Descargar

La "argentinización" de la economía mundial (página 10)

Enviado por Ricardo Lomoro


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16

En cualquier caso, los temores de Meltzer (autor de la primera historia de la Fed de 800 páginas) son compartidos por otros economistas. Es el caso de John Brynjolfsson, jefe oficial de inversiones de los fondos de cobertura blindados Wolf en Aliso Viejo, California. En su opinión, la Reserva federal se encuentra aún en las primeras etapas de sus esfuerzos por inflar la economía.

Según dijo Brynjolfsson el pasado 6 de abril en una entrevista en Bloomberg Televisión "tenemos al menos nueve indicios de que nos espera" un periodo en el que podríamos alcanzar "una inflación de dos dígitos".

Meltzer señala que la presión política tratará de evitar que Bernanke y su equipo se decidan a retirar liquidez del mercado con la suficiente rapidez a medida que la economía se recupera. Algo parecido, dice Meltzer a lo que sucedió en la década de los 70. Entonces, El presidente de la Fed Arthur Burns permitió un excesivo crecimiento de la oferta monetaria porque no pudo o no quiso resistir a la presión del Presidente Nixon, empeñado en bajar el desempleo, lo que condujo a "la gran inflación".

"En cambio, ahora Bernanke y los demás encargados de formular políticas han desperdiciado su independencia por participar en los rescates financieros de empresas y la adopción a largo plazo de activos no líquidos en sus balances", dice Meltzer ya que "no tienen la capacidad política de para controlar la inflación".

John Ryding, fundador de RDQ Economía LLC en Nueva York y ex economista de la Reserva Federal, por su parte, señala que existen indicios de que "los estímulos de la Fed, combinado con los esfuerzos de los otros bancos centrales y los gobiernos en otras partes del mundo, incluida China, está comenzando a levantar los precios de algunos commodities".

– Abandonar la expansión monetaria (Expansión – 13/4/09)

(Por Financial Times)

Como apuntó el periodista británico Malcolm Muggeridge, pocos hombres de acción consiguen salir airosos de determinadas circunstancias y en el momento adecuado. Lo mismo podría decirse incluso del más enérgico de los bancos centrales.

Después de haber entrado en una zona de expansión monetaria cuantitativa (QE, en sus siglas en inglés) los inversores se preguntan cada vez con más frecuencia cómo lograrán salir de ésta los bancos centrales, si es que realmente lo consiguen.

Una de las funciones menos conocidas de la QE consiste en secundar la financiación de los gobiernos. La compra de bonos gubernamentales supone una ayuda directa a la financiación del déficit. Establecer un límite a los tipos de interés también reduce los costes de los servicios de deuda pública. Hasta ahora, los bancos centrales han hecho un buen uso de esta política, ayudados por la banca comercial, sometida a un mayor control estatal, y también importante compradora de bonos del gobierno.

Desde septiembre, el sistema bancario nipón, incluido su banco central, ha comprado 15 billones de yenes (0,11 billones de euros) en bonos del estado, lo que cubre las necesidades inmediatas de financiación de Japón. El Banco de Inglaterra ha comprado hasta ahora 25.000 millones de libras (27.840 millones de euros) de bonos estatales y los bancos comerciales británicos otros 20.000 millones de libras.

En EEUU, las ayudas a la banca aprobadas hasta el momento han elevado ya el balance de la Fed hasta los 2 billones de dólares. En cuanto al Banco Central Europeo, aunque todavía no está practicando la expansión monetaria, los bancos comerciales de la eurozona han comprado aproximadamente 110.000 millones de euros de bonos del estado, lo que según Andrew Hunt Economics supone una cuarta parte de las necesidades de endeudamiento de la zona.

Aun así ¿qué ocurrirá cuando las economías se recuperen? Para invertir el orden de la QE, los bancos centrales y seguramente los comerciales, tendrán que reducir sus balances volviendo a vender los bonos. Aumentarán la rentabilidad de los bonos y los tipos de interés. Para compensar el aumento del coste de los préstamos, los gobiernos tendrán que recortar drásticamente el gasto, como hizo Japón en 2006 cuando abandonó el QE por última vez.

Las economías se enfrentarán entonces a un doble ajuste, provocado por el aumento de los tipos de interés y el recorte del gasto gubernamental, lo que aumenta las probabilidades de un descenso de la actividad económica al no haberse logrado una recuperación de la recesión – a menos que los bancos centrales apliquen estos ajustes. Pero entonces la inflación entraría en escena. Cuando una puerta se cierra, otra se abre.

(The Financial Times Limited 2009. All Rights Reserved)

Correlación histórica con el "caso" argentino (Alarmantes coincidencias)

(1958) El líder de la Unión Cívica Radical Intransigente (UCRI), Arturo Frondizi, entendió con claridad que la llave del éxito era -además de negociar con Perón– mostrarse como un político racional frente a tanta sinrazón que animaba al antagonismo peronismo-antiperonismo.

La campaña electoral fue una rara alquimia, que combinó su retórica antiimperialista con su adhesión a las posturas de la Iglesia y una negociación con Perón, para que volcara su caudal de votos a su favor. La poción fue exitosa; en febrero de 1958, con Alejandro Gómez como candidato a vicepresidente, ganó las elecciones nacionales con 4.050.000 votos, contra 2.416.000 de Balbín (UCRP) y unos 700.000 votos en blanco, básicamente de aquellos justicialistas que no habían aceptado el acuerdo para votar a Frondizi.

El gobierno de la "Revolución Libertadora" cerraba así su ciclo sin demasiado que festejar. El peronismo seguía vivo. La economía había crecido a buen ritmo considerando las circunstancias, pero de un modo errático, sin un proyecto definido. A pesar de la retórica antiestatista se habían incorporado 60.000 nuevos empleados públicos; el poder adquisitivo del salario había permanecido estancado y las reservas internacionales seguían siendo bajas.

Tanto Frondizi como Rogelio Frigerio (un ministro sin cartera que siempre estaría a su lado asesorándolo en materia económica) habían desarrollado una profunda crítica del modelo económico agroexportador y de algunos rasgos del industrialismo peronista. En su visión, el primero era inviable por los desequilibrios externos resultantes de la insuficiencia crónica de los recursos provenientes de las exportaciones agropecuarias y el segundo estaba atado a un permanente estímulo de la demanda interna y al subsidio estatal, promoviendo un desarrollo de la industria liviana que tampoco era capaz de producir suficientes saldos exportables.

Esta estructura productiva mantenía al país en un estado de subdesarrolloconcepto clave de los debates de la época- que se agravaba con el transcurso del tiempo.

Aunque la estrategia electoral del líder de la UCRI fue exitosa, a la hora de gobernar todo el ecléctico entramado político utilizado para escalar hasta la cima del poder comenzó a crujir, reclamando del presidente acciones antagónicas entre sí e inconsistentes con una dirección unívoca de su proyecto y, en especial, con los pasos tácticos -muchas veces zigzagueantes- que el Primer Mandatario emprendía.

El gabinete de Frondizi reflejaba el ascenso de una nueva elite de clase media. El pensamiento desarrollista, surgido de un ambiente académico que debatía las políticas keynesianas, las del llamado socialismo real y el estructuralismo latinoamericano, estaba a favor de la sustitución de importaciones que había encarado el segundo gobierno de Perón, pero las consideraba incompletas.

Al igual que Perón, el nuevo presidente creía que el Estado tenía un rol central en la programación estratégica del desarrollo económico. La diferencia radicaba en los límites que el desarrollismo le trazaba a esa intervención estatal.

Para el desarrollismo, las medidas necesarias para cambiar la estructura económica que impedía el crecimiento del país eran: fomentar y orientar el ahorro interno; estimular el ingreso de capital internacional público y privado; establecer un régimen de prioridades de las inversiones, a fin de canalizarlas hacia la industria pesada e infraestructura económica; sustituir importaciones y diversificar y fomentar las exportaciones; explorar la posibilidad de abrir nuevos mercados externos y negociar por la eliminación de las discriminaciones comerciales que los países desarrollados imponían a los periféricos.

La estrategia desarrollista era crítica de la tradicional división internacional del trabajo a la que las viejas elites seguían adhiriendo. No podía ser de otro modo porque:

(.) una sociedad que se desarrolla principalmente a través del crecimiento de la industria, reduce continuamente la importancia y el poder social de la oligarquía terrateniente y, en cambio, produce un aumento correlativo de la significación de los nuevos grupos de poder ligados a la industria.

En este punto era previsible la reacción del pequeño pero poderoso núcleo social que ya había presionado para que Aramburu desconociera las elecciones de 1958.

Otro punto álgido era que la agricultura estaba en gran medida ausente en la agenda económica de corto plazo del desarrollismo.

Además, la lógica internacional indicaba que la tendencia proteccionista de los mercados importadores -como el naciente Mercado Común Europeo- no otorgaba perspectivas favorables, en el corto plazo, para colocar la producción agropecuaria.

Por lo tanto -como señalan Escudé y Cisneros-, la propuesta desarrollista consistía en generar un complejo industrial integrado, dando especial impulso a sectores tales como la siderurgia, química, celulosa y papel, maquinarias, equipos y otros similares. En síntesis, debía seguirse una política de explotación plena de los recursos naturales, en donde era absolutamente prioritario incrementar la producción doméstica de petróleo y gas natural, indispensable para reducir la dependencia de las importaciones de esos recursos y direccionar las escasas inversiones hacia la industria petroquímica y química. Junto con ello, el plan estipulaba que debían expandirse elementos clave de la infraestructura económica, tales como la red de transporte vial y los aeropuertos.

El objetivo final era crear las condiciones para que la industria contara con un mercado suficientemente grande y unificado a nivel nacional. Por eso era primordial una expansión armoniosa de todas las regiones del país, que permitiera el desarrollo y la integración de la economía nacional.

Un instrumento clave para esta tarea fue la creación del Consejo Nacional de Desarrollo (CONADE).

Casi en una soledad "rivadaviana", Frondizi encaró semejante empresa en medio de la difícil coyuntura político-económica en que se hallaban inmersos el país y la propia gestión gubernamental.

Las acusaciones de la existencia de un acuerdo secreto entre Perón y Frondizi eran constantes y el ejército pronto hizo saber al Presidente que Frigerio era mal visto por sus tendencias izquierdistas y su nula trayectoria partidaria, ya que no estaba atado a compromiso alguno. Acusando recibo, el Presidente desalojó al secretario, sólo para reubicarlo en su círculo más íntimo, aunque sin cargo alguno.

El aumento salarial alimentó una política fiscal expansiva. En ese primer año de administración los gastos del Gobierno Nacional aumentaron un 121% y la mitad de ellos quedaron sin financiamiento a través de los ingresos corrientes, llevando el déficit del sector público a un alarmante 9% del PIB. El desequilibrio en el presupuesto se financió con una fuerte emisión monetaria y endeudamiento interno y externo. La inflación se empinó alcanzando un 32% en el año. La persistencia de un saldo comercial negativo entre importaciones y exportaciones y alguna salida de capitales provocaron un descenso de las reservas internacionales al crítico nivel de 133 millones de dólares. A pesar de estos remezones, la economía creció un modesto 3%, una importante desaceleración respecto del 5% que se había expandido en 1957.

Acosado tanto en el frente político como en el económico, el gobierno estaba en una encrucijada, así que decidió dar el paso trascendental de pedir ayuda al Fondo Monetario Internacional. Las negociaciones se desarrollaron en secreto y en diciembre de 1958 se envió la primera parte del programa económico a cambio de un préstamo de 75 millones de dólares. El acuerdo también se mantuvo fuera del conocimiento del público por casi seis meses.

En su inagotable astucia, Frondizi presentó en sociedad la nueva política como un Plan de Estabilización y Desarrollo, pero fue sincero en anunciar que se venían tiempos duros por delante.

El plan contemplaba diversas medidas de contención del gasto público, un aumento del 150% en las tarifas ferroviarias y del resto del transporte público, racionalización de esos servicios, eliminación de operaciones antieconómicas, aumento de tarifas eléctricas, liberación y unificación del mercado de cambios, derechos aduaneros sobre las exportaciones (retenciones) y aumento de derechos de importación para productos suntuarios.

La unificación y liberación del tipo de cambio se tradujo en una fuerte devaluación -del orden del 50%- favorecedora del sector tradicional agroexportador, sobre el cual se aplicaron retenciones del 10% al 20%; se subieron los aranceles de importación, que iban del 20% al 300% según los rubros; se incrementaron los impuestos internos; se lanzó un plan para combatir la evasión fiscal y se liberaron los precios, que sólo se mantuvieron fijos para algunos artículos básicos de la canasta familiar.

(1959) Hasta mediados de 1959 la situación económica seguía bastante fuera de control, así que el presidente decidió dar otro gran golpe de timón y nombró a Álvaro Alsogaray como ministro de Economía. Alsogaray había sido candidato presidencial en las elecciones del año anterior en representación de la Unión Cívica Independiente, un partido de orientación liberal que había recibido escaso caudal de votos.

Como es de imaginar, la incorporación de Alsogaray generó otra gran decepción más en las filas desarrollistas. El nuevo ministro permaneció 22 meses en el cargo, hasta que un buen día Frondizi le pidió la renuncia. Años después, cuando en una entrevista le preguntaron sobre las causas del despido del ministro, el ex presidente dijo: "Alsogaray todavía se está preguntando por qué lo saqué, por qué le pedí la renuncia. Es muy fácil explicar por qué lo saqué. Lo que me resulta muy difícil es explicar por qué lo nombré".

Alsogaray fue en realidad el encargado de aplicar el programa acordado con el FMI. En esa época acuñó con gesto adusto la famosa frase de "hay que pasar el invierno". Posiblemente nunca imaginó cuanta vigencia tendría a lo largo de los años.

El gobierno calculaba que en dos años comenzarían a verse los primeros resultados del sacrificio que le estaba imponiendo a la población.

En diciembre de 1958 se sancionaron las leyes 14.780 de Radicación de Capitales -que permitía remitir ganancias al exterior y equiparaba en el trato al capital local y al extranjero- y 14.781 de Promoción Industrial. Esto, junto con el crédito por 75 millones de dólares del FMI y las reformas a las que estaba condicionado, encendieron la alarma de los nacionalistas.

La combinación entre pérdida del poder adquisitivo del salario en 1959 y las acusaciones de "entreguismo" de los grupos nacionalistas y de izquierda que rechazaban la intervención del capital extranjero -sobre todo en el área petrolera- generaron un cortocircuito que Frondizi enfrentó endureciendo su postura con los sindicatos y manteniendo su política de apertura.

Luego de una corta luna de miel, la resistencia peronista se acentuó cuando el gobierno congeló por un año los convenios colectivos ya pactados. Las huelgas estallaron.

Enfrentado con los sindicatos, Frondizi utilizó la fuerza pública para terminar con la ocupación del frigorífico estatal Lisandro de la Torre. El Presidente rompía, de este modo, el acuerdo básico con el peronismo al recostarse sobre el Ejército para la tarea represora y en las grandes empresas para obtener oxígeno para su proyecto.

Pese a los lineamientos del plan, por primera vez en el siglo la Argentina mostró en 1959 una inflación de tres dígitos, 114% -índice al que la carne aportó un 225% de aumento- y la economía se contrajo un 6,1 por ciento.

Los "planteos" militares -cerca de 40 hasta el golpe final- se sucedían sin solución de continuidad mientras los sindicatos paralizaban prolongadamente actividades centrales, como el caso de la huelga bancaria, que duró más de dos meses.

(1974) (Gobierno de Perón) El congelamiento de precios y salarios comenzó a trastabillar. Aparecieron el desabastecimiento y el mercado negro, lo que encareció la canasta familiar y dio pie a presiones sindicales por demandas salariales, activando el juego perverso de la inflación. Así, en marzo de 1974 -varios meses antes de lo pactado- se acordó un aumento del 30% en los salarios mínimos y del 13% en el resto de las remuneraciones.

En junio de 1974 el gobierno logró la sanción de la denominada Ley de Abastecimiento, que le otorgaba atribuciones en materia de fijación de precios, control de prácticas monopólicas y otras regulaciones sobre el mercado de bienes y servicios. Con el correr de los años esta legislación habría de ser utilizada en numerosas oportunidades.

El control de cambios también se resquebrajó, dando lugar a un intenso mercado negro o paralelo y a exportaciones no registradas que probablemente llegaron a representar alrededor de la quinta parte de las ventas externas totales. Un número creciente de exportadores evitaba de este modo ingresar las divisas a un tipo de cambio oficial que era un tercio de la cotización real en el mercado.

Pasado el "shock", el crecimiento -logrado con base en la utilización de capacidad ociosa instalada- requería de un aumento de la inversión. Alarmado por la situación política, el sector privado disminuyó de manera importante sus proyectos, mientras el sector público, procurando evitar la recesión, desplegaba un importante plan de obra pública, orientado fundamentalmente a la construcción de viviendas.

El ministro de Economía también procuró activar nuevos mercados externos y -con el viejo precepto de la "Tercera Posición"- emprendió una importante gestión en Cuba -bloqueada comercialmente por los Estados Unidos– la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia, países con los que se acordaron créditos y cooperación científica y tecnológica. Indudablemente, esto acentuó tanto la desconfianza del gobierno estadounidense como la de una parte importante del empresariado local.

Por añadidura, la confrontación política no cejaba. En el acto del 1º de mayo de 1974 Perón virtualmente "echó" a las "formaciones especiales" -eufemismo con el que había bautizado a las organizaciones armadas- del multitudinario acto de la Plaza de Mayo. Unos días más tarde, el 1º de julio, fallecía.

La orfandad nacional que produjo su deceso en millones de argentinos fue tan profunda como el caos político, económico e institucional en el que se sumió la Argentina. No sólo moría el líder venerado por muchos durante tantos años, se iba con él la posibilidad de evitar la licuación por centrifugación del sistema político nacional.

Todo el mundo era consciente de la incapacidad de María Estela Martínez de Perón ("Isabel") para manejar la situación, aunque no tanto de su fuerte adhesión a un sector de ultraderecha llamado a desatar una situación terminal en pocos meses.

En octubre de 1974 este sector logró el desplazamiento de Gelbard y con él concluyó un ensayo, tal vez un tanto utópico, de armonizar equidad distributiva con crecimiento económico. El país había perdido otra oportunidad.

La cabeza visible de la ultraderecha en el gobierno era José López Rega, un ex cabo de policía, rodeado de un halo de esoterismo y devenido en secretario privado de Perón, desde su exilio en Madrid. Él constituyó su base de operaciones en el Ministerio de Bienestar Social. Desde allí creó la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina), un grupo paramilitar ultraderechista que sería el encargado de liquidar a la "subversión", encuadrado en el viraje autoritario del nuevo gobierno.

Como parte de la nueva etapa, el gobierno convocó a los militares a que abandonaran su "profesionalismo" para involucrarse en el apoyo político al nuevo gobierno.

En el área económica el giro completo a la derecha era difícil, porque implicaba una confrontación abierta con los sindicatos, cuya postura era cada vez más distante del gobierno.

Para zanjar la situación, "Isabel" Perón nombró como ministro de Economía a Alfredo Gómez Morales, un veterano cuadro del peronismo que había sido ministro de Finanzas entre 1949 y 1952, es decir en la etapa en que Perón había intentado modificar el rumbo económico de su gobierno. Gómez Morales adscribía a un enfoque más ortodoxo que Gelbard, pero era esencialmente un moderado que gozaba de respeto tanto dentro como fuera del justicialismo. Se trataba de un hombre ideal para calmar los ánimos y durante algunos meses lo logró.

El nuevo ministro comenzó una gestión para obtener del FMI un crédito internacional "stand by" que no llegaría, mientras intentaba establecer nuevos acuerdos de precios y salarios, con retoques moderados.

El sistema económico había acumulado tensiones por obra del Pacto Social que -aunque roto en la práctica- seguía vigente, junto con el sostenimiento de un tipo de cambio fijo, que terminó revalorizando el peso frete al dólar.

El "Pacto Social" entre la CGT y la CGE volvió a reeditarse el 1º de noviembre de 1974. En el mismo se acodaba un aumento salarial y beneficios sociales adicionales, lo que aun así no alcanzaba para cubrir las expectativas del sector sindical, que propuso a Isabel Perón la "argentinización" de la economía. Esto incluía la nacionalización de bancos que habían sido adquiridos por capitales extranjeros durante el onganiato; la anulación de contratos con ITT y Siemens para proveer a la empresa nacional de teléfonos (ENTEL) y la nacionalización de estaciones de servicio de Esso y Shell.

A estas alturas la confusión era mayúscula, pero la economía todavía se sostenía en pie. Impulsado por el consumo y un nuevo aumento de las exportaciones, en 1974 el producto bruto interno creció un inesperado 6%. Pero como también las importaciones habían aumentado -en parte alentadas por el atraso cambiario- el saldo comercial se había deteriorado abruptamente y, junto con el proceso de salida neta o fuga de capitales, empujaba hacia abajo las reservas. Las presiones para que el gobierno devaluara la moneda eran crecientes.

En medio de la turbulencia, los aumentos salariales le habían ganado la carrera a los precios, que ese año "sólo" se habían incrementado un 24%. Así, el salario real tuvo un alza del 25% y la participación de los asalariados en el ingreso nacional alcanzó al 47%, uno de los puntos más altos de la historia, aunque poco habría de durar.

El déficit fiscal del Gobierno Nacional superó ligeramente el elevado nivel del año anterior y fue financiado en gran parte con emisión monetaria. En medio del descontrol y las luchas por el poder se incorporaron casi 102.000 nuevos agentes públicos.

La desequilibrada situación fiscal impulsó un crecimiento del 33% (1.132 millones de dólares) en la deuda externa, inaugurando un vertiginoso sendero ascendente.

La época arrojaba señales contradictorias. Como si nada ocurriera, un nuevo fenómeno de consumo tuvo inicios en estos tiempos turbulentos: los viajes turísticos de la clase media al exterior, incentivados por un tipo de cambio artificialmente favorable. Entre agosto de 1974 y el primer trimestre de 1975, los argentinos gastaron alrededor de 200 millones de dólares fronteras afuera, un 10% de las reservas.

(1975) El año 1975 fue posiblemente uno de los peores momentos de la historia argentina, cuando se combinaron un enfrentamiento completo entre diversos sectores políticos, un clima de violencia creciente -con un saldo de centenares de muertos-, la ineptitud instalada en el máximo nivel de gobierno y la economía precipitándose al abismo.

El reajuste permanente de precios y salarios se inició con un aumento de éstos últimos del orden del 20% en el mes de marzo. En abril se tornó impostergable devaluar la moneda y el gobierno corrigió el tipo de cambio de $ 10 a $ 15 por dólar. Entre enero y mayo los precios aumentaron un 33 por ciento.

El saldo de la balanza comercial se deterioraba rápidamente. Las exportaciones caían por el efecto combinado de las ventas externas no registradas y el deterioro de los precios de los "commodities". Las importaciones aumentaban por el tipo de cambio artificialmente bajo y el aumento del precio del petróleo.

Para agravar el panorama, el año 1975 presentaba muchos vencimientos de los compromisos externos. El 25 de marzo, el presidente del Banco Central, Ricardo Cairoli, advirtió sobre una peligrosa reducción de las reservas internacionales del país. Estas habían caído a la mitad de su nivel de comienzos de año.

Gómez Morales -en viaje a los Estados Unidos- declaró:

Argentina necesita nuevos créditos para ir compensando parcialmente el esfuerzo de pagar con toda puntualidad los servicios de amortización e intereses de la deuda externa, sobre todo en los próximos tres años. Los préstamos tenderán a facilitar un mejor escalonamiento de la deuda, cuyo principal defecto no es su magnitud, sino la distribución en los cuatro años que vendrán.

Pese a presentar su "Plan de Coyuntura", la suerte de Gómez Morales estaba echada. Las exhortaciones del propio Partido Justicialista y de sus dirigentes no eran escuchadas. El mercado negro alcanzaba el 40% de las operaciones comerciales.

La devaluación de marzo se había licuado por el aumento de precios. Para contener el descontento popular se abrieron negociaciones colectivas de salarios que rápidamente se empantanaron.

Finalmente, Gómez Morales renunció el 2 de junio. Lo sucedió Celestino Rodrigo, entonces funcionario de López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. Con él la ultraderecha se apoderó de la situación y produjo uno de los episodios más traumáticos de la vida económica y social del país: el "rodrigazo".

Decidido a "sincerar" las variables, Rodrigo impulsó una devaluación del 100% que fue acompañada de un aumento de las naftas del orden del 175%, de la energía eléctrica del 76% y del transporte entre un 80% y 120%. La tasa de interés se elevó un 50 por ciento.

En un primer momento el gobierno intentó suspender las paritarias y desconocer los acuerdos alcanzados en algunas de ellas. Pero rápidamente debió desistir de su propósito frente a una ola de protesta que encontró unidos en la calle a los sindicatos y las agrupaciones de izquierda.

La dirigencia cegetista convocó, por primera vez en toda la historia una huelga general de 48 horas -con movilización a la Plaza de Mayo- en contra de un gobierno justicialista. Sin embargo, la CGT declaró que el llamado a la protesta tenía como objetivo "apoyar a la presidenta", en contra de López Rega y Rodrigo, delimitando la pugna interna del débil gobierno.

A raíz de la protesta popular que invadió el propio Ministerio de Economía y casi lincha a Rodrigo, comenzó a gestarse un clima de golpismo.

La presión sobre el gobierno precipitó la renuncia de todo el gabinete y se comenzó a generar un vacío de poder que iría en aumento. Para disminuir la tensión, López Rega literalmente huyó del país bajo la figura de "embajador itinerante".

La gestión de Rodrigo duró 50 días, pero más efímera fue la de su sucesor, Pedro Bonanni, que en los 23 días que estuvo apenas llegó a ocupar su despacho.

En julio, los precios aumentaron 35% y en los doce meses siguientes escalaron una magnitud hiperinflacionaria: 476 por ciento.

Atemorizados frente al caos, la Presidenta y sus allegados nombraron en el Ministerio de Economía a Antonio Cafiero, que contaba con la confianza de las 62 Organizaciones (poderoso agrupamiento sindical). Lo secundaba Guido Di Tella, como una señal para que el empresariado no se alarmara más de lo que estaba. A su gestión se sumó como ministro de Trabajo otro abogado de las 62, Carlos Ruckauf.

El nuevo equipo económico enfrentaba una situación crítica en materia fiscal, en el sector externo y en el terreno de la inflación. Pero, además, la economía había dejado de crecer y se precipitaba a una recesión.

Cafiero aumentó considerablemente las asignaciones familiares y suscribió un "Acta de Compromiso Social Dinámico" entre empresarios y sindicalistas.

A diferencia de la política de "shock" seguida por su antecesor, el nuevo ministro optó por un enfoque gradualista. Una pieza esencial de este esquema fue la indexación de la economía, un mecanismo que contemplaba el reajuste por inflación de los precios, tarifas y otras variables, evitando los escalones bruscos que habían sido tan traumáticos. Salvo cortos períodos, la indexación formó parte de la cultura económica de los argentinos durante los veinte años siguientes.

En el campo empresarial, la Unión Industrial Argentina, la Cámara de Comercio y la Sociedad Rural Argentina formaron la Asamblea Permanente de los Grupos Empresariales (APEGE) para hacer frente a lo que quedaba de la CGE, al sindicalismo peronista y a la impotencia estatal.

Absolutamente desbordada, Isabel Perón solicitó licencia en septiembre de 1975 y se mantuvo dos meses alejada del gobierno. El Poder Ejecutivo quedó en manos de Ítalo Argentino Luder, presidente del Senado y un hombre muy respetado dentro del justicialismo.

Durante este período el gobierno emitió tres decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que intervinieran en la lucha contra los grupos armados. En ese contexto, el Ejército concretó en Tucumán el "Operativo Independencia", un amplio despliegue militar que produjo grandes bajas en las organizaciones guerrilleras.

A partir del 23 de octubre, un paro ganadero puso a prueba los reflejos del gobierno. En diciembre de 1975 la APEGE decidió enfrentarse con los sindicatos, negándose a cumplir con los aumentos de salarios y las cargas adicionales. Las amenazas de "paro patronal" (lock out) se reiteraron e incluso la más oficialista CGE sufrió la desafiliación de nueve federaciones provinciales, que veían con malos ojos el avance del sindicalismo.

Casi milagrosamente, Cafiero logró obtener apoyo externo por parte del FMI que le otorgó un préstamo de 250 millones de dólares. Pero, naturalmente, no pudo evitar que la economía cayera un 0,7%, el salario real descendiera 6% y el déficit del sector público alcanzara un 13% del PIB, desequilibrio hasta entonces sin precedentes en la historia argentina.

En un intento desesperado por contener el golpe, el 18 de diciembre de 1975 el gobierno anunció que el 17 de octubre del año siguiente tendrían lugar las elecciones para renovar autoridades nacionales. El anuncio fue recibido con frialdad y no modificó la conducta de ninguno de los actores sociales.

(1976) A poco de iniciado 1976, los empresarios de la APEGE impulsaron con agresividad nunca vista, el "lock out" con el que venían amenazando. El 2 de febrero la CGE no se quedó atrás y sus adherentes decidieron la resistencia al pago de los impuestos y planearon apagones y cierre de negocios.

El 3 de febrero de 1976, Antonio Cafiero se alejó del gobierno. A su partida también contribuyó una campaña de hostigamiento del entorno de Isabel Perón.

Veinticuatro horas después, el sillón ministerial fue ocupado por Emilio Mondelli, quien lideraba el Directorio del Banco Central desde la gestión de Bonanni. Al llegar, se encontró con que los ingresos eran muy inferiores a las erogaciones y declaró: "Sin que yo diga que los argentinos somos los que tenemos la culpa de lo que pasa, sin buscar culpas ni hacer imputaciones, reconozcamos que no viene todo de una actitud del exterior. Estos hechos argentinos han destruido el crédito".

Mondelli procuró poner en marcha un "Programa de Emergencia" que incluía un menú clásico: aumento de salarios, devaluación, aumento de tarifas. Nadie lo tomó seriamente.

La inflación se realimentaba y convalidaba con una emisión monetaria imparable, única manera de hacer frente a las obligaciones internas de un Estado impotente, vacío de poder e incapaz de aplicar una política económica que tuviera mínima coherencia y cuya deuda externa seguía creciendo.

El golpe se venía planeando desde comienzos de 1975. Martínez de Hoz en persona reconocería más tarde que su programa de económico fue elaborado por miembros de la APEGE desde ese momento.

Seguramente Isabel Perón no se asombró cuando en la noche de marzo de 1976, le informaron que había dejado de ser presidenta. Para la sociedad éste era un final previsto, que nuevamente fue recibido con extraordinaria indiferencia.

Una gran parte de los argentinos aceptó y saludó el golpe militar de 1976. Esta vez sus actores no se habían apresurado, por el contrario, esperaron hasta que la situación de desgobierno, violencia y crisis económica fuera de tal magnitud que su llegada se recibiera casi con alivio.

Para comandar esta etapa los líderes militares eligieron al general Jorge Rafael Videla, ex Comandante en Jefe del Ejército, que gozaba de gran predicamento entre sus pares. Lo acompañaban en la Junta Militar el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti.

El plan que puso en marcha Martínez de Hoz había sido elaborado por la APEGE y fue expuesto a la población a través de un extenso discurso de dos horas y media de duración, que atravesó la medianoche del 2 de abril de 1976.

Las medidas inmediatas incluían básicamente: liberación de precios, aumento de tarifas de servicios públicos y combustibles, reforma impositiva y la anulación de las negociaciones salariales, reemplazándolas por un sistema de fijación de remuneraciones por decisión del gobierno. También se disponía una importante devaluación -que llevó al doble el tipo de cambio- y un proceso de unificación del mercado cambiario.

En el corto plazo, la principal preocupación seguía siendo la inflación; que en el mes de marzo había llegado al 38% y su principal causa era el enorme déficit fiscal, financiado básicamente con emisión monetaria. El alza de precios resultante inducía aumentos salariales, generando una incontrolable espiral ascendente.

La elevada inflación impulsaba también una fuente adicional de desequilibrio fiscal, dado que los ingresos percibidos por el Estado no se actualizaban instantáneamente, en su totalidad, debido a la tasa de inflación y, en cambio, se debía hacer frente a gastos que eran mucho más sensibles a los ajustes de precios y salarios. Además, los contribuyentes tendían a atrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales, dado que el régimen de castigos era débil y encontraban aplicaciones financieras sumamente rentables a corto plazo para tales recursos.

Frente a esta situación, el gobierno puso en marcha de manera inmediata una reforma tributaria que gravó la transferencia de activos financieros (acciones, etc.), los créditos bancarios, el patrimonio y la propiedad inmobiliaria. También se aumentó del 13% al 16% la tasa del impuesto al valor agregado y se establecieron ajustes periódicos de las tarifas de los servicios públicos.

Unos meses después, en agosto de 1976, se sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras, de dirección opuesta a la establecida en 1973, que facilitaba y promovía el ingreso de capital externo. Una vez más, en el corto plazo de tres años, el país daba un giro completo en un tema crucial.

Paulatinamente, las medidas impulsaron un descenso de la inflación. En abril los precios se incrementaron un 33% y en los meses siguientes hasta fin de año el promedio de aumento fue del 8% mensual. Pero el año cerró con un 444% de inflación, un nivel hasta entonces nunca registrado en la historia argentina. La variable de ajuste de este proceso fue el salario, que en sólo doce meses perdió el 40% de su capacidad adquisitiva. Es difícil encontrar asidero teórico a un esquema de política económica que propugnaba la libertad de mercado y liberaba los precios, pero mantenía congelados los salarios. No sería la única inconsistencia.

No obstante, en junio de 1976 los esfuerzos de ordenamiento recibieron el apoyo del FMI, que otorgó un financiamiento de 300 millones de dólares, la mayor suma asignada hasta ese momento a un país latinoamericano. A eso se sumaron 1.000 millones adicionales aportados por bancos privados.

A pesar de los logros iniciales, la inflación seguía mostrándose indómita. El gobierno tenía la tesis de que una amplia conexión comercial y financiera de la Argentina con el mundo daría como resultado una "convergencia" de la inflación interna con la internacional y progresivamente fue dando pasos en esa dirección.

Así, a fines de 1976 se anunció una primera regla de devaluación, que consistía en que la misma tendía un ritmo igual a la tasa de inflación interna menos la tasa de inflación internacional.

Más allá de que se basaba en supuestos incorrectos, como habría de quedar demostrado por la realidad, el mecanismo, de carácter gradualista, no perecía muy propio de un gobierno autoritario. Sin embargo, el tremendo ajuste inflacionario de medidos de 1975 había dejado una lección de prudencia en este terreno. Además, concentradas en la represión, las autoridades pretendían el acompañamiento de un frente económico calmo.

Simultáneamente, el gobierno se decidió a poner en práctica lo que sería luego la primera etapa de apertura de la economía: una rebaja generalizada de los aranceles de importación del 94% al 53%. La medida fue acompañada también de la liberación de otras restricciones cambiarias y financieras sobre las compras en el exterior.

Muy sutilmente se produjo un cambio conceptual de importancia en el uso de los aranceles del comercio exterior, que son naturalmente una herramienta para el desarrollo económico. Esto es lo más relevante.

Como se recordará, hasta bien entrado el siglo XX, las tarifas aduaneras tenían como propósito principal proveer de ingresos al gobierno y poco atendían a la cuestión de la protección a la producción nacional. Ése fue el tema primordial en los alegatos de Carlos Pellegrini a favor de la industria.

Ahora, nuevamente, el nivel de los aranceles pasaba a estar vinculado a consideraciones ajenas al desarrollo productivo y se definía exclusivamente por el objetivo de abatir la inflación.

Al terminar 1976, algunas de las variables de la economía mostraban una inflexión positiva respecto de los resultados de 1975. El producto bruto interno cayó un 0,4% -menos que el año anterior- en lo que influyó el deterioro de la industria, mientras que el sector agropecuario protagonizaba una recuperación. La caída de la industria era producto de la contracción del 12% en el consumo privado que el congelamiento de salarios había producido, pero, a cambio, la inversión privada comenzaba a recuperarse de la mano de la confianza que el programa económico inspiraba en el sector empresarial.

La reducción del consumo también influyó en la caída del 23% en las importaciones. Las exportaciones, en cambio aumentaron un 44%. Buenas condiciones climáticas y un mejor ánimo de los productores agropecuarios habían generado en 1976-1977 una cosecha de cereales 40% superior al promedio de los siete años anteriores. El "milagro argentino" había vuelto a producirse y el saldo de la balanza comercial fue positivo en 883 millones de dólares. Con ese impulso y los préstamos externos recibidos, las reservas internacionales del país se fortalecieron sustantivamente. En materia fiscal, en cambio, el déficit fue de casi el 14% del PBI.

Desde un primer momento, el gobierno recibió un creciente cuestionamiento internacional por sus prácticas represivas. Se diseñó así una estrategia en dos tiempos, que consistía en acelerar lo más posible la "lucha antisubversiva" para luego entonces proceder a una profundización del programa económico.

La reciente aparición de documentos reservados del Departamento de Estado de los Estados Unidos refleja bien ese proceso. A principios de octubre de 1976 el canciller Guzzetti se entrevistó con el secretario de Estado Henry Kissinger que literalmente le dijo:

Nuestra actitud básica es que queremos que tengan éxito (.) Lo que no se entiende en los Estados Unidos es que Uds. tienen una guerra civil. Leemos acerca de los problemas de derechos humanos, pero no sobre el contexto. Cuanto más rápido Uds. triunfen será mejor (.) El problema de los derechos humanos está creciendo. Si pueden terminar antes que el Congreso regrese de vacaciones, mejor. Si pueden restablecer algunas libertades eso también ayudaría.

Cuando estalló la Guerra de las Malvinas (2 de abril de 1982), Roberto Alemann se encontraba negociando la refinanciación de parte de la deuda externa y el equipo económico apenas si llegó a tiempo para trasladar las reservas internacionales del país al Banco de Pagos Internacionales, en Suiza.

En los dos meses que duró la guerra, Alemann, al igual que le ocurriría a uno de sus sucesores unos años más tarde, descubrió la diferencia que los argentinos establecen entre el corazón y el bolsillo. A pesar del apoyo público a la contienda, los depósitos en los bancos disminuían sin cesar y el dólar pasaba de $ 10 a $ 24 por unidad entre enero y junio.

En esos días, en un discurso, el ministro hizo una interesante radiografía del sistema financiero "modelo" ideado cinco años atrás:

El sistema de garantía oficial induce operaciones bancarias de signo inverso al normal (.) La experiencia recogida durante las últimas semanas ha sido aleccionadora. El Banco Central repuso la liquidez que faltaba por extracciones de depósitos inducidas por el terror y las tasas de interés no bajaron sustancialmente porque siempre hubo entidades financieras dispuestas a pagar altas tasas con la garantía oficial (.) La garantía oficial facilita negocios espurios, porque ciertos financistas sin escrúpulos pueden distraer los fondos de los depositantes para negocios particulares o incluso estafar a la entidad y fugar (.) El Banco Central ha sufrido por este concepto pérdidas billonarias por cuenta de la Tesorería Nacional y el país ha pagado esas pérdidas con inflación y empobrecimiento general (.) La salud económica y moral de la Nación reclama que este sistema cese hasta extinguirse.

La derrota en la guerra implicó una descomposición inmediata del Proceso, que también hizo eclosión por las cuentas pendientes del propio desempeño de las tres fuerzas en las Malvinas. La Marina y la Fuerza Aérea, con fuertes reproches, abandonaron el gobierno y el Ejército, en soledad, designó al general Reynaldo Bignone como presidente encargado de negociar la transición hacia la democracia.

Con Bignone volvió al Ministerio de Economía José María Dagnino Pastore, que había ocupado el cargo con la "Revolución Argentina". En el Banco Central asumió Domingo Cavallo.

El nuevo equipo económico ensayó un giro en medio de la tempestad y preparó un plan económico propio, con cierto corte nacionalista que hallaba eco en sectores militares afines, pero que finalmente no podría imponer en los escasos 52 días en la función.

Dagnino Pastores enfrentó un importante recrudecimiento de la inflación al que no pudo dominar. Al mismo tiempo, en el plano externo, además de los atrasos que se acumulaban en los pagos, existía la particularidad de que una parte importante de la deuda externa estaba contraída con la banca británica, lo que daba a la negociación un notable tinte político.

En el Banco Central, fiel a su estilo, Cavallo trabajó febrilmente y adoptó multitud de disposiciones, entre ellas un seguro de cambio para la deuda de las empresas privadas a un valor de $ 15,75 por dólar y, nuevamente, el desdoblamiento del mercado cambiario.

Este seguro de cambio fue ampliado por su sucesor -Lucio González del Solar- a través de una norma que permitió la licuación definitiva de los pasivos de las empresas endeudadas, sistema que operó hasta 1985.

A fines de agosto de 1982 Jorge Wehbe reemplazó a Pastore y llegó, por tercera vez, al Ministerio de Economía.

Las medidas se tornaron eminentemente coyunturales, en un contexto en que la crisis financiera regional se agravaba. Pocos días antes de asumir Wehbe, el 20 de agosto de 1982, México había anunciado la moratoria de su deuda externa desatando un efecto contagio a escala mundial.

Los países del Tercer Mundo y de Europa Oriental estaban comprometidos con deudas externas por 626.000 millones de dólares, cifra más de tres veces superior a la de seis años atrás. En los meses que siguieron, quince países -entre ellos el nuestro- procuraron renegociar vencimientos por más de 90.000 millones de dólares con la banca comercial.

Debido al estallido de la crisis de la deuda, el crédito internacional desapareció y los mayores acreedores -la banca internacional- formaron un "club" para hacer frente al problema. El FMI socorrió a los países endeudados para salvar, a su vez, el sistema financiero internacional. Esta decisión, adoptada durante la asamblea del FMI y el Banco Mundial en Toronto, en septiembre de 1982, implicó la posibilidad de que los países en crisis accedieran al salvataje bajo condiciones que determinarían el curso de futuras políticas económicas.

Como siempre, la Argentina requería un nuevo acuerdo con el FMI, pero el organismo ponía como requisito (al igual que veinte años más tarde) que antes la Argentina llegara a un arreglo con el resto de sus acreedores externos. Conforme al funcionamiento del sistema financiero internacional en esos años, las deudas habían sido contraídas fundamentalmente con bancos privados, que como actuaban de manera sindicada, formaban una gran red de alrededor de 600 entidades.

En medio de gran tensión, la negociación con los acreedores se cerró sobre fin del año y ello abrió las puertas para que en enero de 1983 se restableciera un acuerdo "stand-by" con el FMI.

Durante 1982 el desempeño de la economía fue catastrófico. El PBI se contrajo casi un 6%, la inflación alcanzó el 165% y el poder adquisitivo del salario cayó 20%. Las importaciones disminuyeron bruscamente, lo que facilitó un fuerte saldo comercial positivo, que junto a un endeudamiento externo adicional de 6.000 millones de dólares y la virtual cesación de pagos, permitieron mantener relativamente estables las reservas. Pero a lo largo del año el dólar pasó de $ 10 a $ 68 por unidad y en junio de 1983 nació el peso argentino, con cuatro ceros menos que su anterior y dos años de vida por delante. La aventura había costado cara.

Cuando concluyó la etapa del Proceso la economía había crecido un 0,8% sobre los niveles de 1975. La expansión inicial duró hasta 1980, con un acumulado del 10% que se perdió en los dos años posteriores. En el mismo lapso, la población creció casi 14%, de modo que el ingreso por habitante disminuyó en la misma proporción y, como la distribución del ingreso empeoró notablemente, para una gran parte de la población el descenso fue mucho mayor. Mientras el 1974 el 5% de la población más rica percibía el 17,2% del ingreso total, en 1982 concentraba el 22,2 por ciento.

Durante esos años el poder adquisitivo del salario estuvo -en promedio- 25% por debajo del trienio 1973-1975 y, como consecuencia, la participación de los asalariados en el PBI cayó desde un 47% en 1974-1975 hasta 36% en 1982.

Ese último año, el desempleo alcanzó un 6%, una cifra elevada para la época, aunque paradisíaca para la Argentina de comienzos del siglo XXI. Sin embargo, un fenómeno nuevo estaba en ascenso: el trabajo por cuenta propia. A mediados de 1970 en esa categoría ocupacional se registraba alrededor del 16% de los ocupados, en 1982 las cifras llegaban al 29% en el interior de la provincia de Buenos Aires, el 20% en el suburbano y el 18% en la ciudad de Buenos Aires. Junto con la pérdida en los empleos clásicos con relación de dependencia, se inició también una precarización importante de las condiciones laborales.

En buena medida eso obedeció al deterioro del sector industrial, cuya producción osciló en esos años alrededor de los mismos valores de 1975, para desplomarse luego un 20% al fin del período.

Un estudioso de estos temas, Bernardo Kosacoff, señala que "entre 1976 y 1982, la producción de textiles, ropa y calzado disminuyó 35%, la de madera y muebles 40% y la de productos metálicos, maquinarias eléctricas y material de transporte 30%.

Una observación del mismo autor es la ausencia de ingreso al mercado de nuevas firmas extranjeras y la reducida significación de las inversiones de las ya radicadas. Más aún, se registra la salida de un conjunto de importantes filiales, entre ellas cuatro pertenecientes al sector automotriz.

Nuevamente, estos resultados traen al análisis el abismo que suele mediar entre las formulaciones de política teñidas de ideologismo y la realidad del mundo de los negocios.

Paradójicamente, la propia apertura, finalmente abrupta, desordenada y agravada por el atraso cambiario, desalentaba la permanencia en el país de quienes tenían al mercado mundial como referencia. Para qué producir en un pequeño mercado de elevados costos si era posible enviarle productos de cualquier parte del mundo con bajos aranceles.

Reseñando su gestión es este campo, Martínez de Hoz expone un análisis sumamente interesante, que testimonia bien su pensamiento económico y cuán lejos se ubicaba de la realidad internacional:

La política de apertura en materia de comercio y de industria se llevó a cabo en una época durante la cual apareció en escena lo que se ha dado en llamar el neoproteccionismo internacional. Las naciones industriales, que en el pasado protegían a sus producciones agropecuarias (.) adoptaban la postura que las exportaciones de manufacturas de países en desarrollo tendrían acceso a su mercado, con lo cual se compensaría gradualmente la reducción de la importación de productos agropecuarios. Pero cuando tales exportaciones alcanzaron un determinado nivel de eficiencia y competitividad, se encontraron con limitaciones, prohibiciones, cuotas obligatorias o supuestamente voluntarias, impuestas por las naciones industrializadas (.)

En el curso de nuestra gestión luchamos permanentemente contra estas prácticas, en todos los ámbitos y foros internacionales, donde tuvimos una activa presencia. Proclamamos allí que estas restricciones eran absolutamente nocivas para la economía mundial (.) Consideramos que hubiera sido un grave error que por el hecho de que algunos países adoptaran prácticas inconvenientes, los imitásemos poniendo en vigencia políticas igualmente equivocadas (.) La apertura económica (.) es un instrumento de modernización interna, independientemente de lo que hagan otras naciones.

Como es conocido, una de las herencias más negativas del Proceso fue el crecimiento de la deuda externa. En 1975 el endeudamiento total del país (público y privado) era de 7.875 millones de dólares, en 1983 llegaba a los 44.781 millones de dólares. En el caso de la deuda pública, en ese lapso se pasó de 4.021 a 32.196 millones de dólares. En los años posteriores, merced a los seguros de cambio y las propias reestructuraciones empresarias, la deuda privada se contrajo sustantivamente. Pero no ocurrió lo mismo con el sector público.

La cuestión del endeudamiento público tuvo, algunos rasgos peculiares. Entre 1976 y 1981 las empresas del Estado incrementaron su deuda en 21.548 millones de dólares. Las "naves insignia" de ese fenómeno fueron YPF, que tomó impagables 7.763 millones de dólares de nueva deuda, y Agua y Energía con 3.814 millones de dólares.

En el dispendio sin límites, entre 1976 y 1983 el Estado emitió 306 avales o garantías para operaciones de crédito por 6.670 millones de dólares. El 43% de este monto, unos 119 avales, tuvieron como destinatario al sector privado. Seguramente se trató de un olvido del principio de subsidiariedad del Estado.

Es difícil pensar en otro país en el mundo donde la voluntad de un grupo de personas profundamente equivocadas sea capaz de imponerse mesiánicamente por sobre las evidencias de la realidad, transformarse en acción de gobierno y producir un proceso de destrucción económica tan grave…

Finalmente, el gran día llegó y el 30 de octubre de 1983 el radicalismo recibió casi el 52% de los votos contra el 40% del justicialismo. La victoria se extendió a ocho gobernaciones provinciales, pero fue menos rotunda a nivel legislativo. En la Cámara de Diputados la UCR obtuvo una ajustada mayoría de 129 diputados sobre 254 y en el Senado 18 de las 46 bancas.

En su discurso inaugural -el 10 de diciembre de 1983- el presidente Alfonsín hizo una cruda descripción de la situación económica: "El estado en que las autoridades constitucionales reciben el país es deplorable y, en algunos casos, catastrófico, con la economía desarticulada y deformada, con vastos sectores de la población acosados por las más duras manifestaciones de empobrecimiento"

Los temas clave eran el combate a la inflación a través de la disciplina fiscal y el problema de la deuda externa. Los registros de la deuda heredados del gobierno militar eran caóticos y las motivaciones de muchos préstamos más que dudosas, de modo que el gobierno adoptó el enfoque de identificar la porción "legítima" de la misma y honrar los compromisos sin afectar el crecimiento de la economía.

(1984) Los primeros pasos del gobierno se encaminaron frontalmente hacia la delicada y trágica cuestión de los derechos humanos, un inevitable punto de confrontación con las Fuerzas Armadas, que consumió muchas de sus energías y fue fuente de inestabilidad virtualmente durante todo su mandato.

Apenas asumió, el gobierno derogó la ley de "autoamnistía" promulgada por el gobierno militar poco antes de dejar el poder y decretó la detención de la anterior cúpula militar y de un grupo de jefes de las organizaciones guerrilleras.

Superado el primer momento de euforia, con el retorno de la democracia y las primeras medidas de gobierno en el terreno político, la dura realidad económica comenzó a acosar a la flamante administración en un contexto en que el ingreso por habitante era igual al de 15 años atrás y el volumen de la producción industrial similar al de 1972.

La gestión cotidiana de la economía pronto se reveló más compleja que la retórica electoral. Ni dentro ni fuera del gobierno abundaban las ideas de cómo enfrentar la situación.

Pocos días antes del inicio del mandato de Alfonsín, el economista y ex ministro Aldo Ferrer publicó un ensayo donde describía con crudeza los problemas que enfrentaba la economía. En su visión, existían tres opciones: el ajuste estabilizador, es decir la receta clásica del FMI, que en el corto plazo necesariamente implicaba una contracción de la economía; el ajuste inflacionario, que consistía en apelar a la emisión para eludir el ajuste fiscal y obtener así los recursos para el pago de la deuda -cuyas consecuencias, según advertía el autor, serían tan devastadoras como en la Alemania de la década de 1920- y una solución nacional independiente.

Esta última consistía en un ajuste fiscal, que incluía como pieza central una refinanciación de los intereses de la deuda, el racionamiento de las divisas provenientes del comercio exterior y un redimensionamiento del sistema financiero para disminuir sus costos. En la concepción de Ferrer, la refinanciación de la deuda debería ser negociada, pero si ello no se lograba "había que prepararse para lo peor", es decir, vivir al contado en materia de pagos externos: "vivir con lo nuestro", como rezaba el título del libro. Es bastante probable que el ministro Grispun haya leído un poco superficialmente la tesis de Ferrer, porque en los meses siguientes intentó casi simultáneamente los tres caminos, naturalmente incompatibles entre sí. El ministro de economía adoptó el peor de los rumbos: amenazó con la rebeldía, pero se mantuvo dentro de los cánones convencionales.

Apoyado en el enfoque de cuestionar el origen espurio de la deuda, el gobierno se involucró en iniciativas políticas, incluso a nivel internacional, tendientes a logar aprobación para una moratoria internacional.

Simultáneamente, Grispun dispuso la suspensión del pago de los intereses de la deuda hasta el 30 de junio de 1984, con el objetivo de evaluar su monto y legitimidad, dejando en claro que el gobierno argentino no emplearía sus reservas para cancelar intereses atrasados.

Naturalmente, esto introdujo enorme tensión en las negociaciones internacionales, en especial porque se bordeaba una virtual declaración de "default" frente a los vencimientos que tenían lugar a principios de 1984. Esta circunstancia pudo ser superada mediante un "crédito puente" de 500 millones de dólares que efectuaron en conjunto los gobiernos de Venezuela, Colombia, Brasil, México, Estados Unidos y, en menor medida, algunos acreedores. Como prueba de buena voluntad, el propio gobierno argentino se "autoprestó" 100 millones de ese total apelando a sus menguadas reservas.

La posición del gobierno era obtener que los pagos no superaran el 15% del valor de las exportaciones y conseguir la formación de un "Club de Deudores", para enfrentar en conjunto el problema de la deuda.

En especial, las negociaciones con el FMI se desarrollaron en medio de extremas dificultades y dieron lugar a que, a mediados de año, el Ministerio de Economía enviara una carta de intención unilateral, es decir no consensuada previamente, que no mereció consideración por el organismo.

El gobierno realizó algunos intentos para crear un marco de apoyo regional para el tratamiento heterodoxo de la deuda, como la reunión de varios países latinoamericanos en lo que se denominó el Consenso de Cartagena, a mediados de 1984. Pero los apoyos que recibió fueron tibios. Nadie quería una confrontación abierta con los acreedores y, finalmente, Alfonsín optó por encauzar las negociaciones por los carriles convencionales y -previo el cumplimiento de un conjunto de condiciones- en diciembre de 1984 el FMI aprobó un nuevo acuerdo.

Mientras estas escaramuzas agitaban el frente externo, a nivel nacional el equipo económico adoptó un enfoque gradualista para atacar la crisis; consistía básicamente en ajustar, de manera supuestamente decreciente respecto de la inflación, las demás variables de la economía. A ello debían contribuir cuestiones tales como los controles de precios, que pronto se convirtieron en una suerte de carrera de obstáculos sin mayor efectividad.

Desde marzo de 1984, el gobierno inició un proceso de concertación con los sectores empresarial y sindical, que probablemente tenía como imagen el hispánico Pacto de la Moncloa, aunque -muy lejos de éste- el émulo doméstico se vio sumido en el fracaso.

Después de una leve respuesta positiva inicial, el alza de precios adquirió nuevo impulso, en medio de una situación económica que se revelaba fuera de control. La reacción sindical no se hizo esperar. En septiembre la CGT realizó el primero de los 14 paros generales de protesta que acosaron al gobierno de Alfonsín.

Como a lo largo de casi todo su gobierno, Alfonsín procuró un complejo equilibrio entre la desafiante situación política y la indómita economía. A fines de 1984 los precios mostraban un meteórico 688% de aumento respecto de doce meses atrás y a lo largo del año el dólar había pasado de 23 a 179 pesos argentinos por unidad. Esto ya no era toda herencia y la población comenzó a computarlo en el pasivo del gobierno. La economía exhibía un desempeño frágil, con señales preocupantes en varios frentes. En 1984 hubo un ligero crecimiento del 2,5% sostenido por el consumo y por el buen desempeño del sector agrícola, pero la inversión -signo inequívoco del clima de negocios- se contrajo fuertemente frente a la mirada impávida del gobierno, cuya precaria situación fiscal no pudo impedir que la propia obra pública cayera un 36 por ciento.

El mantenimiento de un buen saldo de comercio exterior, bastante similar al del año previo, y la asistencia financiera externa permitieron cerrar las cuentas sin llegar a un colapso.

El acuerdo con el FMI introdujo conflictos en la mesa de concertación. Los sindicalistas se sintieron el "pato de la boda" y señalaron los efectos recesivos de los compromisos contraídos por el gobierno. En una posición también crítica, aunque no rupturista se manifestaron las organizaciones representativas del campo, la el comercio y la industria. Un extraño efecto tuvo lugar entonces: los sindicalistas y varias asociaciones empresariales aparecieron formando una suerte de frente común.

A continuación del Acuerdo con el FMI, el gobierno pudo cerrar las negociaciones por la deuda externa con los bancos privados, que eran los principales acreedores. El acuerdo incluía préstamos por 7.900 millones de dólares e involucraba virtualmente a toda la comunidad financiera internacional (bancos, Club de París, organismos financieros internacionales y el propio FMI).

(1985) Como era de esperar, a poco de andar las metas con el FMI se revelaron incumplibles. La inflación continuó en ascenso, marcando un 25% en enero de 1985, mientras el gobierno procuraba contener la emisión de moneda y las tasas de interés se elevaban.

La situación del ministro de Economía se tornó insostenible y el 19 de febrero fue reemplazado por Juan V. Sourrouille, quien hasta entonces se desempeñaba como secretario de Planificación.

A fines de abril Alfonsín convocó a la población a la Plaza de Mayo y pronunció una arenga de predominante contenido económico, en la que anunció "un ajuste que va a ser duro y que va a demandar esfuerzos de todos"; en sus palabras, se trataba de una "economía de guerra".

El país se asustó, pero sirvió, como era su propósito, para que el equipo económico adoptara un conjunto de medidas impopulares, como aumentos de tarifas y recortes del gasto público, con la finalidad de armar un "colchón" que sirviera de base al programa económico en preparación, cuya presentación se demoraba merced al carácter casi obsesivo de Sourrouille, que quería tener listos hasta los últimos detalles y estiraba al límite la paciencia de Alfonsín.

El 14 de junio el Plan Austral -como pasó a denominárselo- vio la luz, precedido por un anticipo periodístico que dio por tierra con el secreto más guardado -el congelamiento de precios- y obligó apresuradamente a ultimar detalles.

El plan combinaba de manera inteligente diversas medidas de política económica, la mayoría de las cuales habían sido ensayadas sin éxito de manera aislada en ocasiones anteriores.

El gobierno se comprometía a no emitir más dinero para financiar el gasto público; se congelaban los precios de los bienes y servicios privados, las tarifas públicas y el tipo de cambio; se reducía un conjunto de gastos públicos y se aumentaban los impuestos al comercio exterior.

También nació una nueva moneda, el "Austral", en reemplazo del peso argentino, con un valor de 1.000 unidades de la "vieja" moneda y acompañada de una devaluación del 18%, con lo que el tipo de cambio se ubicó en 0,80 centavos de austral por dólar.

Junto con el cambio de signo monetario se puso en marcha un mecanismo de desindexación de los contratos ("el desagio") que obligaba a las partes a efectuar un descuento sobre los valores a futuro pactados en las transacciones. Fue una medida inteligente, porque ayudó a detener la inercia inflacionaria, aunque su aplicación implicó renegociar infinitos contratos.

Una importante reforma tributaria procuraba, en un plano más estructural, asegurar las condiciones de equilibrio fiscal que se prometían y, para promover las exportaciones, se incorporaron diferentes incentivos fiscales.

(1988) A comienzos de 1988 el gobierno no lograba desanudar los renovados desequilibrios internos y externos de la economía. Después de la derrota electoral de septiembre de 1987 se había abierto una pequeña ventana de diálogo con el justicialismo que le permitió la sanción de un nuevo paquete de impuestos a cambio de una nueva Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo y de Asociaciones Profesionales, con lo que la negociación salarial fue devuelta al sector privado.

El paquete impositivo incluía aumentos en el gravamen a los combustibles, la tasa del impuesto al cheque y el retorno al denominado ahorro forzoso. También formó parte del acuerdo una nueva Ley de Coparticipación Federal de Impuestos en sustitución de la que había dejado de herencia el gobierno militar, poco antes de alejarse del poder en 1973.

A partir de abril el país entró en una virtual cesación de pagos con el exterior y los organismos financieros internacionales interrumpieron los desembolsos de los préstamos acordados. En particular, el FMI canceló la vigencia del acuerdo de asistencia renovado pocos meses antes.

En agosto, el equipo económico ideó un conjunto de medidas pomposamente denominadas "Programa para la Recuperación Económica y el Crecimiento Sostenido", que popularmente fue rebautizado como Plan Primavera, posiblemente porque no era fácil entender en qué consistían los cambios centrales y su rasgo más distintivo era la proximidad con el respectivo equinoccio.

El centro del programa era un mecanismo de desdoblamiento del mercado cambiario, en virtud del cual existía un tipo de cambio oficial al que los exportadores debían liquidar sus operaciones en el Banco Central, mientras que las divisas necesarias para las importaciones y las operaciones financieras se debían adquirir en el mercado libre con un tipo de cambio flotante. De esta manera, el gobierno recibía dólares "baratos" de los exportadores y se los vendía más caros a los importadores y el resto de los demandantes. Tal asimetría tenía el propósito de impulsar una situación más equilibrada en las cuentas externas.

El esquema se completó con un acuerdo de precios por 180 días con los sectores empresariales para, una vez más, desalentar la inflación, y fue precedido por el correspondiente aumento de tarifas para socorrer a las finanzas públicas.

La gobernabilidad se complicaba día a día. Cada una de las medidas era fuertemente resistida por los sectores afectados. La administración del Estado se paralizaba por las huelgas de empleados públicos en demanda de aumentos salariales y la enseñanza sufría los efectos de un mes de paro de los docentes. Los industriales resistían los intentos del gobierno de profundizar la apertura de la economía a la competencia externa, agitando el fantasma de los tiempos del Plan de Martínez de Hoz. Si el tipo de cambio se "atrasaba", los exportadores se enardecían; especialmente los del sector agropecuario, que veían esfumarse sus ingresos al vender sus dólares al gobierno a un precio artificialmente bajo.

En ese contexto, el Plan Primavera logró detener durante algunos meses las trayectorias crecientes de la inflación y del tipo de cambio. Los precios al consumidor, que habían crecido un 27% en agosto de 1988, descendieron al 6% a fines del año y el dólar, que duplicó su valor durante los primeros seis meses del año, se mantuvo relativamente estable en el segundo semestre. Pero se trataba de un equilibrio extremadamente precario.

Acosado por la situación fiscal, unos pocos días después el gobierno rompió de forma unilateral el frágil acuerdo de precios y tarifas, aumentando los precios de los servicios públicos.

El saldo del año era dramático, la economía cayó casi un 3% y los precios minoristas aumentaron 388%. Como en otras ocasiones, el inicio de 1989 se insinuaba ardiente en todos los frentes.

(1989) El 6 de febrero de 1989, el BCRA, que venía vendiendo un promedio de 450 millones de dólares semanales, ya no podía mantener la regulación cambiaria por falta de divisas y, por lo tanto, se retiró del mercado.

Virtualmente sin herramientas para hacer frente a la situación, sólo quedó en pie un frágil sistema de doble mercado de cambios y un casi simbólico control de precios.

El dólar inició una carrera ascendente que llevó su precio en el mercado libre de 17 australes por unidad en enero a 535 en junio, es decir que en sólo seis meses aumentó alrededor del 2.100% o, lo que es lo mismo, se multiplicó por 30, con el consiguiente efecto sobre los precios. Había estallado la hiperinflación.

El naufragio del gobierno -y del país- arrastraba inconteniblemente al candidato presidencial del radicalismo, el por entonces gobernador de Córdoba, Eduardo César Angeloz. El postulante radical, asesorado por quien estaba postulado como su futuro secretario de Hacienda, Ricardo López Murphy, colocó la cuestión fiscal en el centro de la campaña, con la emblemática consigna del "lápiz rojo", que simbolizaba el recorte del gasto público.

La propuesta era difícil de entender y de creer, pero Angeloz estaba convencido de esta línea de trabajo y, a fines de marzo, embistió contra el exhausto equipo económico, provocando la renuncia del ministro Sourrouille.

Era casi imposible encontrar un sustituto en esas circunstancias y Alfonsín apeló a un veterano y respetado cuadro del radicalismo, Juan Carlos Pugliese, quien a la sazón era presidente de la Cámara de Diputados y había sido ministro de Economía durante la presidencia de Arturo Illia. En el ambiente político Pugliese era conocido como "el maestro", por su vocación por la búsqueda de consensos y su habilidad como negociador.

A él le tocó iniciar el tránsito por la hoguera hiperinflacionaria y conducir la economía hasta las elecciones presidenciales convocadas para el 14 de mayo de ese año.

La hiperinflación es el mayor desequilibrio que puede enfrentar una economía. La definición que dan los textos de la profesión al respecto es simple y en cierto modo imprecisa: se trata de un aumento extremadamente rápido en el nivel general de precios de los bienes y servicios. No hay una medida exacta de cuánto crecimiento de los precios caracterizan a una situación hiperinflacionaria. Convencionalmente se acepta que un número indicativo podría ser un 50% mensual, aunque lo característico de una hiperinflación es básicamente la situación de descontrol.

No existe demasiada discusión acerca de cómo se desata una hiperinflación. Más allá del complejo sendero que conduce a una situación tan extrema, el episodio final es siempre una emisión extraordinaria de moneda por parte del gobierno, para financiar un creciente gasto público que no logra contener, ni recaudar lo suficiente por la vía de los impuestos o el endeudamiento.

La hiperinflación es fundamentalmente un fenómeno de honda raíz política y con frecuencia está asociada a la presencia de gobiernos débiles y profundos conflictos sociales e institucionales, que impiden adoptar las medidas necesarias para que la emisión descontrolada de moneda cese y los precios se estabilicen.

Hasta el siglo pasado los episodios hiperinflacionarios eran poco frecuentes. La aparición de una serie de casos de hiperinflación en períodos contemporáneos se asocia, en buena medida, al desorden económico producto de las guerras y sus proyecciones en las respectivas posguerras. También se vincula a la creciente importancia del dinero fiduciario (aquel cuyo valor está determinado por la confianza del público) en lugar del convertible (cuyo valor está definido por el metal que lo respalda). En un régimen de dinero fiduciario -como el que hoy predomina absolutamente a nivel mundial- la magnitud de la emisión depende de reglas autoimpuestas, que en una situación extrema pueden ser vulneradas por el propio gobierno.

Después de la Primera Guerra Mundial varios países europeos, como Austria, Hungría, Alemania, Polonia y Rusia experimentaron procesos hiperinflacionarios. Hungría volvió padecer esta situación en 1945-1946.

El caso de Alemania (1922-1923) es posiblemente el más conocido, es algo así como el Titanic de la economía.

La invasión (de las tropas francesas y belgas, en enero de 1923, a la importante zona industrial del Ruhr) aceleró el mecanismo de imprimir moneda para afrontar los compromisos de pago, con el consiguiente impacto sobre los precios, a punto tal que durante uno de los meses, en 1923, la inflación llegó a 3,25 millones por ciento, una cifra difícil de imaginar. En esos tiempos los obreros cobraban los sueldos tres veces al día y sus esposas los esperaban en cada ocasión en las puertas de las fábricas, para tomar el dinero y correr a comprar alimentos.

En la segunda hiperinflación que afrontó Hungría, entre agosto de 1945 y julio de 1946, los precios subieron un promedio de 19.800% por mes y en ocasiones llegaron a triplicarse en un día.

En la década de 1980-1990 varios países latinoamericanos, no sólo Argentina, experimentaron el flagelo hiperinflacionario. En 1984-1985 Bolivia fue el primero, con 23.447 de aumento en los precios durante los peores doce meses.

Casi simultáneamente con la Argentina le tocó el turno a Brasil, donde el Plan Verano, pensado por el presidente Sarney para llegar a las elecciones, también se derrumbó y la hiperinflación estalló a fines de 1989, llegando a acumular un aumento de precios de 6.821%. El siguiente en la lista fue Perú, que colapsó en medio de una tasa del 12.378% anual de inflación.

Al igual que en todas las demás situaciones, la hiperinflación tuvo en nuestro país un largo período de gestación, que se remonta por lo menos hasta los inicios de la década de 1970. A través de más de quince años, los desequilibrios de la economía estuvieron bordeando el descontrol, hasta que, finalmente, en ese agitado mes de mayo de 1989 los precios al consumidor aumentaron un 78,5%, marcando el inicio formal de uno de los peores momentos de la historia económica del país.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente