Indice1. La pregunta 2. Así es la Vida 3. Explosión de teorías: Érase una vez hace 3.800 millones de años… 4. Bibliografía
El ser humano siempre se ha preguntado por el origen de la vida. Es como una malsana curiosidad que nos impele a remontarnos más allá de lo que nuestros abuelos y bisabuelos pueden contar, más de lo que el primero de los historiadores jamás haya testimoniado: ¿Cómo fueron nuestros primeros pasos como seres vivos? ¿De donde viene la vida, el alma? Para conocer un poco más sobre esta pregunta, que tal vez la capacidad humana no llegue nunca a contestar, debemos entender un poco sobre la vida, como es ahora, como la vemos en nuestro presente.
Hay una propiedad la más elemental que comparten, por ejemplo, la ballena azul, que llega a alcanzar 33 metros de longitud y 200 toneladas de peso, con los virus más pequeños, de sólo 10 nanómetro; y el cefalópodo abisal Vampyroteuthis, que nada en aguas a 11.000 metros de profundidad, con los microorganismos que la NASA ha recogido flotando a 41 kilómetros de la superficie terrestre. Esa cualidad es la vida. Se trata de la facultad desgraciadamente bastante imprecisa, muy difícil de concretar, aunque cualquier mortal acierta a distinguir entre un ser vivo y un pedazo de materia inerte. Pero la cosa no es tan sencilla como parece. Pese a que han conseguido desmenuzar la vida en sus más íntimos componentes, vencer a muchos de los agentes patógenos, manipular a su antojo el material hereditario de los organismos, diseñar animales nuevos en el laboratorio, crear vida artificial en la pantalla del computador y viajar a otros planetas en busca de actividad biológica y otras formas de vida, los científicos reconocen que, a veces, se encuentran con serias dificultades para asegurar con certeza que lo que tienen ante sus ojos es materia viva. Esta situación se debe a que no existe una definición que, por una parte, recoja las propiedades de todo aquello que podría considerarse como viviente y, por otra, satisfaga a todos los biólogos. No obstante la vida puede ser considerada como una especie de mecanismo que existe de forma natural. No es difícil adivinar que la meta de algo viviente es sobrevivir, competir y reproducir su especie. Pero algunos de los rasgos que consideramos propios de los seres vivos también están presentes en el mundo inanimado. Un automóvil, por ejemplo, puede comer, respirar oxígeno, metabolizar el combustible y excretar aceite y agua y moverse. ¿ No estaría éste más vivo que una bacteria anaeróbica, que no respira oxígeno, o que un tardígrado, un diminuto animal invertebrado capaz de permanecer decenas de años deshidratado y en un estado latente? Otro ejemplo: un virus es incapaz de reproducirse por sí solo sin la intervención de la célula parasitada por él, mientras un cristal crece y hace copias de sí mismo con enorme soltura. Incluso muchos robots tienen aparentemente más vitalidad que muchos de estos microorganismos. Pero ¿Cuál es el vivo? La inmensa mayoría de los biólogos dirían que los virus, aunque algunos defenderían la tesis de que estos no están más vivos que las piedras, y unos pocos sostendrían que estos microbios y las rocas se encuentran llenos de vida. "Los sistemas biológicos aparecen como paradigma de la complejidad, dado el alto número de componentes que los integran, y de la organización, por las especiales ligaduras a las que se ven sometidos esos compuestos", dice Federico Morán, del Departamento de Bioquímica y Biología Molecular de la Facultad de Ciencias Químicas de la Universidad Complutense de Madrid, y autor junto a su colega Francisco Montero, del libro Biofísica. Procesos de autoorganización en biología. En él, se trata el origen y evolución de los sistemas biológicos desde un nuevo y revolucionario enfoque científico, la biofísica. "¿Qué es la vida? ¿Un conjunto de moléculas peculiares? ¿Un metabolismo o transformación de la materia? ¿Un sistema compartimentalizado con capacidad de respuesta al medio? ¿Es autoorganización? ¿Es evolución y selección de la información?…", se preguntan estos dos bioquímicos.
Quizás la solución al rompecabezas se encuentre en la respuesta a éstas y otras cuestiones que desde Aristóteles, que consideraba que la materia viva se caracterizaba por ser capaz de alimentarse a sí misma y de descomponerse, han ido surgiendo y acotando el mundo de lo vivo. Para entender la vida, es necesario penetrar en el corazón de ella misma e intentar desvelar cómo pudo surgir en la Tierra hace la friolera de 3.800 millones de años, aunque, como dijo el poeta y ensayista francés Blaise Cendrars, "vivir es una acción mágica" y, como tal, quizás jamás lleguemos a comprenderla.
3. Explosión de teorías: Érase una vez hace 3.800 millones de años…
Si a un mecánico le facilitan todas las piezas de un vehículo, no hay duda que las ensamblará correctamente y lo hará funcionar. En cambio, si a un biólogo se le pone sobre una mesa toda una colección de probetas con proteínas, ácidos nucleicos, azúcares, lípidos y otras sustancias orgánicas, será incapaz de crear algo vivo. Ello se debe a que el fenómeno de la vida no se puede reproducir en un laboratorio. Los científicos conocen bastante bien los componentes de la vida, pero aún no han dado con el conjuro para animarlos. Para Debra L. Robertson y Gerald F Joyce, del Departemento de Biología Molécular del Instituto de Investigación de la Clínica Scripps, en La Jolla, California, esto no es del todo cierto. Robertson y Joyce han logrado sintetizar un fragmento de ácido ribonucleico o ARN –una de las moléculas claves de la herencia– dotada de un talento especial, el de imitar la vida. Vertido en un tubo de ensayo, este ARN se apropia de la materia orgánica del medio para hacer copias de sí mismo. Al cabo de un tiempo, las copias hijas, que han invadido literalmente el recipiente, empiezan a evolucionar y a desarrollar nuevas e inesperadas propiedades químicas. ¿Fue así como empezó la vida? Donde, como y cuando surgió la vida son una incógnita para la ciencia. Desde 1981, muchos científicos apuestan por que los primeros pasos hacia la vida acontecieron en un mundo de ARN. Ese año, el equipo de Thomas Cech, de la Universidad de Colorado en Boulder, EEUU, encontró, mientras estudiaba el material hereditario del protozoo tetrahymenta thermophila, un tipo de ARN con actividad enzimática, una capacidad considerada hasta entonces propia de las proteínas.
El hallazgo de estas moléculas autocatalíticas, también conocidas como ribozimas, parece zanjar la discusión entre expertos sobre si los ácidos nucleicos -o sea, el ADN y ARN. Aparecieron antes que las proteínas. No hay que olvidar que estas dos moléculas gozan de propiedades que son compatibles con las leyes de la vida: capacidad de autoreproducción, soporte de información, mutación y variabilidad funcional. En los organismos actuales, la mayor parte de los trabajos vitales corren a cargo de un tipo de proteínas conocido como enzimas. El ADN no puede transcribir su información sin estas proteínas. Y las proteínas no se pueden sintetizar sin la participación del ADN, ya que éste tiene la información para colocar correctamente los aminoácidos en la cadena proteica. Éste constituye un ejemplo clásico del problema del huevo y la gallina: ¿quién fue primero, las proteínas o los ácidos nucleicos? La idea de un primitivo mundo de ARN cobra ahora más fuerza tras tres descubrimientos muy interesantes: uno, que la principal reacción para la síntesis de proteínas corre a cargo de un tipo de ARN; dos, el primer enzima que unía los aminoácidos –los componentes de las proteínas- al ARN de transferencia- molécula vital en la síntesis proteica- también pudo ser un ARN, y, tres, la existencia de un posible código genético rudimentario en ciertos retrovirus –virus que poseen como material hereditario una molécula de ARN en vez de ADN-.
Joyce y otros científicos están convencidos de que antes de finalice la primera década de este nuevo milenio darán caza a la molécula que rompió la barrera de lo inerte para cobrar vida. Cuando lo consigan, probablemente se preguntaran si el milagro de la vida ocurrió por pura casualidad o si, por el contrario, es el resultado de un proceso químico común e inevitable que puede surgir en cualquier suburbio del cosmos.
Si hay algo claro que tienen los biólogos en este farragoso asunto es que la vida dio sus primeros pasos muy pronto. La Tierra se formó hace unos 4.555 millones de años; es decir, es un millón de veces más vieja que las primeras civilizaciones. Curiosamente los microorganismos fósiles más antiguos tienen una edad de 3.500 millones de años, según el paleobiólogo J. William Schopf, de la Universidad de California en Los Angeles. Se trata de estromatolitos –unas estructuras calcáreas en forma de cojín formadas por colonias de microorganismos- encontrados en North Pole (Australia) y en Sudáfrica. Incluso los estratos más viejos de la Tierra, que han sido localizados en Isua, al oeste de Groenlandia, y que datan de hace 3.800 millones de años, parecen albergar, no ya fósiles precámbricos, sino señales de actividad biológica. Y este récord podría ser superado por unas formaciones graníticas halladas en el noroeste de Canadá, con una antigüedad de 4.000 millones de años. Los peleobiólogos dudan que puedan toparse con alguna traza biológica, debido a la presión y temperatura a las que se formaron. Pero los preparativos para la vida tuvieron que arrancar mucho antes de estas fechas, quizás coincidiendo con el enfriamiento de la corteza terrestre hace 4.300 millones de años. En una atmósfera compuesta es esencia por vapor de agua y gas carbónico traído muy probablemente más hay de Júpiter por los cometas, se produjeron múltiples reacciones químicas de las que nacieron sustancias nuevas y cada vez más complejas. Éstas estaban aliñadas con carbono, nitrógeno, oxígeno e hidrógeno, las moléculas omnipresentes casi en exclusiva en los seres vivos.
Miles de millones de años más tarde, bajo la acción del calor interno terrestre y las radiaciones solares, emergieron las primeras moléculas con capacidad de autorreproducirse y de favorecer las reacciones catalíticas entre ellas. Este crucial evento pudo ocurrir hace 3.800 millones de años, pero ¿en que condiciones se cocinó dicha sopa prebiótica? En 1953, un joven químico americano de Chicago llamado Stanley Miller llevó a cabo un insólito experimento que conmocionó a la comunidad científica. En un amplio matraz esférico, vertió una mezcla de metano, amoniaco, hidrógeno y vapor de agua, lo que se ha denominado sopa primitiva. El químico quería emular la atmósfera primigenia. Una vez sellado el recipiente, provocó en su interior una tormenta eléctrica. Después de dos semanas de chispazos y burbujeos, el fluido viró de color. Al analizar el brebaje resultante Miller comprobó que se habían formado al menos dos aminoácidos: la alanina y la glicina. Desde entonces, el ensayo se ha repetido combinando distintas atmósferas y fuentes de energía hasta la saciedad. En ellos aparecen 14 de los 20 aminoácidos naturales, hidrocarburos, ácido acético, ácido formica, azúcares, bases púricas y otros compuestos típicos de los organismos. Desdichadamente, estudios más recientes parecen indicar que la atmósfera primitiva no fue tan reductora como se creyó, sino que era ligeramente oxidante y rica en dióxido de carbono, nitrógeno y agua. Con esta composición, el rendimiento en las simulaciones de laboratorio es mucho menor. A esto hay que añadir que la vieja idea de que la sopa prebiótica se cocinó en una tierra cálida y acogedora es del todo errónea. La vida apareció bajo el cielo infernal de un planeta amenazado por descomunales erupciones volcánicas y el impacto de cometas y meteoritos.
No es una coincidencia el hecho de que, hasta hace 3.800 millones de años, la tierra fuese bombardeada de forma violenta por objetos extraterrestres de hasta 100 kilómetros de diámetro, capaces de evaporar parte de los océanos y de abortar cualquier ensayo de vida. Se estima que en el tiempo que va desde hace 3.900 a 3.800 millones de años, nuestro planeta pudo ser esterilizado entre cinco y diez veces. Después, el firmamento se fue despejando estas autenticas bombas atómicas celestes, aunque de vez en cuando se han dejado caer. Prueba de ello es el cometa –o quizás un meteoro- de cerca de 10 kilómetros de diámetro que posiblemente cayó a finales del cretácico y que, según el geólogo Walter Alvarez, de la Universidad de California Berkeley, en EEUU, acabó con los dinosaurios y otras criaturas. Incluso hoy en día, la Tierra recibe un baño anual de 100.000 toneladas de meteoritos y partículas de polvo interplanetario. Cada estrella fugaz es un minúsculo recuerdo de nuestro agitado pasado. Pero no hay mal que por bien no venga. ¿Y si la vida nos llovió del cielo? Los cometas y algunos asteroides podrían ser la clave para justificar porque fue tan corta la anteriormente mencionada evolución química. La mitad de la masa de los cometas, por ejemplo, esta constituida por agua helada. Los defensores de la panspermia han calculado que si el 10 por 100 de los objetos errantes que colisionaron en el pasado hubiesen sido cometas, todos los océanos se hubiesen llenado de agua hasta rebosar. Es más, cuando la sonda Giotto se encontró con el cometa Halley, en 1986, los científicos pudieron detectar en su brillante núcleo compuestos tan interesantes como ácido cianhídrico, formol y polímeros de estos compuestos. Los asteroides no se quedan atrás. Algunos de ellos, como el que cayo el 28 de septiembre de 1969 en Murchison (Australia), son auténticos contenedores de sustancias orgánicas. El análisis meticuloso de esta roca espacial reveló que contenía grafito, carburo de silicio, 74 aminoácidos y casi 254 hidrocarburos diferentes, y, lo que es más asombroso, las cinco bases nitrogenadas del ADN; es decir, adenina, guanina, citosina, timina y uracilo.
Es obvio que el experimento de la vida no se pudo llevar acabo bajo la constante amenaza de cometas y asteroides, salvo que los reactivos estuviesen a salvo de ellos. Pero ¿dónde? "En el fondo del océano", respondes los defensores de la hipótesis del mundo caliente; en concreto, al abrigo de los volcanes submarinos. Esta hipótesis se fundamenta en el descubrimiento, hace unos 50 millones de años, de un rico ecosistema asociado a las fumarolas de las áreas volcánicas de pacífico. Se trata de enormes chimeneas de roca de las que emergen auténticos géiseres de agua hirviendo capaces de achicharrar a toda criatura viviente. Sin embargo, allí se han instalado un tipo de bacterias que los microbiólogos han bautizado con el nombre genérico de arqueobacterias. Preparadas para soportar temperaturas de hasta 250°C y 350 atmósferas de presión, estos microbios anaeróbicos –es decir, que no consumen oxígeno- crecen en unas condiciones hostiles próximas a las que presentaba la atmósfera primitiva: poco oxígeno y mucho CO2 . Resulta difícil de imaginar que haya formas de vida capaces de resistir temperaturas tan elevadas. En efecto, todas las moléculas biológicas se destruyen más o menos a los 150°C. Sin embargo, las arqueobacterias se las han ingeniado para evitar que esto ocurra. Así, por ejemplo, los enlaces en las proteínas parecen estar reforzados, y las moléculas de ADN aparece enrollada en sentido inverso, formando, gracias a un enzima denominado girasa inversa, una súper hélice positiva. Mediante este tipo de pliegue, se consiguen taponar ciertas aberturas que quedan en el ADN del resto de los seres vivos y que le hacen menos resistente al calor. Para los biólogos, el hecho de que las arqueobacterias sean las únicas criaturas equipadas para subsistir en los ambientes más inverosímiles, pues las hay que habitan también en medios extremadamente ácidos, alcalinos y salados, es un testimonio vivo de que, a pesar de las penosas condiciones que imperaron en la Tierra primitiva, los primeros organismos tuvieron la oportunidad de sobrevivir. Aún queda por contestar una cuestión: ¿Se origino la vida en las cercanías de las fumarolas o, por el contrario, llegó hasta allí huyendo de las amenazas cósmicas?
El geofísico estadounidense Louis Lerma, del Lawrence Berkeley Laboratory, sostiene que la solución podría estar en las burbujas que se formaban en la superficie de los mares primitivos. Estas pompas pudieron hacer la función, al igual que la esfera de Miller, de reactores biológicos. Según este modelo, las burbujas que flotaban en el océano atraparon moléculas ricas en carbono, granos de arcilla y metales esparcidos en el aire por volcanes y cometas caídos. Al estallar, cada burbuja lanzaba a su alrededor diminutas gotas que, al evaporarse, arrastraban consigo concentrados de materia orgánica. Los rayos solares y los relámpagos hicieron el resto del trabajo, al favorecer la síntesis de moléculas complejas, como aminoácidos, fragmentos de ADN y ARN y ácidos grasos. Finalmente, las lluvias y las nevadas precipitaron a la superficie de la tierra estos precursores de la materia viva. De esta forma, todo quedaría listo para el gran acontecimiento. Se crearon en burbujas, en el fondo del mar o procediesen del espacio exterior, lo cierto es que algunos de los primeros compuestos orgánicos sufrieron una metamorfosis para poder guardar una información genética y, al mismo tiempo, llevar a cabo reacciones catalíticas. ¿Fueron los ARN las moléculas agraciadas? ¿Cómo llegaron a ello? Esta cuestión plantea un nuevo dilema. Si la selección natural sólo puede actuar cuando ya existe un sistema autoreplicante que, además, necesariamente se basa en los propios ácidos nucleicos, ¿cómo se explica que los ARN evolucionaran para adquirir su poder genético? Para el profesor Graham Cairns-Smith de la Universidad de Glasgow, antes de que apareciesen las primeras formas de vida pudo existir un mundo de ¡organismos de barro! Efectivamente, los cristales de arcilla poseen la propiedad de replicarse, de crecer y, en cierto modo, de evolucionar por selección natural. Esto se debe a que los cristales no son perfectos, sino que albergan pequeños defectos que pueden repetirse. De esta forma, podrían aparecer cristales que se reprodujeran mejor que otros o que fuesen más resistentes que sus compañeros con distintas anomalías. En un momento determinado, estos sistemas arcillosos pudieron llegar a incluir en sus estructuras moleculares orgánicas, en concreto ARNs, que con el tiempo se apoderaron de las riendas. No se sabe cómo el ADN después le robó el protagonismo a su colega el ARN. Ni se conoce la manera en que la materia orgánica se conjuntó para dar origen a la primera célula. Estas y muchas otras son preguntas que la ciencia no acierta a contestar, tal vez esto se deba a que; "La Naturaleza está constituida de tal manera que es experimentalmente imposible determinar sus movimientos absolutos" (Albert Eisntein) Es decir al menos que ocurra espontánea y naturalmente, jamás podremos observar los fenómenos "divinos" de la naturaleza.
AGUILERA, J. A. Luces y sombras sobre el origen de la vida. Mundo científico n° 136, junio de 1993. BROCKMAN, J. La tercera cultura. Colección Metamas. España, 1996. DAVIES, Paul. God and New physics. Simon & Schuster. New York, 1984 HEIDMANN, Jean. Origen de Vidas Extraterrestres. Ariel Ciencias. Barcelona, 1993. MONTERO, Francisco y otro. Evolución Prebiótica. Editorial Edudema. Salamanca, 1993.
"Quiero saber como dios creó este mundo. No estoy interesado en estudiar este o aquel fenómeno, ni en el análisis de este o aquel elemento. Solo quiero conocer sus pensamientos." Albert Eisntein
Trabajo enviado por: Angel Grimalt