a Sony, la afamada marca electrónica, acaso presumiendo una venta masiva de este tipo de electrodomésticos a los apicultores, para quienes hasta el momento sólo era necesaria la gorra.
En internet, por otro lado, han proliferado diversas páginas comentando el tema. Como se sabe la red, con su colorido, es como una ciudad urgente. Sin embargo la sensibilidad y la razón han ido juntas para valorar el episodio, con alto contenido intelectual, dando pistas sobradas del devenir. Hubo quien comparó el acertijo con una mentira verdadera, sobre todo hablando del nocivo estrés de los heminópteros, haciendo una comparativa con el nerviosismo que a su vez muestran ciertos programas de televisión. Se comentan que incluso los propios actores sospechan que están siendo dirigidos ya por otra especie, del tamaño de una haba. No se descarta que las abejas, acariciando el aleve nervio sensible de las mayorías, y en colaboración con algunos aliados humanos, sean las autoras de la propia noticia. Diversos colegas aseguran que esta vez la cosa merece la pena, golpeando el panal a la espera de que salga la reina de las noticias.
Puede que sea una contraseña de las mafias sicilianas mundiales queriendo usar a los periodistas como tapadera. Se comentado que alguien, presuntamente un realizador de televisión, puede estar en apuros en alguna parte del mundo, saliendo tomar el café bajo estrecha vigilancia, sin tiempo que perder para decirle al camarero, garabateándolo en la servilleta, algún número de teléfono. En cuanto al hambre, al hambre que pasan nuestras domésticas del panal, los profesionales de la preocupación están ante la oportunidad de hacer el guión de sus vidas, aportando algún grano de arena hablando de migas, de migas de pan concretamente. Miles de personas, tanto en Oslo como fuera de Oslo, pudieran estar ya a punto de salir a la calle a repartir inadecuadas mosquitas de pan, haciendo previsible que el guión se complete dejando hablar un rato a algún sesudo especialista del terror, dándole la vuelta a todo una y otra vez, diciendo con toda seriedad, como suele ser habitual, que las migas no cumplen con los requisitos mínimos de sabor y calidad ecológicos, algo que por supuesto acentuaría el morbo necesario en verano. Los unos contra las abejas y los otros diciendo que las pobres no caben en el campo, congratularían como pocas veces al lector.
Algo más que las abejas estarían acechando nuestro almuerzo. Quizá hablar de un enfrentamiento suicida de especies sea aventurado, de mamíferos por un lado y de heminópteros por otro, dándose manotazos rápidos. Parece que se ha hablado por estos días de un hombre, de Timbergen, como es lógico, el que fuera antaño premio Nobel de la especialidad, cuando planteó el lenguaje oculto de los heminópteros. La anécdota es que al parecer falleció en vísperas del premio, como una más, tras una palmada de su esposa. Timbergen, en definitiva, fue quien aludió más o menos lo que Darwin, es decir, que pudiera haber especies de aparente fragilidad seduciendo al hombre.
Las abejas, de no fabricar miel, seguirían cautivándole describiendo el fenómeno quinielístico. Los laboratorios, por su parte, están preparados para el choque fatal, es decir, inyectando en el hábitat las sustancias oportunas. En el ámbito científico se ha dicho alguna vez que el ser humano reinaría totalmente en su planeta sin ellas. Acaso sea la guerra de verdad. La ecología, en cambio, con sus homilías de suburbanos repletos de animales queribles, aprovecha para echarle la culpa al hombre de males que no puede controlar. A estos ecologistas parece ser que les encanta aducir motivos para que nadie tenga descanso ni en su propio planeta, perorando la sermonería fantástica de árboles del trópico sin el trópico, como queriendo que el hombre goce viendo crecer el árbol en su propio dormitorio.
El hombre anda recluido en sus ciudades, confinado en edificios, quizá porque afuera le acecha una poderosa inteligencia animal. Sigue impedido, como es obvio, de habitar la superficie planataria como la alfombra de casa. La ecología insiste sin embargo en que debe respetarlo todo, a todo tipo de alimañas, a culebras y ardillas, a sabandijas y ratones, a propios los leones que alguna vez, disfrazados de maleantes, obligan a mirar atrás. La ciencia, en cambio, es menos complaciente. Tiene menos escrúpulos para castigar cualquier paso en falso de las especies. Nadie, a su juicio, se puede arrogar el derecho de sustituir al ser humano, ni siquiera en un tejado. El asunto es propicio a los pesimistas, para regodearse con arrobo en la dulzura de la guerra final. Hay un cataclismo en ciernes capaz de cambiarlo todo. Hay gente temiéndole a la catástrofe, cosa que por otro lado tampoco sería tan grave, pues lo dejaría todo más despejado. El exterior, de este modo, sería la prolongación de la sensata sensación hogareña, acabando con el riesgo de tener que disputarle una miserable pera a ningún animal, fantoches olímpicos de la oscuridad planetaria en la soledad.
Campeonato del mundo de boxeo
Al final ganó el favorito
Alfonso cenaba al fondo del restorán, zampándose medio cochinillo. Aún así tuvo ganas después de una hamburguesa con una ensalada de pepinillos. Al camarero, yendo por las mesas, en ocasiones le costaba trabajo confirmar lo que ocurría en la suya. El día anterior comió como si quisiera matarse, diez calabazas del tamaño de un mugido por un lado, rellenas con jamón y queso, y de otro un burrito quechúa sanguinolento con salsa picante, así como una ración doliente de patatas bravas, un poco de lomo de orza, una brocheta de buey lechal ahumada con aguardiente, y por último, en el postre, diez mandarinas. Le puso varias cocacolas, hasta que a las diez de la noche, tras oír el mismo chiste de cada día, salió del fondo y se fue rumbo a la oficina, para escuchar el combate de boxeo en el transistor.
Trabajaba como vigilante en la central eléctrica de la ciudad. Lo tenía en la mesa, sobre el periódico, custodiándolo desde hace días. Lo miró al llegar como el hombre que llega cansado del trabajo, dispuesto a trabajar a la mujer. Repasó el periódico de anteayer cuando el locutor señalaba la hora de comienzo. Había diez mil personas menos en la ciudad en aquel momento, abarrotando el palacio de deportes. El púgil español Cara de Vaca Juan, campeón de los pesos mundiales, se enfrentaba al aspirante, el chino Kim Olgar. En la última ocasión en que ambos se enfrentaron a Cara de Vaca Juan, de un guantazo soberano, le salió un muñón en la cara, poniendo en peligro su vida.
-Un tortazo con antorchas -, dijo el doctor de la velada, junto al locutor en ese instante.
A continuación añadió una nueva expresión, hablando de la yugulástica braquial de índole mortal del contrincante.
-Hay que tener cuidado con él -, dijo-. Es lógico, ¿no? ¿Por qué me mira así?
Alfonso estaba consternado, pues había apostado una fuerte suma de dinero. De perder, iría a la ruina. Estuvo un rato buscando el boleto en los bolsillos, para asegurarse de que estaba con él, y después lo guardó. De haber tenido el chaleco de montaña, con sus diez bolsillos, hubiera abortado la digestión, buscándolo un rato más, para perderlo, como le ocurrió una vez. Los locutores hablaban con énfasis pareciendo decir que Alfonso necesitaba urgentemente una subida de sueldo. Cara de Vaca Juan tenía que ganar como sea, o de lo contrario se convertiría en un animal del bosque. Los locutores repasaron la historia del pugilismo durante un buen rato, comenzando por el pegador Joe Louis, del que se decía que todo el mundo tenía un plan hasta que se enfrentaba a él. El hierro de todos los tiempos fue Rocky Marciano, un hombre pequeño y calculador que se caracterizaba por mantener la guardia oculta en el pecho, poniéndose primero en cuclillas para luego, cuando lo tenía claro, acometer con un golpeo devastador. Gran parte del éxito de Rocky se debía a que entrenaba más que nadie en el gimnasio, logrando una forma física espectacular, que le permitía llegar entero al final. Solía marrar la mitad de los golpes, pero los pocos que daba eran efectivos. Fue el único que terminó su carrera sin perder un combate, tras la disputa de más de cincuenta peleas de los pesos completos. Las ganó todas por nocaut, menos seis. Cuando se retiró moriría, paradójicamente, estrellándose con una avioneta, al poco de inaugurar una tienda de lanchas con su señora. Una leyenda más del cuadrilátero fue Primo Carnera, que medía más de dos metros de alto, de tal modo que cuando aparecía en el ring costaba creer que fuese un púgil. Cualquiera a su lado parecía un enano, y solía decirse que un diente suyo podía ser la herradura que llevaba el otro en el guante. Fue el único en proclamarse campeón de la otra disciplina, la lucha libre.
Corrió el rumor en el palacio de deportes de que uno de los propios locutores estaba siendo buscado por la policía. Al parecer, según el otro dial, en vísperas del combate se metió en una pelea de bar con su esposa, donde acabó pegándole solamente a ella. Los altavoces del recinto anunciaban la comparecencia de las estrellas. El graderío rugía cuando aparecieron en el túnel de acceso, Cara de Vaca flamante con su nombre grabado en letras de oro, en una bata azul, prístina bajo los focos, y Kim Olgar con el torvo gesto de la convicción. El campeón español conservaba su viejo defecto de siempre, el de sonreírle a todo el mundo. Se detuvo un instante para hacer unas declaraciones de bienvenida siquiátrica, asegurando que estaba dispuesto a dejarse la cara para ganar. El referí apareció en el centro del cuadrilátero, esperando el descenso del altoparlante para presentar a los combatientes. Cara de Vaca Juan pesaba noventa kilos sin tener en cuenta las garras, y Kim Olgar cien, cultivados en el odio metódico del sumotori. Brincaron un poco en su rincón antes de que sonara la campanilla, dejando claro ante la afición que una vez más la contienda iba en serio, con el chino bajo el humo de los puros, espuriando agua con ánimo supersticioso, al objeto de evitar, como explicó una vez, los clásicos maleficios del oficio. Cara de Vaca por su parte bailaba ejemplarmente, frunciendo el ceño, con los sonajeros negros de dieciséis onzas manoteando en el aire, prometiendo dar patadas demoledoras con los puños. Hubo un corte publicitario antes de que empezara todo, anunciando el güisqui Yon Acandó en la oficina, mas Alfonso, enajenado de emoción, desestimó el trago porque prefería que al menos su hígado quedara de servicio para vigilar la palanquita de la central eléctrica.
En ese instante sonó la campanilla. El boxeo simbolizaba de nuevo el pene del varón pugnando por salir. Desde el fondo del cuadrilátero el martillero español acudió raudo contra el chino, sonando el primer impacto como una estaca en el ámbito silencioso de la oficina, con Alfonso oyendo la tracamundana a todo pasto. El oriental resistió junto a la lona, penando con las alondras, pero enseguida se recuperó y lanzó su ofensiva, que pudo mantener durante tres minutos asfixiantes, perdiendo los estribos golpe tras golpe, pareciendo, según los locutores, que vencía por aplastamiento, hasta que al fin la campanilla nuevamente relajó la cosa, instalando a Alfonso en el alivio. Sin embargo, un güisqui después prosiguió la hostilidad. El español se zafaba del acoso con un salto ágil, poniéndose a dar vueltas por el cuadrilátero, hasta que en un descuido recibió un sopapo sobrante del primer asalto, cayendo noqueado al suelo, provocando el estupor de los apostantes. El locutor, como si no quisiera mirar, dijo que en el graderío estaban matando a alguien, mas luego aclaró que era la primera lipotimia de la noche, causada las levaduras mal fermentadas en el calor incombustible.
-Lo importante es que los púgiles sigan vivos -, decía el médico, ansioso por continuar con la velada.
Había una bruma espesa desde una hora antes sobre el cuadrilátero. El árbitro, oculto en ella como un marino de Jhosep Conrad, vadeó junto al chino, apareciendo repentinamente, como en un susto del teatro kabuki. Kim le miró, confirmando el rumor de que en casa, en un armario, aparte de los guantes, guardaba una escopeta. El sonido ambiente de la oficina era equivalente, sonando un disparo que pareció de verdad cuando el transistor perdió la señal, hasta que se registró el aullido claro y desgarrador, de nuevo del español en el sometimiento furioso. Alfonso en su trinchera de ahogos agitó la cabeza, viendo que el chino no había venido a calibrar domingas precisamente. Nervioso agitó el boleto, mirando los números del horario, prometiéndole al español, trémula la voz, un donativo si ganaba, antes de viajar con el anhelado premio al soñado Caribe, para olvidarse de todo con Paqui y las niñas, tan a gusto en casa en ese instante, sin saber nada de nada acerca del drama en andaba enfrascado, mirando la palanquita.
Cara de Vaca gastaba un desembarco queriendo ver más claro, pero el chino respondió con un botellazo volteando el hígado. Hubo un cruce de patadas delicadas, a cuatro manos, como en una fiesta. Unas veces sonaba el cuero en el mediastino y otras contra la puerta de la oficina. Cara de Vaca arrastraba por la aorta las calles de su amargura, oyéndose sonidos peristálgicos reverberando en el estiércol de la emoción. Finalmente se desmoronó, por segunda vez en la velada, y el árbitro se agachó a hacer la cuenta, provocando el paroxismo de todo el mundo, con Alfonso a punto de perder la cara. Si se recuperaba Juan, el chino aún así ganaría a los puntos, con toda probabilidad, uno de los cuales salía en ese instante lejos del palacio de deportes, buscando la oficina, sobrevolando los tejados de la ciudad. El médico decía que Cara de Vaca no respiraba bien, pero logró levantarse, provocando el clamoreo exacerbado de la afición, viéndole saludar en el centro del ring como recién llegado de otro sitio. Kim no se lo pensó después, y acometió abatiendo el puño, cargando razones para decantar el título de una vez, con la bolsa más sustanciosa de la Historia. Con el otro puño Alfonso quería sujetar al chino, antes de que armara su martillazo demoledor. El doctor narró el incidente gimoteando, diciendo que la vena basílica del bíceps derecho del chino se hinchó mucho, hasta que localizó la raíz cuadrada de cinco en el rostro enemigo, al que acertó en la subclavia, descabalgándole la cabeza sobre la clavícula, a la vista de todos, de un modo lujurioso.
-Le ha partido toda la cara-, gritó el doctor, con tal apremio que acabó arañándose en el cuello, salpicando al locutor, teniéndose que poner un esparadrapo.
Alfonso, agarrado al periódico, buscaba apresuradamente alguna estadística favorable, como un feligrés en ayunas, dándole otra vez sin querer al dial. El sonido se apagó un momento, con la sintonía emitiendo una canción brasileira. Mirando al techo hizo bisojos alucinados, como si tuviera los ojos, a consecuencia del sudor, satinados de bicarbonato. De haber entrado en el despacho la mujer en ese instante para hacerle una foto, no le hubiera conocido.
"Mejor -pensó él-. Así puedo huir".
Cara de Vaca Juan caía al suelo otra vez, junto a la lona, según el grito desgarrado del locutor. La noche hedía a calabozo desde hacía un rato. Los pandilleros del ringo no se daban tregua. Sin embargo Cara de Vaca recuperó el pulso otra vez, corriendo veloz a por el otro, puede que a reclamarle la devolución de una oreja, a tenor del gesto. Kim, más tranquilo, mascaba la saliva viéndole venir, como asentado con algo sólido dispuesto en el cuadrilátero. El público quería herirle sacudiendo insultos, y en algún instante parecía que alguien saltaba para pegarle. Los pandilleros iban y venían con un anzuelo hincado en la carótida, con el árbitro haciendo labores policiales. En la grada superior un comité de expertos en bailes regionales, atento la colisión, valoraba el juego de pies de su púgil, resistiendo la ofensiva, ondeando la cabeza con dificultad. Posteriormente el chino le descubría por sorpresa en la bruma del palacio, sacando con facilidad el cuero de atrás, diríase que desde las mismísimas herrerías del infierno. Sin embargo, por suerte, pasó rozando la cara, esquivando Juan al lado opuesto, con reflejos nerviosos celebrados por el aficionado, pues de aquel modo se salvaba del anochecer prematuro. El público le espoleó de un modo fragante, pese a la paliza que estaba recibiendo. Entonces Juan apalancó la pierna atrás, y apenas sin ángulo, librando el flanco izquierdo, conectó al cráneo un jab certero, provocando un calor demoníaco en el rostro del chino, como dijo el doctor, viéndole caer a la lona casi noqueado, provocando el júbilo de la grada. Según el parte meteorológico del doctor del impacto brotó un birlango súbito de sangre, y en la cuerda quedó goteando un estofado indescifrable. El español continuó la bronca, sin dejarle respirar, impactando de nuevo muy duro a la derecha, justo cuando giraba. El sonido del puñetazo sonó como una cornamenta atravesando la puerta de la oficina. El doctor demostraba que conocía bien su oficio al describir la acción.
-El impacto ha debido afectar al yunque y al martillo, creando una presión atmosférica en la cámara cerebral por la vía auditiva, hasta que vociferó el tímpano, elevando el abejorreo en la cloquea, marchándose después al utrículo, haciendo piruetas en el canal semicircular, hasta que logró escapa hacia las trompas de Eustaquio, asomando finalmente, como puede ver todo el mundo, un billete de quinientos euros en la fosa nasal.
La central eléctrica por fin olía a triunfo, oyendo Alfonso de qué modo, como una ventosa, el guante se despegaba de la oreja del chino, que se tambaleaba absorto en el centro del matadero, oyendo locuras. La cabeza parecía la estufa que calentaba el ring. Una bandada de gallos paseaba alrededor. Hubo dos voces trágicas de ánimo, la de su entrenador y la de un payaso haciéndole cucamonas. Kim se balanceó hacia adelante, pero tuvo suerte y sonó la campana en ese instante, frustrando así la operación financiera del oficinista, que escuchó el golpe libre de la caída. A Kim lo rescataron de la taberna los amigos arrastrándolo, mientras el español, en su rincón, parecía entero, como pocas veces se le había visto en la velada, bailándole un poco las mandíbulas, quizá de puro optimismo, como dijo el médico viéndole sonreír con un ojo, febril el orbicular derecho, con un buitre al lado mirándole con ojos de amianto.
-El chino tiene problemas, señoras y señores. El árbitro está con él en su rincón, dándole la bienvenida a la fiesta.
-Le saluda con la mano, con cariño -añadió el médico-, y luego le invita de nuevo al hoyo.
-Suena la campana para el sexto asalto.
El español está de acuerdo con Kim en buscarse hacia delante. Entonces, al verse, se produce un abrazo con difamación, agitándose ambos queriéndose separar, buscando al árbitro en la tormenta, con los ojos torcidos en los hombros. Los púgiles parecen producto de una relación cordial de pésame, pues el gasto es frenético. Cada uno mantiene la cabeza hincada en el cuello ajeno, murmurando insultos, pan duro y final fin.
-Quiero chocolate -, se oyó después.
Había una mujer vociferante acercándose al cuadrilátero.
-¡¡Es ella!! -, dijeron al unísono los locutores-. La madre de Cara de Vaca Juan, señoras y señores.
-Sí, es ella -, confirmó el doctor poniéndose el esparadrapo.
Estaba dispuesta a salvar a su hijo en Vietnam. Después, en la oficina, se oye un repente de impactos, el uno partiendo la mesa, el otro partiendo las patas. El uno sacude y el otro recibe, con un orden pimponero. Tan sólo el color del calzón, rojo y verde, les distingue en la bruma, como dice el locutor. Alfonso desarbola las páginas del periódico deportivo oyendo que su boxeador no puede más. Se está muriendo todo el mundo en el palacio, y Alfonso se tambalea también, preguntándose con ahogo quién queda de parte de la civilización.
-Esto es un drama indescriptible -, dijo el locutor, casi lujuriosamente.
-Sangran como si tuvieran escorbuto -, añade el doctor.
Alguien pide dos hamburguesas. Cara de Vaca cae al suelo. El médico indica que es difícil comprender ese gasto, aguantándose el uno al otro, dando golpes sin cesar. Puede haber un reproche diasónico en el corazón de alguien. El doctor recuerda su experiencia, cuando joven, golpeando un saco: tan sólo duró un minuto, y después se desvaneció. Se oyen expresiones que en la calle harían pensar en la mafia. Después de otro fuerte golpe, el español se queda mirando el vaivén olímpico de las ondas lumínicas del recinto, notando el clásico acúfeno de la sirena policial, así como la sibilante voz de una madre, cuando era pequeño, diciéndole que escapara. Kim se da a la fuga antes de ser descubierto, en un callejón sin salida. Al poco el doctor añade al parte médico dos cigarros encendidos en cada ceja, yendo el chino a rebotar junto a la lona, y al mismo tiempo Juan, gimiendo, rebotando en la otra, con el cuero cabelludo humeante. Los locutores muerden el micro, inaudibles las voces ante la tribu india hundida en la epopeya del graderío. Kim cabecea. Juan mambea de fragilidad, desmadejado, ambos como manolas abrazadas. El chino hinca la cabeza en su cuello otra vez, comentando algo, puede hablando de higos envenenados. Practican algo de patinaje conyugal sobre un charco de sudor. Alfonso, pegado a la pared, observa con un ojo que un protón en el aire está siendo descifrado por un satélite. Traquetea los hombros, y del bolsillo, que remueve con una mano, cae al suelo una miserable moneda de cinco céntimos, obligándole a rodar bajo la silla, como un miserable perdulario.
Alfonso no sabe lo que hace, se inclina inclinándose, bajando la cabeza, alargando la mano, y después se incorpora y eleva el volumen del transitor, que emite crustáceos óseos impecables. Kim Olgar retrocede, y el español, al desgarriate, le acierta. Alfonso conserva aún sus propios vehículos portátiles dentro de la cabeza, oyendo un mugido, y a continuación su púgil yace en el suelo, oyendo la cuenta atrás, que puede ser la definitiva. El referí dice diez, nueve y ocho, ocho, quince y veinticuatro, dando la sensación de que todo está acabado. Alfonso mira en ese instante la palanquita. Todo depende de él. Puede dejar a oscuras a la ciudad entera, es decir, impedir la ruina, echándole la culpa a un compañero. Puede saltar por los tejados, como un varonil delincuente, de balcón a balcón, para ser perseguido por la policía hasta el pabellón, al objeto de aparecer detrás del chino en la oscuridad, con una cerilla.
"Por favor, ya basta -le diría-. Ha estropeado usted mi vida".
Cinco. Cuatro. Tres. Dos ender Morris sopetón. La empresa de electricidad merecía que bajara la palanquita. Lo merecía por negarle la subida salarial que esperaba desde otoño. El balance demostraba suficientes beneficios, un disparate de ceros sin precedentes, según anunció la asamblea de accionistas. Le dijeron de buena tinta que había planes novedosos para invertir el superávit, seguramente en nuevas unidades eléctricas, por toda la geografía del país, todas con tecnología verdadera y no como la de aquella mazmorra. Dos. Uno. Cara de Vaca se pone en pie, de un modo sobrenatural, y Alfonso se enjuga las lágrimas, cayéndole el sudor frío por el rostro, retirando el dedo de la palanquita, oyendo ahora el aplauso efusivo del recinto, y al locutor reanudando la subasta de carne de membrillo con el mismo ímpetu de antes. Kim somete al contrincante a palos, y llegan al último asalto en una turbulencia. Alfonso nota trocantes desconocimientos en el esqueleto. Necesita ir al baño cuando sea, aunque fuese lo único que haga en la vida misma, pues sudaba mares de plata queriendo que el agudo inguinal fuese un gas ofgorros superlugen. Mira la radio alemania apretando el culo construyendo en su rostro a cada segundo por favor un amargo divino.
El fragor del graderío arrecia cuando suena la campanilla otra vez, la del último asalto. Pueden ser los últimos minutos de todo el mundo allí. Se oye una tracamundana inagotable, no se sabe aún de quién. El pájaro carpintero tira abajo un árbol y vuela por el recinto una paloma blanca con una puñalada trapera. Hay un cuelgue al derribo, vendido el español de saldo para un golpe más. El chino ladra, dando golpes cada vez más tranquilos y sensatos, con tiempo para ir estudiándolos, como un sádico recreándose en su pollo muerto, una veces con acierto y otras descansando. Aumenta el conflicto cuando Cara de Vaca huye, poniéndole nombre al viento. Regresa y nuevamente se dan leña para una mansarda. Suena la cisterna. Hay un jaleo de perrera en el graderío, incesante, delante y detrás del español, a espalda quieta sin saber dónde está. Una pelambrera furiosa de mujer se mueve cerca del ring, una mujer sola apestando a vino, pareciendo que salta a detener al chino. Quieren socorrer al favorito a la manera en que lo hacen las mujeres, es decir, abrazándose a él con buena voluntad, para dejarle en franquicia ante el contrincante, de perfil, posando perfectamente para una foto. Sin embargo se descuidan, dejando al aire el sobaco, recibiendo entonces un impacto de tinaja en el abdomen, seco y contundente. Cuando parece que el español lo tiene a su merced, se duele del riñón y aplaza el remate, marchando por el ring, sin que el público entienda qué sucede. Se aleja como renunciando al triunfo, acaso de verdad dolorido, con la mano puesta en el costado, provocando la ira del graderío, que le abuchea, que babea en la lona pidiendo que mate a alguien. Falta medio minuto para el aborto. El español arma entonces un tortazo de ambiente, acometiendo como un hondero, crujiéndole el gran dorsal al constreñir el serrato. El doctor comenta que el púgil confía el destino del cuerpo a la tensión del carpo solamente, abatiendo el puño. Grita entonces de dolor, cayendo lesionado, al fracturarse el radio. Pero ha sido suficiente. Había una esquela pegada al cuero, como diría el legendario cronista deportivo Manuel Alcántara. Kim se desbarranca como un arrecife de huesos, en el último segundo del macht. Lógicamente la afición no puede gritar más. Todo ha terminado. Hay un rugido increíble. Todo ha pasado ya. El chino es desalojado por los barrenderos. Cara de Vaca vuelve a ser el hierro.
"¡¡Ha ganado Cara de Vaca Juan!!", piensa Alfonso sin podérselo creer, pronunciando una jaculatoria, elevando el boleto al cielo, cagándose vivo de pura alegría.
España, número uno en helioterapia
Después de largas caminatas grillándose al sol, cierto día un hombre se otorgó un distinguido nombramiento, el de helioterapeuta, es decir, doctor en ciencias solares del pueblo. Era un parado habitual, caído en picado de la escala social, soñando con regresar. Estar parado era como estar muerto, pues por falta de dinero la gente se ausenta de la sociedad, dejando de relacionarse con los seres de antes, sin frecuentar los sitios de antaño, convirtiendo su casa en una especie de mausoleo cerrado, sin que nadie sepa a quién darle el pésame. Con frecuencia, durante sus largos paseos insustanciales, aquel hombre pasaba una sed horrible, teniendo dificultad para pronunciar palabras como somorgujar. Pasaba calamidades debatiendo con pájaros aguijoneros y con todo tipo de alimañas, aéreas y veloces, susurrándole al oído con inocencia infantil que conocían la cercanía del agua, como si para buscarla fuera necesario correr tras ellas, al borde del infarto. Sin embargo, en el fondo nada podía detener al hombre en verdad necesario y de valor, al sabio tenaz e incorruptible, al ganador nato en definitiva, día a día alcanzando el respetable grado de invisibilidad individual. Nunca le comentó a nadie qué se traía entre manos, ni cuál era realmente su situación en la vida. Comenzó un día a nombrar a Kepler, así como a Copérnico, y a muchos más, cada vez más familiares. Se sentaba al fresco en los bancos del trayecto, mirando como los tontos, con tiempo de sobra para apuntalar su confianza en el proyecto, siempre pensado a escondidas, pronunciando alguna hermosa teoría.
"El sol es eso que se ve, pero que cuando no se ve, se piensa en él", se dijo, como si hablara de sí mismo respecto a quienes alguna vez, por alguna extraña razón, fueron su compañía social.
Quizá se trataba del dinero. Evidentemente ahora no lo tenía, ergo algo tenía que ver. No solamente descubrió el interés social en ese aspecto, evaluando el modo en que la próxima vez les trataría. Sobre todo, durante sus paseos forzosos, fue alumbrado por datos cada vez más libertinos acerca del fuego central, como en su día lo llamó Pitágoras. La gente tenía la ciencia delante. Ciento cuarenta mil millones de kilómetros separaban la tierra del sol. Esa perspectiva ofrecía un panorama limpio, cada vez más interesante, visualmente dispuesto en la geometría invisible del rayo solar describiendo poliedros en las copas de los árboles. Pensó en cuantas razones ilógicas tenía el sol para estar allí tanto tiempo. El conocimiento estaba al alcance de la mano, y ahora lo veía claro.
"Helioterapeuta, buenos días", comentó a menudo.
Era cierto que esa palabra, mal pronunciada, podía sonar como un insulto, pero si las cosas marchaban como las pensaba, es decir, con la exactitud característica de la ciencia, estaba a punto de alcanzar un grado inigualable de excelencia, viendo su sombra al pasar. Su nueva categoría social le permitiría codearse con la gente, descubriendo con él la grandeza imperial de esa dimensión.
"Sí, buenos días, soy el helioterapeuta".
Los vecinos suyos se sentirían honrados de vivir junto a él, en la puerta contigua. La palabra denotaba un influjo mayestático, de índole ilustre, como pocas veces había sucedido. Así medraría sin problemas de nuevo en la escala social. Era mejor que antes ya, libre tras la brisa, oyendo el retozo del pajarillo en la arboleda, sacando pecho, invicto y con la cabeza erguida, lleno de confianza en sí mismo.
"Señores, buenos días, el helioterapeuta".
Por fin había alguien allí para darle valor de novedad al día. Alguna vez le resultó irresistible alzar el dedo con autoridad, como un catedrático de tomo y lomo, o sea como un triunfador indiscutible, señalando determinadas peculiaridades diurnas.
-Cuidado con el opaco blanco del halo violeta, señoras y señores -decía-. Cuando más tranquilo se está, algo así puede acabar cortando por la cintura al más pintado, como el fino hilo de un soldador cargando de fatalidad helicoidal el cristalino reflectante.
Por aquellos días, según los periódicos, el país mantenía una dura pugna con Alemania, un país que al parecer tenía gran talento para la gestión empresarial, pugnando con éxito por controlar las empresas, cosa que por otro lado era normal según la ley del mercado, cuya única garantía de extranjería es cerrar. Alemania controlaba en aquel instante importantes sectores de la economía nacional, y el país intentaba resistir. Resistía sin lugar a dudas gracias a personas como él, indomeñables. Entonces se dijo que podía exportar sus conocimientos, abrir mercado, irse por ahí a explicar qué era aquello. Sol, desde luego, había por doquier, en cualquier país, por supuesto en Alemania, mas no haciendo ladrar con la misma intesidad. En aquello no podía Alemania competir.
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