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La "argentinización" de la economía mundial (página 13)

Enviado por Ricardo Lomoro


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Como ya había ocurrido anteriormente y seguiría aconteciendo en el futuro, el nivel de expectativas de la sociedad estaba muy por encima de lo que la realidad cotidiana marcaba y el gobierno era crecientemente señalado como responsable por no encontrar un camino de estabilidad y crecimiento.

Poco o ningún debate existía acerca de las causas profundas del prolongado estancamiento económico. Más aún, incluso en una cuestión central como la deuda externa -excepto en los círculos académicos- en el seno de la opinión pública y en los medios políticos la discusión se había agotado con señalar quién era el culpable del endeudamiento. Poco importaba profundizar los desequilibrios que le habían dado origen y que seguirían alimentándola en el futuro.

El correlato de esta situación era la completa ausencia de consensos, tanto entre los partidos políticos como entre los sectores económicos y sociales.

Mientras tanto, la Argentina seguía su conflictiva trayectoria con el FMI y el resto de los acreedores externos, quienes demandaban compromisos difíciles de cumplir y políticas que carecían de consenso interno. Como consecuencia, el proceso de renegociación pasó a tornarse casi permanente.

Claro que, aunque la situación Argentina tenía sus matices excepcionales, el problema de la deuda también seguía un curso traumático en buena parte de los países latinoamericanos. En particular, las otras grandes economías de la región, Brasil y México, tampoco lograban estabilizar un arreglo.

A principios de 1987 el panorama de la economía lucía extremadamente complicado. En el frente externo las exportaciones agropecuarias -70% del total- seguían acusando el impacto de los deprimidos precios internacionales y la caída en la producción debido a factores climáticos. El fenómeno inverso se daba del lado de las importaciones. Como la economía estaba en crecimiento, se consumían más materias primas, bienes de capital y de consumo de origen externo. El resultado era que el saldo comercial se reducía abruptamente y, por lo tanto, las divisas disponibles para el pago de las obligaciones externas se tornaban exiguas.

No se requería demasiada imaginación para advertir lo que ocurriría a continuación. En tales condiciones arreciaban las presiones sobre el dólar, que a su vez se trasladaba a los precios internos. Luego, la economía dejaba de crecer, los ingresos fiscales caían y el déficit aumentaba. Para financiar el déficit era necesario apelar a la emisión monetaria y con ello la hoguera inflacionaria volvía a alimentarse. Era un ciclo que se repetía con frecuencia.

Procurando evitar este desenlace, el gobierno firmó en enero un nuevo acuerdo con el FMI a fin de obtener fondos frescos y, simultáneamente, desplegó una nueva ronda con la banca privada. La situación era tan extrema que, como las negociaciones con los acreedores privados no progresaban a suficiente velocidad, en febrero el gobierno apeló a un préstamo transitorio (puente en la denominación técnica) de 500 millones financiado por doce países.

La buena voluntad internacional no era casual. Por esos días Brasil se declaró en "default" en el pago de su deuda externa, de modo que la amenaza de una crisis en gran escala introducía moderación en todos los actores. Además, los resultados iniciales del Plan Austral habían generado una importante dosis de credibilidad en las autoridades económicas argentinas.

Finalmente, entre abril y mayo se pudo llegar a un acuerdo con los acreedores que permitió reestructurar la deuda y contar con nuevos préstamos.

Para entonces la inflación había resurgido y el equipo económico apeló a un nuevo congelamiento de precios de escaso resultado.

A la debilidad en lo económico se sumó un nuevo y grave amotinamiento castrense. El 15 de abril de 1987 el coronel Aldo Rico ocupó el principal destacamento militar -Campo de Mayo- reclamando el cese del enjuiciamiento a los militares involucrados en la represión y el cambio de la cúpula militar.

El motín no fue fácil de controlar. Todo culminó en un episodio insólito, que revelaba la precariedad institucional del país. El propio Presidente se trasladó a la guarnición rebelde a negociar con el militar sublevado. Pocos días después, sin embargo, los altos mandos militares fueron sustituidos y el gobierno envió al Congreso un proyecto de Ley denominada de Obediencia Debida, que ponía límites al enjuiciamiento a los militares. La Ley fue aprobada en junio e implicó un nuevo e irreparable costo político para el gobierno.

Cuando unos días después de la sublevación militar, el Presidente fue al Congreso a pronunciar su habitual mensaje anual, entregó a los legisladores un informe sobre la situación económica que describía con realismo los problemas existentes y procuraba abrir nuevos cauces en la política económica.

El informe redactado por el Ministerio de Economía, afirmaba:

En las condiciones presentes, con la memoria todavía fresca de muchos años de inflación y grandes fluctuaciones de precios relativos, el esfuerzo por prevalecer en la puja distributiva lleva naturalmente a un proceso de indexación generalizada. Por otro lado, una economía demasiado cerrada al exterior como la nuestra encierra en sí un alto riesgo inflacionario. En ausencia de los mecanismos de regulación que proporciona la oferta de bienes del mercado externo, los comportamientos colusorios de sindicatos y empresas suelen traducirse en aumentos de precios al consumidor.

Realmente, el efecto de los desequilibrios profundos de la economía se potenciaba mediante el reiterado mecanismo de aumentos salariales seguidos de incrementos de precios, que una y otra vez concluían en una espiral ascendente de inflación.

A partir de ese diagnóstico, el gobierno procuró emprender un camino de apertura consensuada de la economía. La cuestión no fue sencilla. Tras el traumático final de las políticas aperturistas del Proceso, buena parte del empresariado -y también del sindicalismo– se resistía a una nueva exposición a la competencia externa

Las relaciones del gobierno con el sector agropecuario también comenzaron a atravesar una etapa difícil. Las organizaciones agropecuarias se sentían marginadas de los distintos procesos de concertación y el deterioro de la situación sectorial había elevado el tono de sus demandas.

La nueva política salarial (en el marco de un sistema de paritarias con "piso" y "techo") también estuvo acompañada de la flexibilización de los controles de precios. En el contexto de los desequilibrios reinantes, estas señales acentuaron la inflación y erosionaron aún más la base de sustentación del gobierno.

La pérdida de popularidad se profundizó cuando en julio se lanzó un nuevo conjunto de medidas económicas, que introducía mecanismos mucho más tradicionales de ajuste del lado de los gastos y los ingresos fiscales.

Con esas decisiones en sus manos, el gobierno volvió a renegociar el acuerdo con el FMI y recibió algo de oxígeno con la esperanza de pasar dignamente la prueba electoral de septiembre de 1987.

Pese al esfuerzo, las elecciones arrojaron un crecimiento del Partido Justicialista, que obtuvo el 41,5% de los sufragios y trece gobernaciones, entre ellas la estratégica provincia de Buenos Aires. La Unión Cívica Radical recibió el 37,4% de los votos, con lo cual en el Congreso Nacional la oposición alcanzó la representación mayoritaria y el gobierno quedó sumido en una profunda debilidad.

Una vez que las elecciones quedaron atrás, el equipo económico procuró poner en marcha una suerte de quinta versión del Plan Austral que incluía el tradicional congelamiento de precios y salarios, aumentos de tarifas, un mayor grado de apertura de la economía, liberación de las tasas de interés y el abandono de un tipo de cambio único.

Con estas medidas la inflación disminuyó y el gobierno pudo concluir un nuevo año casi de pesadilla en que la economía creció sólo un 2,2%, sostenida en gran medida por la actividad de la construcción, a través de programas oficiales de crédito que costaron una importante emisión monetaria y contribuyeron a la aceleración de los precios. El déficit fiscal aumento un 70% respecto del nivel del año previo y la mitad de ese desequilibrio también se financió con emisión. La inflación desanduvo el camino descendente de 1986 y se empinó hasta el 175% a lo largo del año. La economía había sido transitoriamente salvada del colapso por el auxilio externo, pero el fantasma de la hiperinflación rondaba nuevamente.

(1988) A comienzos de 1988 el gobierno no lograba desanudar los renovados desequilibrios internos y externos de la economía. Después de la derrota electoral de septiembre de 1987 se había abierto una pequeña ventana de diálogo con el justicialismo que le permitió la sanción de un nuevo paquete de impuestos a cambio de una nueva Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo y de Asociaciones Profesionales, con lo que la negociación salarial fue devuelta al sector privado.

El paquete impositivo incluía aumentos en el gravamen a los combustibles, la tasa del impuesto al cheque y el retorno al denominado ahorro forzoso. También formó parte del acuerdo una nueva Ley de Coparticipación Federal de Impuestos en sustitución de la que había dejado de herencia el gobierno militar, poco antes de alejarse del poder en 1973.

El régimen de coparticipación define la distribución de impuestos entre la Nación y las provincias y, por tanto, es una pieza central para la administración económica del país. En la ley sancionada en enero de 1988 se preveía que su vigencia fuera transitoria, concretamente hasta fines de 1989, aunque prudentemente también se establecía su renovación automática si a su vencimiento no era sustituida por una nueva norma. En efecto, no sólo esta ley fue renovada automáticamente año tras año desde 1989 hasta la actualidad (mediados de 2006), sino que desde entonces se han dictado alrededor de 70 normas que convierten al sistema de impuestos en un laberinto que refleja el predominio de las negociaciones y equilibrios políticos circunstanciales.

La pequeña victoria legislativa de principios de 1988 alentaba en el gobierno la esperanza de introducir algunas reformas estructurales, sin las cuales era impensable retomar el control de la economía y, menos aún, una relación estable con la comunidad financiera internacional.

Era difícil lograr ese objetivo y, para colmo, la democracia ingresó nuevamente en zona de peligro. El 18 de enero de 1988, el ex teniente coronel Aldo Rico, cabecilla del alzamiento de Semana Santa, abandonó el arresto domiciliario en que se encontraba y se acuarteló en el Regimiento 4 de Infantería de Monte Caseros, volviendo a conmocionar a la opinión pública. El levantamiento militar fue sofocado por las fuerzas leales al gobierno, sin que se derramara sangre, pero deterioró aún más la situación interna y la imagen externa del país.

A partir de abril el país entró en una virtual cesación de pagos con el exterior y los organismos financieros internacionales interrumpieron los desembolsos de los préstamos acordados. En particular, el FMI canceló la vigencia del acuerdo de asistencia renovado pocos meses antes.

En agosto, el equipo económico ideó un conjunto de medidas pomposamente denominadas "Programa para la Recuperación Económica y el Crecimiento Sostenido", que popularmente fue rebautizado como Plan Primavera, posiblemente porque no era fácil entender en qué consistían los cambios centrales y su rasgo más distintivo era la proximidad con el respectivo equinoccio.

El centro del programa era un mecanismo de desdoblamiento del mercado cambiario, en virtud del cual existía un tipo de cambio oficial al que los exportadores debían liquidar sus operaciones en el Banco Central, mientras que las divisas necesarias para las importaciones y las operaciones financieras se debían adquirir en el mercado libre con un tipo de cambio flotante. De esta manera, el gobierno recibía dólares "baratos" de los exportadores y se los vendía más caros a los importadores y el resto de los demandantes. Tal asimetría tenía el propósito de impulsar una situación más equilibrada en las cuentas externas.

El esquema se completó con un acuerdo de precios por 180 días con los sectores empresariales para, una vez más, desalentar la inflación, y fue precedido por el correspondiente aumento de tarifas para socorrer a las finanzas públicas.

La gobernabilidad se complicaba día a día. Cada una de las medidas era fuertemente resistida por los sectores afectados. La administración del Estado se paralizaba por las huelgas de empleados públicos en demanda de aumentos salariales y la enseñanza sufría los efectos de un mes de paro de los docentes. Los industriales resistían los intentos del gobierno de profundizar la apertura de la economía a la competencia externa, agitando el fantasma de los tiempos del Plan de Martínez de Hoz. Si el tipo de cambio se "atrasaba", los exportadores se enardecían; especialmente los del sector agropecuario, que veían esfumarse sus ingresos al vender sus dólares al gobierno a un precio artificialmente bajo.

En ese contexto, el Plan Primavera logró detener durante algunos meses las trayectorias crecientes de la inflación y del tipo de cambio. Los precios al consumidor, que habían crecido un 27% en agosto de 1988, descendieron al 6% a fines del año y el dólar, que duplicó su valor durante los primeros seis meses del año, se mantuvo relativamente estable en el segundo semestre. Pero se trataba de un equilibrio extremadamente precario.

Las negociaciones con los organismos internacionales y con el comité de acreedores, virtualmente se interrumpieron. El gobierno pudo avanzar con esfuerzo en algunos acuerdos bilaterales con algunos de los gobiernos agrupados en el Club de París. Inesperadamente, en septiembre, el Banco Mundial brindó una bocanada de aire fresco, otorgando un préstamo de 1.300 millones de dólares.

La otra buena noticia del año provino del sector exportador. La fuerte devaluación de la moneda nacional en los primeros meses del año, una sequía en Estados Unidos que hizo subir los precios internacionales y mejores condiciones climáticas en el país, impulsaron fuertemente las exportaciones agrícolas, en especial las de oleaginosas y aceites. También las ventas externas de productos industriales crecieron fuertemente. El resultado fue un ingreso adicional de divisas por estos conceptos de 2.774 millones de dólares, 43% más que el año anterior.

La administración estadounidense seguía con preocupación el agravamiento de la situación en la Argentina, en especial después que a mediados de año Carlos Menem triunfara en las elecciones internas del justicialismo, derrotando al sector renovador de dicho partido, encabezado por Antonio Cafiero. Por entonces, Menem -convertido en futuro candidato presidencial del justicialismo- era visto como un dirigente imprevisible, dueño de un discurso errático y poco coherente.

En el sombrío panorama argentino casi no faltaba ningún ingrediente. El 1º de diciembre de 1988 la pesadilla golpista volvió a escena con una tercera sublevación militar, protagonizada por efectivos de la Agrupación Albatros de la Prefectura Naval Argentina y del Ejército, bajo la conducción del coronel Mohamed Alí Seineldín. Los rebeldes se agruparon en la guarnición de Villa Martelli, en la que resistieron durante cuatro días. La ciudadanía se movilizó nuevamente en defensa de la democracia y, finalmente, las fuerzas leales al gobierno lograron la rendición de los rebeldes.

Acosado por la situación fiscal, unos pocos días después el gobierno rompió de forma unilateral el frágil acuerdo de precios y tarifas, aumentando los precios de los servicios públicos.

El saldo del año era dramático, la economía cayó casi un 3% y los precios minoristas aumentaron 388%. Como en otras ocasiones, el inicio de 1989 se insinuaba ardiente en todos los frentes.

(1989) No se habían acallado los clamores del alzamiento de diciembre, cuando un minúsculo grupo de izquierda, el Movimiento Todos por la Patria (MTP), tomó por asalto el Regimiento III de Infantería en La Tablada. La recuperación del destacamento fue extraordinariamente sangrienta, agregando conmoción especial a una sociedad atónita y sumando una cuota más de desprestigio internacional.

Con el verano la demanda de energía eléctrica crece, de modo que el saturado sistema de centrales termoeléctricas colapsó y los cortes se tornaron cada vez más frecuentes e imprevisibles. El paisaje de las principales ciudades del país se pobló de infinidad de generadores, con los cuales bancos, comercios, hoteles y multitud de otras actividades procuraron mantener una mínima normalidad, mientras la desazón y el mal humor se apoderaban de la mayoría de la población.

En este clima, la continuidad del desequilibrio en las cuentas públicas y el fracaso en las negociaciones internacionales acentuaron la pérdida de confianza y con ella aumentó la compra de dólares.

El 6 de febrero de 1989, el BCRA, que venía vendiendo un promedio de 450 millones de dólares semanales, ya no podía mantener la regulación cambiaria por falta de divisas y, por lo tanto, se retiró del mercado.

Virtualmente sin herramientas para hacer frente a la situación, sólo quedó en pie un frágil sistema de doble mercado de cambios y un casi simbólico control de precios.

El dólar inició una carrera ascendente que llevó su precio en el mercado libre de 17 australes por unidad en enero a 535 en junio, es decir que en sólo seis meses aumentó alrededor del 2.100% o, lo que es lo mismo, se multiplicó por 30, con el consiguiente efecto sobre los precios. Había estallado la hiperinflación.

El naufragio del gobierno -y del país- arrastraba inconteniblemente al candidato presidencial del radicalismo, el por entonces gobernador de Córdoba, Eduardo César Angeloz. El postulante radical, asesorado por quien estaba postulado como su futuro secretario de Hacienda, Ricardo López Murphy, colocó la cuestión fiscal en el centro de la campaña, con la emblemática consigna del "lápiz rojo", que simbolizaba el recorte del gasto público.

La propuesta era difícil de entender y de creer, pero Angeloz estaba convencido de esta línea de trabajo y, a fines de marzo, embistió contra el exhausto equipo económico, provocando la renuncia del ministro Sourrouille.

Era casi imposible encontrar un sustituto en esas circunstancias y Alfonsín apeló a un veterano y respetado cuadro del radicalismo, Juan Carlos Pugliese, quien a la sazón era presidente de la Cámara de Diputados y había sido ministro de Economía durante la presidencia de Arturo Illia. En el ambiente político Pugliese era conocido como "el maestro", por su vocación por la búsqueda de consensos y su habilidad como negociador.

A él le tocó iniciar el tránsito por la hoguera hiperinflacionaria y conducir la economía hasta las elecciones presidenciales convocadas para el 14 de mayo de ese año.

La hiperinflación es el mayor desequilibrio que puede enfrentar una economía. La definición que dan los textos de la profesión al respecto es simple y en cierto modo imprecisa: se trata de un aumento extremadamente rápido en el nivel general de precios de los bienes y servicios. No hay una medida exacta de cuánto crecimiento de los precios caracterizan a una situación hiperinflacionaria. Convencionalmente se acepta que un número indicativo podría ser un 50% mensual, aunque lo característico de una hiperinflación es básicamente la situación de descontrol.

No existe demasiada discusión acerca de cómo se desata una hiperinflación. Más allá del complejo sendero que conduce a una situación tan extrema, el episodio final es siempre una emisión extraordinaria de moneda por parte del gobierno, para financiar un creciente gasto público que no logra contener, ni recaudar lo suficiente por la vía de los impuestos o el endeudamiento.

La hiperinflación es fundamentalmente un fenómeno de honda raíz política y con frecuencia está asociada a la presencia de gobiernos débiles y profundos conflictos sociales e institucionales, que impiden adoptar las medidas necesarias para que la emisión descontrolada de moneda cese y los precios se estabilicen.

Hasta el siglo pasado los episodios hiperinflacionarios eran poco frecuentes. La aparición de una serie de casos de hiperinflación en períodos contemporáneos se asocia, en buena medida, al desorden económico producto de las guerras y sus proyecciones en las respectivas posguerras. También se vincula a la creciente importancia del dinero fiduciario (aquel cuyo valor está determinado por la confianza del público) en lugar del convertible (cuyo valor está definido por el metal que lo respalda). En un régimen de dinero fiduciario -como el que hoy predomina absolutamente a nivel mundial- la magnitud de la emisión depende de reglas autoimpuestas, que en una situación extrema pueden ser vulneradas por el propio gobierno.

Después de la Primera Guerra Mundial varios países europeos, como Austria, Hungría, Alemania, Polonia y Rusia experimentaron procesos hiperinflacionarios. Hungría volvió padecer esta situación en 1945-1946.

El caso de Alemania (1922-1923) es posiblemente el más conocido, es algo así como el Titanic de la economía.

La invasión (de las tropas francesas y belgas, en enero de 1923, a la importante zona industrial del Ruhr) aceleró el mecanismo de imprimir moneda para afrontar los compromisos de pago, con el consiguiente impacto sobre los precios, a punto tal que durante uno de los meses, en 1923, la inflación llegó a 3,25 millones por ciento, una cifra difícil de imaginar. En esos tiempos los obreros cobraban los sueldos tres veces al día y sus esposas los esperaban en cada ocasión en las puertas de las fábricas, para tomar el dinero y correr a comprar alimentos.

En la segunda hiperinflación que afrontó Hungría, entre agosto de 1945 y julio de 1946, los precios subieron un promedio de 19.800% por mes y en ocasiones llegaron a triplicarse en un día.

En la década de 1980-1990 varios países latinoamericanos, no sólo Argentina, experimentaron el flagelo hiperinflacionario. En 1984-1985 Bolivia fue el primero, con 23.447 de aumento en los precios durante los peores doce meses.

Casi simultáneamente con la Argentina le tocó el turno a Brasil, donde el Plan Verano, pensado por el presidente Sarney para llegar a las elecciones, también se derrumbó y la hiperinflación estalló a fines de 1989, llegando a acumular un aumento de precios de 6.821%. El siguiente en la lista fue Perú, que colapsó en medio de una tasa del 12.378% anual de inflación.

Al igual que en todas las demás situaciones, la hiperinflación tuvo en nuestro país un largo período de gestación, que se remonta por lo menos hasta los inicios de la década de 1970. A través de más de quince años, los desequilibrios de la economía estuvieron bordeando el descontrol, hasta que, finalmente, en ese agitado mes de mayo de 1989 los precios al consumidor aumentaron un 78,5%, marcando el inicio formal de uno de los peores momentos de la historia económica del país.

En el trasfondo del desarrollo del proceso, uno de los impulsos principales provenía de la inmanejable puja distributiva presente en la sociedad.

Frente a tamaña situación, el ministro Pugliese y su equipo sólo disponían de un puñado de medidas de escasa eficacia. El tiempo de las reformas estructurales había quedado atrás. El gasto público aumentaba vertiginosamente, empujado por los vencimientos cada vez más frecuentes de la deuda interna contraída en períodos anteriores. Los bancos demandaban cada vez más efectivo para hacer frente a las astronómicas tasas de interés de los depósitos a plazo fijo.

El Plan Pugliese contemplaba un mercado único y libre de cambios, aumentos de tarifas y retenciones a las exportaciones para mejorar los ingresos fiscales y el regreso a un sistema de precios "administrados", que suponía autorización de aumentos a medida que se iban produciendo los mayores costos.

Para la población, los aumentos de precios se convirtieron rápidamente en una obsesión y el principal y casi excluyente tema de conversación. Pero el gobierno estaba lejos de poder detener una hiperinflación que avanzaba de modo meteórico. Eso recién ocurriría de una manera efectiva casi dos años después, con otro gobierno y tras cinco ministros de Economía derrotados en el intento.

Antonio Tróccoli, un viejo dirigente radical, que había sido ministro del Interior de Alfonsín, encontró un modo singular de caracterizar el momento: "sólo queda rezar".

Virtualmente así era, pero tanto los dirigentes políticos como la población esperaban algo más y lo único a la mano eran los controles de precios, que, aunque acumulaban una larga lista de fracasos, acreditaban el éxito inicial del Plan austral.

De modo que el gobierno fue pasando raudamente por listas de precios máximos de efímera duración, un congelamiento de precios previo a las elecciones que casi no existió y un sistema de precios "concertados" con ajustes semanales, con el que llegó hasta el final del mandato. Como era obvio, ninguna de estas medidas podía ordenar semejante caos, pero al menos permitía mantener cierto activismo público e inducir un mínimo punto de referencia en los mercados.

El desequilibrio en los precios pronto comenzó a manifestarse en situaciones de desabastecimiento, que no hacían más que agravar el panorama, dado que la población procuraba hacerse de "stocks" de los productos no perecederos y, con ello, aumentaba artificialmente la demanda.

En esta etapa la carne y los productos frutihortícolas no fueron sometidos a mecanismos de control, de modo que -como además estos últimos son productos perecederos- en general el desabastecimiento no los alcanzó, lo que probablemente evitó escenas de pánico, como las que se vivieron en otras hiperinflaciones.

Una de las situaciones más conflictivas se presentó en el sector de los productos medicinales, donde el desabastecimiento alcanzó grandes proporciones, hasta que el gobierno autorizó aumentos que entre marzo y junio estuvieron en el orden del 300 por ciento.

Finalmente, el día de las elecciones llegó y el binomio Menem-Duhalde se impuso sobre la fórmula radical de Angeloz-Casella por 52% contra 40 por ciento.

En los días previos, el gobierno había convocado al justicialismo para intentar algún tipo de acuerdo en el terreno económico que permitiera administrar la situación, pero las negociaciones avanzaron poco. Tras los comicios, el Ministerio de Economía formalizó la iniciativa, proponiendo una suerte de programa económico para el período de transición, que contemplaba esencialmente medidas de ajuste del gasto y mejora de los ingresos.

Los equipos técnicos del gobierno y del justicialismo mantuvieron extensas reuniones y en un momento pareció que algún consenso podía alcanzarse. Incluso Menem y Alfonsín se reunieron, pero finalmente no se llegó a ningún acuerdo. El fracaso de las negociaciones precipitó la renuncia del ministro Pugliese, que fue sustituido por el economista y por entonces diputado nacional Jesús Rodríguez.

El 28 de mayo el nuevo ministro lanzó un paquete de medidas que incluía centralmente un regreso al tipo de cambio controlado, diversas modificaciones que requerían la aprobación del Congreso, un compromiso de no emisión para financiar al Tesoro a partir de julio y aumentos en las jubilaciones y pensiones. El esquema también ratificaba el calendario de pagos de los bonos de la deuda externa e interna.

La situación era tan crítica que el gobierno había decretado un feriado bancario desde el 22 al 29 de mayo, en espera de que las medidas adoptadas contuvieran los crecientes retiros de depósitos del sistema financiero.

Cuando llegó el momento de reabrir los bancos, el equipo económico se enfrentó a banqueros exaltados que temían la quiebra masiva del sistema. Es que desde hacía largo tiempo la forma de retener a los ahorristas eran no sólo elevadas tasas de interés -que en mayo de 1989 alcanzaron el 135% mensual- sino una amplia gama de depósitos ajustables por indicadores tales como el valor del dólar, índices de precios al consumidor y la evolución de las cotizaciones bursátiles y de títulos.

Como consecuencia, los depósitos crecían exponencialmente y los retiros demandaban una fuerte asistencia del Banco Central, que tenía a la Casa de Moneda trabajando a tres turnos y al borde de sus existencias de papel y tinta para imprimir semejante cantidad de dinero. Este problema operativo era tan importante que se autorizó la circulación de billetes de 50.000 australes, equivalentes a uno 200 dólares, cuando tan sólo cuatro años antes cada uno de esos billetes se hubiera podido cambiar por 62.500 dólares.

A fines de mayo el complejo panorama se completó con una serie de saqueos, que tuvieron como epicentro importantes supermercados en el Gran Buenos Aires, Rosario y Córdoba.

La situación de reservas era tan angustiante que en la agenda del ministro de economía Rodríguez se instaló de manera relevante la cuestión de la venta del edificio de la Embajada Argentina en Japón. La Argentina lo había comprado en 1977 por siete millones de dólares y a mediados de 1989 se logró venderlo en nos 470 millones, de los cuales ingresaron 270 en efectivo, con el consiguiente júbilo ministerial.

Rodríguez adoptó diversas medidas para contener la emisión monetaria, pero el efecto acumulativo de los aumentos de precios sobre la población era devastador.

A fines de junio, la inflación alcanzaba el 20% por semana. Entre abril y junio el precio de una botella de aceite había pasado de 69 a 282 australes, un litro de cerveza de 12 a 55, un kilo de azúcar de 34 a 139 y un detergente de 19 a 215.

El mandato presidencial culminaba el 10 de diciembre, pero la situación no admitía un período de transición de semejante extensión. De algún modo, el Presidente era víctima de su propia estrategia. Conociendo el peligro de que la crisis se precipitara, había adelantado todo lo posible el calendario electoral. Si el radicalismo triunfaba, había tiempo y condiciones para tomar medidas más estructurales para afrontar la situación.

Pero transcurrió de un modo diferente. La crisis se había precipitado en febrero, las elecciones se habían perdido y ahora quedaba un extenso y solitario tránsito hacia la transmisión del mando. Una larga reflexión y multitud de consultas al interior de su partido. llevaron a Alfonsín a presentar su renuncia ante el Congreso el 30 de junio. Una semana después Carlos Menem asumía la presidencia, luego de protagonizar la transición más corta de la historia argentina.

El período 1980-1990 es conocido como la "década perdida" para América Latina, lo que alude a una condición de estancamiento generalizado en la región. Sin embargo, el deterioro de la economía argentina fue largamente superior al promedio y acumuló sus efectos sobre el negativo desempeño y las periódicas crisis de la década de 1970.

Entre 1983 y 1989 el producto bruto cayó algo más del 3% y el ingreso por habitante disminuyó alrededor del 10%. En el mejor momento -a principios de 1986- la inversión apenas rozó el nivel necesario para reponer el equipo de capital que se tornaba obsoleto.

A pesar de los múltiples intentos por controlar la situación fiscal en 1989 el déficit fue equivalente al 7% del producto bruto y a lo largo de los cinco años y medio de gobierno la deuda externa pública pasó de 31.076 a 58.800 millones de dólares.

Durante un tiempo el poder adquisitivo del salario se remontó casi un 30% por encima del nivel de 1983, pero la hiperinflación volvió a empujarlo un 35% por debajo del punto de arranque del gobierno. Es que entre enero y julio de 1989 los precios al consumidor aumentaron un 2.015 por ciento.

En esos años el desempleo creció del 4% al 7%, lo que para la época fue un impacto negativo importante, aunque nadie suponía que se trataba sólo del principio de un fenómeno doloroso y duradero.

El período de gobierno del presidente Alfonsín tuvo una impronta netamente defensiva. No faltó conciencia acerca de que la Argentina no era un país rico, pero tampoco hubo la convicción necesaria para buscar un camino de salida a la crisis que, aunque no llegara a recorrerse por completo, permitiera dejar en la memoria de los argentinos una nítida asociación entre restauración de la democracia y el crecimiento económico.

Reflexionado sobre su gobierno, cuando Alfonsín inauguró por última vez el período ordinario de sesiones del Congreso de la Nación, el 1º de mayo de 1989, dijo: "Hay cosas que no supimos hacer; hay cosas que no quisimos hacer; hay cosas que no pudimos hacer".

En materia económica esta trilogía es fatal. Así pareció verlo en un reportaje de la misma época Adolfo Canitrot, que hasta poco antes había sido viceministro de Economía de Sourrouille, quien frente a una pregunta del periodista Julio Nudler necesitó un par de párrafos de sabor náutico y circense para describir lo que había ocurrido:

La gestión de Sourrouille fue una gestión de acróbatas (.) Sourrouille era un extraordinario capitán para manejar el barco entre los arrecifes, pero siempre al final hay una roca contra la que se choca. Nunca pudimos salir a alta mar. Con pura acrobacia no se puede. Un día no llega el trapecio y uno se cae. El problema era muchísimo mayor de lo que nosotros podíamos resolver. Era un problema de poder (.)

"Argentina, levántate y anda". Con esta mística invocación inició Carlos Saúl Menem su discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa el 8 de julio de 1989.

En la campaña presidencial, Menem se presentó con una imagen que recordaba a Facundo Quiroga, el mítico caudillo de las luchas entre unitarios y federales en el siglo XIX. A su proyección nacionalista no le faltó la liturgia "antiyanqui" cuando pidió la ruptura de relaciones diplomáticas con los Estados Unidos frente al bombardeo de la residencia privada del presidente de Libia, Muhamar Khadafi. En su recorrido electoral también prometió recuperar las Islas Malvinas "por el medio que sea". a la vez que prometía el "salariazo" a una clase obrera empobrecida y la "revolución productiva" al conjunto de la sociedad.

Su larga cabellera y sus pobladas patillas, más un infaltable poncho completaban una presencia que infundía desconfianza en el "establishment" local y en más de una Embajada, convencidas de que de su mano la Argentina se encaminaba hacia otro ensayo populista.

Sin embargo, su breve discurso al asumir la presidencia pareció ir en otra dirección. Después de describir con crudeza la situación económica imperante prometía terminar con la corrupción y la cultura de la especulación y volver a poner en marcha la economía, pero advertía que "los resultados no serán todo lo urgente y rápido que nosotros deseamos".

También planteaba un proyecto de gestión que integrara al país a la comunidad internacional y el respeto a los compromisos contraídos en materia de deuda externa.

En los días previos al cambio de gobierno, el futuro plan económico se había tornado en un bullicioso campo de batalla. Distintos sectores del justicialismo se disputaban el liderazgo, de modo que el presidente electo decidió adelantar los nombramientos en el equipo económico, como forma de dirimir la disputa. El recurso no sirvió de mucho, pues el locuaz futuro secretario de Coordinación Económica Guido Di Tella, preanunciaba una política de dólar "recontraalto" que aceleraba aún más el proceso hiperinflacionario, mientras que, por otro lado, se hablaba de un acuerdo voluntario de precios y la derogación de la mítica Ley 20.680, que había sido la base legal de los controles de precios de la década de 1980. Miguel Roig, el ministro de Economía designado, guardaba silencio frente a un estilo que le resultaba bastante ajeno a la reserva que rodeaba las decisiones en los legendarios despachos de Bunge & Born (principal grupo empresarial argentino, con diversificados intereses en sectores agropecuarios e industriales a nivel nacional e internacional, del que provenía el ministro Roig).

En medio de ese clima fue abriéndose paso el denominado Plan B&B (por Bunge & Born). El Presidente había advertido que las primeras medidas serían duras y así ocurrió. El paquete inicial consistió en un meteórico ajuste del tipo de cambio, que pasó de 210 a 650 australes por dólar, y de aumentos entre 200% y 600% en los combustibles líquidos, el gas, la electricidad, el agua y los teléfonos, con el compromiso de mantener fijos los nuevos valores. De este modo se procuraba estabilizar las finanzas públicas y moderar la incontrolada emisión de moneda. El esquema incluía también como piezas centrales un acuerdo de precios y pautas para futuros aumentos de salarios.

Sólo un gobierno con alta legitimidad podía adoptar decisiones tan inquietantes para la vida cotidiana de los ciudadanos. En ese clima, el país, que oscilaba entre la parálisis, el temor y la esperanza, recibió desconcertado la noticia del repentino fallecimiento del ministro de Economía a pocos días de iniciada la gestión. El timón de la economía pasó entonces a manos de Néstor Rapanelli, también alto ejecutivo del grupo Bunge & Born.

Las medidas coyunturales de ajuste, aunque profundas, no denotaban ningún cambio de rumbo definido; más bien parecían más de lo mismo. Pero pronto en algunos medios esta sensación comenzó a modificarse. Con la paciencia de un pastor, el Presidente recorrió los más importantes ámbitos empresariales, llevando un mensaje que parecía hecho a la medida de cada sector.

Más allá de las palabras, el Congreso aprobó en tiempo récord dos leyes fundamentales para el rumbo del gobierno: la Ley de Emergencia Económica, que suspendió multitud de subsidios al sector privado que drenaban las arcas fiscales y la de Reforma del Estado, que habilitó los mecanismos para la privatización de las empresas públicas. Al gobierno le costó un poco más ponerse de acuerdo internamente en materia tributaria, pero finalmente impulsó y obtuvo legislación que, entre otras cuestiones, le permitió extender el impuesto al valor agregado a diversos bienes y servicios hasta entonces exceptuados.

Con este arsenal en la mano, en noviembre de 1989 se logró un nuevo acuerdo con el FMI por 1.500 millones de dólares. Los requisitos para los desembolsos terminaban de dar forma a un verdadero plan de gobierno: apertura comercial, libre movimiento de capitales, liberalización del sistema bancario, privatizaciones, desregulación de la economía, reducción del déficit fiscal, desregulación del mercado petrolero y compromiso de recortar la operatoria del Banco Hipotecario Nacional y del Banco Nacional de Desarrollo (BANADE) eran los puntos principales de la nueva agenda económica de la Argentina.

En sólo seis meses el gobierno había introducido un cambio copernicano en la orientación del país, sumiendo en la confusión a todo el espectro político. El Partido Justicialista no lograba asociar el rumbo del gobierno con los ejes más profundos de su doctrina y marchaba detrás de los acontecimientos, arrastrado por un fenómeno nuevo, el "menemismo". La conmoción interna se hizo sentir con fuerza en el sector sindical, culminando con la fractura de la CGT.

En el radicalismo las opiniones también estaban divididas; finalmente buena parte de las reformas parecían extraídas del programa de gobierno de su derrotado candidato, Eduardo Angeloz. Los liberales, por su parte, vacilaban en darle un apoyo definido al gobierno, con excepción de Álvaro Alsogaray, que desde un primer momento tuvo claro el horizonte.

En el corto plazo, sin embargo, las medidas adoptadas no lograban estabilizar la economía. Existía un abismo entre el programa de reformas estratégicas y la administración cotidiana. No se habían logrado ordenar las finanzas públicas, las demandas salariales iban en ascenso y la inflación comenzó a acelerarse. Pronto resultó evidente que el tipo de cambio no podría sostenerse y la compra de dólares aumentó, elevándose abruptamente su cotización en el mercado paralelo, mientras el gobierno intentaba retener a los tenedores de pesos tentándolos con astronómicas tasas de interés en los bancos.

Desbordado por la situación, el equipo económico intentó un nuevo programa de ajuste -el BB II- consistente en una devaluación del 54%, alzas de tarifas y de retenciones a las exportaciones, modificaciones en los salarios públicos y privados y una reprogramación de los vencimientos de la deuda interna.

Lejos de contener la situación, las nuevas medidas acentuaron la desconfianza, los ahorristas retiraron masivamente los depósitos de los bancos, las tasas de interés llegaron al 50% mensual y el dólar comenzó a trepar a un ritmo de más del 10% diario.

Inevitablemente la situación condujo a la renuncia del ministro Rapanelli en medio de fuertes discusiones sobre el rumbo de la economía al interior del gobierno y del Partido Justicialista. Sin muchos recursos a la mano y con el consabido período de feriados bancarios y cambiarios, el Presidente apeló a Erman González, un contador público muy cercano, que había sido ministro de Economía de La Rioja cuando Menem gobernaba esa provincia.

En un improvisado paquete de medidas, el nuevo ministro liberó el mercado de cambios, dejando flotar libremente el dólar, volvió atrás con el aumento de las retenciones, para incentivar la liquidación de divisas por parte de los exportadores agropecuarios y mantuvo el aumento de tarifas dispuesto por su antecesor.

Diciembre cerró con una inflación del 40%, acumulando casi un 5.000% en el año, una caída del poder de compra del salario del 33% y una contracción de la economía del 4,8%. Ese mes, el valor del dólar, que había sido fijado en 650 australes por unidad al inicio del gobierno, alcanzó un promedio de 1.137 australes. La hiperinflación se había instalado nuevamente.

El plan de reformas también tambaleaba. Pasado el impacto inicial, la resistencia a las privatizaciones estaba en ascenso, en especial por parte del sector sindical.

El acuerdo con el FMI, aprobado tan sólo algunos días atrás, parecía una delirante abstracción de la realidad. Sólo llegó a desembolsarse un primer pago, antes de quedar en suspenso.

(1995) En la Argentina, primero los grandes inversores y luego hasta los pequeños ahorristas comenzaron a percibir el riesgo de una crisis y entre diciembre de 1994 y mayo de 1995 llegaron a retirar casi la quinta parte de los depósitos en el sistema bancario. La preocupación de los depositantes era justificada. Las reservas internacionales incluían un 20% de títulos de la deuda pública argentina, que obviamente tenían poca utilidad frente a una corrida bancaria. Como consecuencia de este hecho y del mecanismo de multiplicación del dinero al interior de los bancos, en realidad sólo el 60% de los depósitos estaba respaldado por reservas internacionales en oro y moneda extranjera. Todos los analistas económicos y los grandes operadores conocían esta limitación estructural del sistema, que haría eclosión si la situación se agravaba. Pero este hecho permanecía oculto para la mayor parte de los desinformados pequeños ahorristas.

La crisis en el sistema financiero pronto se convirtió en masiva fuga de capitales, aumento de la tasa de interés, caída de los préstamos bancarios, descenso del consumo y parálisis de la inversión.

El gobierno reaccionó con reflejos rápidos frente a la situación. Con pragmatismo, incrementó "transitoriamente" la tasa del impuesto al valor agregado del 18% al 21%, interrumpió las rebajas en las contribuciones patronales al sistema de la Seguridad social, flexibilizó las normas de asistencia a los bancos por parte del Banco Central y convocó con éxito a la comunidad de negocios -en especial bancos y las AFJP- para que financiaran al gobierno mediante la compra de títulos públicos.

Pero el gran auxilio provino de los organismos financieros internacionales. El ministro de Economía, que un año antes había desairado al FMI interrumpiendo un acuerdo vigente, rápidamente volvió sobre sus pasos y obtuvo un paquete de ayuda de 2.400 millones de dólares, a los que se sumaron los aportes del BID y el Banco Mundial, formando una masa total de 4.200 millones de dólares. Esos recursos y unos 1.000 millones provenientes de las privatizaciones tuvieron un rol central para compensar los casi 9.000 millones de dólares de fuga de capitales. Los argentinos, que en grandes contingentes se habían acostumbrado a viajar al exterior, también hicieron su aporte: el miedo los hizo gastar unos 700 millones menos que el año anterior.

Hacia abril la crisis parecía en curso de estar contenida. La convertibilidad había resistido y el gobierno parecía más comprometido que nunca con el sostenimiento de la paridad del peso. Los miles de familias y empresas que habían contraído deudas en dólares suspiraron aliviados. En los bancos, los préstamos en dólares ascendían a 27.000 millones y en los otros circuitos crediticios, como comercios, escribanías, cooperativas y financieras también se acumulaban cuantiosas obligaciones.

La otra cara de la moneda era el mercado de trabajo. En mayo de 1995 el desempleo alcanzó el 18,4% y el subempleo el 11,3%. Más de cuatro millones de personas tenían problemas laborales y el poder adquisitivo del salario se había deteriorado. De un modo todavía incipiente comenzaba a aparecer en el sur del país el fenómeno "piquetero", impulsado por un número creciente de desocupados provenientes de la privatización de la industria petrolera y la finalización de grandes obras públicas. El 21 de junio de 1996 la ruta 22 fue cortada por una semana por los piqueteros de Cutal-Co y Plaza Huincul, marcando simbólicamente el inicio de un movimiento que alcanzaría grandes dimensiones nacionales.

La Argentina estaba dividida entre quienes se beneficiaban con la convertibilidad, quienes dependían de que se sostuviera y quienes sufrían sus efectos, cuestionaban el rumbo o repudiaban los escándalos de corrupción que teñían la acción del gobierno.

El 14 de mayo de 1995 este balance fue puesto a prueba en las elecciones presidenciales, en las que se estrenaba la posibilidad de reelección consagrada en la reforma constitucional del año anterior. El presidente Menem renovó holgadamente su liderazgo con el 51% de los votos.

Con el aval del electorado al gobierno, la crisis fue quedando rápidamente atrás. El año cerró con una caída del producto bruto interno del 2,8%. El traspié pudo ser mayor, pero el extraordinario desempeño de las exportaciones y un descenso en las importaciones tuvieron un importante efecto de amortiguación.

Un conjunto de factores se combinaron para que las exportaciones crecieran un sideral 32% (5.000 millones de dólares) respecto del año anterior, entre ellos un aumento de los precios internacionales de los productos primarios y una fuerte demanda de Brasil, a cuyo mercado los productos argentinos podían acceder sin restricciones desde principios de 1995.

(1996-1999) El período posterior a la crisis generada por el efecto "tequila" tuvo características singulares. La recuperación fue rápida y vigorosa, pero, a continuación, las debilidades del modelo se impusieron definitivamente y se inició un irresistible proceso de declinación.

En 1996 la economía creció un 5,5%, al año siguiente la expansión fue del 8,1% y a continuación se ingresó en un proceso recesivo que bajó el ritmo al 3,9% en 1998 y se tornó en franca depresión en 1999, con una contracción del 3,4 por ciento.

El tipo de cambio estaba ostensiblemente "atrasado" y los viejos problemas de la economía argentina volvían como un fantasma. A medida que la actividad económica crecía, el país se inundaba de bienes importados a una velocidad mucho mayor que el crecimiento de las ventas al exterior. Pero el fuerte ingreso de capitales, que en esos años sumó 46.000 millones de dólares, cubría con creces esa brecha.

El gobierno emitía bonos a razón de unos 11.000 millones de dólares anuales para sufragar el déficit fiscal y refinanciar vencimientos de la deuda. Las inversiones directas sumaban unos 4.000 millones por año y tenían por destino, fundamentalmente, compras de empresas productivas existentes o entidades financieras y las grandes empresas del sector privado tomaban deuda en el exterior para financiar sus proyectos, en mejores condiciones que en el mercado local.

En los tres años "postequila" la deuda pública externa aumentó en 15.400 millones de dólares y la privada en 25.300 millones. A fines de 1998 la deuda externa del país sumaba 139.000 millones de dólares y tan sólo el pago de intereses demandaba 10.000 millones anuales.

La burbuja financiera impulsaba nuevamente el crédito y con ello la construcción y el consumo de bienes durables. La producción de hierro y cemento se expandía y las terminales automotrices rozaban el montaje de medio millón de unidades. En el campo, la modernización de los años previos y mejores precios internacionales daban frutos: la cosecha 1997-1998 rindió 65 millones de toneladas, 44% más que tres años atrás.

A pesar de estos resultados en el sector productivo, en esencia -como se demostró más adelante- la situación era frágil. El déficit fiscal se había instalado nuevamente en la agenda y con ello crecía la dependencia del mercado internacional de capitales, a la par que las condiciones externas empeoraban.

El segundo mandato del presidente Menem fue un período turbulento. A lo largo de 1996 se conocieron varios escándalos que conmocionaron a la opinión pública, como la venta irregular de armas a Ecuador y Croacia, las comisiones pagadas por la contratación de servicios informáticos entre la empresa IBM, el Banco Nación y la Dirección General Impositiva y el pago de reintegros de impuestos a supuestas exportaciones de oro que no eran tales.

A su vez la situación social seguía sin mejorar, con una tasa de desocupación del 17,1% en mayo de 1996. Pocos días después que se diera a conocer esta cifra se celebraron elecciones para elegir por primera vez Jefe de Gobierno en la Ciudad de Buenos Aires (antes de la reforma constitucional se elegía un Alcalde) y el candidato radical Fernando de la Rúa triunfó con casi el 40% de los votos, mientras el justicialismo protagonizaba su peor derrota desde 1983.

La crisis de 1995 y la persistencia de los desequilibrios externos también habían puesto en tela de juicio la vigencia de la convertibilidad. La nueva tesis del equipo económico y de los economistas afines se basaba en que para mejorar la competitividad de la economía debía lograrse una deflación de precios y salarios, es decir una rebaja lisa y llana de los mismos. Era una suerte de camino indirecto para modificar el tipo de cambio, que no tenía aval serio en la teoría económica y que nunca había sido un camino exitoso de recuperación de ninguna economía. El gobierno se embarcó en ese absurdo empeño y el ministro de Economía impulsó gravar impositivamente los pagos complementarios de los salarios que se realizaban mediante los denominados "tickets canasta", a lo que se sumó una rebaja de las asignaciones familiares para los salarios por encima de mil pesos.

La medida generó una fuerte reacción negativa en toda la sociedad y abrió una brecha en la relación del gobierno con la dirigencia sindical, que a su vez enfrentaba fuertes cuestionamientos internos por su inacción frente al deterioro de la situación social. La respuesta de la CGT fue la convocatoria a un paro general.

Este episodio colocó en un sendero sin retorno a la conflictiva relación que el Presidente y su ministro de Economía mantenían desde largo tiempo. A fines de julio, Menem despidió a Cavallo. Era una prueba de fuego sobre la que había corrido ríos de tinta, pero en lo inmediato el gobierno la superó sin demasiados problemas.

El presidente convocó como nuevo ministro a Roque Fernández hasta entonces al frente del Banco Central. La presencia de un nuevo ministro no logró detener la realización del paro general que tuvo lugar con alto acatamiento el 8 de agosto de 1996.

En medio del escepticismo de la mayor parte de la dirigencia política y empresarial, Fernández lanzó un paquete de medidas para enderezar la situación fiscal. Se trataba de un clásico plan de ajuste de esos que se suponía que los cambios estructurales habían dejado atrás para siempre: aumento de los precios de los combustibles, extensión del impuesto al valor agregado a rubros no cubiertos, modificación del impuesto a las ganancias y rebaja de la devolución de impuestos a las exportaciones.

El paquete enfrentó fuetes resistencias en todos los sectores, pero, con algunas mutilaciones, fue finalmente aprobado por el Congreso, que también convalidó nueva emisión de deuda para financiar el déficit, sin precedentes durante la convertibilidad, de más de 5.000 millones de dólares. La aprobación del paquete también permitió recomponer las relaciones con el FMI.

Parado sobre el "rebote" de la economía luego de la crisis mexicana y un cuantioso ingreso de capitales, el gobierno pudo afrontar en apariencia sin demasiados costos una seguidilla de crisis en el Sudeste Asiático, que afectó a distintas economías con sistemas de tipo de cambio fijo frente al dólar.

Fue como un gran "tsunami financiero", que comenzó en enero de 1997 con un ataque especulativo sobre el bath, la moneda de Tailandia. Al principio la crisis fue sofocada, pero en mayo recrudeció y en los meses siguientes se extendió a Filipinas, donde las autoridades dejaron flotar el peso, a Malasia -que también siguió un camino similar con el ringgit- y a Indonesia, cuya rupiah se desplomó en agosto. La ola también abarcó a Singapur, Taiwán y Corea. Sólo Hong Kong superó con éxito el desafío.

Se trataba, sin dudas, de una nueva señal de alerta, que nuevamente fue ignorada, mientras ese año el déficit fiscal sumaba otros 4.000 millones de dólares.

En su informe sobre la economía mundial de mayo de 1998, el FMI presentó un análisis detallado de las causas de la crisis en Asia y las enseñanzas para otros países, uno de sus párrafos más interesantes planteaba:

En algunos casos debe considerarse la posibilidad de modificar el régimen de tipo de cambio. Los tipos de cambio fijos, las uniones monetarias y las cajas de conversión han sido muy útiles en muchos países (.) pero se han tornado difíciles de mantener (.) Para algunas economías el balance entre costos y beneficios puede estar cambiando a favor de mayor flexibilidad en el manejo del tipo de cambio (.) La salida debería ocurrir en un período de relativa calma (.)

Lamentablemente el FMI no fue demasiado consecuente con sus propios análisis en relación con la Argentina.

En agosto de 1998, la crisis sumó una nueva víctima, Rusia, y la preocupación por la estabilidad financiera internacional pasó al primer plano de la agenda mundial. Para ese entonces los mercados financieros internacionales estaban cerrados para la Argentina y el ministro Fernández buscaba desesperadamente cómo financiar la brecha fiscal.

Eludiendo cualquier cambio de fondo, el gobierno optó otra vez por redoblar la apuesta y procurar convencer al mundo de que la Argentina era un caso diferente. La estrategia de la diferenciación tuvo su punto culminante cuando el Presidente logró un espacio inusitado en la asamblea anual conjunta del FMI y el Banco Mundial. Hablando en la sesión inaugural -el 6 de octubre de 1998- frente a un auditorio colmado que acababa de escuchar al presidente Clinton, Menem destacó los logros de su gobierno e invitó al resto del mundo a seguir el camino de la Argentina para superar la crisis internacional. Más aún, como prueba de fortaleza aumentó en mil millones de dólares la cuota del país ante el FMI. Fue ovacionado.

La situación era bastante surrealista, porque el día anterior el ministro de Economía había anunciado en Washington que las necesidades financieras de 5.700 millones de dólares para los próximos seis meses serían cubiertas con desembolsos del BID y del Banco Mundial, colocaciones de títulos en las AFJP y un aporte simbólico de algunos bancos internacionales.

La rutilante actuación internacional del gobierno no dejó de lado ese año otros destinos estratégicos como Francia y el tan ansiado viaje oficial a Gran Bretaña.

Pero la realidad cotidiana de la economía iba en dirección opuesta a los discursos del Presidente y su ministro de Economía. El gobierno insistía en un proyecto de flexibilización del mercado de trabajo y en concluir el proceso de privatizaciones, mientras en el último trimestre del año la economía se precipitaba en una franca depresión, acuciada por un menor ingreso de capitales, el aumento de la tasa de interés y el enorme desequilibrio externo.

En el sistema financiero también habían sonado señales de alarma. El Banco Central, encabezado por Pedro Pou desde que Roque Fernández se hiciera cargo del Ministerio de Economía, había adoptado una política de supuesto fortalecimiento de la solvencia de los bancos y de control de sus operaciones. Su tesis central era que el sistema sería más sólido si estaba conformado por un número menor de entidades y con mayor presencia de capitales internacionales.

La solidez del sistema era en realidad incierta para el público. Entre 1996 y 1998 se cerraron once bancos, lo que indujo a los depositantes a concentrar sus depósitos en las entidades que aparecían como las más solventes y por ende -como una profecía autocumplida- a debilitar a los bancos más pequeños.

Algunos cierres de bancos revelaron deficiencias en los controles del Banco Central, arbitrariedad, escasa transparencia en los procedimientos y débil capacidad para prevenir crisis.

El gobierno había ingresado definitivamente en una etapa sombría. Los logros de la convertibilidad se desvanecían, los costos sociales del modelo se profundizaban y los escándalos se multiplicaban.

A fines de 1998 la gestión de Menem merecía un 64% de rechazo en la opinión pública y sólo el 8% de los encuestados consideraba que se debía mantener el rumbo económico.

Casi simultáneamente con el estallido de la crisis en Rusia, la economía argentina ingresó en agosto de 1998 en una recesión de la que sólo comenzaría a emerger cuatro años después, tras el colapso de la convertibilidad. La inercia de crecimiento de la primera mitad del año permitió que el producto bruto aumentara todavía un 3,9% durante 1998.

El 13 de enero de 1999 Brasil decidió devaluar su moneda. El Real se precipitó en caída y unos pocos días después el gobierno brasileño resignó toda pretensión de control y dejó flotar el tipo de cambio.

Fue un cimbronazo fuerte para la convertibilidad. La discusión acerca del futuro del sistema se generalizó en todos los círculos, tanto en el país como en el exterior.

En un primer momento el gobierno vaciló. La posibilidad de que la convertibilidad iniciara un camino crítico irreversible era cierta. Finalmente el presidente Menem optó por huir hacia adelante proponiendo la dolarización no sólo de la Argentina, sino de todo el Mercosur.

Para el gobierno brasileño, que se debatía en el peor momento de la crisis, la imprudente intromisión argentina no podía ser más inoportuna. Al interior del país, la propuesta desató una polémica que reconocía varios ángulos, pero, como de costumbre, ningún debate profundo. Es que adoptar una moneda extranjera constituye un hecho excepcional en materia económica y significa que el país se sujeta necesariamente a la política monetaria del país cuya moneda adopta. Es decir que si, por ejemplo, Estados Unidos decidiera una política de dólar alto, ésta se aplicaría para la Argentina, aun cuando pudiera desalentar las exportaciones y favorecer las importaciones del país.

En la opinión pública, estas complejidades técnicas eran una cuestión remota y las posiciones se dirimían alrededor de otros ejes. Una parte de la sociedad veía como la "entrega final" dejar de tener una moneda propia. A otros les importaba menos este costado simbólico y les seducía cobrar sus salarios en dólares, lo que les aseguraba poder seguir pagando con normalidad sus préstamos en la misma moneda…

A poco de producirse el anuncio de Menem, el presidente del Banco Central, Pedro Pou formalizó una propuesta de dolarización más estructurada, que involucraba un Tratado de Asociación Monetaria con Estados Unidos. El tratado debía tener jerarquía constitucional, es decir ser aprobado por los dos Congresos. Sorpresivamente, en la presentación de la propuesta, Pou expresó como fundamento de la iniciativa que en los años transcurridos "no se logró una total credibilidad en la convertibilidad (.) no hay contratos en pesos a más de tres años". La afirmación reflejaba verazmente la realidad. A algunos miembros del gobierno no les gustó.

Por esos mismos días se realizaba en la ciudad suiza de Davos la reunión anual del foro de la Economía Mundial. Allí, un periodista del diario "La Nación" le preguntó al subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, Larry Summers sobre esta iniciativa. Su respuesta fue: "La dolarización es sexy. Es una idea que tiene la ventaja de ser original, atractiva y fácilmente comprensible para todo el mundo". Pero invitado a pronunciarse más seriamente sobre su factibilidad respondió diplomáticamente: "Tengo mis dudas".

La iniciativa de la dolarización mereció incluso atención en el Congreso de los Estados Unidos. En un informe del Comité de Asuntos Económicos se afirmaba:

De los 13 países oficialmente que son independientes, Panamá es varias veces más grande en población y economía que todos los demás combinados. Para 1997, Panamá tenía 2,7 millones de habitantes y un producto bruto interno de 8.700 millones de dólares. Los países independientes dolarizados usan ya sea la moneda de un país grande o, en el caso de las islas del Océano Pacífico, las monedas de la ex metrópoli. La dolarización oficial es rara hoy en día, excepto entre países muy pequeños, por el simbolismo político que representa la moneda nacional y por factores económicos tales como los costos que se supone acarrea la dolarización. Argentina tiene 33 millones de habitantes y un producto bruto interno de cerca de 300.000 millones, de manera que la dolarización oficial sería un salto de gigante comparado con los países donde existe actualmente.

Finalmente, el gobierno desechó la idea y se dispuso a transitar los últimos meses de gestión por canales más convencionales.

El enfoque continuó abaratando costos laborales mediante la disminución de aportes patronales y la flexibilización de las condiciones de trabajo.

Cuando en diciembre de 1999 el presidente Menem entregó el mandato a su sucesor, Fernando de la Rúa, la economía se encontraba en una crisis profunda.

El año cerraba con una caída del producto interno bruto del 3%, el déficit fiscal alcanzaba siderales 11.788 millones de dólares, la desocupación era casi del 14% y los índices de pobreza llegaban al 36%.

Los vencimientos de la deuda eran impagables y el mercado internacional de capitales continuaba inaccesible para la Argentina. A esas alturas era evidente que la convertibilidad difícilmente podía mantenerse.

La campaña presidencial de 1999 estuvo teñida por dos cuestiones fundamentales: la habilitación para que el presidente fuese reelecto por tercera vez y la definición del rumbo de la convertibilidad por parte de los candidatos.

Finalmente la Cámara Nacional Electoral resolvió que, aun cuando Menem ganara las elecciones internas de su partido, no podría ser candidato a la presidencia.

Con aire distraído, el Presidente manifestó que estaba "autoexcluido" de la contienda. La superación del intento de tercera reelección trajo al primer lugar en la agenda la cuestión económica. Desde el inicio de la campaña la preservación de la convertibilidad se había constituido en una suerte de acto de fe de los candidatos. Las plataformas electorales de los principales partidos mostraban un compromiso firme con el sostenimiento de la paridad uno a uno, aunque en círculos especializados del país y del exterior hacía tiempo que el tema era objeto de un debate, que de tanto en tanto trascendía a la prensa por períodos cortos.

Mientras esto ocurría a nivel público, en los equipos económicos de los principales candidatos se vivía una situación singular. Poco a poco se fue instalando un largo peregrinaje de representantes de los bancos de inversión internacionales que proponían, con extraordinaria homogeneidad, el camino que debía seguir el futuro gobierno.

El eje conductor del razonamiento era que la deuda externa argentina era impagable sin una amplia reestructuración que alargara los plazos considerablemente. Abundante material distribuido en reserva mostraba de un modo contundente estos hechos.

La solución que se proponía no era -desde luego- el "default" de la deuda, sino un proceso de reestructuración voluntaria; es decir que el país canjeara en el mercado los títulos de vencimiento a corto plazo por otros con un horizonte más compatible con las posibilidades de pago del país.

La cuestión era que, para que este proceso voluntario tuviera lugar, se requería que el país recorriera previamente un sendero que lo mostrara confiable ante el mundo financiero. En lenguaje técnico, era necesario que los bonos argentinos fueran declarados como "investment grade" (o grado de inversión), lo que significaba que fueran aptos para ser incluidos en las carteras internacionales de inversión.

Para ello, el futuro gobierno debía realizar un profundo ajuste fiscal que demostrara su voluntad de erradicar el déficit crónico en las cuentas públicas y asegurara capacidad de repago de los compromisos externos.

Si estas condiciones se daban, los bancos de inversión ofrecían ocuparse de este proceso de canje, que, desde luego, supondría importantes comisiones por sus servicios profesionales.

Probablemente el conocimiento sobre la existencia de estos planes y la necesidad de repuntar en las encuestas jugaron un rol importante en la decisión del candidato justicialista Eduardo Duhalde de poner sobre la mesa, abiertamente, la discusión sobre el pago de la deuda externa.

Hacía tiempo que Duhalde había comenzado a plantear que el modelo menemista de la década del 1990 "estaba agotado", aunque pocas precisiones había hecho acerca de los cambios que, en su opinión, se requerían. Pero en mayo, en una conferencia de prensa. planteó la necesidad de una renegociación de la deuda a nivel regional (es decir, de manera conjunta en el Mercosur) y desató una serie de críticas sobre el FMI.

En lo inmediato, estas declaraciones generaron considerable agitación en el mundo político y en los mercados. El panorama se agravó cuando, pocos días después, el célebre financista internacional George Soros declaró a la prensa que el peso argentino estaba sobrevaluado.

Aunque -por convicción o cautela- la mayoría de los economistas se manifestaban contrarios a una devaluación, algunos de los más prestigiosos a nivel internacional se animaron a plantear con bastante claridad lo crítico de la situación.

Uno de ellos, Paul Krugman, un famoso académico., también coincidió en que el peso estaba sobrevaluado. Cuando el periodista que lo entrevistaba le preguntó: "¿La convertibilidad puede durar 4 ó 5 años más?", contestó sin dudar: "Yo estaría muy sorprendido si persistiera en el tiempo".

Jeffrey Sachs, otra estrella de la economía mundial., que también fue convocado a comentar las afirmaciones de Soros, dijo:

Probablemente está expresando una opinión muy generalizada entre los inversores sobre Argentina (.) Por muchos años mi visión ha sido que el peso estaba sobrevaluado. Esto significa que Argentina es un país muy caro en dólares, comparado con otros países de similares niveles de tecnología y productividad (.) Si Argentina no estuviera atada a la convertibilidad, el peso se devaluaría entre un 20 y un 25 por ciento.

La polémica desatada se introdujo de lleno en la Convención de la Unión Cívica Radical, que también ratificó el compromiso con la convertibilidad.

En el mundo empresarial, la alarma se transformó en una amplia iniciativa en defensa de uno a uno. A principios de junio la Asociación de Bancos de la Argentina (ADEBA) organizó, bastante de apuro, un seminario en el que participaron los principales exponentes del mundo financiero, incluyendo los candidatos a ministros de Economía de los principales partidos. Desde distintos ángulos, la defensa de la convertibilidad tiño de homogeneidad los discursos.

El punto culminante de esta "batalla por la convertibilidad" tuvo lugar en un seminario organizado por el banco de inversión Goldman Sachs a fines de julio en Nueva York. Allí, nuevamente, los expositores -incluyendo los principales referentes económicos de los partidos- cerraron filas alrededor del tipo de cambio fijo y se mostraron proclives a que, después de las elecciones, las distintas fuerzas políticas establecieran acuerdos firmes sobre los principales lineamientos económicos.

El mundo de los analistas financieros internacionales tiene reglas muy especiales. El periodista estadounidense Paul Blustein refleja muy bien esta peculiaridad a través de una suerte de "confesión" de uno de ellos:

Hay mucho de autocensura (.) Es así, si uno tiene algo bueno para decir debe hacerlo, pero si lo que hay que decir es malo, simplemente se debe mantener la boca cerrada. Con las comisiones de por medio, los bancos de inversión te matarían. Si el ministro de Economía de un país enloquece con uno, eso podría significar perder muchos negocios e, incluso aunque tu comentario no fuera la causa, la gente de tu firma podría culparte por no haber obtenido esos negocios. Uno no quiere estar en esa posición, especialmente cuando llega el momento de cobrar el bono anual.

Así que la situación a mediados de 1999 era uno de esos momentos en que la verdad cede paso a la conveniencia en las manifestaciones públicas, mientras que en los pasillos de los eventos y en las reuniones privadas que siempre los acompañan, el clima que se vivía era diferente. La devaluación en Brasil era una evidencia demasiado fuerte como para ser ignorada. En voz baja, además, muchos banqueros elogiaban la valentía del presidente Cardoso y, en especial, la posibilidad que le había dado a gran parte de los inversores de retirar sus fondos intactos antes de formalizar la devaluación.

Así, en medio de ambigüedades y dobles discursos, la campaña fue encauzándose hacia el día de la elección. El ganador tendría por delante la tarea de enfrentarse a una realidad ineludible, que una suerte de conspiración colectiva había negado: la convertibilidad estaba herida de muerte.

(2000) La reforma tributaria -conocida como el impuestazo- fue un duro golpe, en especial para la clase media, ya que estableció que el impuesto a las ganancias alcanzaría a niveles salariales hasta entonces exentos. Además, se extendió el impuesto al valor agregado a rubros como el transporte y la medicina prepaga y se aumentaron los impuestos internos sobre los cigarrillos, el agua mineral y bebidas gaseosas y alcohólicas. Fue un comienzo duro.

Después de una breve tregua inicial, los industriales volvieron a ponerse en primera fila de los reclamos por la falta de competitividad frente a Brasil. Todavía en el sector productivo se evitaba hablar abiertamente de devaluación. La Unión Industrial Argentina elaboró un documento en el que afirmaba que a lo largo de 1999 unas cien empresas habían emigrado a Brasil. Los gobernadores de Santa Fe, Córdoba, Buenos Aires y otros distritos con presencia industrial se reunieron con el Presidente para tratar la situación. El gobernador de la Provincia de Buenos Aires, Carlos Ruckauff, dio un paso más y propuso que se fijara un dólar especial para exportar a Brasil. Con su calma habitual, el primer mandatario les aseguró que "ni una fábrica más abandonará el país".

A principios de febrero el gobierno recibió una bocanada de oxígeno bajo la forma de un nuevo acuerdo con el FMI por 7.200 millones de dólares, que el organismo calificó como de carácter "precautorio". Este tipo de préstamos tiene la característica de que no son efectivamente desembolsados, sino que se mantienen a disposición del país como una suerte de seguro frente a una emergencia.

Pero la economía seguía estancada y a los pocos meses -en mayo- tuvo lugar otro ajuste fiscal que incluía una reducción entre 12% y 15% en los sueldos del sector público mayores a 1.000 pesos y un nuevo impulso al proceso de desregulación de las obras sociales.

Tras cuatro meses de debate, el Congreso también aprobó una ley de reforma laboral que, entre otras cuestiones, introducía cambios en la negociación salarial y extendía la duración del período de prueba.

Como reacción al nuevo ajuste, el 9 de junio tuvo lugar un paro general que alcanzó gran adhesión en todos los sectores. Todavía el gobierno conservaba un grado importante de apoyo política, a la vez que era crecientemente cuestionado por la falta de reacción de la economía frente a las medidas que ponía en marcha.

En el exterior, especialmente en el FMI, la situación era seguida con atención. En su discurso público los funcionarios del FMI aparentaban calma. En el mundo financiero internacional, sin embargo, desde hacía algún tiempo se desarrollaba una intensa discusión sobre las operaciones de salvataje encabezadas por el FMI. Varios destacados economistas planteaban que los acreedores externos no debían ser eximidos de sus pérdidas en caso de crisis.

En febrero de 1998, Charles Calomiris, un conocido académico de la Universidad de Columbia, realizó una larga exposición sobre el tema ante el Comité Económico Conjunto del Congreso de los Estados Unidos. Decía Calomiris:

En primer lugar los que toman las decisiones deberían conocer que los salvatajes ("bailouts") del FMI, como los de México y Asia son contraproducentes. El FMI puede contribuir mejor a la estabilidad financiera internacional comprometiéndose a no aislar de las pérdidas a los acreedores internos y externos. Cuanto más se fuerce a los países en desarrollo a hacerse cargo de sus propias insolvencias fiscales, y cuanto más se obligue a los inversores extranjeros a cargar con los costos de sus decisiones de inversión, más se sentirán atraídos los países en desarrollo por los beneficios de una economía libre.

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