Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 5)
Enviado por Jose Maria Quijano Wallis
Flores, por el contrario, se preparó a recibir a Mosquera con un lujoso uniforme de General en Jefe, profusamente bor-dado de tal manera que parecía una casaca de oro bordada de paño.
Se hallaba rodeado de sus ayudantes y secretarios en el centro de la sala de la casa de la hacienda, con un sillón vacío a su derecha para ofrecerlo al Gran General cuando llegara.
Cuando Mosquera se presentó con su humilde traje y se desmontó de su modesta caballería, la guardia de honor de Flo-res que estaba preparada en el patio de la hacienda para rendir los honores militares al Presidente de Colombia, no se atrevió a hacer ninguna manifestación porque no se figuraba que ese modesto caballero era el personaje ilustre que esperaba; pero ha-biendo uno de sus ayudantes anunciado al Gran General los oficiales de la Guardia se apresuraron a tributarle los debidos homenajes.
Al entrar a la sala, Flores se puso de pié y, ceremoniosa-mente, le dijo: « Saludo al Gran General Mosquera, y doy la bienvenida al Excelentísimo Señor Presidente de los Estados Unidos de Colombia ».
« Y yo, dijo Mosquera, presento mis mas respetuosos home-najes al ilustre Veterano Comandante general de los ejércitos del Ecuador ».
« Es que podré yo conocer en esta entrevista las bases prin-cipales de la paz que tendrá a bien otorgar S. E. el Presidente de Colombia a la República del Ecuador, después del insuceso de sus armas en la batalla de Cuaspud.
« No solamente podrá V. E. conocer las bases sino que es posible firmar hoy mismo el Tratado de paz, pues éste puede resumirse en una sola cláusula, respondió Mosquera.
« Y cual es la cláusula de que habla V. E.?, replicó Flóres.
– Que me dés un abrazo, Juan José, dijo Mosquera.
– Yo hablo en serio, Excelentísimo Señor, respondió Flóres.
– Yo también dijo Mosquera, porque qué mayor fruto puedo desear para mi victoria, y a qué mayor galardón puedo aspirar que a la gloria de haber vencido al primer Capitán de la América del sur?
De este diálogo inesperado a una conferencia amistosa y cordial, se pasó rápidamente, como Flores tenía poderes suficientes del Presidente García
Moreno, se acordaron en un Tratado de paz que no contenía nin-guna cláusula ni condición onerosa para los vencidos. Simplemente se convino en reproducir el articulo primero del Tratado de amis-tad y comercio que existía entre los dos Estados, declarando vigentes todas las demás partes de este Pacto, que de hecho había abrogado el estado de guerra entre las dos repúblicas.
Mi padre, que era Ministro de Relaciones Exteriores, se de-negó a firmar ese Tratado, porque el creía que, sin exigirse del Ecuador cesiones territoriales, que serían motivo de perenne dis-cordia entre las dos naciones, ni aun siquiera pedirle indemniza-ciones de dinero para los gastos de la guerra, se debía, por lo menos, aprovechar la victoria para arreglar definitivamente la cuestión de límites entre los dos países, como se hizo con el Perú después de la victoria de Tarquí en 1829.
Por la negativa de mi padre, fue nombrado Ministro de Re-laciones Exteriores de Colombia adhoc para firmar el Tratado de Pinzaquí, el General Antonio Gonzalez Carazo, antiguo Goberna-dor de Bolívar.
Así terminó la guerra con el Ecuador.
Sin desconocer que entre Estados vecinos y hermanos no debe exigirse para hacer la paz, después de una querella interna-cional, la cesión del territorio de uno a otro Estado, porque esto es causa permanente de desavenencia entre vecinos y de constantes propósitos de revancha, como ha acontecido en Francia y Alemania, y en Perú y Chile sin desconocer, repito, estas conside-raciones para ser generoso en la victoria, yo soy de opinión que mi padre tenía mucha razón en desear que hubiera desaparecido la cuestión de- límites, que ha sido siempre motivo de desacuer-dos y enemistades en los países vecinos de Sur América.
Pero por un sentimiento de noble vanidad, si se quiere, muy común en los hombres superiores, el Gran General quiso ser espléndido en su generosidad, después del triunfo.
Cuando el Gobierno y el ejército regresaron a Popayán, re-cuerdo que muchos amigos acompañaron a mi padre hasta la casa y alguno de ellos lo felicitó por haber sido protagonista en la gloriosa campaña contra el Ecuador.
«No me felicite Ud., dijo mi padre porque de esa campaña, gloriosa es verdad para las armas de Colombia, nadie ha deri-vado ningún fruto, excepto la literatura castellana.
« Y como así, preguntó su amigo;
Porque el vocablo laud, tan pobre de consonantes en nuestra lengua, ha adquirido uno nuevo con la palabra Cuaspud, lugar desconocido ayer y célebre, desde hoyen los fastos militares de Colombia.
Muchos años después, conversando yo en Niza sobre estos sucesos con el Dr. Antonio Flores, Presidente que fué del Ecua-dor e hijo del ilustre General Juan José, me dijo Don Antonio éstas o semejantes palabras:
« Poco tiempo después de la batalla de Cuaspud murió mi padre, y murió de pesadumbre, no por haber sido vencido el ejér-cito novicio del Ecuador por los veteranos colombianos, aguerri-dos en tres años de lucha civil, sino por haber sido engañado por Mosquera y haber caído en la celada que, con tanta astucia, le tendió, porque mi padre se preciaba con razón, de ser el Jefe militar mas sagaz de la América del Sur. Pero también hay que reconocer que Mosquera era un Genio o, por lo menos, un hombre extraordinario.
CAPITULO IX.
Un personaje singular
SUMARIO. Vida aventurera de Dario Mazuera. – Después de haber servido a las órdenes de Arboleda, se refugia en Lima. – Chantage con el Presi-dente Pezet. – Su estadía en Chile y su marcha para Méjico. – Mazuera estafa a Santa-Ana y marcha para Paris. – Entrevista con Dumas padre y Julio Simón. – Pronósticos funestos de una cartomanciera respecto de Mazuera. – Su marcha para Cuba. – Tentativa de chantage avortado, con el Dr. Escobar. – Mazuera, abandonado en las Costas de Florida se interna a Méjico y se junta a los pronunciados contra el Gobierno. -Vencido y prisionero, es fusilado por uno de los jefes constitucionales. —
Antes de abandonar en mi relato el período trienal de la Revolución, voy a referiren periodos concisos, la vida del célebre aventurero llamado Darío Mazuera, uno de los mas audaces y ter-ribles Tenientes de Arboleda en el Valle del Cauca. Su vida, ple-na de aventuras que parecen de otra época, ofrece interesantes episodios que no es conveniente dejar perder o desvanecer entre las soledades del olvido.
Dario Mazuera nació en la ciudad de Cartago, capital de la provincia de su nombre, que está situada en la región fronte-riza con el antiguo Estado de Antioquia. Hoy departamento de Caldas.
Siendo muy joven tomo servicio en las filas del ejército de la Confederación cuando tuvo lugar el pronunciamiento de Carrillo en í 86o. Refugiado en las montañas de Antioquia regresó a su Estado natal en í86í con las fuerzas de Enao. Tomó entonces servicio en el ejército caucano de Arboleda.
En su calidad de Teniente de ese Jefe, desplegó en la ciudad de Palmira sus instintos sanguinarios, su audacia incomparable y su energía felina. Alguna vez, en esa población, en un momento impul-sivo y de mal humor, hizo sacar de la cárcel un grupo numeroso de prisioneros políticos y, sin fórmula ninguna, los hizo fusilar en la plaza pública, mandando él mismo la escolta para la ejecución y como ésta ejecutó varias otras fechorías, según refieren las crónicas.
Después de que las fuerzas de Mosquera y de Gutiérrez re-cuperarán el Cauca, Mazuera huyó por el Chocó y fué a refu-giarse a la ciudad de Lima capital del Perú.
Goberuaba entonces esta nación el célebre General Pezet, quién como es sabido, tuvo sus veleidades de traición para resta-blecer el dominio español en su patriamediante al puesto de vir-rey para él.
Mazuera, quien, además de audaz, era hombre inteligente, sa-gaz, insinuante y activo, logró adaptarse la confianza y aun la in-timidad del Presidente del Perú, de quien recibió esquelas y do-cumentos confidenciales.
Mazuera vivió en Lima de la munificencia de Pezet; pero al-guna vez que quiso abusar en sus exigencias el Presidente se de-negó a complacerlo. Mazuera entonces amenazó a Pezet con hacer públicas sus maquinaciones antipatrióticas y aun publicar docu-mentos comprometedores.
Víctima el Presidente de este « chantage » resolvió comprar con una fuerte suma de dinero el silencio de Mazuera; pero a con-dición de que se fuera inmediatamente del Perú.
Mazuera, quien era un aventurero, ávido de innovaciones en su vida errante, aceptó la condición, recibió el dinero y se embarcó para Chile.
En esta nación vivió, durante algún tiempo, de la intriga, del chantage y de las artes de los caballeros de industria hasta que fué expulsado y, después de una rápida aparición en Bogotá fué a parar en Méjico, en donde conservaba aun su gran pres-tigio el Presidente Santana.
Mazuera, como en el Perú, obtuvo la protección y la amistad de Santana, hasta el punto de ser su Secretario privado y el hombre dé su confianza. Durante esta época, Mazuera vivió esplén-didamente merced a la liberalidad de su opulento Protector, entre-gado a todos placeres que ofrecen la juventud, la salud y la for-tuna. Pero siempre dominado por el delirio viajero, suplicó a Santa Ana que le facilitara los medios de conocer los Estados U-nidos.
Santana le dió dinero para el viaje y aun le comisionó para hacer algunos arreglos con sus banqueros de Nuera York.
Mazuera aprovechó esta confianza de Santana para falsifi-car su firma y estafar a su protector en una fuerte suma de dinero, que tomó en los Bancos de Nueva York por cuenta de Santana. Enseguida huyó para Paris.
En la gran capital francesa, hogar y asiento de todos los pla-ceres, Mazuera encontró amplio teatro para su vida de goces y de disipación.
Como ignoraba el francés y desconocía las costumbres de la gran ciudad trajo de Nuera York un violinista colombiano, de apellido Buitrago, para que le sirviera de intérprete y de guía.
Hacia algún tiempo que Mazuera se hallaba en París entre-gado a su vida de rico libertinocuando llegaron el General Santos Gutiérrez el célebre guerrero de Colombia, acompañado del ilustrado Doctor Florentino Vesga, el afamado redactor del « Diario de Cundinamarca », a dar un paseo por el Continente europeo.
Vezga entró en relaciones casualmente con sus compatriotas Mazuera y Buitrago, y, por las confidencias que de éste recibió, las cuales a su turno trasmitió a que, he podido conocer estos detalles de la vida del célebre aventurero, y los demás que paso a referir.
Mazuera habla formado un álbum muy interesante con autó-grafos de los personajes mas ilustres del Perú, Chile, Méjico y Estados Unidos, y quería enriquecerlo con las firmas de los grandes políticos y literatos de Francia. Deseaba principalmente conocer y obtener la firma en el álbum del célebre novelador fran-cés Alejandro Dumas padre, cuyas novelas habían llegado hasta las mas apartadas regiones del globo, y eran objeto del solaz y de la admiración del mundo.
Buitrago, que abundaba en sentimientos idolátricos por Du-mas, a quien consideraba como un semi Dios descendido del O-limpo, se encargó con júbilo de ir a solicitar del gran romancista el favor de que pusiera su firma en el álbum.
Al efecto pidió una audiencia y, cuando le fué concedida, se vistió con sus mejores ropas y. emocionado, como el joven aman-te que va a ver a su amada el día del compromiso para el ma-trimonio, se dirigió a la casa de Dumas, llevándole como obse-quio un finísimo sombrero Panamá, de considerable valor.
Dumas vivía en un quinto piso de la rue Fortuny, y su hija bastarda lo recibió en el salón principal del apartamento.
Tímidamente manifestó Buitrago el objeto de su visita y ofre-ció el obsequio del sombrero. La mulatica lo puso sobre sus cres-pos cabellos y realzó con él su belleza fresca de raza de crio-llas.
Dió las gracias a Buitrago por el exquisito obsequio, excusó a su padre de no salir a recibirlo por hallarse sumamente ocupado en el remate de una obra que tenía premura de en-tregar al Editor, y, tomando el álbum de manos de Buitrago, pasó al vecino despacho del literato.
Dumas abrió el álbum y, con la pluma entintada con que estaba escribiendo, trazó con su magnífica letra en una página del album, estas palabras:
« Un républicain de tout le mondeAlexandre Dumas »La hija de Dumas salió con el álbum a presentárselo a Bul-tragoy cuando éste vió la letra del gran escritor con la tinta fresca aún, se emocionó extraordinariamente, llevó el libro a sus labios para besarlo y lágrimas de enternecimiento – brotaron de sus ojos. Sin poder articular una palabra, hizo una reverencia a la Señorita Dumasy salió.
La joven contó inmediatamente a su padre la emoción de Buitrago al ver su firma puesta en el álbum y, como era un hombre de corazón tanto como de imaginación, le impresionó el gesto del visitante y ordenó a su hija que lo llamara inmediatamente.
Se hallaba Buitrago en los últimos peldaños de la escalerai cuando alcanzo a oír la voz de la Sta. Dumas que lo llamaba. Subió apresuradamente los cinco pisos de la casa y entró a la sala del literato.
Dumas que era un hombre fornido y trabajaba en mangas de camisa, porque Paris se hallaba en pleno estío, se adelantó a recibir a Buitrago y lo estrechó entre sus robustos brazos, besán-dole en ambas mejillas.
Buitrago quedó desfallecido por el placer el honor y la emo-ción del inaudito y cordial recibimiento de Dumas.
Este lo invitó a comer aquella tarde y le ofreció un exce-lente banquete, en el cual desplegó su talento de gran cocinero.
Desde este fausto día, se estab!ecieron estrechas relaciones entre Dumas y Buitrago, y aquél le prometió conseguir muy in-teresantes autógrafos de sus numerosos amigos y relacionados.
Otro de los personajes, cuya firma anhelaban Mazuera y Buitrago, era Julio Simónel gran filósofo, quien, con Ferryel gran estadista y con Favre, el gran jurisconsulto, formaba la tri-nidad de los tres Julios, tan "justamente célebres en los comienzos de la tercera República francesa.
Para satisfacer el deseo de sus amigos, Dumas pidió a Si-mon que escribiera un pensamiento en el álbum de Mazuera y aquél le contestó que lo haría con mucho gusto cuando, en uno de los sábados (días de recibo de Dumas) pudiera conocer al jóven colombiano.
En el despacho de Dumas se avistó Julio Simon con Dario Mazuera. Miró el filósofo al aventurero con curiosidad y fijeza, exami-nándolo de piés a cabeza. Luego abrió el álbum, entintó la pluma y escribió las siguientes palabras:
« Croire, aimer, "travailler pardonner, voilá tout ce que je vous conseille ». Firmado: Jules Simon.
Cuando en la casa de Mazuera, Buitrago tradujo a aquel las palabras de Simon que dicen: Creer, amar, trabajar, perdonar, he aquí lo que yo os aconsejo, el aventurero quedó sorprendido y dijo a su amigo:
« No comprendo como este hombre ha podido conocerme con solo haberme visto una vez, pues lo que él me aconseja es pre-cisamente lo que me hace falta, porque no creo en nada y nunca he amado ni trabajado, ni perdonado.
La vida de Mazuera, siempre escandalosa y en medio de los placeres que ofrece la moderna Babilonia, consumió bien pronto el dinero que había estafado a Santana y le hizo sentir la ne-cesidad de abandonar a Paris y de procurarse recursos en América, por medio de sus malas artes habituales.
Una noche, Mazuera y Buitrago paseaban en compañía del Doctor Vezga por las jardines de Mabille, lugar de reunión de los jóvenes alegres y de las mujeres galantes, situado en el mismo lugar en que hoy se halla el « Jardin de Paris », sucesor de aquel risueño lugar de recreo.
Al pasar por delante de un nicho en donde se hallaba una mujer decidora de la buena ventura, adivinadora del pensamiento y diestra en el manejo de las cartas reveladoras del porvenir, Mazuera se detuvo con cierta fijeza, delante de ella y le dijo a sus dos compañeros de paseo:
« Yo no creo en Dios pero sí creo en las hechiceras y hasta en brujas. Deseo hacerle algunas preguntas a esta mujer.
Nada mas fácil, contestaron sus compañeros, pero le antici-pamos que éste es un pasatiempo, y una pequeña industria que tienen esas mujeres para ganarse unos francos.
Voy a entrar dijo Mazuera, y tomando la mano de Buitrago le dijo con empeño: « Prométame Ud. por su palabra de honor que me traducirá fielmente lo que esta mujer diga en respuesta a mis preguntas, todas las cuales las haré por cpnducto de Ud»
Buitrago prometió complacer a Mazuera, úfreciéndole traducir todas las respuestas, por graves que fueran.
Después de los preliminares fáciles de explicar respecto de la nacionalidad colombiana de Mazuera y de su estado de celi-bato, el aventurero preguntó, por conducto de Buitrago, si aquel tenía alguna preocupación o alguna empresa secreta que agitara su espíritu en esos momentos.
La cartomanciera revisó de nuevo las líneas de la mano, dis-tribuyó las cartas y con toda seriedad contestó:
« Las cartas dicen, que el Señor está pretendiendo destruir o hacer perdedizo un documento que puede causarle un gran per-juicio
Mazuera, a pesar de su poder de disimulación, no pudo menos que manifestar sorpresa al conocer la respuesta, porque en esos días estaba trabajando, a fuerza de dinero, para que no se le noti-ficara el mandamiento rogatorio de los Estados Unidos que, en virtud de las gestiones de Santana, se había enviado a Francia para pedir la extradición de Mazuera por sus estafas en Nueva York.
Después de algunas preguntas de menor interés, Mazuera su-plicó a la adivinadora le dijera cuándo y de que género de muerte moriría.
Para dar esta respuesta, la mujer pidió un pequeño mechón del pelo de Mazuera, que quemó en una lámpara de alcohol; regó la baraja con la ceniza hizo unas cuantas muzarañas y distribuyó con mucho cuidado las cartas. Al terminar su pequeña ceremonia cabalística, dijo a Buitrago:
« Lo que dicen las cartas es muy grave para el Señor, pero como yo he prometido revelar la verdad, voy a comunicarle la respuesta:
« Dígamela sin ambajes, dijo Mazuera a Buitrago, cerrando con su mano de acero la mano de su amigo.
Le repito, Darlo, que nada de esto tiene importancia y que estas mujeres, que son muy inteligentes, comprenden el interés o conocen las susperticiones de sus interlocutores, les contestan, mas ó menos, pertinente y misteriosamente.
– Y bien, dijo Mazuera.
« Las cartas dicen, añadió Buitrago, que Ud. morirá antes de terminar este año y de muerte violenta».
Los dos amigos se echaron a reír. La mujer cobró por su trabajo diez francos y Mazuera le dió veinte, sin dejar de preo-cuparse por la respuesta.
El tiempo apremiaba para Mazuera, tanto por temor que al fin el Gobierno francés decretara su extradición, como porque sus recursos escaseaban.
Al fin resolvió desprenderse de su precioso álbum que vendió al Principe de Metternich, hijo del gran diplomático austriaco, en 10.000 francos, pagó algunas deudas que tenía pendientes, se despidió de Buitrago y se embarcó para La Habana.
Llegó a esta ciudad por la mañana y, después de haberse hospedado en una fonda modesta, se dirigió por la tarde a la casa que ocupaba el Dr. Fernando Escobar.
Este Señor era un médico distinguido, conocido de Mazuera desde la infancia y que, a pesar de casado civilmente en Car-tago, ciudad en que ambos habían nacido, había contraído en la Habana matrimonio con una rica y hermosa cubana, de las pri-meras familias de la ciudad.
Por su ciencia y por su feliz matrimonio, Escobar había al-canzado una gran posición en la Capital de la Isla y cultivaba las mejores relaciones, empezando por las del Capitán general, quien lo distinguía y lo apreciaba mucho.
Cuando el Dr. Escobar reconoció a Mazuera en su casa, lo recibió con mucha cordialidad y cariño, preguntándole por qué feliz casualidad se hallaba en la Habana.
« Estoy arruinado, contestó Mazuera, y vengo a buscar re-cursos en su bien provista bolsa. Necesito de hoy a mañana la suma de veinte mil duros en oro, y espero qué Ud. me los pro-curará sin plazo, sin interés y sin garantía.
– Pero, cómo quiere Ud, paisano (éste es el tratamiento que se dan entre sí los compatriotas en Colombia) que yo tenga veinte mil duros disponibles de un día para otro. Así, pues, me es profundamente penoso no poder servirle en esta ocasión.
Pues si Ud. no me los da, replicó Mazuera, mañana mismo haré conocer del Capitán General, de la familia de su segunda esposa y de toda la sociedad de La Habana, por medio de una publicación abundante y documentada, que Ud. es un bígamo y que su mujer caucana se halla viva y muy viva en Cartago. Y Ud. sabe, paisano, "que yo sé cumplir mis amenazas.
Ud. no hará eso paisano balbució Escobar porque me cau-saría un gran perjuicio. Yo estoy divorciado de mi primera mu-jer, pero quiero evitar el escándalo con que Ud. me amenaza; no me exija que le dé el dinero de un día para otro porque no lo tengo. Mañana le daré una parte y en los días siguientes otras sumas hasta completar 10.000 duros.
No rebajo ni un centavo, dijo con sequedad Mazuera.
– Y bien, trataremos de reunir la suma en unas dos semanas, insistió Escobar.
Convenido, dijo Mazuera, pero guay! si Ud. me engaña.
De ninguna manera me burlaria de Ud. dijo Escobar; déme Ud. las señas de la fonda en donde está hospedado para ir ma-ñana á llevarle una buena cuenta del dinero.
Mazuera dió las señas de la fonda, y después de tomar un refresco y encender un puro, se despidió en los más amistosos términos de su amigo y compatriota.
Inmediatamente que Mazuera se ausentó, Escobar hizo en-ganchar su coche y se dirigió al palacio del Capitán General.
El virrey de Cuba quien tenía un poder omnímodo y que estaba temiendo nuevos pronunciamientos revolucionarios, recibió con interés y amabilidad a su amigo el Dr. Escobar, a quien invitó a cenar.
« Vengo, dijo Escobar, a prestar otro servicio a mi segunda, patria. Ha llegado esta mañana un compatriota mío, llamado Dario Mazuera quien es un agente revolucionario enviado de Colombia y de Venezuela para promover una nueva insurrección en la Isla. Es un hombre terrible y si no lo pone Ud. inmediatamente la mano puede causar muchos perjuicios a la causa del orden en Cuba,
« No sé como agradecer a Ud., Dr. Escobar, sus importan-tes servicios a España. Esta misma noche tomaré las medidas ne-cesarias para impedir que ese tunante nos venga a molestar; pero en donde está hospedado?
«En tal fonda, dijo Escobar, adompañando las señas de Mazuera.
Descansaba éste tranquilamente en la blanda cama del Hotel cuando a eso de las 12 de la noche, fué despertado súbitamente por un jefe de policía quien, con linterna en mano y acompa-ñado de ocho agentes bien armados y del conserje de la fonda, había penetrado hasta el cuarto de Mazuera.
¿ Qué es esto? dijo Mazuera, sobresaltado, incorporandose en el lecho.
« Tiene Ud. una hora para arreglar sus paquetes y seguir-nos, porque está Ud. preso y detenido por orden del Excelentísimo Señor Capitán General.
« Cuál es la causa de este arresto? dijo Mazuera.
Las órdenes de 5. E. no se explican, ni se comentan.
Impotente ante la fuerza, Mazuera se resignó y ligoteado y bien custodiado por los agentes, fué entregado al Capitán de una goleta que estaba anclada en el puerto.
El Capitán de la pequeña embarcación recibió instrucciones para tener a Mazuera encadenado en las bodegas de la goleta, y para abandonarlo en la primera playa desierta del Continente que toparan en la ruta.
Las órdenes del Capitán General fueron cumplidas estric-tamente. Mazuera fué abandonado en una árida playa de la pe-nínsula de Yucatán, famélico – y casi sin recursos. Con mil dificul-tades se internó a Méjico y se enroló en las filas de un grupo de revolucionarios recientemente pronunciados.
Pocas semanas después, la guerrilla de Mazuera cayó íntegramente en poder de un Coronel del Gobierno.
Se hallaba éste almorzando en una humilde posada cuando su ayudante le dijo que un grupo de presos que se hallaba en el patio del albergue, intentaba- escaparse e insubordinarse, esti-mulado por un extranjero audaz y desconocido apellidado Mazuera.
Pues, que los fusilen inmediatamente dijo el Coronel sin in-terrumpir el bocado que llevaba a la boca.
Y, sobre unas piedras del patio en que se hallaban los pre-sos y sobre atambores, fueron fusilados, sin fórmula ninguna, veinteisiete prisioneros con Dario Mazuera a la cabeza.
Este acontecimiento tuvo lugar antes de terminar el año en que había hecho la consulta a la pitonisa, cuya predicción tanto por la fecha como por el género de muerte se cumplió al pié de la letra.
CAPITULO X.
De 1864 a 1870
SUMARIO. Antes de concluir mi carrera profesional de abogado me nombra el Dr. Largacha tercer Tenedor de libros en la Secretaría del Tesoro. -Rechazo el nombramiento y concluyo mis estudios en Popayán. – Ele-gido representante emprendo viaje para Bogotá. – Mis primeras labores en la Cámara de Representantes. – Defensa del Mariscal Solano López, héroe del Paraguay. – Mis relaciones con el representante con-servador Cárlos Holguín. – Semblanza de este célebre orador. – D. Miguel Antonio Caro. – Mi oposición al extravagante proyecto que fi-jaba por ley los textos de enseñanza en los planteles de la República. En 1872 concurro al Senado y entro en relaciones personales con el General Pedro Alcántara Herrán. – Muerte de este eminente colombiano.
Para que un libro de Memorias, y especialmente si reviste la forma autobiográfica, ofrezca algún interés a los lectores y a los cultivadores de los estudios de Historia patria, es menester que lleve en todas sus páginas el sello de la más absoluta sin-ceridad. Especie de confesión general, los escritos que consagran recuerdos personales no deben ser guiados por un falso criterio, emanado de una modestia fingida para ocultar o desfigurar los éxitos ó sucesos felices del escritor, o de una arrogancia infundada para abultarlos don la fantasía, en virtud de un sentimiento de vanidad. También debe el Memorista tener el valor de reconocer sus errores y extravíos, con humildad cristiana.
Basado en estas consideraciones, paso a relatar – algunos in-cidentes que me atañen personalmente, acaecidos durante mi ado-lescencia y mi primera juventud.
De 1864 en adelante, me consagré con mucha asiduidad a mis estudios universitarios en el Colegio Mayor de Popayán, estable-cido por el Gobierno liberal del Cauca, después del triunfo de la revolución. Bajo la dirección de ilustrados profesores hize los estudios preparatorios para alcanzar el bachillerato de las Universidades y hacer después los cursos profesionales.
Sea por atavismo, o por seguir el ejemplo de mi padre, me dediqué a la carrera profesional de jurisprudencia, cuyos estudios comencé en 1866.
Al mismo tiempo que emprendía los estudios profesionales expresados; regentaba las clases de literatura, geografía y filosofía en el mismo Colegio en que estudiaba, en el cual hice una carrera desde pasante bedel hasta vice-rector y, más tarde, Rector.
En ¡866 ocupó la Presidencia de la República por quinta vez el Gran General Mosquera, en virtud de elección popular para suceder al Dr. Manuel Murillo Toro.
El Gran General, al organizar su Ministerio, nombró de Se-cretario del Tesoro y Crédito Nacional al Dr. Froilan Largacha, el espíritu más noble y más benévolo que haya producido la especie humana, mi catedrático y el amigo mas leal y constante de mi familia.
El Dr. Largacha, siempre interesado por su discípulo predi-lecto, me nombró tercer Tenedor de libros de su Departamento administrativo y me invitó con una amable carta a que fuese a Bogotá a vivir en su casa, continuar mis estudios y disfrutar del sueldo (el cual podía ahorrar casi íntegramente), manifestándome, además, que el trabajo del destino se reducía a copiar, en dos o tres horas durante el día, las partidas de contabilidad que los pri-meros Tenedores de libros habían descrito en los borradores. Mi oficio pues era de simple pendolista, para el cual tenía yo suma habilidad, pues poseía una magnífica letra, adquirida en la Escuela Anexa, bajo la dirección del Señor Luna.
Mi madre recibió con cierta satisfacción la noticia de mi nombramiento; pero como era un asunto de cierta gravedad y que suponía una larga ausencia del nido materno, de dónde nunca había yo salido, resolvió, para decidir el punto, formar un Consejo de familia en que figuraron mis tíos José Wallis y Cornelia Obando, el Sr. Luna, viejo amigo de la casa y el Dr. Joaquín Valencia, primo hermano de mi padre vástago una de las mas ilustres fa-milias de Popayán, como era la del Conde de Casa Valencia, digno padre del célebre orador y poeta caucano, Dr. Guillermo Valencia, y uno de los hombres mas honrados, nobles, ilustrados y modestos que haya producido la sociedad de Popayán, tan fértil en exquisitos frutos.
Reunido el Consejo de familia, mis tíos, el Sr. Luna y el
Dr. Valencia, estuvieron de acuerdo en que debía yo aceptar el puesto que me ofrecía el Dr. Largacha. Unánimemente opinaron que era un teatro mejor para mis estudios la capital de la República y que, teniendo medios para ahorrar mis emolumentos mensualmente, podría ir formando un capital, aumentando así lo que yo había ahorrado y producido ya con mis sueldos y operaciones de mutuo y préstamos usurarios.
Mi madre asintió a la decisión del Consejo de familia, pero observando que yo callaba, me interpelaron para que diese mi opinión como el mas interesado en el asunto.
« Y bien, les contesté yo, mi querida mamá y mis respetados tíos, a pesar de la opinión de Uds., que yo acato cuanto merece, yo no acepto el bondadoso ofrecimiento que me hace mi maestro, y continúo mis estudios en Popayán.
« Pero por qué razón, me preguntaron, casi todos a un tiempo ».
« Porque yo no quiero ir a Bogotá a enmohecerme en un empleito sabalterno y prefiero seguir estudiando en Popayán hasta concluir mi carrera profesional. Yo no iré a Bogotá sino cuando sea elegido Representante al Congreso Nacional y no entraré a la Secretaría del Tesoro sino con el carácter de "Secretario, Jefe de ese Departamento administrativo.
Gran sorpresa e hilaridad causó a todos mis parientes mi arrogante respuesta, pero como mi voluntad parecía inquebrantable, no se volvió a hablar del asunto y yo seguí mis estudios y el ejercicio de mis pequeños empleos en el Colegio, con mayor asi-duidad y aplicación que antes.
Tres años mas tarde fui elegido Representante del Cauca al Congreso Nacional, antes de tener la edad que requiere hoy la Constitución de la República para ejercer ese alto puesto. Once años después del Consejo de familia de Popayán, es decir en el año de 1877, fui nombrado por el Presidente Parra Secretario del Tesoro y Crédito Nacional de la República.
Confieso que sea por sentimiento hereditario, o por haber pasado mi infancia en medio del los turbiones políticos de la Revolución de 1860, o por la lectura de libros franceses, de carácter político, yo tuve en mi adolescencia y primera juventud mar-cada ambición para obtener puestos públicos y alcanzar notoriedad.
Feliz me creí cuando, hallándome en el Colegio y aun an-tes de haber obtenido mi diploma de Profesor de abogacía; fui nombrado Rector del Colegio en que estudiaba, y casi acto seguido Secretario de Gobierno del Estado del Cauca, cuyo Presidente era el General Eliseo Payán.
Este empleo, que ejercí transitoriamente, me sirvió de esca-bel para llegar a la cima de mis ambiciones juveniles.
A fines de 1869, recibí el diploma universitario que me acre-ditaba de Doctor en Jurisprudencia y Profesor de abogacía, de manos del Vice-Rector (puesto que yo era el Rector), y de los miembros del Consejo de la Facultad, Doctores Zenón Pombo, Migúel S. Valencia, Emigdio Palau, Pablo Diago y Aquilino León. El diploma está además refrendado por el Dr. Andrés Cerón, Gobernador del Cauca en esa época y lleva la firma del que fué mas tarde tan célebre en Colombia, Dr. Cárlos Alban, que ejercía entonces el puesto de Secretario de la Facultad.
Casi al mismo tiempo en que recibí mi diploma de Doctor fui elegido, como llevo dicho, Representante al Congreso Nacio-nal por el Estado del Cauca.
A principios de 1870, con mis credenciales de representante sobre mi pecho, y con una gran faja de cuero llena de onzas de oro atada a mi cintura, emprendí el largo y penoso viaje para la capital de la República. La travesía del Guanacas y de los ar-dientes valles del Tolima, la navegación en balsa por el Mag-dalena desde Neiva hasta Peñalisa y el escabroso camino de la Cordillera para trepar a la altiplanicie de Bogotá; me parecieron veredas de flores durante los veinte días del viaje, porque, lle-vado como en alas por mis ilusiones, creía encontrar sobre ese nido de águilas en que se halla edificada Bogotá, la abundante fuente de mis ambiciones, y el lugar de la realización de mis ensueños,
El 31 de Enero de 1870 llegué yo, caballero en mula, al caserío que llaman « Cuatro Esquinas » en la Sabana de Bogotá. Allí debía tomar puesto en un ómnibus que debía conducirme a la Capital.
La impresión que me causó la hermosa altiplanicie de Bogotá fué muy grata y muy intensa. Esa llanura que, con tanta razón llamaron los conquistadores españoles « Valle de los Alcázares », salpicada de arboledas y de hermosas casas de campo, cruzada por el río Bogotá antes de lanzarse al precipicio de Tequen-dama cubierta por una inmensa alfombra de verdura y con her-mosos ganados de piel luciente, con su perenne temperatura pri-maveral; apareció ante mis ojos como el paraíso de mis sueños y me confirmó en la idea de que, en la gran ciudad, coronamiento de esas hermosísimas praderas debían ser colmados los múltiples deseos que animaban con fuego desconocido y llenaban de alegría mi juvenil espíritu.
Yo no conocía ningún carruaje, los cuales apenas había visto descritos en libros, o en imperfectos grabados, Así, pues, cuando vi por primera vez esa grande y tosca carroza que llaman ommibus enganchada a dos enormes é inquietos caballos, declaro que tuve miedo de tomar puesto en ella, pues como yo amaba enton-ces mi vida plena de ilusiones, no quería exponerla en esa máquina de ruedas y animales que suponía iba a estrellarme en el camino.
Recordando mis habilidades de caballero, preferí alquilar un caballo, por cierto feo y ordinario, que me procuró un fletador de nombre Estevez, en el cual seguí galopando a todo correr hacia la capital.
Acostumbrado desde mi niñez a las tranquilas soledades de Popayán, me sorprendió mucho la multitud al atravesar las calles del mercado de Bogotá para llegar a la casa del Dr. Largacha.
No entro en detalles sobre mi vida en la capital. Lo único que puedo decir es que la realidad sobrepasó a mis ilusiones durante esa época feliz de mi vida. Exitos sociales, sucesos parlamentarios y agrados por todos los caminos, llovieron sobre mi. Las antiguas relaciones de mi padre y del Dr. Largacha, me abrieron las puer-tas de la Sociedad, de tal manera que tuve una acogida en Bo-gotá superior a cuanto podía aspirar la mi fantasía.
En la Cámara de Representantes debuté ruidosamente con un informe que presenté sobre un memorial que había dirigido el Gran General Mosquera al Congreso desde su destierro de Lima, por el cual pedía que le levantase el ostracismo y se le devolviese la pensión vitalicia de 1.000 por mes que había decretado la Con-vención de Rio Negro como recompensa a sus grandes servicios y a sus sacrificios en la Revolución de 1860. Este informe, escrito con cierta pasión propia de mi edad, porque tanto mi condición de caucano como mis lecturas de los recientes hechos históricos me habían convertido en admirador del noble veterano, quien, víc-tima de una conspiración de cuartel el 23 de Mayo de 1867, yacía sin recursos en una ciudad extranjera llamó la atención de la Cámara sobre el representante que hacía sus primeras armas parlamentarias y que era el más joven de la Asamblea.
Y aprovecho la ocasión de referir un incidente que demostró la sagacidad y penetración del Gran General Mosquera.
Los radicales que en 1867 derrocaron el Gobierno constitu-cional del general Mosquera, por medio de la conspiración del 23 de Mayo llevaron la zaña contra el Magistrado caído hasta el punto de quitarle el título que le había otorgado un acto legis-lativo de la Convención y suprimirle una pensión viajera que era inviolable, puesto que emanaba de una ley expedida por el Cuerpo Soberano y Constituyente del país en 1863.
El Gran General, contra quien no pudieron descubrir sus adversarios ningún acto de bajo interés, ni de peculado, a pesar de las pesquisas minuciosas que hicieron, partió para su destierro sin recursos y casi con lo puramente necesario para llegar al Peru.
El Gobierno de esta hospitalaria república, que siempre había acogido con benevolencia y generosidad a los personajes colom-bianos que por las vicisitudes políticas llegaban a sus puertas, pertenecientes a diversas parcialidades políticas, tales como el General Obando y los Doctores Vicente Cárdenas, Sergio Arbo-leda y Ricardo Becerra recibió al Gran General de Colombia con todos los respetos y consideraciones que este ilustre Magis-trado merecía, y. como tenía noticia de que carecía de recursos, le señaló una pensión de 400 soles por mes.
Tan luego como los gobiernistas radicales de Bogotá, tuvie-ron conocimiento de que el Gran General recibía una pensión del Gobierno del Perú, cosa prohibida por la Constitución de Río Negro, entablaron gestiones ante la Corte Suprema Federal por medio del Procurador General de la República, Doctor Jorge Gutiérrez de Lara, para que el nombre del Gran General fuese borrado de la lista de los colombianos, puesto que había per-dido su nacionalidad al recibir pensión de un Gobierno extranjero.
Al notificar al Gran General esta innoble gestión, Mosquera comprobó que él había aceptado del Perú la suma mensual de 400 soles en calidad de préstamo, que no de pensión, porque su sagacidad y penetración habían previsto que la zaña de sus adversarios políticos llegaría hasta la bajeza de perseguirle y tratar de hacerle morir de hambre en el destierro.
Mi « debut » parlamentario, como orador, tuvo lugar con mo-tivo de un proyecto presentado por el Sr. Dr. Segundo de Sil-vestre redactor de «El Derecho », y diputado por el Estado de Tolima, muy distinguido y ecuánime parlamentario, sobre ho-nores a la memoria del Mariscal Solano López, el heroico cuanto infortunado Presidente del Paraguay, quien, después de haber lu-chado durante cinco años contra las fuerzas del Brasil, de la Argentina y del Uruguay, en defensa de su país, acosado por tres naciones, treinta veces mas pobladas que la pequeña de Paraguay, murió, como un héroe de la primera república romana,
en la batalla de Aquiban.
Esta lucha, que no ha tenido semejante en la historia dé ningún país ni ha tenido la resonancia que otras inferiores en tenacidad y en hechos sublimes y heroicos, y durante la cual perecieron las tres cuartas partes de la población, pues una república que antes de la guerra contaba con un millón de habi-tantes, al terminar la lucha no tenía mas de 350.000, de los cuales 250.000 eran mujeres y 100.000 varones, por todo acerbo masculino de la población; esta lucha. repito, apasionaba los espíritus jóvenes en Colombia, como creo que debía suceder en todo el mundo.
El insigne historiador colombiano, Dr. José María Quijano Otero, tan sabio como laborioso, noble y culto, profesaba admi-ración por el héroe paraguayo é impulsado por este sentimiento for-muló un proyecto de honores a la memoria del Presidente sa-crificado en Aquiban, y se lo dió al Dr. Silvestre para que, lo presentara a la Cámara de representantes.
La Cámara, compuesta en su mayoría de jóvenes y de ad-miradores del heroísmo de López, aceptó con entusiasmo el ex-presado proyecto y lo adoptó, casi a la unanimidad, en los tres debates parlamentarios; pero al llegar al Senado, los viejos Pa-dres conscriptos de la Cámara Alta, no dieron importancia a una ley que tenía por objeto tributar honores a un Presidente extran-jero y rechazaron el proyecto en el primer debate.
Al recibir noticia del rechazo del proyecto el Dr. Carlos Holguín. una de las mas eximias figuras del partido conserva-dor en la República de Colombia, pidió; a solicitud del Dr. Silvestre y de Quijano Otero quien se hallaba en la barra) que se solicitase del Senado la reconsideración del proyecto y que se nombrase un orador para que fuera a la Cámara alta a exponer los fundamentos de la reconsideración.
La Cámara aprobó la proposición de reconsideración, y an-tes de que el Presidente nombrase el orador, el Dr. Holguín se acercó al General Rudecindo López, Presidente de la Cámara y le indicó que me designara a mí para desempeñar la comisión oratoria ante el Senado porque sabía que yo conocía a fondo la historia de la guerra del Paraguay, como se lo había manifes-tado al mismo Holguín en conversación privada durante las se-siones de la Cámara. Yo no me había atrevido a hablar sobre ese asunto, a pesar de la invitación insistente que me hizo Carlos, quien me manifestaba una obligante deferencia y se sentaba junto a mí, en el recinto de la Cámara.
Yo acepté con satisfacción, y con temor al mismo tiempo, la honrosa designación de orador ante el Senado que me hizo el Presidente por insinuación de Holguín porque, aunque era ver-dad que yo conocía en sus mas pequeños detalles la historia de esa lucha homérica, por haberla leído con entusiasmo en los claus-tros del Colegio, la idea de presentarme ante el Senado formado por los hombres mas eminentes y conspicuos de todos los par-tidos, despertaba en mi espíritu una gran timidez natural y muy propia de un individuo que hacía sus primeras armas en el Par-lamento Nacional.
Quizá no ha habido, en los anales parlamentarios de la Re-pública, un Congreso que haya contado en su seno hombres tan notables como el Congreso de ¡870, al cual concurría yo por primera vez, a la edad de 22 años. El Senado contaba con miem-bros tan eminentes como Don Ezequiel Rojas, el gran institutor y el gran filósofo, a D. Justo Arosemena, el ilustre publicista panameño, mi padre de quien ya he hablado, D. Aquileo Parra, quien ejerció mas tarde la Presidencia de la República y dominó una situación muy difícil, D. Ignacio Gutiérrez Vergara, el gran Ministro de Finanzas, del Dr. Ospina, quien celebró el famoso ar-reglo de la deuda exterior, el General Pedro Alcántara Herrán, cuyo nombre solo informa un ciclo glorioso de la Historia patria y los grandes y elocuentes oradores como eran Rojas Garrido, Carlos Martín, Antonio Ferro y otros que seria fatigante enu-merar. En la Cámara había oradores y estadistas eximios, como Salvador Camacho Roldán, Carlos Holguín, Ramón Gómez, Mi-guel Antonio Caro y varios otros.
No obstante los temores que me asaltaban, me presenté resuel-tamente ante ese Senado, mas respetable que uno de los mejores tiempos de la antigua Roma. Cuando el Dr. Julio E. Pérez Secretario de la Corporación, anunció, con su voz timbrada y ar-gentina, que el orador nombrado por la Cámara de Representantes para sostener ante el Senado la reconsideración del proyecto de honores al Mariscal Solano López, se hallaba en el recinto de las sesiones; un sudor frío corrió por mis venas, porque mi sistema nervioso estaba sobrecogido por la emoción. Mi padre tuvo el buen sentido de salirse del Senado como para evitar que su pre-sencia aumentara mi turbación. Hice un esfuerzo para dominar mi timidez, me puse de pié y recité, que no pronuncié, el discurso que había preparado en la noche, recogiendo todos los recuerdos de mis lecturas de la historia de la guerra del Paraguay que había aprendido en las aulas y que durante las 24 horas ante-riores había logrado fijar bien en mi fresca memoria juvenil.
Mi discurso, bien recitado, fué fluido y erudito. Los Senadores lo escucharon con atención y con benevolencia. Al terminar mi recitación, fui muy aplaudido por los Senadores y por las bar-ras. Nadie me replicó. Se procedió a la votación y el Senado por unanimidad votó la reconsideración del proyecto, sea por la poca importancia que la ley podría tener para el país la cual era indiferente aprobar o improbar, o sea por un espíritu de ca-ridad o de cortesía paternal para el pobre emocionado joven, que habría sufrido mucho si su comisión no hubiera tenido éxito.
Radiante de felicidad y de orgullo por el triunfo parlamen-tario que creía yo haber obtenido, di las gracias al Senado y me apresuré a volver a la Cámara de Representantes a dar el parte detallado de mi victoria.
Holguín me abrazó y me felicitó, y yo le di las gracias por haber sido él quien me había procurado lo que yo suponía el espléndido triunfo de mi oratoria.
No puedo prescindir de hacer un boceto, siquiera sea rápido, de la brillante figura de Carlos Holguín, ya que en estas Memorias me he propuesto exhumar muertos gloriosos de Colombia.
Alto, delgado y elegante, pulcro en el vestir, de perfectas maneras, de voz timbrada, mirada suave y porte distinguido, Carlos Holguín, como Armand Carrel, podría llamarse Príncipe de la De-mocracia. Su ilustración y su memoria formaban de él muy ameno y espiritual causeur. Brillada en los salones, en los liceos, en los parlamentos y en todos los campos en que se presentaba la ocasión de dar expansión a sus facultades superiores. Como orador su voz era un poco aguda como la de Castelar, pero simpática y su verbo era fluido y armonioso. Terrible en la réplica acosaba y trituraba a su adversario con frases pertinentes y llenas de savia y agudeza. Valeroso en las lides de la política y en los campos de batalla, Holguín fue el paladín mas culminante y mas activo del bando conservador en la época de su principal actuación.
Desde que le conocí en la Cámara, le profesé una especie de culto en que se mezclaban la simpatía y el cariño con la admi-ración. El me correspondió con agasajos y cariñosa deferencia. Se sentaba junto a mí en la Cámara, y, como un padre con su hijo, me dirigía en mi estudio de las faenas y de la esgrima parla-mentarias, materias en las cuales era consumado Maestro.
Alguna vez, en una discusión vehemente, Holguín atacó los gobernantes del Cauca y yo me vi precisado a contestarle en mi condición de representante de ese noble Estado. Holguín re-plicó con su genial elocuencia, lo cual me exasperó hasta el punto de tomar la palabra, un tanto exaltado, y de hablar con vehe-mencia exagerada en mi contra réplica. Al terminarse la sesión yo me sentí, muy enfadado con Holguín y quise apartarme de su lado, como una manifestación de mi enojo. Holguín apresuró el paso y tomándome del brazo, me dijo sonriendo: « Ah caucanito caliente: como se conoce que eres primerizo y no estás fogueado. Ven conmigo al Club a tomar un refresco para que se te quite la calentura ».
Esta lección de mundo y de dón de gentes, me fui muy útil en el porvenir y avigoró mi cariño y mi estimación por Holguín.
Otro de los grandes personajes del Partido conservador que figuraron en la Cámara de 1870 y que fueron objeto de mi pro-funda admiración y respeto durante las sesiones, fué el Sr. D. Miguel Antonio Caro, cuyo nombre responde á una de las primeras glorias de las letras colombianas y a uno de los hombres, no diré ilu-strados, sino verdaderamente sabios, que ha tenido la República.
Si a sus vastos y profundos conocimientos en ciencias polí-ticas, en filosofía y en letras, se agrega una honorabilidad per-fecta, intachable e intachada, el nombre del Señor Caro puede ocupar la primera plaza entre los hombres mas ilustres de la nueva Colombia, Su estilo pleno de majestad, de casticismo de elegancia y de rotundidad, colocan su pluma entre la de los grandes escritores en lengua castellana de ambos Hemisferios.
Como orador y como « causeur» su palabra fluida, sonora y majestuosa, llena de agudeza y de erudición, daba una idea de la antigua elocuencia romana.
En 1871 volví del Cauca a las sesiones del Congreso y en esa época concurrió también mi padre al Senado. Grande fue mi satisfacción cuando mi padre fue elegido Presidente de la Cámara alta al mismo tiempo que yo lo fui de la Cámara de Represen-tantes, y, cuando tuvo lugar la reunión de ambas Cámaras para elegir los generales en disponibilidad me senté a su lado bajo el solio como Presidente de la Cámara, no obstante ser el mas joven de todo el Congreso.
En ese año obtuve un triunfo parlamentario, como no he obtenido después, lo cual no debe sorprender porque yo estoy persuadido de que los jóvenes que acaban de abandonar las aulas y que conservan en toda su frescura los conocimientos adquiridos en el claustro, con una imaginación virgen y una memoria intacta son, como oradores, muy superiores a los hombres gastados por el tiempo y con sus facultades lesionadas por los años. Con-fieso que en la decadencia de mi ocaso, no conservo ciertas disposiciones oratorias que tuve en mi juventud.
Presentó en el Senado, el Dr. Ezequiel Rojas, un proyecto de ley que tenía por objeto imponer en los Colegios Oficiales, como Textos de enseñanza, el Tratado de legislación, de Jeremías Bentham y la Ideología, de Destut de Tracy.
El proyecto pasó sin dificultad en el Senado y recibió el pri-mer debate en la Cámara de Representantes.
Al abrirse el segundo debate con la lectura de sus conside-randos y de su primer artículo, Holguín, que conocía mis opiniones respecto del proyecté, me dijo lo siguiente:
« Este inicuo y extravagante proyecto pasará en la Cámara si los conservadores lo combatimos, pero si tú lo atacas, con las buenas razones que me has expuesto en privado, se logrará una mayoría para negarlo ».
Animado por Holguín y apoyado por el Dr. José del Car-men Rodríguez, distinguido e ilustrado diputado liberal por Bo-yacá combatí el proyecto con todo el fuego de la juventud y con toda la vehemencia de un paladín que esgrime su florete en el primer encuentro. Hice ver lo tiránico de las disposiciones tan con-trarias al programa liberal, puesto que tenía por objeto violentar las conciencias de las personas que no siguieran las teorías de los autores que se imponían como textos. Demostré que es insensato determinar, por medio de leyes, los libros de enseñanza en los Colegios, puesto que esto debe corresponder a los Consejos universi-tarios y variar, según el progreso de las ciencia, las enseñanzas a que ellos se refieran. Recordé, que tanto Bentham como de Tracy, eran ya publicistas de segundo orden y completamente abandona-dos en los Centros europeos, y me pronuncié contra ese espíritu dé fanatismo rojo, tan pernicioso y tan infundado como el negro y que tiene por objeto imponer principios filosóficos por la fuerza, como los sectarios de Mahoma, aun cuando sean contrarios a los que profesa la generalidad de un pueblo.
Mi discurso fué muy bien recibido y aplaudido. El Dr. Ro-dríguez habló en seguida, reforzando y ampliando mis argumen-taciones. Nadie contestó y la Cámara aprobó la proposición de suspensión indefinida que hice en unión del Dr, Rodríguez.
Al tener el Senado noticia de que el proyecto del Dr. Rojas había sido negado en la Cámara, pidió la reconsideración y envió al mismo Dr. Rojas en comisión, a sostener la reconsideración ante la Cámara.
Era el Dr. Ezequiel Rojas un venerable y sabio Institutor, profesor muy respetado en la Universidad, en la cual había di-rigido durante siete años las cátedras de filosofía y de legisla-ción. Fanático cíe buena fé, profesaba culto a las teorías utilita-rias de Bentham y a la filosofía sensualista de Tracy, y, tal vez; como un homenaje a estos dos ídolos de su mentalidad, quiso im-poner sus obras en todos los Colegios de la República como tex-tos de Enseñanza permanentes.
El Dr. Rojas fué recibido en la Cámara con todo el respeto que merecían sus años, su sabiduría y su posición política y uni-versitaria. El Presidente le permitió hablar sentado en su sillón, porque los achaques y la debilidad de su organismo no le per-mitían estar de pié.
Hizo en defensa de su proyecto una larga disertación sobre los libros de sus autores favoritos, con voz cascada y con ento-nación de catedrático.
Al terminar su oración, yo me creí en el deber, siempre apo-yado por el Dr. Rodríguez, de contestar al Dr. Rojas y guar-dando todas las consideraciones que merecía mi ilustre contendor reproduje, con menos vehemencia, las observaciones con que había combatido el proyecto en la sesión anterior. Traté de refutar nuevas observaciones del Dr. Rojas: me permití rectificar algu-nos datos por él presentados y terminé tributando un homenaje al venerable Orador.
La Cámara, sin mas discusión, confirmó su negativa del pro-yecto y gracias a esto, no figuró en los Códigos de la República una ley extravagante que tenía por objeto fijar como Textos de en-señanza las obras de dos autores anticuados y olvidados.
Gran resonancia tuvo en la Capital mi victoria parlamentaria. Recibí muchas felicitaciones de liberales moderados y de con-servadores. El gran literato José María Vergara y Vergara me dirigió un articulo encomiástico, lleno de vigor y de bellezas como todo lo que salía de su pluma admirable.
Al año siguiente (1872) concurrí al Senado y, de estas sesio-nes, conservo recuerdos de incidentes interesantes.
En la Cámara alta figuraban como Senadores del Tolima y de Antioquia (Estados en donde gobernaba el partido conserva-dor desde 1864 en el primero y desde 1867 en el segundo) los hombres mas prominentes del Partido entre los cuales culminaba la gloriosa figura del General Pedro Alcántara Herrán.
Creo haber dicho en uno de los capítulos anteriores que mi padre profesaba veneración rayana en culto por el General Herrán. Estos sentimientos fueron heredados por mí y avigorados cuando tuve la honra de conocer de cerca y de relacionarme con este ilus-tre Prócer de la Independencia.
Era el General Herrán un hombre alto, delgado, de porte distinguido y aspecto majestuoso. No haré su biografía porque plumas de Maestros, como E. Posada é Ibáñez, han escrito ya su historia. El Húsar de Ayacucho que tanto se distinguió en las cam-pañas del Perú y de Colombia, Pacificador y Presidente de la República en 1842, Ministro diplomático varias veces, fué el modelo de los Magistrados, de los diplomáticos y de los guerreros que no incurrió en la más leve falta durante su larga y gloriosa vida pública, realzada per todas las virtudes privadas y sociales. Su probidad y su cultura fueron intachables. El biógrafo de Herrán habrá experimentado la misma satisfacción que puede experimen-tar el pintor cuando, al extender ante su pincel un blanco lienzo para pintar un cuadro, no encuentra aquél ni un átomo de polvo qué sacudir ni la mas ligera mancha qué borrar.
En esa época se tuvo noticia de que el Gran General Mos-quera, quien era a la sazón gobernador del Cauca, se hallaba gravemente enfermo y que los médicos, en Popayán, no tenían esperanza ninguna de salvarlo, a su avanzada edad de 74 años cumplidos.
Fué entonces cuando el ilustrado y espiritual general Posada Gutiérrez, adversario decidido del General Mosquera dijo, al saber que el Gran General había confesado y comulgado por la grave-dad de su enfermedad, las célebres palabras que recuerdan siem-pre su aticismo y su esprit a saber: « Pues bien esa noticia me causa satisfacción porque, con tal que se muera Mosquera, aunque se salve ».
Al tener noticia los radicales del Congreso de que el General Mosquera estaba de muerte en Popayán, se apresuraron a presentar un proyecto de ley por el cual se le devolvía el goce de su pensión y se le restituía su título de Gran General. Querían con esto lavar el baldón que manchaba nuestra historia por haberle arrebatado un título y una renta inviolables, puesto que emanaba de una ley de la Convención Nacional.
Al oír leer el proyecto en el Senado, el General Herrán, ad-versario político, pero yerno del General Mosquera, se indignó y se rebeló contra un proyecto que consideraba como una burla, puesto que no tendría efecto la devolución de la pensión, una vez que se esperaba de un momento a ptro la noticia de la muerte del Gran General.
Con su voz un tanto apagada, pero mesurada y enérgica pronunció el General Herrán un discurso vehemente en que bro-taba la cólera que le había producido la lectura del proyecto.
« Yo soy, Señores Senadores, dijo, adversario político del Ge-neral Mosquera, pero considero que un Prócer de la Independencia, que un hombre que ha ocupado cinco veces el sillón presidencial y que salvó el honor y la integridad de la República en Cuaspud, me-rece que se le respete, y mucho mas cuando ya es un individuo que va a pasar a la Historia. No es tampoco, Señores Senadores, digno ni propio de la primera Corporación del País, la burla y el sarcasmo con que se quiere escarnecer la memoria de uno de los mas ilustres hijos de la República. Yo ofrezco, Señor Presi-dente leer ante el Senado dentro de ocho días a mas tardar, cuando llegue el corred de Popayán la carta en que me anuncien la muerte del General Mosquera, porque en la que recibí ayer me escriben que estaban haciendo los preparativos para los fu-nerales.
Acto seguido propuso el General Herrán la suspensión in-defenida del proyecto, que aprobó el Senado.
El General, muy disgustado y acalorado, salió indispuesto del recinto de las sesiones. Probablemente, por la transición de la alta temperatura de la sala de sesiones a la muy baja de las calles de Bogotá, enfermó el General esa misma noche. Al día siguiente se declaró una doble pulmonía que lo llevó al sepul-cro siete días después, cuando llegó el correo de Popayán que trajo la noticia del restablecimiento del General Mosquera. Y, justamente cuando Hérran pensaba dar la noticia de la muerte de su suegro ante el Senado, concurría esta Corporación en masa a acompañar el cadáver del General al cementerio.
Nunca he visto en Colombia funerales más pomposos que los que se hicieron al General Herrán por resoluciones de ambas Cámaras y por decreto del Poder Ejecutivo, presidido por el General Salgar. Desde el Senado y el Gobierno hasta las mas reducidas sociedades de artesanos, decretaron honores al grande hombre. Su Cadáver fué llevado en hombres por Senadores hasta el cementerio. En todo el trayecto desde la plaza de Bolívar hasta el Campo Santo, se fijaron postes con signos mortuorios en que se hallaban inscritos los nombres de las batallas y de los hechos heroicos del Prócer y del Magistrado. Todo el per-sonal de ambas Cámaras, del Gobierno general, del Gobierno seccionaI, de las Municipalidades, de los Colegios y de toda la sociedad de Bogotá, concurrió al sepelio y parecía que todos los jardines de la ciudad habían contribuido con su acerbo de flores para formar las coronas que llevaban numerosos carros. El ejér-cito le tributó los honores que corresponden por el Código mili-tar a los presidentes de la República y a los Generales en jefe. Mas que las exequias de un finado fué una espléndida ovación fúnebre.
CAPÍTULO Xl.
La Administración Salgar
SUMARIO. Inauguración de esta Administración. – Decreto orgánico de la Instrucción primaria y vasto desarrollo de este importante ramo adminis-trativo. – Espíritu tolerante de la Administración Salgar. – El ilustre Prelado Arbeláez, Arzobispo de Bogotá. – Costumbres sencillas del Ge-neral Salgar. – Las sesiones de tresillo en el Palacio. – Completa paz y grandes progresos en la Administración Salgar. – Bocetos de los principales Ministros de esa Administración, Don Felipe Zapata y Dr. Salvador Camacho Roldan, Ministro de Hacienda. – El General Sergio Camargo Ministro de Guerra, y el General Trujillo, Ministro del Tesoro, Su muerte.
El período administrativo de 1870 a 1872, presidido por el General Eustorgio Salgar, fué una época de tranquilidad, pro-greso y bienestar para la República, tanto o más que la de la Administración Mallarino, de 1855 a 1857.
El General Salgar, Gobernador de Santander en los co-mienzos de la Revolución de 1860 y acusado por el Dr. Maria-no Ospina ante la Corte Suprema Federal, es una de las figu-ras más simpáticas e ilustres de la República por su tino como gobernante, la ecuanimidad en todos sus procederes, su incon-testable probidad, su espíritu de patriotismo, y por la simplicidad y elegancia de sus costumbres sociales y políticas. De hermosa figura, alto y moreno, de grandes y dulces ojos negros, ocupó el sillón de Bolívar en el Palacio de San Carlos, a la edad de 39 años, en época en que aun era uno de los mas distinguidos personajes de los salones de Bogotá.
Desde que tomó posesión de la Presidencia de la República, el General Salgar inició una política de tolerancia y de benevolencia para con los vencidos en 1863 que le captó las simpatías de todos los colombianos. Nombró de Secretarios de Estado a los mas distinguidos estadistas del bando liberal como eran Salvador Camacho Roldan y Felipe Zapata, de un caucano eminente el General Trujillo y del gallardo General Sergio Camargo.
En su respuesta al discurso del Arzobispo Arbeláez, ofreció ser el Magistrado mas celoso en cumplir sus deberes de respeto a la religión católica, como que era ese su primer deber en su calidad de jefe de una nación que está en su gran mayoría, casi en su universalidad, compuesta de católicos.
Desarrolló el General Salgar un vasto plan de Instrucción primaria, cuyo decreto orgánico fué concebido y redactado por Felipe Zapata.
Conforme a este plan se creó un Supremo Director general de Instrucción pública que ejercía funciones tan amplias y elevadas como las de un Ministro de Estado; dotó bien ese empleo y nombró para desempeñarlo al Doctor Manuel María Mallarino, uno de los personajes mas justamente célebres del Partido conservador, para demostrar ante el país que su deseo de fomentar la Instrucción del pueblo no entrañaba el propósito oculto de procurar desviar las conciencias del Credo católico, como lo pro-palaban algunos adversarios malévolos.
Durante esta Administración, no hubo la mas leve queja contra el Gobierno ni el mas ligero síntoma de alteración pública ni siquiera de disgusto político. No hubo prensa de oposición y el Gobierno, como en casa de cristal, administraba, en presencia de todos los gobernados, los intereses públicos sin apartarse ni una línea de la ley, ni herir ningún derecho, ni tocar indebidamente un centavo de las arcas públicas.
El Presidente Salgar, como un Presidente de la Confedera-ción Suiza, suprimió la guardia de Palacio salía todas las tardes a pasear con sus amigos por el atrio de la Catedral y, en algunos momentos de ocio, entraba a los almacenes de sus conocidos para departir amistosa y sencillamente, sentado sobre el mostrador. No pocas veces estuve con él en juego de tresillo hasta avanzada la noche, hora en la cual regresaba solo a su palacio sin temor de que nada le aconteciera.
Dedicaba el General Salgar dos noches en la semana para recibir a sus amigos, y pasar la velada jugando al tresillo o de-partiendo amistosamente. Terminada la partida, se ofrecía una cena exquisita después de las doce de la noche.
El General Salgar era extraordinariamente obsequioso. Ade-más de los recibos sociales que tenía su distinguida Señora cada mes, ofrecía constantemente banquetes a los personajes políticos y a los miembros del Cuerpo Diplomático. Durante las sesiones el Congreso, invitaba alternativamente las diputaciones de los ocho Estados que formaban fa Confederación colombiana.
Al mismo tiempo que, bajo el Dosel nacional, brillaba Salgar por su distinguido porte social y por su tino político y administrativo, formaba pareja en el Palacio Arzobispal el distinguidísimo e ilus-trísimo Señor Arzobispo Vicente Arbeláez, Prelado de grandes dotes y que gobernaba la Iglesia colombiana con el mismo tino y elevación que demostró, en años anteriores, el eminente Señor Don Manuel José Mosquera, de gloriosa recordación. Monseñor Arbeláez, por el acierto de todas sus medidas como Metropolitano en el Gobierno de la Diócesis, por su habilidad diplomática que le hizo conservar inalterables relaciones con el Gobierno civil a pesar de estar presidido por un jefe liberal, por el talento que demostró en todos sus actos, el brillo y decoro de su manera de vivir, y por sus virtudes evangélicas, fué digno sucesor de aquella Lumbrera de la Iglesia colombiana. Estrechamente unido al Ge-neral Salgar, se cruzaban atenciones sociales y ambos contribuye-ron a hacer de aquel período administrativo uno de los ciclos mas tranquilos y felices de la República.
A las sesiones de tresillo concurrían el Dr. Manuel Mu-nIlo, ex Presidente de la República, de quien en breve me ocu-paré, el Dr. Manuel María Mallanino, Teodoro Valenzuela, Felipe Zapata, Santiago Pérez, Manuel Plata Azuero, Antonio María Pradilla y otros distinguidos personajes de la Política y de la Sociedad.
Vienen a mi memoria dos anécdotas referentes a estos tre-sillos que quiero consignar en esas Memorias, como una muestra de las costumbres de los Presidentes de esa época, jugaban en una mesa, el Dr. Mallarino, Don Antonio María Pradilla y Teodoro Valenzuela, todos tres tipos completos de la más exquisita cultura. Mallanino se distinguía por la verbosidad amena y la suavidad de sus maneras. No obstante, cuando ju-gaba se ponía tan nervioso que, a veces, se trasformaba hasta aparecer desconocido.
Valenzuela, a pesar de su fina inteligencia, nunca llegó a ser un buen jugador de tresillo, porque carecía de la atención y espíritu sutil de observación que exigen los juegos de cálculo. En la sesión que me refiero, Valenzuela hizo tan mala jugada (vulgo chambonada) que dio por resultado ocasionar un codillo a Mallarino con tan flagrante falta que impulsó a éste a ponerse de pié y a exclamar, irritado:
« Sabe Ud, Doctor Valenzuela, que Ud. no tiene ni nocio-nes de tresillo ».
« Y Ud. olvida, Dr. Mallarino, en este momento, las mas elementales nociones de civilidad» contestó Valenzuela.
En otra ocasión, jugábamos en la mesa presidencial, el Pre-sidente Salgar, el Dr. Murillo, ex-Presidente de la República, el Dr. Manuel Plata Azuero, político vehemente y sabio profe-sor de medicina, y el autor de estas Memorias.
Ni Salgar ni Murillo eran tresilleros hábiles, pero el pri-mero, además, tenía el defecto de ser sumamente lento para el juego. Cuando recibía las cartas, empezaba por acomodarlas en el orden de las figuras y de los palos y luego se tomaba algún tiempo, para resolverse a jugar, o a pasar.
En la ocasión a que me refiero, la lentitud de Salgar apa-recía excesiva y los tres compañeros esperábamos impacientes que el Presidente se resolviese a hablar en el juego, puesto que él era mano en la partida. No pudiendo Murillo contenerse mas tiempo, tocó un timbre que se hallaba sobre la mesa para lla-mar cuando fuere necesario. Inmediatamente se presentó el ofi-cial de órdenes de palacio, que estaba en la galería vecina.
El oficial saludó militarmente la mesa presidencial y esperó órdenes.
– Teniente, dijo Murillo, sírvase Ud. traer unas espuelas para el Sr. Presidente.
Todos soltamos la carcajada y Salgar, con su habitual hilari-dad, dijo: « No "las traiga, mi teniente, porque voy a hablar y a pasar.»
El General Salgar no solamente consumía el sueldo de que disfrutaba como Presidente de la República, sino también todas sus economías, y se vio obligado a endeudarse para hacer frente a los gastos que se había impuesto para sostener el brillo y el decoro que creía debía tener, en su porte social como primer Ma-gistrado de la República.
El General Salgar era muy sencillo en sus costumbres ofi-ciales y privadas
Para celebrar los días de bonanza de que disfrutaba la Repú-blica, se organizaron fiestas populares por los principales jóvenes de Bogotá. Hubo corridas de toros, juegos públicos, cuadrillas de caballeros con lujosas indumentarias, banquetes, cenas, bailes y saraos, durante varios días.
En todas estas diversiones era Salgar el principal conductor y anfitrión, y en alguna reunión de las muchas que tuvieron lu-gar en esa época feliz, fue proclamado Salgar como el Presidente de los Caballeros y el Caballero de los Preisidentes. Esta frase espiritual, concisa y elocuente, vale como una biografía del General Salgar.
El Congreso de la República aumentó en vierte por ciento los sueldos de todos los empleados federales. Al Presidente de la República le correspondían doscientos pesos oro por mes en vir-tud de dicho aumento. Salgar, quien siempre estaba acuitado, no se dirigió verbalmente al Secretario del Interior y Relaciones Exte-riores Dr. Zapata, para solicitar el aumento, sino que escribió en una hoja de papel sellado el siguiente memorial, cuyo origi-nal, que he tenido a la vista, reposa en poder del patriota, noble y distinguido joven Dr. Arturo Quijano, quien por atavismo, ha dedicado muchas de sus inteligentes y brillantes labores a los estu-dios de Historia patria:
« Señor Secretario del Interior y de Relaciones Exterio-res, Presente.
Bogotá (1871)
– Yo, Eustorgio Salgar, ciudadano colombiano, que actualmente ejerce el empleo de Presidente de la República, ante Ud. con todo respeto comparezco y digo: habiendo el Congreso de la Unión decretado un aumento de los sueldos de los empleados, ruego a Ud. se digne incluir mi nombre en la nómina para los pagos del presente mes con la suma que me corresponda en virtud de dicho aumento. Hago esta solicitud por estar escaso de recursos para mis gastos personales.
Anticipo a Ud. mis agradecimientos por ese servicio y me suscribo
Su muy atento servidor y compatriota ».
EUSTORGIO SALGAR ».
Cuando el respectivo empleado presentó al Dr. Zapata el Memorial del Presidente Salgar, tomó aquel la pluma y escribió al pié la siguiente resolución:
Despacho del Interior y Relaciones Exteriores. Bogotá. Téngase presente este Memorial para resolverlo cuando se haya hecho la liquidación del presupuesto y a todos los empleados, sin excepción, pueda hacerse el aumento de sueldos decretado por el Congreso. Comuníquese al peticionario Zapata.
Departiendo estábamos los amigos de Salgar en una de las noches de recibo en Palacio, cuando se presentó el Dr. Zapata cuya resolución negativa nos acababa de referir el Presidente, todos creíamos que el General Salgar se hallaría enfadado con su Ministro del Interior y temíamos que el recibimiento fuera desabrido y frío. Sucedió todo lo contrario, pues, Salgar al ver a Zapata, se apresuró a recibirlo con la cordialidad de siempre y le dijo sonriendo:
« Hombre, Felipe, me has echado una lavada con tu nega-tiva pues contaba con esos doscientos pesos para pagar a estos amigos unas deuditas de tresillo;
Pero qué quieres, Eustorgio, contestó Zapata, yo no podía hacer una excepción contigo sin faltar a mis deberes y sin incur-rir en justa censura del público,
Tienes razón, Felipe, agregó Salgar, ven a tomar con noso-tros una taza de chocolate. Yo conseguiré que mis acreedores de tresillo me concedan una moratoria para las deudas.
No tengo recuerdo de que, en la Administración Salgar, hu-biera tenido lugar el mas insignificante incidente que pertubara la paz octaviana de que disfrutaba la República. Las Relaciones Exteriores, dirigidas magistralmente por Felipe Zapata, se conser-varon brillantes y cordiales, con las naciones amigas de Colom-bia y con sus representantes diplomáticos en Bogotá. Ni una som-bra siquiera hubo en el campo, siempre delicado, de la política exterior. La Hacienda pública, administrada sabiamente por ese gran estadista que se llamó Salvador Camacho Roldan estuvo tan floreciente como en los tiempos mejores de la República. En esa época tuvo lugar una Exposición nacional de todos los productos del país, especialmente en el ramo de la agricultura a la cual consagró particular atención el Secretario, y fue una epifanía de la prosperidad y progreso de la nación. Quizá nunca había habido una exhibición más brillante y mas auténtica de la situación prós-pera del país.
La Instrucción pública primaria tomó portentoso desarrollo, debido al admirable decreto orgánico redactado por Zapata y puesto en práctica bajo la sabia dirección de Mallarino. Se im-portaron Maestros de escuelas normales alemanes para formar Di-rectores de las escuelas primarias.
Nuevas carreteras se abrieron al servicio público. El telégrafo multiplicó sus alambres por el territorio de la República y los ferrocarriles incipientes avanzaron sus rieles. Bajo la acción bené-fica de la paz, el Tesoro público administrado con pureza catoniana aumentó sus caudales y la Secretaría de Guerra dejó de serlo de ésta para convertirse en el Ministerio de la Paz.
En resumen, la administración Salgar de 1870 a 1872 forma con la de Mallarino de 1854 a 1857, dos ciclos de tranquilidad, de progreso y de bienestar que fueron como oasis en medio de los desiertos tempestuosos de la agitada vida nacional.
El GeneraL Salgar fué elegido en 1869 con una débil mayoría y su candidatura fue violentamente combatida por el partido mos-querista unido al bando conservador. Esta fusión se llamó la Liga, que tuvo por objeto elegir a Mosquera, quien se hallaba en su destierro de Lima, para impedir que continuara gobernando en la República el partido llamado radical que lo aprisionó él 23 de Mayo de 1867. Y, cosa inaudita, cuando terminó la Administra-ción Salgar en 1872, las dos diputaciones conservadoras del Con-greso, encabezadas en el Senado por el eminente Dr. Sergio Ar-boleda y en la Cámara por el eximio General Joaquín Posada Gutiérrez, presentaron sendas Proposiciones de aplauso y aproba-ción sin reserva a la conducta de la Administración Salgar. Las dos proposiciones fueron aprobadas por unanimidad en medio de estruendosos aplausos de los Congresistas y de las barras.
Esta aprobación a la conducta de un Gobierno que termina cuando ya no tiene mercedes que dispensar, ni armas para ame-nazar; no ha tenido antecedente histórico, ni probablemente no tendrá semejante en lo porvenir. Ella es la mas expresiva epifanía de ese corto pero glorioso período de nuestra historia patria. Habiéndome propuesto en estas Memorias diseñar perfiles de los hombres prominentes que descollaron en el campo de la política y de las letras durante el curso de mi vida pública, paso a tratar de los principales Secretarios o Ministros de la Administración Salgar.
Empiezo mis esbozos por Felipe Zapata.
Si el talento como dice Saint-Beuve « es la facultad de per-cibir y de penetrar en todos los asuntos sometidos a la digestión o al estudio de las facultades intelectuales » Felipe Zapata ha sido en mi opinión la mas poderosa mentalidad que ha producido la República, o, por lo menos entre el grupo de hombres notables que yo tuve ocasión de conocer.
Página anterior | Volver al principio del trabajo | Página siguiente |