Teoría del Conserje
La Teoría del Conserje es fácil y sirve como estímulo de estudio, dado que plantea un enigma subyugante. En alguna ocasión el hermetismo insolente de la filosofía impide comprenderla bien, como si hablara de las medicinas. Si no hace pensar que es mentira, sí en un círculo pretencioso de supuestos exquisitos hablando en clave ante la gente para quedar solamente a tomar unas cervezas, o para algo peor: para enterarse bien de lo que dicen. . La mentira, que no dejaría de tener utilidad, podría ser que textos ininteligibles se pusieran en el plato para divertirse con quien asegure ver la carne. Por otro lado, leyendo algunos también se pensaría que algo impidió ser más claro, cercenando la verdad. Desde luego es absurdo que un alumno fracase en sus estudios por no contestar mejor un apartado, cuando lo cierto es que cualquier autor de la antigüedad, comparado con él, tan acostumbrado desde joven al manejo de ordenadores y aparatos sofisticados, sería un pobre hombre.
Ocurrirá como con el globo del pintor, es decir, que exista otro de pensamientos. La teoría del conserje plantea que sin conocer a ninguno, se puede poner el nombre arriba de la página, conviniendo que después el relato subsiguiente, tanto en el orden de las palabras como en su contenido, guardará relación con él. Libremente evolucionaría entonces con cuanto se le ocurra.
Cualquier persona en su vida ha experimentado, sin conocerlas nunca, todas las categorías filosóficas. Cualquiera, de la mañana a la noche, puede ser un legalista agustiniano, un aristotélico o un averroístico, sea por la forma de tomarse el desayuno o por una conducta, jugando a las cartas como el otro o conversando con el vecino de un determinado asunto. Si uno tiene dibujos a mano el rastreo mental, convocando la imagen oportuna, le señalar una pista, acaso diciendo que el autor hizo lo mismo.
El relato libre, sin sujeción a la pedagogía, puede tener errores. En un ejercicio académico normal, como se diría, el conserje interceptaría el escrito. Durante la acción gramatical, habrá algo en el texto que sí se refiera al filósofo, y que incluso permanezca después de varias correcciones, como queriendo acomodar la conexión con la verdad, acaso por el estilo. El profesor, tras recoger los ejercicios, puede cotejar las coincidencias, si las hubiera, quizá de cuatro o cinco alumnos. La mente del autor debió ser trasladada en el tiempo por sus epígonos, formando entre todos una atmósfera peculiar, quizá denotada de algún modo. Después del ejercicio el alumno tendrá ganas de comprobar si hay coincidencia, cosa que le obligará un interés.
La ventaja del relato libre es que permite el manejo del lenguaje sin tener que andar a patadas con cuantos muebles hayan puesto los filósofos con su jerigonza característica. A falta de acierto, quizá merezca la pena que la mentira al menos esté bien escrita, antes que una verdad mal dicha.
Un hombre usa tantas calles como descarta. El número de calles que usa es inferior al número de calles que no transita. El número de calles empleadas durante un paseo equivale al número de calles donde se le daría por muerto. Una vez propagado el pertinente rumor, puede protagonizar un regreso dando sustos y alegrías por los portales. Es una idea que intenta abarcar el ámbito vital, formando una idea que conjugue la individualidad con la armonía urbana.
Nota aclaratoria
Alguien disputa el óvulo con toda esta gente.
Anaximandro
Tras la lectura de aquellos párrafos en la gran pantalla, la nave aterrizó en la planicie. Más allá había una aldea. Se trataba de Mileto. Eran las cinco de la mañana y la gente dormía aún. El pasajero salió al exterior, que era una colina, y mientras se hacía de día estuvo ansioso por fumarse un cigarro. Entonces apareció aquel hombre a lo lejos. Era él, Anaximandro, el hombre del apeirón.
– Anaximandro, ¿a ti te gusta que te quiten tus juguetes? -, le iba diciendo otro.
-No -, respondió él.
-Entonces, ¿por qué le quitas el caballo a tu hijo?
-Para un experimento.
Llevaba un caballo de madera con una pata nada más. Entonces la clavó y le dio vueltas. Lo había llamado gnomon. Un día se lo explicó a su maestro, Tales de Mileto, de un modo completamente razonable, que lo adoptó para explicar los triángulos de las pirámides egipcias. En la aldea se comentaba que el sol se ocultaba a las cuatro, aunque para otros nunca estuvo claro. Había gente creyendo que lo hacía a las seis. Anaximandro quería ver un horario marcando en el suelo la sombra solar. Respecto al apeirón, tampoco se le entendía demasiado lo que quería decir, si bien tenía que ver con los cuatro elementos, con el aire y el agua, el fuego y la tierral. Intuyó que había un quinto haciéndolos funcionar. Pocos días después, durante el almuerzo de un rodaballo con los amigos, Anaximandro en la freiduría explicó alguna cosa más. Al principio de los tiempos los elementos arrojados al mundo parecían cuatro dados sin dejar de combinarse, pero había sin duda algo en la atmósfera que lo permitía.
-Un animal.
-Una persona.
-Un gigante.
-Hay algo ahí, señoras y señores, sin lugar a dudas -, decía él.
A medida que evolucionaba, cada elemento iba sustrayendo ingredientes a los otros.
-Un huevo.
-Estamos en un huevo.
-Puede ser una idea interesante.
Podía deberse todo a una turbulencia en la mente del filósofo, haciéndole despegar del suelo sin fundamento. Solía darle vueltas a términos complicados, como según la necesidad, reparación e injusticia.
-El mundo pudiera acabarse un día -, afirmó una vez-, cuando se deseque el mar.
-Mal lobo te coma -, le respondió un amigo, alarmado ante la fechoría.
Parecía mentira que Anaximandro alcanzara la fama, pero años después sería conocido en Atenas. Para Teofrasto, un profesor del Perípatos, era un autor crucial, como afirmó en el libro Sobre la Naturaleza, que sería uno de los títulos más repetidos de la Historia. Anaximandro, en relación al gnomon, postuló la teoría de los planetas. Un día emprendió un galimatías acerca de esferas celestes, y también comparó la distancia de los cuerpos respecto a las estrellas, siendo otro precursor de la teoría del sonido que entretuvo a Pitágoras. No faltaron tampoco disquisiciones acerca de dimensiones paralelas y otros subterfugios de la razón. Una noche de verano, reunido con los amigos en la playa asando un pavo, Anaximandro hablo de la cantidad de mundos infinitos, y que cada uno debía tener su propio mapa. Esa fue una de sus aficiones y comenzó haciendo uno del mundo entero, pensando que algún día debería viajar. Había mantenido amistad con numerosos viajeros que le iban explicando el perfil de la costa, los volúmenes del paisaje, con valles y montañas muy altas, y por supuesto con ríos parecidos. Había distancias interminables que solamente podían atravesar los caballos, en todos sitios la gente tenía el mismo aspecto. Una noche de aquellas la temperatura subió, y al día siguiente en el río fue el tema de conversación, señalando dos conchas marinas con una cañavera, diciendo taumatúrgicamente que el invierno había sido apartado de un codazo por la libertad estival.
-Esto de la temperatura, amigos míos, es un prodigio.
El día que desapareció se comentó en Mileto que había partido al socorro de una dama en el Mar Negro. Se había apuntado en la milicia queriendo comprobar las latitudes. Al parecer su mapa se diferenciaba muy poco de las manchas de vino de verdad. Llegó de regreso con un monito de Apolonia que sabía distinguir perfectamente las raspas del pescado, mientras decía en la freiduría que el mundo era un cilindro con dos superficies.
-En todos sitios los elementos se derrotan igual.
Un día en la playa, después de zamparse el pavo ante el fuego, le echó agua, siguiendo el vapor con el dedo, diciéndoles a los amigos que eso merecía una detenida observación. Vieron claramente que se disipaba en el aire, flotando con cierta conciencia de ser útil en otra parte. Dicho de otro modo el aire estaba haciendo funcionar el río, y debía haber alguna razón para que el agua no se convirtiera en aire. En cuanto al apeirón Respecto siguió sin conocer la respuesta, alguna vez poniendo trémula la voz, diciendo que una fuerza invisible, un quinto elemento, permitía la vida y organizaba con sutileza los caprichos más salvajes de la naturaleza, como aquella sartenada de migas con torreznos junto a la enorme tinaja de vino.
-Es una causa indefinida, eterna y poderosa, infinita, ilocalizable allí donde se mire, actuando a diario como un mecanismo de precisión, sin consciencia, sin necesidad de inteligencia, pero avanzando con libertad, con irremediable libertad.
El mundo estaba en una torta extensa, y la vida estaba ocurriendo también al otro lado. El mundo era como una patata cortada por los polos.
-En una de las caras estamos nosotros.
El día que Tales llegó de Egipto dijo que todo cuanto se veía estaba flotando en el agua.
-Todo, mis queridos amigos. Esto es de cagarse vivos.
A Tales le pareció que lo mejor para demostrarlo era hacer un agujero, que le entretuvo mientras ellos ultimaban la parrillada. Anaximandro, respecto ese carácter flotante, disentía. La tierra iba aparte. No flotaba. La tierra estaba quieta desde siempre, dejándose acariciar por el agua. Señaló la pleamar, y les recordó aquella ola de una tarde lejana, que abandonó en la orilla un rodaballo como aquel.
-Ahí está el origen de la vida humana, en el agua.
El hombre había llegado al mundo hacía muchísimos años.
-Dentro de un huevo con púas, caballeros.
El ser humano hasta el momento solamente sabía que descendía de las montañas.
-Pero es del huevo.
Rompía el cascarón en la orilla, después de haberle protegido de accidentes en el fondo abisal. A continuación empezaba a adquirir destreza, como aquella, la de afilar en la boca el pescado, o elevando las manos ante los árboles con fruto. Era así obligado por la necesidad alimenticia.
-Le surgieron dientes, pues hasta el momento solamente había tenido que masticar agua, y los empleó para comer más rápido y más cantidad.
En cuanto a los cangrejos se trataba del animal que se pasaba la vida preguntándose por qué la gente andaba hacia atrás, como diría Listemberg. Anaximandro estaba empeñado en los mundos distintos, y en casa, moviendo los platos en la mesa, emborronaba papiros con borrascas celestiales y muchas componendas que desconocía. Si desde el firmamento se viese brillando la tierra como una estrella más, era porque en alguna estaría ocurriendo algo igual. Tiró un papiro al río en cierta ocasión hablando, como refiriéndose a la memoria, de que los siglos se superponían los unos sobre los otros como rodajas ensartadas con un hilo. A Mileto llegaban a menudo los poetas más soñadores, queriéndole conocer, señalando las albóndigas en los platos mientras explicaba el espacio. La aldea empezó a ser cita ineludible de los sabios. Las nubes algodonosas, como manifestó en el prado, eran impulsadas por el viento, y sobre la superficie de la extensa tierra, de modo paralelo, viajaban las sombras. Abajo quedaban las otras nubes, las de los pensamientos, y al mismo tiempo, si desaparecieran las de arriba, quizá se alojaran en alguna cabeza. Sin embargo las otras, sobrevolando el firmamento sin detenerse, irían lloviendo en un sitio las herencias de otro, es decir, la sabiduría antes de su regreso.
-Lo que aquí sobró una vez, allí lo tienen ara ellos.
Un día, sosteniendo una cajita de madera, habló del equinoccio. Puso dentro un hueso de aguacate suspendido de un hilo, y lo giró con quietud ante la mirada atónita de la gente, que oyó la palabra demorándose, como si equinoccio fuera un amigo suyo. Relámpagos furibundos, oscuridades iluminadas, amaneceres repentinos. Parecía estar diciendo que el mundo podía ser cuadrado.
-No lo sabemos aún.
Un día, cuando Teofrasto oyó por primera vez la palabreja, se la explicó a Aristóteles, el director del Perípatos, dejándole andando pensativo. Aquel hombre de Mileto quizá había dado en el blanco proclamando el apeiron. En el mundo podía haber una esfera. Aristófanes, el célebre comediógrafo, dijo que al parecer tenía el poder de gobernar el cosmos. Mientras las cosas seguían en Mileto, el cosmos elucidaba choques de fuerzas tempestuosas, en virtud de una variedad infinita de contrarios, por el fuego y el agua, por el viento y la tierra, por una patata simple patata frita, como la que se puso en la boca Aristóteles en ese momento, a la vista de todos los discípulos.
-Gónimos -, dijo secamente Teofrasto-. El gónimos, amigos, es lo que da lugar a la susodicha alternancia de contrarios, como está explicando Aristóteles.
-Patata frita y patata caliente -, dijo a continuación repasando con la lengua los labios.
-Primero a la izquierda y luego a la derecha -decía Teofrasto- como pueden ver ustedes mismos.
La comunidad filosófica de Atenas no estaba dispuesta a descansar hasta dar con la explicación exacta de aquella palabreja puesta en circulación por Mileto. Se sabía que Tales había escrito un par de libros hablando de cosas muy interesantes. En el primero, titulado Las Estrellas Fijas, comentó una carta astral, con rigor de versos dedicados a las estrellas, que en el segundo, titulado La Esfera Celeste, denominó zodíaco. Signos y rayas en el aire y confusión primaveral por doquier. En otro libro, bajo el título El Perímetro de la Tierra, apostaba por el apeirón de su amigo como misterio subyugante. Días enteros la gente del Perípatos se encomendó al asueto del jardín barajando los dedos indagando en la extrañeza. Para muchos el sabio Anaximandro se estaba refiriendo a las creencias órficas, según las cuales ese concepto tenía que ver con la noche, y el gónimos con el huevo.
-¡Con el huevo, amigos míos! -dijo Teofrastro-. Aristóteles, por favor, proceda.
El calor asimismo se correspondía con el cielo, y el frío con la tierra, y cualquiera de aquellos gestos con una amarga duda. Hubo quien pensaba que tenía que ver incluso con las reglas de la arquitectura, cuyas formas permanentes estarían indicando algún principio fundamental. Se pensó asimismo que había una palabra secreta de índole universal que permitía, sólo pronunciándola, todo el saber, como una contraseña.
-Estudiar -, dijo Teofrasto.
Un día le esperó en el jardín una mujer, alta y cimbreña, oculto el rostro bajo la capucha del quitón. Dijo que deseaba conocer algo más sobre la palabreja. Entonces apareció el profesor y se marcharon juntos por el jardín. Bajo el sol espléndido del atardecer el sabio, con gesto delicado, iba agarrando flores, ora una puntilla de crisantemo, luego un dondiego amarillo, una campánula verde o una buganvilla. Detrás del rosal, en un páramo de tierra mullida, se sentaron ambos, escuchando el trémolo de los pajarilllos saliendo del sauce, así como en el lago el zureo lejano de las palomas. Quizá era cierto, acaso no, que hubiese una fuerza misteriosa sobre el manto terráqueo supliendo si ningún esfuerzo cuantos ingredientes se sustraían entre sí los elementos. Teofrasto dijo que Anaximandro estuvo una vez en Apolonia, adonde fue para gobernar la tasa de fertilidad de las gentes del Mar Negro. Predijo el terremoto de Esparta tras observar el atolondrado vuelo de una cigüeña, y poco después ocurrió el incidente, cuando se derrumbó el monte Taigeto, dándole la razón y llenándole de prestigio. Incluso inauguró la prosa poética hablando de esas cosas. Ella atendía con reverencia ingenua, arrobada y feliz, ante el maestro. Finalmente decidió preguntarle, con una sonrisa malévola, si había sido en realidad el inventor de tan extraña palabra.
-Pudiera ser -, dijo él.
La caricia en ese instante se posó en su capucha. Hubo un susurro dejando caer las flores.
"Prefiero explicar -, musitó Teofrasto- el rico fruto denominado parucio gullivelino afillolado".
Poco después le dijeron a Anaximandro que alguien en Atenas se había apropiado de su idea.
-Imposible -dijo-. Mi idea es una cosa que flota en el aire.
Parménides
Parménides era de Elea, un pueblo de la península italiana. El navegante comprobó, mientras buscaba tabaco allí, que muy pocos le conocían. Había gente que decía que era una dama. Lo que sí era cierto es que un poema de su autoría, de tan sólo ciento cincuenta versos, titulado Sobre la Naturaleza, había concitado el interés.
"Lo que es, es, y lo que no es, no es" -, decía uno de los versos.
A lo largo de la Historia el verso, en apariencia futil, le granjeó tantas amistades como antipatías, como si fuera tan sólo el sueño de un bebé. Era muy difícil aceptar que la seriedad consistiera en algo así, exenta de belleza y sobrada de cacofonía. La cosa era que estaba avalado por una larga trayectoria, y que para muchos suponía una gota densa de conocimiento. Más adelante sería considerado incluso precursor de la teoría del big band, definida como el estallido inicial en el espacio originando la morcillería galáctica con sus millones de protones, neutrones y electrones.
Lo que es, es, y lo que no es, no es".
Puede que fuese sólo una cosa mental de Parménides, un problema que le atañía a él nada más. En el poema hablaba de cerrojos y de carros a punto de mearse en las cunetas, y parecía que aclaraba que los sentidos engañaban al hombre. Al parecer la mirada humana sólo estaba diseñada para ver las apariencias. Afirmó además un día que el tiempo no existía, que una cosa era el tiempo cronológico y otro por supuesto el climático, y finalmente la temperatura interior de cada persona. Veinticinco siglos después hubo quien pensaría que estaba hablando, insospechadamente, de coches modernos y de aviones, volando más allá de la papiroflexia. Epícteto no en vano, el pensador estoico, en uno de sus textos, titulado El Manual, hablaba del balompié tanto tiempo antes de que se inventara. Al parecer el concepto del tiempo implicaba que estando ante la sartén el sujeto tendría contacto con la gente que ocupara el sitio siglos después, tomando la vertical cronológica como quien sube en ascensor.
Entre sus amigos se encontraban el poeta Horacio y Heráclito, que después de haberse quedado pasmado oyendo el verso acabó siendo su primer exégeta, con tanto éxito por doquier que la gente decía que sin él Parménides no sería nadie. Heráclito se solía pasar las tardes analizando el río, cobijado bajo un árbol, diciendo categóricamente que nadie se bañaba dos veces en él mismo, debido a que el torrente avanzaba sin retorno.
"Lo que es, es, y lo que no es, no es".
A su amigo la posteridad le dedicaría resmas de papel. En efecto, dio lugar a algunos informes eruditos diciendo que no eran lo que tenía que ser, debiendo emplear veinte páginas para decir algo naturalmente cierto.
"Ese hombre genial -escribió una vez un autor moderno-, al decir que lo que no es no es, está diciendo que lo que es, es, no pues sí, dado que siendo no es lo que no es, porque andando lo andado no se desanda".
Nadie desde aquel verso fue el mismo. Influiría pese a todo en filósofos como Kant, Hegel, Bergson o Heidegger, que debieron pasarse largas noches sin dormir estudiando la cuestión.
"Lo que es es, y lo que no es, no es".
En las Facultades de filosofía se cruzaban apuestas diciendo que podía ser el comentario de una mujer en un parto, con las rarezas propias de las hormonas. Para muchos era una ironía, y que repitiéndola aumentaba el placer. Para otros era la primera barricada de los filósofos para emborracharse en exclusiva con su sabiduría. Pitágoras al menos se identificaba claramente con los números, pese a que una vez se empeñó en decir que el velocista Aquiles era más lento que una tortuga. Se dijo que también era una ironía, y que los amigos, dándole la vuelta, acabaron compitiendo con la verdad matemática. Se dijo que Parménides adelantaba la poesía moderna para hablar del río parado en el espejo durante el llanto, y que su opinión era el alboroto, así como del otoño lo era una hoja cayendo del árbol. En definitiva, gracias a él, las cosas se podían humanizar, como un teléfono de historieta brincando. El baile de un festín serían las copas de una mesa y el lápiz del dibujante la mascota de su mano. Por algún motivo añadió interés a la doxa, cuyo significado inicial era opinión, y que la misma tenía que ver con la atmósfera del pensador creyéndose visitado por otro, aportándole datos durante un trance.
"Lo que es, es, y lo que no es, no es".
Hubo filósofos que quisieron ver en el poema un comentario subliminal acerca de una caja.
-¿A ver si este hombre se va a estar refiriendo a una caja?
Efectivamente una caja, tanto bocarriba como al revés, era una caja. Un cuadro era distinto, pero un cuadro, fuese allá o acá, no dejaba de serlo, cuadrado por su forma, con una utilidad, a menos que los sentidos engañaran al fabricante.
-Es o no es según la utilidad.
No había modo de ver claro el asunto, pero la incógnita era divertida, pero de haber sido un pensamiento de categoría, no dejaría lugar a dudas. Quizá Parménides se estaba refiriendo a un simple rosco pareciendo un flotador, es decir, que imaginando a alguien con él, se observaría que al no consumar la acción, accionando las mandíbulas, comunicaría que es el objeto no comestible.
"Lo que es no es".
Heráclito abandonaba la sombra del árbol sintiendo más calor por la duda que por el día, debiéndose bañar para olvidar. Un día le invitó a un mesón para tenderle una trampa. En ese instante había en la tarima dos actores, el de la izquierda vuelto al público, y a la derecha de espaldas, ambos a punto de caminar en sentidos opuestos.
– Uno de los dos no es -, dijo Parménides.
Movió la mano y comparó la situación con el molde de las galletas, es decir, que sin el molde no había galletas. Por lo tanto una cosa era el original y otra la copia, es decir, que la copia es la que secunda la iniciativa. Parménides entonces tomó un marco de madera y asomó detrás sonriente, como un guiñol, como queriendo explicar algo. Después se despidió de él y se marchó a casa. Luego de darle pipas al periquito, se tumbó en el sofá, mirando en la penumbra una estantería. Articuló la rodilla viendo las baldas horizontales. Apoyó en ella el otro pie, quedando a un palmo de sus narices el ángulo formado. Sucedía como observando el pocilio de espuma en el café, fluctuando las formas. Todo afuera podía ser igual, una apariencia, un código incomprensible e inabarcable, en combinación incesante, con una conciencia matemática, sin que las personas se dieran cuenta. Hubiera sido como si ante una foto la vista no viera el dedo que la sostiene. Durante una paseata había combinaciones constantes, tantas como autobuses cruzando una calle, y tantas como sombras quietas bajo los árboles, y lo mejor era esperar a que el viento apagara una vela.
Empédocles de Agrigento
Empédocles era de Agrigento, una ciudad de ochocientos mil habitantes en la isla de Sicilia. Su preocupación eran los elementos prioritarios en el origen de la naturaleza. En su opinión había que descartar el aire y el fuego, y quedarse con el amor y el odio, así como con la simpatía y la antipatía, aspectos que darían lugar a la teoría de las raíces, a la que sumó dos nuevos factores, la generación y la corrupción. Al principio de los tiempos lo que había en el mundo eran trozos de personas y animales, vagando de un lado a otro, buscando correspondencia armónica, cabelleras de colores con cabezas adecuadas y ojos con su hueco, mas la pertinente oferta de brazos y piernas. Todo eso, ordenado de un modo inverosímil, incluyendo el aire atmosférico, estaba en el interior del hombre.
"Lo semejante busca la semejanza", se decía.
Empédocles, bajo un árbol observándolo, también se persuadió de que el río, cristalino y armónico, era el reflejo de su ánimo. Era el lugar de encuentro con sus amigos, uno de los cuales era Diógenes, el cronista de la época, que estaba recopilando datos para su libro Vida de los Más Ilustres Pensadores. El otro era el poeta Horacio, que solía recitar versos.
Sé prudente, filtra el vino
Y adapta al breve espacio de tu vida
Una esperanza larga.
Mientras hablamos, huye el tiempo envidioso.
Vive el día de hoy. Captúralo.
No te fíes del incierto mañana.
Incluso el hierro exterior tenía, en forma de mineral, una equivalencia en el interior. Estudió, viendo que mutaban constantemente, el macho y la hembra vegetal, y manifestó que el mundo era una esfera donde había un punto siendo el centro del universo, quizá su árbol. Diógenes apareció la primera vez detrás de uno, estando de visita en Agrigento comprobando diversos aspectos, obsesionado con saber que todo el mundo era quien era. El auténtico Empédocles era aquel, y aparte de doctor, quería ser poeta para influir en las rapsodias de Orfeo. Se le ocurrió que la luna parecía el tapón de una alberca más allá del fuego, aunque puede que el pasadizo secreto de una odisea oscura.
-La luna va a reventar de odio -, añadió.
Le comentó al cronista que estaba harto de Jenófanes, con quien convivía, rascando la tierra con el dedo diariamente, queriendo encontrar un nuevo elemento. En cierta ocasión el río tuvo una crecida, con represas cada vez más violentas, y lo mismo ocurrió con su carácter, marchando a la ciudad bramando.
-¡¿De dónde voy a venir?! -se le oyó decir-. ¡Del río! ¡¿Sabe usted cómo me ha puesto el río?!
Se comentó que le soltó un sopapo a una vaca y que la gente, temiendo que entrara en las casas, apresuró los cerrojos. Al final se supo que simplemente se estaba orinando y que por estar fría el agua, y ellos delante, desestimó aliviarse allí, prefiriendo una esquina ajardinada, en la que acabó conociendo a una mujer. Posteriormente regresó más contento al árbol, regocijado por su nueva amistad. Diógenes supo que había conocido a Pitágoras en Crotona, el genio de la calculadora de garbanzos, que le explicó la transmigración de las almas, afirmando que tras la muerte ocurría una descomposición. En cuanto a la medicina, a propósito de una extraordinaria ración de habas, comprendió aspectos categóricos de las ciencias fisiológicas. El matemático, durante un estruendoso pedo, explicó que había una conexión de la boca con el estómago mediante un tubo que llegaba hasta el ano. Sonreía diciendo que cuando regresó a Agrigento se encontró a un hombre debajo de su árbol. Era Horacio a la sazón, que le había llamado loco en su ausencia. Solían pasarse la noche comentando versos, y era natural que el poeta hiciera interesantes preguntas.
-¿Qué es lo que oculta la luna y la hace desaparecer?
-Mi mano -, le dijo un día Empédocles-. ¿La ves?
Agrigento amaneció un día con la noticia de que el doctor había desaparecido. Horacio acabó yendo por las calles a buscarle, y Diógenes por todas las demás, pensando que una sola persona parecía varias, confundiendo al cronista. Se comentó que con gran desprecio por la vida se arrojó al volcán Etna, consumiéndose en el breve diálogo de la lava. Las sandalias, sin embargo, aparecieron allí, al borde, haciendo sospechar una pista falsa. Diógenes no paró de encontrar gente que lo sabía todo de él. En un mesón le comentaron que se había marchado a la guerra del Peloponeso. Al torcer la esquina le dijeron que vivía en un pueblo cercano, con otra identidad, quizá bajo el nombre de Emilio, y en un mesón un grupo de poetas le tributaban un homenaje declamando versos suyos.
Al final de mis días me lancé al río.
Allí permanecí desde siempre.
Cuando llegué al final, mi vida ya no era.
Todo lo que había antes tampoco lo fue.
Diógenes estaba confuso, pensando que sus datos no eran ciertos. Exploraba las calles de modo incansable siguiéndole la pista. Había otro Empédocles en la esquina, aunque sin barba, más joven, haciéndole bisojos al ave cetrera del amor. Horacio, en el árbol, le añoraba, y alguna vez creyó haberse encontrado con un sosias perfecto del doctor. Había un tábano en el aire llenándose de emoción con todo aquello. Un día el poeta, bajando una cuesta, oyó a sus espaldas un silbido chicolero, y cuando se giró vio a un vagabundo agachapandado, mirándole fijamente, alzando el labio superior, enseñándole una fila de dientes. Apolodoro comentó que más allá de la colina había un Empédocles vivo a la edad de ciento nueve años, al parecer amante de los caballos, como lo fuera antaño el auténtico abuelo de Empédocles. Para Sátiro, el escritor de Vidas, el difunto fue un hábil orador. Contó una vez en el mesón que acabó enfadado con el matemático a propósito del plagio de un experimento. Se citaron allí y se pasaron la tarde yendo y viniendo lanzándose el discurso de viva voz, a la vieja usanza, como los actores del teatro. Empédocles le retaba con una incógnita interesante.
-Me han dicho -dijo- que si un hombre vive en tantas calles como descarta, podría darse por muerto en unas y vivo en otras, regresando dando sustos y alegrías por los portales.
-Usted piensa entonces -repuso Pitágoras- que se corresponde con una operación matemática.
-¡Efectivamente!
Sátiro añadió que en cierta ocasión, de un modo increíble, le salvó la vida a una mujer, solamente cantando una cancioncilla, pues él creía en poder curativo de esas cosas. Al parecer la mujer llevaba demasiados días sin respirar. Plutarco, que estuvo presente, añadió que el doctor descubrió enseguida que la causa era la ponzoña del gas fétido de la fabada climática que arrastraba el céfiro a través de un pasadizo situado entre dos montañas. Según Gorgias la mujer estaba llena de angustia, combatiendo el gorigori con manoteos desesperados. Sin embargo después se irguió rozagante.
-Encantamiento -, dijo.
-Digame usted qué cantó -, inquirió Diógenes.
Con la boca, halagando el talento respiratorio, el doctor simplemente recitó.
Enfrentarás la furia de los vientos
inquietos y perennes,
que excitados con sus soplos
sobre la madre tierra la devastan,
destruyendo del campo las labores.
Horacio se sentía cada vez más sólo en su ausencia. A menudo se le veía al anochecer.
"Algún día el hombre llegará allí", recordó que le dijo una vez Empédocles, mirando la luna.
Una lechuza alzó el vuelo, cruzando el aliento luminoso. Aún no se podía hablar de aviones, sino tan sólo de mitos como el Fénix, llevando de viaje a las parejas.
Anaxágoras y el sol de hierro
Acababan de condenarle a muerte y estaba en la celda agarrado a los barrotes, mirando la luna, recordando el día que abandonó Clazomenas, muchos años atrás. Tenía más energía que ahora y partió en una galera para no volver. Había muerto su hijo durante la invasión persa. Cruzó el Egeo oyendo al flautista marcando la boga de veinte remeros, y fue saltando de una isla a otra hasta que llegó a El Pireo. Abandonó el puerto en un carruaje en compañía de varios hombres. Tenía largo el cabello, pobladas las cejas y espeso el llanto. El carruaje avanzó con las milicias andando por las cunetas, hasta que poco después, en un páramo, fueron asaltados. Estaba jugando tranquilamente con un pajarito atrapado en el cubo del pescado, y entonces saltaron a robarles el dinero, teniéndose que fajar a fondo, como si aún no hubiese abandonado la guerra. Se había pasado la vida diciendo que la luna era una piedra despedida del mundo, tras un cataclismo cósmico de incalculables proporciones. Siete kilómetros después, cayendo la llovizna, se refugió en un mesón, donde mantuvo la única conversación del día, comiéndose el pescado. El nous era su concepto más importante y estaba allí para explicarlo. En su opinión el hombre lo había aprendió todo buscándole utilidad a sus manos.
En el ágora, entre insurrectos de todas las guerras, mujeres cargando bultos y niños pequeños con sombreros demasiado grandes, trabó amistad con personas influyentes de la ciudad. Su teoría fue del gusto de Aristóteles, el profesor del Perípatos, que la adoptó denominándola homeomería. Él denominaba simientes a las partículas elementales, y sostenía la idea del orden lógico y superior formando las cosas. Las simientes, dentro de cada cosa minúscula, luchaban por controlarla frente a las otras fuerzas, y podían adquirir tamaños cada vez más mínimos, hasta el infinito, sin que eso les restara inteligencia.
-Llámela conejos-, le dijo una vez el dueño de la pensión donde se hospedaba.
"¿Conejos?", se dijo él. "Nous, conejos, qué más da denominarlo también así".
En una carpintería conoció al hombre que le alquiló la casa de campo. Era un lugar donde el viento no paraba de soplar. Aquel hombre sospechaba que el recién llegado era alguien de gran conocimiento, y que quizá podía ayudarle ante un enigma irresoluble. Había tenido un problema con la esposa y quería saber qué era más importante, si el amor o el dinero. Él respondió sacando del fajín un bocadillo.
-Esto -, dijo-. Usted es que no ha pasado hambre.
El hombre, antes de despedirse, le dijo que le presentaría a sus tres hijos, para que diera sus primeras clases en el ágora. La primera noche no pegó ojo. La ventana tabaleaba sin cesar y tuvo que levantarse para arreglarla. Se torció la muñeca luchando a porfía, debiendo ir al médico para un vendaje, cuya consulta también estaba situada allí. Los discípulos cada vez eran más. Ocupaban las piedras de una esquina, y entre ellos estaban Demócrito, Tucídides, Protágoras y Pericles, que sería rey de Atenas. Las manos, como reiteraba, eran las que obligaban al pensamiento complejo, haciendo evolucionar al hombre, como podía verse preparando la comida o poniendo una piedra en el gomero para hacer puntería con la paloma. También explicó cómo respiraban los pescados.
-Sin ganas -, dijo Demócrito, el discípulo sonriente.
La Mente, como fue conocido también, tuvo además como discípulo a Sócrates, que solía aplaudir como si estuviera en el teatro. Demócrito sin embargo se reía tanto que se dijo que los médicos se lo rifaban para ponerle en tratamiento. Los muchachos una vez le llevaron a dar un paseo para que conociera toda la ciudad. El monte alto al que lo arrastraron era la Acrópolis, el lugar de ruina de una antigua ciudadela. Cerca estaba el aerópago, que era donde se juzgaban los delitos de sangre. Aquel día por primera vez entonces oyó hablar de Cleón, un juez temible. Estuvieron merodeando por el templo de los jónicos, donde permaneció él solo hasta que se hizo de noche. Entonces emprendió el descenso del monte, con las calles iluminadas por las antorchas. El viento soplaba con insolencia y a medida que avanzaba se iba quedando a oscuras. Era ruidoso y desapacible, llevándole a tropezar con la túnica. Circulando por la Torre de los Vientos pensó en una aceituna atravesando la digestión, volando la sandalia a un lado, el amuleto del cuello al otro y la abrochadura de la capa. Llegó a casa volando con una estampida de barrenos estallando en los árboles, partiéndose las ramas sobre la puerta, buscando la llave con urgencia, que tan grande era que servía también para derribarla. No encontró leña por ningún sitio y se pasó la noche tirititando, partiendo la mesa para hacer fuego, pensando en su pueblo, y por supuesto en Anaxímenes, el gran maestro del aire.
-El aire -explicó por la mañana- es un elemento importante que sin más remedio forma parte del nous, amiguitos. Si ustedes al abrir la puerta
El aire ayudaba a poner las cosas en su sitio, como un aliento incomprensible. El aire comprendía que cumplía una función en la atmósfera, sabiendo dónde iba o sobraba cada teja del tejado, y cuándo debía caer una rama, y por supuesto tenía razones para la desatar la furia, recorriendo las calles para comentarle su extraña ciencia a quien lo aguantara. El aire sabía incluso cuándo había que terminar la clase, llevándoselos a todos a casa, volando las capas.
-Los habitantes de la tierra están debajo del aire, amigos.
El aire impedía abrir las puertas porque el querido aire, también llamado erebo, sabía aprovechar la sabiduría del hombre para burlarla, abriendo y cerrando una y otra vez, entrando por un lado y saliendo por el otro, por arriba y por abajo, y en definitiva atusando a los escritores con la gramática juguetona. El aire era una mierda, y de nuevo lo fue al anochecer. Pensó en el concepto de inmutabilidad de Parménides, según el cual el hombre, durante una noche de viento, era el que más seguro estaba de estar dentro de la casa, en el cuarto concretamente, no sobre las ramas de un árbol a consecuencia de un engaño de los sentidos. Una noche un muerto de su pueblo se le acercó, informándole durante el silabeo que Clazomenas ya era un vestigio del pasado, es decir, que los persas lo habían trasladado de sitio. Cuando se giró todo estaba en calma y había fuego en la chimenea, si bien había perdido el pelo y estaba más viejo.
-El pelo -explicó-, es el peor amigo del hombre cuando hace calor. ¿Cómo del no pelo, pregunto yo, nace el pelo y de la no carne la carne?
-Usted y Parménides juntos -le decía Demócrito- son un regalo. El uno con el no es y el otro con la no carne.
Amaneció una bruma espesa que impedía ver los rostros en la mañana, y bajo una antorcha prosiguió, diciendo que en las uñas había una sustancia similar a la del pelo, aunque más dura, como se podía ver. Una de ambas sustancias permitía cepillarse el pelo. Añadió que en una célula, ya en la piel o en el hueso, estaba toda la información del cuerpo.
-Todo está en todo -dijo agitando la antorcha-, como en una fina rama estaría toda la información del árbol.
Cada fuerza del organismo luchaba para que prevaleciera su función. Tomó un palitroque e hizo varias rayas en el albero, agrupando en cada una los elementos diversos del cuerpo, en la primera los huesos con sus varias formas, y en las demás tanto la piel como el pelo y las uñas. Entonces, como si fuese un truco de prestidigitación, las borró y pintó enseguida un arbolito, diciendo que se trataba de un hombre distribuido de otro modo, razón por la cual cabía sospechar que la naturaleza tuviera una sensibilidad mayor. Comentó la luna elevando la antorcha, hablando que antaño estudió él un meteorito, y que por eso sabía de qué estaban hechos los astros. No eran etéreos ni transparentes, como creían los dioses desde siempre, sino sólidos, como demostraba el hecho de que durante los eclipses se taparan los unos a los otros.
-El sol es un hierro -, añadió susurrando.
Lo duro, tras un torbellino, desplazó a la blando, quedando lo duro en el sol mientras su onda se propagaba a las estrellas. En la luna había valles y montañas habitados. El ser humano se negaba a creer, creyendo en otra cosa, que lo era. Los dioses en realidad eran infortunios de la razón. Los hombres en realidad se referían a sí mismos, es decir, que las cualidades que les otorgaban no eran más que idealizaciones de las suyas, queriendo ser más bellos y capaces. Al día siguiente estuvo hablando así en una pajarería, donde fue a comprar un tucán para adornar un poco más la casa de campo. En su interior se encontraba el juez Cleón, recién llegado del aerópago.
Al día siguiente cruzaba la ciudad en compañía de unos guardias, que le alojaron en la prisión hasta el juicio, acusado de haber puesto en duda las supercherías religiosas tradicionales. Cleón pidió para él la pena de muerte, y poco después lo citó para un proceso intemperante, de cuya defensa se encargó Pericles, su antiguo discípulo, que por entonces empezaba a destacar como estrella emergente de la política. Nadie se atrevía a atacarle directamente y parecía que usaban a sus amigos. El sabio compareció tranquilo en todo momento, aunque le temblaban las piernas. Pensaba que si la autoridad era aquel idiota, quizá la celda era la inocencia.
"Más vale valiente muerto que cobarde vivo", pensó.
Al final el juez conmutó la pena de muerte por una multa y el destierro, pero por el momento debía permanecer recluido, mirando la luna tras los barrotes. Afuera la gente que le menospreciaba iba exigiéndole a Cleón que impulsara leyes que obligaran a los filósofos a devolver a los dioses su antiguo tratamiento. A los sesenta y cinco años de edad tenía dos días para abandonar Atenas. Nada abrirle la celda, acudió a casa con prisa para dejar las cosas como antaño, salvo la maldita ventana, que quedó arreglada. Emprendió rumbo de noche al puerto dentro de un carro, ofuscado con la idea de que los milicianos le confundieran con un malhechor. Llegó rielando la luna con amplitud sobre un par de galeras, una de las cuales iba a Mileto para librar una contienda. Estaba rodeado de combatientes y enfermos de escorbuto, hasta que al fin se marchó.
Llegó al Helesponto tras dar vueltas por las Cícladas. Desembarcó en Lampsaco, con ganas solamente de escribir un libro titulado De la Naturaleza. Le mantendría tan absorbido que no necesitó visitas. Demócrito le visitó una vez, y tras pasarse el encuentro señalando con el dedo las causas infinitesimales de la atmósfera, fue echado a patadas. Una tarde, dando un paseo por el páramo cercano, observó un perfil oscuro en lontananza, cómicamente saltando por los sembrados. Se acercó con la mirada del hombre libre, abriendo los brazos y loqueando el pelo, con aspecto de venir de muy lejos. Llevaba tiempo recorriendo el mundo así, descalzo, para notarle mejor los sentimientos a la tierra. Sonreía con amplitud recordándole que había sido su discípulo y médico en Agrigento, y que había descubierto que la tierra, el agua, el aire y el fuego eran los mismos afuera que dentro del cuerpo, aunque distribuidos de otro modo. Sentados bajo un sauco Empédocles comentó la similitud de las personas con los árboles, pero de repente echó correr, como huyendo de alguien. Diógenes, el cronista cultural de la época, apareció en lontananza, después de días persiguiéndole. Cuando se aproximó también le a él si era el verdadero Anaxágoras. Le dijo que estaba escribiendo una crónica y que según tenía entendido había tres más en la zona, un escultor, un gramático y un mito de masas.
-Últimamente Grecia está llena de Empédocles-, dijo el cronista.
Anaxágoras comentó que una vez había conocido a alguien así, pero que se dedicaba a las carreras de caballos.
-Fue su abuelo -, terció Diógenes.
-¿De quién? -, preguntó él.
-Del auténtico.
-Bueno, pues anótelo, no vayamos a que la gente se invente luego las cosas.
Llegaron noticias a Lampsaco acerca de Pericles, elegido rey de Atenas. Se decía que desde entonces la ciudad experimentó un periodo de esplendor desconocido desde las guerras médicas. Además era el mejor estratega de todos los tiempos, sobre todo tras una aventura en el Peloponeso, cuando las tropas, rumbo a Esparta, descansaban en el campamento. Comían, bailaban y afilaban las conteras preparando el asedio, y observaron una repentina oscuridad. Entonces Pericles recordó al maestro aclarando que era un eclipse, provocando la calma. Pese a todo tenía en Atenas acerbos opositores como Cimón, exigiendo leyes más respetuosas con los astros. A menudo le echaban la culpa de las guerras a su amante, Aspasia, creyéndola inductora del decreto de Megara, que al parecer malograba alianzas necesarias. Querían conocer qué función cumplía ella, una mujer demasiado joven para él. La acusaban de dirigir burdeles en los que ella misma adiestraba a las damas en los malabarismos de cama que más le gustaban. Los descontentos estaban apoyados por algunos artistas, como Aristófanes, el autor de de Las Arcanienses, así como por los cómicos Hermipo, Eupolis y Cratino, pidiendo incluso su procesamiento.
-¡Ramona! -, le gritaban.
La pareja llegó a Lampsaco un mediodía a bordo de una embarcación, queriendo pasar desapercibida. Aspasia era logógrafa, es decir, especialista en tatuajes de amor, y durante la travesía, oyendo la cítara, se empeñó en tatuarle en las ingles el signo del tanto por ciento. Desembarcaron como dos turistas y preguntaron por la casa de Anaxágoras, que les esperaba para almorzar. Aspasia traía un aroma de hembra ardiente. El maestro había dispuesto en la mesa un lechón, arroz y vino, y en el último instante no sabía dónde poner los pepinos. Pericles comentó el proyecto de la Acrópolis, llamado El Partenón. Quería una fortaleza de vigilancia en el monte más alto de la ciudad para darles seguridad a los atenienses. Desaparecieron a la mañana siguiente, tras dormir hasta mediodía. A continuación el sabio se puso a finalizar su libro, oyendo fuera el recuelo manso del rebaño y a sus pastores comentando los precios. Al día siguiente le vieron subiendo a la colina jubiloso, mostrando su tesoro, con dos buitres en el árbol tropezando con las ramas, queriéndose marchar aprisa.
-La leche -les dijo a los pastores-. Alguna vez la clara de huevo fue la leche de los pájaros.
El libro no le sirvió para nada. Murió a los setenta y dos años de edad muerto de hambre, según versión cifrada del vecindario. Murió pidiendo una sardina, farfullando algo sobre el nous.
-Aquí está -, fue la respuesta de una vieja que apareció delante, con dos orejas en la frente.
-Muy extraño -, dijo Diógenes de paso por el pueblo.
Había una vieja más muerta de risa, con un velo, demasiado parecida a Demócrito. Anaxágoras entonces entornó el párpado y pronunció su última voluntad.
-Respeten que sobre mi tumba jueguen los niños.
Añadió que no suponía ningún problema porque evidentemente los de arriba eran los vivos.
Pericles
La multitud del mercado cayó bajo la sospecha de estar vendiéndolo todo. Una manada de elefantes conducía a unos titiriteros contando flechas. Una mujer lanzaba requiebros a un hombre desde una azotea. Otra compraba un esclavo con un zapato, diciendo que el otro era para beber con él. Hacía un calor sucio, húmedo y torrencial. Un chamán agitaba una rama de olivo para espantar el mal de Cimón. Los borrachos de la bodega saciaban la sed con agua. Ictión, el arquitecto, cruzaba rápido la plaza en aquel momento, portando en las manos los planos de El Partenón. Uno de los centinelas del alcázar estaba diciéndole al otro que quería ver el mar. El arquitecto, saludando, cruzó debajo el soportal y avanzó por la extensión de césped. Pericles celebraba el plenario con los arcontes alienados en las estoa, y le vio tomar asiento en la escalinata de palacio, para esperar el fin de la sesión.
Los arcontes habían sido elegidos teniendo más en cuenta los méritos que la posición económica. Hasta la llegada de la democracia era normal que alcanzaran el poder por buena cuna o cooptación de parientes legisladores. Pericles se iba parando allí donde le formulaban las preguntas, primero ante el partido de los mirónidas, y luego ante los leócratas o los tólmides. Cuando se paró ante los cimones se presagiaba el agrio enfrentamiento de costumbre. El chamán, agitando la rama de olivo en la calle, no tenía modo de echar a esa familia, a la que muchos consideraban aciaga. Cimón hizo alguna consideración amable inicialmente acerca de la territorialidad de los delitos. La asamblea acordó en su día que los imputados fuesen juzgados en la ciudad donde los cometieran. Cimón aludió a la propiedad de los semovientes hablando del granjero Perilampo, cuya gallina, tras colarse en finca ajena, había puesto un huevo.
-¿De quién será el huevo, Pericles? -, preguntó.
-El huevo es del dueño de la finca -contestó seco-. A igualdad de propiedades, prevalecerá el valor de la finca sobre la pequeña gallina.
-Discrepo -, dijo el otro-. El huevo es del granjero, a menos que alguien lo haya abierto.
En una mesa había un escriba señalando los puntos del orden del día adelantando fichas de cerámica. La siguiente se correspondía con la política exterior, para lo cual el rey desplegó un mapa, señalándolo con una varita. Había dos frentes abiertos, el Peloponeso a la izquierda del mapa y Persia a la derecha, quedando en medio el mar Egeo. Por el momento en el Peloponeso había dado resultado la alianza con los tesalonios, que permitía neutralizar Corinto, la capital de Esparta. Cimón le recriminó que hubiera desperdiciado las fuerzas atacando Megara, tan sólo para salvar a tres doncellas de Aspasia, supuestamente secuestradas. La prohibición del decreto acerca de la tala de árboles era indisponer a la población para ponerla a favor del enemigo. El escriba, un hombre flaco y lampiño de aspecto de tímido, gran amigo de los poetas y cantores, adelantó esa ficha imaginando a las doncellas ultrajadas, a horcajadas sobre los troncos, volando con placer. Según Pericles era bueno financiar a Amirteo, el faraón egipcio, para que infiltrado en la región entretuviera a los persas con disputas menores. Era útil porque la última vez los persas mostraron un poderío naval extraordinario, dañando de más la flota griega, considerada invencible hasta el momento.
-Si hubiera que ir allí de nuevo, señores -aclaró el rey-, deberíamos sacrificar parte de la flota destacada en Esparta.
A la sombra de palacio, el arquitecto recordaba que cuando niño, estando en una isla, vio pasar miles de galeras en el horizonte. Fue una mancha oscura que tardó dos días en desaparecer, pese a lo cual no había barcos suficientes en Atenas para empeñarse en dos frentes tan grandes. Si se reforzaba la franja persa, la de Esparta quedaba debilitada, y Atenas a merced de ambos enemigos. Parte de la flota estaba destacada además sitiando plazas menores, como Sínope, una villa de mala muerte donde había seiscientos voluntarios tratando de someter a un tirano. En Tracia, Sicilia y Eubea cosa parecidas, debido a lo cual, de restar presencia en Esparta, habría que mantener el control de otro modo. Uno sería culpar al país vecino de algún atentado, entreteniéndoles a ambos en una pelea, cosa mejor que pedir una tregua haciendo ver la debilidad. También se podía ganar tiempo sobornando a algún caudillo para que demorara los debates trascendentales con futilezas insustanciales. Pericles se pasó un pañuelo por la frente perlada de sudor. La cabeza, que le brillaba, era enorme y el motivo de que también fuese llamado Cabeza de Cebolla. Los arcontes, que aplaudieron en algún instante, eran optimistas respecto a la conspiración de los espartanos en la liga de Delos, donde según el servicio secreto pretendían sibilinamente quedarse con Tebas, un núcleo económico importante.
-Nunca debimos molestar a los espartanos -dijo Cimón-. Nunca debió Pericles invadir la isla de Samos. Eso fue lo que les molestó, que entraran las tropas en el puerto de Mileto, tan sólo para salvarle la vida a la familia de Aspasia.
-Pericles conquistó Samos en nueve meses -, replicó enseguida un arconte-. Recuerde usted que Agamenón en cambio, teniendo un ejército más grande, necesitó diez años para someter con pueblos más chicos en Troya.
El rey recordaba aún aquella incursión de Mileto, cuanto tan sólo era un estratega. De repente los mascarones de proa de las samenas samias, con forma de cabeza de cerdo, salieron al encuentro en los recodos. Por entonces, debido a su claridad tronante, empezó a adquirir prestigio en política, conocido como El Olímpico. El escriba andaba anotando en el acta de aludidos el nombre de Aspasia, quedando sujeto en la silla por la reverencia de la entrepierna. Oyó decir que la joven amante era preciosa. Se decían auténticas barbaridades, como que corrompía cada noche a la gente en los burdeles.
"Es como si estuviera delante de un circo de fieras", pensaba Ictión en la escalinata.
"Qué ganas tengo de irme de vacaciones", pensaba en ese momento el rey.
El partido aristócrata le atacó con el caso del viejo Anaxágoras.
-Se ha muerto de hambre.
-Da igual.
– Sus descubrimientos han hecho daño a nuestra cultura.
"¿Cómo que se ha muerto de hambre?", se dijo el rey, volviéndose con sorpresa ante el escriba.
Aún quedaba por discutir la polémica reforma matrimonial. Era cierto que Pericles la necesitaba para divorciarse. Permitía que la clase alta pudiera contraer nupcias con cualquiera, incluyendo a las mujeres de baja nota.
-Recuerde que la anterior ley la hizo usted -, le recriminó Cimón-, es decir, que se enfrenta a su propia ley.
La causa de que Cimón le odiara tanto era debido a que una vez le negó ayuda a su hijo Lacedemonio, durante la guerra de Corcira. Después, cuando la derrota era un hecho, se curó en salud enviando unas pocas galeras.
-A usted, Cimón, debieran prohibirle estar aquí -, dijo un arconte.
-Es hijo de madre tracia -, apoyó otro-, y ya va siendo hora de que aquí solamente estemos los atenienses.
Cimón sugirió que Pericles era un traidor, creyendo el rumor propagado por Arquidamo, el rey de Esparta, cuando pidió a sus tropas que le prendieran fuego a todo menos a la finca familiar del rey, haciendo sospechar así que andaban conchabados.
-¡Por algo sería! -, insistió Cimón.
-¡No sea usted chiquillo! -, le contestó un arconte-. ¡Fue para que desconfiáramos entre nosotros!
El chamán seguía moviendo el trasero en la calle, agitando su rama de olivo, bicheando por los rincones, lamentando tener que dedicarse a eso, cuando en realidad él no creía en nada absolutamente. El escriba movía con delicadeza la siguiente ficha de cerámica, pensando que en el siguiente punto la sesión alcanzaría el consenso unánime, pues no en vano se trataba de la subida de sueldos. Platón opinaba que los políticos no debían cobrar ni un dracma, para espantar la tentación y la codicia, debiendo estar apoyada la vocación solamente en la ambición intelectual. El rey en cambio pretendía que fuesen profesionales para celebrar las reuniones con frecuencia y discutir mejor las leyes, como hacían ver todas aquellas manos alzadas.
-Por un momento creí -le dijo Ictión después- que era usted el amaestrador de esta gente.
-Eso no puede ser -repuso Pericles-. Mi madre soñó que pariría un león y aquí estoy, creyéndomelo todavía.Dentro del despacho había una maqueta de El Partenón, que significaba la cumbre de la arquitectura imperial. Aparte de ellos, en el despacho estaba presente el consejo de sabios. Ictión echó dentro dos lombrices y, mientras rebuscaban en los resquicios, señalaba cada zona con una varita. Aquella sería la sede de la guarnición, y aquella la nave central, donde iría la diosa Pallas Atenea. Aquellas eran las murallas, rodeando la ciudadela, y aquellas las oficinas de los funcionarios. Se necesitarían más de veinte mil toneladas de piedra y mármol, y se podían aprovechar algunas ruinas de la Acrópolis. La cantera estaba cerca, y la localización permitiría ahorrar sacrificios durante el transporte.
Al día siguiente la ciudad amaneció bajo los escombros, con miles de personas allanando y pavimentando calzadas, encajando todo tipo de piedras útiles nivelando el piso, cubriendo los intersticios con tierra. Avanzaban regando las calles y añadiendo semillas de hierba para compactarlas. La cantera era una lajarería de piedras azules con un tráfago de guerra abatiéndola con mazos morteros. Las detonaciones se producían cebando con azufre las incisiones, hechas con grandes tornillos y resistencias profundas con brazos de hierro. Las cuadrillas se distribuían separadas por una distancia prudencial. Cuando arrancaron la primera piedra fue una fiesta. Serviría para la primera columna de El Partenón. La desbastaron y redondearon allí mismo, haciéndola rodar luego a un cajón, que continuación quedó sobre un carro mediante una polea. Los hombres, tras dos cuestas dañinas, llegaron al monte detrás de doce caballos, con rezonguidos profundos en la densa nube polvorienta. Descalza la piedra en el césped, el maestro Corebo tensó una compresa en la corona para alisarla sin romperla, perfilando con martillo y cincel, al estilo dórico, las estrías longitudinales. Habría diecisiete así en cada lateral, y ocho en cada frente, midiendo doce metros. Los cimientos, bajo el rectángulo del estilóbato, eran de hierro trabado a gran profundidad. La novedad de las columnas, que eran más gruesas abajo que arriba, se denominaba éntasis, y como explicaba Ictión atenuaba la sensación de derrumbe. Los sabios del consejo aparecieron una tarde para comentar la acústica del recinto. Al parecer la distribución de las columnas proporcionaría extraños lamentos líricos en los ensueños de las damas cautivas por el misterio teatral. Xinógenes Sinecio habló de que era bueno respetar el lucernario, desestimando la bóveda bizantina. Ictión cortó una vez un triangulito en el estilóbato, como firma oculta a ras del césped. Los sabios querían saber si aparejando una línea imaginaria a la tangente del chaflán se descubrirían paisajes hermosos, con secretos de colores flotando en la visual de la levedad solar.
-Lo desconozco -, dijo Ictión-. ¿Por qué no viajan ustedes?
A propósito de esos asuntos, el rey era un especialista. Se sabía que tenía en la finca una sala con dos paneles correderos con cuerpos humanos bailando. Se encargaban de moverlas dos sirvientes, de modo alterno, permitiendo que el fuego compusiera en las paredes delicadas lenguas de luz, para que Aspasia, embriagada de sensualidad en la penumbra, bailara bajo los efectos sónicos del agua. Firmó en su despacho una subvención para financiar una obra de teatro que le gustaba, por conmemorar la batalla de Micala, donde combatió su padre. Después pidió que en el tímpano constara la batalla de Salamina. Fidias, el escultor, tapado por tres altos muros que no dejaban correr ni una brizna de aire, estaba cincelando a Pallas Atenea en la nave central, perfilando un peplo de tirantes con repliegues, mostrando el suspense carnal de la diosa. Según el diseño, debía sostener en una mano a un hombrecito, y en la otra una lanza, y sobre el muslo izquierdo un escudo de oro con una serpiente enroscada. Su cabeza era más grande que el hombre más alto de allí. El escultor, viendo su enorme cabeza, más grande que el hombre más alto de allí, pensó dividir el conjunto en dos piezas, elevándola posteriormente sobre los hombros. Los obreros comentaban en la cantera que lo que ellos estropeaban de día lo arreglaba ella de noche, promoviendo entonces la leyenda en la ciudad. Respecto al parte médico el doctor Hipócrates contabilizó diversos daños, así como un hombre cayendo. Era arriesgado en el estilóbato rectangular la decantación de las columnas en sus agujeros, y en la trazada horizontal en el entablamento de vigas, donde iría el tímpano con los relieves tallados por Metágenes Xinecio, bajo una cubierta a dos aguas. De los soportales del alcázar se encargaba el maestro Mnesicles.
Se celebraron unas elecciones unas elecciones y ganó Pericles, diciendo en las plazas que la ciudad alcanzaba la majestad definitiva. Ordenó también una muralla con gruesos muros de pirca largamente desde El Pireo circundando la ciudad. Cimón estuvo diciendo que las obras nunca se acabarían, y que había indicios de corrupción. El tesoro de Eubea, que tanto trabajo costó, había sido dilapidado en un periquete, y el dispendio parecía no tener fin. Acusó a Fidias de quedarse con las piedras preciosas que adornaban a la diosa.
-¡Nunca es suficiente oro para vivir bien! -, le contestó el chamán del olivo.
Durante el banquete de celebración todo eran sonrisas, incluso para Fidias, sudando la gota gorda con ilusión entre las cuatro paredes de la nave central. El césped estaba iluminado por las antorchas acogiendo dos sombras en un abrazo. El rey le prometía a Aspasia un decreto de amor garantizando a su hijo un respaldo laboral cuando fuese adulto. Los del consejo de sabios se pasaron la velada borrachos, con un coscorrón de vino que provocaba hermenéuticas profundidades acerca de la amante, a la que no paraban de mirarle el trasero con todo el respeto del que sería capaz un filósofo.
-Ya no está la mano.
-Bueno, eso parecía, pero no lo sabemos.
-¿Belleza? ¿Alguien ha hablado de belleza? ¿Has sido tú, Sócrates, como en el convite de Agatón?
-Que alguien le diga a Cimón que venga a tomarse con nosotros un leñazo de vino para celebrar la derrota -, parece que dijo el rey.
-¿Ha sido el rey insospechadamente quien habló así, acaso queriendo que disfrutemos con carcajadas el lodo de una baladronada?
Hipócrates hablaba de los ganaderos recientemente llegados a las murallas. Era mejor que entraran dentro para que nadie quedase en peligro ante el posible ataque persa. Dos días después, bajo la tarde soleada, los arcontes se pusieron a repasar los últimos acontecimientos. Cimón, pudibundo, apareció con un ojo hinchado, al parecer víctima de su obsesión nocturna con un mosquito. Sin embargo estaba fresco y durante su intervención dijo que la convivencia de animales con personas sería nociva, sobre todo en verano, susceptible de convertirse en un albañal, con efluvios malsanos y pestilentes, generando una pandemia.
-No más que la que trajo su familia, Cimón -, se oyó afuera.
Fue de las pocas veces en que el rey pensó que Cimón podía estar en lo cierto, mas prefirió demorar la solución. Creía que la sospecha encerraba una utilidad, y se pasó la noche en su despacho estudiando el mapa de Persia. Al día continuaba dándole vueltas a la idea observando a Fidias, atontando en el vapor de la nave central. La cabeza de la diosa, recientemente colocada, sobresalía de las columnas. Subió las escalinatas de la planta superior y exploró los pasadizos queriendo distinguir a oscuras las puertas en las paredes. Fidias hacía círculos concéntricos con un guante de hierro, pormenorizadamente, largando las manos a las cuencas de los ojos, los pómulos y la nariz, y a continuación engastando en la corona diversas piezas de marfil, diamante y oro, una de las cuales se llevó al bolsillo. Estuvo así hasta que comenzó el teatro, que presentaba Los Persas, de Esquilo. Estuvo oyendo al público vitoreando el sacrificio del cordero, que era la tradición. Había en la torre de la alcazaba un centinela llorando de felicidad, viendo que desde allí columbraba el mar. Cuando el centinela notó el frío, acudió a la nave a por una antorcha, haciendo alguna pantomima de actor. Al encenderla notó una presencia, justo trás de él, granítico y sudado el rostro, pasando con sigilo, conteniendo la respiración para no ser descubierto, mirándole de reojo, dejándole plantado, temblando de miedo. Aquella cara le sonaba. Era igual que la del escudo, en definitiva Fidias inmortalizándose.
El centinela dio parte a las autoridades y detuvieron al escultor acusado de sacrilegio, yendo a parar a la cárcel. Los jueces, personándose en la zona, evaluaron el delito, siendo prueba suficiente aquella transmigración prodigiosa, oliendo aún a fuego. Los obreros, alegando que ellos también tenían derecho, comentaron que el escultor tenía la cara muy dura. En el mercado del ágora los rumores aludían a collares y abalorios de lujo. Hermipo y sus cómicos aventaban la borrachera alejandrina del verso satírico, sobre todo cuando se descubrió que habían desaparecido piedras preciosas de adorno en la diosa. Cimón entonces acusó de complicidad a Aspasia, declarando que el escultor perteneció una vez a su círculo intelectual. La llamaban musa de pacotilla y hechicera sobrenatural del cerro, y cuantos no la habían visto aún decían que la cabeza de la diosa era la suya. Los cómicos cantaban que era una mujer intranquila para la cual vivir era estar siempre en la cama. Cabezona era la palabra que, según ellos, solía usar Pericles en la intimidad del amor. Platón por su parte andaba entretenido con su propio repertorio, diciendo que las asignaciones a los arcontes invitarían a los ciudadanos tarde o temprano a ser codiciosos y holgazanes.
Fidias, irreconocible tras un bigote espantoso, quedó un día en libertad vigilada para ir al monte a un último repaso de barniz. Como podía ver el centinela movía las manos decentemente. En la asamblea Cimón hablaba de un virus mortal cerca de las murallas, y que se habían registrado quinientos casos de sangrados y fiebres altas, y que había mil más agonizando por las calles, debiéndose cavar una fosa tumultuaria como asilo definitivo de sus vidas. Las mascarillas usadas por los pintores comenzaron a desaparecer. El fenómeno, que fue repentino, era tan extraño que se propagó el rumor de que se trataba de un plan de Pericles, haciendo desaparecer gente para fundar, sin levantar sospechas, un pueblo en Persia, al objeto de socavar la región, hablando su mismo idioma y adoptando sus costumbres. A la semana siguiente, según datos estimados del doctor Hipócrates, desaparecieron otras mil. Los fallecidos salían de los baños públicos tambaleándose, diciendo que estaban ya en el otro mundo. Había cadáveres en los ríos charlando tranquilamente mientras se descomponían, dejándose pinzonear por las palomas, que se llevaban en el pico la carne podrida de los bocadillos, propagando de ese modo la enfermedad por todos sitios. Jantipo, el hijo que tuvo Pericles con su primera mujer, pasó una temporada en la ciudad acusándole de preferir la amistad de los sofistas y de haber enviado a un soldado para matar a su caballo.
Los pintores, repartidos en largas escaleras, pintaban las metopas de azul cobalto. Aligaban los colores en los matraces decantando óxidos y azafrán. Los aglutinantes eran emulsiones oleosas hervidas con resinas exudadas por las coníferas. Una piedra de molino procuraba la fosfatina, hecha con cortezas de olmos y huesos. A las mezclas se añadían aceite normal, yemas de huevo, sangre de animales y miel. Con arsénico y trementina hacían barnices para las puertas. El día que llegó la principal, Pericles, queriéndole consolar, pidió que en una metopa tallaran el caballo de Jantipo, mas el muchacho se quedó insatisfecho, diciendo que se parecía a todos los demás. Para el frontón usaron cinabrio, así como sulfuro de mercurio para el minio. Uno de los pintores murió intoxicado, mas lo tiraron enseguida a un río para que se muriera nadando. La puerta del templo, con herrajes de bronce y una altura de ocho metros, quedó cerrada finalmente con la diosa dentro, a oscuras, con su cara gorda de oro.
Fidias, que aún estaba en la cárcel, recibió la visita de Pericles, que tenía la intención de dejarle ir. Sin embargo se le encontró muerto, con el bigote cayéndole hasta la punta de los pies. Entretanto los conductores de carrozas de la mudanza porteaban antes los arcontes los cadáveres de palacio, circulando por la ciudad dándose la enhorabuena, rumbo a las nuevas oficinas de la alcazaba. Durante dos semanas la asamblea hizo el balance económico pareciendo tomar nota de los muebles, pero el tema central siguió siendo el mismo, la peste bubónica, tras la desaparición de cinco mil personas, entre las cuales estaba el propio Cimón, fallecido en casa sin que lo viera la madre.
"Estaré en la habitación de al lado, haciendo las maletas", dejó escrito en una nota.
Se había pasado toda la vida ordeñando la vaca opositora para acabar sus días así, descansando en Persia. Pericles, que medía dos metros, sufrió también un desvanecimiento en el transcurso de una sesión, mientras los carros iban y venía a la carrera ante los arcontes, que también empezaron a sentir ahogos, pues les habían dicho que en el otro mundo se estaba extraordinariamente bien, sin ver a nadie raro. Hubo una odisea pestilente de náuseas, dándole verosimilitud al incidente en la estoa. La democracia se iba a tomar por retambufa. Los muebles flotaban en el aire y los alazanes, ágiles y ligeros, salían de nubes algodonosas agitando las cabelleras tornasoladas. El escribano, carraspeando, parecía meterse delicadamente las fichas de cerámica por el culo, queriendo convencer de que le ardía la garganta. En cuanto a Platón, no decía nada, y se marchó para resistir, pues aún tenía que escribir un libro, La República, para que todo el mundo supiera lo que era bueno. Pericles, postrado en su nueva habitación de El Partenón, se pasaba las tardes intentando reponerse en brazos de Aspasia. Tan sólo le interrumpieron una vez para informarle de que su hijo había vuelto, al parecer atraído por los excelentes somníferos que repartían los persas.
-Que le den morcilla -, dijo Pericles, ordenando en la cocina que las tropas le echaran un ojo.
A veces Aspasia se quedó a solas chamullando inocentes imprecaciones contra los espartanos, culpándoles de haber abandonado a varios etíopes para que se pudrieran ante las murallas, haciendo impepinables las mareas. Hipócrates, que llegó en silencio, comentó que los animales se estaban pudriendo de asco porque no los atendía nadie, vagando solos por las calles, comiéndose la hierba que crecía en los soportales. El general Adimanto, por orden de Pericles, reunió a las tropas para atacar el Peloponeso. Este sería el enésimo episodio de una guerra que duraba veinte años. Las tropas de Adimanto estaban listas al amanecer, armadas hasta los dientes, ocupando trescientas galeras para bordear la costa. En la proa de una iba encaramado Carnígoras, el íntimo amigo gladiador del doctor Hipócrates, que se alegró de verle feliz, al fin dedicado a otra cosa. Carnígoras, el ídolo de las muchedumbres, partía subido al mascarón de proa, agitando las muñequeras de pinchos en los puños, pequeño y rubio bajo su furia de pelos, como el peor camorrista del mundo.
-Es de los pocos capaces de atrapar del cuello a su propia sombra -, añadió Hipócrates.
-Pero, ¿qué manera es esa de hablar, doctor? -, el dijo Pericles-. Márchese.
Al día siguiente el rey sufrió un nuevo desvanecimiento, dejándose caer desde las escalinatas al césped, delante de los obreros, que le vieron vomitar. Cuando regresó a su habitación no parecía el mismo, pues tenía los ojos heridos por el escozor. Durante una semana los funcionarios dejaron de verle en las oficinas. Hipócrates le atendió poniéndole un par de filetes de buey en los ojos. Tenía de verdad la lengua llagada, supurando sangre, como el peor síntoma de la enfermedad. Estuvo muriéndose realmente durante la invasión de Persia, y se pasaba las noches arrastrándose por los corredores, con ocurrencias de mercachifle en voz baja acerca de Carnígoras, girándose como si le acompañaran las sombras, con deflagraciones constantes del cuerpo. A la mañana siguiente el doctor, provisto de una mascarilla, observó que regurgitaba la bilis, y restringió las visitas. Una de ellas solía ser la de Tucídides, el cronista histórico, hablando de que las tropas resistían el combate en Esparta. Un día estaba buscando a tientas la puerta de la habitación, bajo la luz del mediodía, con llagas por todo el cuerpo, encorvado y de perfil, bloqueando la mirada en el olvido, sin entender nada de cuanto le decían, haciendo sospechar que se había quedado sordo. Hipócrates acabó poniendo huellas de alquitrán en el suelo para que recordara el camino de la puerta, y además le dejó un frasquito de estricnina en la mesita, por si quería morir de una vez. Ocurrió al día siguiente, a los sesenta y cuatro años de edad. El anuncio de la verdad chocó con la versión irreal de las calles. El pueblo se atropellaba rumbo a la Acrópolis acudiendo al sepelio. En pocas horas había en el monte doscientos mil atenienses, oyendo la proclama de Tucídides.
-Hemos disfrutado de un régimen político excepcional, que nunca, durante cuarenta años, necesitó imitar las leyes de sus vecinos. Atenas siempre ha combatido sola, sin ayuda, manteniendo varios frentes simultáneos en el Egeo. Es patente el legado y la fuerza mental de esta civilización, el más superior y duradero apoyo para seguir viviendo. Los rivales con méritos regalados, cuando adviertan que la lejana meta está ocupada por Atenas, quedarán obligados siempre al retroceso y a la frustración.
Añadió algo más durante una salva de aplausos.
-La tumba de Pericles es el mundo, en tanto las de otros será una palangana.
-¿Es Tucídides? -, se preguntaban entre sí los sabios del consejo-. ¿Palangana? ¿Ha dicho palangana? Con lo elegante que queda decir ónfalo de la mezquindad.
Aspasia estaba dentro, esperando a salir cuando se marchara la multitud. El arquitecto, Ictión, permaneció toda la noche a su lado, saliendo a pasear al jardín. Teniendo en cuenta a Pitágoras, pronto se podrían construir pisos más altos, en los cuales retozar con tanta pasión y libertad como en aquellos años irrepetibles. A la mañana siguiente ultimó el finiquito en las oficinas funcionariales, y cuando fue a despedirse de ella le dijeron que ya no estaba. Descendía el monte en compañía de Lisicles, un comerciante ganadero, con quien pretendía irse a vivir al campo. A los pocos meses Ictión, paseando por el ágora, se encontró a Sócrates.
-¿Adónde va usted tan guapo? -, le preguntó.
-A aprender oratoria con Aspasia-, contestó.
Para muchos ella fue la artífice del don para la oratoria que desarrolló Pericles. Estaba rodeada de carneros cuando Sócrates apareció en el campo. Quería ser la profesora de física y astronomía de los muchachos, y de obstetricia para las parteras, un oficio al que se dedicó la madre de Sócrates. Después se supo que estaba embarazada, coincidiendo con que Lisicles, según las cotorras, sufría perreras de sueño crónicas. Quizá era el motivo de que en la escuela empezaran a proliferar maromos infrecuentes. Sócrates comentó alguna vez que había aprendido mucho de sus labios, y que en ella basaría un personaje de Menéxeno, su obra teatral, llamándola Aspasia21, si bien cuando enviudó la llamó Mirto. Para muchos era la inventora de la peste, cuando se descubrieron fosas donde no había nadie. El otro misterio era su edad. Sócrates estaba extrañado de que joven y párvula se uniera a un hombre viejo.
-Pericles no era mayor -dijo ella acariciando la lira-. Simplemente era mi padre.
Jenofonte
Por aquella época Sócrates, su maestro, era protagonista acreditado de todas las novelas de sus amigos. En la Anábasis, escrita por Jenofonte, comentaba la actitud del gobernante, el arte de la equitación y la caza, y en El Ecónomo dialogó acerca del bien, sobre todo del bien inmueble.
-Si uno es capaz de ser resuelto en casa con el dinero administrándolo bien -, le decía al discípulo-, ¿qué problema habría para que hiciera lo mismo en cada casa?
Antaño el ecónomo era el hechicero de las finanzas. Por entonces Sócrates andaba liado con varias mujeres, aparte de con Mirto con su esposa Jantipa, quien en alguna ocasión quiso echarle de casa harta de que se parase con todo el mundo elucubrando flojedades. Media docena de mujeres, entre ellas Gerarda, la hija de un vecino, hacían sospechar que administrar viviendas consistía en otra cosa. No obstante su intención era instruir a Jenofonte para que fuese arconte, como los célebres Nicias, Cleonte o Lisandro, o bien estratega militar pese a ser espartano, para contribuir a la hegemonía de Atenas.
Sin embargo, prevaleció su vocación de cronista y se marchó a contar guerras, como Herodoto, Diógenes y Tucídides, enrolándose en el misterioso ejército de Ciro El Grande rumbo a Persia. Era increíble que un millón de hombres con caballos pudiera desplazarse en las galeras, todos equipados con la cubertería bélica de lanzas, ballestas y catapultas, y en medio el clásico vendedor de barquillos de canela. Quizá los mapas eran inexactos y todo sucedía más cerca, acaso en un solar cercano a Atenas dedicado en exclusiva a ese tipo de encuentros. Jenofonte comentaba en la Anábasis cómo Ciro El Grande se las componía para que sus aguerridas tropas comieran a su hora. Al parecer primero lo cataba él todo, y luego, si le gustaba, recomendaba la ingesta, demostrando que no le daba asco nada. Una vez, según contó, estando ante los maságetas, había una vieja agazapada que le ofreció una fruslería de canela. Ciro paró entonces la guerra un instante para catarla. Le dio la enhorabuena y le pidió, viendo de qué modo volaban las flechas, que por favor abandonara la zona si no quería ser descubierta. Al final murió completamente a gusto en su tienda de campaña, hablando de amor, de paz y equilibrio, y de algún recuerdo con cigüeñas.
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