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Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 3)


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Y con efecto. El General Obando estaba dotado por la na-turaleza de un atractivo tal y de un poder tan grande de seduc-ción, a los cuales sin duda debió su prestigio y su inmensa po-pularidad, que era imposible conocerle y tratarle sin quererle con devoción y entusiasmo. Su caridad era infinita. Todo cuanto él poseía lo regalaba a los pobres y, más de una vez, se quitó su propia camisa en la ciudad para dársela a algún soldado infor-tunado de su ejército, y volvió a su casa con el sobretodo abotonado sobre el cuello paga ocultar la falta de esa pieza de ropa inte-rior. Era verboso; su voz dulce y cadenciosa. Su conversación muy animada, sobre todo cuando hacía la relación de su destierro por el Caquetá y de su fuga por el Amazonas. Corno yo estaba embelesado y atento cuando él hacía el relato á mí tío de su viaje durante los varios días que permaneció en Rio Blanco, re-cuerdo que alguna vez le oí decir que, careciendo de embarca-ciones en el Amazonas para continuar la fuga, había seguido na-vegando sobre un gran pedazo de tierra en forma de islote, des-prendido de las riberas del río por el empuje de las aguas.

Y este hombre, noble, bondadoso, tierno, sencillo y carita-tivo, que prodigaba el bien y no hizo mal a nadie durante su agitada existencia, modelo de padres y de esposos, desprendido y eminentemente honrado, fue sin embargo execrado y perseguido cual ninguno por el General Mosquera y sus demás adversarios políticos. Durante mucho tiempo, y hasta hace poco, se le ha atri-buido el asesinato del Gran Mariscal de Ayacucho y otros crí-menes que estuvo muy lejos de cometer y ni siquiera de imaginar.

En í 859, el General Tomás Cipriano Mosquera era Gober-nado¿ del Estado del Cauca, y ya se preludiaba que él sería el Jefe de la gran revolución que, como una tempestad amagaba sobre la República, aun no restablecida de las heridas que sufriera en la contienda de 1854.

¿ Cuáles fueron las causas de esa espantosa guerra civil, el mayor desastre que ha podido acaecer para mi patria porque, al triunfar, rompió la tradición de legitimidad que siempre se había conservado en Nueva Granada, y con la cual daba muestras de ser un país legalista y respetuoso de las fórmulas constitucionales?

La respuesta a esta pregunta me la he dado mas tarde, cuando he estudiado la historia de esa época y adquirido el criterio suficiente para discernir sobre tan grande acontecimiento histórico.

Después de la caída del Dictador Melo en ¡854 y de la Administración del Dr. Mallarino, quien gobernó con un Minis teno mixto, formado por liberales y conservadores por iguales partes, sobrevino una época de calma como hacía tiempo no había disfrutado la República. Esa época feliz, pero fugaz, siempre se ha~ considerado para nuestra patria como una de las de mayor tran-quilidad de que ha disfrutado, y bien puede comparársela a la de los Antoninos en el Imperio romano. Y, con efecto, Mallarino, hombre ilustrado y eminentemente civilizado, gobernó dos años como Vice-Presidente, sin ejército, con gasto insignificante y sin haber herido ningún derecho ni pausado mal alguno a los gobernados.

Fruto de esa Administración; digna de Arcadia, fué la con-ciliación y aun fraternidad que manifestaron las dos grandes par-cialidades políticas adversarias, que, desde los comienzos de la jndependencia, se han disputado, como razas o pueblos enemigos dentro de la misma pátria, el predominio en las instituciones y en la dirección de la cosa pública, y las cuales son conocidas en nuestra historia con los nombres de partido conservador y partido liberal.

Reunido el Congreso para reconstituir el país, con fuerzas mas o menos iguales de cada partido, expidióse la Cons-titución de aquel año con el establecimiento del régimen fede-rativo por el voto casi unánime de los constituyentes. Nuestros hombres públicos de aquella época quisieron imitar las instituciones de la República de los Estados Unidos del Norte de América, a cuyas instituciones, y no a su raza y a otras causas, atribuían el por-tentoso desarrollo y progreso que, en poco tiempo, habían alcanzado las colonias inglesas erigidas en Estado independiente.

Como la República de Nueva Granada era un Estado que, desde los tiempos coloniales, se había regido por un sistema ne-tamente centralista, creían que todos los males políticos del país desaparecerían al dar autonomía y gobierno propio a las diver-sas secciones del extenso territorio de la República, poblado de habitantes de diferentes matices étnicos.

Olvidand9 que los cantones ingleses de Norte América eran casi independientes, durante el régimen colonial, y que mas tarde se juntaron ó federaron bajo el nombre de Estados Unidos de América, nuestros constituyentes granadinos, para poder decretar el régimen federativo, tuvieron previamente que partir el todo unido que – formaba la República para luego fingir la alianza o federación de los pedazos o grupos territoriales bajo la forma de Estados confederados. –

Al expedirse por el Congreso la Constitución de la Confede-ración Granadina, la mayoría de los constituyentes la votó de buena fé y con patriótico entusiasmo, pero unos pocos diputados, entre ellos el célebre Don Mariano Ospina Rodriguez, prohombre del bando conservador, votaron la Constitución federal, a pesar de que eran completamente adversos al sistema, con el propósito de que el régimen federativo se desacreditara pronto en la prác-tica para que mas tarde fuera completamente repudiado por el país.

Aquí tienen su puesto unas palabras mías sobre el Dr. D. Ma-riano Ospina Rodriguez, quien tan principal papel desempeñó en esa época terrible.

Septembrista en 1828 ministerial moderado en 1840; con-servador en la Administración Herrán, de la cual fué inspirador j¡ primer Ministro; sufragante por López en 1849 y conspirador contra su Gobierno en 1851; colaborador en la obra de restau-ración en 1854; el Dr. Ospina había figurado durante su vida en los primerqs puestos de la política y por su espíritu habían pasado todos los principios, desde los de liberal extremado hasta los de conservador intransigente, dejando en él huellas de escepticismo y desencanto.

Magistrado probo, incorruptible y severo, escritor sobrio y elegante, hombre de honda y sólida instrucción, incontrastable ejecutor de la ley, el Dr. Ospina era mas filósofo especulativo, estadista medioeval, sin coyunturas ni flexores, y sabio doctri-nario, que político moderno y Administrador práctico de los ne-gocios públicos.

Se ignoraba en esa época, hasta por los espíritus mas lúcidos é ilustrados, como el del Dr. Ospina, que la esencia de la política está en las transacciones y que esta ciencia, netamente experimental y sociológica, tiene por principal objeto atender a las necesidades de la Comunidad y asegurar y conciliar los inte-reses del individuo.

Si a esto se agrega que el Dr. Ospina, a pesar de su in-contestable probidad, no fue leal a la nación que lo eligió, al aceptar la Presidencia para desarrollar la Federación, sistema que él repudiaba, guiado acaso por el principio del político florentino de estremar el mal para que de su exceso surja el re-medio, fácil es para la filosofía de la historia explicar porque el Dr. Ospina no pudo prevenir antes ni sofocar después la for-midable revolución de 1860.

Y pasemos a su terrible y victorioso adversario: el Gene-ral Tomás Cipriano de Mosquera.

Era el General Mosquera un hombre de regular estatura, delgado, nervioso y de una musculatura que parecía de acero y de mimbre, porque era fuerte y flexible al mismo tiempo. Sobre sus hombros, un tanto desgarbados, se destacaba su hermosa ca-beza coronada por espesa cabellera de blancos copos de seda. Su frente era ancha y prominente, y sus ojos de expresión aqui-lina. Los finos rasgos de esa fisonomía realzados por su tez limpia, blanca y rosada, como la de un niño, a pesar de los 62 años que llevaba con gallardía cuando le conocí, denotaban claramente la extirpe preclara de sus antepasados, pues él era vástago de lustres familias peninsulares.

El General Mosquera sostenía que era descendiente de Guz-man el Bueno, y pariente de la Emperatriz Eugenia, Condesa española y esposa del Emperador Napoleón III. Varias veces me refirió que este parentesco había sido reconocido y acatado por sus imperiales parientes en un almuerzo que le obsequiaron en Compiégne en 1865, cuando era Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciário de Colombia.

El General Mosquera contaba que el origen de su apellido venía de una herida que uno de sus antepasados, de nombre Guz-man, había recibido sobre el cuello en la guerra de los Reyes Católicos contra los Moros. Aun cuando la herida no habla sa-nado, el valeroso guerrero había continuado sirviendo en la cam-paña y alguna vez el Rey, Don Fernando, notó que sus carnes maltratadas estaban cubiertas de moscas (las que abundan en Andalucía) atraídas por el olor que despedía la herida. Al ver el monarca el estado en que se encontraba el ¿mello de su ayudante de campo, le dijo « Mira, – Rodrigo, el lanzazo de tu cuello no parece ya una herida sino una mosquera », por lo cual el guerrero llevó desde entonces ese nombre como recuerdo glo-rioso de la campaña de Granada.

Los talentos del General Mosquera eran múltiples y extraor-dinarios. Su imaginación era brillante, propia de su raza y de su ciudad natal. Su sed de conocimientos y de notoriedad lo hizo trillar y culminar en todos los campos de la actividad humana. Fué geógrafo, matemático, canonista, hombre docto en ciencias políticas, publicista, pero, sobretodo, estadista insigne y militar so-bresaliente. Con excepción de la derrota que le infligió en las cercanías de Popayán, en el sitio llamado la Ladera, el General José Maria Obando en 1828, nunca Mosquera fue vencido en las muchas campañas de que fue doctor afortunado.

No era el valor impetuoso la cualidad saliente de este guer-rero insigne, Parece que hubiera seguido la máxima de Federico el Grande cuando decía: « el valor frío es propio del que manda; el valor ardiente del que obedece », o la orden del día de Wel-lington en la batalla de Waterloo cuando recomendó a sus sol-dados que cada cual cumpliera su deber tratando de morir el primero, que él como General en jefe cumpliría el suyo tratando de morir el último. Lo que distinguía especialmente al General en sus campañas era el don de mando y de organización para con-servar la disciplina en los ejércitos. La energía era la cualidad saliente de su númen militar. Pero sobre estas grandes cualidades de guerrero, se destacaban la actividad y la sagacidad incomparable para dirigir las campañas y envolver en su estrategia o en lo que podemos llamar la política del militar, a sus adversarios. Nunca se dejó sorprender ni engañar por el enemigo y jamás hizo movi-miento precipitado, ni mal calculado.

Sus grandes y extraordinarias facultades fueron algunas ve-ces deslustradas por el exceso de sus energías y por el des-precio de la vida de sus semejantes cuando se creyó obligado, como pacificador de la República en 1840, ó como jefe revolucio-nario en 1860, a ejecutar represiones sangrientas. Tal vez él, como Julio Arboleda, su sobrino carnal, habían heredado de sus ante-pasados los sentimientos despiadados de la España de Felipe II, y de Morillo, ó circulaba en su organismo el rojo limo del Duque de Alba. La matanza de los adversarios a mansalva y por medio de verdugo, sobre un patíbulo, proyecta sombras sobre las claridades históricas de los guerreros y de los hombres públicos. El asesinato del Duque d" Enghien deslustrará siempre la inmensa aureola de gloria del gran Napoleón.

Ayudante de campo del Libertador en su juventud; Inten-dente de Guayaquil en 1828 y sostenedor de la dictadura de Bo-livar en aquel tiempo; defensor de la plaza de Barbacoas contra Agualongo en esa época; fueron los principales hechos públicos de Mosquera antes de cumplir treinta años. En la década de 1830 a 1840 Ocupó varias veces una curul en el Congreso o un sillón en los Ministerios de Estado. En 1840 y 1841 contribuyó eficaz-mente a sofocar la terrible revolución de aquella época. Fué en-tonces cuando vencedor en Tescua al dar cuenta de la victoria, pro-firió aquella célebre frase: « Era primero de Abril cuando vencí y no podía ser de otro modo porque yo empuñaba la espada con que el Libertador triunfó en Junin ». También desgraciadamente fue la época en que levantó el cadalso conocido con el nombre de El Escano de Cartago en que sacrificó sin piedad a varios hombres distinguidos, sus adversarios políticos.

La página mas brillante de la vida política de Mosquera está escrita con caracteres de oro en los Anales patrios de 1845 a 1849, cuando ejerció la Presidencia de la República por el voto de la gran mayoría conservadora y como sucesor del General Pedro Alcántara Herrán.

Fue ese cuatrienio administrativo, el período mas fecundo para el progreso de la República. Bajo la acción intensa y genial de Mosquera, la República, en medio de una paz profunda, realizó sus mejores adelantos y dió los pasos mas firmes en el camino de la Civilización. La navegación por vapor del río Magdalena; la creación de la Escuela Politécnica; la reorganización de los otros Esta-blecimientos de Instrucción Pública; la importación a Colombia de sabios europeos para la enseñanza de la química y las cien-cias naturales; la reparación de las vías de comunicación; la cons-trucción de carreteras; las bases para el ferrocarril de Buenaven-tura; la introducción – de la maquinaria a la Casa de Moneda de Bogotá y muchas otras medidas que sería prolijo enumerar en este libro de Memorias, que no de Historia, forman el brillante elenco de la Administración Mosquera en el orden material.

El decreto sobre amnistía a los comprometidos en la revo-lución de 1840; el respeto a la libertad de la prensa y a los fueros del ciudadano libre; el establecimiento de la libertad de Conciencia y de Cultos por un medio ingenioso propio de su suti-leza genial, para salvar la barrera establecida por la Constitución del 1843y que consistió en un Tratado público con Inglaterra para permitir a los súbditos británicos protestantes que ejercieran su culto en la República y profesaran públicamente su religión; la protección a las artes y a las industrias de la clase obrera; el pa-trocinio al Comercio y a la Agricultura especialmente, y el respeto al sufragio de tal manera que, por primera vez, en esa época glo-riosa, el partido adversario vino al Poder por vías pacíficas, que no por el camino ensangrentado de las revoluciones, como ha acon-tecido casi siempre, por desgracia, en nuestro país. Estas grandes medidas, repito, forman el índice glorioso de la Administración Mos-quera en el orden – político.

En 1855 contribuyó eficazmente a derrocar al dictador Melo. Elegido Gobernador del Estado del Cauca, después de cons-tituido el sistema federativo en la República bajo el nombre de Confederación granadina, el General Mosquera promovió y enca-bezó la gran revolución de 1860, de la cual me ocuparé mas tarde, y debido a su genio político, mas que a su númen militar, a su extraordinaria energía y a su sagacidad de guerrero diplo-mático, pudo imponerse sobre todos sus antiguos rivales en la política y en la guerra de su patria, ser el doctor incontestado de un grao partido político a quien él habla combatido en todos los campos durante treinta años y hacer triunfar, por primera vez en nuestro país, una revuelta a mano armada.

El General Mosquera ejerció la Presidencia constitucional de la República durante el cuatrienio de 1849; fué dictador y Jefe supremo de los ejércitos durante el período revolucionario de x86o a 186~. Elegido por la Convención de Rio Negro primer Presidente constitucional del nuevo régimen, gobernó hasta 1864, época en la cual fue, por vía de descanso a desempeñar las altas funciones diplomáticas de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario ante diversas Cortes europeas.

Hallándose en el desempeño de este alto puesto fue elegido popularmente Presidente de los Estados Unidos de Colombia para el período de 1866 a, 1868, pero no pudo ejercer la Pre-sidencia sino durante un año porque fue víctima de una conspi-ración civil y militar encabezada por el General Santos Acosta, segundo Vice-Presidente de la República y Comandante en jefe de los ejércitos nacionales, "nombrado por el mismo Presidente de la Unión.

Sorprendido una noche en la mansión presidencial y confi-nado a una estrecha prisión, se le siguió un processo que terminó por la deposición del General Mosquera y su destierro al Perú.

En el curso de estas Memorias volveré a ocuparme del General Mosquera con detalles interesantes sobre su personali-dad. Terminaré este esbozo biográfico con la constatación de que, el General Mosquera (único hombre que en nuestra modesta Democracia ha recibido el altísimo título de Gran General) si fue grande por gracia de la Ley, más grande aun lo fue por gracia de sus hechos y por haber sido el Magistrado mas civilizado y más civilizador de la República.

En 1856 tuvieron lugar las elecciones para Presidente de la República en el período constitucional de 1857 a 1861.

Mallarino había gobernado el país durante dos años como Vice-Presidente en reemplazo del General Obando depuesto por el Congreso de con motivo de la Conspiración de Melo. Inspirándose en las corrientes políticas formadas por los partidos unidos para derrocar la dictadura, gobernó con un Ministerio mixto, compuesto de Don Vicente Cárdenas y D. Pastor Ospina, conservadores eminentes, y de D. José María Plata y Don Ra-fael Nuñez, liberales no menos ilustres que sus colegas y adver-sarios políticos.

La Administracóin Mallarino como era de esperarse fue pa-cífica, conciliadora, reparadora, modesta y respetuosa del derecho.

Si se hubiera podido reelegir al Dr. Mallarino y si se hu-biere continuado su sana política de concordia y de reparación, la revolución de 186o no habría tenido lugar, ni el país habría sufrido los terribles estragos que causó a un Estado nuevo, casi en formación, pues 50 años son un lapso insignificante en la vida de los pueblos.

Desgraciadamente después de la victoria que la Unión li-beral conservadora obtuvo contra el dictador Melo, los dos grandes partidos adversarios que venían disputándose desde 1830 el pre-domino de sus principios y de sus hombres en la dirección de la política y de la Administración, se separaron, volvieron a le-vantar sus toldos de campaña en campos opuestos, y se aprestaron a la lucha electoral,

El partido conservador, que siempre ha estado en mayoría numérica en Colombia, aunque en minoría representativa del pro-greso político, adoptó como candidato al mas exagerado e in-transigente de sus doctores, al Dr. Mariano Ospina Rodriguez, de quien ya me he ocupado en este libro. El partido liberal tuvo por candidato al Dr. Manuel Murillo Toro, tipo completo del repúblico civil y doctrinario, leal y ferviente apóstol de la De-mocracia, espejo de virtudes cívicas, por su lealtad a los prin-cipios que profesaba, por su probidad, por su espíritu de tole-rancia y por su tino en la dirección de la cosa pública. Ya tendré ocasión de volver a hablar de este prohombre de Colombia.

Del seno del partido conservador, y aun del liberal, se des-prendió un grupo de verdaderos estadistas y de hombres pa-triotas que creían acertadamente que debía conservarse la unión de los dos grandes partidos formada para combatir a Melo y continuar, con un Gobierno inspirado en esa saludable confra-ternidad entre los dos seculares adversarios, para procurar la paz, el bienestar y el progreso de la República.

Este grupo de patriotas leales y de sabios estadistas, entre los cuales figuró mi padre, que creía muy acertadamente no deber elegirse Presidente ni a un hombre que representara los retrogados principios del conservatismo como Ospina, ni los mas avan-zados principios del liberalismo como Murillo, formó el par-tido llamado nacional, porque contenía en su seno elementos con-servadores y liberales y lanzó como candidato a la Presidencia de la República al General Mosquera.

Desgraciadamente triunfó en los Comicios el Dr. Ospina, político medioeval, el menos flexible y el mas intransigente y severo de los Magistrados. Más palpable fue el error de la e-lección si se tiene en cuenta que el Doctor Ospina, enemigo convencido del sistema federal, iba a ser elegido para plantear y desarrollar ese sistema en la República.

Los hechos siguientes a su elección, demostraron al desa-cierto en que el país incurrió al escoger a D. Mariano Ospina para primer Presidente de la primera Confederación Granadina.

Para falsear las instituciones federales, Don Mariano Ospina hizo expedir por el Congreso, que él dominaba, tres leyes de triste celebridad porque ellas fueron el pretexto ostensible de la revolución de 1860: la ley elecciones, la de estudios y la que creó los Intendentes nacionales en los Estados. Por medio de estos actos legislativos esperaba Ospina eliminar la autonomía de las Seccio-nes confederadas, pues quitando a esas entidades la iniciativa en los estudios y el derecho de organizar y dirigir el sufragio y, al mismo tiempo, estableciendo funcionarios nacionales que podían disponer hasta de la fuerza pública en el seno de los Estados y frente a los gobernadores de éstos, elegidos popularmente, fácil era anular la autonomía de las Secciones, tanto tiempo deseada por los pueblos y recientemente establecida por la Constitución de la República.

Si a estas causas de carácter nacional, se agrega el desen-canto que sufrió el partido liberal al verse relegado en hombres y en principios, después de haber combatido lealmente al lado de sus adversarios en 1854, y la justa ambición del Ceneral Mos-quera de ser Presidente de la República cuando aun estaban -frescos los magníficos frutos de su administración de 1845 a 1849, y sus servicios recientes contra el dictador Melo, fácil es explicar porqué se desencadenó la tempestad política que asoló al país de 1860 a 1865.

CAPÍTULO III

(CONTINUACIÓN)

Los disturbios premonitores aparecieron en el Estado de Santander. Esta Sección, que siempre se ha distinguido por los más avanzados principios del liberalismo doctrinario, eligió de Gobernador del Estado al Dr. Murillo Toro, quien quiso implan-tar en un pequeño Estado las doctrinas, quizá exageradas e ino-portunas para un pueblo recientemente emancipado del régimen colonial, los más adelantados principios del radicalismo francés de 1848. Los sucesores de Murillo en el Gobierno de Santan-der siguieron Sus huellas. El presidente de la República quiso contener en su cuna la aparición de principios políticos tan avan-zados y que él consideraba peligrosos para el país. De este choque surgió la chispa revolucionaria que empezó en Santander en 1859 y terminó con la sumisión de Antioquia en 1863.

El General Mosquera, elegido popularmente Gobernador del Cauca, seguía atentamente la marcha del movimiento revolucio-nario de Santander, y secretamente se preparaba para continuar en el Sur la revolución iniciada en el Norte, a pesar de haber sido sofocada esta en sus comienzos.

Acumulando errores sobre errores, Don Mariano Ospina flombró de Intendente Nacional del Estado del Cauca a Pedro José Carrillo, hombre ignorante, pero de gran valor, de la escuela intransigente de Ospina, con el fin de supeditar y de vigilar a Mosquera en el ejercicio de su Gobierno seccional.

Tan imprudente medida fue el golpe eléctrico que desató la tormenta.

No pretendo en estas Memorias, que tienen por único objeto relatar incidentes interesantes e ignorados, hacer la historia de la revolución de 1 86o y, si he dado algunos brochazos respecto de ella, es con el objeto de refrescar en el ánimo del lector la memoración de algunos acontecimientos políticos que tienen íntima relación con lo que paso a referir.

No podía el General Mosquera revivir el movimiento político de Santander, detenido en su principio y lanzar al Cauca en la revolución general, sin contar con el concurso de dos hom-bres prestigiosos, el uno como caudillo liberal y el otro como hombre prominente en el partido conservador. El primero era el General José María Obando y el otro era mi padre. Obando había sido durante treinta y dos años, víctima política y enemigo irreconciliable de Mosquera, pues éste por haber sido vencido por aquél en la Ladera en 1829 y por haber sido nombrado General de Brigada antes que Mosquera, en 1828, cuando am-bos figuraban como Ayudantes de campo del Libertador, le pro-fesaba un odio profundo e implacable que lo había llevado hasta el extremo de hecerlo acusar como asesino del Gran Mariscal de Ayacucho y de pedir su extradición cuando se hallaba dester-rado en el Perú. Al regreso de su destierro, y en virtud de la amnistía general que se expidió al reconstituirse el país en 1857, Obando había regresado a su suelo natal y se había instalado en una modesta propiedad campestre cerca de Popayán sin entrar nunca a esta ciudad por odio a Mosquera.

Mi padre, cuyo prestigio político se había aumentado después de su valerosa conducta en el Congreso de 1849 y por sus servicios en 1854 como Gobernador autónomo de la Pro-vincia de Popayán, era Procurador General del mismo, o sea el segundo Puesto en el Gobierno seccional.

Con tal motivo el General Mosquera que, como lo he di-cho en otra parte de este libro, ocupaba la casa de la calle de la Pamba al lado de la nuestra, venia con frecuencia a confe-renciar con mi padre y a instarle para que se decidiera a acom-pañarle en la revolución.

Mi padre, sin desconocer que la política de Ospina y el plan de falsear el sistema federativo que acababa de establecer el país, terminaría por desatar la tormenta revolucionaria, creía que podría ésta disiparse con el advenimiento del General Herran (por quien mi padre profesaba una estimación profunda rayana en la vene-ración) a la Presidencia de la República, pues era el candidato que ya designaba la opinión nacional. También creía mi padre que debía soportarse por el tiempo que faltaba del período admi-nistrativo la Presidencia de Ospina, para evitar los horrores de la guerra y que el General Herrán, noble y levantado espíritu, patriota esclarecido, militar valiente y prestigioso diplomático insigne y una de las mas brillantes figuras del partido conserva-dor, corregiría los errores del Gobierno de la Confederación y, como verdadero hombre de Estado, que también lo era, llamaría a la unión a la parcialidad liberal, injustamente relegada después de la lucha de 18.34 cuando unidos todos derrocaron la dictadura de Melo.

Desgraciadamente, el grupo de políticos exagerados que for-maban en Bogotá el Consejo aúlico de Ospina en vez de atem-perar la situación y de tratar de conjurar la tormenta que ya amagaba en el horizonte, querían una política aun mas fuerte y mas inexorable contra los partidos de oposición. En « El Porve-nir», periódico semioficial que redactaban el Canónigo Sucre y los Doctores Carlos Holguín y Lázaro María Pérez y otros jóvenes vehementes y exaltados, aconsejaban las medidas violentas para prevenir la revuelta.

Al saber esto mi padre, resolvió acompañar a Mosquera en la revolución y le prometió procurar la reconciliación con el Ge-neral Obando.

Con tal objeto, mi padre fue a Las Piedras para conversar con el General Obando y convencerle de que debía tomar parte en la revolución, reconciliándose previamente con Mosquera.

El General Obando, amigo leal de mi padre y su pariente político, tenía una alta idea de sus talentos, patriotismo y honradez, y – por esta razón fácil fue a su amigo obtener la palabra del Cau-dillo para concurrir al día siguiente a las 7 de la noche a la casa de mi padre y tratar de reconciliarse con Mosquera.

A la hora y en la fecha convenidas, el General Mosquera concurrió puntual a la cámara principal de nuestra casa, que servía de despacho a mi padre, situada en el ángulo norte y al fin de una gran galería, que la separaba del vestíbulo de entrada. Mosquera estaba nervioso e impaciente porque crela que bando no vendría.

Estos dos hombres, que tan principal papel desempeñaron en la República en el curso de treinta años, no se avistaban desde 1829, y durante el lapso que había trascurrido se habían hecho una guerra implacable y a muerte. Ambos eran, mas o menos, de la misma edad e hijos de Popayán; su carrera había %ido la misma. Generales de Brigada y Ayudantes de campo del Libertador al mismo tiempo, los dos habían ocupado la Pre-sidencia de la República y los mas altos puestos políticos y mi-litares de la Nación. Caudillos ambos, de parcialidades políticas enemigas, jefe"el uno de los que llamaban plebeyos, doctor el otro de las aristócratas, pues todaviá la Democracia igualitaria no había eliminado estas diferencias en las castas sociales, parecía que estos Mario y Syla de la República Granadina, habrían de terminar su carrera de odio feroz y de lucha implacable e ince-sante con el aniquilamiento definitivo del uno por el otro; y, sin embargo, la pasión y el intéres político los unió con lazo frater-nal. He aquí cómo:

Habían transcurrido pocos minutos después de que el reloj del despacho de mi padre había dado las siete de la noche. Mi padre calmaba la impacencia de Mosquera por el retardo de O-bando, garantizándole que éste le había dado su palabra de honor de venir, cuando dos golpes dados con el aldabón de cobre de la aran puerta de entrada, resonaron en el vestíbulo llegando su eco hasta los oídos del General Mosquera, de mi padre, y de los míos, pues mis fieros de niño mimado me permitían estar siempre "al lado de este.

Ahí está el General Obando, exclamó mi padre, con cierta emoción que me comunicó a mí, porque yo ya estaba reconciliado con él y era su admirador, como lo tengo referido atras.

Poco después, los pasos regulares del General Obando reso-naron sobre las lozas de la galería y casi inmediatamente se des-tacó su gallarda y marcial figura bajo el dintel de la puerta del Despacho.

Una larga y amplia capa de paño de San Fernando de color encarnado muy oscuro y pelerina cerrada al cuello, con broche de plata, cubría el cuerpo del Caudillo. Un sombrero de fieltro carmelito de anchas alas y con borlas, como los de los cardenales, ceñía su hermosa cabeza. Llevaba en la mano un bastón de ma-dera tosco con protuberancias extendidas a lo largoque en el Cauca es conocido con el nombre de berraquillo nudoso.

Al ver Obando a Mosquera, quien se avanzó primeró a salu-darlo, no pudo contener un movimiento de repulsión y retroceso.

Rompió el silencio Mosquera con este saludo: « Cómo te va José Maria? »

-Como te va Tomás, contestó secamente Obando.

Así se saludaron, después de un entredicho de 30 años, estos dos terribles adversarios.

Tomó mi padre la palabra y dijo, mas o menos lo siguiente que creo recordar – porque yo estuve pendiente de sus labios y embelesado durante la entrevista:

« En política no hay pasado: solo existen presente y futuro. Olvide Ud., General Obando, las diferencias y las luchas que lo han separado del General Mosquera. Formando una especie de post-liminio, vuelvan a ser lo que fueron antes cuando ambos, Ayudantes de campo del Libertador, recibieron de sus manos au-gustas las charreteras de Generales.

Fundid en el fuego del amor a la Patria que con heroicos hechos habéis contribuido a constituir independiente y soberana, el odio que os ha animado durante 20 años y volved a ser los dos Caudillos hermanos, hijos de Popayán, a quienes la República ha agraciado con sus mas altos honores. Una parte de los con-servadores y todo el partido liberal de la Nación, esperan de este ósculo de paz, que vosotros os vais a dar, la señal de mando para lanzarse a la revolución y derrocar al Presidente desleal, que, contrariando la voluntad unánime del país, pretende falsear la Constitución Federativa que juró defender. Si reconciliados y unidos comandáis las legiones valerosas que os esperan como a sus mas prestigiosos Caudillos, la Victoria será el fruto de esta unión y el restablecimiento de la República federal, el premio de vuestros esfuerzos .

Obando, aun de pié escuchó con respeto la vehemente ora-ción de mi padre, pero guardó silencio.

Inmediatamente Mosquera dijo, mas o menos, lo siguiente:

José María, enteramente de acuerdo con el Dr. Quijano, rati-fico sus palabras y te ofrezco sinceramente mi abrazo de recon-ciliación ». Luego, sacando de su bolsillo un pliego abierto, agre-gó: » Toma este Decreto, por el – cual te nombro Comandante General de las Milicias del Cauca con facultades ilimitadas. Te entrego mi ejército, mi parque, mi dinero y mi autoridad; me entrego yo mismo. Si nos abrazamos y nos unimos, tumbaremos a Mariano Ospina y salvaremos la República. Aceptas?

Tomó Obando el pliego que le presentó Mosquera, sacó los anteojos de su estuche, leyó el Decreto, lo plegó, lo deposito en su bolsillo y, despegando por primera vez sus labios, dijo simplemente: Acepto.

Y me das un abrazoexclamó Mosquera. Obando le tendió la mano que Mosquera estrechó con efusión.

Así se selló el pacto de alianza entre dos terribles adversa-rios, de cuya unión, como la de los polos opuestos de la electri-cidad, surgió el rayo de la revolución.

Después de saborear el clásico chocolate payanense con las exquisitas colaciones, tuvo lugar una plática cordial y animada sobre política revolucionaria.

Cuando se ausentó el General Obando, Mosquera, radiante de contento, pasó a saludar a mi madre que se hallaba en el salón contiguo. Yo le seguí y recuerdo que, sentado Mosquera al lado de mi madre sobre un gran sofá tapizado de tela de cerda, se cruzaron estas frases.

– Me siento – feliz, sobrina, dijo el General, porque estoy reconciliado y unido con Obando y me acompaña en la revolución el Dr. Quijano.

Ay! Pero se derramará mucha sangre, General? exclamó mi madre.

– O! si! mucha, replicó Mosquera, y, golpeándose una de las piernas con el bastón de carey con borlas de oro que llevaba en la mano, agregó: « La sangre me dará arriba de la rodilla, pero tumbo a Mariano Ospina ».

Reconciliado con Obando, Mosquera activó los preparativos militares. Envió a mi padre al Perú para comprar un armamento y al Canónigo Manuel María Alais a celebrar un Tratado con el Gobernador del Estado de Bolívar, D. Juan José Nieto que sella-ra su alianza con Mosquera en la empresa revolucionaria. También envió al Dr. Julian Trujillo a entenderse con los liberales de Santander.

Entre tanto, Obando y Mosquera siguieron al Valle del Cauca para detener la invasión del Guardaparque nacional Pedro Jose Carrillo, quien, después de haber batido en Cartago la escasa guarnición que comandaba el General Murgueitio, avanzaba sobre la Capital. En las llanuras de Sonso en un lugar llamado el « Derrumbado », cerca de Buga, derrotaron a las fuerzas de Carrillo y de esa fecha dató el desarrollo militar de la gran revolución.

Pero antes de seguir mi relato, quiero ocuparme de una de las figu-ras mas brillantes de la patria granadina, quien, como los caballeros cruzados llevaba en una mano la Cruz del Salvador y en la otra el alfange del guerrero, pues, además de haber sido adalid de la ndependencia, batallador en Junín, en donde recibió una herida, era Prelado de la Iglesia Católica. El Dr. Pedro Antonio Torres, Obispo de Popayán en la época a la cual se remontan estas reminiscencias, contribuyó también a la revolución de 1 860 como lo referiré adelante.

Era el Doctor Torrés un hombre alto y elegante, de contex-tura nerviosa y, apesar de claudicar por cáusa de la herida, tenía en su continente un aire de majestad y de distinción que acusa-ban su extirpe noble, no obstante ser bastardo y espósito. Su tez era blanca y fresca con ligero tinte rosado como la de un ado-lescente. Sus cabellos, antes rubios, contrastaban por su blancura con el solideo escarlata que cubría su tonsura sacerdotal.

Tenía el Obispo Torres una mirada suave y fulgurante, re-veladora de la energía fraternizando en su espíritu con la bene-volencia. La sonrisa que nunca abandonaba sus labios carnudos y encendidos era la mejor manifestación de su bondad patriarcal.

Los padres del Dr. Torres fueron individuos de elevada al-curnia y de alta posición en la ciudad de Popayán, pero no re-conocieron al bastardo, fruto de sus amores ilícitos y prefirieron abandonar al recién nacido en el vestíbulo de entrada de la casa de una de las familias mas distinguidas de la ciudad, (la de Tor-res) emparentada con la de Don Camilo, la cual recogió al espó-sito, lo crió, lo educó y le dió su nombre.

Por lo demás, esta era la costumbre piadosa de la sociedad de Popayan. A falta de Inclusa o de Hospicio para recoger a los niños abandonados por sus padres cuando son hijos del amor contra el honor, se depositaban aquellos por las noches en los zaguanes de las mansiones patricias. Al día siguiente, la Señora de la casa, cuando salía a oir la misa y hacer sus oraciones en el Templo, encontraba la criatura abandonada envuelta entre pa-ñales sobre una artesita e inmediatamente la recogía con ternura maternal, le buscaba una nodriza y la criaba y educaba hasta poder establecer al huérfano en alguna posición social.

Los padres adoptivos del Dr. Torres lo dotaron de una bril-lante educación y lo destinaron a la carrera eclesiástica. Muy joven entró al servicio de la causa de la Independencia y fue acogido con entusiasmo por el Libertador Bolívar, a quien acom-pañó en la campaña del Sur de Colombia y en la del Perú, como Capellán castrense del ejército.

Torres era valiente, y estaba dotado de talento, ilustración y elocuencia. Asistió a las batallas de Pichincha y de Junín en donde recibió una herida de lanza que le rompió un ligamento de la pierna y lo invalidó para siempre. Bolívar adquirió por su Capellán castrense una afección tal, que nunca quería separarse de él y siempre decía que era su primer Ayudante de campo.

Cuando Bolívar, después de la victoria de Ayacucho, marchó al alto Perú para. completar la independencia de América, los habitantes de la ciudad de La Paz le hicieron un recibimiento triunfal y una Comisión del Ayuntamiento le presentó, al entrar a la ciudad, en una palangana de plata una gran llave de oro na-tivo y macizo, para simbolizar que la población entera se sometía a la voluntad del victorioso guerrero. Bolívar, después de contes-tar en sus habituales y elocuentes términos el saludo del Ayun-tamiento, recibió la valiosísima llave, pero inmediatamente la pasó a su Capellán castrense, a su primer Ayudante como él decía, al Dr. Torres, quien siempre se hallaba a su lado, agregando a la dádiva estas palabras: « Las llaves de La Paz no debe tener-las un soldado como soy yo, sino un Prelado de la Iglesia cristiana ».

Esta preciosa reliquia fue obsequiada p,or el Sr. Torres a su ciudad natal en donde creo que se conservará todavía. El valor in-trínseco de esta joya es muy cuantioso porque es grande y ma-ciza y dé oro purísimo, pero su Valor histórico es incalculable porque pasó de las manos del Libertador de América a las de uno de los mas insignes próceres de la independencia y de los mas ilustres Prelados de la Iglesia Católica.

El. Dr. Torres fue amigo intimo del Libertador y siempre pro-fesó un religioso culto a la memoria del héroe. Conservaba como reliquias veneradas las piezas de ropa interior del" Libertador, junto con muchos obsequios que éste le hiciera y, a pesar de que Bolívar murió tuberculoso, el Obispo tenía especial satisfacción en dormir sobre la almohada que sirvió siempre al Libertador en la cam-paña del Perú.

Torres fue mas tarde Obispo de Cuenca y Cartagena, en donde dejó huellas luminosas de su espíritu progresista y memoria im-perecedera de su gobierno episcopal.

Cuando en 1845, siendo Mosquera Presidente de la República, se le ofreció la candidatura de Arzobispo de Bogotá, Torres no quiso aceptar la generosa oferta porque una enfermedad cardiaca le im-pedía vivir bajo la atmósfera enrarecida de la altiplanicie. En su ancianidad prefirió aceptar la silla episcopal de Popayán para ter-minar sus días en la ilustre ciudad donde nació.

Una vez instalado en su silla episcopal, el Dr. Torres em-prendió y llevó a cabo importantes reformas en la Diócesis. Realizó muchas mejoras de progreso material. Estableció el orden y la disciplina en el gremio sacerdotal, un tanto relajado por las guerras civiles empezó a recoger limosnas para reconstruir la Catedral destruida por los terremotos de 1827, y fundó el Colegio Semi-nario, no solamente para la educación e instrucción de sacerdotes sino para la enseñanza laica en todos los ramos de estudio que tienen las Universidades civiles. Para este magnífico plantel llamó profesores de Bogotá y de Quito, de donde vino un excelente pro-fesor de pintura. El Colegio también tuvo una escuela de primeras letras anexa al Colegio que puso bajo la dirección del venerable maestro D. Manuel María Luna, el amigo cantado por Arboleda en una de sus mas bellas poesías. En esa Escuela aprendí yo a leer, escribir y contar, con las nociones generales de otros ramos que constituyen el estudio de los planteles de primeras letras y en el Colegio estudié la filosofía y las matemáticas que me pre-pararon para cursar los estudios profesionales mas tarde en el Colegio Mayor de Popayán.

Sea por haber acompañado siempre al Libertador en sus luchas guerreras y políticas, o bien por su espíritu ardiente de caucano y su vasta y múltiple instrucción, el Dr. Torres era muy aficionado a las lides políticas y estaba discretamente afiliado en el liberalismo.

En esa época, el Clero nacional, y aun el extranjero, tomaban parte activa en las contiendas de los partidos. Después de la abo-lición del patronato, medida impremeditada del Gobierno liberal en i 8~ í, el Clero católico se dividió para incorporarse entre los dos bandos políticos que separaban y agitaban la Sociedad colom-biana desde la formación de la República. La mayor parte de los sacerdotes se afiliaron al bando conservador y frieron lidiadores ardientes en favor de la causa de sus convicciones. El Arzobispo de Bogotá, el Canonigo Antonio José de Sucre, otros sacerdotes nacionales y la Orden deJesuitas existente en Colombia, sostenían el Gobierno del Dr. Ospina, en tanto que acompañaron al General Mosquera el Dr. Torres, el Dr, Sarmiento, el Padre Sandoval, varios otros cláigos y canónigos y principalmente el Dr. Manuel María Alais, quien celebró el Tratado revolucionario de Mosquera con Nieto y llegó a ejercer la gobernación del estado del Cauca como Primer designado durante la ausencia de Mosqúera. Creo re-cordar haberle visto pasar una revista militar en la plaza de Popayán a un Cuerpo de ejército recientemente formado, sin despojarse de sus vestiduras sacerdotales, como un Julio II en miniatura, íntimamente ligado el Dr. Torres con Mosquera y Obando, de quienes era conterráneo, coetáneo, pariente y amigo intimo, de-cidió acompañar a Mosquera en la revolución, con la discreción y reserva que le imponía su condición de Prelado y Jefe de la Igle-sia caucana.

En los tiempos inmediatamente anteriores a- la revolución, se cruzaban entre el Gobernador del Estado y el Obispo frecuentes visitas para conferenciar sobre asuntos políticos y revolucionarios.

Según me refirió el General Mosquera, el Dr. Torres concu-rió alguna vez a la casa del Gobernador y entabló con él diá-logo siguiente:

« Cómo estás, Tomás y como marchan tus empresas políticas y guerreras, le dijo el Obispo, después de estrechar su mano.

– Bien de salud. En cuanto a política tengo esperanzas de que en Santander se vuelvan a levantar contra Ospina, pues así me lo ha asegurado Juan de Dios Restrepo que vino comisionado por los liberales de ese Estado. Nieto ha celebrado un pacto solemne conmigo. En el Cauca están unidos, con Obando a la ca-beza, todos los liberales y los conservadores que condenan la po-lítica de Ospina, traidora a las instituciones federales. He logrado copiar bastantes elementos de guerra, pero carezco de dinero. Yo lo sabía y por eso te lo traigo, contestó el Obispo. Acto seguido empezó a sacar de sus bolsillos, ocultos por sus ropas talares de triples faldas moradas, rollos de onzas de oro, diciendo al depositarlos sobre la mesa:

Este dinero, que monta a 52. 000 pesos, lo he recogido du-rante años, a fuerza de economías y de limosnas para reconstruir la Catedral: tómalo para levantar el Templo de la libertad en Colombia.

Mosquera recibió el tesoro, radiante de júbilo y abrazó al Obispo diciéndole; « Gracias, gracias Pedro Antonio. Haces un inmenso servicio a nuestra causa, Yo te devolveré con creces y con gloria este dinero, y la Patria redimida te colmará aun de mas honores »

Cuando el General Julio Arboleda, ocupó a Pqpayán y do-minó casi todo el Cauca, en í86 1, el Obispo Tonares guardó una cónducta reservada y discreta.

Arboleda exigió del Obispo que condenara, por medio de una pastoral, la causa de la revolución, puesto que el Gobierno del Dr. Ospina era el sostenedor de la Iglesia Católica en Colombia.

Contestó el Obispo que, en su condición de hombre privado, de prócer de la independencia y de ser pensante, simpatizaba con la causa de la revolución porque creía que las tendencias políticas del Gobierno Nacional para destruir el régimen constitucional lleva-rían el país al Despotismo, al cual siempre ¿1 había combatido y anatematizado y muy recientemente con ocasión de la dictadura de Melo. Oficialmente, agregó el Obispo en su respuesta, no he dicho una palabra ni ejecutado un acto que pueda motejárseme en favor de la revolución. Menos lo haré en contra de ella porque aun cuando tenga mis íntimas y personales simpatías, no puedo, en mi carácter de Prelado de la Iglesia, manchar mis canas con la sangre de la revuelta, ni poner mi mitra al servicios de encon-tradas pasiones.

Exasperado Arboleda con la negativa del Obispo, escribió en El Monitor », periódico oficial de su Gobierno contra-revolucio-nario, un violento artículo contra el Dr. Torres, en el cual lo lla-maba Juliano el Apóstata, y lo amenazaba con dar cuenta a la Sede Romana de su conducta contraria a los intereses de la Iglesia católica en el Cauca, Por toda respuesta dió el Obispo la siguiente carta que se publicó clandestinamente en hoja suelta y que es un modelo aca-bado de concisión y de elocuencia:

Señores Redactores del Monitor.

Presente.

He aquí que os he escuchado y os perdono, porque como Prelado cristiano no puedo ni siquiera despreciaros.

Cuanto a vuestras amenazas, tened entendido que un hombre que ha vivido en intimidad con el Libertador y tiene ambos pies en el sepulcro, no teme sino, a Dios.

PEDRO ANTONIO

Obispo de Popayán.

Y el asunto terminó allí. Arboleda no replicó ni insistió en su pretensión cerca del Prelado.

Digno es de notarse que los cuatro principales protagonistas de la revolución de 1860, especialmente en el Sur. fueron cuatro próceres de la independencia, hijos de Popayán y de la misma edad: Tres ex-Presidentes de la República y un Obispo, a saber los Generales Mosquera, Obando y López, y el Dr. Torres.

Las causas, pues, de la revolución de 1 86o fueron de diverso orden.

En primer lugar, debemos enumerar la ambición contrariada de Mosquera, por no haber sido elegido Presidente de la Repú-blica en 1856: Haber cerrado las puertas d la política y de los puestos públicos a la Comunidad liberal, después de haber com-batido leal y valerosamente en unión de los conservadores contra la dictadura de Melo en 1854.

Esto ha sido también la causa crónica de nuestras revueltas civiles, porque dividida nuestra sociedad en dos agrupaciones ene-migas que se han disputado siempre, como Estados diferentes y adversos dentro de la misma patria, el predominio de sus prin-cipios en las instituciones y de sus hombres en el Gobierno y la Administración pública, la paz no era posible cuando la agrupación vencedora desconocía los fueros de ciudadano a los vencidos y no les dejaba mas derechos que el de pagar contribuciones.

Esta aserción se confirma con la consideración de que des-pués de que los, miembros de la asamblea nacional de 1905 esta-blecimos, durante la Administración del General Rafael Reyes, como canon constitucional la representación de las minorías en todas las Corporaciones y entidades políticas, administrativas y judiciales de la nación, hemos disfrutado de un período de paz completa que el patriotismo desconsolado consideraba como una quimera, dados nuestros tristes antecedentes históricos.

Las causas que dejo enumeradas pueden considerarse como causas de interés partidarista y de justicia social.

En el orden poítico fueron genitores de la revolución los desaciertos del Gobierno del Dr. Ospina, que quiso falsear el sistema federativo en vez del desarrollarlo y consolidarlo como era su primer deber constitucional, la intransigencia de ese Magistrado demasiado rígido, las pasiones violentas de sus aúlicos y el cambió de la candidatura del General Herrán por la de Arboleda.

No obstante que las reflexiones que dejo consignadas pue-den explicar la revolución de 1860 quiero repetir en este libro dedicado a mis nietos, mi opinión decididamente adversa, en mi condición de crítico histórico, a ese terrible movimiento revolucio-nario, no obstante haber sido él la mayor empresa bélica del li-beralismo y haber sido mi padre uno de sus principales protago-nistas.

Al repetir esta protesta contra la revolución de 1 86o, soy con-secuente con mis escritos, discursos y procederes políticos durante mi larga vida pública, pues siempre he predicado la paz y he tra-bajado por la Patria y su progreso, y siempre he condenado las re-vueltas armadas de mi país, ya fueran hechas bajo bandera con-servadora o conducidas bajo estandarte liberal. Por lo mismo he repudiado las conspiraciones y golpes de cuartel que en nuestro calendario histórico llevan las fechas de 25 de Septiembre, 7 de Abril, 23 de Mayo y 3 de Julio, atentados injustificables contra la Ley, el Derecho y la Patria, inspirados y consumados las mas de las veces por la impaciencia de los unos, las pasiones de los otros y las ambiciones de todos.

Solamente los grandes fueros de la patria, como con la in-tegridad de su territorio, la guarda de su dignidad y el honor de su nombre, o la necesidad de sacudir el yugo de un usurpa-dor salvaje y déspota como Melo, por ejemplo, pueden justificar una insurrección a mano armada; pero un partido, por glorioso que sean sus servicios anteriores y sus títulos históricos, por her-mosos que sean sus principios, por grandes que sean sus intere-ses, no tiene derecho moral, ni legal, ni racional para desencade-nar sobre un país el flagelo de la guerra, ensangrentar y desor-ganizar una nación y arruinar un pueblo con el fin de alcanzar, no la honra, ni la independencia, ni la felicidad de la Patria, sino el advenimiento al gobierno de los hombres y las doctrinas de una parcialidad política.

Por otra parte, para hacer una revolución no es necesaria la guerra. Bastan los comicios, la prensa, la enseñanza, el ejemplo, el ascendiente irresistible y prestigioso de las ideas sanas y be-néficas. No hay régimen por malo y fuerte que sea, que resista -al empuje pacífico de la opinión pública. Las leyes de la moral política son inexorables e ineludibles como las leyes físicas. No hay victorias mas sólidas, seguras, y duraderas que las victorias de la paz.

Aunque la revolución armada declare que tiene por objeto la restauración de las libertades públicas y el destronamiento de un déspota, casi siempre es injustificable, improcedente y falsa. Por una parte, en nuestro país, esencialmente legalista y demo-crático, no son viables los tiranuelos a estilo de los de otros países de América y, por otra, si la revolución es vencida, afirma y avigora el despotismo que combate y, si triunfa, establece otro despotismo igual, sino peor. Cuan cierto es que al día siguiente de triunfo de una revuelta armada la libertad ha sufrido una derrota.

CAPÍTULO IV.

Impresiones de mi infancia

UN DRAMA PAVOROSO.

Quiero terminar este capítulo con la relación detallada de un pavoroso drama que tuvo lugar en Popayán a mediados del siglo antepasado y en el cual figuraron como protagonistas individuos de las familias más distinguidas de la ciudad,

Esa historia tiene los caracteres de una leyenda por las esce-nas horripilantes que la informan, y no ha sido aun conocida en todos sus detalles por consideración sin duda a los descendientes de las familias que tomaron parte en ese lúgubre episodio de la vida social de Popayán.

La" relación de lo que voy a contar me la hizo mi abuela Dña. Baltazara Caldas, cuando ella lo consideró oportuno. Des-pués me la confirmó el Dr. Don Miguel Arroyo, tipo del pa-tricio antiguo de Popayán por su talento, ilustración y caballe-rosidad, y, por -último, me impuso en todos sus interesantes de-talles el Dr. Teodoro Valenzuela, modelo de caballeros, especie de Lord o Duque de nuestra Democracia, en quien la vasta eru-dición y la imaginación ágil y brillante, corrían parejas con la distinción y porte de gran Señor-, El Doctor Valenzuela, cuando cursó sus estudios profesionales de abogado en la Universidad de Popayán, conoció la terrible tragedia é hizo inquisiciones minu-ciosas en los archivos judiciales de la ciudad para conocerla en todos sus detalles, Basado principalmente en la relación que este ilustre amigo me hizo voy a relatar a mis lectores el célebre episodio.

He vacilado en escribir con todos sus nombres y detalles la historia de Dña. Doisinia de Asquemor, Don Pedro Crospe y Don Pedro Melos, porque, como lo llevo dicho, los descendientes de elos podrían tomar a mal su publicidad; pero accediendo a los ruegos de muchas personas que tienen conocimiento muy confuso y aun errado de los sucesos, he resuelto consignarlos en estas Memorias por ser un incidente interesante de la vida intima social de Popayán, y porque yo creo que el transcurso del tiempo liquida y purifica todo lo que de escandaloso pueden tener los actos ín-timos de las grandes familias, y de los personajes políticos o so-ciales. En la historia de Luis XIV y de Napoleón y de otros Soberanos, por ejemplo, ha habido dramas íntimos cuya relación en su época habría sido considerada como una indiscreción cri-minosa, merecedora de castigo, pero hoy los conocemos por las relaciones de los historiadores sin sus impurezas, ya evaporados en el crisol de los siglos. Por otra parte, ni los padres son responsables de las faltas de los hijos, ni éstos de las de aquél-los. La sangre del parentesco no se mezcla jamas con la sangre del crimen que un pariente pueda cometer, y desde la existencia de los primero hombres sobre la tierra, según el relato del Génesis, fue pregonado prácticamente este principio, porque Cain, tipo de la maldad, fue hermano de Abel, su víctima, espejo de todas las virtudes. Con la venia e indulgencia de los parientes, entre los cuales me cuento yo, paso a referir la historia, diciendo previamente con Zorilla:

« El pueblo me lo contó

Y yo al pueblo se lo cuento ».

Si el pueblo dijo mentira

El pueblo miente y no yo

A mediados del siglo XVIII ocupaba la primera posición entre las damas de la aristocrática ciudad de Popayán, Dña. Doi-sinia de Asquemor, de familia de grandes personajes coloniales.

Era Dña. Doisinia Señora principal de Estrado y Carro de oro, que tenía en la ciudad el cetro de la elegancia y de la res-petabilidad. Se hallaba casada con Don Pedro Crospe, de claro linaje también.

Poseedores los esposos de bienes de fortuna, de ilustre ascen-dencia y de la primera posición en Popayán, no carecían de ningún elemento de felicidad material; pero la Providencia les había negado, como una compensación, los anhelados frutos de su ma-trimonio.

Habitaban Don Pedró y Dña. Doisinia la hermosa casa si-tuada en la esquina que forman, al jnntarse, la aristocrática calle de la Pamba con la traversal que conduce a la calle del Comercio, la cual termina en su parte oriental, o, mejor dicho, se continúa en curso ascendente con los quingos de Belem.

Frente a la capa de Dña. Doisinia, calle de por medio, se alzaba el muro de piedra que cerraba los jardines y huertos del gran Monasterio de las Monjas carmelitas, majestuoso e imponente edificio, que ocupaba una hectárea de terreno y que en Popayán es conocido con el nombre de Convento del Carmen.

Don Pedro Crospe era socio y amigo íntimo de Don Pedro Melos, también personaje de elevada alcurnia.

Los dos Pedros eran los principales y más ricos comercian-tes de la ciudad y los únicos importadores de mercaderías extran-jeras. Cada dos años hacían alternativamente un viaje a Jamaica u a otra Antilla con el objeto de proveerse de artículos de su comercio, e introducirlos a Popayán.

El viaje era muy penoso y peligroso y exijia un gran lap-so para realizarlo. De Popayán salían montados en mulas y acompañados de dos o más esclavos, que conducian los objetos indispensables para el viaje y los forrajes para los viajantes y las acémilas. Atravesaban la agria montaña que en el ramal central de la Cordillera de los Andes llevaba el nombre de Camino de Guanácas y que no era otra cosa, en la época a que me refiero, que una trocha o vereda mal practicada en medio de los riscos del monte. Era preciso subir hasta la parte mas elevada, llegar al Ditorcia Aquarum de la Serrania y descender a los valles ardientes de Neiva; luego embarcarse en balsas o piraguas para bajar el río Magdalena hasta los rápidos de Honda. De allí se-guir en canoas, mas o menos estrechas e incómodas, hasta los Caños de la Cienaga de Santa Marta, atravesar aquellos y cm-barcarse en una goleta que se lanzaba a merced de las tempes-tades, frecuentes de las Antillas, para llegar o no, según los ca-prichos de las olas, a algún puerto de Jamaica 6 San Tomás, comprar y pagar allí las mercancías con el oro que llevaban, empacarías ellos mismos y volver a emprender para el regreso el largo y penosísimo viaje que habían realizado.

Por la descripción que acabo de hacer y por la carencia de caminos, de posadas, de comisionistas, de aseguros, de buques y vehículos, que en aquella época no existían, fácil es comprender porqué se consideraba un viaje de esa especie como un verda-dero tránsito de suplicios, o como una ruda campaña, que podría terminar fácilmente con la muerte del viajero. Así es que este se pre-paraba como para marchar al patíbulo; y solamente después de arreglar su conciencia, hacer confesión general y otorgar su tes-tamento, emprendía el viaje.

En la ¿poca, a que esta historia se refiere, tocóle el turnó a Don Petro Crospe para hacer la terrible travesía.

Hechos todos los preparativos del viaje, Don Pedro Crospe tuvo íntima conferencia con su amigo y socio Don Pedro Melos en la cual le dijo: « Mañana sigo para Jamaica. Solo Dios sabe cuando volveré, o nunca. En tus manos deposito mi fortuna y a tu amistad y a tu caballerosidad confío lo que más quiero en el mundo, que es mí Doisinia. Acompáñala y cuídala como si fuera tu hermana. Y con lágrimas en los ojos le dió el abrazo de despedida.

Don Pedro Melos, también muy sinceramente emocionado, juró a su amigo y socio cumplir lealmente sus recomendaciones.

Pasaron semanas y meses sin que se tuviera noticia ninguna del viajante.. Transcurrió un año y ningún correo trajo noticias de Don Pedro a la desolada esposa y al solitario socio.

Don Pedro Melos se excedió en los cuidados a Dña. Dol-sina, de tal manera que un año después de la partida de Don Pedro Crospe, la esposa del ausente resultó encinta y el amigo desleal convertido en el amante de la esposa que había sido con-fiada a su caballerosidad.

Los dos amantes confiaban en la muerte de Don Pedro Cros-pe y esperaban que transcurriera el término legal para considerar fallecido a aquel, con el fin de poder con el matrimonio legitimar sus relaciones adúlteras.

En esta expectativa se hallaban los amantes cuando quince meses, mas o menos, después de haberse ausentado Don Pedro Crospe, Dña. Doisinia recibió por medio de un propio una carta de su esposo fechada en Santa Marta, en la cual, con mil pro-testas de amor y de pena por su ausencia tan larga, le decía que, después de haber sufrido tempestades en la navegación y haberse hallado postrado con fiebres durante muchos meses sin poder corresponderse con ella, al fin había arribado a las playas de la patria, en donde esperaba reposarse algunos días para con-tinuar el viaje a Popayán, Que con el fin de hacer cesar las an-gustias en que ella se encontraría por su ausencia y para darle la placentera noticia del regreso, le enviaba esa carta con uno de los esclavos que lo habían acompañado. Por último, después de otras frases de amor y de ternura, le rogaba que enviara a Neiva seis -esclavos de confianza, con caballerías de refresco, para que allí lo encontraran y pudiera con menos inconiodidas atra-vesar los valles ardientes de esa región y las gélidas Serranías del Guanacas.

Esta carta cayo como una bomba de dinamita en el falso hogar que habían formado, como nido de serpientes, la esposa infiel y el amigo desleal.

Rápidamente Dña. Doisinia, digna descendiente de antepa-sados españoles, se apercibió de su situación y tomó una resolu-ción enérgica, llamó a su cómplice y le dijo:

« El regreso de mi esposo no solamente es la sentencia de mi muerte, la destrucción de todos nuestros castillos de amor y de ventura, sino algo peor; cual es mi deshonra y la caída de mi alta posición en Popayán. Yo no puedo soportar tantas des-gracias impasiblemente ».

– Y que podemos hacer, dijo asustado Don Pedro Melos?

– Suprimir la causa de todas estas desgracias replicó la valerosa dama. Matar a mi esposo. La cosa es muy dura pero indispensable.

– No me opongo, Doisinia, a tu plan, pero cómo lo reali-zamos sin qué se sospeche que somos los autores

– De la manera más sencilla, siguió Dña. Doisinia. Pedro me dice que le envíe algunos esclavos a encontrarle a Neiva. Yo cumpliré su orden; pero previamente seduciré los esclavos; les ofreceré la libertad y mucho oro si en vez de acompañar a mi marido, lo matan al pasar el Guanacas y echan su cadáver con la muía a la Laguna de los Paticos. (Así se llamaba un lago de agua helada que existía en la parte mas alta de la montaña y por cuyas ribas seguía la estrecha ruta que conducía a Po-payán).

« – Los esclavos referirán, continuó Doña Doisinia, que, como es frecuente, la muía resbaló al borde de la Laguna y el jinete y la caballería se ahogaron.

La Sociedad dará crédito al relato de los esclavos. Nosotros pondremos los gritos en el Cielo por la inaudita desgracia, guar-daremos riguroso luto, el cual favorecerá mi situación para dar a luz a nuestro hijo, sin que nadie se aperciba y, transcurrido al-gún tiempo, uniremos para siempre nuestros destinos ».

En seguida, Dña Doisinia para llevar su plan a la ejecución escogió los esclavos, les prometió con juramento darles la libertad y una gruesa suma de oro, si cumplían fiel y eficazmente sus órdenes y traían la noticia de la desastrosa caída de Don Pedro Crospe en la Laguna de Guanacas.

Don Pedro Crospe recibió en Neiva una carta amorosísima de su querida y desolada esposa que le trajeron los esclavos que venían a acompañarlo para el regreso.

Al ver Don Pedro a los esclavos, se avalanzó hacia ellos con los brazos – abiertos y les dijo;

« Queridos muchachos: sois libres y os daré al llegar a Popayán mucho dinero, porque, durante mi último naufragio, hice una pro-mesa a la Virgen que si me salvaba daría la libertad y colmaría de dones a los primeros esclavos que encontrara a mi regreso a Popayán ».

Comprendiendo los esclavos que la libertad y la fortuna les veníañ por el camino del bien y no por el del crimen, resolvie-ron acompañar lealmente a Don Pedro hasta Popayán, desechando toda idea criminal respecto de su amo y benefactor.

Don Pedro Crospe continuó su viaje sin inconveniente alguno lleno de ilusiones por volver a su patria y a su hogar, en donde él contaba disfrutar, después de tantas vicisitudes, de la felicidad que le ofreceria la fidelidad y el amor de su esposa el ca-riño de su socio y la estimación de sus numerosos amigos.

Arrullado por estos gratos pensamientos llegó Don Pedro a un lugar situado en la pendiente occidental de la Serranía de Gua-nacas, a distancia de una o dos jornadas según las fuerzas del jinete y de la muía, de la ciudad de Popayán llamado el Alto del Obispo, porque las crónicas refieren que algún Prelado español exasperado por la oposición que le hacia la aristocracia paya-nense, había renunciado al Gobierno de la Diócesis y en su re-greso a España se había detenido en el expresado lugar en donde, lanzando una imprecación a Popayán, se quitó las sandalias y dijo al sacudirías: « De Popayán ni el polvo ».

Entre tanto, los dos amantes esperaban ansiosos la llegada de los esclavos que le aportasen la buena nueva del accidente mor-tal de Don Pedro Crospe en la Laguna de Guanacas.

En tal expectativa, fueron sorprendidos por la llegada de uno de los esclavos conductor de una carta de Don Pedro Crospe, fir-mada en el Alto del Obispo, en la cual el enamorado esposo, manifestaba a Dña. Doisinia que había resuelto reposarse en la posada de ese lugar para llegar a Popayán dentro de tercero día y tener el inmenso placer de estrecharla entre sus brazos.

Esta inesperada carta, tan ingrata como inoportuna, produjo el mismo mal efecto que la de Santa Marta en el ánimo de los amantes; pero Dña. Doisinia era mujer de raza de heroinas e hizo frente con ánimo entero a su difícil situación. Inmediatamente empezó los preparativos de costumbre para recibir al siguiente día a su esposo. Fueron invitados a la gran comida que a las tres de la -tarde del día de la llegada debía tener lugar en la man-sión señorial, todos los parientes y amigos de las familias. El ser-vicio de oro y plata de los grandes días fue sacado de los cofres, y lustrado. Se hizo provisión de los mejores elementos culinarios de las colaciones y de los clásicos helados de Popayán. Después de la comida, a eso de las siete de la noche, tendría lugar un gran sarao al cual debían concurrir todos los miembros de la aristocracia payanense.

Al fin llegó Don Pedro Crospe quien, después de las expan-siones con su esposa, con su socio y sus amigos y pasada la co-mida, se retiró a sus habitaciones para disfrutar a solas de las cari-cias de Dña Doisinia y reposarse un tanto de las fatigas del viaje.

Dña. Doisinia que había recibido en bata a su marido para ocultar el estado en que se hallaba, lo cual le fue fácil gracias a su alta talla y a su corpulencia, le hizo mil protestas de amor y de ternura. Don Pedro correspondió a ellas con la espontaneidad propia de su cariño y le manifestó el deseo de que estrenara un magnífico traje carro de oro que en un bulto que había traído con él se hallaba entre los ricos presentes que la destinaba, y que él deseaba que esa noche se presentara en el sarao ataviada con tan lujoso vestido.

Dña. Doisinia manifestó repugnancia a despojarse de su hermosa bata; pero su esposo insistió y tuvo que ceder a sus ruegos.

Al vestirse con el nuevo traje notó Don Pedro que la cintura de su esposa se había ensanchado demasiado, hasta el punto de serle imposible ceñir el vestido sobre el talle. (Esto lo declararon las camareras de Dña. Doisinia cuando tuvo lugar el célebre proceso.)

Manifestó Don Pedro gran sorpresa por el estado ascítico de su esposa, y ésta le contestó que, a causa del encierro prolongado que había tenido durante la ausencia de Don Pedro, había en-gordado mucho y que aun tenía los piés hinchadosy los médicos temían una enfermedad cardiaca, o una hidropesía.

Sea que Don Pedro se conformara o no con esta explicación, el hecho es que Dña. Doisinia hizo los honores de la casa du-rante el Sarao con su vestido de Cámara.

Algunos días después, durante la ausencia de Don Pedro en su despacho de comercio, Dña. Doisinia tuvo una conferencia íntima y muy seria con Don Pedro Melos, en la cual segura-mente acordaron el asesinato de Don Pedro Crospe de la manera siguiente.

Don Pedro Crospe tenía costumbre de reposarse por las tardes, después de la merienda, sobre un gran sillón de cuero de Cordoba, claveteado de cobres, con mullidos soportes de brazos y alto espaldar. Allí, después de fumar un buen puro de la Ha-bana dormía una prolongada y tranquila siesta.

En una de las tardes en que Don Pedro dormía sobre su amplio sillón y durante una terrible borrasca, de las que son muy c9munes en Popayán, con rayos, truenos, y fuerte y abundante lluvia, Dña. Doisinia y D. Pedro Melos, acompañados de dos esclavos que habían previamente comprado y aleccionado, entra-ron sigilosamente al despacho en donde reposaba y dormía Don Pedro Crospe.

Súbitamente rodearon su cuello con una fuerte cuerda de cuero de buey curtido, que en Popayán llaman rejo, y corriendo violentamente los dos extremos, estrangularon o mejor dicho ahor-caron al infeliz Don Pedro. Las crónicas dicen que, por confesión de los esclavos se supo que Dña. Doisinia misma tiraba uno de los extremos de la cuerda homicida.

Muerto Don Pedro, hicieron sobre el pecho dos heridas con un cuerno de toro que tenían preparado para este efecto. Arras-traron el cadáver, así herido, a la calle que se hallaba completa-mente solitaria por causa de la tempestad y de la lluvia, y lo depositaron al frente de la puerta junto a la muralla que, como llevo dicho, cerraba los huertos del Monasterio del Carmen.

Al mismo tiempo que esto acontecía, soltaron del solar de la casa de habitación un toro que tenían en reserva (lo cual no era extraño en Popayán, pues en algunas grandes casas habla espacio para mantener toda especie de animales domésticos, inclu-sive vacas de cría). El toro una vez en la calle gozó de su liber-tad y fue a extraviarse en las afueras de la ciudad.

Consumado el asesinato, Dña. Doisinia, apesar de la lluvia y del vestido que llevaba, salió por las calles dando gritos y alaridos porque su esposo, al ver que un toro atropellaba una infeliz men-digo que estaba escampando la tempestad en el portal de una casa vecina, había salido a favorecer a la mujer, quien había logrado huir. Don Pedro había sido víctima de su noble temeri-dad y de su impulso de caridad, porque el toro le había matado, y estrellado contra los muros del Carmen.

La Sociedad se conmovió hondamente con el terrible acontecimiento, y todas las amistades y relaciones de Dña. Doisínia concurrieron a su casa, después de la torrencial lluvia, para con-solarla y acompañarla en su desgracia. Se prepararon los suntuosos funerales en la Iglesia del Ño-sano; pero las autoridades españolas, en cumplimiento de dispo-siciones legales, hicieron el examen y autopsia del cadáver y los médicos legistas declararon que Don Pedro Crospe no había muerto por causa de las heridas hechas por las astas del toro sino por haber sido ahorcado con cuerdas cerradas, y que las expresadas heridas del pecho, las había recibido Don Pedro des-pués de muerto.

Con motivo de esta inesperada declaración de los médicos, una investigación criminal se abrió inmediatamente y la ceremonia del entierro fue suspendida.

Interrogada la servidumbre y, puestos en tormento los escla-vos sobre quienes recayeron las sospechas por delación de otros, los responsables confesaron paladinamente el crimen.

No pudiendo las autoridades de la ciudad reducir a prisión a Dña. Doisinia, ni a su cómplice, hasta tanto que la Audiencia de Santa lié no levantara la inmunidad que los fueros de nobleza les otorgaban, los esclavos asesinos fueron rápidamente procesa-dos, condenados y ejecutados. Los bienes de Dña. Doisinia y de Don Pedro Melos fueron confiscados.

Dña. Doisinia se refugió en el Monasterio del Carmen en donde existía una religiosa, su pariente, y en donde era muy estimada por sus generosas dádivas.

Don Pedro Melos hizo protesta ante Notario de su inocencia haciendo recaer toda la responsabilidad del crimen sobre Dña. Doisinia y huyó para el interior del. Reino, cambiando su nombre y completamente desfigurado por haberse cortados los cabellos y la barba, y puesto anteojos de cristales verdes. Es fama que su incógnito nunca fue descubierto y que murió miserablemente en la aldea de Soacha, vecina a Bogotá, ejerciendo el triste oficio de carbonero.

Dña. Doisinia fue acogida benévolamente por las religiosas del Carmen. Allí estaba segura, pues aun cuando la Audiencia de Santa lié le levantase la inmunidad de nobleza, ni la Ley ni las Autoridades podían penetrar a violar el sagrado recinto del Con-vento; pero como el tiempo del desembarazo se aproximaba, la Superiora del Convento llamó a Dña. Doisinia y le dijo: « Yo he tenido mucho gusto en asilar a Ud. en este santo lugar, pero como es un Convento de vírgenes no es posible que aquí éstas soporten el escándalo de un parto en su recinto. Así, pues, le suplico que trate de huir, para los cual le prestaré toda la ayuda que me halle en posibilidad de darle ».

En tal situación, Dña. Doisinia, ayudada por la Superiora y por los Capellanes del Convento, pudo salir clandestinamente una noche del Monasterio y montada sobre un sillón de esos que en Popayán se usaban, forrados con láminas de plata al exterior y con terciopelo carmesí al interior, siguió para el interior del Valle del Cauca a refugiarse en la Hacienda de Vanegas, perteneciente a los Sres. Fragoiri, sus parientes ó amigos (cosa que no recuerdo de la relación que me hicieron).

Acogida como a una desventurada miserable, Dña. Doisinia dio a luz una niña en las mas tristes circunstancias, y mas tarde vino a ser la manceba de uno de los mayordomos de la hacienda, quien la trató infamemente, llegando hasta flagelaría en sus ratos de embriaguez. En medio de la miseria y de las mas crueles tor-turas, expió la infeliz dama sus grandes crímenes y, si no pudo ser perseguida por las autoridades, fue debido al secreto que se guardó por los amos de la hacienda, la cual, como todas las de esa época, en el Valle del Cauca, era un vasto señorío feudal segregado casi completamente de las autoridades y policia de las ciudades. Muy poco tiempo sobrevivió a su crimen.

La niña, hija de tantas vicisitudes y de tan grandes faltas, fue tolerada y criada en la hacienda en las mas miserables con-diciones, casi como la de los animales domésticos, entre marranos y gallinas. Llegada a la adolescencia fue víctima de la sensualidad de uno de los jóvenes Fragorri, hijos del dueño de la hacienda, y de esas relaciones ilícitas resultó encinta,

Cuando los Señores de Vanegas conocieron el estado de la infeliz muchacha, la arrojaron ignominiosatente de la casa porque creyeron que era ella quien había seducido al joven a cometer la falta.

La infortunada joven se fue de limosna a Popayán, porque había oído decir que en esa ciudad podría encontrar protección, debido a que su madre habla sido una gran dama de la Sociedad.

Asilada en Popayán en casa de unas caritativas mujeres del pueblo en las afueras de la ciudad, dio a luz un niño que de-positó sobre una artesita en el vestíbulo de una casa de la distinguida familia de Odoban, la cual, siguiendo las costumbres de Popayán, recogió, dio su nombre y educó hasta su mayor edad al tierno espósito.

Este niño fue mas tarde el célebre General Obando.

Sobre uno de los grandes bloques de piedra que formaban el muro o paderón del huerto del Monasterio del Carmen se labró un alto relieve que representaba dos huesos entrecruzados y una calavera, como lápida mortuoria, sobre el punto en donde fue depositado por los asesinos el cadáver de Don Pedro Crospe.

Siendo yo muy niño preguntaba a mi abuela qué significa-ción tenía esos huesos y esa calavera, y ella me contestaba « Tu eres muy chiquillo para poder contarte la historia que conmemo-ran esos símbolos macábricos ». Cuando estés más grande te la contaré.

Intrigado por la promesa de mi abuela logré que ella me refiriera la historia poco antes de morir, ocultándome algunos de-talles por respeto a mi tierna edad, pues apenas era yo un adolescente.

CAPITULO V

Un poco de Historia

Completados los preparativos para la revolución; Mosquera esperaba el momento oportuno para lanzarse a la lucha armada.

La ocasión propicia se presentó por el pronunciamiento que tuvo lugar en el Valle del Cauca el 28 de Enero de 1860, en-cabezado por Pedro José Carrillo, Agente del Gobierno Nacional y enemigo del General Mosquera.

El Pronunciamiento tuvo lugar en el Norte del Estado y los pronunciados, con Carrillo a la cabeza, marcharon sobre la ciu-dad de Cartago que estaba defendida por una débil guarnición al mando del General Murgueitio, quien fue batido y murió en el combate.

Inmediatamente que Mosquera tuvo noticia de esos sucesos marchó con su ejército, en unión del General Obando, para sofocar la insurrección seccional.

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