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La "argentinización" de la economía mundial (página 12)

Enviado por Ricardo Lomoro


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"Lo que el FMI necesita es una buena crisis económica", aseguraba Michael Mousa, hace años jocosamente en un seminario sobre el futuro de la institución, entonces presidida por Rodrigo Rato. Mousa, ex economista jefe del Fondo, dio en la clave.

De momento se ha pedido a esos empleados a punto de irse que no lo hagan y podría reforzarse la plantilla de 2.370 personas.

Todo ello porque la cumbre del G-20 reunida la semana pasada en Londres ha dado al FMI un papel principal a la hora de plantar cara a la crisis. En su comunicado había constantes referencias esta institución y se ha reforzado su mandato triplicando su capacidad crediticia hasta 750.000 millones de dólares (unos 565.000 millones de euros). Además, de añadir 250.000 millones de SDR, la moneda virtual del Fondo con la que se puede ampliar la ayuda por parte de los miembros a terceros países.

Quienes siguen de cerca el FMI, como el ex economista jefe y ahora profesor en Harvard, Kenneth Rogoff, entienden que, sobre el papel, el peso de la institución ha aumentado por la mayor la financiación y el énfasis en su tarea de monitorizar a países ricos. "Es el mayor ganador de la cumbre", dice Rogoff, aunque tanto a él como a otros economistas le quedan dudas. "Es bueno que se haya elevado su papel pero el cómo y hasta qué punto es una cuestión abierta".

Por el momento, el Fondo tiene que conseguir la financiación prometida ya que ésta es aún un compromiso a cumplir. Parte del dinero ya existía. El FMI tenía 250.000 millones de dólares y antes del G-20 Japón, la UE, Canadá y Noruega habían prometido una inyección de capital que podría duplicar esa cantidad inicial. China y algunos países del Golfo podrían seguir aumentando esa suma y EEUU dice que aportará 100.000 millones de dólares más. Es una suma que ha de ser aprobada por el Congreso, un lugar hostil a nuevos desembolsos de fondos.

Su director gerente, Dominique Strauss-Kahn, dice que con estos compromisos tiene "munición" para enfrentarse a la crisis. Lo que queda en el aire es cómo todo eso se va a concretar en un nuevo FMI, si esta crisis es modelo de su papel futuro o cuánto poder le quedará tras ella.

Préstamos flexibles

De momento, esta institución ha relajado muchas de sus severas políticas del pasado. Los préstamos que tradicionalmente concede se harán con condiciones más flexibles y se pueden recibir antes de que la crisis se materialice. Por otro lado, el Fondo ha puesto en marcha una herramienta ad hoc para esta crisis: el Flexible Credit Line (o línea de crédito flexible). Es un tipo de préstamo para países a los que la crisis del crédito les pase una fuerte factura pero que no están en crisis o riesgo de colapso. Hay quien lo ha rebautizado como "EZ Loan" (EZ suena como easy, fácil en inglés), porque no tiene las condiciones macroeconómicas severas que normalmente llevan aparejadas los créditos de esta institución. Según algunos economistas, es una forma encubierta, un conducto, para rescatar u ofrecer ayudas a economías emergentes como las del Este de Europa que han despertado poca solidaridad regional.

Para quienes llevan años viendo como el predicamento del FMI se debilitaba el mayor cambio cara al futuro de esta institución es la promesa de reformar la gestión y la representación en las instituciones internacionales. El FMI ha sido tradicionalmente gestionado por Europa mientras que el Banco Mundial ha estado en manos de EEUU. El G-20 ha adelantando la fecha en la que se estudiará el aumento de cuotas a 2011 y abre la puerta para que el amplio poder que tiene el director gerente pueda quedar en manos de algún gestor no europeo. "La mejor manera de ampliar la legitimidad del Fondo es dar a los países de rentas medio-bajas mayor representación y voto", decía Simon Johnson. Johnson, uno de los sucesores de Rogoff, se ha quejado, como muchos de que el proceso ha sido lento hasta ahora y que Europa está sobrerrepresentada. Ambos ex economistas jefes consideran este es el cambio de mayor calado del G-20. Sin saber qué le quedará al FMI tras la crisis, lo que sí es fundamental para su funcionamiento es que sea una institución que reconozca la nueva geografía económica mundial.

– Turquía recibirá un crédito del FMI de hasta 45.000 millones de euros (El Confidencial – 10/4/09)

Turquía y el Fondo Monetario Internacional (FMI) han cerrado los puntos básicos de un acuerdo para que el país eurasiático reciba un crédito que podría alcanzar los 45.000 millones de dólares.

Así lo ha confirmado el secretario de Estado de Economía, Mehmet Simsek, que indicó que el Gobierno turco y el presidente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, están de acuerdo en los puntos básicos del acuerdo y que las negociaciones para precisar sus aspectos técnicos ya están en marcha.

Según informaron hoy los medios turcos, Simsek ha indicado que el préstamo que recibirá Turquía equivale a las necesidades de crédito extranjero de Ankara durante los tres años que se prevé duré el acuerdo.

Los medios turcos también citaron hoy a Christian Keller, miembro del equipo del FMI que negocia con Turquía, quien aseguró que el acuerdo consistiría en un crédito "stand by" por tres años y una cantidad entre los 30.000 y los 40.000 millones de dólares.

El propio Simsek había insistido en que su país prefiere ese sistema de crédito "stand by" o contingente antes que un préstamo a un plazo corto de doce meses.

– Son las subprime de la UE – Europa del Este se enfrenta a una crisis peor que la de Asia en los 90 (Libertad Digital – 14/4/09)

Europa del Este se enfrenta al colapso. El Ludwig von Mises Institute analiza la delicada situación que atraviesa esta región. El riesgo de suspensión de pagos se acrecienta. La región afronta una crisis mayor que la de Asia en los 90. Pese a ello, rescatar a dichos países es la "peor solución".

(Libertad Digital) Los países del Este de Europa se enfrentan a una crisis económica que podría incluso superar a la vivida por las economías emergentes de Asia en los años 90, según advierte Bodgan C. Enache, en una análisis publicado en el Ludwig von Mises Institute y traducido por Libertad Digital.

El problema es que estas economías concentran el crédito subprime de la UE, con lo que su colapso amenaza con azotar al centro de la UE, debido a la elevada exposición crediticia que mantienen los grandes bancos de Europa occidental.

Así, "los bancos que proporcionaron buena parte del crédito en el periodo de auge, tocados ya por la crisis de liquidez tras los sucesos de EEUU y en sus propios países, se enfrentan ahora a perspectivas de grandes pérdidas por los préstamos concedidos a la mitad este del continente", alerta Enache. "Europa del Este se ha convertido en el prestatario subprime de Europa occidental".

Como consecuencia, "nueve de los bancos occidentales más expuestos a la región, liderados por el grupo austriaco Raiffeisen, ya han pedido a la Comisión Europea (CE) y al Banco Central Europeo (BCE) que acudan al rescate" de estas economías con el fin de evitar las "repercusiones que los impagos de préstamos en la región tendrían en la salud financiera de las economías de Europa occidental. Las economías más expuestas al colapso de Europa del Este son Austria, Francia, Italia, Bélgica, Alemania y Suecia", añade.

Expansión del crédito

Y es que la expansión crediticia que ha propiciado durante los últimos años la laxa política monetaria aplicada por la Reserva Federal de EEUU (Fed), el BCE y otros bancos centrales ha generado grandes excesos. "En Rumanía, por ejemplo, los bancos anunciaban que simplemente teniendo el documento nacional de identidad bastaba para conseguir un préstamo. Esto funcionó bien mientras el crecimiento económico era fuerte. Pero ahora las economías de Europa del Este se están hundiendo, el desempleo está subiendo, y la deuda acumulada en estos años pasados podría no ser repagada".

La fiesta terminó y es el momento de pasar la factura. En este sentido, es posible que algunos de estos países, como por ejemplo Ucrania, terminen por suspender pagos -no cumplir con sus compromisos de deuda-, indica Enache. Tan sólo en 2009, las economías de Europa del Este tienen que repagar una deuda por valor de 400.000 millones de dólares.

Quiebra de países

Pese a ello, el rescate de estos países no es la solución. "Usar al BCE, al Fondo Monetario Internacional (FMI) o al Banco Mundial para absorber las pérdidas de los bancos insolventes con el propósito de suavizar los desequilibrios temporales en el sistema de la balanza de pagos, es la peor solución que se pueda pensar. Con tiempo, la mayoría de los desequilibrios exteriores se resolverán solos. De hecho, el retroceso económico ya está encogiendo los déficit por cuenta corriente de la región".

Según Enache, "un completo rescate de los bancos responsables de conceder los malos préstamos sólo exacerbará un sistema económico de beneficios privados y pérdidas sociales. Un sistema "incompatible con la economía de libre mercado".

– Polonia recurrirá a un crédito de 20.500 millones de dólares del FMI (El Confidencial – 14/4/09)

Polonia recurrirá a la nueva línea de crédito flexible (FCL) del Fondo Monetario Internacional (FMI) lo que permitirá al país incrementar sus reservas en 20.500 millones de dólares (15.455 millones de euros), según anunció el primer ministro polaco, Donald Tusk.

Asimismo, el ministro de Economía polaco, Jacek Rostowski, señaló en rueda de prensa que "el Gobierno de Polonia presentará pronto una solicitud al FMI para acceder a la línea de crédito flexible" y aseguró que esta medida "incrementará en un tercio las reservas bancarias nacionales".

De este modo, Polonia se convertirá, después de México, en el segundo país en recurrir a esta nueva línea de crédito del FMI, y se suma a otras economías de la región como Hungría, Letonia o Rumanía, que precisaron créditos de la institución internacional.

Por su parte, el director gerente del FMI, Dominique Strauss-Kahn, dio la bienvenida al anuncio de Polonia, que calificó de "respuesta positiva" a la invitación del Fondo a las economías que tienen un comportamiento sólido para que utilicen la nueva herramienta de crédito de la institución.

"Polonia cuenta con un historial de sólidas políticas económicas. Sus fundamentos económicos y su marco político son fuertes, y las autoridades polacas han demostrado su compromiso para mantener estos logros", dijo Strauss-Kahn, quien mostró su voluntad para que el consejo ejecutivo del FMI pueda aprobar con rapidez la solicitud polaca.

El pasado 24 de marzo el consejo ejecutivo del Fondo Monetario Internacional (FMI) aprobó una reforma del marco de préstamos de la institución para incluir la denominada "línea de crédito flexible" (FCL), diseñada especialmente para asistir a los países emergentes en dificultades por la crisis económica.

En particular, esta línea flexible de crédito está destinada a la asistencia de países con "muy fuertes" fundamentos, políticas e historial de puesta en marcha de medidas económicas.

Asimismo, el FCL no fija un límite de acceso a los fondos y establece un período de amortización de hasta 5 años, frente a los 9 meses de la anterior Facilidad de Liquidez a Corto Plazo a la que viene a sustituir.

"El acceso a esta línea de crédito será particularmente útil en la prevención de crisis, y su concesión será determinada caso por caso y no estará condicionado a acuerdos políticos", explicó la institución internacional.

Correlación histórica con el "caso" argentino (Alarmantes coincidencias)

(1956) La conflictividad política del momento fue agravada por las disputas económicas surgidas del final de una experiencia y el intento de volver el reloj atrás. El proceso de industrialización peronista había generado una pujante clase media, con pequeños y medianos propietarios que expresaban una serie de intereses colisionantes con los de los tradicionales sectores agroexportadores.

La idea que se había extendido de que una buena cosecha "salvaba" al país seguía presente en la mente de muchos argentinos, lo que encontraba sustento en que el sector agroexportador constituía la principal fuente de divisas. Por su parte, los industrialistas reclamaban del Estado que continuaran las condiciones de estímulo y protección que habían permitido su desarrollo.

Lejos de producirse una recomposición política y social, a partir de 1955 se abrió una inmensa brecha entre empresarios nacionales y sectores populares por un lado y una parte del sector agropecuario y las empresas extranjeras por el otro.

Las confrontaciones antagónicas entre grupos empresariales y, en especial, la contradicción entre campo e industria nacional, se convirtió en la Argentina en el nudo gordiano que obstaculizó el establecimiento de políticas públicas estables.

Carente de plan económico, el gobierno provisional convocó a Raúl Prebisch como asesor en asuntos económicos. Prebisch, de larga actuación en la década de 1930, había rechazado una invitación previa de Perón para asesorarlo y ya estaba en plena carrera internacional como Secretario Ejecutivo de la Comisión Económica para América Latina de las Naciones Unidas (CEPAL), pero aceptó el encargo del gobierno.

Prebisch trabajó intensamente y en poco tiempo -octubre de 1955- produjo un "Informe preliminar acerca de la situación económica", que comenzaba afirmando:

La Argentina atraviesa por la crisis más aguda de su desarrollo económico; más que aquella que el presidente Avellaneda hubo de conjurar ahorrando sobre el hambre y la sed y más que la del 90 y que la de hace un cuarto de siglo, en plena depresión mundial.

Sin duda Prebisch exageraba la situación. En 1954 la economía había crecido un 5% y en 1955 avanzaba a un ritmo similar. Pero, como la crisis de 1952 había puesto de manifiesto, existían fuertes desequilibrios estructurales: sector agropecuario estancado, proceso de industrialización vacilante, crisis energética y en especial un déficit persistente en la balanza comercial.

Prebisch avanzaba en este primer informe con algunas propuestas de solución: devaluar la moneda para restablecer el ingreso del sector agropecuario, apelar al crédito externo para financiar las inversiones públicas, desarmar el sistema de regulaciones económicas y propiedad estatal construido durante el gobierno peronista y afiliar al país al Fondo Monetario Internacional y al Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (luego Banco Mundial), entre otras.

Según su visión había que seguir -en el largo plazo- con el proceso de industrialización sustitutiva de importaciones, pero disminuyendo el grado de protección; atraer al capital extranjero; aumentar las exportaciones de productos manufacturados; tecnificar el campo para aumentar la producción y su capacidad exportadora e integrar con los países de la región mercados y políticas comunes ante los países centrales.

En cierto sentido lo que se planteaba era que el esquema de industrialización peronista había "arruinado" la economía tradicional "exitosa", introduciendo una masa de consumidores y actividades que demandaban divisas, sólo para mantener ese consumo.

Los datos de la realidad señalaban otra cosa. Las estadísticas muestran que, desde fines de la década de 1930, la producción agropecuaria decayó, con respecto al aporte industrial al PBI. Factores como el deterioro de los términos del intercambio, es decir, la creciente valorización de los productos manufacturados frente a los de origen primario, el retorno de los países europeos a un equilibrio con sus sectores agropecuarios y la expansión en tecnología agraria de competidores como Canadá y Australia son probablemente razones de peso que explicaban en buena medida el problema del retraso del sector agropecuario en esos años.

Durante 1955 Prebisch siguió trabajando infatigablemente hasta que a principios de 1956 presentó su Plan de Restablecimiento Económico.

Su plan también proponía un endeudamiento externo de 2.000 millones de dólares y una convocatoria amplia a la inversión extranjera. El principal estímulo para el sector agropecuario era la devaluación, acompañada de la propuesta de programas gubernamentales de estímulo a la tecnificación. El sector industrial, en cambio, sólo mereció una vaga lista de iniciativas, tales como el "establecimiento de la industria siderúrgica", sin indicación de si se trataba de tareas que debía emprender el gobierno o un menú sugerido al sector privado.

Donde el plan no ofrecía dudas era con relación al rol del Estado. Se proponía la liquidación de las industrias en manos del gobierno, incluyendo la privatización de Aerolíneas Argentinas, una desregulación amplia del sistema financiero y el levantamiento de los controles de precios.

Como en el gobierno y la sociedad el debate sobre el plan era intenso, se constituyó una Comisión Asesora Honoraria de Economía y Finanzas encargada de emitir un dictamen. La comisión, presidida por Eustaquio Méndez Delfino y Adalbert Krieger Vasena, lo aprobó sin mucho entusiasmo.

A los miembros de la comisión les parecía que había "cierta contradicción entre los propósitos de capitalización del país y las proposiciones vinculadas a la materia impositiva" (Prebisch había propuesto una disminución en los impuestos a los consumos esenciales, un aumento de la tasa progresiva del impuesto sobre los réditos y su elevación en las categorías superiores y la creación de un impuesto a las ganancias extraordinarias).

En cambio, abrazaron con fervor la cuestión de recurrir al crédito externo:

Una política tendiente a la engañosa conquista de la sensibilidad popular, procuró, durante el pasado tiempo crear un clima hostil a la contratación de empréstitos exteriores, asegurando que comprometían la soberanía nacional. Afortunadamente, la conciencia pública se ha ido esclareciendo y comprende que el crédito exterior es indispensable para un país en desarrollo (.).

La lógica era perfecta. Casi podría sintetizarse en una consigna: impuestos no, deuda sí.

Finalmente, Prebisch partió de regreso a la CEPAL y el gobierno se quedó con la tarea de Administrar el país, introduciendo un giro en la orientación de la política económica, que en muchos casos fue más una reacción frente a lo preexistente que el resultado de una idea global alternativa respecto del rumbo del país.

El nuevo gobierno repuso el dominio de los sectores tradicionales sobre las finanzas, el comercio y la exportación de productos primarios, al tiempo que el sector industrial comenzaba a sufrir la falta de apoyo del crédito público y la merma del poder de compra del mercado interno, golpeado en 1956 por una sucesión de devaluaciones del orden del 94%, en el tipo de cambio controlado utilizado para el comercio exterior. En el mercado libre del dólar el aumento era del 156 por ciento.

Los precios internos -ya liberados- acusaron el impacto de la devaluación. El año 1955 arrojó un 12,3% de inflación anual, en 1956 se registró un valor similar y en 1957 se duplicó.

A la liberación de los precios, le siguió una escalada de reclamos exitosos de aumentos salariales, por lo cual, finalmente, se optó por el congelamiento de ambos, medida que seguía el cuestionado diseño del gobierno derrocado. Curiosamente, el decreto que fijaba el congelamiento de precios fue suscripto por uno de los líderes del libre mercado, Álvaro Alsogaray, por entonces ministro de Industria.

En la misma línea, se flexibilizó considerablemente el sistema de control de cambios y se eliminaron los permisos previos a la importación, aunque tiempo después la escasez de divisas obligó a reimplantarlos parcialmente.

En el sistema financiero se dio marcha atrás con la nacionalización de los depósitos, devolviendo a los bancos el funcionamiento previo a 1946. El menú se completó con una actitud de apertura a las inversiones extranjeras y la incorporación de la Argentina al FMI.

El retiro de la intervención del Estado en la economía también fue un híbrido. Se liquidó el IAPI -que se encontraba virtualmente en quiebra– y comenzó el desmantelamiento del complejo industrial agrupado en la Dirección de Industrias del Estado (DINIE). Pero se mantuvieron la Junta Nacional de Carnes y la Junta Nacional de Granos, en tanto que la CAP (Corporación Argentina de Productores de Carne) fue entregada a los productores. Además, el gobierno de Aramburu creó la empresa Ferrocarriles del Estado para aglutinar a todas las líneas ferroviarias del país y le otorgó autonomía a YPF. Era un equilibrio delicado entre liberales y nacionalistas.

Siguiendo uno de los consejos de Prebisch, en 1956 se creó el Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA). Una decisión acertada, sin dudas, que llegaba siete años después que en Australia se estableciera una institución similar.

Otra buena iniciativa fue la negociación con once naciones europeas de un sistema multilateral de pagos que permitía cancelar las deudas en monedas de cualquiera de los países. Así nació la Unión Europea de Pagos, llamada "Club de París".

La apertura al capital extranjero continuó como elemento de controversia en el gobierno. El ala nacionalista, compuesta por militares comprometidos -hasta hacía poco- con el industrialismo peronista, se resistía a esta medida de neto corte liberal. La cancelación de los contratos que Perón había negociado con la Standard Oil de California señaló el límite para los liberales y causó el recelo de los capitales extranjeros a invertir en un país de conducta tan errática e imprevisible.

En el esquema desequilibrado de desarrollo del país, los combustibles -el 25% de las importaciones- eran una gran fuente de consumo de divisas. En 1995 las compras externas de este insumo vital demandaron 200 millones de dólares y tan sólo dos años después la cuenta se elevó a 320 millones. Aún así el gobierno debió imponer un plan de racionalización de electricidad y combustibles que afectó los consumos domiciliarios.

(1958) El líder de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), Arturo Frondizi, entendió con claridad que la llave del éxito era -además de negociar con Perón- mostrarse como un político racional frente a tanta sinrazón que animaba al antagonismo peronismo-antiperonismo.

La campaña electoral fue una rara alquimia, que combinó su retórica antiimperialista con su adhesión a las posturas de la Iglesia y una negociación con Perón, para que volcara su caudal de votos a su favor. La poción fue exitosa; en febrero de 1958, con Alejandro Gómez como candidato a vicepresidente, ganó las elecciones nacionales con 4.050.000 votos, contra 2.416.000 de Balbín (UCRP) y unos 700.000 votos en blanco, básicamente de aquellos justicialistas que no habían aceptado el acuerdo para votar a Frondizi.

El gobierno de la "Revolución Libertadora" cerraba así su ciclo sin demasiado que festejar. El peronismo seguía vivo. La economía había crecido a buen ritmo considerando las circunstancias, pero de un modo errático, sin un proyecto definido. A pesar de la retórica antiestatista se habían incorporado 60.000 nuevos empleados públicos; el poder adquisitivo del salario había permanecido estancado y las reservas internacionales seguían siendo bajas.

Tanto Frondizi como Rogelio Frigerio (un ministro sin cartera que siempre estaría a su lado asesorándolo en materia económica) habían desarrollado una profunda crítica del modelo económico agroexportador y de algunos rasgos del industrialismo peronista. En su visión, el primero era inviable por los desequilibrios externos resultantes de la insuficiencia crónica de los recursos provenientes de las exportaciones agropecuarias y el segundo estaba atado a un permanente estímulo de la demanda interna y al subsidio estatal, promoviendo un desarrollo de la industria liviana que tampoco era capaz de producir suficientes saldos exportables.

Esta estructura productiva mantenía al país en un estado de subdesarrolloconcepto clave de los debates de la época- que se agravaba con el transcurso del tiempo.

Aunque la estrategia electoral del líder de la UCRI fue exitosa, a la hora de gobernar todo el ecléctico entramado político utilizado para escalar hasta la cima del poder comenzó a crujir, reclamando del presidente acciones antagónicas entre sí e inconsistentes con una dirección unívoca de su proyecto y, en especial, con los pasos tácticos -muchas veces zigzagueantes- que el Primer Mandatario emprendía.

El gabinete de Frondizi reflejaba el ascenso de una nueva elite de clase media. El pensamiento desarrollista, surgido de un ambiente académico que debatía las políticas keynesianas, las del llamado socialismo real y el estructuralismo latinoamericano, estaba a favor de la sustitución de importaciones que había encarado el segundo gobierno de Perón, pero las consideraba incompletas.

Al igual que Perón, el nuevo presidente creía que el Estado tenía un rol central en la programación estratégica del desarrollo económico. La diferencia radicaba en los límites que el desarrollismo le trazaba a esa intervención estatal.

Para el desarrollismo, las medidas necesarias para cambiar la estructura económica que impedía el crecimiento del país eran: fomentar y orientar el ahorro interno; estimular el ingreso de capital internacional público y privado; establecer un régimen de prioridades de las inversiones, a fin de canalizarlas hacia la industria pesada e infraestructura económica; sustituir importaciones y diversificar y fomentar las exportaciones; explorar la posibilidad de abrir nuevos mercados externos y negociar por la eliminación de las discriminaciones comerciales que los países desarrollados imponían a los periféricos.

La estrategia desarrollista era crítica de la tradicional división internacional del trabajo a la que las viejas elites seguían adhiriendo. No podía ser de otro modo porque:

(.) una sociedad que se desarrolla principalmente a través del crecimiento de la industria, reduce continuamente la importancia y el poder social de la oligarquía terrateniente y, en cambio, produce un aumento correlativo de la significación de los nuevos grupos de poder ligados a la industria.

En este punto era previsible la reacción del pequeño pero poderoso núcleo social que ya había presionado para que Aramburu desconociera las elecciones de 1958.

Otro punto álgido era que la agricultura estaba en gran medida ausente en la agenda económica de corto plazo del desarrollismo.

Además, la lógica internacional indicaba que la tendencia proteccionista de los mercados importadores -como el naciente Mercado Común Europeo- no otorgaba perspectivas favorables, en el corto plazo, para colocar la producción agropecuaria.

Por lo tanto -como señalan Escudé y Cisneros-, la propuesta desarrollista consistía en generar un complejo industrial integrado, dando especial impulso a sectores tales como la siderurgia, química, celulosa y papel, maquinarias, equipos y otros similares. En síntesis, debía seguirse una política de explotación plena de los recursos naturales, en donde era absolutamente prioritario incrementar la producción doméstica de petróleo y gas natural, indispensable para reducir la dependencia de las importaciones de esos recursos y direccionar las escasas inversiones hacia la industria petroquímica y química. Junto con ello, el plan estipulaba que debían expandirse elementos clave de la infraestructura económica, tales como la red de transporte vial y los aeropuertos.

El objetivo final era crear las condiciones para que la industria contara con un mercado suficientemente grande y unificado a nivel nacional. Por eso era primordial una expansión armoniosa de todas las regiones del país, que permitiera el desarrollo y la integración de la economía nacional.

Un instrumento clave para esta tarea fue la creación del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE).

Casi en una soledad "rivadaviana", Frondizi encaró semejante empresa en medio de la difícil coyuntura político-económica en que se hallaban inmersos el país y la propia gestión gubernamental.

Las acusaciones de la existencia de un acuerdo secreto entre Perón y Frondizi eran constantes y el ejército pronto hizo saber al Presidente que Frigerio era mal visto por sus tendencias izquierdistas y su nula trayectoria partidaria, ya que no estaba atado a compromiso alguno. Acusando recibo, el Presidente desalojó al secretario, sólo para reubicarlo en su círculo más íntimo, aunque sin cargo alguno.

El aumento salarial alimentó una política fiscal expansiva. En ese primer año de administración los gastos del Gobierno Nacional aumentaron un 121% y la mitad de ellos quedaron sin financiamiento a través de los ingresos corrientes, llevando el déficit del sector público a un alarmante 9% del PIB. El desequilibrio en el presupuesto se financió con una fuerte emisión monetaria y endeudamiento interno y externo. La inflación se empinó alcanzando un 32% en el año. La persistencia de un saldo comercial negativo entre importaciones y exportaciones y alguna salida de capitales provocaron un descenso de las reservas internacionales al crítico nivel de 133 millones de dólares. A pesar de estos remezones, la economía creció un modesto 3%, una importante desaceleración respecto del 5% que se había expandido en 1957.

Acosado tanto en el frente político como en el económico, el gobierno estaba en una encrucijada, así que decidió dar el paso trascendental de pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional. Las negociaciones se desarrollaron en secreto y en diciembre de 1958 se envió la primera parte del programa económico a cambio de un préstamo de 75 millones de dólares. El acuerdo también se mantuvo fuera del conocimiento del público por casi seis meses.

En su inagotable astucia, Frondizi presentó en sociedad la nueva política como un Plan de Estabilización y Desarrollo, pero fue sincero en anunciar que se venían tiempos duros por delante.

El plan contemplaba diversas medidas de contención del gasto público, un aumento del 150% en las tarifas ferroviarias y del resto del transporte público, racionalización de esos servicios, eliminación de operaciones antieconómicas, aumento de tarifas eléctricas, liberación y unificación del mercado de cambios, derechos aduaneros sobre las exportaciones (retenciones) y aumento de derechos de importación para productos suntuarios.

La unificación y liberación del tipo de cambio se tradujo en una fuerte devaluación -del orden del 50%- favorecedora del sector tradicional agroexportador, sobre el cual se aplicaron retenciones del 10% al 20%; se subieron los aranceles de importación, que iban del 20% al 300% según los rubros; se incrementaron los impuestos internos; se lanzó un plan para combatir la evasión fiscal y se liberaron los precios, que sólo se mantuvieron fijos para algunos artículos básicos de la canasta familiar.

(1959) Hasta mediados de 1959 la situación económica seguía bastante fuera de control, así que el presidente decidió dar otro gran golpe de timón y nombró a Álvaro Alsogaray como ministro de Economía. Alsogaray había sido candidato presidencial en las elecciones del año anterior en representación de la Unión Cívica Independiente, un partido de orientación liberal que había recibido escaso caudal de votos.

Como es de imaginar, la incorporación de Alsogaray generó otra gran decepción más en las filas desarrollistas. El nuevo ministro permaneció 22 meses en el cargo, hasta que un buen día Frondizi le pidió la renuncia. Años después, cuando en una entrevista le preguntaron sobre las causas del despido del ministro, el ex presidente dijo: "Alsogaray todavía se está preguntando por qué lo saqué, por qué le pedí la renuncia. Es muy fácil explicar por qué lo saqué. Lo que me resulta muy difícil es explicar por qué lo nombré".

Alsogaray fue en realidad el encargado de aplicar el programa acordado con el FMI. En esa época acuñó con gesto adusto la famosa frase de "hay que pasar el invierno". Posiblemente nunca imaginó cuanta vigencia tendría a lo largo de los años.

El gobierno calculaba que en dos años comenzarían a verse los primeros resultados del sacrificio que le estaba imponiendo a la población.

En diciembre de 1958 se sancionaron las leyes 14.780 de Radicación de Capitales -que permitía remitir ganancias al exterior y equiparaba en el trato al capital local y al extranjero- y 14.781 de Promoción Industrial. Esto, junto con el crédito por 75 millones de dólares del FMI y las reformas a las que estaba condicionado, encendieron la alarma de los nacionalistas.

La combinación entre pérdida del poder adquisitivo del salario en 1959 y las acusaciones de "entreguismo" de los grupos nacionalistas y de izquierda que rechazaban la intervención del capital extranjero -sobre todo en el área petrolera- generaron un cortocircuito que Frondizi enfrentó endureciendo su postura con los sindicatos y manteniendo su política de apertura.

Luego de una corta luna de miel, la resistencia peronista se acentuó cuando el gobierno congeló por un año los convenios colectivos ya pactados. Las huelgas estallaron.

Enfrentado con los sindicatos, Frondizi utilizó la fuerza pública para terminar con la ocupación del frigorífico estatal Lisandro de la Torre. El Presidente rompía, de este modo, el acuerdo básico con el peronismo al recostarse sobre el Ejército para la tarea represora y en las grandes empresas para obtener oxígeno para su proyecto.

Pese a los lineamientos del plan, por primera vez en el siglo la Argentina mostró en 1959 una inflación de tres dígitos, 114% -índice al que la carne aportó un 225% de aumento- y la economía se contrajo un 6,1 por ciento.

Los "planteos" militares -cerca de 40 hasta el golpe final- se sucedían sin solución de continuidad mientras los sindicatos paralizaban prolongadamente actividades centrales, como el caso de la huelga bancaria, que duró más de dos meses.

(1974) El congelamiento de precios y salarios comenzó a trastabillar. Aparecieron el desabastecimiento y el mercado negro, lo que encareció la canasta familiar y dio pie a presiones sindicales por demandas salariales, activando el juego perverso de la inflación. Así, en marzo de 1974 -varios meses antes de lo pactado- se acordó un aumento del 30% en los salarios mínimos y del 13% en el resto de las remuneraciones.

En junio de 1974 el gobierno logró la sanción de la denominada Ley de Abastecimiento, que le otorgaba atribuciones en materia de fijación de precios, control de prácticas monopólicas y otras regulaciones sobre el mercado de bienes y servicios. Con el correr de los años esta legislación habría de ser utilizada en numerosas oportunidades.

El control de cambios también se resquebrajó, dando lugar a un intenso mercado negro o paralelo y a exportaciones no registradas que probablemente llegaron a representar alrededor de la quinta parte de las ventas externas totales. Un número creciente de exportadores evitaba de este modo ingresar las divisas a un tipo de cambio oficial que era un tercio de la cotización real en el mercado.

Pasado el "shock", el crecimiento -logrado con base en la utilización de capacidad ociosa instalada- requería de un aumento de la inversión. Alarmado por la situación política, el sector privado disminuyó de manera importante sus proyectos, mientras el sector público, procurando evitar la recesión, desplegaba un importante plan de obra pública, orientado fundamentalmente a la construcción de viviendas.

El ministro de Economía también procuró activar nuevos mercados externos y -con el viejo precepto de la "Tercera Posición"- emprendió una importante gestión en Cuba -bloqueada comercialmente por los Estados Unidos– la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia, países con los que se acordaron créditos y cooperación científica y tecnológica. Indudablemente, esto acentuó tanto la desconfianza del gobierno estadounidense como la de una parte importante del empresariado local.

Por añadidura, la confrontación política no cejaba. En el acto del 1º de mayo de 1974 Perón virtualmente "echó" a las "formaciones especiales" -eufemismo con el que había bautizado a las organizaciones armadas- del multitudinario acto de la Plaza de Mayo. Unos días más tarde, el 1º de julio, fallecía.

La orfandad nacional que produjo su deceso en millones de argentinos fue tan profunda como el caos político, económico e institucional en el que se sumió la Argentina. No sólo moría el líder venerado por muchos durante tantos años, se iba con él la posibilidad de evitar la licuación por centrifugación del sistema político nacional.

Todo el mundo era consciente de la incapacidad de María Estela Martínez de Perón ("Isabel") para manejar la situación, aunque no tanto de su fuerte adhesión a un sector de ultraderecha llamado a desatar una situación terminal en pocos meses.

En octubre de 1974 este sector logró el desplazamiento de Gelbard y con él concluyó un ensayo, tal vez un tanto utópico, de armonizar equidad distributiva con crecimiento económico. El país había perdido otra oportunidad.

La cabeza visible de la ultraderecha en el gobierno era José López Rega, un ex cabo de policía, rodeado de un halo de esoterismo y devenido en secretario privado de Perón, desde su exilio en Madrid. Él constituyó su base de operaciones en el Ministerio de Bienestar Social. Desde allí creó la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), un grupo paramilitar ultraderechista que sería el encargado de liquidar a la "subversión", encuadrado en el viraje autoritario del nuevo gobierno.

Como parte de la nueva etapa, el gobierno convocó a los militares a que abandonaran su "profesionalismo" para involucrarse en el apoyo político al nuevo gobierno.

En el área económica el giro completo a la derecha era difícil, porque implicaba una confrontación abierta con los sindicatos, cuya postura era cada vez más distante del gobierno.

Para zanjar la situación, "Isabel" Perón nombró como ministro de Economía a Alfredo Gómez Morales, un veterano cuadro del peronismo que había sido ministro de Finanzas entre 1949 y 1952, es decir en la etapa en que Perón había intentado modificar el rumbo económico de su gobierno. Gómez Morales adscribía a un enfoque más ortodoxo que Gelbard, pero era esencialmente un moderado que gozaba de respeto tanto dentro como fuera del justicialismo. Se trataba de un hombre ideal para calmar los ánimos y durante algunos meses lo logró.

El nuevo ministro comenzó una gestión para obtener del FMI un crédito internacional "stand by" que no llegaría, mientras intentaba establecer nuevos acuerdos de precios y salarios, con retoques moderados.

El sistema económico había acumulado tensiones por obra del Pacto Social que -aunque roto en la práctica- seguía vigente, junto con el sostenimiento de un tipo de cambio fijo, que terminó revalorizando el peso frete al dólar.

El "Pacto Social" entre la CGT y la CGE volvió a reeditarse el 1º de noviembre de 1974. En el mismo se acodaba un aumento salarial y beneficios sociales adicionales, lo que aun así no alcanzaba para cubrir las expectativas del sector sindical, que propuso a Isabel Perón la "argentinización" de la economía. Esto incluía la nacionalización de bancos que habían sido adquiridos por capitales extranjeros durante el onganiato; la anulación de contratos con ITT y Siemens para proveer a la empresa nacional de teléfonos (ENTEL) y la nacionalización de estaciones de servicio de Esso y Shell.

A estas alturas la confusión era mayúscula, pero la economía todavía se sostenía en pie. Impulsado por el consumo y un nuevo aumento de las exportaciones, en 1974 el producto bruto interno creció un inesperado 6%. Pero como también las importaciones habían aumentado -en parte alentadas por el atraso cambiario- el saldo comercial se había deteriorado abruptamente y, junto con el proceso de salida neta o fuga de capitales, empujaba hacia abajo las reservas. Las presiones para que el gobierno devaluara la moneda eran crecientes.

En medio de la turbulencia, los aumentos salariales le habían ganado la carrera a los precios, que ese año "sólo" se habían incrementado un 24%. Así, el salario real tuvo un alza del 25% y la participación de los asalariados en el ingreso nacional alcanzó al 47%, uno de los puntos más altos de la historia, aunque poco habría de durar.

El déficit fiscal del Gobierno Nacional superó ligeramente el elevado nivel del año anterior y fue financiado en gran parte con emisión monetaria. En medio del descontrol y las luchas por el poder se incorporaron casi 102.000 nuevos agentes públicos.

La desequilibrada situación fiscal impulsó un crecimiento del 33% (1.132 millones de dólares) en la deuda externa, inaugurando un vertiginoso sendero ascendente.

La época arrojaba señales contradictorias. Como si nada ocurriera, un nuevo fenómeno de consumo tuvo inicios en estos tiempos turbulentos: los viajes turísticos de la clase media al exterior, incentivados por un tipo de cambio artificialmente favorable. Entre agosto de 1974 y el primer trimestre de 1975, los argentinos gastaron alrededor de 200 millones de dólares fronteras afuera, un 10% de las reservas.

(1975) El año 1975 fue posiblemente uno de los peores momentos de la historia argentina, cuando se combinaron un enfrentamiento completo entre diversos sectores políticos, un clima de violencia creciente -con un saldo de centenares de muertos-, la ineptitud instalada en el máximo nivel de gobierno y la economía precipitándose al abismo.

El reajuste permanente de precios y salarios se inició con un aumento de éstos últimos del orden del 20% en el mes de marzo. En abril se tornó impostergable devaluar la moneda y el gobierno corrigió el tipo de cambio de $ 10 a $ 15 por dólar. Entre enero y mayo los precios aumentaron un 33 por ciento.

El saldo de la balanza comercial se deterioraba rápidamente. Las exportaciones caían por el efecto combinado de las ventas externas no registradas y el deterioro de los precios de los "commodities". Las importaciones aumentaban por el tipo de cambio artificialmente bajo y el aumento del precio del petróleo.

Para agravar el panorama, el año 1975 presentaba muchos vencimientos de los compromisos externos. El 25 de marzo, el presidente del Banco Central, Ricardo Cairoli, advirtió sobre una peligrosa reducción de las reservas internacionales del país. Estas habían caído a la mitad de su nivel de comienzos de año.

Gómez Morales -en viaje a los Estados Unidos- declaró:

Argentina necesita nuevos créditos para ir compensando parcialmente el esfuerzo de pagar con toda puntualidad los servicios de amortización e intereses de la deuda externa, sobre todo en los próximos tres años. Los préstamos tenderán a facilitar un mejor escalonamiento de la deuda, cuyo principal defecto no es su magnitud, sino la distribución en los cuatro años que vendrán.

Pese a presentar su "Plan de Coyuntura", la suerte de Gómez Morales estaba echada. Las exhortaciones del propio Partido Justicialista y de sus dirigentes no eran escuchadas. El mercado negro alcanzaba el 40% de las operaciones comerciales.

La devaluación de marzo se había licuado por el aumento de precios. Para contener el descontento popular se abrieron negociaciones colectivas de salarios que rápidamente se empantanaron.

Finalmente, Gómez Morales renunció el 2 de junio. Lo sucedió Celestino Rodrigo, entonces funcionario de López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. Con él la ultraderecha se apoderó de la situación y produjo uno de los episodios más traumáticos de la vida económica y social del país: el "rodrigazo".

Decidido a "sincerar" las variables, Rodrigo impulsó una devaluación del 100% que fue acompañada de un aumento de las naftas del orden del 175%, de la energía eléctrica del 76% y del transporte entre un 80% y 120%. La tasa de interés se elevó un 50 por ciento.

En un primer momento el gobierno intentó suspender las paritarias y desconocer los acuerdos alcanzados en algunas de ellas. Pero rápidamente debió desistir de su propósito frente a una ola de protesta que encontró unidos en la calle a los sindicatos y las agrupaciones de izquierda.

La dirigencia cegetista convocó, por primera vez en toda la historia una huelga general de 48 horas -con movilización a la Plaza de Mayo- en contra de un gobierno justicialista. Sin embargo, la CGT declaró que el llamado a la protesta tenía como objetivo "apoyar a la presidenta", en contra de López Rega y Rodrigo, delimitando la pugna interna del débil gobierno.

A raíz de la protesta popular que invadió el propio Ministerio de Economía y casi lincha a Rodrigo, comenzó a gestarse un clima de golpismo.

La presión sobre el gobierno precipitó la renuncia de todo el gabinete y se comenzó a generar un vacío de poder que iría en aumento. Para disminuir la tensión, López Rega literalmente huyó del país bajo la figura de "embajador itinerante".

La gestión de Rodrigo duró 50 días, pero más efímera fue la de su sucesor, Pedro Bonanni, que en los 23 días que estuvo apenas llegó a ocupar su despacho.

En julio, los precios aumentaron 35% y en los doce meses siguientes escalaron una magnitud hiperinflacionaria: 476 por ciento.

Atemorizados frente al caos, la Presidenta y sus allegados nombraron en el Ministerio de Economía a Antonio Cafiero, que contaba con la confianza de las 62 Organizaciones (poderoso agrupamiento sindical). Lo secundaba Guido Di Tella, como una señal para que el empresariado no se alarmara más de lo que estaba. A su gestión se sumó como ministro de Trabajo otro abogado de las 62, Carlos Ruckauf.

El nuevo equipo económico enfrentaba una situación crítica en materia fiscal, en el sector externo y en el terreno de la inflación. Pero, además, la economía había dejado de crecer y se precipitaba a una recesión.

Cafiero aumentó considerablemente las asignaciones familiares y suscribió un "Acta de Compromiso Social Dinámico" entre empresarios y sindicalistas.

A diferencia de la política de "shock" seguida por su antecesor, el nuevo ministro optó por un enfoque gradualista. Una pieza esencial de este esquema fue la indexación de la economía, un mecanismo que contemplaba el reajuste por inflación de los precios, tarifas y otras variables, evitando los escalones bruscos que habían sido tan traumáticos. Salvo cortos períodos, la indexación formó parte de la cultura económica de los argentinos durante los veinte años siguientes.

En el campo empresarial, la Unión Industrial Argentina, la Cámara de Comercio y la Sociedad Rural Argentina formaron la Asamblea Permanente de los Grupos Empresariales (APEGE) para hacer frente a lo que quedaba de la CGE, al sindicalismo peronista y a la impotencia estatal.

Absolutamente desbordada, Isabel Perón solicitó licencia en septiembre de 1975 y se mantuvo dos meses alejada del gobierno. El Poder Ejecutivo quedó en manos de Ítalo Argentino Luder, presidente del Senado y un hombre muy respetado dentro del justicialismo.

Durante este período el gobierno emitió tres decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que intervinieran en la lucha contra los grupos armados. En ese contexto, el Ejército concretó en Tucumán el "Operativo Independencia", un amplio despliegue militar que produjo grandes bajas en las organizaciones guerrilleras.

A partir del 23 de octubre, un paro ganadero puso a prueba los reflejos del gobierno. En diciembre de 1975 la APEGE decidió enfrentarse con los sindicatos, negándose a cumplir con los aumentos de salarios y las cargas adicionales. Las amenazas de "paro patronal" (lock out) se reiteraron e incluso la más oficialista CGE sufrió la desafiliación de nueve federaciones provinciales, que veían con malos ojos el avance del sindicalismo.

Casi milagrosamente, Cafiero logró obtener apoyo externo por parte del FMI que le otorgó un préstamo de 250 millones de dólares. Pero, naturalmente, no pudo evitar que la economía cayera un 0,7%, el salario real descendiera 6% y el déficit del sector público alcanzara un 13% del PIB, desequilibrio hasta entonces sin precedentes en la historia argentina.

En un intento desesperado por contener el golpe, el 18 de diciembre de 1975 el gobierno anunció que el 17 de octubre del año siguiente tendrían lugar las elecciones para renovar autoridades nacionales. El anuncio fue recibido con frialdad y no modificó la conducta de ninguno de los actores sociales.

(1976) A poco de iniciado 1976, los empresarios de la APEGE impulsaron con agresividad nunca vista, el "lock out" con el que venían amenazando. El 2 de febrero la CGE no se quedó atrás y sus adherentes decidieron la resistencia al pago de los impuestos y planearon apagones y cierre de negocios.

El 3 de febrero de 1976, Antonio Cafiero se alejó del gobierno. A su partida también contribuyó una campaña de hostigamiento del entorno de Isabel Perón.

Veinticuatro horas después, el sillón ministerial fue ocupado por Emilio Mondelli, quien lideraba el Directorio del Banco Central desde la gestión de Bonanni. Al llegar, se encontró con que los ingresos eran muy inferiores a las erogaciones y declaró: "Sin que yo diga que los argentinos somos los que tenemos la culpa de lo que pasa, sin buscar culpas ni hacer imputaciones, reconozcamos que no viene todo de una actitud del exterior. Estos hechos argentinos han destruido el crédito".

Mondelli procuró poner en marcha un "Programa de Emergencia" que incluía un menú clásico: aumento de salarios, devaluación, aumento de tarifas. Nadie lo tomó seriamente.

La inflación se realimentaba y convalidaba con una emisión monetaria imparable, única manera de hacer frente a las obligaciones internas de un Estado impotente, vacío de poder e incapaz de aplicar una política económica que tuviera mínima coherencia y cuya deuda externa seguía creciendo.

El golpe se venía planeando desde comienzos de 1975. Martínez de Hoz en persona reconocería más tarde que su programa de económico fue elaborado por miembros de la APEGE desde ese momento.

Seguramente Isabel Perón no se asombró cuando en la noche de marzo de 1976, le informaron que había dejado de ser presidenta. Para la sociedad éste era un final previsto, que nuevamente fue recibido con extraordinaria indiferencia.

Una gran parte de los argentinos aceptó y saludó el golpe militar de 1976. Esta vez sus actores no se habían apresurado, por el contrario, esperaron hasta que la situación de desgobierno, violencia y crisis económica fuera de tal magnitud que su llegada se recibiera casi con alivio.

Para comandar esta etapa los líderes militares eligieron al general Jorge Rafael Videla, ex Comandante en Jefe del Ejército, que gozaba de gran predicamento entre sus pares. Lo acompañaban en la Junta Militar el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti.

Con la dinámica acostumbrada, el gobierno disolvió el Congreso Nacional e intervino las empresas del Estado, provincias, universidades, gremios y organizaciones empresariales. Numerosos dirigentes políticos y sindicales fueron encarcelados y sus bienes confiscados.

En 1976 la represión se cobró 4.000 vidas y un número hasta entonces desconocido de "desaparecidos". Una gran cantidad de argentinos marchó también al exilio.

Sobre ese escenario de disciplinamiento de la sociedad, el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, abogado especializado en Derecho Agrario, desarrolló el Programa de Recuperación, Saneamiento y Expansión de la Economía.

Las Fuerzas Armadas se habían identificado tradicionalmente con una orientación económica nacionalista y estatista. Pero esta vez las cosas serían diferentes, el programa que se ponía en marcha se asentaba sobre dos ejes rectores: la acción subsidiaria del Estado y la apertura de la economía.

Varios de los integrantes del equipo de Martínez de Hoz adherían a una corriente económica conocida como Escuela de Chicago, por tener su base en la universidad del mismo nombre. Esta escuela data de la década de 1930 y -sintéticamente- se basa en tres pilares: confía en la teoría neoclásica de los precios para explicar las conductas económicas; cree en la eficacia del mercado libre para asignar recursos y distribuir el ingreso, y propugna minimizar el rol del Estado en la actividad económica.

En su profundo antiperonismo, los sectores hegemónicos de las Fuerzas Armadas echaban por la borda viejas convicciones y las sustituían por un nuevo credo de destino incierto.

Frente al descalabro económico del gobierno de Isabel Martínez de Perón, no era difícil elaborar un diagnóstico económico con consenso. La ocasión fue aprovechada para introducir un discurso teñido de un profundo ideologismo que, con gran simplicidad, propugnaba que si el Estado dejaba de interferir con la actividad privada y la economía era sometida a una "sana" competencia externa, la Argentina tenía por delante un destino de grandeza. Debían mediar, además, naturalmente, criterios elementales de equilibrada administración fiscal que -dicho sea de paso- jamás habrían de imponerse.

Una vez más, se trataba sencillamente de descorrer el velo que impedía disfrutar de un país rico.

El plan que puso en marcha Martínez de Hoz había sido elaborado por la APEGE y fue expuesto a la población a través de un extenso discurso de dos horas y media de duración, que atravesó la medianoche del 2 de abril de 1976.

Las medidas inmediatas incluían básicamente: liberación de precios, aumento de tarifas de servicios públicos y combustibles, reforma impositiva y la anulación de las negociaciones salariales, reemplazándolas por un sistema de fijación de remuneraciones por decisión del gobierno. También se disponía una importante devaluación -que llevó al doble el tipo de cambio- y un proceso de unificación del mercado cambiario.

En el corto plazo, la principal preocupación seguía siendo la inflación; que en el mes de marzo había llegado al 38% y su principal causa era el enorme déficit fiscal, financiado básicamente con emisión monetaria. El alza de precios resultante inducía aumentos salariales, generando una incontrolable espiral ascendente.

La elevada inflación impulsaba también una fuente adicional de desequilibrio fiscal, dado que los ingresos percibidos por el Estado no se actualizaban instantáneamente, en su totalidad, debido a la tasa de inflación y, en cambio, se debía hacer frente a gastos que eran mucho más sensibles a los ajustes de precios y salarios. Además, los contribuyentes tendían a atrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales, dado que el régimen de castigos era débil y encontraban aplicaciones financieras sumamente rentables a corto plazo para tales recursos.

Frente a esta situación, el gobierno puso en marcha de manera inmediata una reforma tributaria que gravó la transferencia de activos financieros (acciones, etc.), los créditos bancarios, el patrimonio y la propiedad inmobiliaria. También se aumentó del 13% al 16% la tasa del impuesto al valor agregado y se establecieron ajustes periódicos de las tarifas de los servicios públicos.

Unos meses después, en agosto de 1976, se sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras, de dirección opuesta a la establecida en 1973, que facilitaba y promovía el ingreso de capital externo. Una vez más, en el corto plazo de tres años, el país daba un giro completo en un tema crucial.

Paulatinamente, las medidas impulsaron un descenso de la inflación. En abril los precios se incrementaron un 33% y en los meses siguientes hasta fin de año el promedio de aumento fue del 8% mensual. Pero el año cerró con un 444% de inflación, un nivel hasta entonces nunca registrado en la historia argentina. La variable de ajuste de este proceso fue el salario, que en sólo doce meses perdió el 40% de su capacidad adquisitiva. Es difícil encontrar asidero teórico a un esquema de política económica que propugnaba la libertad de mercado y liberaba los precios, pero mantenía congelados los salarios. No sería la única inconsistencia.

No obstante, en junio de 1976 los esfuerzos de ordenamiento recibieron el apoyo del FMI, que otorgó un financiamiento de 300 millones de dólares, la mayor suma asignada hasta ese momento a un país latinoamericano. A eso se sumaron 1.000 millones adicionales aportados por bancos privados.

A pesar de los logros iniciales, la inflación seguía mostrándose indómita. El gobierno tenía la tesis de que una amplia conexión comercial y financiera de la Argentina con el mundo daría como resultado una "convergencia" de la inflación interna con la internacional y progresivamente fue dando pasos en esa dirección.

Así, a fines de 1976 se anunció una primera regla de devaluación, que consistía en que la misma tendía un ritmo igual a la tasa de inflación interna menos la tasa de inflación internacional.

Más allá de que se basaba en supuestos incorrectos, como habría de quedar demostrado por la realidad, el mecanismo, de carácter gradualista, no perecía muy propio de un gobierno autoritario. Sin embargo, el tremendo ajuste inflacionario de medidos de 1975 había dejado una lección de prudencia en este terreno. Además, concentradas en la represión, las autoridades pretendían el acompañamiento de un frente económico calmo.

Simultáneamente, el gobierno se decidió a poner en práctica lo que sería luego la primera etapa de apertura de la economía: una rebaja generalizada de los aranceles de importación del 94% al 53%. La medida fue acompañada también de la liberación de otras restricciones cambiarias y financieras sobre las compras en el exterior.

Muy sutilmente se produjo un cambio conceptual de importancia en el uso de los aranceles del comercio exterior, que son naturalmente una herramienta para el desarrollo económico. Esto es lo más relevante.

Como se recordará, hasta bien entrado el siglo XX, las tarifas aduaneras tenían como propósito principal proveer de ingresos al gobierno y poco atendían a la cuestión de la protección a la producción nacional. Ése fue el tema primordial en los alegatos de Carlos Pellegrini a favor de la industria.

Ahora, nuevamente, el nivel de los aranceles pasaba a estar vinculado a consideraciones ajenas al desarrollo productivo y se definía exclusivamente por el objetivo de abatir la inflación.

Al terminar 1976, algunas de las variables de la economía mostraban una inflexión positiva respecto de los resultados de 1975. El producto bruto interno cayó un 0,4% -menos que el año anterior- en lo que influyó el deterioro de la industria, mientras que el sector agropecuario protagonizaba una recuperación. La caída de la industria era producto de la contracción del 12% en el consumo privado que el congelamiento de salarios había producido, pero, a cambio, la inversión privada comenzaba a recuperarse de la mano de la confianza que el programa económico inspiraba en el sector empresarial.

La reducción del consumo también influyó en la caída del 23% en las importaciones. Las exportaciones, en cambio aumentaron un 44%. Buenas condiciones climáticas y un mejor ánimo de los productores agropecuarios habían generado en 1976-1977 una cosecha de cereales 40% superior al promedio de los siete años anteriores. El "milagro argentino" había vuelto a producirse y el saldo de la balanza comercial fue positivo en 883 millones de dólares. Con ese impulso y los préstamos externos recibidos, las reservas internacionales del país se fortalecieron sustantivamente. En materia fiscal, en cambio, el déficit fue de casi el 14% del PBI.

Desde un primer momento, el gobierno recibió un creciente cuestionamiento internacional por sus prácticas represivas. Se diseñó así una estrategia en dos tiempos, que consistía en acelerar lo más posible la "lucha antisubversiva" para luego entonces proceder a una profundización del programa económico.

La reciente aparición de documentos reservados del Departamento de Estado de los Estados Unidos refleja bien ese proceso. A principios de octubre de 1976 el canciller Guzzetti se entrevistó con el secretario de Estado Henry Kissinger que literalmente le dijo:

Nuestra actitud básica es que queremos que tengan éxito (.) Lo que no se entiende en los Estados Unidos es que Uds. tienen una guerra civil. Leemos acerca de los problemas de derechos humanos, pero no sobre el contexto. Cuanto más rápido Uds. triunfen será mejor (.) El problema de los derechos humanos está creciendo. Si pueden terminar antes que el Congreso regrese de vacaciones, mejor. Si pueden restablecer algunas libertades eso también ayudaría.

(1983) Las elecciones convocadas para octubre de 1983 volvieron a tener como principales protagonistas a los dos grandes partidos de la Argentina contemporánea. En la Unión Cívica Radical se había dado un cambio importante. Después de la muerte del ancestral caudillo Ricardo Balbín, en 1981, se produjo un proceso de renovación interna que consagró el liderazgo de Raúl Alfonsín.

A la cabeza de la fórmula justicialista fue encumbrado Ítalo A. Luder, un abogado de larga trayectoria partidaria, que en la tumultuosa gestión de principios de 1976 había sido presidente del Senado y sustituyó a Isabel Perón al frente de la presidencia durante sus ausencias temporarias.

Con sus discursos encendidos y su enorme carisma, Alfonsín logró captar la voluntad mayoritaria de los millones de argentinos que se conmovían cada vez que sus intervenciones concluían con la cita del Preámbulo de la Constitución Argentina.

Finalmente, el gran día llegó y el 30 de octubre de 1983 el radicalismo recibió casi el 52% de los votos contra el 40% del justicialismo. La victoria se extendió a ocho gobernaciones provinciales, pero fue menos rotunda a nivel legislativo. En la Cámara de Diputados la UCR obtuvo una ajustada mayoría de 129 diputados sobre 254 y en el Senado 18 de las 46 bancas.

En su discurso inaugural -el 10 de diciembre de 1983- el presidente Alfonsín hizo una cruda descripción de la situación económica: "El estado en que las autoridades constitucionales reciben el país es deplorable y, en algunos casos, catastrófico, con la economía desarticulada y deformada, con vastos sectores de la población acosados por las más duras manifestaciones de empobrecimiento"

Los temas clave eran el combate a la inflación a través de la disciplina fiscal y el problema de la deuda externa. Los registros de la deuda heredados del gobierno militar eran caóticos y las motivaciones de muchos préstamos más que dudosas, de modo que el gobierno adoptó el enfoque de identificar la porción "legítima" de la misma y honrar los compromisos sin afectar el crecimiento de la economía.

El programa esbozado por el Presidente también ponía en alto un objetivo de equidad y de recuperación productiva. En este último plano los planteos eran, en general, poco precisos. La defensa de la producción nacional a través de la protección arancelaria y una profundización de la sustitución de importaciones eran los mensajes más concretos en materia industrial, mientras que para el agro se propiciaba la modernización tecnológica con el apoyo del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).

El mensaje del Presidente se detenía poco en la vital cuestión de la inserción internacional del país. Fronteras afuera, la globalización avanzaba implacablemente sin que la Argentina tuviera un proyecto frente a ese mundo cambiante.

Así como en el plano político institucional el nuevo mandatario se mostraba convencido y desafiante, en lo económico el tono era predominantemente defensivo.

Para acompañarlo en su gestión, Alfonsín eligió un gabinete que combinaba figuras tradicionales del radicalismo con algunos nuevos cuadros. Bernardo Grispun, un hombre de larga militancia partidaria, fue designado al frente del Ministerio de Economía.

(1984) Los primeros pasos del gobierno se encaminaron frontalmente hacia la delicada y trágica cuestión de los derechos humanos, un inevitable punto de confrontación con las Fuerzas Armadas, que consumió muchas de sus energías y fue fuente de inestabilidad virtualmente durante todo su mandato.

Apenas asumió, el gobierno derogó la ley de "autoamnistía" promulgada por el gobierno militar poco antes de dejar el poder y decretó la detención de la anterior cúpula militar y de un grupo de jefes de las organizaciones guerrilleras.

Superado el primer momento de euforia, con el retorno de la democracia y las primeras medidas de gobierno en el terreno político, la dura realidad económica comenzó a acosar a la flamante administración en un contexto en que el ingreso por habitante era igual al de 15 años atrás y el volumen de la producción industrial similar al de 1972.

La gestión cotidiana de la economía pronto se reveló más compleja que la retórica electoral. Ni dentro ni fuera del gobierno abundaban las ideas de cómo enfrentar la situación.

Pocos días antes del inicio del mandato de Alfonsín, el economista y ex ministro Aldo Ferrer publicó un ensayo donde describía con crudeza los problemas que enfrentaba la economía. En su visión, existían tres opciones: el ajuste estabilizador, es decir la receta clásica del FMI, que en el corto plazo necesariamente implicaba una contracción de la economía; el ajuste inflacionario, que consistía en apelar a la emisión para eludir el ajuste fiscal y obtener así los recursos para el pago de la deuda -cuyas consecuencias, según advertía el autor, serían tan devastadoras como en la Alemania de la década de 1920- y una solución nacional independiente.

Esta última consistía en un ajuste fiscal, que incluía como pieza central una refinanciación de los intereses de la deuda, el racionamiento de las divisas provenientes del comercio exterior y un redimensionamiento del sistema financiero para disminuir sus costos. En la concepción de Ferrer, la refinanciación de la deuda debería ser negociada, pero si ello no se lograba "había que prepararse para lo peor", es decir, vivir al contado en materia de pagos externos: "vivir con lo nuestro", como rezaba el título del libro. Es bastante probable que el ministro Grispun haya leído un poco superficialmente la tesis de Ferrer, porque en los meses siguientes intentó casi simultáneamente los tres caminos, naturalmente incompatibles entre sí. El ministro de economía adoptó el peor de los rumbos: amenazó con la rebeldía, pero se mantuvo dentro de los cánones convencionales.

Apoyado en el enfoque de cuestionar el origen espurio de la deuda, el gobierno se involucró en iniciativas políticas, incluso a nivel internacional, tendientes a logar aprobación para una moratoria internacional.

Simultáneamente, Grispun dispuso la suspensión del pago de los intereses de la deuda hasta el 30 de junio de 1984, con el objetivo de evaluar su monto y legitimidad, dejando en claro que el gobierno argentino no emplearía sus reservas para cancelar intereses atrasados.

Naturalmente, esto introdujo enorme tensión en las negociaciones internacionales, en especial porque se bordeaba una virtual declaración de "default" frente a los vencimientos que tenían lugar a principios de 1984. Esta circunstancia pudo ser superada mediante un "crédito puente" de 500 millones de dólares que efectuaron en conjunto los gobiernos de Venezuela, Colombia, Brasil, México, Estados Unidos y, en menor medida, algunos acreedores. Como prueba de buena voluntad, el propio gobierno argentino se "autoprestó" 100 millones de ese total apelando a sus menguadas reservas.

La posición del gobierno era obtener que los pagos no superaran el 15% del valor de las exportaciones y conseguir la formación de un "Club de Deudores", para enfrentar en conjunto el problema de la deuda.

En especial, las negociaciones con el FMI se desarrollaron en medio de extremas dificultades y dieron lugar a que, a mediados de año, el Ministerio de Economía enviara una carta de intención unilateral, es decir no consensuada previamente, que no mereció consideración por el organismo.

El gobierno realizó algunos intentos para crear un marco de apoyo regional para el tratamiento heterodoxo de la deuda, como la reunión de varios países latinoamericanos en lo que se denominó el Consenso de Cartagena, a mediados de 1984. Pero los apoyos que recibió fueron tibios. Nadie quería una confrontación abierta con los acreedores y, finalmente, Alfonsín optó por encauzar las negociaciones por los carriles convencionales y -previo el cumplimiento de un conjunto de condiciones- en diciembre de 1984 el FMI aprobó un nuevo acuerdo.

Mientras estas escaramuzas agitaban el frente externo, a nivel nacional el equipo económico adoptó un enfoque gradualista para atacar la crisis; consistía básicamente en ajustar, de manera supuestamente decreciente respecto de la inflación, las demás variables de la economía. A ello debían contribuir cuestiones tales como los controles de precios, que pronto se convirtieron en una suerte de carrera de obstáculos sin mayor efectividad.

Desde marzo de 1984, el gobierno inició un proceso de concertación con los sectores empresarial y sindical, que probablemente tenía como imagen el hispánico Pacto de la Moncloa, aunque -muy lejos de éste- el émulo doméstico se vio sumido en el fracaso.

Después de una leve respuesta positiva inicial, el alza de precios adquirió nuevo impulso, en medio de una situación económica que se revelaba fuera de control. La reacción sindical no se hizo esperar. En septiembre la CGT realizó el primero de los 14 paros generales de protesta que acosaron al gobierno de Alfonsín.

Como a lo largo de casi todo su gobierno, Alfonsín procuró un complejo equilibrio entre la desafiante situación política y la indómita economía. A fines de 1984 los precios mostraban un meteórico 688% de aumento respecto de doce meses atrás y a lo largo del año el dólar había pasado de 23 a 179 pesos argentinos por unidad. Esto ya no era toda herencia y la población comenzó a computarlo en el pasivo del gobierno. La economía exhibía un desempeño frágil, con señales preocupantes en varios frentes. En 1984 hubo un ligero crecimiento del 2,5% sostenido por el consumo y por el buen desempeño del sector agrícola, pero la inversión -signo inequívoco del clima de negocios- se contrajo fuertemente frente a la mirada impávida del gobierno, cuya precaria situación fiscal no pudo impedir que la propia obra pública cayera un 36 por ciento.

El mantenimiento de un buen saldo de comercio exterior, bastante similar al del año previo, y la asistencia financiera externa permitieron cerrar las cuentas sin llegar a un colapso.

Una parte importante del incremento de las exportaciones provino del sector agrícola, más precisamente de los cultivos de los oleaginosos, un firmamento donde la soja comenzaba a brillar. Las exportaciones de ese producto aumentaron un 65% y la producción alcanzó los siete millones de toneladas sobre un total de 31 millones para todos los cultivos.

Socialmente, el gobierno podía exhibir que, pese a la situación, el desempleo había disminuido de un 4,2% a un 3,8% y el salario real había aumentado casi 9%. También había comenzado a cumplir una de las promesas de la campaña y el Plan Alimentario Nacional se instalaba como paliativo de la deteriorada situación social que había generado el proceso de desindustrialización de los años previos.

El acuerdo con el FMI introdujo conflictos en la mesa de concertación. Los sindicalistas se sintieron el "pato de la boda" y señalaron los efectos recesivos de los compromisos contraídos por el gobierno. En una posición también crítica, aunque no rupturista se manifestaron las organizaciones representativas del campo, la el comercio y la industria. Un extraño efecto tuvo lugar entonces: los sindicalistas y varias asociaciones empresariales aparecieron formando una suerte de frente común.

A continuación del Acuerdo con el FMI, el gobierno pudo cerrar las negociaciones por la deuda externa con los bancos privados, que eran los principales acreedores. El acuerdo incluía préstamos por 7.900 millones de dólares e involucraba virtualmente a toda la comunidad financiera internacional (bancos, Club de París, organismos financieros internacionales y el propio FMI).

(1987) Pero la fragilidad de la situación era enorme. Era difícil conciliar el crecimiento de la economía con la estabilidad de precios y el equilibrio en las cuentas externas. Las exportaciones languidecían afectadas por una caída del 20% en los precios internacionales de los productos agropecuarios y un descenso de la producción, como resultado de importantes inundaciones en la provincia de Buenos Aires. Por su lado, las importaciones aumentaban porque se requerían más insumos para alimentar la mayor actividad económica, al tiempo que el dólar que comenzaba a estar barato favorecía el ingreso de bienes de consumo del exterior. A su vez, la disminución del saldo comercial dejaba menos divisas para afrontar el programa de pagos externos.

Procurando no perder la iniciativa, el gobierno instrumentó programas especiales de fomento a las exportaciones y a la inversión, líneas de crédito a tasas reguladas y un importante programa de obras públicas.

Aunque la situación fiscal había mejorado, resultaba claro que se requerían reformas estructurales en el sector público. A ello apuntó la creación de un Directorio de Empresas Públicas, bajo el cual se colocarían las entidades en manos del Estado para avanzar con el proceso de privatización total o parcial de empresas como la telefónica (ENTEL), la siderúrgica (SOMISA) y la línea aérea (Aerolíneas Argentinas).

Uno de los frentes históricos de conflicto, la explotación petrolera, adquirió un nuevo giro pro mercado a través del denominado Plan Houston, que equiparaba el precio del crudo local con el internacional y permitía ampliar el cupo de las inversiones externas en hidrocarburos.

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