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La "argentinización" de la economía mundial (página 14)

Enviado por Ricardo Lomoro


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Adoptando una solución a medio camino, en abril de 1999 el FMI introdujo un mecanismo denominado Líneas de Crédito Contingente, que tenía el propósito de proporcionar ayuda especial de gran magnitud a países que enfrentaban dificultades en sus cuentas externas, pero sólo si se trataba de un "efecto contagio", es decir, como resultado de crisis en otros países.

Sin embargo, el debate seguía en pie. Nouriel Roubini, un prestigiosa economista, por entonces asesor económico de la Casa Blanca y del Tesoro de los Estados Unidos, sostenía que debía ser el propio FMI el que encabezara estas operaciones de reducción de deuda.

Según el periodista del "Washington Post", Paul Blustein, el FMI decidió en sigilo encargar a un grupo de expertos un plan para la Argentina siguiendo esos lineamientos: el "Plan Gamma".

A fines de octubre, en una conferencia de prensa, un periodista le preguntó al director de Relaciones Externas del FMI, Thomas Dawson, si la Argentina estaba buscando obtener una línea de crédito contingente del tipo de las creadas en 1999. El avezado vocero del FMI no pudo evitar que sus respuestas fueran tan contradictorias como para que los periodistas insistieran una y otra vez sobre el punto. Al final quedó relativamente "claro" que Argentina estaba participando en un rediseño de ese mecanismo para hacerlo más accesible y que los funcionarios argentinos había expresado interés en el mismo, aunque formalmente no lo habían pedido. Una diferencia sutil.

Hacia noviembre el "Plan Gamma" ya había tomado forma a través de un documento secreto. El plan contemplaba dos escenarios. En el primero, el gobierno reestructuraba su deuda, no se producía una corrida bancaria y la convertibilidad sobrevivía. En el segundo, la corrida tenía lugar y la convertibilidad colapsaba.

La burocracia del FMI no estaba nada dispuesta a tomar este riesgo sobre sus espaldas, de modo que la solución se fue encaminando hacia un nuevo acuerdo de tipo convencional. Las condiciones exigidas para ese acuerdo aumentaban la tensión política y social, pero el gobierno ya estaba embarcado en un camino sin retorno. En un breve mensaje personal, el 9 de noviembre De la Rúa anunció nuevas medidas de ajuste.

El apoyo del FMI llegó a la mañana siguiente en la voz del propio director gerente, Horst Kölher: "Los pasos anunciados por el presiente De la Rúa anoche demuestran su fuerte liderazgo y representan un significativo fortalecimiento de la política económica argentina como también una evidencia más del compromiso con el tipo de políticas que se han seguido tan exitosamente por más de una década".

El 24 de noviembre el gobierno enfrentó un nuevo paro general, mientras los mercados contenían el aliento en espera del resultado de las negociaciones con el FMI.

Finalmente, el 18 de diciembre el paquete se hizo realidad bajo la forma de una ayuda sin precedentes denominada "blindaje", que configuraba un monto global en dólares de 39.700 millones, aportados por el FMI (13.700 millones), el BID y el Banco Mundial (2.500 millones cada uno), las AFJP locales (3.000 millones), el gobierno de España (1.000 millones), los principales bancos locales (10.000 millones) y un mecanismo de canje de la deuda (7.000 millones).

La magnitud de la operación era la respuesta a una realidad acuciante y fue vista por muchos analistas -en especial en el exterior- como una "última oportunidad" de sostener la paridad uno a uno del peso con el dólar.

El año concluyó bastante peor de lo que se había previsto. La economía se achicó un 0,8% y en los sectores industrial, agropecuario y de la construcción la recesión fue incluso bastante más fuerte. La inversión cayó casi un 7%, acumulando en dos años un 20% de retracción.

A lo largo del año, los argentinos terminaron por incorporar a su lenguaje cotidiano un concepto extraño, el "índice de riesgo país". El indicador proviene del corazón del mundo financiero y, en esencia, mide la diferencia entre la tasa de interés que se obtiene por los bonos de la Tesorería de Estados Unidos y los rendimientos de los títulos de la deuda locales. Cuanto mayor la diferencia entre estos dos rendimientos, mayor es el "riesgo país". Cuando De la Rúa llegó al gobierno, este índice marcaba 690 "puntos básicos", a mediados de año el índice llegó a 858 puntos y después del blindaje bajó a 584 puntos.

En situaciones de incertidumbre, los ahorristas son reacios a mantener sus depósitos en los bancos. Para retenerlos, éstos les ofrecen tasas de interés cada vez mayores. A fines del 2000 los bancos argentinos pagaban algo más del 9% anual por los depósitos a plazo fijo a 30 días; el doble que a nivel internacional.

Durante el año, los vencimientos de la deuda demandaron una emisión de bonos de 12.359 millones de dólares, por los que se llegó a pagar hasta 12% anual. La mitad de esas emisiones fueron en euros o yenes que fueron a parar a las manos de codiciosos -aunque, un tanto ingenuos- ahorristas alemanes, italianos y japoneses, que nunca cobrarían los jugosos dividendos prometidos, ni recuperarían íntegramente su capital.

A lo largo de la historia, los bancos colocadores de estos bonos han sido socios destacados en la difusión del mito del país rico. Sólo a partir de una visión optimista del futuro es posible conseguir clientes dispuestos a invertir.

Como, de todos modos, el mercado internacional no todo el tiempo estaba dispuesto a recibir los papeles argentinos, ese año se emitieron en el mercado local títulos por 10.969 millones de dólares, la tercera parte de los cuales fue comprado por las AFJP.

(2001) El blindaje trajo un alivio temporario, se recuperó algo la confianza y las tasas de interés bajaron. La ilusión duró poco tiempo. En febrero la crisis de Turquía acentuó la desconfianza internacional sobre los países emergentes y el estancamiento de la economía local se siguió profundizando.

Sin más alternativas para ofrecer, el 5 de marzo Machinea renunció y fue reemplazado por Ricardo López Murphy, uno de los economistas de reserva que habitaban el gabinete.

López Murphy, un destacado exponente del sector de economistas conservadores, se encerró con su equipo doce días a pensar qué haría y, finalmente, el viernes 16 de marzo pronunció un discurso exponiendo su programa de acción.

Su presentación es un buen exponente del predominio de la retórica ideológica por sobre las respuestas concretas que una crisis demanda de los gobernantes.

En uno de los párrafos introductorios en nuevo ministro decía:

La nostalgia de la Argentina grande viene de un período en que nuestro país era un actor importante en el escenario internacional (.) Fue cuando estuvimos integrados al mundo cuando mejor nos fue, y es por ello que un eje insoslayable de una política económica ganadora debe estar en una mayor integración a la economía mundial.

¿De qué hablaba este hombre que el Presidente había convocado para conjurar la crisis? El atraso cambiario había conducido a un aluvión de importaciones y un enorme déficit en la balanza comercial. No había restricción alguna a la inversión extranjera ni a las transferencias de utilidades al exterior. Las empresas de servicios públicos habían sido privatizadas con predominante participación de capitales internacionales. En suma, la apertura de la economía era total.

Con un tono altisonante que ocultaba la falta de un diagnóstico adecuado de la situación, el ministro afirmaba: "Sobre este punto quiero ser claro, lo diré una sola vez: salir de la convertibilidad sería un error de proporciones impensables para la Argentina".

A cambio, el nuevo ministro proponía un programa centrado en corregir el déficit fiscal. Un propósito laudable, sin duda, pero que a esas alturas no podía ser abordado aisladamente, ni resolvía por sí mismo los enormes desequilibrios de la economía.

Para colmo, varias de las medidas que propuso eran sumamente impopulares, en medio de una situación política que se deterioraba rápidamente: despido de empleados públicos, nuevas privatizaciones y la reducción de las transferencias a las provincias con destino a la educación, así como el recorte del presupuesto de las universidades nacionales.

Los ministros de Educación e Interior renunciaron en desacuerdo con las medidas. Los gremios docentes y otros sectores sindicales anunciaron medidas de fuerza para los días siguientes y luego la calle se pobló con las manifestaciones estudiantiles de rechazo al recorte en el presupuesto educativo.

El clima de confusión se empinó, cuando trascendió que se habían iniciado contactos con Domingo Cavallo, con vistas a su incorporación al gobierno, en el marco de un desesperado intento del Presidente por conformar un gobierno de unidad nacional que también incluyera al FREPASO y al justicialismo.

Finalmente, López Murphy renunció y el 20 de marzo de 2001, Domingo Cavallo volvió al Ministerio de Economía. Por extraña coincidencia ese día se cumplían diez años del anuncio del envía al Congreso del proyecto de ley de convertibilidad de la moneda.

A partir de marzo del año 2001, la nueva gestión económica argentina impulsó un conjunto de cambios que funcionalizaron la institucionalidad económica del país al solo objetivo de mantener en pie la convertibilidad, creando condiciones que -tras el colapso del sistema– harían mucho más compleja y costosa la salida.

El Congreso aprobó una legislación que delegaba en el Poder Ejecutivo importantes facultades legislativas en materia económica. Casi de inmediato se puso en vigencia el impuesto a los créditos y débitos bancarios y un sistema de incentivos a la producción denominado "planes de competitividad" que proveía beneficios fiscales a cambio de diversos compromisos en materia de producción y empleo. El complejo sistema atomizó la estructura tributaria y rindió escasos resultados.

Hasta la sacrosanta apertura de la economía experimentó cambios drásticos. Se aumentaron los derechos de importación de bienes de consumo desde fuera del Mercosur y se redujeron a cero los de bienes de capital. El resultado fue una reorientación del comercio hacia Brasil.

En abril, el gobierno envió una nueva Ley al Congreso incluyendo al euro dentro del cálculo de la convertibilidad, lo que aumentó la desconfianza del mercado en la solidez del sistema cambiario. En junio se puso en marcha un sistema de canasta de monedas entre el peso, el dólar y el euro, denominado factor de convergencia, mediante el cual se gravaban importaciones y se subsidiaban exportaciones. En julio se sancionó una reforma tributaria que modificaba impuestos e imponía una regla de "déficit cero" para el manejo del gasto público, limitando las erogaciones al nivel de los ingresos efectivamente percibidos.

En agosto -presionado por los gobernadores- el Gobierno Nacional instrumentó un programa de cancelación de su deuda con las provincias, mediante la emisión de un título, denominado LECOP, que también se incorporó como una cuasi moneda y que, en la práctica significó una ruptura del límite de emisión para financiar el gasto público establecido por la Ley de Convertibilidad.

Acuciado por un calendario de vencimientos de la deuda pública que hacía poco creíble cualquier ajuste fiscal, en junio y en noviembre el gobierno realizó diferentes operaciones de canje de títulos de la deuda, apelando, esencialmente, a los inversores institucionales y a los tenedores de deuda nacionales, que muy escasamente tenían un camino distinto que aceptar las nuevas condiciones. El mercado de nueva deuda, en cambio, estaba virtualmente cerrado. En abril, el gobierno tuvo que suspender una licitación de títulos públicos por falta de demanda y en julio pagó una tasa del 14% por la colocación de US$ 827 millones en bonos a 90 días.

En ese contexto, mantener el apoyo de los organismos internacionales de crédito pasó a transformarse en una cuestión crucial. En mayo de 2001, pese a la caótica situación, el FMI aprobó la revisión de metas del programa vigente desde enero de ese año y en agosto concedió 8.000 millones de dólares adicionales de financiamiento que -junto a los desembolsos previos- se consumieron en la imparable hoguera de la fuga de capitales.

Ninguna de estas medidas lograba contener los retiros de depósitos, cada vez más masivos, ni la contracción en los préstamos, que, junto a los intentos de estabilizar la situación fiscal, habían sumido a la economía en una profunda situación de iliquidez.

En agosto el Congreso sancionó una ley de intangibilidad de los depósitos que impedía adoptar cualquier medida de restricción sobre la libre disponibilidad de los mismos y prohibía su canje por bonos u otros activos del Estado nacional. Lo que la ley no decía era cómo se procedía frente a la corrida de depósitos que había en curso. En realidad, cerrada cualquier alternativa de intervención en el mercado, la opción era la quiebra de las entidades insolventes. El Poder Ejecutivo se abstuvo de promulgar la ley, pero tampoco la vetó y ésta quedó firme por el sólo transcurso de los plazos legales. Así, una vez más, el gobierno y la dirigencia política transmitían mensajes equívocos a una sociedad cada vez más sumida en la confusión.

El Banco Central, por su parte, inundaba al sistema bancario con multitud de disposiciones que intentaban infundir confianza en medio de un clima de creciente incertidumbre.

El 14 de octubre se celebraron elecciones para la renovación parcial de la Cámara de Diputados y el Senado. El justicialismo se impuso en 17 de los 24 distritos electorales. Era un escalón más de debilitamiento del gobierno; para el triunfante candidato a senador Eduardo Duhalde se trataba de un "ultimátum de las urnas".

En un último intento por contener el colapso, Cavallo lanzó un nuevo plan con la intención de reactivar el consumo: rebaja de los aportes previsionales, devolución del IVA en las compras con tarjeta de débito y crédito y extensión del pago de las asignaciones familiares. Además se incluía una nueva moratoria impositiva, se habilitaba la posibilidad de repatriar capitales y se reestructuraba parte de la deuda pública con los bancos locales y las AFJP.

Pero ya no había margen para revertir la situación. El diario "Jornal do Brasil" decía:

La fría realidad de los números indica que el mantenimiento del régimen de paridad fija entre el peso y el dólar americano se encuentra en su momento final. La capitulación, seguida de rendición incondicional al régimen de libre fluctuación, es una cuestión de días.

Finalmente, el 1º de diciembre de 2001 el gobierno impuso un particular congelamiento de los depósitos bancarios, conocido como el "corralito", que establecía que no se podían realizar extracciones en efectivo superiores a los US$ 250 semanales por cuenta, mientras que los depósitos a plazo fijo eran convertidos en depósitos a la vista a media que se producía su vencimiento. El dinero inmovilizado en los bancos podía ser utilizado mediante emisión de cheques o a través de tarjetas de débito o crédito. El 30 de noviembre, día anterior a la imposición de la medida, los depositantes del sistema financiero habían retirado en una sola jornada 1.500 millones de dólares.

La estructura del corralito seguía la filosofía de huida hacia delante propia de casi todas las medidas del período. En los 16 días posteriores a su implantación se registró la apertura de 600.000 nuevas cuentas bancarias, con lo que -aunque a menor ritmo- los retiros de depósitos continuaron. Miles de nuevos titulares de cuentas se abalanzaban a retirar 250 dólares semanales. El fenómeno fue conocido como el "goteo".

Junto a las medidas sobre la disponibilidad de los depósitos, se impuso un severo control de cambios que paralizó las operaciones de comercio exterior.

En la práctica, la convertibilidad había dejado de existir y sólo se conservaba una ficción. Así lo entendió el FMI, que en esos días anunció la suspensión de sus desembolsos y opinó públicamente que consideraba que la combinación de déficit fiscal, deuda pública y régimen cambiario ya no era "sostenible".

Como es conocido, el presidente De la Rúa renunció el 20 de diciembre, en medio de graves alteraciones del orden público y, luego de un breve interinato, fue sucedido por Adolfo Rodríguez Saá, cuyo principal acto de gobierno fue la declaración de "default" de la deuda externa.

El balance del año 2001 es propio de una economía en situación de colapso. El PBI se contrajo 4,4%, siguiendo un derrotero de declinación que se agravó a medida que transcurría el año. En los últimos meses de éste la actividad económica retrocedía a un equivalente anual del 11 por ciento.

A lo largo del año, los depósitos en el sistema financiero se redujeron en 20.854 millones de dólares, es decir que se perdió aproximadamente la cuarta parte del total. A partir de mediados de año varios importantes bancos del sistema agotaron sus recursos propios para atender los retiros de los ahorristas y el Banco Central comenzó a auxiliarlos mediante crecientes préstamos (denominados operaciones de pase y redescuento). La contracción del sistema se tradujo en una disminución de casi 12.000 millones de dólares en el "stock" de préstamos al sector privado.

El déficit total del sector público ascendió a la sideral suma de 17.000 millones de dólares, la deuda pública se elevó a 144.000 millones de dólares y se perdieron 12.371 millones de las reservas internacionales, es decir el 46% de las que existían al comienzo de la crisis.

El país se inundó de títulos provinciales que circulaban como moneda corriente y que llegaron a totalizar uno 8.000 millones de dólares: Lecop, Patacón, Lecof, Federal, Cecacor, Bocado, Quebracho Boncafor, Petrom y algunos más incorporaron, junto con un nuevo léxico, una anarquía monetaria similar a la de fines del siglo XIX.

En el plano social, el desempleo ascendió al 18,3% y la población por debajo de la línea de pobreza llegó al 38% del total.

Lo ocurrido en los nueve meses finales de la gestión del presidente De la Rúa es un compendio de la debilidad institucional de la Argentina, la falta de liderazgo político y la proclividad de un amplio sector de la población a adherir a políticas engañosas que producen positivos -aunque ilusorios- efectos en el corto plazo.

También es un buen testimonio de la inexistencia de un sistema financiero internacional capaz de actuar responsablemente respecto de los cientos de miles de pequeños inversores que cotidianamente colocan sus ahorros siguiendo los consejos de los bancos que los asesoran. En este contexto, el papel del FMI, el fiel de la balanza en esta materia, es posiblemente la máxima expresión de un fracaso profundo que cuestiona las bases del sistema montado en Bretton Woods después de la Segunda Guerra Mundial.

Cuando Eduardo Duhalde asumió la presidencia, la Argentina tenía un régimen cambiario y monetario indefinido. La convertibilidad no existía, pero nada lo había sustituido.

Jorge Remes Lenicov, el nuevo ministro de Economía, era el economista de confianza del nuevo presidente, había ocupado esas mismas funciones cuando Duhalde gobernaba la provincia de Buenos Aires y desde 1997 era diputado nacional. También había sido el jefe de equipo de economistas del justicialismo durante la campaña electoral de 1999 y desde entonces mantenía unido a un núcleo de profesionales que seguían la coyuntura económica.

Desde mediados del 2001 empezó a estar cada vez más claro en el ambiente político argentino que era muy probable que el gobierno de Fernando de la Rúa perdiera el control de la situación.

Remes también tomó nota de esta circunstancia, así que, de un modo sutil, fue orientando a su equipo a transitar desde el cómodo rol de analistas al de "hacedores de política". No era fácil encarar formalmente la tarea de formular un plan alternativo. Cualquier trascendido podía encender la mecha que provocara el estallido final.

Con sigilo, fue encargando por separado a sus colaboradores y a algunos otros economistas que analizaran el impacto de diversas medidas. Se fue armando, de este modo, una suerte de agenda en la que estaban las distintas alternativas de sistema cambiario que podían sustituir a la convertibilidad, el posible efecto de la devaluación sobre los precios, los impactos sobre el sistema financiero y la hipótesis -por entonces extrema- de la pesificación de los contratos en dólares.

La llegada de Rodríguez Saá a la Presidencia fue recibida con alivio en el entorno de Remes. Cuanto más se habían profundizado en el equipo las medidas que deberían adoptarse frente al colapso, más se había advertido el peligro de que la situación se tornara inmanejable. En los análisis, la posibilidad de una hiperinflación pasó a tornarse el fantasma más temido. En las condiciones políticas y sociales de la Argentina no era difícil imaginar que, si eso ocurría, el país se precipitaría a una situación próxima a una guerra civil.

El panorama era sombrío hasta en sus detalles menos imaginados. El "default" de la deuda había sido declarado a través del discurso presidencial de toma de posesión de Rodríguez Saá, pero no existía ningún decreto o ley que lo instrumentara. Como era natural, la deuda externa del gobierno argentino no era sólo con tenedores privados de bonos. Había también, por ejemplo, deuda bilateral con diferentes países agrupados en el Club de París, que recién comenzaría a renegociarse cuatro años más tarde. Como, por ese entonces, nadie sabía a quién alcanzaba el "default", los representantes de esas naciones acudían al Ministerio de Economía en demanda de información. Era una suerte de "cacerolazo" paralelo al que poblaba las calles de las principales ciudades del país. Los viejos funcionarios de carrera del Ministerio pedían instrucciones. Quienes acababan de asumir sus cargos agregaban temas a una agenda que tendía a alargarse hasta el infinito.

Los bancos estaban cerrados, sin capacidad de devolver los depósitos que habían tomado del público ni de cobrar sus préstamos. Además, una buena parte de esos depósitos habían sido destinados a financiar al Estado mediante la compra de títulos públicos cuyo valor después del "default" se había desplomado.

Desde que, junto con el corralito, se habían impuesto restricciones al comercio exterior no se habían expedido autorizaciones para importar, de modo que numerosos embarques que habían llegado al país esperaban ser despachados al mercado y otros se amontonaban en los puertos de origen. La situación era compleja, porque, avizorando la devaluación, los importadores habían acelerado sus compras. El resultado es que estaban detenidos unos 5.000 millones de dólares en mercaderías, entre las cuales estaban productos indispensables como drogas o medicamentos.

Confiando en la convertibilidad, muchas empresas privadas, en especial las grandes, habían contraído una importante deuda externa. Es que, para las que tenían acceso al mercado internacional, las tasas de interés eran notablemente más bajas que en el mercado interno. Tras el colapso de la convertibilidad, estas empresas hacían cola, demandando un tipo de cambio especial para afrontar sus compromisos; un seguro de cambio, como los que tantas veces habían existido en la historia argentina.

Los depositantes atrapados por el corralito estaban pendientes del compromiso que Duhalde había establecido de devolverles los ahorros en la moneda de origen. Las familias que tenían sus casas hipotecadas se preguntaban cómo pagarían sus créditos si el dólar se descontrolaba. En las empresas endeudadas localmente, en gran parte, pequeñas y medianas que había sobrevivido a la apertura externa con tipo de cambio barato, surgían sentimientos encontrados. Por un lado, la devaluación les hacía percibir un escenario de mayor competitividad para exportar sus productos o competir con las importaciones, pero si la carga de su deuda se multiplicaba, la amenaza de una quiebra era inminente. ¿Era el principio de una nueva etapa, o era definitivamente el abismo?

El Estado estaba auténticamente en quiebra y las monedas provinciales, bajo la forma de bonos, representaban casi dos tercios del dinero en circulación. Para encontrar una anarquía económica de semejante magnitud había que remontarse a los años previos a la sanción de la Constitución de 1853.

Los bancos tenían depósitos privados por 44.350 millones de dólares y 15.500 millones de pesos y sólo 3.901 millones de pesos de depósitos del Gobierno Nacional y las provincias. En cuanto a los créditos, entre títulos de la deuda pública y préstamos al Gobierno Nacional y a las provincias se acumulaban acreencias por 26.150 millones de dólares, que, desde luego, eran en ese momento irrecuperables. Los préstamos a las empresas y familias ascendían a 14.500 millones de pesos y 36.000 millones de dólares.

Los retiros de depósitos habían llevado al Banco Central a prestarle a los bancos 10.000 millones de dólares y en la caja de todas las entidades bancarias sólo quedaban 1.586 millones de pesos y 792 millones de dólares.

Una devaluación es una respuesta a un desequilibrio de la economía de un país con el resto del mundo. Si el desequilibrio es profundo, la devaluación tiende a ser grande y, por lo tanto, traumática. Si los gobiernos no toman decisiones a tiempo, las personas terminan abalanzándose sobre los bancos y el mercado de cambios de un modo desordenado. Fue eso lo que ocurrió en la Argentina.

En general estos fenómenos se gestan lentamente. Si el país tiene un sistema de cambio libre sin mayor intervención del Estado, el valor de la moneda se va adaptando progresivamente a la nueva situación.

Cuando el sistema de tipo de cambio es regulado y en especial cuando es fijo -como en el régimen de la convertibilidad- para eliminar el desequilibrio los países acuden con frecuencia a correcciones en su tipo de cambio mediante devaluaciones que hacen más baratos los bienes y servicios producidos localmente y más caros los importados. Las exportaciones crecen, las importaciones disminuyen y el desequilibrio desaparece o se torna manejable.

Otra respuesta al déficit en la balanza comercial es promover el ingreso de capitales del exterior, manteniendo altas tasas de interés locales que hagan atractivo invertir en el país.

Entre 1992 y 1999 la Argentina acumuló un desequilibrio comercial de 22.324 millones de dólares, que fue compensado con ingreso de capitales con destino a las privatizaciones de empresas públicas, financiamiento del déficit del Estado, inversiones privadas y especulación financiera.

El alto endeudamiento del país, un cambio en las condiciones internacionales y la desconfianza interna en el sostenimiento de la situación fueron haciendo cada vez más difícil sobrellevar ese desequilibrio externo. En 2001 el flujo de capitales directamente se invirtió, transformándose en "fuga", a punto tal que las reservas internacionales del país se redujeron a casi la mitad. En esas condiciones era imposible que el valor del peso frente al resto de las monedas -simbolizado por el dólar- no experimentara fuertes presiones.

En los amenazantes días finales del 2001, Remes y su equipo examinaron varias alternativas para salir del atolladero si eran convocados a tomar el timón de la economía. La dolarización nunca había estado en sus planes, menos aún con las escasas reservas internacionales que quedaban, y la propuesta de una devaluación seguida de una dolarización también era un salto en el vacio porque, si después de la devaluación, los precios se descontrolaban, se volvía inmediatamente a una situación de atraso cambiario con más rigidez aún que bajo el sistema de la convertibilidad. Algunos economistas proponían una devaluación seguida de una nueva convertibilidad. En definitiva, nadie tenía una receta sólida para evitar una devaluación convencional. Tampoco el FMI, que apenas asumido el gobierno salió a pedir un plan, con el fin de encubrir su propio fracaso y ausencia de nuevas ideas.

(2002) El 6 de enero de 2002 se sancionó una Ley de Emergencia Económica que puso fin formalmente al período de la convertibilidad y "pesificó" las tarifas de los servicios públicos y los préstamos hasta 100.000 pesos a una tasa de uno a uno. Esa noche el ministro de Economía anunció que habría un mercado oficial de cambios con una equivalencia de un dólar a 1,40 pesos y otro mercado libre

Era sólo un primer paso que fue recibido con cautela por la población. Faltaban definiciones importantes, entre ellas qué ocurriría con los depósitos atrapados en el "corralito", aunque la promesa presidencial de devolverlos en su moneda de origen había llevado cierta transitoria tranquilidad a los ahorristas. Para quienes tenían préstamos en dólares el panorama lucía sombrío. El gobierno había previsto un sistema de extensión de los plazos y rebaja de las tasas de interés mediante el cual las cuotas quedaban sin modificación; pero, naturalmente, eso dependía de que el dólar no se disparase. Algo en lo que casi nadie confiaba.

Las crisis bancarias son episodios muy conocidos en el mundo y los congelamientos y reprogramaciones de depósitos han sido mecanismos utilizados con mucha frecuencia para afrontarlos. Pero el corralito tenía algunos rasgos singulares.

El sistema consistía en que a medida que los plazos fijos vencían eran depositados en las cajas de ahorro o cuentas corrientes de sus titulares y podían ser transferidos a otras cuentas dentro del sistema. Como la mayor parte de los depósitos a plazo fijo estaban en colocaciones a treinta días, al cabo de poco más de un mes de vigencia de este mecanismo, una gran masa de dinero se encontraba en condiciones de ser transferido a otras cuentas.

Pronto los ahorristas descubrieron que si multiplicaban sus cuentas a través de sus hijos, hermanos, tías, abuelos o amigos podían acumular los retiros y huir del corralito. Una multitud se agolpó entonces en los bancos haciendo cola varis horas para acceder a una cuenta de caja de ahorros y retirar los 250 pesos o dólares semanales permitidos, convertidos en una suerte de salvoconducto para la crisis. La ingeniosa reacción hacía que se siguiera produciendo una salida de depósitos nuevamente creciente e insostenible. Nadie había advertido previamente que esto podía pasar. Por añadidura, una gran cantidad de ahorristas lograba medidas judiciales de amparo que le permitían retirar la totalidad o gran parte de sus depósitos en dólares.

El resultado era un proceso circular, en que el Banco Central emitía dinero para asistir a con redescuentos a los bancos en dificultades. El dinero que salía de los bancos iba directamente a la compra de dólares, con lo que, en la práctica, podría decirse que el gobierno emitía pesos para que los particulares compraran dólares.

Intentando contener esta situación, el congelamiento de depósitos fue profundizado a través de una reprogramación completa de los mismos que dio en llamarse el "corralón". Si bien, simultáneamente, se amplió la cantidad de dinero que podía retirarse mensualmente, el camino para el retiro hormiga de sus depósitos que habían imaginado los ahorristas parecía cerrarse.

Era sólo una ilusión, en los cuatro primeros meses del año se dictaron una 34.000 medidas de amparo, que sumadas a las aperturas parciales del corralón y los retiros hormiga hicieron que en ese periodo los depósitos cayeran 13.000 millones de pesos.

Cada día desde la llegada de Duhalde, las noticias que la población recibía eran peores. El 10 de enero a la noche en la Ciudad de Buenos Aires columnas provenientes de todos los barrios convergieron a la Plaza de Mayo en una enorme manifestación de protesta, un gran "cacerolazo", como ya se había dado en llamar a esos repetidos eventos. En el interior del país ocurrían episodios similares.

En el gobierno nadie sabía hasta dónde podía llegar la turbulencia social. Los informes de los organismos de inteligencia eran inquietantes a la vez que extremadamente poco confiables.

Frente a los reclamos, en los días subsiguientes el gobierno anunció que introduciría una mayor flexibilización en el corralito. La realidad política vencía los intentos de adoptar un sendero estable de decisiones. Remes, convertido en el fiel de la balanza, buscaba un equilibrio. Si el corralito se mantenía rígido, la turbulencia social podía desalojar al gobierno; si se abría abruptamente el Banco Central, debería emitir tal cantidad de dinero para asistir a los bancos que la hiperinflación sobrevendía inmediatamente.

En febrero, el gobierno ideó un sistema mediante el cual los certificados de depósitos a plazo fijo podían utilizarse para la compra de inmuebles, vehículos y algunos otros bienes. El resultado fue inesperadamente positivo. Era una señal premonitoria del potencial de los dos sectores que más adelante liderarían el proceso de recuperación de la economía.

Claro que las marchas y contramarchas no eran gratuitas. En cada una de ellas el gobierno y su equipo económico se debilitaban y los economistas del "establishment" y hasta los ex funcionarios que habían generado la catástrofe se daban el gusto de alzar sus voces críticas con total desparpajo.

Parte de las vacilaciones provenían de la indefinición sobre el mantenimiento de los depósitos en dólares en su moneda de origen. Hacía bastante tiempo que la pesificación completa formaba parte de la agenda pendiente.

El Grupo Productivo, un sostén vital para el Presidente, venía defendiendo enfáticamente esta postura, con la mira puesta en los préstamos en dólares. Las razones eran simples: en la medida que el dólar se disparara, las empresas endeudadas no podrían hacer frente a sus compromisos. Como era evidente, tampoco las familias estarían en condiciones de pagar sus créditos.

La otra realidad era que, aun entregándoles a los bancos todas las reservas internacionales, que ascendían a 14.000 millones de dólares, sería imposible devolverles a los ahorristas sus depósitos en esa moneda. Era una ecuación que no cerraba y un pasaporte seguro al caos.

En los meses previos a la crisis habían circulado diversos enfoques de cómo abordar este momento. Uno de ellos era que cada banco se hiciera cargo de sus clientes; entregándoles un bono a cambio, que cada quien podría negociar en el mercado, hasta que la crisis fuera superada. Después de todo, los depositantes no habían llevado su dinero a la Tesorería de la Nación, sino a las ventanillas bancarias.

El análisis de esta alternativa llegó hasta el mismo despacho del presidente en la Casa Rosada y fue descartada. El peligro era que los bonos emitidos por los bancos en situación más crítica y los de bancos de menor tamaño tuvieran una cotización vil en el mercado y se cayera en una situación mayor de agitación social.

Finalmente, el 19 de enero Duhalde se dirigió al país anunciando que la pesificación sería completa. De allí en adelante se abrió un inmenso debate que tuvo a los bancos y al sector productivo como principales protagonistas. Al principio, los bancos se oponían a cualquier modalidad de pesificación, pero su posición fue virando en sentido positivo con la condición de que los depósitos y los préstamos se pesificaran a la misma tasa. Era lógico, porque de lo contrario tendrían que afrontar enormes pérdidas patrimoniales. Respecto a los depositantes, era necesario, como mínimo, cumplir con la segunda promesa de Duhalde de respetar el valor adquisitivo de sus ahorros. Esta promesa fue tomando la forma de una pesificación a un tipo de cambio de 1,40 pesos por dólar -que era el que todavía regía oficialmente- más una actualización por inflación, dado que los depósitos seguirían reprogramados.

Al FMI la idea de la pesificación le resultaba aceptable siempre que no entrañara costo fiscal, es decir que no hubiera diferencia en los coeficientes que se aplicaran para préstamos y depósitos, de manera que el Estado no tuviera que pagar compensaciones. Proponían que la pesificación de los préstamos fuera a 1,40 y que se habilitara un "hospital de empresas" para asistir a aquellas que enfrentaran una crisis de pagos. El ministro Remes rápidamente desestimó esta última idea, cuya aplicación había dado pésimos resultados en México, donde se convirtió en una importante fuente de corrupción que no había razón para que no fuera imitada localmente.

El FMI y el Banco Mundial enviaron una misión de expertos para estudiar el asunto. Concluyeron que si no pesificaban los préstamos, el grado de incobrabilidad podía llegar al 70%. Este dictamen inclinó la opinión de los bancos de una manera definitiva hacia la pesificación. Finalmente, la amplia mayoría de los representantes de los sectores de la producción y de la banca se inclinaron por la "pesificación asimétrica", a condición de que el Estado estableciera un sistema de compensaciones.

A estas alturas, la opinión pública estaba saturada por la incertidumbre, mientras se hacía evidente que el tipo de cambio de 1,40 por dólar no se sostendría y el equipo económico se resistía a realizar grandes ventas de reservas para atenuar el alza, por temor a que las reservas se agotaran rápidamente y se cayera en un proceso hiperinflacionario.

Para Remes era imprescindible estructurar y poder comunicar un programa que ordenara la multitud de medidas aisladas e infundiera la perspectiva de algún horizonte.

Pero un suceso inesperado le cerró el camino a los anuncios que pensaba realizar. El viernes 1º de febrero de 2002 la Corte Suprema de Justicia falló a favor de un depositante cuyos ahorros, provenientes de una indemnización laboral habían quedado atrapados en el corralito en su versión original. La decisión de la Corte era una amenaza concreta al sistema de reprogramación de los depósitos y, en caso de que se generalizara, significaba una profundización de la crisis de proporciones incalculables.

A pesar de este traspié, finalmente el gobierno pudo exhibir un conjunto de medidas discutible pero coherente: pesificación de las deudas uno por uno -con excepción de los préstamos para operaciones de comercio exterior- con un coeficiente de actualización del capital (el CER) y de los depósitos a 1,40 más el CER para su devolución y también se pesificaban los contratos privados. Además se liberaba el tipo de cambio, que flotaría libremente y se flexibilizaba el corralito, permitiendo la extracción completa de los sueldos, jubilaciones, indemnizaciones y otros conceptos. También quedó pesificada la deuda pública en moneda extranjera que no estuviera sujeta a la jurisdicción de tribunales del exterior, lo que produjo una reducción de la misma de casi 9.000 millones de dólares.

Los bancos necesitaron varios días para adaptar sus sistemas, de manera que permanecieron cerrados nuevamente hasta el 11 de febrero. Cuando la operatoria cambiaria se restableció, el dólar ya cotizaba a 2,10 pesos.

El nuevo esquema dejó contentos a muy pocos. Los 36.000 millones de dólares en préstamos se distribuían entre poco más de tres millones de deudores de préstamos personales y en tarjeas de crédito, casi ochocientos mil deudores hipotecarios y prendarios y medio millón de deudores comerciales.

Supuestamente los deudores era el sector más beneficiado, pero la sensación térmica era otra. A pesar de la pesificación uno a uno, las familias endeudadas temían que con la actualización por el CER, sus deudas se hicieran impagables, de modo que se inició un movimiento que finalmente logró reemplazar ese indicador por otro vinculado a los aumentos de salarios, para las deudas hipotecarias, prendarias y personales. Así, en mayo de 2002 nació el "coeficiente de variación salarial" (CVS), cuya vida fue relativamente corta, porque al año siguiente, cuando los salarios ya habían comenzado a incrementarse, surgió la demanda de que estos ajustes no eran iguales en todos los sectores, mientras que las cuotas aumentaban de modo similar para todos los deudores.

El prolongado y zigzagueante camino recorrido para resolver el endeudamiento de las familias es bastante revelador de la imposibilidad de haber mantenido tales deudas en los dólares originales en que fueron pactadas y, a pesar de las marchas y contramarchas, la solución fue bastante más saludable que el remate de un millón y medio de viviendas que tuvo lugar en Estados Unidos en la Gran Depresión de 1930.

Al mismo tiempo, como parte del siempre contradictorio escenario de salida de una crisis, muchos deudores hipotecarios que habían puesto oportunamente a salvo sus ahorros en dólares o tenían dinero en el corralito se apresuraron a cancelar sus deudas. Temían que los reclamos de los depositantes en contra de la pesificación eventualmente también pudieran hacer volver a su moneda original los préstamos. Este singular proceso hizo que los préstamos hipotecarios cayeran un 30% entre 2002 y 2003.

Como era lógico y a la vez inevitable, la mayor reacción contra la pesificación se produjo del lado de los depositantes, cuyo núcleo duro eran los 822.684 tenedores de certificados de plazos fijos. Sus acreencias sumaban 15.710 millones de dólares, algo más que las reservas internacionales del país. Sólo unos 16.000 tenían certificados mayores a 100.000. El atractivo de las tasas altas, aquella engañosa ley de intangibilidad de los depósitos y las seguridades que día a día les reiteraban el presidente De la Rúa y su ministro Cavallo los habían llevado a dejar sus ahorros en dólares en los bancos mientras todo se desplomaba y los inversores de mayor tamaño ponían a resguardo sus fondos.

Por añadidura, el sistema de garantía de los depósitos, que en teoría cubría los montos hasta 30.000 pesos o dólares, también era un engaño. En ese fondo sólo había unos cientos de millones de dólares, insuficientes por completo para afrontar semejante crisis.

Una vez más, el país quedó dividido entre los que habían quedado atrapados por la crisis y los que "zafaron".

El colapso de la convertibilidad trajo consigo una crisis profunda en los ingresos fiscales, a la vez que acentuó la necesidad de fortalecer los programas sociales. Al mismo tiempo, la magnitud de la devaluación había generado una corriente de ingresos extraordinarios hacia los sectores exportadores y amenazaba con tener gran impacto en los precios de los alimentos, dado que, como es sabido, son los principales productos de exportación del país.

Rápidamente ganaron lugar en la agenda económica los impuestos a la exportación, conocidos más usualmente como "retenciones", que tienen una larga y traumática historia en la Argentina, en especial con relación al sector agropecuario.

Como en la década de 1990 las retenciones habían sido totalmente eliminadas, su reimplantación generó un gran debate. El Presidente no quería fisuras en el apoyo de los sectores productivos y sólo se convenció de su aplicación cuando pudo vincular claramente los ingresos fiscales que se obtendrían con el lanzamiento de un extenso programa social denominado Plan Jefes y Jefas del Hogar.

El nuevo esquema de retenciones comenzó con los combustibles e hidrocarburos, a los cuales se les fijó un impuesto de exportación del 20% en febrero de 2002; un mes después se extendió el sistema a los productos agropecuarios e industriales. El sistema se fue ajustando a lo largo del tiempo según los movimientos del tipo de cambio y la dinámica de precios de la economía y, a lo largo de los años, se incorporó de un modo cada vez más amplio en la política económica.

El que los ingresos por impuestos a la exportación equivalieran casi cuatro años después -en 2005- a un 62% del superávit fiscal, es un llamado de atención sobre la necesidad de una reforma fiscal que a medida que la crisis va quedando atrás logre reemplazar este tipo de tributos por otros de carácter más estable y menos conflictivo.

La tesis inicial del equipo de Remes era que, si el tipo de cambio se mantenía dentro de límites razonables, la pesificación a $ 1,40 más la actualización por inflación que aseguraba el CER sería un esquema aceptable para los ahorristas frente a la magnitud de la crisis.

Pero el ascenso imparable del dólar y la cuantiosa salida de depósitos que se seguía produciendo a través de los amparos dio por tierra en corto plazo con esta idea. Además, la pesificación asimétrica generó la necesidad de compensar a los bancos por las pérdidas que se producían al cobrar sus préstamos en dólares a una tasa de uno por uno y pagar los depósitos a 1,40.

La compensación se convirtió, por otra parte, en un elemento clave para la aceptación legal de la pesificación. La Corte Suprema de Justicia le había hecho saber al gobierno que la pesificación sólo era viable si los ahorristas eran compensados por sus pérdidas con un bono establecido de manera obligatoria, como había ocurrido con el Plan Bonex en la crisis de 1989-1990. Pero el sector político del gobierno no tenía la voluntad política de recorrer ese camino, de modo que se diseñó un canje voluntario de depósitos por bonos que comprendía un menú de opciones en dólares y pesos a distintos plazos que tuvo escasa aceptación.

A pesar de todas las medidas adoptadas, la sangría de depósitos continuaba y con ella la asistencia del Banco Central a los bancos para evitar el colapso; tal asistencia sumó en abril 2.000 millones de pesos adicionales que iban a parar directamente al mercado cambiario, donde el dólar casi había llegado a los tres pesos por unidad, al tiempo que la inflación alcanzaba el 10% en el mes.

Las dificultades para poner bajo control la situación se hacían mayores por el cada vez menor apoyo político que recibía el equipo económico. Como es sabido, los políticos son reacios a asumir costos.

El Presidente también recibía cotidianamente un torbellino de opiniones sobre cuál era el mejor rumbo a seguir, que le acrecentaban todo tipo de dudas, entre ellas la conveniencia o no de llegar a un acuerdo con el FMI y la alternativa de intentar volver a un tipo de cambio fijo.

Hacia fin de abril, el ministro de Economía realizó un viaje a Washington con la esperanza de avanzar en las empantanadas negociaciones con el FMI. Como ya se había convertido en un hecho usual, en cada reunión la lista de reclamos del organismo aumentaba y cualquier tipo de asistencia se distanciaba en el tiempo.

Aunque el diálogo entre las autoridades argentinas, el FMI y los funcionarios del gobierno estadounidense fue cordial, el viaje no arrojó ningún resultado concreto. Por ese entonces, además, parecía evidente que para detener el aluvión de retiro de depósitos se requería un instrumento más contundente que los empleados hasta ese momento, de modo que el ministro Remes presentó al Presidente un proyecto de ley que establecía un bono de restitución a los ahorristas de carácter obligatorio, que la Corte Suprema de Justicia se había comprometido a reconocer como legítimo y que, por lo tanto, frenaría los amparos.

Los bancos nuevamente estaban cerrados para evitar los retiros de depósitos; en ese marco, fue presentada la propuesta al Congreso. Pero los miembros del equipo económico rápidamente advirtieron que el proyecto carecía de aval político suficiente. Algo sobre lo que habían recibido seguridades en privado una pocas horas antes.

Fue una deslealtad innecesaria, pero también una señal definitoria de la falta de apoyo a la gestión de Remes al interior del gobierno. En síntesis, era una típica situación de falta de sustento político en medio de una crisis, de modo que Remes presentó su renuncia.

Sin embargo, pese a lo crítico de la situación, en marzo la producción industrial mostraba una leve mejoría. Era difícil de percibir que se trataba del inicio de un cambio de tendencia, pero en los meses posteriores se confirmó que era exactamente eso.

¿Por qué habría de iniciarse tan rápidamente el proceso de recuperación?… La denostada pesificación había evitado esa crisis financiera de los deudores privados y estaba empezando a convertir en expansión la hasta entonces imparable caída de la economía. Como señala el economista Ricardo Hausmann, de la Universidad de Harvard: "Los desagradables efectos colaterales de una devaluación, en un contexto de una gran deuda en dólares, obliga a adoptar la pesificación de todas las deudas, internas y externas, junto con la flotación de la moneda".

El "default" de la deuda externa, aunque declarado de un modo tumultuoso, también empezaba a hacer sentir sus efectos positivos sobre las finanzas públicas, que de otro modo se hubieran hecho inmanejables.

Más aún, cuando a fines de 2003 el gobierno argentino presentó la primera propuesta de reestructuración de la deuda externa, de algún modo siguió el mismo criterio de la pesificación. La propuesta inicial de una quita del 75% del capital equivalía a reconocer el restante 25%, es decir algo así como la pesificación a una tasa de 2,50 pesos por dólar.

En cuanto a las empresas privadas, altamente endeudadas en el exterior y que por lo tanto no estaban alcanzadas por la pesificación, con el tiempo todas ellas reestructuraron sus deudas utilizando en algunos casos quitas parecidas.

La renuncia de Remes puso sobre la mesa, de una manera pública, la definición del rumbo económico. Duhalde apeló nuevamente a los gobernadores, que, reunidos en un insólito estado de asamblea, tras dos días de deliberaciones, llegaron a un Acuerdo de 14 puntos, en el que básicamente ratificaban la voluntad de integrar a la Argentina al resto del mundo, dar cumplimiento al pacto fiscal con la Nación y acceder a diversas demandas del FMI. El documento sólo se refería de una manera vaga a la salida del corralito y eludía toda mención directa a la pesificación.

Atrás habían quedado las insinuaciones de una ruptura con el mundo financiero internacional, que casi cotidianamente interferían con la gestión económica.

El acuerdo le agregaba una dosis de legitimidad a un Presidente extraordinariamente debilitado, que tras algunas desgastantes idas y venidas logró postular a Roberto Lavagna como nuevo ministro de Economía.

¿Regreso a un patrón oro? (Al fin, nada es cierto: se busca reemplazante)

edu.red

Divisas: ¿Necesitamos sustituir al dólar por una moneda de reserva global? (Expansión – 6/3/09)

La respuesta la encontramos en el país que ha formulado esta cuestión, en la situación actual tanto del escenario macroeconómico como la posición en el mercado de divisas de China.

En primer lugar examinemos la política de tipos de cambio en China. Desde 1994 este país optó por un sistema unificado para el tipo de cambio, basado en el control estatal y la nula flotación de la moneda. Desde entonces la paridad entre el renminbi (RMB) y el dólar estadounidense apenas ha sufrido cambios ya que el dólar se ha mantenido en torno a 8,28 RMB con un margen máximo de variación cercano al 1%. Esta política ha sido fuertemente criticada ya que desde las diferentes teorías económicas para la valoración de tipos de cambio, esta moneda se encuentra fuertemente infravalorada.

Una de las consecuencias de un mantenimiento artificial del cambio de la divisa es la fuerte y constante acumulación de reservas mientras la moneda se encuentre infravalorada. Esta acumulación ha provocado que, según datos de la Agencia Central de Inteligencia americana, este país asiático se haya colocado como el primer "atesorador" de reservas en divisas extranjeras del mundo, llegando a alcanzar a finales del año pasado la escalofriante cifra de 2,033 billones de dólares.

Encontramos pues, el principal financiero de la deuda americana, y una de las preguntas en el aire es ¿hasta cuándo durará este fuente de financiación que permite endeudamientos astronómicos de la economía americana?, si bien lo que nos interesa es poner de relieve la motivación de la reivindicación en estos momentos de una moneda desligada de cualquier país y siguiendo el hilo de la argumentación, es lógico pensar que los cuantiosos planes de rescate estadounidenses para tratar de esquivar un escenario de depresión económica, al igual que las medidas excepcionales como la impresión de importantes cantidades de dólares como medio de financiación de las mismas, provocan un importante aumento de la preocupación sobre la pérdida de valor del billete verde en el futuro, al tiempo que se cuestiona la viabilidad de esta moneda como refugio, sin olvidar un factor fundamental como es el importante déficit de la balanza de pagos en EEUU.

Por otro lado, la característica del dólar como principal moneda refugio y de reserva en el mundo entero es considerada inherentemente injusta, ya que permite que EEUU acumule inmensos déficits pudiendo financiarse más fácilmente y con menor coste aún en circunstancias económicas adversas como las actuales.

Todo esto nos lleva a la creciente inquietud de las autoridades Chinas, que se encuentran con una moneda tremendamente volátil, por la actual situación económica y cuyas expectativas cada vez apuntan más hacia una caída de su capacidad adquisitiva pero…

¿Cuál sería la alternativa?

Se especula sobre la posibilidad de utilizar los Derechos Especiales de Giro (DEG), este es un activo de reserva internacional creado en 1969 por el FMI para apoyar el sistema de paridades fijas de Bretton Woods. Los países que participaban en este sistema necesitaban reservas oficiales "tenencias del gobierno o el banco central en oro y monedas extranjeras de amplia aceptación" que pudiesen ser utilizadas para adquirir la moneda nacional en los mercados cambiarios mundiales, de ser necesario, a fin de mantener su paridad cambiaria.

Los DEG son asignados a los países miembros en proporción a sus cuotas en el FMI. El DEG también sirve como unidad de cuenta del FMI y otros organismos internacionales y su valor está basado en una cesta formada por USD (44%), EUR (34%), JPY (11%) y GBP (11%), y se publica diariamente por el FMI, se calcula sumando determinados montos de las cuatro monedas valorados en dólares de EEUU, sobre la base de los tipos de cambio cotizados a mediodía en el mercado de Londres.

¿Podríamos esperar por lo tanto, un importante cambio?

La fuerte inestabilidad y los temores de las autoridades monetarias chinas hacen que sea una reacción lógica pero que, en cierto modo, viene provocada por una política cambiaría que como hemos apuntado, es fuertemente criticada por las principales economías, la nueva administración estadounidense ya se ha preocupado de poner de manifiesto su repulsa hacia un mantenimiento artificial de los tipos de cambio. Por otro lado, no es la primera vez que se efectúa una propuesta semejante y probablemente no vaya a ser la última ya que, sin duda tendría un efecto estabilizador importante, pero también lo tuvo el patrón oro y finalmente se abandonó.

La denominación en dólares de los principales bienes comerciales, el hecho de que la mayoría de las transacciones mundiales se desarrollen en esta moneda, la estabilidad política en EEUU y la solidez inherente de ser la moneda de la economía más potente y dinámica del mundo, que probablemente hagan que sea la primera en recuperarse de la crisis, hacen que sea muy poco probable un cambio en el orden monetario internacional en el corto plazo.

– La batalla de las divisas sacude el mundo: los países buscan en su moneda un aliado frente a la crisis (El Economista – 20/3/09)

(Por Pedro Calvo)

No es un juego. Pero reúne todas las condiciones para serlo. Más aún en estos tiempos de crisis, en los que parece que todo vale con tal de salir del atolladero. A la hora de buscar alternativas, una de las más socorridas, por aquello de que los países la tienen más a mano, pasa por manejar el valor de sus respectivas monedas.

Una especie de risk de las divisas en el que cada país o región intenta mover las piezas en beneficio de sus economías… al más puro estilo propuesto por Sun Tzu. "La invencibilidad es defensa. La fragilidad es ataque. Defiéndete y tendrás superávit. Ataca y tendrás deficiencias", aconsejaba en El arte de la guerra.

Y precisamente eso, superávit, sobre todo comercial, es lo que pretenden los países más activos a la hora de trucar su divisa. De ahí que pretendan defenderse. ¿Cómo? Depreciándola o devaluándola. O lo que es lo mismo, rebajando su valor. De este modo, persiguen que sus productos resulten más baratos en el exterior, un medio con el que intentan llegar a un fin mayor: que el sector exportador actúe como soporte de la economía a la espera de que vuelvan los buenos tiempos. "La forma más fácil, de siempre, para afrontar este tipo de problemas y mejorar la competitividad han sido las devaluaciones", confirma Javier Ruiz-Peinado, experto en divisas de Saxo Bank.

Actuaciones directas

De lo que no cabe duda es que la batalla ya está en marcha. Hasta la fecha, los países se agrupan en tres bloques, que resultan de las distintas estrategias adoptadas. Por un lado, figuran los que han emprendido devaluaciones competitivas, es decir, aquellos que han activado medidas para abaratar su moneda.

Para lograrlo, las autoridades tienen a su alcance distintos caminos. La más directa consiste en fijar un nuevo cambio, más bajo que el anterior, para su divisa. Esta artimaña, usada por España hasta en cuatro ocasiones entre 1992 y 1995, no ha sido empleada por el momento. Los países han optado por otra igualmente directa, pero menos traumática y, sobre todo, menos molesta -por no ser tan llamativa- para otros países. Ha consistido en la venta de su propia divisa -o la interrupción de las compras previas- o en la ampliación de las bandas de fluctuación de la moneda.

China está mezclando ambas alternativas, ya que ha decidido frenar la subida que venía registrando el yuan mediante un mayor control del margen de movimiento de la moneda. En contraste con los dos últimos ejercicios, en los que el yuan se apreció un 6% anual frente al dólar estadounidense, en 2009 se deprecia un 0,2%. Lo tienen atado, y bien atado.

Rusia, por su parte, optó por una devaluación controlada a través de la ampliación del margen de fluctuación del rublo a finales de 2008. Sin embargo, las autoridades se vieron obligadas a recular y defender el valor de su divisa porque esa decisión desencadenó una presión bajista mayor de la prevista. "Podemos ver de nuevo medidas de este tipo los próximos meses para tratar de obtener mejoras. Se pueden ver tentados sobre todo los países del antiguo bloque del este de Europa", valora Javier Ruiz-Peinado.

Mirar hacia otro lado

Junto a los países que han adoptado medidas directas ha figurado un segundo bloque, integrado por aquellas naciones que han acogido con alivio la pérdida de valor de su moneda. Ésta se ha producido de forma natural, es decir, como reflejo del impacto suscitado por el debilitamiento progresivo de la economía a causa de la crisis y por la adopción de medidas drásticas, sobre todo en lo que respecta a los tipos de interés. Las autoridades no han buscado la caída, pero ésta tampoco les ha molestado en absoluto.

En este bando se encuentran países como Reino Unido, Nueva Zelanda o Australia. "La caída de la libra, aunque sea impopular, puede resultar que ha sido una buena cosa", aseguró en su blog el último Premio Nobel de Economía, Paul Krugman, en referencia al efecto secundario positivo que puede tener dicho descenso. A esa terna se suman EEUU, que pese a que proclama su preferencia por un dólar fuerte tampoco reniega de su caída, e incluso la eurozona, ya que Bruselas no dudó en reconocer a comienzos de marzo que veía con buenos ojos que el euro se moviera entre los 1,2 y los 1,3 dólares.

En cuanto al tercer bando, lo conforman Suiza y Japón. Cansados de que sus divisas fueran las paganas de la crisis, ya que han actuado como refugios cuando la tensión ha repuntado, no han ocultado que actuarán para devaluar sus respectivas monedas. Así lo hizo Suiza la semana pasada, que anunció oficialmente que intervendrá para frenar y debilitar el franco suizo.

Próxima estación: Londres

Los contendientes de este combate se verán las caras el 2 de abril en Londres. Y las estrategias cambiarias que están diseñando los países deberían incluirse en el orden del día. En la anterior reunión, el 15 de noviembre en Washington, los miembros del G-20 mostraron su voluntad de luchar contra al proteccionismo. Y pocas cosas lo son más que devaluar la divisa. En su mano está que la batalla no se recrudezca.

– Ocaso a ritmo de tictac suizo (El Confidencial – 20/3/09)

(Por Fernando Suárez)

La consciencia, en la mayoría de los espíritus, es como un soberano inglés, reina pero no gobierna. La asunción de lo que acontece es el ineludible primer paso para afrontarlo. Percepción ajustada de la realidad circundante, capacidad de reacción, facilidad de adaptación y templanza de juicio. Y quizá, confortarse al saber que no se camina solo.

Parece que la impresión generalizada respecto a la innombrable es, además de hartazgo mediático, la de un accidente de origen difuso, con efectos perversos pero pasajeros, cuyas aparentes soluciones; que en realidad premian temeridad y fracaso, castigando esfuerzo y prudencia; devolverán prosperidad y bienestar al estado previo. Sin embargo, la desmemoria o negación de la necesaria perspectiva histórica conduce a tropezar, una y otra vez, en la misma piedra. Los superciclos se abren y cierran, el largo plazo se construye día a día. El auge y declive de las sociedades, la ascendencia y decadencia de civilizaciones e imperios, es un proceso dinámico, inexorable, multifactorial, tanto más dilatado en el tiempo cuanto mayores artificios desdibujen la realidad e impidan la abstracción de lo que acontece y sus futuras consecuencias. Metamorfosis global ya imparable.

Cualquier sistema social está condenado al fracaso cuando los actos humanos indispensables para su normal funcionamiento son rechazados por la moral, declarados ilegales por las leyes y procesados criminalmente por la magistratura. El Imperio Romano sucumbió porque se perdió el espíritu liberal y la libre empresa. El intervencionismo y su corolario político, el gobierno dictatorial, descompusieron el poderoso imperio, como inexorablemente desintegrarán y destruirán cualquier otro régimen social. Hoy día, el principal instrumento del intervencionismo confiscatorio son los impuestos.

El envilecimiento monetario, la ruptura del libre mercado y la creciente extorsión tributaria han sido las causas esenciales y comunes a la mayoría de hundimientos sociales. Leyes y normas siempre trataron de apuntalar estos procesos autodestructivos, con una privilegiada clase dirigente velando por sus propios intereses, y la inmensa mayoría de sus conciudadanos sufriendo las perversas consecuencias, generalmente desinformados y sumidos en la inconsciencia, sin percatarse de lo que ocurría hasta que ya era demasiado tarde. La decadente tendencia, una vez iniciada, no se detiene, sigue su curso más o menos acelerado, pero seguro. Los desesperados intentos por aumentar el control de la situación terminan volviéndose ineficientes, contraproducentes, y el sistema se colapsa. El resto es y será Historia.

Los teóricos del esta vez es diferente pretenden hacer creer que la civilización fiduciaria es de hoja perenne, olvidando que la eterna cuestión de disponibilidad de recursos y crecimiento de la población, tarde o temprano, pasa su factura al cobro. Roto el mecanismo de eficiencia en la asignación de recursos escasos en sus mejores usos alternativos, los desequilibrios se acumulan y se globalizan. Las supuestas soluciones sólo agravan el problema, por lo que se impone un progresivo control de la conflictividad social y subversión jerárquica. Totalitarismo democrático o democracia totalitaria, como gusten. Los alquimistas hacen que la concentración de racionalidad descienda a medida que aforan el matraz con más solvente irracional: solución formal, solución normal. Aprendices de brujo, ya saben.

Insisto en dos derivadas parciales. De un lado, cartelización fiscal para que el expolio impositivo siga llenando la andorga de los señores feudocapitalistas a costa del esfuerzo de sus súbditos, meros rellenamundos. De otro, arquitectura social exprés, un combinado on the rocks de neomaltusianismo desarrollado e importación del exceso de población procedente del mix pobreza & laissez faire demográfico. A largo plazo, saldo vegetativo menguante, mayor envejecimiento y menor fecundidad. Insuficiente reemplazo generacional conlleva insuficiencia fiscal, ésta aboca a una mayor extorsión tributaria y confiscación de riqueza, derivando finalmente en derrumbe social fruto del desequilibrio entre moral, equidad y solidaridad. Básico.

La bomba sociodemográfica está cebada y, con ella, la inestabilidad geopolítica derivada del aumento de nichos de exclusión social y pobreza extrema: más de 50 millones de personas han perdido su empleo y otros tantos han sido condenados a sobrevivir con menos de 1 dólar al día, con casi la mitad de la población mundial malviviendo con apenas el doble. Mientras crece la percepción de perversidad entre corrupción y ley, de un sistema inviable, insolidario e insostenible por más tiempo, la desobediencia fiscal deviene cada vez más plausible y diáfana, como lo fuera antaño. El G-20 lo sabe, lo teme, e intenta blindar su poder tributario al tiempo que promete reanudar los flujos de capital hacia las economías emergentes, socialmente más frágiles. Enmudecidas las tentaciones proteccionistas, se refuerza la decadencia fiduciaria con sucesivas devaluaciones competitivas, en aparente estrategia cooperativa de mutua autodestrucción. Envilecimiento monetario global en paralelo a la descomposición del modelo social. La última en inscribirse, Suiza, otrora bastión de resistencia imperial. Cosas veredes.

El SNB se ha tirado al pozo sin fondo de las devaluaciones competitivas, abonándose a la moda de tipos cero, intervenciones cambiarias y adictivo Quantitative Easing, monetizando deuda corporativa y, a más ver, pública. El franco ha reaccionado con la mayor depreciación de la década frente al euro. Más de la mitad del PIB suizo se exporta, teniendo a la UE como destino principal. Los acuerdos pendientes sobre comercio, agricultura y transporte, que podrían adicionar un punto porcentual al alicaído crecimiento alpino, han terminado por imponer la rendición helvética ante el chantaje comunitario. Su tradicional tríada de ventajas competitivas, neutralidad, privacidad y solvencia monetaria, definitivamente quebrada. Aunque se guarden las apariencias para seguir viviendo de la inercia.

La solidez del franco suizo, férreamente ligado al oro desde los tiempos de la Unión Monetaria Latina, finiquitada oficialmente en 1927, residía en su respaldo constitucional mediante encaje metálico mínimo del 40%. Una envidiable estabilidad que precisaría, no obstante, modificaciones tras su ingreso en el FMI en 1992. Así, un lustro después, y bajo el pretexto de dotar de independencia formal al SNB actualizando y dinamizando su balance, se redujo legalmente y de manera temporal dicho requerimiento hasta el 25%, con el fin de que la desmonetización del oro aplicase el exceso de reservas y el producto de la revaluación a un Fondo de Solidaridad con el que apuntalar su Estado del Bienestar. Finalmente aprobadas las reformas constitucionales y legales en 2000, su ingreso en el selecto club de divisas encanalladas quedó expedito.

El refugio para capitales en desbandada, especialmente USA, patas arriba. La sucesión de rescates bancarios, escándalos fiscales, pérdida de competitividad cambiaria y debilitamiento económico han obligado a desmantelar el chiringuito y rendir tributo al Imperio. Inmejorable paradigma del decadente rumbo del sistema fiduciario internacional, en derrota de colisión. Y como unos van y otros vienen, el reverso tenebroso presenta un particular anverso monetario, aún en gestación y protegido de coacciones externas: la petrodivisa del Consejo de Cooperación del Golfo, esperada para 2010 y respaldada por oro. Casi la mitad de las reservas de petróleo mundiales, fondos soberanos estimados en billón y medio de dólares y mimada opacidad para resistir injerencias y presiones. Poder y contrapoder. Ocaso y amanecer de un nuevo orden mundial ¿bajo divisa única…?

– China pide una moneda de reserva que sustituya al dólar (The Wall Street Journal – 24/3/09)

(Por Andrew Batson)

China pidió la creación de una nueva moneda de reserva internacional que, a la larga, reemplace al dólar y propuso una amplia reestructuración de las finanzas globales que refleje el creciente descontento de los países en vías de desarrollo con el rol de Estados Unidos en la economía global.

La inusual propuesta pública, hecha por el gobernador del banco central Zhou Xiaochuan en un ensayo difundido el lunes en Beijing, es parte de la actitud cada vez más enérgica por parte de China para delinear la respuesta global a la crisis financiera.

La propuesta china de crear una moneda de reserva internacional se produce después de que Rusia lanzara una iniciativa similar a principios de mes durante los preparativos para la próxima cumbre del Grupo de los 20 (G-20). Al igual que China, Rusia recomendó que el Fondo Monetario Internacional (FMI) emitiera la moneda y destacó que la propuesta provenía de una necesidad de actualizar "el obsoleto orden económico mundial unipolar".

Los líderes de China y otras economías emergentes como Rusia e India están dejando en claro que pretenden un orden económico menos dominado por EEUU y otras naciones ricas. Beijing no ha ocultado su frustración por su dependencia financiera de EEUU. Este mes, el premier chino Wen Jiabao expresó públicamente sus "temores" respecto de la gran cantidad de bonos del gobierno estadounidense en manos de Beijing.

La propuesta de Zhou llega en medio de los preparativos para una cumbre del G-20, que reúne a los mayores países industrializados y en vías de desarrollo del mundo, que tendrá lugar en Londres la próxima semana. Durante reuniones anteriores, los países desarrollados a menudo han criticado las políticas económicas y monetarias chinas. Esta vez, China ha pasado al ataque.

En su ensayo, publicado en chino e inglés en el sitio Web del banco central chino, Zhou se mostró partidario de reducir el dominio de unas pocas monedas, como el dólar, el euro y el yen, en el comercio y las finanzas internacionales. La mayoría de los países concentra sus activos en esas monedas de reserva, lo cual exagera el tamaño de los flujos y exacerba la volatilidad de los sistemas financieros, afirmó. La adopción de una moneda de reserva que no pertenezca a ningún país facilitaría el manejo de todas las economías, indicó. También podría constituir la base de una forma más equitativa de financiar el FMI, sostuvo. China está entre los países que han soportado presión para que aporten más dinero para ayudar al FMI.

"Nadie considera que esta sea la solución perfecta, pero al poner el tema sobre la mesa, los chinos han redefinido el debate", afirmó Eswar Prasad, profesor de política comercial de la Universidad de Cornell y ex funcionario del FMI. "Representa una reacción muy enérgica de China sobre una cantidad de frentes donde ellos mismos se sienten presionados por los países avanzados".

Los obstáculos técnicos y políticos para implementar la propuesta china son enormes, de modo que, incluso si obtuviera el respaldo de otros países, es improbable que la iniciativa cambie el rol del dólar a corto plazo. "El reestablecimiento de una moneda de reserva nueva y aceptada ampliamente con un valor de referencia estable llevará un largo tiempo", reconoció Zhou.

Una portavoz del Departamento del Tesoro de EEUU prefirió no hacer comentarios sobre las opiniones de Zhou. En las últimas semanas, altos funcionarios del gobierno de Barack Obama han intentado tranquilizar a Beijing al asegurarle que el actual frenesí de gastos de Washington es un esfuerzo a corto plazo para revitalizar la economía, no una tendencia de largo plazo.

Los comentarios de Zhou -que llegan tras las declaraciones de Wen sobre la seguridad de los activos de China en dólares- parecen constituir una advertencia a EEUU de que no puede esperar que China financie su gasto de forma indefinida.

La propuesta del titular del banco central refleja tanto el deseo de China de tener sus US$ 1,95 billones (millones de millones) de reservas en una denominación distinta al dólar estadounidense y las escasas alternativas de las que Beijing dispone en la actualidad.

Zhou sostuvo -sin nombrar la divisa estadounidense- que la pérdida de facto del estatus de moneda de reserva también beneficiaría a EEUU al evitar crisis futuras. Debido a que otros países continuaron invirtiendo su dinero en dólares estadounidenses, argumenta el gobernador, la Reserva Federal pudo llevar adelante una política irresponsable en los últimos años manteniendo las tasas de interés demasiado bajas por demasiado tiempo y, de esta forma, contribuyendo a inflar la burbuja inmobiliaria.

"La aparición de la crisis y su contagio a todo el mundo reflejan las vulnerabilidades inherentes y los riesgos sistémicos del sistema monetario internacional", señaló Zhou. La cantidad e intensidad de crisis financieras sugiere que "los costos de este sistema para el mundo podrían haber superado a sus beneficios".

Zhou no es el primero en plantear ese argumento. "El sistema de reservas en dólares es parte del problema", señaló el economista de la Universidad de Columbia Joseph Stiglitz en un discurso en Beijing la semana pasada, debido a que hace que gran parte del efectivo del mundo llegue a EEUU. "Necesitamos un sistema global de reserva".

edu.red

– Desplazar al dólar sería una tarea titánica (The Wall Street Journal – 24/3/09)

(Por Joanna Slater)

El llamado de China para que se cree una nueva moneda de reserva global que no pertenezca a ningún país en particular marca el último intento por acabar con la dependencia del sistema financiero internacional del dólar estadounidense.

Sin embargo, existe una buena razón por la que dicho esfuerzo no ha funcionado en otras ocasiones: los obstáculos económicos y políticos para una transición de este tipo son enormes.

Desde el punto de vista político, el país con la moneda dominante, es decir, Estados Unidos, puede ser renuente a ceder parte de las ventajas asociadas a ese estatus, dicen economistas.

Las barreras económicas son igual de significativas. El único cambio previo de una moneda internacional a otra en la era moderna (de la libra esterlina al dólar estadounidense) se produjo a lo largo de varias décadas. El salto requirió dos guerras mundiales y cambios significativos en la forma de hacer negocios en el ámbito internacional, así como la participación del sector privado.

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