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La "argentinización" de la economía mundial (página 16)

Enviado por Ricardo Lomoro


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La primera víctima de esta nueva situación internacional fue la economía mexicana, que a lo largo del año no logró financiamiento para el gran desequilibrio en sus cuentas fiscales y externas. En diciembre fue devaluado el peso mexicano y se inició un proceso de expansión de la crisis hacia el resto de los mercados emergentes conocido como el efecto "Tequila".

(2002) Cuando Eduardo Duhalde asumió la presidencia, la Argentina tenía un régimen cambiario y monetario indefinido. La convertibilidad no existía, pero nada lo había sustituido.

Jorge Remes Lenicov, el nuevo ministro de Economía, era el economista de confianza del nuevo presidente, había ocupado esas mismas funciones cuando Duhalde gobernaba la provincia de Buenos Aires y desde 1997 era diputado nacional. También había sido el jefe de equipo de economistas del justicialismo durante la campaña electoral de 1999 y desde entonces mantenía unido a un núcleo de profesionales que seguían la coyuntura económica.

Desde mediados del 2001 empezó a estar cada vez más claro en el ambiente político argentino que era muy probable que el gobierno de Fernando de la Rúa perdiera el control de la situación.

Remes también tomó nota de esta circunstancia, así que, de un modo sutil, fue orientando a su equipo a transitar desde el cómodo rol de analistas al de "hacedores de política". No era fácil encarar formalmente la tarea de formular un plan alternativo. Cualquier trascendido podía encender la mecha que provocara el estallido final.

Con sigilo, fue encargando por separado a sus colaboradores y a algunos otros economistas que analizaran el impacto de diversas medidas. Se fue armando, de este modo, una suerte de agenda en la que estaban las distintas alternativas de sistema cambiario que podían sustituir a la convertibilidad, el posible efecto de la devaluación sobre los precios, los impactos sobre el sistema financiero y la hipótesis -por entonces extrema- de la pesificación de los contratos en dólares.

La llegada de Rodríguez Saá a la Presidencia fue recibida con alivio en el entorno de Remes. Cuanto más se habían profundizado en el equipo las medidas que deberían adoptarse frente al colapso, más se había advertido el peligro de que la situación se tornara inmanejable. En los análisis, la posibilidad de una hiperinflación pasó a tornarse el fantasma más temido. En las condiciones políticas y sociales de la Argentina no era difícil imaginar que, si eso ocurría, el país se precipitaría a una situación próxima a una guerra civil.

El panorama era sombrío hasta en sus detalles menos imaginados. El "default" de la deuda había sido declarado a través del discurso presidencial de toma de posesión de Rodríguez Saá, pero no existía ningún decreto o ley que lo instrumentara. Como era natural, la deuda externa del gobierno argentino no era sólo con tenedores privados de bonos. Había también, por ejemplo, deuda bilateral con diferentes países agrupados en el Club de París, que recién comenzaría a renegociarse cuatro años más tarde. Como, por ese entonces, nadie sabía a quién alcanzaba el "default", los representantes de esas naciones acudían al Ministerio de Economía en demanda de información. Era una suerte de "cacerolazo" paralelo al que poblaba las calles de las principales ciudades del país. Los viejos funcionarios de carrera del Ministerio pedían instrucciones. Quienes acababan de asumir sus cargos agregaban temas a una agenda que tendía a alargarse hasta el infinito.

Los bancos estaban cerrados, sin capacidad de devolver los depósitos que habían tomado del público ni de cobrar sus préstamos. Además, una buena parte de esos depósitos habían sido destinados a financiar al Estado mediante la compra de títulos públicos cuyo valor después del "default" se había desplomado.

Desde que, junto con el corralito, se habían impuesto restricciones al comercio exterior no se habían expedido autorizaciones para importar, de modo que numerosos embarques que habían llegado al país esperaban ser despachados al mercado y otros se amontonaban en los puertos de origen. La situación era compleja, porque, avizorando la devaluación, los importadores habían acelerado sus compras. El resultado es que estaban detenidos unos 5.000 millones de dólares en mercaderías, entre las cuales estaban productos indispensables como drogas o medicamentos.

Confiando en la convertibilidad, muchas empresas privadas, en especial las grandes, habían contraído una importante deuda externa. Es que, para las que tenían acceso al mercado internacional, las tasas de interés eran notablemente más bajas que en el mercado interno. Tras el colapso de la convertibilidad, estas empresas hacían cola, demandando un tipo de cambio especial para afrontar sus compromisos; un seguro de cambio, como los que tantas veces habían existido en la historia argentina.

Los depositantes atrapados por el corralito estaban pendientes del compromiso que Duhalde había establecido de devolverles los ahorros en la moneda de origen. Las familias que tenían sus casas hipotecadas se preguntaban cómo pagarían sus créditos si el dólar se descontrolaba. En las empresas endeudadas localmente, en gran parte, pequeñas y medianas que había sobrevivido a la apertura externa con tipo de cambio barato, surgían sentimientos encontrados. Por un lado, la devaluación les hacía percibir un escenario de mayor competitividad para exportar sus productos o competir con las importaciones, pero si la carga de su deuda se multiplicaba, la amenaza de una quiebra era inminente. ¿Era el principio de una nueva etapa, o era definitivamente el abismo?

El Estado estaba auténticamente en quiebra y las monedas provinciales, bajo la forma de bonos, representaban casi dos tercios del dinero en circulación. Para encontrar una anarquía económica de semejante magnitud había que remontarse a los años previos a la sanción de la Constitución de 1853.

Los bancos tenían depósitos privados por 44.350 millones de dólares y 15.500 millones de pesos y sólo 3.901 millones de pesos de depósitos del Gobierno Nacional y las provincias. En cuanto a los créditos, entre títulos de la deuda pública y préstamos al Gobierno Nacional y a las provincias se acumulaban acreencias por 26.150 millones de dólares, que, desde luego, eran en ese momento irrecuperables. Los préstamos a las empresas y familias ascendían a 14.500 millones de pesos y 36.000 millones de dólares.

Los retiros de depósitos habían llevado al Banco Central a prestarle a los bancos 10.000 millones de dólares y en la caja de todas las entidades bancarias sólo quedaban 1.586 millones de pesos y 792 millones de dólares.

Una devaluación es una respuesta a un desequilibrio de la economía de un país con el resto del mundo. Si el desequilibrio es profundo, la devaluación tiende a ser grande y, por lo tanto, traumática. Si los gobiernos no toman decisiones a tiempo, las personas terminan abalanzándose sobre los bancos y el mercado de cambios de un modo desordenado. Fue eso lo que ocurrió en la Argentina.

En general estos fenómenos se gestan lentamente. Si el país tiene un sistema de cambio libre sin mayor intervención del Estado, el valor de la moneda se va adaptando progresivamente a la nueva situación.

Cuando el sistema de tipo de cambio es regulado y en especial cuando es fijo -como en el régimen de la convertibilidad- para eliminar el desequilibrio los países acuden con frecuencia a correcciones en su tipo de cambio mediante devaluaciones que hacen más baratos los bienes y servicios producidos localmente y más caros los importados. Las exportaciones crecen, las importaciones disminuyen y el desequilibrio desaparece o se torna manejable.

Otra respuesta al déficit en la balanza comercial es promover el ingreso de capitales del exterior, manteniendo altas tasas de interés locales que hagan atractivo invertir en el país.

Entre 1992 y 1999 la Argentina acumuló un desequilibrio comercial de 22.324 millones de dólares, que fue compensado con ingreso de capitales con destino a las privatizaciones de empresas públicas, financiamiento del déficit del Estado, inversiones privadas y especulación financiera.

El alto endeudamiento del país, un cambio en las condiciones internacionales y la desconfianza interna en el sostenimiento de la situación fueron haciendo cada vez más difícil sobrellevar ese desequilibrio externo. En 2001 el flujo de capitales directamente se invirtió, transformándose en "fuga", a punto tal que las reservas internacionales del país se redujeron a casi la mitad. En esas condiciones era imposible que el valor del peso frente al resto de las monedas -simbolizado por el dólar- no experimentara fuertes presiones.

En los amenazantes días finales del 2001, Remes y su equipo examinaron varias alternativas para salir del atolladero si eran convocados a tomar el timón de la economía. La dolarización nunca había estado en sus planes, menos aún con las escasas reservas internacionales que quedaban, y la propuesta de una devaluación seguida de una dolarización también era un salto en el vacio porque, si después de la devaluación, los precios se descontrolaban, se volvía inmediatamente a una situación de atraso cambiario con más rigidez aún que bajo el sistema de la convertibilidad. Algunos economistas proponían una devaluación seguida de una nueva convertibilidad. En definitiva, nadie tenía una receta sólida para evitar una devaluación convencional. Tampoco el FMI, que apenas asumido el gobierno salió a pedir un plan, con el fin de encubrir su propio fracaso y ausencia de nuevas ideas.

(2002) El 6 de enero de 2002 se sancionó una Ley de Emergencia Económica que puso fin formalmente al período de la convertibilidad y "pesificó" las tarifas de los servicios públicos y los préstamos hasta 100.000 pesos a una tasa de uno a uno. Esa noche el ministro de Economía anunció que habría un mercado oficial de cambios con una equivalencia de un dólar a 1,40 pesos y otro mercado libre

Era sólo un primer paso que fue recibido con cautela por la población. Faltaban definiciones importantes, entre ellas qué ocurriría con los depósitos atrapados en el "corralito", aunque la promesa presidencial de devolverlos en su moneda de origen había llevado cierta transitoria tranquilidad a los ahorristas. Para quienes tenían préstamos en dólares el panorama lucía sombrío. El gobierno había previsto un sistema de extensión de los plazos y rebaja de las tasas de interés mediante el cual las cuotas quedaban sin modificación; pero, naturalmente, eso dependía de que el dólar no se disparase. Algo en lo que casi nadie confiaba.

Las crisis bancarias son episodios muy conocidos en el mundo y los congelamientos y reprogramaciones de depósitos han sido mecanismos utilizados con mucha frecuencia para afrontarlos. Pero el corralito tenía algunos rasgos singulares.

El sistema consistía en que a medida que los plazos fijos vencían eran depositados en las cajas de ahorro o cuentas corrientes de sus titulares y podían ser transferidos a otras cuentas dentro del sistema. Como la mayor parte de los depósitos a plazo fijo estaban en colocaciones a treinta días, al cabo de poco más de un mes de vigencia de este mecanismo, una gran masa de dinero se encontraba en condiciones de ser transferido a otras cuentas.

Pronto los ahorristas descubrieron que si multiplicaban sus cuentas a través de sus hijos, hermanos, tías, abuelos o amigos podían acumular los retiros y huir del corralito. Una multitud se agolpó entonces en los bancos haciendo cola varis horas para acceder a una cuenta de caja de ahorros y retirar los 250 pesos o dólares semanales permitidos, convertidos en una suerte de salvoconducto para la crisis. La ingeniosa reacción hacía que se siguiera produciendo una salida de depósitos nuevamente creciente e insostenible. Nadie había advertido previamente que esto podía pasar. Por añadidura, una gran cantidad de ahorristas lograba medidas judiciales de amparo que le permitían retirar la totalidad o gran parte de sus depósitos en dólares.

El resultado era un proceso circular, en que el Banco Central emitía dinero para asistir a con redescuentos a los bancos en dificultades. El dinero que salía de los bancos iba directamente a la compra de dólares, con lo que, en la práctica, podría decirse que el gobierno emitía pesos para que los particulares compraran dólares.

Intentando contener esta situación, el congelamiento de depósitos fue profundizado a través de una reprogramación completa de los mismos que dio en llamarse el "corralón". Si bien, simultáneamente, se amplió la cantidad de dinero que podía retirarse mensualmente, el camino para el retiro hormiga de sus depósitos que habían imaginado los ahorristas parecía cerrarse.

Era sólo una ilusión, en los cuatro primeros meses del año se dictaron una 34.000 medidas de amparo, que sumadas a las aperturas parciales del corralón y los retiros hormiga hicieron que en ese periodo los depósitos cayeran 13.000 millones de pesos.

Cada día desde la llegada de Duhalde, las noticias que la población recibía eran peores. El 10 de enero a la noche en la Ciudad de Buenos Aires columnas provenientes de todos los barrios convergieron a la Plaza de Mayo en una enorme manifestación de protesta, un gran "cacerolazo", como ya se había dado en llamar a esos repetidos eventos. En el interior del país ocurrían episodios similares.

En el gobierno nadie sabía hasta dónde podía llegar la turbulencia social. Los informes de los organismos de inteligencia eran inquietantes a la vez que extremadamente poco confiables.

Frente a los reclamos, en los días subsiguientes el gobierno anunció que introduciría una mayor flexibilización en el corralito. La realidad política vencía los intentos de adoptar un sendero estable de decisiones. Remes, convertido en el fiel de la balanza, buscaba un equilibrio. Si el corralito se mantenía rígido, la turbulencia social podía desalojar al gobierno; si se abría abruptamente el Banco Central, debería emitir tal cantidad de dinero para asistir a los bancos que la hiperinflación sobrevendía inmediatamente.

En febrero, el gobierno ideó un sistema mediante el cual los certificados de depósitos a plazo fijo podían utilizarse para la compra de inmuebles, vehículos y algunos otros bienes. El resultado fue inesperadamente positivo. Era una señal premonitoria del potencial de los dos sectores que más adelante liderarían el proceso de recuperación de la economía.

Claro que las marchas y contramarchas no eran gratuitas. En cada una de ellas el gobierno y su equipo económico se debilitaban y los economistas del "establishment" y hasta los ex funcionarios que habían generado la catástrofe se daban el gusto de alzar sus voces críticas con total desparpajo.

Parte de las vacilaciones provenían de la indefinición sobre el mantenimiento de los depósitos en dólares en su moneda de origen. Hacía bastante tiempo que la pesificación completa formaba parte de la agenda pendiente.

El Grupo Productivo, un sostén vital para el Presidente, venía defendiendo enfáticamente esta postura, con la mira puesta en los préstamos en dólares. Las razones eran simples: en la medida que el dólar se disparara, las empresas endeudadas no podrían hacer frente a sus compromisos. Como era evidente, tampoco las familias estarían en condiciones de pagar sus créditos.

La otra realidad era que, aun entregándoles a los bancos todas las reservas internacionales, que ascendían a 14.000 millones de dólares, sería imposible devolverles a los ahorristas sus depósitos en esa moneda. Era una ecuación que no cerraba y un pasaporte seguro al caos.

En los meses previos a la crisis habían circulado diversos enfoques de cómo abordar este momento. Uno de ellos era que cada banco se hiciera cargo de sus clientes; entregándoles un bono a cambio, que cada quien podría negociar en el mercado, hasta que la crisis fuera superada. Después de todo, los depositantes no habían llevado su dinero a la Tesorería de la Nación, sino a las ventanillas bancarias.

El análisis de esta alternativa llegó hasta el mismo despacho del presidente en la Casa Rosada y fue descartada. El peligro era que los bonos emitidos por los bancos en situación más crítica y los de bancos de menor tamaño tuvieran una cotización vil en el mercado y se cayera en una situación mayor de agitación social.

Finalmente, el 19 de enero Duhalde se dirigió al país anunciando que la pesificación sería completa. De allí en adelante se abrió un inmenso debate que tuvo a los bancos y al sector productivo como principales protagonistas. Al principio, los bancos se oponían a cualquier modalidad de pesificación, pero su posición fue virando en sentido positivo con la condición de que los depósitos y los préstamos se pesificaran a la misma tasa. Era lógico, porque de lo contrario tendrían que afrontar enormes pérdidas patrimoniales. Respecto a los depositantes, era necesario, como mínimo, cumplir con la segunda promesa de Duhalde de respetar el valor adquisitivo de sus ahorros. Esta promesa fue tomando la forma de una pesificación a un tipo de cambio de 1,40 pesos por dólar -que era el que todavía regía oficialmente- más una actualización por inflación, dado que los depósitos seguirían reprogramados.

Al FMI la idea de la pesificación le resultaba aceptable siempre que no entrañara costo fiscal, es decir que no hubiera diferencia en los coeficientes que se aplicaran para préstamos y depósitos, de manera que el Estado no tuviera que pagar compensaciones. Proponían que la pesificación de los préstamos fuera a 1,40 y que se habilitara un "hospital de empresas" para asistir a aquellas que enfrentaran una crisis de pagos. El ministro Remes rápidamente desestimó esta última idea, cuya aplicación había dado pésimos resultados en México, donde se convirtió en una importante fuente de corrupción que no había razón para que no fuera imitada localmente.

El FMI y el Banco Mundial enviaron una misión de expertos para estudiar el asunto. Concluyeron que si no pesificaban los préstamos, el grado de incobrabilidad podía llegar al 70%. Este dictamen inclinó la opinión de los bancos de una manera definitiva hacia la pesificación. Finalmente, la amplia mayoría de los representantes de los sectores de la producción y de la banca se inclinaron por la "pesificación asimétrica", a condición de que el Estado estableciera un sistema de compensaciones.

A estas alturas, la opinión pública estaba saturada por la incertidumbre, mientras se hacía evidente que el tipo de cambio de 1,40 por dólar no se sostendría y el equipo económico se resistía a realizar grandes ventas de reservas para atenuar el alza, por temor a que las reservas se agotaran rápidamente y se cayera en un proceso hiperinflacionario.

Para Remes era imprescindible estructurar y poder comunicar un programa que ordenara la multitud de medidas aisladas e infundiera la perspectiva de algún horizonte.

Pero un suceso inesperado le cerró el camino a los anuncios que pensaba realizar. El viernes 1º de febrero de 2002 la Corte Suprema de Justicia falló a favor de un depositante cuyos ahorros, provenientes de una indemnización laboral habían quedado atrapados en el corralito en su versión original. La decisión de la Corte era una amenaza concreta al sistema de reprogramación de los depósitos y, en caso de que se generalizara, significaba una profundización de la crisis de proporciones incalculables.

A pesar de este traspié, finalmente el gobierno pudo exhibir un conjunto de medidas discutible pero coherente: pesificación de las deudas uno por uno -con excepción de los préstamos para operaciones de comercio exterior- con un coeficiente de actualización del capital (el CER) y de los depósitos a 1,40 más el CER para su devolución y también se pesificaban los contratos privados. Además se liberaba el tipo de cambio, que flotaría libremente y se flexibilizaba el corralito, permitiendo la extracción completa de los sueldos, jubilaciones, indemnizaciones y otros conceptos. También quedo pesificada la deuda pública en moneda extranjera que no estuviera sujeta a la jurisdicción de tribunales del exterior, lo que produjo una reducción de la misma de casi 9.000 millones de dólares.

Los bancos necesitaron varios días para adaptar sus sistemas, de manera que permanecieron cerrados nuevamente hasta el 11 de febrero. Cuando la operatoria cambiaria se restableció, el dólar ya cotizaba a 2,10 pesos.

El nuevo esquema dejó contentos a muy pocos. Los 36.000 millones de dólares en préstamos se distribuían entre poco más de tres millones de deudores de préstamos personales y en tarjeas de crédito, casi ochocientos mil deudores hipotecarios y prendarios y medio millón de deudores comerciales.

Supuestamente los deudores era el sector más beneficiado, pero la sensación térmica era otra. A pesar de la pesificación uno a uno, las familias endeudadas temían que con la actualización por el CER, sus deudas se hicieran impagables, de modo que se inició un movimiento que finalmente logró reemplazar ese indicador por otro vinculado a los aumentos de salarios, para las deudas hipotecarias, prendarias y personales. Así, en mayo de 2002 nació el "coeficiente de variación salarial" (CVS), cuya vida fue relativamente corta, porque al año siguiente, cuando los salarios ya habían comenzado a incrementarse, surgió la demanda de que estos ajustes no eran iguales en todos los sectores, mientras que las cuotas aumentaban de modo similar para todos los deudores.

El prolongado y zigzagueante camino recorrido para resolver el endeudamiento de las familias es bastante revelador de la imposibilidad de haber mantenido tales deudas en los dólares originales en que fueron pactadas y, a pesar de las marchas y contramarchas, la solución fue bastante más saludable que el remate de un millón y medio de viviendas que tuvo lugar en Estados Unidos en la Gran Depresión de 1930.

Al mismo tiempo, como parte del siempre contradictorio escenario de salida de una crisis, muchos deudores hipotecarios que habían puesto oportunamente a salvo sus ahorros en dólares o tenían dinero en el corralito se apresuraron a cancelar sus deudas. Temían que los reclamos de los depositantes en contra de la pesificación eventualmente también pudieran hacer volver a su moneda original los préstamos. Este singular proceso hizo que los préstamos hipotecarios cayeran un 30% entre 2002 y 2003.

Como era lógico y a la vez inevitable, la mayor reacción contra la pesificación se produjo del lado de los depositantes, cuyo núcleo duro eran los 822.684 tenedores de certificados de plazos fijos. Sus acreencias sumaban 15.710 millones de dólares, algo más que las reservas internacionales del país. Sólo unos 16.000 tenían certificados mayores a 100.000. El atractivo de las tasas altas, aquella engañosa ley de intangibilidad de los depósitos y las seguridades que día a día les reiteraban el presidente De la Rúa y su ministro Cavallo los habían llevado a dejar sus ahorros en dólares en los bancos mientras todo se desplomaba y los inversores de mayor tamaño ponían a resguardo sus fondos.

Por añadidura, el sistema de garantía de los depósitos, que en teoría cubría los montos hasta 30.000 pesos o dólares, también era un engaño. En ese fondo sólo había unos cientos de millones de dólares, insuficientes por completo para afrontar semejante crisis.

Una vez más, el país quedó dividido entre los que habían quedado atrapados por la crisis y los que "zafaron".

El colapso de la convertibilidad trajo consigo una crisis profunda en los ingresos fiscales, a la vez que acentuó la necesidad de fortalecer los programas sociales. Al mismo tiempo, la magnitud de la devaluación había generado una corriente de ingresos extraordinarios hacia los sectores exportadores y amenazaba con tener gran impacto en los precios de los alimentos, dado que, como es sabido, son los principales productos de exportación del país.

Rápidamente ganaron lugar en la agenda económica los impuestos a la exportación, conocidos más usualmente como "retenciones", que tienen una larga y traumática historia en la Argentina, en especial con relación al sector agropecuario.

Como en la década de 1990 las retenciones habían sido totalmente eliminadas, su reimplantación generó un gran debate. El Presidente no quería fisuras en el apoyo de los sectores productivos y sólo se convenció de su aplicación cuando pudo vincular claramente los ingresos fiscales que se obtendrían con el lanzamiento de un extenso programa social denominado Plan Jefes y Jefas del Hogar.

El nuevo esquema de retenciones comenzó con los combustibles e hidrocarburos, a los cuales se les fijó un impuesto de exportación del 20% en febrero de 2002; un mes después se extendió el sistema a los productos agropecuarios e industriales. El sistema se fue ajustando a lo largo del tiempo según los movimientos del tipo de cambio y la dinámica de precios de la economía y, a lo largo de los años, se incorporó de un modo cada vez más amplio en la política económica.

El que los ingresos por impuestos a la exportación equivalieran casi cuatro años después -en 2005- a un 62% del superávit fiscal, es un llamado de atención sobre la necesidad de una reforma fiscal que a medida que la crisis va quedando atrás logre reemplazar este tipo de tributos por otros de carácter más estable y menos conflictivo.

La tesis inicial del equipo de Remes era que, si el tipo de cambio se mantenía dentro de límites razonables, la pesificación a $ 1,40 más la actualización por inflación que aseguraba el CER sería un esquema aceptable para los ahorristas frente a la magnitud de la crisis.

Pero el ascenso imparable del dólar y la cuantiosa salida de depósitos que se seguía produciendo a través de los amparos dio por tierra en corto plazo con esta idea. Además, la pesificación asimétrica generó la necesidad de compensar a los bancos por las pérdidas que se producían al cobrar sus préstamos en dólares a una tasa de uno por uno y pagar los depósitos a 1,40.

La compensación se convirtió, por otra parte, en un elemento clave para la aceptación legal de la pesificación. La Corte Suprema de Justicia le había hecho saber al gobierno que la pesificación sólo era viable si los ahorristas eran compensados por sus pérdidas con un bono establecido de manera obligatoria, como había ocurrido con el Plan Bonex en la crisis de 1989-1990. Pero el sector político del gobierno no tenía la voluntad política de recorrer ese camino, de modo que se diseñó un canje voluntario de depósitos por bonos que comprendía un menú de opciones en dólares y pesos a distintos plazos que tuvo escasa aceptación.

A pesar de todas las medidas adoptadas, la sangría de depósitos continuaba y con ella la asistencia del Banco Central a los bancos para evitar el colapso; tal asistencia sumó en abril 2.000 millones de pesos adicionales que iban a parar directamente al mercado cambiario, donde el dólar casi había llegado a los tres pesos por unidad, al tiempo que la inflación alcanzaba el 10% en el mes.

Las dificultades para poner bajo control la situación se hacían mayores por el cada vez menor apoyo político que recibía el equipo económico. Como es sabido, los políticos son reacios a asumir costos.

El Presidente también recibía cotidianamente un torbellino de opiniones sobre cuál era el mejor rumbo a seguir, que le acrecentaban todo tipo de dudas, entre ellas la conveniencia o no de llegar a un acuerdo con el FMI y la alternativa de intentar volver a un tipo de cambio fijo.

Hacia fin de abril, el ministro de Economía realizó un viaje a Washington con la esperanza de avanzar en las empantanadas negociaciones con el FMI. Como ya se había convertido en un hecho usual, en cada reunión la lista de reclamos del organismo aumentaba y cualquier tipo de asistencia se distanciaba en el tiempo.

Aunque el diálogo entre las autoridades argentinas, el FMI y los funcionarios del gobierno estadounidense fue cordial, el viaje no arrojó ningún resultado concreto. Por ese entonces, además, parecía evidente que para detener el aluvión de retiro de depósitos se requería un instrumento más contundente que los empleados hasta ese momento, de modo que el ministro Remes presentó al Presidente un proyecto de ley que establecía un bono de restitución a los ahorristas de carácter obligatorio, que la Corte Suprema de Justicia se había comprometido a reconocer como legítimo y que, por lo tanto, frenaría los amparos.

Los bancos nuevamente estaban cerrados para evitar los retiros de depósitos; en ese marco, fue presentada la propuesta al Congreso. Pero los miembros del equipo económico rápidamente advirtieron que el proyecto carecía de aval político suficiente. Algo sobre lo que habían recibido seguridades en privado una pocas horas antes.

Fue una deslealtad innecesaria, pero también una señal definitoria de la falta de apoyo a la gestión de Remes al interior del gobierno. En síntesis, era una típica situación de falta de sustento político en medio de una crisis, de modo que Remes presentó su renuncia.

Sin embargo, pese a lo crítico de la situación, en marzo la producción industrial mostraba una leve mejoría. Era difícil de percibir que se trataba del inicio de un cambio de tendencia, pero en los meses posteriores se confirmó que era exactamente eso.

¿Por qué habría de iniciarse tan rápidamente el proceso de recuperación?… La denostada pesificación había evitado esa crisis financiera de los deudores privados y estaba empezando a convertir en expansión la hasta entonces imparable caída de la economía. Como señala el economista Ricardo Hausmann, de la Universidad de Harvard: "Los desagradables efectos colaterales de una devaluación, en un contexto de una gran deuda en dólares, obliga a adoptar la pesificación de todas las deudas, internas y externas, junto con la flotación de la moneda".

El "default" de la deuda externa, aunque declarado de un modo tumultuoso, también empezaba a hacer sentir sus efectos positivos sobre las finanzas públicas, que de otro modo se hubieran hecho inmanejables.

Más aún, cuando a fines de 2003 el gobierno argentino presentó la primera propuesta de reestructuración de la deuda externa, de algún modo siguió el mismo criterio de la pesificación. La propuesta inicial de una quita del 75% del capital equivalía a reconocer el restante 25%, es decir algo así como la pesificación a una tasa de 2,50 pesos por dólar.

En cuanto a las empresas privadas, altamente endeudadas en el exterior y que por lo tanto no estaban alcanzadas por la pesificación, con el tiempo todas ellas reestructuraron sus deudas utilizando en algunos casos quitas parecidas.

La renuncia de Remes puso sobre la mesa, de una manera pública, la definición del rumbo económico. Duhalde apeló nuevamente a los gobernadores, que, reunidos en un insólito estado de asamblea, tras dos días de deliberaciones, llegaron a un Acuerdo de 14 puntos, en el que básicamente ratificaban la voluntad de integrar a la Argentina al resto del mundo, dar cumplimiento al pacto fiscal con la Nación y acceder a diversas demandas del FMI. El documento sólo se refería de una manera vaga a la salida del corralito y eludía toda mención directa a la pesificación.

Atrás habían quedado las insinuaciones de una ruptura con el mundo financiero internacional, que casi cotidianamente interferían con la gestión económica.

El acuerdo le agregaba una dosis de legitimidad a un Presidente extraordinariamente debilitado, que tras algunas desgastantes idas y venidas logró postular a Roberto Lavagna como nuevo ministro de Economía.

(2003) Uno de los primeros desafíos de Lavagna fue despejar el camino de las definiciones acerca de cómo manejar el tipo de cambio, que el acuerdo de los gobernadores había dejado en un terreno ambiguo. Un tanto obsesivamente, la opinión predominante entre ellos era establecer un sistema de cambio fijo, porque como políticos, pensaban que esa sola voluntad alcanzaría para detener la escalada alcista. A los pocos días, el nuevo ministro ratificó la flotación cambiaria, con lo que puso fin a una discusión que alentaba la incertidumbre sobre una definición clave para la conducción de la economía.

Los primeros tres meses de la gestión de Lavagna fueron extraordinariamente complejos.

Como fruto del acuerdo del 24 de abril, el Congreso aceptó sancionar un proyecto de ley denominada "antigoteo", que intentaba detener la salida de depósitos a través de los amparos.

Es que el principal problema para estabilizar la situación seguía siendo la fragilidad del sistema financiero. Las protestas de los depositantes y las necesidades de equilibrio político habían hecho que una cantidad cada vez mayor de depósitos fueran desprogramados o "descongelados" y, por lo tanto, retirados del sistema y en su mayoría convertidos en dólares. A eso se sumaba el creciente número de amparos, que entre enero y mayo de 2002 superaban los 37.000 casos.

Las necesidades de liquidez de los bancos eran atendidas a través de la emisión monetaria, en un ejemplo de equilibrio en que el presiente del Banco Central Mario Blejer, tenía un estrecho sendero para moverse. Si retaceaba los redescuentos a los bancos, corría el riesgo de agravar la crisis, si no atendía con venta de reservas la demanda de dólares, el tipo de cambio podía llegar al infinito y si vendía demasiadas reservas podía perderse por completo el control de la situación.

El manejo de estas decisiones generó un enfrentamiento entre Lavagna y Blejer. El ministro era partidario de limitar los redescuentos a los bancos y que éstos se hicieran cargo de la situación de liquidez. Para el presidente del Banco Central esto pondría en riesgo al sistema financiero y profundizaría la recesión y, por lo tanto, se debía retomar la fallida opción de un bono obligatorio.

A mediados de mayo el dólar tocó fugazmente los cuatro pesos, los amparos y retiros de depósitos se multiplicaban y las reservas disminuían, mientras los bancos ofrecían desesperadas tasas del 70% anual para retener por un mes un depósito en pesos. En la sociedad de carne y hueso, los números eran aún más impactantes: más del 43% de los hogares estaban bajo la línea de la pobreza.

En medio de este clima, el presidente Duhalde inició un viaje a Europa que tenía como destino principal asistir a la II Cumbre de Jefes de Estado de América Latina y la Unión Europea y el Mercosur que tendría lugar en España. Las reuniones con los principales dirigentes del mundo le ratificaron lo que ya había escuchado en un viaje previo a México: su gobierno debía llegar a un acuerdo con el FMI.

Finalmente, la polémica sobre el camino a seguir para intentar frenar la salida de depósitos se saldó a favor del ministro Lavagna, quien a fines de mayo lanzó un plan de bonos voluntarios -por lo que los ahorristas podrían optar en lugar del mecanismo de reprogramación- y un sistema de compensación a los bancos por la pesificación asimétrica. Unos días después anunció que no habría más redescuentos para los bancos. Como era previsible, Mario Blejer renunció a la presidencia del Banco Central y fue sustituido por Aldo Pignanelli.

Los bonos fueron recibidos con frialdad por el público y los bancos, pero el ministro Lavagna estaba dispuesto a perseverar en el intento, así que de la mano de su secretario de Finanzas Guillermo Nielsen, prorrogó una y otra vez el vencimiento e introdujo progresivamente condiciones que los hicieron más atractivos. Los bancos finalmente se convencieron de que no habría otra salida y se decidieron a colaborar con el sistema y los ahorristas hicieron sus cuentas y en su mayoría llegaron a la conclusión de que, ante la magnitud de la crisis, las pérdidas que deberían soportar eran inevitables. Claro que todo ese camino no fue instantáneo, pues demandó dos largos años.

En el corto plazo, la agitación social y la conflictividad política se combinaban con un deterioro creciente de la situación financiera, lo que seguía manteniendo en un segundo plano los signos cada vez más firmes de que en materia productiva ya se había tocado un piso y la recuperación estaba en marcha.

Incluso amenazaba con emerger la tan temida caída de bancos. En mayo, el Banco de la Nación Argentina tuvo que hacerse cargo de tres bancos regionales -Del Suquía, Bisel y Bersa- que eran propiedad del banco francés Crédit Agricole, que decidió no aportar nuevo capital para sostener su operación.

En el Poder Judicial, a su vez, las decisiones sobre la pesificación y el corralito eran anárquicas y la Corte Suprema de Justicia vivía su propia crisis frente al dictamen acusador contra la totalidad de sus miembros que había formulado la Comisión de Juicio Político de la Cámara de Diputados.

El 26 de junio la policía bonaerense reprimió una concentración de un sector del movimiento "piquetero", con el trágico saldo de dos manifestantes muertos. La tensión política que el episodio generó llevó al Presidente a anticipar su salida del gobierno mediante la convocatoria a elecciones generales anticipadas, que finalmente se celebrarían el 24 de abril de 2003.

Las medidas adoptadas y la resolución de la incertidumbre política le pusieron un piso a la crisis. Ocurrió el 24 de julio, cuando las reservas internacionales alcanzaron escasísimos 8.932 millones de dólares, alrededor de 6.000 millones menos que siete meses antes.

En ese momento, como en la cabina de un avión a punto de estrellarse, todas las alarmas rojas del sistema financiero sonaban ruidosamente. Pero la catástrofe no ocurrió. Las medidas que se venían adoptando dieron sus frutos y el "goteo" de depósitos se detuvo.

Comenzó entonces a hacerse evidente la recuperación de la actividad económica. Liberada del chaleco de fuerza de la convertibilidad y del atraso cambiario, la pesificación había significado un alivio enorme. Los precios de los productos agropecuarios estaban en alza y la devaluación había multiplicado los ingresos por tres de manera instantánea. Las retenciones llevaban parte de esa renta a las arcas del Estado, pero aún así la prosperidad repentina era fantástica.

Pese a que las exportaciones tardarían un tiempo en despegar, la fuerte caída de las importaciones, posterior a la devaluación, hizo que el saldo comercial externo de la Argentina se tornara fuertemente positivo, lo que finalmente derramó sobre la economía una cifra sin precedentes de más de 16.000 millones de dólares.

Así, en pocos meses, la tensión sobre el dólar se alivió y a fines de 2002 se comenzaba a debatir cómo sostener el tipo de cambio, que por entonces parecía estabilizado en $ 3,30 por dólar. Las diferencias de criterio sobre cómo manejar la cuestión monetaria y bancaria llevaron a una nueva crisis en el Banco Central, cuyo presidente, Aldo Pignanelli, renunció a fines de año.

El proceso de reversión del colapso de la convertibilidad había sido mucho más rápido de lo esperado, aunque los números de la economía daban cuenta de la fuerza del huracán. En 2002 el producto bruto cayó casi un 11% y en mayo de ese año la desocupación llegó al 21%. También el poder adquisitivo del salario descendió un 19%, frente a una inflación del 40%.

El conocimiento de la realidad de la pobreza de los sectores urbanos marginados, por parte de Eduardo Duhalde y su esposa, fueron también un factor importante en la contención de la crisis. Desde los primeros meses de 2002 se comenzó a montar un extenso programa de subsidios, el Programa Jefes del Hogar, que en mayo de 2003 llegó a cubrir a casi dos millones de personas.

La cantidad y gravedad de los acontecimientos y decisiones gubernamentales que tuvieron lugar entre los últimos meses de 2001 y fines de 2002 no reconoce precedentes en la historia argentina contemporánea. El país fue puesto a prueba en casi todos los aspectos de la vida social: la continuidad de las instituciones; el ingreso y el patrimonio de los ciudadanos y hasta su posibilidad de subsistencia; la viabilidad de las actividades económicas y el relacionamiento mismo de la Nación con el mundo.

La prueba y el costo que se pagó fueron innecesario; pudieron haberse evitado. Sin embargo, la contención de la crisis y el inicio de su superación revelan que existen en la sociedad y aun en sus dirigentes un cúmulo de energías que pueden converger virtuosamente en una determinada circunstancia histórica. El gran misterio que parece subsistir es cómo hacer que esos instantes se prolonguen en manifestaciones más estructurales de equilibrio político y social.

El 25 de mayo de 2003 la Presidencia de la República pasó a manos de Néstor Kirchner, tras un proceso complejo en que el justicialismo concurrió dividido a la contienda electoral.

En cualquier circunstancia, pero más aún con un país en crisis, un sustento electoral como el que respaldaba a Kirchner al llegar a la presidencia es débil (22% de los votos en la primera vuelta electoral, con una concurrencia a las elecciones del 80%). En consecuencia, para la mayoría de los analistas políticos del país y del exterior el pronóstico sobre el futuro gobierno era pesimista.

Sin embargo, a lo largo de sus tres primeros años de gobierno el Presidente logró un cambio radical en la relación de fuerzas, tanto al interior de su partido como en el escenario político nacional.

El discurso inaugural de Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003 estuvo a considerable distancia de las ideas económicas que el país se había acostumbrado a escuchar en la década de 1990. Los nuevos desafíos que el Presidente planteó eran reconstruir un capitalismo nacional, con participación activa del Estado y fuerte orientación hacia el equilibrio social.

El gabinete inicial que conformó tenía como rasgo poco frecuente la continuidad de miembros destacados del elenco de su antecesor. Kirchner no irrumpió en el gobierno. Se deslizó hábilmente, eligiendo con cuidado sus adversarios y procurando con éxito que cada combate le sumara más adhesiones que las que eventualmente perdía.

La menor de las sorpresas fue la continuidad de Roberto Lavagna al frente del Ministerio de Economía. En lo económico, durante el gobierno de Kirchner se avanzó sustancialmente en la agenda de resolución de la crisis de la convertibilidad.

Uno de los hitos sustantivos de ese proceso fue la reestructuración de la deuda externa el "default". En septiembre de 2003 Lavagna y su equipo presentaron oficialmente un programa global de reestructuración de la deuda. El escenario elegido fue la ciudad de Dubái, durante la Asamblea del Banco Mundial y del Fondo Monetario Internacional, donde, a pesar de lo suntuoso del ambiente y las múltiples atracciones del lugar, el espectáculo más esperado era la presentación del equipo económico argentino.

La propuesta consistió en aplicar una quita del 75% sobre un total de 94.302 millones de dólares correspondientes a la porción de la deuda total cuyos pagos se habían suspendido, más los respectivos intereses. De acuerdo con las prácticas habituales en estos procesos, el mecanismo era ofrecer en canje a los acreedores sus bonos originarios por otros representativos del nuevo monto reconocido. En el nuevo esquema las tasas de interés que se pagarían eran del 0,5% al 5%, es decir sustancialmente menores a las de los títulos originarios, y los plazos de pago iban de los 8 a los 42 años.

En el mundo financiero internacional y los tenedores de bonos, entre los cuales se contaban miles de argentinos, italianos, alemanes y japoneses, la protesta fue generalizada. Era lógico; la pérdida patrimonial era enorme. Pero al mismo tiempo era una expresión realista de la capacidad de pago de la Argentina.

(2004) En los meses siguientes se desarrolló un intenso proceso, cuando el gobierno enfrentó fuertes presiones internacionales para mejorar la oferta. Finalmente, el 1º de junio de 2004 se presentó la propuesta definitiva que, en un cuidadoso equilibrio, mantenía en pie las cuestiones clave originarias e introducía mejoras importantes para que el camino fuera exitoso, éstas ponían de manifiesto un grado de receptividad del gobierno frente a los reclamos de los acreedores y los organismos financieros internacionales.

(2005) El canje de la deuda se lanzó el 14 de enero de 2005 y finalizó el 25 de febrero de ese año. La operación era extraordinariamente compleja. Se trataba de canjear 152 tipos de bonos emitidos en seis monedas y regidos por ocho legislaciones nacionales por tres nuevos bonos. En el nuevo esquema la Argentina comenzará a pagar el capital de la deuda reestructurada en 2024 y terminará entre 2038 y 2045. Entre tanto se pagarán aproximadamente 3.200 millones de dólares de intereses anuales, una suma equivalente a la tercera parte de los compromisos previos.

El proceso de canje estuvo acompañado de un intenso debate acerca de cuál sería el grado de aceptación que merecería la oferta entre los acreedores. Aunque en el mundo financiero las opiniones eran predominantemente negativas, el gobierno mantuvo su firmeza y finalmente más del 76% de los tenedores de bonos aceptaron las condiciones, entre ellos un 20% de inversores institucionales argentinos encabezados por las Administraciones de Fondos de Jubilaciones y Pensiones, que tenían títulos por 14.000 millones de dólares.

Este proceso de reestructuración de la deuda externa, el ahorro generado por la pesificación de parte de la deuda pública y la nueva deuda emitida para compensar a los ahorristas y bancos ha hecho que se pasara de una deuda total de 144.453 millones de dólares en diciembre de 2001 a 126.567 millones en marzo de 2005. El peso de la deuda sobre el conjunto de la economía -aunque todavía elevado- disminuyó sustantivamente y los servicios de interés pasaron a representar el 10% de los ingresos del gobierno, cuando previamente eran el 22%. En la nueva estructura de la deuda, más de la tercera parte de la misma quedó denominada en moneda nacional.

El proceso de normalización de la economía incluyó también retirar de la circulación alrededor de 8.000 millones de pesos en bonos provinciales que circulaban como moneda, con lo que el país quedó reunificado monetariamente.

Después de una caída de casi el 11% en 2002, la economía ha crecido un 28% en los tres posteriores y el desempleo -que llegó al 23,6% en 2002- descendió al 14,6% a fines de 2005. La pobreza llegó a afectar al 53% de la población y en el primer semestre de 2005 retrocedió hasta el nivel previo al estallido de la crisis.

Autopsia

Después de este largo recorrido, deseo agradecer, muy especialmente, a los "resistentes" lectores que han llegado hasta aquí. Espero no haber defraudado (aunque tal vez, redundado). Algunas cosas vale la pena leerlas más de una vez, para que no se olviden.

En tanto Bernanke (y otros) estudian la crisis del 30 para buscar causas y efectos asemejables, mi humilde propuesta ha sido analizar la historia económica argentina para imaginar la pesadilla del futuro. Enviar algunas advertencias para evitar el riesgo de una globalización del Tercer mundo. Un intento desesperado por bloquear la "enzima Lox", que envía señales para preparar una nueva área del cuerpo para que el cáncer pueda establecer un nuevo cultivo.

Ante la mayor crisis económica desde 1930 -que es también política, social y de valores-, Súper Obama continúa dando "flip-flopping" (palos de ciego) y los miembros del G-¡Je!-20 (¿los cortesanos del POTUS?) siguen haciendo de "exageradores" de las tendencias iniciadas. Un ejercicio de irresponsabilidad difícilmente entendible.

"Vale todo". ¿Se trata de salvar al sistema o a quienes causaron los males? ¿Es posible restablecer la confianza cuando. los estafadores se sientan en el sillón del regulador y actúan en "beneficio" del pueblo americano (o europeo o argentino)? Orgías de deuda y emisión descontrolada (pura "argentinización"). Entre la anestesia y la amnesia.

Ante la gran depresión de 2009, la inverosímil "globalización" del único modelo económico que empobreció a un país rico, no deja de ser un sarcasmo. El conflicto económico mundial que estamos atravesando tiene un gran componente moral que debe hacernos meditar.

Sólo el ser humano provoca las crisis. En la naturaleza no hay crisis. Pueden ocurrir catástrofes o cataclismos. En cambio, las crisis son productos de la acción humana y provocan múltiples trastornos en la vida de las personas, de las empresas y los países.

Como dice James McGill Buchanan, premio Nobel de Economía 1986: "En la vida social y económica necesitamos reglas morales porque sin ellas la vida sería salvaje, solitaria, miserable y muy corta. Estas reglas definen los espacios privados dentro de los cuales cada uno de nosotros puede llevar a cabo sus actividades con seguridad y sin temores".

No importa que las reglas sean impuestas por el Estado o el resultado de la auto-regulación de los propios interesados. Lo importante es que las reglas sean adecuadas, conformes a un orden moral, efectivas, tomadas a tiempo y sancionado su incumplimiento.

Lo mismo sucede hoy en el campo financiero mundial. Las medidas de salvataje del gobierno americano y de los países de la Unión Europea no consiguen despertar confianza en sus poblaciones, eufemísticamente designadas como "los mercados" y sin esa confianza es imposible retornar a la normalidad.

La percepción universal de los inversores y ahorristas es que se ha producido una gigantesca estafa a escala planetaria y que las políticas adoptadas no van encaminadas a impedir su repetición, sino que tratan de salvar a los banqueros responsables de la crisis e incluso a garantizarles un "paracaídas dorado" como premio por su delictuosa gestión. La frivolidad de esos individuos y su falta de arrepentimiento por la gravedad de los hechos cometidos, unida a la insensibilidad de no pedir humildemente perdón, indisponen a los mercados en contra de las medidas que los gobiernos pródigos toman con dinero ajeno.

La indignada visión que millones de personas tienen sobre esos acontecimientos, explica las expectativas pesimistas instaladas en el mundo y que nadie tenga confianza sobre la solución del problema.

Y, mientras tanto, ¿qué? ¿Saldrán los ciudadanos masivamente a la calle a asaltar la Bastilla? ¿Empezarán los asaltos a tiendas y supermercados cuando a la gente se le acaben las ayudas para el desempleo? ¿Se copiará en otros países el modelo francés de secuestrar a los empresarios para forzarles a pagar salarios atrasados o a no firmar EREs? ¿Hasta qué punto Gobiernos como el español pueden confiar en el apoyo de las familias y los amigos como sucursales alternativas y/o complementarias de las Oficinas de Empleo? El potencial de violencia, de frustración y de desesperanza ciega existe, y se ha visto, por ejemplo, en Berlín el pasado 1 de mayo con las peores y más brutales manifestaciones a las que ha tenido que hacer frente una policía habituada año tras año a este tipo de altercados. ¿"Qué se vayan todos"? (otra "argentinización" de la crisis).

Puede que este extenso "relatorio" sólo interese a los "arqueólogos" (para rastrear la "genética" de un país incurable) o, tal vez, a los "futurólogos" -mejor sería- (para diagnosticar que estamos más cerca del abismo "global", de lo que pensamos).

Me daría por conforme, con haber contribuido a no olvidar lo inolvidable (no sólo se ha perdido la disciplina, sino también la vergüenza), aunque haya algunos que sólo intentan que algo cambie para que todo siga igual.

Réquiem (3 de mayo de 2009)

Si ustedes me permiten (como millonario en fracasos), finalizaré esta larga marcha con un "réquiem personal", en un anhelo angustioso de conjurar el Día de la Marmota, con algunas letras de ciertos tangos, que sintetizan mi actual desengaño. Dicen así.

"Si arrastré por este mundo la vergüenza de haber sido y el dolor de ya no ser.

Ahora, cuesta abajo en la rodada, las ilusiones pasadas ya no las puedo arrancar".

(Tango: Cuesta abajo – Letra de Alfredo Lepera y música de Carlos Gardel)

"Lo que más bronca me da es haber sido tan gil (*)".

(Tango: Chorra – Letra y música de Enrique Santos Discépolo)

"Vamos, total, al fin, nada es cierto y estás, hermano, despierto".

(Tango: A Homero – Letra de Cátulo Castillo y música de Aníbal Troilo)

(*) Gil: tonto, cándido, ingenuo, probable víctima de estafa (Diccionario Etimológico del Lunfardo – Oscar Conde – Taurus, 2004)

Sic transit gloria mundi o. ¿Requiestat in Pace?

 

 

 

 

Autor:

Ricardo Lomoro

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