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Theodor Wiesengrund Adorno: Sobre Literatura

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    I. Episteme adorneana general. Particularizaciones sobre la obra de arte

    II. Qué es la obra de arte y qué esperar de ella: Adorno frente a la crítica marxista tradicional

    Notas

    Adorno se ocupa del tema que hasta ahora había sido dejado de lado tanto por Sartre al momento de hablar de compromiso en literatura como por Foucault al describir las relaciones de poder: el primero, por ahorrarse algunas distinciones en sus generalidades sobre el hecho artístico, el último, por su excesiva meticulosidad cuya vida no le alcanzaría nunca para ocuparse de todo, postergaron hasta su muerte la especificidad de lo estético. Adorno, por el contrario, se ocupó afanosamente de ella, quizá por su condición de musicólogo y por su cercanía a la vanguardia estética: espacio (ámbito musical) y tiempo (vanguardias estéticas) deben haber confluido en su originalísima lectura de la obra de arte, que, precisamente por estos dos factores, no permite reducciones a la mera cuestión estética ni a simplificar a la obra de arte exclusivamente al hecho social. Deberemos acostumbrarnos a un extraño pero atractivo discurso a dos voces, pero dos voces que constituyen una especie de coro atonal, simultáneas pero anarmónicas, y no por ello carentes de relación.

    Así es la lectura de Adorno sobre la obra de arte, y, por lo tanto, al agregarse desde Adorno el carácter autónomo que también la constituye, comenzamos la demarcación de una tercera posición, que no es ni la del intelectual revelador (Sartre) que observa a la literatura como una herramienta social de revelación de la falsa conciencia (sin mayores especificaciones sobre la manera en que ésta debe hacerlo), ni la del intelectual específico (Foucault) que obliga al sartreano a reparar en las relaciones de poder descuidadamente reproducidas en la figura del intelectual revelador o vocero en cualquiera de sus aplicaciones (incluida la literaria), sino aquella que pondrá, desde la primera línea, sus reparos en la posibilidad de que la obra de arte sea en forma exclusiva una función social, desde el momento en que se abocará con enorme ahínco a preguntarse por el objeto que Sartre había siempre postergado: el estético: "Ha llegado a ser evidente que nada referente al arte es evidente: ni en él mismo, ni en su relación con la totalidad, ni siquiera en su derecho a la existencia" (ADORNO, 1970). Ésta su primera frase de la Teoría estética, publicada un año después de su muerte en 1969, parece una agresiva intertextualidad con los puntos finales que Sartre colocaba prematuramente cuando parecía empezar a definir la especificidad literaria. Ubicada al principio de su más grande obra sobre estética, ocupándose desde las primeras líneas de una definición que sin descuidar lo social atendiera lo que le es constitutivo, Adorno parece emprender un camino demasiado distinto del de Sartre, casi inverso.

    Sin embargo, es improcedente aseverar esto último sin más: de ser completamente inverso, Adorno, como opuesto a Sartre, repararía con exclusividad en la zona que Sartre descuidó: la estética en su definición específica, ontológica. Adorno, tal y como desde algunos lugares se lo malinterpreta, sería así una especie de teórico formalista cercano a Víctor Shklovski o a Iuri Tinianov. Si bien existen varios puntos de relación entre los teóricos del Formalismo ruso y Adorno, no es legítimo ver en él solo a un teórico de las formas: su relación directa con el marxismo () se nota claramente en toda su teoría crítica.

    Adorno es un teórico que se ocupa del objeto estético, y está lejos, como se detallará más adelante, de ver en éste una relación inmediata, directa, con la sociedad, y por lo tanto está también algo lejos de los críticos marxistas tradicionales (entre los cuales deberemos incluir a Sartre). Sin embargo, no es un teórico de la mera forma, ya que también se distancia de la teoría de los formalistas rusos en gran medida por su influencia marxista.

    I. Episteme adorneana general. Particularizaciones sobre la obra de arte

    Ricardo Forster, en su texto: W. Benjamin- Th. W. Adorno: El ensayo como filosofía, define la episteme adorneana en estos términos: "Su deambular indagatorio apunta, más bien, al desocultamiento de esos mismos discursos que proclaman ser los defensores de la libertad mientras continúan tejiendo la gruesa malla de la univocidad de sentidos" (FORSTER, 1991). Para comprender el lugar de la obra de arte en la sociedad es excluyente desarrollar antes, aunque sea en forma sintética, este comentario de Ricardo Forster.

    En su obra Dialéctica del Iluminismo, publicada en colaboración con Max Horkheimer en 1947, Adorno elabora una visión crítica del Iluminismo como el marco de asentamiento definitivo de la modernidad, hasta llegar a ver en él una inconmensurable totalidad cosmovisional que, si bien sirvió en sus comienzos como agente del progreso de la humanidad eliminando el pensamiento mítico y mágico, se va convirtiendo en un monstruo totalitario y en plena regresión a la mitificación, aunque ahora a una mitificación de sus propios términos, de su propia cosmovisión que articula, por ejemplo, las ciencias físico- matemáticas con la sistematización del pensamiento, y la sistematización del pensamiento con la sistematización de las sociedades y por lo tanto del hombre como constitutivo de ellas: "el número se convierte en el canon del iluminismo. Las mismas ecuaciones dominan la justicia burguesa y el intercambio de mercancías: "¿No es acaso la regla de que sumando lo impar a lo par se obtiene impar, un principio tanto de la justicia como de la matemática? ¿y no existe una verdadera correspondencia entre justicia conmutativa y distributiva por un lado y proporciones geométricas por el otro?" " (ADORNO- HORKHEIMER, 1947) El esplendoroso comienzo del iluminismo como progreso humano deviene, en la crítica dialéctica de Adorno y Horkheimer, decadencia por las mismas razones por las que fue fructífero: su negación del paradigma mágico- mítico. Si quiere evitar una mitificación de su propia fobia hacia la mitificación, el iluminismo no debe cristalizar su episteme anti- mágica y anti- mítica: "El iluminismo experimenta un horror mítico por el mito" (ADORNO- HORKHEIMER, 1947).

    Esta lectura de Adorno y Horkheimer lleva a una especie de paradoja: para sobrevivir, el pensamiento iluminista debe negar la instancia a la que llegó. Y esta perspectiva, también, arrastra consigo todas las demás contradicciones internas del sistema actual hijo del iluminista: en la medida en que crece según los parámetros de crecimiento de una sociedad administrada, el hombre hace crecer en realidad su reificación; en la medida en que se desembaraza de la mitificación, mitifica su contracara científica y administrativa; en la medida en que se independiza de la naturaleza pasando a dominarla, se vuelve dependiente de sus propios sistemas de dominación; en la medida en que su calidad de heredero del iluminismo le hace querer seguir progresando, se interna más en la espesura del bosque sin salida de la sistematización y reificación del pensamiento y de la sociedad. De esta manera, "Al renunciar al pensamiento, que se venga, en su forma reificada –como matemáticas, máquina, organización– del hombre olvidado de sí mismo, el iluminismo ha renunciado a su propia realización" (ADORNO- HORKHEIMER, 1947).

    El lugar que posee la moderna obra de arte se empieza a murmurar ya en este texto: la propia existencia de una obra, si bien es un hecho social, posee, según se verá en adelante, reglas específicas que no negocian su disolución o asociación con esta la versión decadente del iluminismo.

    El desarrollo de estas primeras intuiciones corre por cuenta exclusiva de Adorno, según puede corroborarse en su Teoría estética (ADORNO, 1970). En esta obra, fragmentaria no por inconclusa sino por consecuente con su propia poética de rechazo al ordenamiento racional y a la totalización (totalitarismo) de los conceptos, Adorno, siguiendo el tipo de análisis de Dialéctica del Iluminismo, introduce y se explaya, esta vez, sobre un elemento, posiblemente el único que, al autonomizarse con el correr de la modernidad, se ha transformado en una zona extraña al mundo administrado y, por lo tanto, en una esfera que, en sí misma, se rebela, por su propia condición o naturaleza, a anexarse armónicamente en una sociedad reificada: ese elemento es lo que Adorno da a conocer como la moderna obra de arte.

    Un crítico marxista como Adorno encontrará, por lo tanto, en la obra de arte más que en ningún otro discurso, ese elemento genuino que, como Ricardo Forster dice, contribuye "(…) al desocultamiento de esos mismos discursos que proclaman ser los defensores de la libertad mientras continúan tejiendo la gruesa malla de la univocidad de sentidos" (FORSTER, 1999), y contribuye a ello justamente por no haberse dejado incorporar al contrato obligado de la sociedad administrada, aquella que todo lo ordena, aquella que, por su paranoia de que algo pueda convertirse en mito o en magia, hace un muy religioso culto del orden y de la sistematización en todas sus disciplinas, incluso en aquellas que, a simple vista, parecen muy forzosamente relacionables. Aquí trazamos las primeras líneas sobre la importancia que Adorno le atribuye a la existencia misma de la obra de arte en una sociedad que habla en términos de lógica opuesta a la artística: es decir, en términos de lógica de mercado, de industria cultural, de totalitarismo cosmovisional, de supresión de las diferencias de toda índole. La importancia de la obra de arte en tanto entidad de lógicas opuestas a la social radica fundamentalmente en el hecho de que pueda servir como una herramienta verdadera de crítica de la sociedad administrada a la que se opone precisamente por no pertenecer a su dinámica.

    La existencia de una obra de arte en una sociedad cuya estructura, sostenida por la ideología (en tanto falsa conciencia), no la comprende (en el más amplio sentido de esta palabra), es un síntoma del triunfo de la obra de arte, aunque esto pueda parecer más bien su próxima extinción. Para interpretar este triunfo tendríamos que imaginar una sociedad totalitaria que no puede destruir ni articular en su arrogante cuerpo un elemento que se resiste muy a su pesar a esos dos recursos. La sociedad totalitaria no encuentra la manera de vulnerar a la obra de arte, pese a sus muchos intentos (como el de incorporarla mediante la industria cultural), especialmente porque no la comprende y porque no hablan una misma lengua: luchan con armas diferentes desde dimensiones diferentes. Y en una lucha de estas características, en donde uno de los contendientes se declara ganador si logra absorber al otro en su totalidad mientras que el otro se declara ganador si logra conservar una autonomía y una independencia respecto de esa totalidad, es evidente una victoria por parte del que tuvo aquella astucia de luchar con armas distintas por conservar la independencia: ya la elección de las armas, que no disparan en forma directa a la sociedad y que por lo tanto no tienen siquiera oportunidad de entablar un combate en el que seguro perdería, garantiza la conservación- victoria del arte.

    II. Qué es la obra de arte y qué esperar de ella: Adorno frente a la crítica marxista tradicional

    Según se adelantó, Theodor W. Adorno ve en la propia existencia del arte moderno a un opositor de la sociedad. Pero, contrariamente a lo que pueda esperarse de un teórico marxista que discurre sobre arte, la obra no es opositora del hecho social por lo que tiene para decirle, sino por lo que es, en sí misma. O, para utilizar un estilo que nos siga acercando al tono de la dialéctica negativa adorniana, por lo que no tiene para decirle. Hablar de la autonomía de la obra de arte en Adorno es hablar en estos términos: desde ella y sólo desde ella es posible una impugnación verdadera al hecho social. Su praxis efectiva reside en conservar su carácter autónomo. Así, cerca de Foucault, el propio arte es a la vez la praxis, y no un escalón previo. Para Adorno, la obra no debe inducir a que se salga a las calles ni denunciar abiertamente nada, como podría pretender Sartre cuando da a la obra el mote de función social y cuando pretende lo ya dicho sobre el compromiso en la literatura. La obra, con ser ya autónoma, confirma a la vez la praxis, en forma parecida, epistémicamente, pero trasladado a categorías estéticas, a lo que ya nos habían dicho Deleuze y Foucault sobre el no distinguir teoría de praxis. La obra de arte, que nace de lo social pero que a la vez posee leyes autónomas de existencia, puede, por esta doble condición en apariencia contradictoria, criticar su cara social desde su cara autónoma y ya derrotar al monstruo social vigente.

    Desde la cara autónoma se critica a la cara social de la obra de arte: es éste el único modo de impugnar la realidad social. De no ser también autónoma, de ser la obra únicamente una función social, como parece quererlo Sartre en ¿Qué es la literatura?, sus palabras y su impugnación serían tan inútiles como un reformismo, porque su aceptación primera de ser únicamente hecho social sería una dócil aceptación de haber sido articulada por el sistema al que pretende impugnar. Aquí aparece en Adorno una crítica epistémicamente homóloga a la que le formulara Foucault desde las estrategias del intelectual comprometido: Adorno, otra vez con Foucault, advierte, pero en este caso hablando del objeto estético, que Sartre, como el marxismo tradicional, está dejando pasar los presupuestos más nocivos de las relaciones de poder vigentes que garantizan la solidez de la sociedad a la que se denuncia. Sartre, parecía decir Foucault desde las estrategias del intelectual, y parece decir Adorno desde las consideraciones estéticas, no dirige su artillería al núcleo: descuida, desde Foucault, que el intelectual continúa ejerciendo el poder, y desde Adorno, que si se considera a la obra como una función social por encima de todo, ya se la ha dejado absorber por ese todo social cuya principal herramienta consiste en absorber y transformar en mercancía a sus opositores.

    Si, por otro lado, la obra de arte fuera únicamente un ente autónomo, como quieren los primeros formalistas rusos, las posibles (y necesarias) lecturas sobre el diálogo con la sociedad quedarían postergadas por tiempo indefinido en pos de preservar una falsa esfera de inmanencia, como sugirieron también los teóricos del Arte por el arte () y como pretenden algunos conservadores de Yale y Harvard ().

    Aquí se hace indispensable remarcar lo que sigue: que la singular posición de Adorno en este mapa crítico le permite objetar en forma bastante equivalente tanto a la teoría del compromiso en la literatura como a la doctrina del arte por el arte, dos falsedades y a la vez las dos reducciones en el abordaje de una obra. De un lado, cae la teoría del compromiso en literatura tal y como la presentara Sartre en ¿Qué es la literatura?, rechazando a Proust, a Flaubert o a Balzac porque no dicen una sola palabra de crítica al sistema opresor. De ese mismo lado cae también la teoría del realismo socialista entre cuyos intelectuales más representativos se encuentra György Lukács, rechazando por momentos a Franz Kafka, a Stendhal o a Zola. Del otro lado, cae la doctrina del Arte por el arte, que pretende retornar a una autonomía artística en estado puro, un estado sólo imaginario y abstracto. También cae todo intento inmanentista en el abordaje de la obra, que olvide o postergue su ineludible condición de hecho social al mismo tiempo que (y por ser) autónoma.

    ¿Cómo puede Adorno pararse tanto en las antípodas de la teoría del compromiso sartreana o del realismo lukácseano como en las del arte por el arte y el formalismo? La pregunta por el paradero de Adorno en este mapa es también la pregunta por todos los teóricos marxistas que abordan el hecho literario y su función crítica, y podríamos formularla así toda vez que fuéramos afines a las digresiones: ¿dónde leen, los marxistas, en forma dialéctica y dónde su lectura se torna más determinista? Y, por lo tanto: ¿De qué manera conciben la función crítica en la obra de arte? El caso de Adorno es muy singular en cuanto a que parece ver el hecho artístico como si fuera esencialmente dialéctico, dual (reducimos, en términos fenomenológicos, la cuestión de la síntesis por el momento): por lo tanto, la función crítica de la obra de arte, desde aquí, no se simplifica a la acción de hacer una crítica social de la sociedad, sino que usa su cara autónoma para impugnar su cara social, y ese gesto hace posible una crítica pertinente de lo social. Este recurso solo es posible en Adorno, por la forma en que éste pide ver a la moderna obra de arte. El propio hecho artístico tiene, de este modo, una existencia dialéctica que desde Sartre no es tan clara (por sus postergaciones y su falta de interés por hablar del hecho artístico en sí) y que Sartre hace ver como más bien subordinada a lo social ().

    La dialéctica como constitutiva de la obra de arte se explicita en su Teoría estética. Adorno se hace cargo claramente de su visión del fenómeno estético: un apartado como Sociedad incluye comentarios como éstos: "El arte es algo social, sobre todo por su oposición a la sociedad, oposición que adquiere sólo cuando se hace autónomo" (ADORNO, 1970), o: "Lo que [el arte] aporta a la sociedad no es su comunicación con ella, sino algo más mediato, su resistencia, en la que se reproduce el desarrollo social gracias a su propio desarrollo estético aunque éste ni imite a aquél" (ibídem. El subrayado es mío y servirá para más adelante). Podemos ver algo significativo: si la obra de arte tiene su doble carácter de hecho social (en tanto surge de ella) y de ente autónomo (en tanto posee reglas propias, partiendo de sus propias formas), la relación de impugnación a lo social radicará en su diferencia con ella, diferencia que debe conservar, como ya se dijo, a través de su autonomía. Autonomía cuya especificidad y punto de diferenciación con la realidad social estará en la forma.

    Tenemos entonces dos cuestiones en pugna: la sociedad, que intenta absorber y transformar en mercancía a la obra de arte a partir de su lógica administrativa, y la obra de arte, que se resiste. La obra de arte, que es hecho social, al ser también autónoma a través de su forma, no debe jamás, si pretende seguir independizada de la sociedad administrada para impugnarla desde su propia independencia, descuidar aquello que la hace autónoma: su forma. Por lo tanto, la impugnación del arte a la sociedad a la que desprecia está en hablarle a través del idioma que lo social no habla: sus formas. El discurso directo del realismo, del compromiso panfletario y del compromiso sartreano no servirán, desde Adorno, en la medida en que sigan presuponiendo que la literatura tiene que decir algo (), porque cuando la obra más dice en forma directa, desde la perspectiva adorneana, más evidencia haber sido ya despojada de su autonomía. Si la obra dice, ya está derrotada. Y, a la inversa, cuanto menos dice en forma explícita, esto es, cuanto más expresa, cuanto más habla no desde el lenguaje ordinario sino desde su propio lenguaje expresivo, más impugna desde su trinchera resistente, desde su autonomía, esto es, desde el único lugar desde el que se puede impugnar: un lugar ajeno al de la lógica que se critica, extranjero: independiente ().

    Para evitar reducciones sobre la manera en la que Adorno aborda la autonomía en la obra de arte, se dirá una vez más que la independencia total en arte no existe, ya que, si fuera tal, su impugnación seguiría siendo inútil: tan simple como que tiene que haber al menos un puente entre impugnador e impugnado para que la impugnación funcione. A esta especie de relación de rechazo, a ese puente entre obra y realidad, puente que Adorno ve en la forma de la obra de arte, se lo conoce en terminología adorneana como mediación (v. cita anterior).

    Con que, luego de todo esto, Adorno abordará la obra de arte en tanto crítica del hecho social no por lo que le diga o no le diga, sino por lo que exprese o no exprese. La categoría de expresión en Adorno, aunque no muy atendida a la hora de hablar de él, es fundamental si pretendemos entender cómo funciona el costado impugnador de la obra de arte. No se trata de la expresión de su autor (Adorno no habla de autores sino de obras, aunque pueda confundir el hecho de que se vea obligado, con frecuencia, a ejemplificar con ciertos autores lo que es el asunto principal de su teoría: las obras), sino de la expresión en tanto identificación del tipo de lenguaje formal por el que habla una obra. En este sentido, podría oponerse el expresar al decir: "Que las obras de arte renuncien a la comunicación es una condición necesaria, pero no suficiente, de su esencia no ideológica. El criterio central es la fuerza de su expresión, gracias a cuya tensión las obras de arte con un gesto sin palabras se hacen elocuentes. Por su expresión las obras de arte aparecen como heridas sociales, la expresión es el fermento social de la autonomía." (ADORNO, 1970; los subrayados son míos). Este es el lenguaje que persigue Adorno: el de la expresión, que, a la vez que afianza la autonomía de la obra de arte, lo hace, por eso mismo, un mejor impugnador de la sociedad. La expresión es en síntesis el lenguaje de la forma. Es ella y no el contenido, no lo que la obra debe decir, lo que impugna a la realidad social.

    Por eso las distancias que Adorno pueda tener respecto de los momentos más burdos de una teoría del compromiso sartreana en literatura son distancias técnicas, estratégicas, epistemológicas, no ideológicas. Distancias que parten de la manera en la que, filosóficamente, se concibe a la obra de arte. O, mejor dicho, distancias que surgen desde el momento en el que se deja de pensar a la obra como únicamente un hecho social y pasa a considerársela como una existencia dialéctica de autonomía y hecho social. En esto consiste la distancia violenta entre Adorno y Lukács (en la que, trágicamente, no podremos detenernos), las diferencias importantes con Sartre y las objeciones a la doctrina del arte por el arte. Eso que Adorno persigue en la obra de arte, ejemplificando en la música, carente de cosas que decir y sin embargo cargada de cosas que expresar, esa distancia inconciliable entre obra y sociedad que necesita para distinguir a una obra de arte crítica de una ideológica, puede dar cuenta de la noción de dialéctica negativa, y está estrechamente relacionada con la pregunta que nos formulamos líneas atrás sobre el punto donde leen dialécticamente los críticos marxistas. Adorno, al aplicarle una lectura dialéctica a la existencia misma de la obra de arte en forma completamente original por un lado, y al pensar sus dos elementos como necesariamente en pugna para que la obra sea verdaderamente crítica, se ve obligado a suprimir el momento de conciliación entre obra de arte y hecho social, conciliación que atentaría contra la propia existencia crítica de la obra de arte, que es pugna por "esencia"; estamos queriendo decir que Adorno no puede permitirse, tal y como aborda el objeto artístico, el momento de la superación de la contradicción: Adorno debe eliminar la síntesis de su modelo dialéctico. Con este movimiento, se vuelve en varios puntos anti- hegeliano. Esta dialéctica tan singular, la dialéctica negativa, es decir, la relación que el arte debe tener de eterna objeción al hecho social vigente del que nace y al que se opone mediante la forma y la expresión, convierten a Adorno, como podría suponerse, en un indoblegable crítico del arte en tanto catarsis, en la medida en que considera lo catártico como un punto de conciliación entre la realidad y la obra.

    El momento catártico de las obras de arte es para Adorno el inicio de su derrota como impugnadora de la sociedad. La teoría del compromiso sartreana o marxista en general, por más brutal que fuera su crítica, no dejará de ser catártica si no ve la impugnación en la forma y no en los mensajes directos, inmediatos, a la sociedad. La relación de la obra de arte con la recepción debe ser de tensión y no de total reconocimiento; debe ser una relación de reconocimiento parcial y nunca acabada, que materialice de paso la correcta comunicación relativa entre un ente social (la recepción) y un ente anti- social (la obra). La recepción (que no es ya la masiva, arrastrada hacia la industria cultural, el pseudo- arte en el que Walter Benjamin había depositado ingenuas esperanzas), al reconocer esa obra lo suficiente como para tomar consciencia de lo lejano que está de ella, reconoce (eso se supone) a la vez lo irreconocible que su naturaleza está respecto de la naturaleza de la obra, esto es: se percata de su propia desnaturalización. Sólo en este sentido, según Adorno, la obra de arte es crítica. Sólo en este sentido es, y cuando posee estas características, un objeto de conocimiento.

    Desde términos adornianos como autonomía y hecho social, expresión, negatividad, mediación, anti- catarsis, no- conciliación, forma, podemos entender el carácter de esta segunda objeción a las generalizaciones sartreanas que oscilan entre el rol del intelectual (objetado por Foucault) y un detenimiento exhaustivo en la obra de arte, como para saber en qué medida se le puede pedir un compromiso (objetado por Adorno).

    Fernán Tazo

    Notas

    . Que se evidencia en su participación en la Escuela de Frankfurt y en todos sus trabajos, en especial Dialéctica de la Ilustración, escrito en colaboración con Max Horkheimer en 1947.

    2. Habíamos adelantado esta afinidad epistémica entre Foucault, Deleuze y Adorno en la nota al pie nº 9. Voy a retomar la cita realizada al momento de hablar de Foucault y traslado lo dicho ahora al terreno estético: "(…) la teoría no expresa, no traduce, no aplica una práctica; es una práctica." (FOUCAULT- DELEUZE, 1972). La obra, desde Adorno, también es una práctica.

    3. Es interesante, a modo de curiosidad, cómo la crítica de Adorno a estos últimos no es una crítica de carácter ético como la sartreana (Sartre los tilda de irresponsables), sino técnica, epistemológica: Adorno no ve en ellos tanto a escritores irresponsables como a escritores equivocados en su manera de abordar la obra de arte y en sus estrategias críticas. Y, por los andariveles de Adorno, Sartre está tan equivocado como los teóricos del arte por el arte, aunque por razones opuestas.

    4. Entre ellos, Harold Bloom.

    5. Podríamos, siguiendo con el mapa crítico de la tradición marxista, continuar en esta línea: desde Lukács, la literatura está claramente determinada por el hecho social y su carácter dialéctico, en rigor, no existe: por eso, leído desde Adorno, Lukács es un déspota de las formas, y de las formas de un hecho artístico que no comprende en sí mismo. Bertolt Brecht, lejos tanto de Adorno como de Lukács, es el que más claramente ha desmantelado el paradigma lukácseano sobre literatura.

    6. Recordemos a Sartre en ¿Qué es la literatura?: "Considero a Flaubert y Goncourt responsables de la represión que siguió a la Comuna porque no escribieron una sola palabra para impedirla" (SARTRE, 1948. El remarcado es mío y remarca precisamente las diferencias epistémicas con Adorno).

    7. El criterio epistémico adorniano sobre la manera en que el arte debe impugnar a la sociedad pide algo parecido a lo que Edward Said, en su notable tercer apartado de Representaciones del intelectual, quiere para el intelectual y su función crítica: elegir una perspectiva de exiliado, saberse fuera de aquello a lo que debe criticar aunque habite la tierra criticada (y porque lo hace): "Debido a que el exiliado ve las cosas en función de lo que ha dejado detrás y, a la vez, en función de lo que lo rodea aquí y ahora, hay una doble perspectiva que nunca muestra las cosas aisladas. Cada escena o situación en el país de acogida evoca necesariamente su contrapartida en el país de la procedencia. Intelectualmente esto significa que una idea o experiencia se ve siempre contrapuesta con otra, haciéndolas aparecer por lo mismo a ambas en ocasiones bajo una luz nueva e impredecible: de esta yuxtaposición obtiene uno una mejor y tal vez más universal idea de cómo pensar, por ejemplo, acerca de un tema relacionado con los derechos humanos en una situación por comparación con otra." Y continúa, unas líneas más adelante: "Una segunda ventaja para lo que es de hecho el punto de vista del exilio para un intelectual es que tiendes a ver las cosas no simplemente como ellas son sino como han venido a ser. Contemplas las situaciones como contingentes, no como inevitables; las ves como el resultado de una serie de opciones históricas llevadas a cabo por hombres y mujeres, como hechos de sociedad realizados por seres humanos, y no como realidades naturales o sobrenaturales, y por lo tanto inmutables, permanentes e irreversibles" (SAID, 1994). No en vano, Said utiliza como ejemplo de intelectual exiliado justamente a Theodor W. Adorno: lo que Said destaca en su figura humana, yo lo observo también en su visión de la obra de arte, articulándose como por accidente, además de la figura de un teórico genial, la de un hombre consecuente.