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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 2)


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Así pues, en medio de un pequeño valle, salpicado de árboles y plantas floridas, circundada por risueñas serranías, regada por fuentes de límpida agua potable, arrullada y bañada por el Cauca

teniendo a su lado como un Gigante protector con su boca de friego, el Puracé, se ostenta la ciudad de Belalcazar, rodea-da de una atmósfera brillante, purificada por el volcán, bajo el palio de un firmamente siempre diáfano, con temperatura primaveral de 18 a 20 durante todo el año, día y noche, y con – un clima que, según la expresión de Caldas « parece inventado – por los poetas ».

Atraídos los Españoles por la riqueza del suelo, por los ricos yacimientos auríferos de esa comarca por la dulzura del clima y por la belleza de su espléndida naturaleza, pregonadas por las rela-ciones de los viajeros, Popayán vino a ser la residencia preferida de grandes familias peninsulares que en ella se establecieron. Los vástagos de estas familias, han ilustrado, con su sangre algunos, con sus luces otros, y con sus hechos sublimes todos, la historia de nuestra guerra de Independencia, de la formación de la República y de su marcha política en mas de media centuria.

Con tan ilustres huéspedes y con tan privilegiadas dotes otor-gadas por la naturaleza, Popayán llegó a ser la segunda ciudad de – la Colonia y el asiento de familias y de altos funcionarios españoles. En la época de su mayor prosperidad alcanzó a 40.000 habitantes, muy poco menos que Santa lié, la Capital. El área de la ciudad es muy extensa y hoy por hoy puede contener el mismo número de habitantes. Sus calles son anchas, tiradas a cordel y formando ángulos rectos, como todas las antiguas ciudades españolas. Sus edificios públicos son de piedra y mampostería y se distinguen por una arquitectura severa y elegante. Sus templos son magníficos y hay algunos, como el del Rosario7 que conserva joyas de riquísimo valor y una espléndida ornamentación de brocado carmesí que sirve para cubrir todos los muros y columnas en las grandes festividades religiosas. Sus casas particulares son amplias y ventiladas con pro-fusión de luz, encuadrando el patio principal que por lo regular forma un jardín, vastas y elegantes galerías en frente de las habi-taciones. En los patios interiores se encuentran grandes fuentes de piedra por donde brotan abundantes aguas para el servicio do-méstico. Estas fuentes se hallan en medio de un tapiz de verdura esmaltado de flores y sombreado por limoneros y naranjos. En lo general estas moradas parecen copias de las habitaciones andaluzas y tienen una arquitectura que revela la conjunción del estilo español con el morisco.

Bien pronto Popayán fríe dotada de establecimientos públicos de primer orden y de la segunda Casa de Moneda de la Repú-blica, por ser centro de una gran comarca minera.

Fue asiento de un Obispado y su Coro Catedral y de una Universidad.

Los Españoles, encantados con el clima y con las bellezas naturales de la ciudad, vivían opulentamente del oro de sus minas y de los ricos frutos de sus haciendas del Valle.

Con tales elementos acreció la población. Vinieron de España nuevas familias que procuraron siempre enlazar sus descendientes entre ellas mismas, sin mezcla de sangre criolla, y así vino a ser Popayán por sus principales habitantes, por sus hábitos de nobleza y por sus claros pergaminos, la ciudad mas aristocrática de la Colonia.

La separación de las clases sociales fue tan completa y acen-tuada que hubo barrios o cuarteles enteros de la ciudad, como el de la Pamba, por ejemplo, habitados exclusivamente por familias nobles, sin intrusión de plebeyos, ya que entre éstos no es posible contar los esclavos y los individuos de la servidumbre. La Iglesia del Rosario era destinada únicamente a las familias aristocráticas y cuentan las crónicas que cuando una « ñapanga » (mujer del pueblo) se atrevía a penetrar a dicha Iglesia, las linajudas damas la arrojaban a empellones y latigazos aun cuando ellas no fueran Jesucristo ni la pobre intrusa mercader del Templo.

Las damas principales de la aristocracia se denominaban Señoras de Estrado y Carro de oro, porque en general recibían en días excepcionales sentadas bajo un dosel, sobre un sillón de bordes dorados y tapizado de brocado carmesí, colocado sobre un estrado alfombrado. Ellas lucían unas grandes faldas de paño de San Fernando orlado de tupidos y espesos tejidos de hilos de oro, y de ahí el nombre de Carro de oro.

Los visitantes que entraban a la noble mansión se sentaban en asientos colocados al pié del estrado y, sin osar dar la mano a la aristocrática dama, salían, después de una corta entrevista, a una señal de despedida de la Señora.

Como es natural, estas costumbres desaparecieron, pero he querido memorarías en estas apuntaciones como un recuerdo de los relatos que me hacía mi abuela, la hermana del célebre Francisco de Caldas, relatos que ella- tenía por tradición de sus antepasados.

Estas costumbres, repito, frieron modificadas o desaparecieron en los tiempos anteriores a la guerra de Emancipación, así como -todos los fueros aristocráticos que habían recibidos de la Corona Española, anulados por completo en la época de la República pero tales reformas no pudieron borrar el sello de majestad que aun distingue la noble ciudad de Belalcagar.

Cuando sonó la hora de la Independencia, los hijos de Po-payán ocuparon el primer puesto de la Nación que nació el 20 de Julio de 1810.

El primer Hombre político del nuevo Estado y el primer Sabio de América, sino de la Epoca, hijos de Popayán, fueron los dos principales protagonistas y los dos mas ilustres mártires de la primera época de la independencia granadina: Camilo Torres, el gran político, autor del célebre Memorial de agravios cuando predijo a España que si no cambiaba de política con la Colonia podría precipitarse a una separación eterna, el Caton granadino, como lo llamaron sus contemporaneos,el gran orador en la noche del 20 de Julio, de quien dijo D. José Maria Salazar que no oyeron el Areópago de Atenas ni el Senado de Roma una voz mas elocuente que la suya en el cabildo abierto de la noche del 20 de Julio de 1810; El Descubridor del Genio de Bolívar, el Presidente de los Estados Independientes de Nueva Granada, el múltiple mártir de la crueldad española, porque, después de arque-buceado, fue ahorcado y su cuerpo despedazado, su rostro ensan-grentado colocado en una jaula en la Alameda de Santa lié, y sus miembros «expuestos y dispersos para escarmiento en los caminos ». Francisco José de Caldas el Sabio mas notable que ha producido la raza española, superior a Pascal porque fue al mismo tiempo médico, naturalista, astrónomo, botánico, geógrafo, ingeniero, ma-temático, insigne escritor y poeta, sin maestros, sin modelos y sin libros, el inventor del Hipsómetro, el único americano español a quien se tributa un homenaje en el Museo de Berlín, el compañero de lVlútis, que estudió bajo su dirección la flora y la fauna ecuatoriales, el escritor fecundo sobre las múltiples materias que for-maban el inmenso caudal de sus conocimientos, el Director del Observatorio Astronómico en donde con Torres y otros patriotas promovió la emancipación de la Colonia; el ingeniero que sostuvo con sus conocimientos en estrategia y en milicia la guerra contra el gobernador Tacón, el más notable héroe de la causa de la Independencia, que subió al Templo de la Inmortalidad con la triple aureola de mártir, de sabio y de patriota; la víctima mas pura ofrecida en holocausto a la Guerra de Independencia, el Cordero mas blanco del aprisco, cuya sangre inocente derramada por la cuchilla española formó, según la expresión de su ilustre biógrafo, D. Lino de Pombo: « un océano inmenso que impidió la recon-ciliación con la Madre patria durante mucho tiempo ».

Popayán también es patria de muchos otros hombres distinguidos y de próceres eminentes de la Independencia tales como Francisco Antonio Uloa, insigne abogado y compañero de Caldas en la lucha por la independencia y en el martirio; Laureano López, Buch, Armero, Calambazo, José Hilário López, adolescente de 1 7 años que hizo de su boleto de muerte en la quinta que siguió a la derrota de la Cuchilla del Tambo, un cigarrillo para seguir fumando y cantando, como el girondino, al cadalso preparado en la misma ciudad de Popayán. Mas tarde este niño, cuya pena de muerte fue conmutada en la misma plaza del patíbulo por otra menos grave, ocupó altos puestos en la política y en la Administración de la República independiente hasta llegar a la Presidencia de la República, que desempeñó de 1849 a 185g. Durante su Admi-nistración, la mas notable de todas en la República desde el punto de vista político, se realizaron las grandes reformas que forman el Decálogo de nuestras libertades y que hoy se hallan consignadas en las piedras cimentales de la República con él asentimiento de todos los partidos.

Próceres fueron también, hijos de Popayán, los tres Quijano mis antepasados, a quienes quiero consagrar un recuerdo especial.

De Don Tomás, Ruiz de Quijano, el primer personaje de ese apellido que vino a la Colonia, descendieron en línea recta los tres hermanos llamados Jósé María, Mayor General y valeroso militar que se distinguió en las batallas de la primera época de la Independencia; Don José Joaquín, hermano segundo del primero y Don Francisco José, el menor, mi abuelo paterno, todos tres adalides de la Patria que cayeron con los restos del ejército libertador en el célebre campo de la Cuchilla del Tambo.

– El Mayor General José María Quijano, fué fusilado por los Españoles el 19 de Agosto de 1816, en compañia de José María Matute y José María Cabal, también próceres caucanos, por lo cual se llama esa fecha la e Jornada de los tres José – María ».

Don José Joaquín Quijano, hermano del General, fue desterrado, se asiló en Méjico en donde tomó servicio por la causa de la Independencia a órdenes de Morelos y murió gloriosamente al servicio de su segunda Patria.

Don Francisco José Quijano, mi abuelo, fue confinado a la Presidencia de Quito, hoy República del Ecuador, de la cual era el jefe Don Toribio Montes.

Durante la vida independiente de la República de Nueva Granada que hoy se llama Colombia, Popayán fue cuna de ocho Presidentes o que ejercieron (algunos de los cuales v?rias veces), el Poder supremo. He aquí el glorioso elenco.

  • 1. Don Camilo Torres, el Primer hombre de la primera época de la Independencia, Presidente de los Estados Unidos de Nueva Granada.

  • 2. Don Joaquín Mosquera, segundo Presidente de la Gran Colombia, sucesor de Bolivar en 18.30, gran diplomático, orador y publicista insigne;

  • 3. Don José María Obando: ejerció la Presidencia acci-dental en 13.31 y mas tarde elegido popularmente en 1353, Ge-neral valeroso, guerrillero insuperable, ayudante de campo del Libertador.

  • 4. Don Tómás Cipriano de Mosquera, insigne guerrero, político eximio, reformador audaz y el hombre que mas influencia haya tenido en la marcha política de la República durante su vida independiente. Como jefe del bando conservador ejerció la Presidencia de 1845 a 1849 y las mas importantes reformas en el sentido del progreso material y civilizador, datan de esa época. Mas tarde como jefe del bando liberal fue el cándido conductor de la revolución de 1860, única que ha triunfado en Colombia y que dio por resultado el establecimiento del régimen libérrimo de la Constitución de Rio ITegro. Ejerció la Presidencia a título revo-lucionario desde í 86o hasta 1863; fue elegido Presidente para el período de 1863-1864 y reelegido en í866. De este ilustre esta-dista y guerrero, así como del General Obando su émulo, me ocu-paré in extenso en otra parte de este libro.

  • 5. Don José Hilario López, el ilustre adolescente de la Cuchilla del Tambo, de quien ya he hecho mención.

  • 6. Don Julian Trujillo, hombre valeroso, leal y honrado, Ejerció la Presidencia de 1878 a ~88o.

  • 7. Dr. Froilan Largacha, tipo el mas completo del hombre benévolo y probo, espejo de todas las virtudes públicas y privadas. -Ejerció la Presidencia como uno de los miembros del Gobierno plural establecido por la Convención de Rio Negro en 1863.

  • 8. General Ezequiel Hurtado, amigo y compañero de Trujillo en las campañas de "877. Desempeñó la Presidencia como primer Designado en í88í.

En el campo de las letras, Popayán ha contado entre sus hijos a escritores insignes como Vicente Cárdenas y Sergio Ar-boleda, a oradores como Antonino Olano y Manuel de Jesús Quijano, y a los tres primeros poetas de la nación: Julio Arboleda, Rafael Pombo y Guillermo Valencia.

Como abogados estadistas, además del eminente y sin par Camilo Torres, brilló en Popayán Don José Rafael Mosquera, autor de la célebre Constitución de 1843 y de una excelente obra de Derecho constitucional.

Como hombres de Iglesia, hijos de Popayán, frieron Don Manuel José Mosquera, el mas ilustre de los Prelados que ha ocupado la Sede de la Arquidiócesis de Bogotá, y el Doctor Pedro Antonio Torres, Capellán Castrense del Libertador de la campaña del Perú, el Soldado Cruzado de la Independencia, de quien me ocuparé especialmente en otra sección de esta obra.

Como Diplomáticos culminaron Don Joaquin, D. Tomás Cipriano y Don Manuel María Mosquera.

Y no solamente en los altos puestos de la Magistratura, de la Diplomacia, de la Milicia y de la Iglesia han brillado los hijos de Popayán, sino también como jefes de familias ilustres por sus virtudes, por su honorabilidad y, por la nobleza de su vida intachable, tales como los Arboledalos Mosquera, los Pombo, los Quijano, los Hurtado, los Valencia, etc, etc.

Terminaré este capítulo consagrado a mi ciudad natal, me-morando dos festividades de carácter popular y religioso que fueron peculiares de la ciudad de Popayán y como los sellos distintivos y salientes de sus antiguas costumbres.

Quiero hacer un bosquejo de la fiesta de los Reyes y de las Solemnidades de la Semana Santa, y al hacerlo me remonto a la época de mi infancia y escribo en indicativo presente para dar mayor colorido a la descripción.

La fiesta de los Reyes, el 6 de Enero, constituye para to-das las clases sociales de la ciudad la jornada mas grandiosa solemne y brillante del ,ano.

a – Desde 14 víspera todo el mundo se prepara para contribuir tomar parte en la gran fiesta. Los hombres arreglan sus nego-cios para estar libres durante el festejo; las Señoras aromatizan sus vestidos encima de grandes canastos de mimbre colocados sobre braseros en que se queman resinas olorosas y llamados familiarmente zahumadores, para e5trenarlos en la gran jornada; y los niños acarician los zapatitos nuevos con que deben calzar se en la mañana siguiente. Al despuntar la aurora del gíxí día los atambores y los voladores anuncian a la población que debe tener lugar la solemne festividad. De tres extremos diferentes de la ciudad se desprenden tres grandes carabanas o cabalgadas -encabezadas respectivamente por los tres Reyes Magos, que van a adorar al Mesias recién nacido: El Rey viejo, como lo llamaban popularmente, el Rey negro u Etiope, y el Rey jóven o- mozo. Representan estos monarcas bíblicos, jóvenes artesanos en lo general, montados en soberbios caballos que suministran gustosos los patricios de Popayán para el regio servicio, así como también para los acólitos y numerosos acompañantes de la real comitiva. Los Reyes van lujosa y espléndidamente vestidos con grandes coronas de metal y piedras preciosas, capas bordadas de oro y plata, sobre monturas de terciopelo bordado de oro y con jaeces para los cal>allos adornados con cascabeles, pequeñas conchas marinas y filigranas de metales valiosos.

Acompañan a los Reyes los alabarderos, los pajes y los heraldos con indumentaria lujosa y apropiada como en una es-cena teatral. Enseguida marchan las Acémilas cargadas con los equipajes regios y con los ricos presentes para el niño Jesús.

Al són de atambores, pífanos, caramillos, dulzainas y otros instrumentos de música pastoril y tradicional de los indígenas, la-gran comitiva marcha lentamente desde los extremos norte, sur y oeste de la ciudad hacía la plaza principal con el objeto de convergir en el Oriente juntándose los tres monarcas para ir a adorar a Jesús recién nacido

Precede a los Reyes Magos la Estrella que los guió, según la tradición bíblica, desde apartadas y opuestas regiones a Na-zareth de Judea. En la fiesta payanense, la Estrella está repre-sentada por una niña de 6 a 7 años escogida entre las mejo-res familias de la ciudad. Cubierta o mejor dicho envuelta entre armiños y gasas azules, la niña va sentada sobre una pequeña silla y bajo un dosel de tela azul. La silla está colocada a grande altura sobre unas andas que llevan en hombros hijos del pueblo, como los sédiaris que conducen al Papa a San Pedro en la silla gestatoria. Sobre las andas se ha levantado una especie de pirá-mide formada por grandes canastos de mimbre cubiertos con pliegues por abundantes y finas telas blancas y azules con artís-tico desorden para imitar las nubes al rededor de la columna y silla que ocupa la tierna infante, la cual semeja bien a una estrella de la mañana con sus ojillos brillantes y sus mejillas de aurora. Las regias comitivas se juntan en la esquina principal que precede a la gran plaza, y al reunirse se saludan con dis-cursos en verso que llaman relacion escritos por literatos payanenses.

En el costado oriental de la plaza principal, junto a una casa de dos pisos que tiene en su parte baja arcadas o galerías se ha formado al aire libre un Teatro de vasto palco escénico con cortinajes, ornamentación y mobiliario lujosos, para representar la sala del trono del Rey Herodes, a quien los Reyes Magos, guiados por la Estrella, la cual debe ser vista desde lejos en los extremos de la ciudad, van a pedir permiso para adorar a Jesús en Betleem de Nazareth.

El papel de Herodes es el principal de todos los actores de este drama popular y religioso. En la época a que estos recuerdos se remontan, el protagonista Herodes estaba representado por un sastre comerciante llamado José Uzuriaga, de humilde condición social, por lo cual algunos lo daban el apelativo de nor, que era una contracción de señor para llamar así a los hijos del pueblo; pero que éstos anteponían a su nombre el título de Don, exclusivo de los aristócratas, porque sus atributos regios el día de la fiesta lo habían exaltado al rango de la nobleza antes sus ojos deslumbrados por la magnificencia del espectáculo.

Don o nor- José Uzuriaga tuvo monopolizado durante su vida el gran papel de Herodes y a su desempeño consagraba una parte considerable de su tiempo, tanto para aprender de memoria la larga recitación y los complicados diálogos que cada año se modificaban favorablemente. De su peculio, que no era muy pingile, hizo considerables gastos para los magníficos vesti-dos y la espléndida y regia indumentaria que llevaba una vez por año. Las decoraciones, los cortinajes, los bastidores, la for-mación del teatro sobre la plaza también eran de su cargo.

Principia el drama por el anuncio que los Ministros del Rey le dan del nacimiento del Salvador, quien debía ocupar el trono de Judea. Preocupado Herodes con la fatal noticia convoca a su Palacio a los Sacerdotes y Augures para preguntarles si es cierto que el niño nacido en Betléem es Hijo de Dios y viene a der-rocarle de su trono.

Con la respuesta afirmativa de los Pontífices, Herodes, des pués de un monólogo vehemente que transpira las vacilaciones de su espíritu, resuelve recibir a los Reyes para tener mas se-guros datos sobre el lugar en que se halla" el Salvador y poder tenderles una celada y sacrificar al Niño.

Con gran pompa, acompañados de sus principales acólitos; entran los Reyes a la sala del trono de Herodes, lujosamente vestidos, arrastrando grandes mantos bordados y llevando la co-rona en la cabeza y el cetro en la mano.

La regia entrevista es la parte culminante de4l drama; los Magos exponen a Heródes el propósito que tienen de ir a ado-rar a Jesús recién nacido porque es el Hijo de Dios, el Mesías prometido por los Profetas que viene del Cielo a redimir a la. Hu-manidad del castigo de sus faltas y a reinar sobre la tierra.

Con suma habilidad, Herodes inquiere de los Reyes todo lo que le interesa saber y les da el permiso para seguir a Betléem.

Al despedirse los Magos, entra Herodes en un acceso de desesperación y de ira, llama a sus Ministros y confidentes para oír sus -consejos, respecto de los medios que piensa emplear para suprimir a los Reyes y al Niño, futuro usurpador de su trono. Lanza admoniciones, blasfemias y amenazas. Su iracundia se de-sata como una tempestad. Resuelve a veces degollar a todos, incendiar la ciudad y no dejar piedra sobre piedra para que no tenga lugar en donde reinar Jesús. Abatido otras veces se con-duele de su suerte infeliz, solloza, y arroja la corona y el cetro, rasga el regio manto y cae sobre su trono en profundo abati-miento. Bien pronto su espíritu reacciona y recobra las energías per-didas. Recoge la corona y el cetro y se yergue soberbio sobre el trono. Llama a los centuriones de su guardia y ordena la de-gollación de todos los niños recién nacidos para que entre ellas caiga la cabecita de Jesús. Así termina el gran espectáculo que ha tenido lugar sobre un gran teatro formado por tablas sobre sostenes de madera en la plaza principal de Popayán.

Entre tanto, los Reyes Magos con sus grandes comitivas y toda la población de Popayán, casi toda de vestido nuevo, porque es costumbre tradicional en todas las clases sociales estrenar en este día los mejores trajes, se dirige hacia Betléém.

Betleém es una plazoleta formada sobre una colina que queda situada al oriente de Popayán a una altura de 200 metros, mas o menos. En la plaza existe una capilla en donde se representa el gran pesebre o establo en que nació Jesús. En el centro de la plaza, pavimentada de piedra se eleva una gran cruz también de piedra en que se hallan escritas algunas preces sobre los zócalos del pedestal. Recuerdo que en una de ellas se dice: « Un Padre Nuestro y un Ave María para que Dios nos liberte "de la langosta »: y en otra una ((oración para que no sea total la ruina de Popayán» Seguramente esto se hizo después de los grandes terremotos del año í 827 que destruyeron una gran parte de la ciudad.

De ésta a la eminencia que forma la plaza de Betléem conduce una ancha calle, continuación de la principal de la ciudad, bien empedrada y con pendientes no muy suaves en forma serpentina y haciendo zig-zags o quingos.

Sobre la plaza de Betléem se han levantado toldos de cam-paña para preservar de los rigores del sol las mesas cubiertas -de helados, ponches, vinos, licores y mistelas, bizcochos, el clásico 1salpicón de frutas y nieve, tortas, mermeladas, y las exquisitas confecciones de dulces y harinas de trigo y maíz que constituyen las afamadas y tradicionales colaciones de Popayán, entre las cuales descuellan las delicadas caspiroletas que son minúsculas vasijas imitando una cacerolita formadas por finísimo hojaldre y llenas de un licor compuesto de yemas de huevo bien batidas incorporadas con vino de Malaga, azúcar y canela. Cada caspiroleta constituye un bocado delicioso al deshacerse en la boca.

Después de que los Reyes, su comitiva y los concurrentes han tributado sus homenajes a Jesús delante de un magnífico pesebre, se reparten sobre la plaza de Betléem para gustar y regodearse con los manjares y exquisitas bebidas de los toldos. Durante toda la tarde y hasta la entrada de la noche todo el mundo fraterniza en expansiones de amistad y de contento al regalarse con los magníficos refrescos. Los políticos arreglan sus diferencias. Los enamorados multiplican sus confidencias. Los hombres de negocios aseguran sus compromisos y el pueblo todo, lleno de regocijo, hace los mejores propósitos para mejorar su propia condición y la de sus familias. Nadie falta a esta gran « matinée » popular y no pocas veces se vio al mismo terrible Herodes, vestido de civil y sin ningún atributo de sus regias vestiduras, participar de los, placeres de la fiesta y beber comer y departir fraternalmente con sus súbditos.

A la entrada de la noche, la gran concurrencia alegre y satis-fecha -desciende de Betléem por la ancha calle de los zigzag que popularmente se llaman Quingos, para volver a sus confortables hogares, y paladear en el seno de la familia las huellas placenteras de la fiesta.

Otra de las grandes solemnidades de carácter religioso y popular es la conmemoración, por medio de procesiones nocturnas, del martirio y muerte de Jesuscristo en los días de la Semana Santa.

No tengo noticia de que en ninguna otra ciudad del mundo se hayan celebrado las ceremonias de la Semana Santa, o, por lo menos, las procesiones de noche, con tanto interés, unción y solem-nidad y pompa como se celebraban durante mi tiempo en Popayán. En Sevilla y Nancy, en Beyrouth y Santiago de Chile, hay pro-cesiones semejantes, pero que nunca han podido igualarse a las de mi querida ciudad natal. Tal supremacía en este especie de festividades religiosas estaba en la conciencia de los hijos de Po-payán y cuentan las crónicas que, cuando Bolívar regresó del Perú a Colombia y pasó por Popayán en el mes de Octubre de 1827, los mas notables y ricos payanenses se reunieron para escoger el medio de recibir dignamente al Libertador de América. Opinaron algunos por arcos de triunfo, loas y discursos; otros por corridas de toros; quienes por representaciones teatrales y por bailes y saraos y no faltó alguno que opinara que lo mejor que podía ofrecerse al gran guerrero para festejar su entrada en la ciudad era hacerle Semana Santa…, y en el mes de Octubre.

En las principales – Iglesias de la ciudad se conservan durante todo el año hermosas efigies ó esculturas de madera que repre-sentan a Cristo, a su Divina Madre, a Pilatos y todos los actores del drama que se desarrolló durante unos pocos días entre el Huerto de las Olivas y un montículo de Jerusalem y terminó con el sacrificio del Sublime Martir, con cuya sangre lavó su podre-dumbre el mundo antiguo y se amasaron los cimientos del soberbio edificio de la Civilización cristiana, Estas efigies se llevan sobre andas y se pasean durante las noches, sostenidas por devotos que las cargan sobre sus hombros con un vestido que cubre sus cuerpos y los oculta completamente a la vista de los espectadores, como los acompañantes en ciertas poblaciones de los convoyes fúnebres Algunas de estas efigies están agrupadas para representar los diferentes incidentes o episodios de la Pasión, tales como la Arrestación de Jesús en el Huerto de las Olivas, su presentación a Pilatos, la Flagelación y el Coronamiento de Espinas, la Marcha al Calvario con la Cruz a cuestas, la Crucifixión etc. etc. Estas ricas efigies fueron costeadas por los patricios de Popayán y cada Iglesia tiene su noche de procesión durante la semana, y su paso culminante.

Las procesiones empiezan en la noche del Lunes Santo que corresponde a la Iglesia de la Compañia de Jesús, la cual por bastante tiempo sirvió de Catedral, por haberse destruido por un terremoto la Iglesia principal de la plaza, que hoy está ele-gantemente reconstruida. El paso principal del Lunes Santo es el de San Pedro, al pedir perdón por sus debilidades en la noche del martirio de Cristo y señalando con sus manos (de la cual penden las llaves del Cielo) el Paraíso Divino a los que tengan la gracia de Dios para poder entrar en él.

La procesión del Martes Santo corresponde a San Agustín la iglesia preferida por la clase popular y que está situada en el barrio del empedrado, que era el cuartel de los plebeyos en oposición al aristocrático de la Pamba. En esta procesión, el paso principal es el Señor del Perdón, que representa a Jesús Cristo de rodillas sobre un globo plateado, símbolo del mundo, ofre-ciendo a su Padre Divino la Cruz en que él había muerto como holocausto cíe su martirio y pidiéndole el perdón para la huma-nidad doliente y pecadora.

El Miércoles Santo la procesión sale de la Ermita, pequeña iglesia situada en la parte oriental de la ciudad. El paso que descuella en ella es un grupo de efigies que representa el Ar-resto de Cristo en el Huerto de las Olivas y la traición de Judas.

La procesión del Jueves Santo es la más solemne y la mas grandiosa. La componen doce pasos, que llevan en sus andas esculturas magníficas y hermosas agrupaciones de efigies. Corres-ponde a la bella iglesia de San Francisco, anexa al gran Con-vento de religiosos de esa orden que después de la Desamor-tización fue convertido en palacio del Gobierno del Estado so-berano del Cauca. Este soberbio edificio, vasto y elegante, tiene galerías que procuran una vista espléndida sobre los prados y jardines de las riberas del Cauca.

El gran paso de la procesión del Jueves Santo representa a Cristo crucificado sobre la Roca del Calvario y en medio de pe-queños arbustos, compañeros solitarios del Gran Martir. Dicen los devotos cargadores de este paso que es el mas pesado de la procesión y el que mas hiere sus hombros, no obstante que hay una sola efigie en él, porque la enorme cruz es toda de plata, o por lo menos de madera doblada, en toda su extensión, por gruesas láminas del metal blanco, artísticamente escul-pido. El dosel que cubre la efigie está sostenido sobre las andas por cuatro gruesas columnas de plata y cuando marcha la pro-cesión, los movimientos oscilantes del colosal y pesado crucifijo hieren los hombros de los cargadores, cuya devoción les impide suavizar el peso de las andas con pequeñas almohadas o durmientes de lana.

En la procesión del Jueves Santo, dedicada especialmente al sexo masculino, era costumbre que todos los caballeros jóvenes y los niños de la ciudad concurrieran al acompañamiento y alumbrado del sagrado cortejo.

La gran procesión del Viernes Santo, cuyo acompañamiento o y alumbrado corresponden a las damas de Popayán, salía de la iglesia da Santo Domingo y su paso principal era el de la Madre de Cristo, llamado de la Dolorosa, porque en una ma-gnífica escultura estaba representada la Madre de Dios revestida de un ríquisimo manto adornado de verdaderas piedras preciosas, obsequio de los ricos y piadosos payanenses. En esta procesión se exhibía un maravilloso Sepulcro de Cristo que era un gran sarcófago cubierto en toda su extensión de purísimas láminas del mas puro carey con remates de bruñida plata. Después del sermón de tres horas, se – descendía materialmente de la Cruz, que estaba levantada en la iglesia, una magnífica efi-gie de Cristo crucificado – que se colocaba entre sábanas mor-tuorias en el -expresado sarcófago, el cual se cubría con una her-mosa tapa también de plata y carey para colocarse sobre andas hacer parte de la procesión de la noche.

Las procesiones eran suntuosas, silenciosas y magníficas. La salida de la respectiva iglesia terda lugar a las 8 de la noche y a ellas concurría casi toda la población de Popayán, de tal ma-nera que casi no quedaban como espectadores sino los provincianos o villanos de las vecindades que acudían a la ciudad du-rante la Semana Santa, atraidos por ios esplendores de las fiestas religiosas.

La procesión empezaba siempre por un grupo de monaguillos que llevaban campanas e incensarios, luego seguían el Sacristán mayor y dos acólitos llevando aquél una gran Cruz enarbolada llamada popularmente la Cruz Alta. Los primeros pasos en todas las procesiones, excepto la del Viernes Santo, eran los de la efigie de San Juan, la Magdalena y la Verónica, no llevaban sitiales o doseles y su pesadumbre era liviana por lo cual los cargado-res eran siempre devotos principiantes. Luego venían los grandes pasos con grupos de efigies representando los diversos episodios del martirio y de la muerte de Cristo. Estos pasos llevaban doseles o sitiales muy hermosos y marchaban distanciados a considerable es-pacio. Su marcha era pausada y silenciosa y entre los pasos marchaban también bandas de música, turiferarios y cantores. A uno y otro lado de la extensa procesión, se dezlizaban las filas compactas de acompañantes correctamente vestidos y llevando en sus manos grandes cirios encendidos. El silencio, el recogimiento y la compostura que reinaban en la procesión daban a esta un aspecto majestuoso y solemne y formaban a su paso esa atmós-fera mística que se siente bajo las bóvedas de las grandes ba-sílicas durante las festividades religiosas.

En la procesión del Viernes Santo, las andas no llevaban ninguna efigie sino los atributos del Martirio de Cristo, como los clavos, la caña irrisoria, la corona de espinas, las sábanas mor-tuorias, la Cruz, etc. etc. y, por último, el Santo Sepulcro de carey y plata con el cuerpo de Cristo, y á magnífica efigie de la Mater Dolorosa.

Cargar los pasos de la procesión era una gran devoción de los hijos de Popayán que nunca dejaban de cumplir ni en las más aciagas circunstancias. Mientras mayor era la pes4dumbre del paso que cargaban, era mas grande en su conciencia el tributo que rendían a la sagrada efigie que sobre sus hombros llevaban.

Cuentan las crónicas que el célebre General José Maria Obando cuando guerreaba en 1840 con sus valerosos guerrilleros de Timbio y Chiribio, regiones vecinas de Popayán, venía de incógnito y completamente disfrazado a la ciudad ocupada por fuerzas enemigas, para cumplir el religioso deber anual de car-gar uno de los barrotes del paso de la Dolorosa, exponiéndose a ser descubierto y apresado, aun cuando me aseguraban que si hubiera sido conocido nadie habría osado poner sobre él la mano en medio del sagrado cortejo de la procesión.

Al terminar esta desaliñada descripción de las dos grandes festividades de carácter popular y religioso que pueden considerarse como las dos típicas manifestaciones de tus antiguas costum-bres, permíteme, oh Madre venerada, noble y aristocrática ciudad, cuna de sabios y mártires, de diplomáticos y estadistas, de ora-dores y poetas, Matrona ilustre, de eximios magistrados, al-mácigo de grandes familias, urbe preclara, martirizada por los pa-cificadores españoles, santificada por el Arzobispo Mosquera y cantada por Arboleda, permíteme, repito, que, desde esta otra ciudad, capital del mundo, en donde escribo estas líneas, atra-viese con el pensamiento los dos grandes océanos y caiga de rodillas al pié del Puracé y sobre las vegas de tu Cauca, para tributarle, pleno de filial emoción, mí mas sincero y hondo homenaje y mis votos vehementes porque los esfuerzos de tus nuevos hijos logren restablecer tu progreso material, ya que el decurso de los tiempos, en su marcha destructora, habrá podido hacer estragos en tus edificios y disminuir tu riqueza y tu población, pero no causar ni el mas pequeño detrimento al lustre de tus blasones ni a los lauros de tu Historia, ni a la corona inmortal de tus glorias Salve, Madre adorada. Que el Dios de los pueblos permita que la Popayán de mañana sea como la Popayán de ayer.

CAPÍTULO II.

Mi Familia

SUMARIO. – La familia de Quijano. – Mis abuelos paternos. – Mi padre. Su fuerza física, intelectual y moral. – Su valiente actitud el 7 de marzo de 1849. – Sus grandes servicios a la República. – El Dr. Jorge Wallis, mi abuelo materno. – Mi madre y mis tíos. – Don Francisco José de Caldas, el Sabio americano. – Sus costumbres. – Anécdotas referentes a su vida en Popayán. – Origen noble de la familia de Cal-das. – Homenaje de Humboldt al gran Sabio.

La familia de Quijano, establecida en Popayán, tiene su ori-gen en la noble de Iñigo Arista, de Navarra. El primer español de ese apellido que habitó en Popayán se llamaba el Conde Tomás Ruiz de Quijano. De él descendió en línea recta Don Mariano Ruiz de Quijano, padre de Don José María, Don Jose Joaquín y Don Francisco José Ruiz de Quijano de quienes ya me he ocupado en las primeras páginas de esta obra. Hijo de Don Francisco José, (quien renunció al titulo nobiliario y al nombre de Ruiz en los comienzos de la guerra de independencia) fue mi padre, el célebre orador y estadista, tan ventajosamente conocido en la historia de la Nueva Granada y de la Nueva Co-lombia, y nacido en Latacunga (República del Ecuador) del ma-trimonio de D. Francisco José con Doña Catalina Ordoñez de Lara, noble dama ecuatoriana.

De muy pocos años fue enviado mi padre a Popayán al cuidado del célebre D. José Rafael Mosquera, con quien mi padre tenía cercano parentesco. Hizo en Popayán sólidos y vastos estu-dios, porque esa ciudad era entonces el primer Centro intelectual de la República, en el famoso plantel que mas tarde llevó el nombre de Universidad del Tercer Distrito.

– Mi padre contrajo matrimonio en el año de 1839 con Doña Rafaela Wallis y Caldas, venerada madre, hija del eminente médico inglés, Dr. Jórge Wallis y de Dña. Baltazara Caldas, her-mana menor del célebre sabio y patriota D. Francisco José de Caldas.

Era mi padre hombre de mediana estatura de fisonomía distinguida, tez pálida, ojos negros y brillantes, boca llena de movimiento y hermosa cabeza que en su avanzada edad recor-daba por su ancha frente coronada de espesa cabellera blanca, la figura de Victor Hugo. Se afeitaba el bigote y llevaba la barba en contorno de la cara, lo cual daba a esta la figura de medallón de Senador romano. Su cuerpo era de una musculatura de Cíclope y sus anchas espaldas y su vigor físico extraordinario hacían recordar las formas del Hércules heleno.

Mi padre encarnó la fantasía de los Tres Hombres Fuertes del célebre novelador francés, porque grandes fueron su fuerza física, su fuerza moral y su fuerza intelectual.

Su fuerza física era extraordinaria. Constantemente daba mues-tras de ella. Alguna vez, atacado por un enemigo le arrancó su propia arma (porque mi padre era la bondad y la generosidad mismas), la rompió en dos pedazos con sus manos de acero y lo arrojó al mismo tiempo que su saliva al rostro del miserable. Trituraba entre los dedos un corozo; doblada una pieza de plata de cinco francos y levantaba sobre una acémila con una sola mano, como si alzara un canasto, un voluminoso y repleto al-mofré, de diez arrobas de peso.

Su fuerza moral corría parejas con la física. Hizo las cam-pañas en Nueva Granada de 1840, 1854 y r86o, distinguiéndose en ellas por su valor y serenidad. El General Herrán, quien lo distinguía mucho y lo nombró Gobernador de Pamplona, decía que él no había visto un hombre tan tranquillo en las batallas como el Dr. Manuel de Jesús Quijano. Como los verdadros va-lientes, siempre rehusó los grados militares, a pesar de que era sobrino del General José María Quijano y hermano del General Miguel Quijano, ambos de raza de guerreros.

Sobre su vigor físico y su gran valor, se destacaba la fuerza poderosa de su mentalidad. Era escritor vigoroso y castizo, de exposición clara y sobria, y su instrucción variada y vastísima. "Venía profundos conocimientos en ciencias políticas, en jurispru-dencia propiamente dicha, en historia, geografía, ciencias físicas y matemáticas. Era químico consumado y muy versado en los estudios literarios. Poseía el francés y el griego, y era un lati-nista insigne. Pero el rasgo saliente de su intelectualidad se manifestó en sus insuperables dotes oratorias. Ricardo Becerra, gran intelectual y testigo de la mayor excepción en esta materia, dice en alguno de sus escritos que en su opinión los tres mejores oradores que ha tenido la República han sido Florentino Gon-zález, Manuel María Mallarino y Manuel de Jesús Quijano. Su Verbo era fluido y harmonioso, su voz clara y vibrante. Vocali-zaba como un consumado actor y el torrente de su elocuencia en los muchos Congresos a que asistió, avasallaba a sus con-tendores, dominaba las asambleas y electrizaba los oyentes. Sus oraciones eran admirables por la sobriedad, la elegancia, la con-cisión y la rotundidad de las frases, ayudadas eficazmente por su vasta erudición que es el verdadero arsenal del orador. En la célebre sesión del 7 de marzo de 1849, cuando las turbas populares asediaban al Congreso reunido en el templo de Santo-Domingo para forzarlo a que eligiera al General López Presi-dente de la República en competencia con el Dr. Rufino Cuervo, dió muestras mi padre de su valor impertérrito, de su gran ta-lento de orador y del prestigio de su fuerza. He aquí cómo:

Las sombras de la noche invadían el Templo. Dos escru-tinios habían tenido lugar sin haber podido reunir la mayoría requerida para la elección presidencial. Las turbas habían roto las débiles barreras que formaban el salón improvisado del Con-greso en la nave izquierda de la Iglesia. El Presidente estaba amilanado. Varios diputados habían huido para" ocultarse en la sacristía y en los rincones del Templo. La confusión era horrible y en estos momentos caliginosos anunció el Secretario a gritos para poder dominar el tumulto que se iba a proceder a una nueva votación. Mi padre, impávido, como siempre que se encontraba en medio del peligro, pidió un lápiz para repetir el voto que con su firma había ya dado dos veces por Cuervo, el candidato excecrado por las barras. Tembloroso un escribiente iba a pa-sarle el lápiz cuando uno de los chicharroneros que se hallaba precisamente a la espalda de mi padre, separado únicamente por las demolidas barreras, descargó violentamente su ruda mano sobre el hombro del Congresista. Volvió mi padre la cara y s>e encontró con una mano plebeya levantada y blandiendo un cu-chillo de carnicero. El agresor acompañó a la amenaza estas palabras: « Mire Ud., Señor Diputado, el lápiz para escribir ese voto ».

Rápidamente púsose mi padre de pié, dobló como una de bil caña con su mano izquierda el brazo del agresor y sacando de su pecho un puñal con la derecha: « Miserable, le dijo, mira la navaja para tajar ese lápiz ». El hombre anonanado se abatió sobre sus rodillas como un lebrel bajo las garras de un león.

El tumulto, las amenazas y las acciones agresivas artecia-ban. La confusión era indescriptible y en esos momentos mi padre pidió la palabra y con voz estentórea para dominar la gritería infernal de las barras, pronunció el discurso mas audaz y mas elocuente que pueda producir el verbo humano, digno de aparearse con las oraciones de Cicerón contra Catilina. De este dis-curso, que debía haberse conservado con marco de oro sobre las puertas de los parlamentos colombianos, publicó un extracto en sus Memorias el General Joaquín Posada Gutiérrez. Al recordar este episodio heroico de la vida pública de mi padre, me limito, para no repetir lo que ya está publicado, a reproducir el apóstrofe violento a los Diputados lopistas en el momento mas cri-tico de la sesión;

«Aquí no hay Congreso, aquí no hay Constitución, aquí no hay República, dijo mi padre, lanzando miradas de amenazas al Dr. Murillo, líder de los liberales; estas papeletas son obje-tos de sainete y de burla y las rompió); no continuemos en las farsas de las votaciones: que venga el populacho de Bogotá a proclamar elegido Presidente de la República al candidato que ha escogido: pero que esto no se haga con fórmulas irrisorias sino por la fuerza de la violencia de las turbas -y por la fuerza de nuestra cobardía. Yo conocía las maquinaciones que habiais preparado, Señores lopistas, para esta elección, y he venido preparado y, como podeis haberlo visto, estoy armado. Cuando em-piece la degollación que habeis decretado yo no mancharé mis manos con la sangre de los bandidos miserables que me rodean y me amenazan. Entonces, tenedlo entendido, vosotros obtendréis mi pre-ferencia. Yo no me presentaré sólo esta noche ante la presencia de Dios. Mas de uno de vosotros me acompañará en este viaje ».

Esta valiente oración pudo dominar la contrisión y -restablecer el orden. Se procedió a la última votación en que se declaró ele-gido Presidente de la República al General José Hilario López. porque algunos Cuervistas o Goristas resolvieron votar por é, do-minados por el miedo. El voto de Don Mariano Ospina líder de los Cuervistas, fue emitido así »: Para que no sea asesinado el Congreso, voto por López ». El de mi padre se leyó con este adi-tamento «: Con la convicción de ser una de las víctimas desi-gnadas, voto por Cuervo ».

El episodio que acabo de referir me fue relatado por mi padre y por el mismo Dr. Murillo, quien1 a pesar de sus divergencias de opiniones fue después grande amigo y admirador de mi padre.

« En esa tardeme decía el Dr. Murillo, su padre de Ud. estuvo sublime por el valor y la elocuencia, y yo le confieso que cuando nos lanzó su apóstrofe terrible me quedé aterrado ».

No obstante la conducta de mi padre en la célebre sesión del 7 de Marzo de ¡849 que contrastaba con la de Don Mariano Ospina fue éste escogido en 1857 como candidato para Presidente de la República, por la mayoría conservadora en competencia con mí padre, a quien quería proclamar un grupo respetable dé esa par-cialidad política.

Mi padre fue 1 7 veces miembro de las Cámaras Legislativas, que siempre presidió. En compañía de Don José Eusebio Caro, formó el reglamento de la Cámara de Representantes que rige aun, lo mismo que el Código administrativo en compañía de Florentino González. Fue Gobernador de Pamplona en la administración Her-rán y Gobernador elegido popularmente de la provincia autónoma de Popayán en 1853. En ese puesto contribuyó a la caída del dictador Melo en 1854. Se distinguió como Ministro Diplomático en la República del Ecuador en í 861 y como primer Ministro de Relaciones Exteriores del General Mosquera, cuando éste fué elegido Presidente de 14 República por la Convención de Rio-Negro.

En todos estos altos puestos brilló mi padre por su laborio-sidad, por su talento, valor, y patriotismo, por su colosal instruc-ción, y verbo elocuente y, mas que todo, por su incontestable pro-bidad. Como Administrador de las Salinas de Zipaquirá hizo un estudio profundo y científico, tanto de las condiciones químicas de la sal como de la capacidad y riqueza de la mina y de 105 medios que debían emplearse para explotarla con mayor provecho para la Nación, de la cual es una de las principales rentas. El Dr. Mi-guel Samper, Ministro de Hacienda en la administración del Ge-neral Santos Gutiérrez, al agregaría a su Memoria, hace un elogio entusiasta de ese interesante estudio científico.

Casi toda su vida la consagró mi padre al servicio de la Re-pública. En cierta época, después de la caída del dictado Melo, se sustrajo por algún tiempo a las faenas de la vida pública para contraerse al trabajo lucrativo con el fin de formar un capital que podría servirle para educar su numerosa familia, porque mi abuelo había sido arruinado completamente por los españoles como todos los que tomaron parte activa en la guerra de la Independencia. En compañía de un capitalista tomó en arrendamiento los bos-ques de quina de Tacueyó y de Toribió y durante dos años estuvo consagrado a explotarlos como un jornalero, trabajando de día y de noche con detrimento de su salud y privado de toda especie de comodidades. Los cargamentos de quina eran remitidos por mi padre a su socio para la venta en los mercados extranjeros; pero el asociado tuvo a bien guardar para él solo los productos del ne-gocio, nunca volvió a Colombia y arruinó a mi padre.

Suspendo toda consideración a este respecto, porque ese Socio ya está juzgado por el Tribunal de las Supremas y Definitivas Li-quidaciones.

El resto de su vida lo pasó mi padre con el producto de su trabajo personal hasta morir pobre en 1880. Sobre su tumba, sobre la cual deposito estos recuerdos como una corona mortuoria rociada con lágrimas, pueden levantarse con toda propiedad para hon-rar su memoria las Estatuas de la Elocuencia, el Patriotismo, la Generosidad, la Nobleza de alma, el Valor, el Talento, la Ilustra-ción, y, sobre todos, el Desprendimiento y la Honradez.

El Dr. Jorge Wallis, médico y cirujano eminente fríe enviado, por el Rey de Inglaterra como hombre de ciencia de una gran expedición que debía recorrer el mundo empezando por el Oriente y terminando por la América. En Guayaquil lo dejaron sus com-pañeros por hallarse gravemente enfermo a causa del tétanos sobre-venido por la herida de un insecto ponzonoso en las Costas de Nueva Guinea. Como los violentos calores de Guayaquil eran per-niciosos para su enfermedad, resolvió internarse al Ecuador en busca de un clima benigno. Llegó a la ciudad de Cuenca, en donde so-licitó la asistencia de un médico. Indicáronle al único que allí había, que era el Dr. Francisco José de Caldas el gran sabio y patriota americano que se hallaba en el Ecuador, haciendo estudios sobre la flora y la fauna ecuatorianas por comisión de su maestro y pro-tector Don José Celestino Mutis. Los dos hombres de ciencia se comprendieron, se estimaron y fraternizaron al momento de cono-cerse, de tal manera que el sabio inglés y el sabio americano se unieron estrechamente y así vivieron hasta la muerte del segundo.

El Dr. Wallis siguió a Caldas a la ciudad de Popayán y se alojó en su casa. Las gracias españolas de mi abuela, sedu-jeron fácilmente al hijo de la nebulosa Albión y en los albores de la independencia de la Nueva Granada el Dr. Wallis contrajo matrimonio con Dña. Baltazara, hermana menor de Caldas, don el asentimiento y bajo la protección de su hermano.

Sobrevino la guerra de independencia y, no pudiendo el Dr. Walhis regresar a su país, se estableció en Popayán, en donde por primera vez fundó una farmacia en debida forma, pues hasta entonces las drogas y medicinas se vendían en las alquerías o pequeños almacenes.

Respecto del Dr. Wallis no diré otra cosa para no prolon-gar demasiado estas Memorias, sino que fue un médico eminente y un cirujano insuperable. Las crónicas cuentan curaciones maravillosas, rayanas en lo milagroso. Su caridad era infinita y su generosidad no tenía dique Padre de los Pobres lo llamaban en Popayán. Su salud siempre fue débil y murió relativamente joven, en olor de Taumaturgo y de Santo.

Cuando ocurrió su muerte, el luto de la ciudad fue general y de los vestidos de su cadáver tomaban pedazos las gentes del pueblo a guisa de reliquias, y me contaba mi abuela que era tal el apresuramiento de la muchedumbre para poseer esas pren-das del vestido del muerto, que el General López, grande amigo y admirador del Dr. Wallis, se vió precisado a imponerse militar-mente, con espada en mano, para poder verificar el sepelio.

Del matrimonio anglo-hispano nacieron Don Juan Nepomu-ceno, Dña. Rafaela y D, José Wallis. El primero, hombre de extraordinario talento, murió muy joven, víctima de las fiebres "de la Costa malsana del Pacífico; el tercero siguió las huellas de su padre, heredó su númen científico y vino a ser el primer médico de la ciudad de Popayán; contrajo matrimonio con Dña. Cornelia, hija del célebre General José Maria Obando, noble matrona en quien parecían confundidas la donosura de las formas con la donosura del alma, porque era hermosa, dulce, discreta y amable; formé una lucida y cristiana familia entre la cual ha culminado el Dr. Juan Nepomuceno Wallis y Obando, que mas que mi primo fue el mas querido de mis hermanos y que des pues se ha distinguido en la Ciencia, como médico, en la po-lítica como hombre de probidad intachada, en la familia como padre y esposo ejemplar y en la sociedad como ornato y prez de ella por sus virtudes y su ciencia.

La única hija del Dr. Wállis fue mí noble, inolvidable y adorada madre, Dña. Rafaela, quien, después de haber llevado unas ida toda de abnegación y de acciones meritorias bajó al sepulcro a los 91 años de edad, con un acervo immenso de vir-tudes. Puedo decir, sin incurrir en exageraciones, que mi madre superaba a mi padre, a pesar de ser éste un gran intelectual, en las dotes de imaginación y de brillo mental. Todos los que la conocieron, y que aun viven porque, mi madre no ha muchos años que murió, recuerdan la nobleza de su carácter, su piedad, su espíritu de caridad, su abnegación, el esplendor de su ima-ginación y el brillo incomparable de su talento. Hasta los 90 años seducía con la gracia de su conversación y con los chispa-zos de su genio.

En el barrio de la Pamba, que como llevo dicho estaba habitado por las familias de la mas pura aristocracia, forman un especie de square o conjunción de esquinas cuatro hermosas" ca-sas de planta baja (como son en general las de Popayán por temor a los movimientos sísmicos). Estas casas estaban habita-das por las familias del General Mosquera, D. Julio Arboleda,

D. Manuel Esteban Arboleda y la de Caldas; todas enfrentadas directa o diagonalmente. La de Caldas pertenecía al Sabio 9 a sus hermanas. En ella nació y vivió hasta su sacrificio en 1816 Don Francisco José y en ella vivieron mis abuelos y mis padres, y en ella nacimos todos sus hijos. Es pues, nuestra casa sola-riega que conserva como su mejor blasón histórico el de haber sido la cuna del gran Caldas. Permítaseme pues dar algunos de-talles sobre ella.

Caldas ocupaba la gran cámara de la esquina. El patio prin-cipal de la casa estaba circundado por amplías galenas o corre-dores, separados por verjas muy bajas del hermoso j4rdín que aquél formaba. Referíame mi abuela que, por las noches, el Sabio, después de haber permanecido varias horas en su cuarto de estudio salía a los correderos a pasearse y meditar sobre los temas cien-tíficos que ocupaban su cerebro y sobré los cuales escribía cons-tantemente. Durante estos paseos, Caldas se abotonaba y desa-botonaba sin cesar su larga levita de paño, completamente abs-traído en sus elucubraciones, y era tan imperiosa esta manía que el Sabio no podía substraerse a ella, a pesar de las amo-nestaciones de recoser casi todo los días los botones del vestido.

Como es sabido, Caldas construyó con propias manos los instrumentos científicos de que tenía necesidad, como podía ha-berlo hecho un consumado fabricante. Entre otros instrumentos fabricó un sextante y un pequeño telescopio, Con el fin de ob-servar los astros hizo levantar en el centro del patio de la casa una especie de observatorio formado con piedras de molino, co-locadas una sobré otras, de mayor a menor, para formar una gradería coronada por una especie de mesa circular, de piedra también. En las noches claras, muy frecuentes bajo ese cielo tro-pical y entre las caricias del tibio clima de Popayán, subía el Sabio a su observatorio improvisado para escudriñar los astros. Alguna vez, sus hermanas para hacerle una jugada o inocentada.

Como una la costumbre a fines de los Diciembres, interpusieron entre los lentes del telescopio óvalos de papel menudamente picados para perturbar las observaciones del Sabio. No pudiendo explicarse éste las perturbaciones que habían sobrevenido en la región sideral bajó precipitadamente del observatorio para buscar en los libros la explicación del fenómeno, cuando las risotadas y la confesión de sus hermanas se lo explicaron satisfactoriamente.

Después de la muerte del Sabio, el pequeño observatorio fue demolido y apenas se conservó la pequeña mesa redonda de piedra en el centro del patio. En aquella mesa que, como de piedra de molino que era, estaba hueca en el centro y llena de tierra, sembró el gran orador Dr. Manuel Maria Mallarino un rosalito enano que produce flores semejantes a las condeco-raciones que se llevan en los ojales de los vestidos. Este rosalito fue un homenaje que el célebre estadista caucano tributó a su eminente conterráneo.

No me detendré a hablar de Caldas porque su historia es demasiado conocida dentro y fuera de – Colombia y porque ya he colocado en este libro un homenaje a su memoria. Solamente diré que Caldas era vástago de una de las mas esclarecidas fa-milias españolas.

Como no han faltado iconoclastas sud-americanos que pre-tendan deslustrar los blasones de nuestros grandes hombres y han afirmado que el eminente Sabio era un criollo de origen desconocido, quiero en estas Memorias refutar tales conceptos con documentos fehacientes, absolutamente inéditos, que me ha proporcionado mi hermano político, D. Gregorio Arboleda, digno pariente de Caldas, y digno nieto de D. Camilo Torres.

Sería desleal a mis principios democráticos al incurrir en la debilidad de creer que los blasones de familia y la elevada alcurnia de Caldas pudieran aumentar sus grandes méritos per-sonales, o que una humilde cuna pudiera amenguar sus glorias. Pero como la verdad, y especialmente la verdad histórica, es tan respetable como la Patria misma, creo de mi deber pagar un tributo a sus nobles y elevados fueros con los expresados Comprobantes.

Don José de Caldas, miembro de una nobilísima y antigua familia del reino de Galicia en España, fié el primer peninsular de ese apellido que se estableció en Popayán a mediados del si-glo XVIII. En esa ciudad ejerció altos puestos públicos, entre otros el de Regidor perpetuo del Cabildo. Allí contrajo matri-monio con Dña, Vicenta Tenorio y Arboleda, una de las mas encumbradas damas de Popayán en esa época. Como los españo-les Don Juan Tenorio y Doña María Arboleda y Salazar, (pa-dres de Doña Vicenta) exigieran de D. José de Caldas los com-probantes de su origen noble para poder otorgarle la mano de su hija, el pretendiente presentó entre otros los siguientes:

Tres venerables sacerdotes naturales de Galicia y religiosos del Convento de San Camilo de Popayán expidieron el certificado así redactado:

Nos, los Reverendos Padres de esta religión de San Camilo, de la ciudad de Popayán, de este Nuevo Reino de Granada que abajo firmános, cumpliendo lo mandado por nuestro Superior, M. R. P. Perfecto Tomas Ozores de Puga, a pedimento del Señor Regidor

D. José de Caldas vecino de esta ciudad de Popayán:

Certificamos y damos fé a los presentes y demás que la presente vieren, como siendo natural del reino de Galicia, Arzo-bispado de Santiago y paisanos del Señor Regidor, conocemos la casa y familia de dicho Señor que se halla en el mismo Reino de Galicia en Arcos de Condesa, inmediata a la Villa de Caldas de Reyes, y que ésta es una de las principales en la dicha villa y sus poseedores como personas nobles, caballeros e hidalgos y de acrizolada extirpe están exentos de los pechos y derechos que pagan los del estado llano y obtienen ordinariamente los honrosos puestos militares y políticos que se dan en las Repúplicas, poseyendo comunmente los empleos honoríficos como los han obte-nido y poseído los ascendientes de dicho Señor Regidor en la expresada villa, de donde es natural; lo que así certificamos como que nos consta para que sea público y notorio como el dicho Señor Regidor y todos sus ascendientes han sido- y son de los principales en el estado noble del dicho Reino de Galicia; y para que lo referido conste y parezca donde convenga damos la presente en esta ciudad de Popayán a II días del mes de Agosto de 1768 (firmado Pedro Antonio González, Lorenzo de Santiago y Soto, Felipe lhomay).

También presentó estos otros curiosos documentos:

Bernabé Moreno de Vargas, en sus discursos de la nobleza de España, impresos en Madrid, año de 1659 a folio 65 dice se deriva la familia de Caldas de Cecilius (aldus Consul; y según Villasboas de Lisboa, este apellido de Caldas es muy esclarecido, comiponiéndose el blasón de armas de tan ilustre familia de un escudo de oro y en él dos calderos negros colgados de un tronco.

Se conserva la ortografía anticuada del original de árbol verde, así como van con separación y luminadas y sintadas en el tercer cuartel del escudo general.

Otro. – « Ostentando las dichas insignias de armas en reglas heráldicas llamadas comunmente del blasón por el campo de oro que muchas veces se entiende por amarillo expresándose con tinta o sin color con puntos, simboliza la nobleza el poder y mérito de quien lo adquirió por campo de su blasón.

Las calderas, distintivo antiguo de España de la rica Umbria, pues en su recreación por los Sres. Reyes les daban un pendón y dos calderas en señal de que habían de acaudillar gentes de armas y mantenerlas a su costa en defensa de Dios y del Rey.

« Adorna el expresado escudo general la militar insigna del morriol o celada y acero bruñido puesto enteramente de perfil, mirando al lado diestro, en señal de su legitimidad, con tres regillas a la vista forrado de gulles con la borda dura de oro, claveteada sus regillas del mismo metal, con sus plumas de varios colores y adornado dicho escudo de los lambrequines correspon-dientes al campo y blasón de dichas armas, poniéndolas, grabán-dolas, esculpiándolas o pintándolas en sellos, anillos, reposteros, tapices, alfombras, asemilas, pinturas, casas. caserías pórtas, co-ches, platalabrada, sepulturas, sepulcros, capillas y en donde mas conveniente le seli ».

La relación anterior está tomada de una extensa certificación de armas de nobles familias españolas expedida en Madrid por Don Ramón Laso y Ortega, crónista y rey de armas de Su Ca-tólica Majestad.

Don José de Caldas y Dña. Vicente Tenorio y Arboleda tuvieron en su matrimonio catorce hijos, de los cuales solamente me ocuparé en estas Memorias de Don Francisco José, cuarto miembro de la familia y de Dña, Baltazara su hermana y mí abuela materna, a quien correspondió el. trigésimo lugar en la noble tribu.

Mi abuela sobrevivió muchos años a su esposo el Dr. Wallis, y a su hermano Don Francisco, y murió a los 77 de edad, el año de 1862, cuando el país se hallaba en plena revolución.

Los recuerdos de mi infancia están estrechamente unidos a la memoria de mi venerable abuela, pues yo era su perrito fal-dero, como ella me llamaba y a ella debo las primeras nociones de moral y de los principios cristianos que- en medio de caricias y de regalos inculcó en mi espíritu infantil.

Era morena, de mediana estatura y ojos negros muy her-mosos, cuyo brillo aun no había apagado el trascurso del tiempo.

Su imaginación era muy viva y tenía la gracia genial de la raza andaluza, heredada de su madre, Doña Vicenta Tenorio y Arboleda. Después de la muerte del Dr. Wallis conservó la far-macia con todas sus drogas que continuó ofreciendo gratuitamente a los enfermos pobres, pues ella heredó con la Botica la caridad inagotable de mi abuelo.

Quiero terminar este capítulo con las frases del célebre Barón de Humboldt, en su libro de viajes a las regiones de la América Ecuatorial. Dicen así:

« Al recorrer las regiones semi-bárbaras de la América espa-ñola creía yo no encontrar ni los vestigios de una civilización extinguida, ni los elementos de una civilización principiante y en-contré un grande y verdadero Sabio en toda la acepción de es-tas palabras: a Francisco José de Caldas, granadino ».

BIBLIOTECA LUIS ANGEL ARANGO

CAPITULO III.

Impresiones de mi infancia.

PARTE PRIMERA.

OBANDO MOSQUERA Y OSPINA.

SUMARIO. – Mis primeros años. – La hacienda de Rioblanco. – La vida que con mí primo Juan llevaba en la finca de mi tío. – El General José Maria Obando. – Su figura y su carácter. – La horible idea que yo tenía de este Caudillo por lo que yo oía decir en mi infancia. – Mi primera entrevista con el General. – Una caceria de ciervos en Rio-blando. – El terror que experimenté al yerme a solas con Obando.

Preludios de la revolución de 1860. – Sus causas principales. – Don Mariano Ospina Rodríguez.

Boceto biográfico del General Tomás Cipriano Mosquera. – Su ori-gen noble. – Sus grandes facertades. – Sus servicios a la República.

– Sus hechos extraordinarios y su brillante carrera pública. – El Obispo

Torres, Prelado insigne y Prócer de la Independencia. – Sus virtudes

y sus grandes méritos.

Las impresiones que se reciben en la primera edad se con-servan grabadas con caracteres indelebles en el cristal de la me-moria como los objetos fijados por la luz en las placas fotogá-ficas. Frecuentemente olvidamos los hechos recientes cuando nos hallamos el la plenitud de la vida, pero siempre recordamos lo que vimos, oímos y aprendimos eh la infancia. Así pues en este capítulo todo cuanto voy a referir tiene el sello de autenticidad porque el recuerdo de los hechos está tan vivo como la impresión de ellos en el momento de recibirla.

Nací al terminar la primera mitad del siglo XIX y los pri-meros años de mi infancia cuando ya tuve uso de razón fueron melancólicos y agitados porque mi ingreso a la Escuela anexa al Colegio Seminario bajo la dirección del Sr. Manuel María Luna (el noble amigo a quien Arboleda menciona en una de sus her-mosas poesías) coincidió con los primeros rayos de la gran bor-rasca política de 1860, Ausente mi padre de la familia y sin po-der correspondernos por causa de la guerra civil, especialmente en 1861| durante la ocupación del Cauca por las fuerzas del Ge-neral Arboleda, pasó mi madre horas muy amargas por falta de recursos para hacer frente a las necesidades de la existencia en que los víveres se vendían a un precio fabuloso por la carestía,y la sal (de la cual se provee Popayán de las salinas de Zipa4u irá y de los puertos del Pacífico) había escaseado "de tal manera que se expendía por pequeños paqueticos de elevadísimo precio en las alquerías, como se expenden, en las farmacias, las drogas de alto valor y los venenos, Recuerdo que nos alimentábamos como en una ciudad sitiada y que nos veíamos obligados los niños de la escuela a concurrir a ésta con alpargatas o sean zapatillas de fibra, que llevan los pobres, para economizar los zapatos de cuero, de los ricos.

Uno de los recuerdos más interesantes de mi infancia se re-laciona con el célebre General José Maria Obando, de quien quiero ocuparme con alguna extensión por ser una de las figuras nacionales mas distinguidas, tanto por sus vicisitudes políticas como por su psicología tan contradictoriamente discutida en la República de Nueva Granada y mas tarde en la de Colombia.

Como lo dije en otra obra, el General Obando, ídolo de los unos, objeto de excecración y odio de los otros, capitán de-nodado y hábil para éstos; guerrillero cruel e ignorante para a-quellos, es un problema histórico, personaje misterioso cuya fisonomía política no ha podido aun ser esbozada por el historiador con sus verdaderos perfiles, ni apreciado por la conciencia popular en su valor auténtico. Juzgándole a vuelo de pensamiento y de pluma, pero con imparcial criterio, puedo asegurar que sí no fue estadista eminente, ni General de ciencia, fue el caudillo mas se-ductor y prestigioso de las masas populares, el hombre público que ocupó en su país la mas alta posición política y militar du-rante cuarenta años y el que con mayor valor y entereza sufrió durante su agitada vida las mas bruscas vicisitudes, y él modelo del hombre de hogar y de buen ciudadano.

Era el General Obando un hombre de elevada estatura en-hiesto, esbelto y fornido. Sobre sus anchas espaldas que parecían ser modeladas para llevar con elegancia las insignas militares, se destacaba su herniosa cabeza coronada de cabellos blancos, que antes fueron rubios, la cual, con los ojos azules, la rosada tez y los grandes mostachos, le daban el aspecto de un General o Ma-riscal de la raza anglo-sajona.

-Siendo muy niño conocí al General Obando en circunstancias casi trágicas para mi espíritu infantil como paso a re-ferirlo.

Poseía mi tío una coqueta propiedad campestre a dos leguas de distancia de la ciudad de Popayán, en donde yo pasaba las vacaciones de la Escuela en los meses de Julio y Agosto de cada año. Allí, en compañía de mi querido primo Juan y en medio de los huertos y jardines que rodeaban la alegre casa de habitación, en íntima sociedad con los terneros, pavos, gansos y gallinas, se deslizaron mis primeros años a orillas del Rio Blanco, cristalino río que dio su nombre a la finca. A ella le debo los ejercicios físicos que adquirí por la generosa protección de mi tío. Aprendí a nadar, a montar a caballo, a enlazar y ordeñar, y tomé afi-ción a las cacerías de ciervos en los bosques de la hacienda, las cuales tenían lugar en los días festivos con traíllas de perros cui-dadosamente mantenidos y adiestrados para la caza.

Recuerdo aquella época, quizá la mas feliz de mi vida, como las solemnidades funerarias en que se confunden las notas de la música con los sollozos de los deudos, con placer y con pena al mismo tiempo: con placer porque la evocación de esos tiempos refresca, como rocío matinal, mi espíritu marchito, y con pena porque ellos han pasado para siempre, y nunca volverán!! Qué feliz me sentía cuando en unión de Juan acompañábamos a nuestros ma-yores en la cacería de venados, ó cuando, después de haber ayu-dado a la misa que, para la familia y los arrendatarios de la ha-cienda, se decía todos los días festivos en la minúscula Capilla de la casa, nos dejaban en libertad para trepar ágiles sobre los gua-yabos y cerezos y regalarnos con sus frutos, ó para jugar con los animales domésticos sobre los prados esmaltados de flores y de plantas agrestes. Esos recuerdos « "ion olor de helecho » avigoran mi espíritu, naturalmente abatido en la tarde de la vida, después de larga lucha por la existencia, y son como resplandores de aurora que vienen a iluminar las tinieblas de mi ocaso.

Pero antes de referir la anécdota a la cual este capítulo se halla dedicado, menester es hablar de nuevo y especialmente del General Obando.

Mi padre, mi madre y hasta mi abuela, estaban afiliados en el bando conservador, del cual era mi padre una de las figuras so-bresalientes. Adelante daré las explicaciones de su conducta cuando acompañó al General Mosquera en la guerra civil de í 86o."

Siendo pues mi familia netamente conservadora, y dada la vehemencia de las pasiones políticas de aquella época, y especial-mente bajo la atmósfera del Cauca, caldeada por las revoluciones,fácil es comprender porque se odiaba y excecraba tanto en mi casa el nombre del General José María Obando, Caudillo prestigioso del bando liberal, a quien se rodeaba de una fama terrible y siniestra. Así pues, desde que tuve discernimientooía decir que el Generál «Obando era un monstruo de iniquidad, un aborto del infierno, el tigre de Berruecos, (porque se le atribuía el asesinato del Maris-cal de Ayacucho), que degollaba a todas las personas que encon-traba en su camino de sangre y exterminio, hasta el punto de co-merse )os niños crudos ».

Aterrado con este macábrico fantasma, mas de una vez en mis pesadillas infantiles vi al General Obando (a quien no conocía) en forma de un monstruo ó dragón infernal que trataba de regalarse con mis tiernas carnes de niño.

Hallándonos algún día, a eso de las tres de la tarde, reunidos en el comedor de Río Blanco, mis tíos, Dr. Wallis y Dña. Cor-nelia Obando, con mis hermanos mayores, un amigo de las vecin-dades, mi primo Juan y yo, oímos el ruido que hacían las her-raduras de un caballo sobre las baldosas del patio.

Pocos momentos después anunció la criada que acababa de llegar el General Obando, quien, al regreso de su destierro en el Perú, se había instalado en una pequeña propiedad llamada, « Las Piedras », situada en las vecindades de Popayán. A esta ciudad no quería ir por odio a su enemigo mortal y rival victorioso, el General Tomas Cipriano de Mosquera, Gobernador a la sazón del Estado del Cauca.

Al destacarse en la puerta la gallarda figura del General Obando, mis tíos, (su yerno e hija) se apresuraron a recibirle en sus brazos y a instalarlo en la cabecera de la mesa.

Dados los antecedentes que dejo referidos, fácil es comprender el terror que de mí se apoderaría al persuadirme que el hombre que acababa de llegar era el General Obando, el fantasma de mis terrores nocturnos. Por fortuna, como yo estaba sentado en el extremo de la mesa, me hallaba lejos del monstruo. Durante el tiempo de la comida lanzaba yo miradas de soslayo para conocerlo y rezaba en secreto cuantas oraciones me había enseñado mi madre para impetrar la protección de la Virgen contra las tendencias caniba-lescas que, contra mí, pudiera tener el General.

Casi al terminar la comida, sentí como si un rayo hubiera caído sobre mí cuando el General Obando, después de las expan-siones de familia y de algún relato que supongo seria interesante, le preguntó a mi tío señalándome: «¿ Quien es ese niño tan sim-pático que está sentado en la punta de la mesa? Ignoro lo que le contestó mi tío porque el terror invadió todos mis sentidos y no sé como no caí desmayado, ni como pase esa noche horrible, encerrado en mi pequeño cuarto.

Para festejar la visita del General Obando, mi tío resolvió hacer al día siguiente, una gran cacería de ciervos en el bosque principal de la hacienda. A eso de las ocho de la mañana, la caravana emprendió camino por el lado de las Guacas. Adelante iba el General Obando, caballero en el mejor – corcel de la ha-cienda, entre mi tío y Don Mariano Mosquera, pariente y amigo, con sendas escopetas llevadas a la espalda. Seguían mis herma-nos mayores, Jorge y Manuel, dos colonos amigos de la casa, el mayordomo y los criados con los perros y, por último, Juan y yo montados en minúsculas cabalgaduras. La mía era una yegüita mansa, vieja y casi tan pequeña como el jinete. Se me habla encargado de llevar de la brida a un perro anciano que debía en la batalla contra los venados dar el golpe de gracia a la presa cuando ésta, herida y acosada por los cazadores y los perros, caía medio muerta en el campo de persecución, que no de lucha.

La cacería, dirigida como era natural por el General Obando, debió tener todos los carácteres de una gran batalla. Los caza-dores se distribuyeron en los puntos estratégicos, se lanzaron los perros olfateadores que debían levantar ó mejor dicho sacar de sus retiros a los inofensivos cervatillos. En seguida los jinetes prepararon sus escopetas y, al son de sus detonaciones, se pre-cipitaban los perros perseguidores o propiamente llamados de presa.

A mi se me destinó a una pequeña colina con el viejo perro que llamaban de laja, porque tanto por mi tierna edad como por ignorar el manejo de la escopeta, no podía prestar otro servicio en la cacería. Siendo tan pasiva mi labor, resolví desmontarme, atar a un árbol la yegüita y recostarme sobre su tronco. Casi inmediatamente un profundo sueño se apoderó de mí, de tal manera que ni los estruendos de la batalla, ni los gritos de los cazadores, ni las detonaciones de las escopetas, ni los ladridos de los perros, lograron despertarme. El viejo perro, tan débil por sus muchos años como yo por los pocos que contaba, resolvió imitarme, se enroscó sobre el prado y se durmió.

Presa me hallaba de una terrible pesadilla relacionada con el General Obando, cuando sentí que alguien ponía la mano sobre mi hombro. Desperté sobresaltado y me encontré frente a frente y a solas con el terrible monstruo de mi pesadilla. Aterrado con la idea de que la fiera venía a devorarme, caí de rodillas delante de él y, con lágrimas en los ojos, juntas mis manos temblorosas en señal de súplica, con la voz balbuciente, le dije: « no me mate, no me mate, Señor, por Dios se lo pido; yo no le he hecho ningún mal; yo soy un pobre niño y si Ud. me come, mi mamá se morirá de pena ».

Nunca olvidaré la impresión de pesar que, en el rostro marcial del General Obando, hicieron mi actitud y mis súplicas.

« Hijo mío, me dijo, muy emocionado, yo no soy un hombre malo como acaso se lo han dicho ni yo he – hecho mal a na-die, ni lo haré nunca; por el contrario siempre he hecho todo el bien que he podido hacer. Desde ayer que lo conocí, mi hijito, me fué Ud. muy simpático y, aprovechando un momento de des-canso en la cacería mientras los perros levantan otro venado, he venido a buscarlo para acariciarlo, porque yo quiero mucho a los niños, y para hacerle un regalito. Mire, agregó, esa brida de su yegua está muy fea y muy dañada. Voy a cambiársela por una preciosa de cerda de diversos colores que trabajan los Indios del Andaqui… Agregando el hecho a las palabras, hizo el cambio en el cabestro de la montura.

Luego, sacando de su bolsillo una cajita formada por cor-tezas de árbol, traigo dijo, estos dulcecitos de panela y leche, que son exquisitos y fabrican los timbianos. Tómalos, añadió, cam-biando de tratamiento, para que en tus labios hagan desaparecer las amarguras contra mí con que te ha amamantado la saña cruel de mis enemigos ».

No pasó por mi imaginación infantil la idea de que el Ge-neral quisiera envenenarme, Por el contrario, dominado por com-pleto por el gesto cariñoso, la dulce voz y las palabras del Ge-neral, cal emocionado en sus brazos para recibir de él afectuosas y paternales caricias.

Desde aquel día, y mientras estuvo en la hacienda, no me separé del General y me constituí en su pequeño, inseparable acólito.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
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