Descargar

Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 12)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17

Remediar tan grandes males, cuya escala aumentará en lo venidero, es una de las mas nobles tareas que incumben sin duda al dignísimo Padre y Pontífice Soberano que ocupa hoy la Cátedra de San Pedro y cuya ilustración tan grande como su santidad> han comenzado a proporcionar, desde los principios de su pontificado, días tan serenos como su espíritu al mundo católico.

Para conseguir este laudable fin, uno de los medios mas efi-caces sería que el Santo Padre prestase su augusta atención a la situación del Pueblo y Clero colombianos, a fin de que, como Jefe Supremo de la Iglesia dictara las providencias tendientes a calmar los ánimos y hacer desaparecer los gérmenes de nuevas discordias civiles en el seno de la sociedad colombiana. Tales medidas podrían concretarse a las siguientes declaraciones.

1º. La Santa Sede reconoce y acepta el hecho de la desamortización de bienes llamados de manos muertas, cumplidas en fuerza de las leyes del país, y, en consecuencia, levanta to-das las censuras eclesiásticas impuestas a los que decretaron la desamortización y, así mismo, a los administradores, rematadores y poseedores actuales de los expresados bienes, a fin de que pue-dan disponer de ellos libremente sin obstáculo ni escrúpulo ninguno.

2o. – Los Obispos y curas de los Estados Unidos de Colombia, no tratarán de impedir por ningún medio la instrucción pública en los establecimientos sostenidos por los fondos públi-cos pertenecientes al Gobierno nacional, a los Estados y a los Municipios.

3o. – Todo Cura con arreglo a las leyes del país y para garantizar los intereses de los ciudadanos, está obligado a dar aviso inmediato a la autoridad política correspondiente de cada bautismo, matrimonio canónico o defunción que haya tenido lugar en su parroquia para los efectos civiles del caso y al fin de cada año presentará a la misma autoridad política una copia de los libros de matrimonios, bautismos y defunciones arriba expresados. Los mismos Curas no podrán presenciar ningún ma-trimonio antes de haber interrogado a los Notarios o Autorida-des políticas ante quienes, conforme a las leyes del país, se ce-lebren los contratos matrimoniales, si han cumplido los contra-yentes, la obligación de hacer registrar el acto en el Estado Civil.

4o. – En caso de vacancia de un Obispado, o cuando se reconozca la necesidad u oportunidad de hacer nuevas erec-ciones, ya sea que la Santa Sede decrete estas últimas espontá-neamente o a indicación del Gobierno civil, el Presidente de la República presentará una terna de sacerdotes católicos idóneos para servir los Obispados, escogida entre una lista acordada pre-viamente entre el mismo Presidente y el Representante de la Santa Sede en Colombia.

5o. – Las relaciones entre el Gobierno de la República y la Santa Sede, se restablecerán de una manera confidencial, hasta tanto que la legislación permita su restablecimiento en forma pública y diplomática.

El Gobierno de la República de Colombia podrá por su parte hacer en beneficio de la Iglesia lo siguiente:

1º. Recabar y obtener la derogatoria de las leyes de Tui-ción, de Inspección de cultos y de Cancelación de la renta ecle-siástica, restituyendo su pago puntual en lo sucesivo a las res-pectivas Iglesias y Congregaciones.

2º. El permiso y libertad para que los Obispos y Curas de la República puedan enseñar la religión católica, apostólica y romana en las escuelas sostenidas por el Gobierno. Los insti-tutores que deben regentar la expresada clase de religión serán remunerados con los fondos públicos, pero designados o nombra-dos por los respectivos Obispos y Curas.

3o. El Gobierno de la República dictará todas las medidas conducentes a asegurar las garantías que necesiten los Obispos, curas y sacerdotes de Colombia para que, en la práctica de su Ministerio religioso y en el ejercicio de sus derechos y atribu-ciones como Ministros del Culto, gocen de la mas completa liber-tad e independencia, de conformidad con las leyes de Policía y Orden público del país que en todo caso deben acatar y obedecer como los demás ciudadanos de la República.

Estas mutuas declaraciones de las dos Potestades podrían considerarse como un Acuerdo de Modus vivendi que darla por resultado la tranquilidad de los ánimos en la República de Co-lombia, eliminaría todo elemento de futuras discordias, volvería la paz a las conciencias y redundaría en beneficio y gloria de la Iglesia Católica, por la terminación de los conflictos político-reli-giosos en aquella parte de su universal imperio.

A esta Exposición se agregaron sucesivamente nuevos informes y publicaciones sobre la marcha de la política colombiana en sus evoluciones posteriores.

El Santo Padre, con su característica actividad, se informó de todo y, con su magistral tino, tomóse tiempo para decidir y pidió informaciones directas sobre los asuntos de Colombia, por medio de la Legación francesa ante el Vaticano y de sus repre-sentantes diplomáticos en Paris y en Quito.

Después de la inauguración de la actual Administración colombiana, hice elevar al Vaticano los números del Diario Oficial que contenían el discurso presidencial y los primeros actos del Congreso, rogando al Sr. Mansella que obtuviese una solución a sus oficiosas gestiones.

He aquí su respuesta, cuyo original conservo:

Roma, 5 de Junio de 1880.

Señor Doctor – D. José M. Quijano Wallis:

Muy apreciado amigo:

« Vengo del Vaticano, en donde he tenido una larga conferencia,

tanto con el Señor Cardenal Nina, Secretario de Estado de Su Santidad, cuanto con Monseñor Jacobini, Secretario de Negocios Extraordinarios, para interesarlos en darnos por fin una resolución sobre los asuntos de Colombia.

Han encontrado muy satisfactoria la última Nota de Ud. sobre el particular> que yo tuve el honor de presentar a su nombre, así como los discursos del nuevo Presidente Señor Dr. Nuñez; todo lo cual ha venido muy a propósito a confirmar los demás documentos y memorias que habíamos presentado desde tiempos. Tengo, pues, la grata satisfacción de poderle participar que los dos me han prometido darme la resolución, que no dudo será satisfactoria para nuestro Gobierno, y esto a lo mas tarde el 12 del corriente.

No extrañe Ud. este nuevo retardo, pues dichos señores me declararon que esta resolución habría acaso podido darse mucho antes, si los negocios muy graves pendientes con la Alemania, etc. etc., no hubiesen absorbido completamente la atención de la Congregación, ya que la Secretaría tenía todo listo.

Al fin, pues, reusiremos, y con honor, en esta larga y labo-riosa tarea. Para que Ud. se consuele y aplaque sus justas quejas, acuérdese que Roma es, y será siempre, la Ciudad Eterna para todos; y Ud. algo sabe para con el Gobierno Italiano.

Suyo siempre, etc.

(firmado) FGRANCISCO MANSELLA .

Las varias conferencias que yo celebré con el Cardenal Nína, Secretario de Estado de Su Santidad, con el Cardenal Ja-cobini y Chiazki, otros Secretarios del Papa, tuvieron lugar en la Embajada ante la Santa Sede.

Siempre encontré las mejores disposiciones en el ánimo de los venerables miembros del Gobierno Pontifical para acordar el Modus vivendi, objeto principal de mi misión a Italia.

Después de una labor de cerca de dos años, durante la cual el Santo Padre y sus Secretarios tomaron informes por me-dio de sus Prelados y Nuncios en Paris en Quito y en Bogotá, llegamos a un Acuerdo sobre las bases mas o menos expresa-das en las Instrucciones recibidas del Gobierno colombiano, pero como yo no podía firmar ningún Convenio u Arreglo por carecer de representación diplomática ante el Vaticano, ni siquiera podía obtener el carácter de Agente Confidencial, por haber desempeñado una misión ante el Quirinal, puse el resultado de mi misión y de mis labores en conocimiento del General Trujillo, Pre-sidente de la República, cuyo período bienal expiraba y del Doc-tor Rafael Nuñez, Presidente electo para el período siguiente.

Con tal motivo escribí una larga carta al Dr. Nuñez, quien se hallaba a la sazón en Cartagena, en la cual le expuse detall-adamente todo cuanto había logrado hacer en mis gestiones ante la Santa Sede y le instaba para que prestara su apoyo al Modus vivendi o acuerdo que me tenían prometido en el Vaticano.

El Dr. Nuñez me contestó lo siguiente:

Sello de Rafael Nuñez.

Señor Doctor José María Quijano W.

Cartagena, Octubre 1º. 1879.

Mi apreciado amigo:

He tenido el gusto de recibir su favorecida del 6 del próximo ppdo. Efectivamente tendré, Dios "mediante, que reemplazar a nuestro buen amigo el General Trujillo, pues todos los Estados (menos Antioquia) me han dado casi unánimemente el voto. De Antioquia nada sabemos aun de positivo; pero me parece seguro que no seré yo el favorecido.

Celebro que tenga Ud. esperanzas de algo práctico en asun-tos eclesiásticos. Ud. conoce bastante mi temperamento y puede juzgar, por tanto, de mis intimas tendencias; pero mi situación doméstica acaso me inhabilitará para ir un poco lejos porque yo no podría contribuir yo mismo a colocarme en posición desai-rada, obrando en desarmonía con mis actos privados. Desde luego que si fuere practicable la intervención discreta de la Santa Sede para dar a mi estado doméstico forma exterior> yo me compla-cería muy de veras, pero comprendo cuántas dificultades se opon-drán a este desenlace. En todo caso yo me propongo ser tan to-lerante y aun benévolo como las circunstancias lo permitan.

Hoy he entregado al Dr. Noguera el Gobierno de Bolívar, y acabo de tener la visita de toda la Asamblea legislativa con una resolución aprobatoria de mi conducta sumamente honrosa. Escríbame por conducto del Sr. Rafael García (6 Cité Rougemont, Paris).

Quedo de Ud. siempre amigo sincero.

Rafael Nuñez.

Comprendí por esta carta que el Dr. Nuñez no se hallaba dispuesto a aprobar ningún arreglo con la Santa Sede hasta tanto que ésta no hubiese declarado legítimo el segundo matrimonio que había contraído con Doña Soledad Román, viviendo aún su primera y legítima esposa, de quien estaba él separado, pero no divorciado, porque la Iglesia católica no admite ni sanciona el verdadero divorcio, que es la ruptura del vínculo matrimonial y la consiguiente libertad para contraer nuevas nupcias.

Yo no podía aceptar la insinuación que contenía la carta de Nuñez para gestionar ante el Vaticano la disolución de su ma-trimonio legítimo y la sanción eclesiástica del estado matrimonial en que vivía con su segunda esposa. Además de ser indecorosa la comisión para un Representante diplomático, yo estaba persua-dido de que la Santa Sede nunca aceptaría como condición para hacer un arreglo con Colombia, la disolución de un matrimonio sin causa canónica justificada. Bien conocía yo que la causa de la se-paración de Inglaterra de la Iglesia romana fué la denegación de la Santa Sede a sancionar uno de los matrimonios ilegítimos de Enrique VIII, no obstante tener él titulo pontifical de Defensor de la Fé.

Contesté al Dr. Nuñez casi inmediatamente, manifestándole que no me era posible hacer la insinuación a la Santa Sede que contenía su carta, y le agregué por cortesía que el Señor Man-sella, abogado experto de la Curia Romana, podría hacerse cargo de entablar y dirigir un proceso, por cuerda separada> para ver de obtener, si había causa canónica legítima, la nulidad del primer matrimonio del Dr. Nuñez; pero que en ningun caso creía yo que debía involucrarse un asunto puramente domés-tico y de interés personal y privado, con los arreglos de interés nacional que yo gestionaba ante el Vaticano.

A mi respuesta replicó el Dr. Nuñez lo siguiente:

SELLO.

Señor Dr. J. M. Quijano W.

Cartagena Febro. 7j188o.

Estimadó amigo:

Oportunamente recibí su grata de 2 de Diciembre.

Creía yo que el asunto particular a que Ud. se refiere po-dría haberse arreglado verdad sabida y buena fé guardada; por que de otra manera no es para mí aceptable la solución; menos aun en mi carácter de libre pensador que nunca declinaré, Dios mediante, si bien creo que debe darse toda la libertad necesa-ria al culto católico.

Me parece que el Congreso estará bien inspirado, pero se-ría ilusión el esperar que pudiera hacer otra cosa que aceptar las ideas del Mensaje de 1878. Se lo digo para su gobierno. Si el nuevo Pontífice cuyas luces todos reconocen, no se sitúa en terreno práctico, quedaretnos in statu quo. Tengo ciertamente los mas vivos deseos de dar garantías plenas al catolicismo co-lombiano; pero si no hay concesiones recíprocas dudo mu9ho que se logre ningún cambio sustancial.

Yo intento irme para Bogotá a fines de este mes.

Quedo siempre amigo de Ud. muy sincero

R. Nuñez».

Estas cartas explicarán al lector la causa del fracaso de las negociaciones entabladas por mi conducto con el Vaticano.

No es cierto que la Santa Sede dejara de hacer concesio-nes al Gobierno de Colombia, pues las hizo y muy trascenden-tales, como el reconocimiento de la desamortización de los ma-trimonios civiles y de las escuelas oficiales ; pero como no sancionó « verdad sabida y buena fe guardada » el matrimonio ilegitimo (desde el punto de vista canónico) del Dr. Nuñez, los arreglos con la Iglesia que entonces habrían sido mucho mas ventajosos que los que informan el Concordato celebrado mas tarde por el mismo Nuñez, cuando ya por muerte de su primera esposa había contraído católicamente segundas nupcias, no pu-dieron llevarse a efecto en 1880.

Yo desplegué grande actividad para lograr que el Modus vivendi se acordara durante la Administración Trujillo; pero me fué imposible porque en el Vaticano los asuntos marchan con suma lentitud, y porque, además de que la Santa Sede tenía necesidad de recoger datos e informes desde Bogotá y de Quito el Cardenal Nina me manifestó con franqueza que el Gobierno dontifical deseaba que el Pacto se sellara por un Agente confidencial, nombrado por el nuevo Presidente, Dr. Nuñez, a fin de que éste con el prestigio que tenía, al tomar posesión de la Pre-sidencia obtuviese del Congreso la debida aprobación.

Desgraciadamente no sucedió así. El General Camargo, Mi-nistro de Colombia ante los Gobiernos de Francia y de Ingla-terra, habla recibido constantemente informes de mi parte sobre la marcha de los arreglos que yo gestionaba ante el Vaticano. Tuve una entrevista con él en el otoño de 1879 y le expuse todas las ventajas que podría derivarse para la Patria del ex-tresado arreglo. Por último, le insinué que él debía ir a Roma a firmar el Acuerdo con la Santa Sede con el carácter de Agente confidencial del Gobierno de Colombia, pues a mí me era im-posible hacerlo, por las razones que ya he expresado.

El General Camargo entusiasmado con la idea de llevar a

afecto el expresado Arreglo recabó y obtuvo el nombramiento de Agente Confidencial ante la Santa Sede.

Llegó el General Camargo a Roma a principios de 1880. Lo puse yo inmediamente en relaciones con el Cardenal Nina y, en menos de ocho días se firmó un Acuerdo entre el Gobierno de Colombia y la Santa Sede. Este Modus vivendi, un poco recortado de lo que se me había prometido por el poco tiempo que empleó el General Camargo en su labor diplomática fué improbado por el Dr. Nuñez y en seguida por el Congreso, in-fluenciado por el nuevo Presidente.

Quedan así explicadas, conforme a la mas estricta verdad histórica, las causas del fracaso de la primera tentativa de un Concordato, cuya iniciativa correspondió al Senado radical de ¡878 y a la Administración liberal del General Trujillo.

Antes de terminar este capítulo consagrado a mi Misión ante el Vaticano, deseo referir la gran ceremonia que tuvo lugar en la Basílica de San Pedro, cuando el Papa Leon XIII des-cendió excepcionalmente de sus apartamentos del Vaticano para dar una Audiencia solemne en el mayor Templo del mundo.

Gracias a los empeños del Sr. Mansella, pude yo obtener una carta de entrada a la Basílica en mi carácter de simple par-ticular, porque mi posición diplomática no me permitía tener ac-ceso al Vaticano.

La ceremonia a que me refiero tuvo lugar en el invierno de 1880, en el mes de Febrero, si mal no recuerdo. Leon XIII era un hombre pequeño, delgado y descarnado. Su piel blanca con ligero tinte amarillento, le daba un aspecto de efigie de cera. Sus ojos brillantes y movibles, su larga nariz y sus me-jillas hundidas, pero animadas por la sonrisa constante de su ancha boca, hacían recordar la fisonomía de Voltaire en los bustos y estatuas que del gran literato se conservan.

Por su falta de carnes y por su débil salud, Leon XIII era muy friolento y muy susceptible a los resfriados, pero al mismo tiempo repuginaba el calor artificial producido por el fuego de las chimeneas y de los aparatos caloríferos. Así, pues, en su cá-mara de dormir no se hacía fuego, pero en las piezas vecinas que la rodeaban, se encendían grandes braseros para recibir el calor proveniente de esos cuartos.

Cuando el Papa tenía el propósito de bajar a San Pedro, la gran Basílica se cerraba durante quince días para calentarla con innumerables y grandes braseros.

El día de la gran fiesta (que generalmente tenía lugar entre 11 y 12 de la mañana), empezaba a acudir la concurrencia desde las primeras horas del día. Cuando yo concurrí se habían repar-tido 20.000 boletas por conducto de las Embajadas y Lega-ciones acreditadas ante la Santa Sede y de las Congregacio-nes religiosas. Hombres y mujeres de todos los países, y de todas las religiones probablemente, concurrieron a San Pedro para formar dos inmensas hileras de espectadores, cerrando una gran calle dentro de la Basílica extendida desde la gran puerta de bronce que a la derecha del Templo comunica con el Palacio del Vaticano hasta la nave principal, y luego en línea recta hacia el altar mayor para cruzar en ángulo recto por una de las 27 capillas laterales hasta el altar de los Santos Crispin y Crispiniano, sobre el cual debía colocarse la silla gestatoria, o sea el trono portátil con el Santo Padre sentado sobre él.

Todo estaba preparado en la gran Basílica para recibir al Soberano Pontífice. Los mármoles, los mosaicos, los bronces y todos esos objetos admirables que forman de San Pedro el museo mas rico y pintoresco del mundo, se habían abrillantado y relucían a los suaves rayos del sol que descendía de la inmensa Cúpula. En los diez y siete coros del Templo estaban los órganos y los chantres listos para entonar los Cánticos sagrados en el momento oportuno. Los innumerables turiferarios dispersa-dos en la Basílica, tenían sus incensarios encendidos y los espec-tadores en número de 20.000, mas o menos, formaban las dos grandes alas de las calles que ya he descrito. Apiñados, y todos de rodillas, esperábamos anhelantes el momento en que la gran puerta de bronce colocada a mano derecha del Templo, o sea al lado que comunica con la Seala regia del Vaticano, fuese abierta para la entrada del Cortejo.

A las II 12 de la mañana, tres grandes golpes resonaron sobre las gruesas y esculpidas láminas de bronce que cerraban "el gran portal. Casi inmediatamente, las dos grandes batientes se abrieron en toda su extensión. Al abrirse las puertas, los coros todos de la Basílica rompieron su orquesta y los chantres entonaron sus cánticos, los turiferarios dejaron exhalar los per-fumes del incienso y de las resinas sagradas, y los espectadores quedamos deslumbrados ante la magnificencia del Cortejo.

Rompía la marcha un Cuerpo de Suizos, con su vestido pintoresco de diversos colores ideado y diseñado por Miguel Angel.

Luego venían los Maceros con sus cascos y masas relucientes. Pasaban los caballeros de Capa y Espada con sus magníficos y cortos mantos á la española y sus espadines de acero entre lu-cientes estuches de plata adornados de pedrerías. La Guar-dia Nobile, formada por jóvenes de la aristocracia de Francia, España, Austria y Bélgica, y aun algunos italianos, llevaba un uniforme semejante al de los antiguos templarios y formaban un grupo que precedía a los de los Cardenales. Por último, los miembros del Sagrado Colegio, en columna imponente, con sus ricos y sedosos mantos de seda escarlata, precedían inmediata-mente el trono portátil del Papa.

Por último, se presentaron las sagradas andas, llevadas e hombros por los sediaris vestidos de blanco con bandas rojas. Sobre ellas estaba instalada la silla gestatoria, que era un trono cubierto con enchapados de oro y bronce. El Pontífice, sentado sobre ella, vestido de blanco y con la magnífica tiara en la cabeza, parecía una efigie de la Divinidad humanizada al resplandor de las lu-ces que se filtraban por las ventanas del Templo. Leon XIII, pá-lido y blanco como una estatua animada de mármol, extendía su mano derecha medio cubierta de mitones bordados para ben-decir á los espectadores, en tanto que con la izquierda aplicaba un pañuelo a su boca sonreida como para premunirse de algún resfriado, no obstante que la Basílica tenía una temperatura de 20. centígrados por lo menos.

Sobre la cabeza del Pontífice se cruzaban dos inmensos aba-nicos de plumas de avestruz, formando un dosel que oscilaba sobre la tiara, y llevado sobre grandes bastones por los sediaris.

Cuando el Pontífice apareció en la Puerta de bronce; los órganos y los chantres rompieron sus notas y entonaron el himno pontifical; los turiferarios batieron los incensarios y los 20.000 espectadores lanzaron el grito unísono E Vivva el Papa Re. Y así, al son de los órganos y de los cantos sagrados, entre nubes de incienso y en medio de las aclamaciones del inmenso grupo de fieles arrodillados, el Santo Padre e legó en su trono portátil hasta el altar que le estaba destinado.

Una vez instalado sobre el ara del altar Leon XIII pro-nunció una alocución con voz apagada y entrecortada por la fa-tiga y, tal vez, por la emoción de la ceremonia.

Terminada la alocución, los Prelados y vicarios de las Provincias italianas u extranjeras que habían concurrido a la so-lemnidad desfilaron delante del trono del Pontífice y besaron el pié de éste que se hallaba calzado con borceguíes escarlatas y adornado con piedras preciosas.

Terminada la ceremonia Leon XIII impartió su bendición a los espectadores y volvió a "sus habitaciones en la silla gesta-toria, siguiendo el mismo orden que habla llevado a la entrada a la Basílica.

CAPITULO XXVIII.

Banquete del 20 de Julio de 1879

SUMARIO: Regreso a Paris en el estío de 1879. Dos jóvenes colombianos, patriotas entusiastas organizan un gran banquete para festejar el día de la Patria. – El banquete se dedica, además, a obsequiar al Sr. de Lesseps, Empresario del Canal de Panamá. Los organizadores del banquete me escogen para presidirlo por estar ausente el General Ca-margo en Londres. – Curioso incidente con el Dr. Torres Caicedo. -Mis palabras en el banquete. – Oferta del Sr. de Lesseps de un pe-destal para la estatua de Colón en Panamá, obsequiada por la Empe-ratriz Eugenia. -La ciudad de Roma es inhabitable durante el estío. El calor sofocante que a veces llega a 400 a la sombra hace insoportable la permanencia en la ciudad eterna durante el verano. Esto es tradicional desde los tiempos primitivos y es por esto por lo que los Emperadores y patricios romanos prodigaban las Termas y balnearios en la ciudad capital. Además, la malaria, fiebre perni-ciosa que se desarollaba en Roma durante los calores, por las ema-naciones deletéreas de las Lagunas Pontinas, presenta peligros para los habitantes de Roma, sobre todo si son extranjeros y no están aclimatados.

Casi todos los turistas, los diplomáticos y los rentistas se ausentan de Roma durante el verano para ir a buscar más sua-ves y más benignos climas, en otras lugares de la península o en el extranjero. En esa época, la Ville quilte la Ville y no que-dan en Roma más habitantes que el Papa y los mendigos según se dice familiarmente en Roma.

Yo había tenido la imprudencia de pasar en Roma el verano de 1878 y tuve el contratiempo de enfermar seriamente, porque fui atacado por la malaria de la cual escapé gracias a mi juven-tud, a ser oriundo de los Trópicos y a los cuidados del eminente Profesor, Señor Bacellí, a la sazón Ministro de Instrucción Pública.

Para evitar enfermedades en el mes de Junio de 1879, me despedí de Roma y me dirigí a Francia con el fin de pasar el verano en Paris.

Durante mi permanencia en la Capital francesa tuvo lugar un incidente patriótico diplomático, digno de referirse.

Acababa de organizarse la Compañía constructora del Canal de Panamá bajo la alta protección del Conde de Lesseps, el Gran francés> constructor del Canal de Suez.

Acontecía este suceso, nuncio de venturas para Colombia (que mas tarde se convirtieron en crueles desventuras) cuando se aproximaba el día de la Patria colombiana, o sea el 20 de Julio de 1879.

Con el fin de festejar este doble y fausto acontecimiento, Alberto Urdaneta y Ricardo Pereira, jóvenes distinguidos, ilustra-dos y patriotas, promovieron una suscripción entre la entonces numerosa colonia colombiana para un gran banquete el 20 de Julio próximo venidero.

El Proyecto del banquete fué acogido con entusiasmo por los colombianos residentes en París y las suscripciones se cubrieron sin dificultad alguna.

Los organizadores de la fiesta ofrecieron al General Camargo Ministro de Colombia en Inglaterra y Francia, y a la sazón re-sidente en Londres, la Presidencia de la fiesta.

El General Camargo se excusó de concurrir por sus labores diplomáticas y se me designó á mí, como á Ministro de Colom-bia en Italia, pata que desempeñase la honrosísima comisión de presidir el gran banquete y de dedicarlo a la Memoria de nuestros liberta4ores y al Sr. de Lesseps.

A pesar de que el honor que se me proporcionaba era su-perior a mi modesta posición, no pude declinarlo.

Constantemente conferenciaba yo con los organizadores de la fiesta para que ésta tuviera todo el esplendor y resonancia que merecían los objetos de ella.

Hallándome una mañana en mi cama, se presentó el Dr. Tor-res Caicedo, de quien he tenido ocasión de hablar extensamente en estas Memorias, (el mas distinguido sin duda de todos los miembros "de la colonia residente en Paris) y uno de los mas en-tusiasmados por el proyecto del banquete.

Recibí al Dr. Torres con la cordialidad y consideración que me imponían su amistad y su alta posición social.

Encantado, estoy, me dijo Torres con el banquete para celebrar el 20 de Julio y obsequiar al Sr. de Lesseps. Muy merecido es el honor que dispensan a Ud. los jóvenes organizadores de la fiesta a designarlo para presidir el banquete. No obstante vengo a suplicar a Ud. que decline ese honor para que yo ocupe su puesto pues me propongo hacer un gran discurso, en elogio especial de Ud., demostrando que Ud. es, con su juventud, su ta-lento y su ilustración, la encarnación fiel de nuestra joven y flo-reciente patria.

Me deshize en agradecimientos al Dr. Torres por el honor con que me abrumaba, mayor aun "que el de presidir el banquete. Manifesté a mi eminente compatriota que ninguna persona tenía mejores títulos que él por su altísima posición para presidir no solamente ese banquete sino toda congregación o Sociedad de Sur -Americanos. Yo me interesaré con los organizadores de la fiesta, agregué para que designen a Ud. de Presidente del banquete, lo cual le daría mayor realce que cualquiera de sus otros elementos de brillo. Pero suplico a Ud. que prescinda de mi humilde y os-curo nombre en su discurso, porque no me creo con fuerzas su-ficientes para soportar el peso de un honor tan grande; yo me sentiría como avergonzado al oír elogios de un personaje tan en-cumbrado como es Ud.

Y con efecto, esa misma tarde comuniqué a los Señores Urdaneta y Pereira la insinuación que me había hecho el Dr. Tor-res Caicedo. Ambos rechazaron el cambio y me recomendaron se lo manifestara así a Torres, no porque desconociesen los superio-res merecimientos de ese gran colombiano para ocupar el primer puesto en el banquete, sino porque teniendo éste un carácter pa-triótico y oficial era natural que fuese presidido por un Represen-tante diplomático de Colombia y no por el Ministro de la Repú-blica del Salvador.

El Dr. Torres, a quien trasmití la negativa expresada, se conformé de buen grado; pero entonces me agregó: El asunto puede arreglarse de esta manera. Establezcamos dos cabeceras en la mesa: una ocupará Ud. y la otra yo. Ud. tendrá a su derecha al Conde de Lesseps y yo al Ministro de Obras públicas de Francia.

Los Señores Urdaneta y Pereira condescendieron con la so-licitud del Dr. Torrés.

El banqueté tuvo lugar en los salones del Café Riche, en cual fué preciso eliminar dos tabiques o ligeros muros diviso- para formar una gran sala que contuviera holgadamente a

mas de 100 concurrentes.

El banquete se celebró el 20 de Julio con una suntuosidad extraordinaria. Luces y flores a profusión, vajilla y recado de

mesa de plata y oro. Dos magnificas orquestas. Un criado vestido de librea detrás de cada convidado y para su servicio especial. Vinos exquisitos, manjares deliciosos. El menú litografiado con caracteres de oro en forma de pliego tenía en sus dos caras pos-teriores los retratos de Bolívar y Santander, y al pié de estos retratos sendas estrofas. La de. Bolívar era tomada de la grandi-locuente poesía de Doña Gertrudis Gómez de Avellaneda; la de Santander, compuesta por mí decía simplemente lo siguiente

« Capitán valeroso y denodado

Abatiste el poder de altivos reyes, Y, Sabio, en la curul del Magistrado

Fuiste llamado el Hombre de las Leyes »

Cuando se sirvió la primera copa do champaña pronuncié, que no leí el, siguiente discurso:

« El mejor presente que, como hijos solícitos, podemos ha-cer a la República en el aniversario de su gran día, es el espec-táculo que presenta este banquete, donde abrazados como herma-nos bajo su gloriosa bandera, borramos los lindes de las parcia-lidades políticas para que luzca únicamente el área de la Patria.

Y así como los hijos de la Arabia que, en cualquier punto de la tierra en donde se hallen en ciertas solemnidades, vuelven su rostro hacía la Meca, y, salvando con su espíritu las distancias se prosternan ante la ciudad santa, hagamos que nuestro pensa-miento atraviese el Altántico, se recaliente con el sol de los tró-picos y caiga de rodillas sobre nuestras queridas playas para sa-ludar y bendecir a Colombia en su día de lujo, de orgullo y re-gocijo.

El 20 de Julio de 1810, el pueblo granadino, pupilo de tres siglos, pidió, como la mayor parte de América, su carta de eman-cipación. La España de entonces, desconociendo que los pueblos, así como los hombres de que son agregación, llegan también a la edad viril y aspiran a ser independientes, quiso ahogar con mano de hierro el grito de libertad lanzado por sus colonias.

Pero los hombres de Julio y el pueblo que los seguía no se arredraron ante el diluvio de sangre con que decidió inundarlos la Metrópoli. Si un pueblo entra en el camino de la libertad, po-drá sucumbir en él, pero jamás retroceder. Cuando se sabe morir, no se puede aprender a ser esclavo.

Por eso fué por lo que ese pueblo de mansos colones, que habla vivido pacíficamente durante tres siglos, que carecía de ar-mas y de todo elemento bélico, que ignoraba por completo el arte de la guerra, que no conocía sino por ecos vagos el movimiento político del Viejo Mundo, esos moradores sencillos, y al parecer débiles, no vacilaron en aceptar el reto y en empeñar la lucha con la nación blasonada por catorce siglos de triunfos y conquistas.

Si de todo carecían, Dios y su entusiasmo todo lo crearon. Necesitaron de un genio que los dirigiera y tuvieron a Bolívar « grande entre los grandes » según la expresión ¿el poeta, fun-dador de tres Repúblicas, Libertador de media América y Héroe en la conciencia universal.

Necesitaron de hombres de virtudes cívicas sin tacha, que sirvieran de modelos y tuvieron a Acevedo Gómez; los Gutiérrez y otros, especie de patricios romanos, pero de los mejores tiempos de la antigua Roma.

Y hombres extraordinarios como Nariño y Santander, genios de campamento y bufete, que parecían dotados de tres almas, porque fueron a un tiempo eminentes estadistas, legisladores y guerreros.

Y sabios como Caldas, quien después de asombrar al mundo con su ciencia y ponerla al servicio de su Patria, se abrió paso, por el pórtico del cadalso, al Panteón de la Historia para recibir la triple corona del mártir, del sabio y del patriota.

Y héroes sin rival, como Girardot, con cuya generosa sangre derramada por libertar a Venezuela, pagamos a esta hermana el rico presente que de Bolívar nos hiciera, y, como Ricaurte, quien con propia mano tronchó su vida en flor para salvar su Patria, porque el fuego de su patriotismo era más grande que el que produjo el – parque con que voló, sublime suicida, a la Inmorta-lidad.

Y para que nada faltara en este múltiple sacrificio, hecho a la Libertad, insaciable, pero siempre adorada Diosa; como la flor mortuoria de esta inmensa hecatombe, también pereció en el cadalso una hija de nuestros campos, Policarpa Zalabarrieta alma de ángel y corazón de héroe, encerrados en cuerpo de mujer.

Tal fué la obra de nuestros padres. Con su sangre amasaron los materiales con que hicieron la Patria que nos legaron. Esa obra nos impone deberes, cuyo cumplimiento no podríamos eludir sin hacernos indignos herederos de tan valiosa herencia? Si el fundar nuestra nacionalidad exigió de nuestros padres sublimes sa-crificios, el conservarla digna de su memoria, exige de nosotros sus hijos esos sacrificios a la sombra que se llaman las virtudes cívicas. La primera y mas fecunda de esas virtudes es trabajar porque la paz reine en Colombia. Como el mejor homenaje a nuestra madre común en este día; procuremos que nuestro país no sea un circo ardiente de pasiones de partido y sí una nación civilizada y digna. Trabajemos porque se torne en Patria de hom-bres racionales y cristianos.

Una ocasión propicia se nos presenta para que la era de verdadera paz y de progreso empiece para Colombia. El Señor Conde de Lesseps que hoy honra nuestra mesa, piensa llevar a cima la empresa del Canal interoceánico en territorio colombiano, sobre los planos y excelentes estudios de los Señores Wyse y Re-clus, dignos hijos, como él, de la nación mas civilizada del mundo. El Señor de Lesseps, después de haber, con sus talentos y perseverancia, desenterrado de entre el polvo de los siglos y de entre las arenas del desierto el Canal de los Faraones, piensa hoy, con la unión de los océanos, complementar el pensamiento de Colón, poniendo a la voz el Oriente con el Occidente y rea-lizando la aspiración de cuatro siglos.

Saludémosle, pues, con el mismo respeto y entusiasmo con que saludamos la memoria de nuestros libertadores, porque sí éstos nos dieron libertad, él nos promete progreso.

Además, hay completa paridad en sus respectivas empresas. Nuestros padres nos independizaron de la Metrópoli, y el Sr. de Lesseps independizará el comercio universal del obstáculo del Istmo y quizá a Colombia para siempre de la discordia civil.

Asociando, pues su nombre al de los héroes de la Indepen-dencia, permitidme que concluya mi discurso parodiando al ángel;

« Gloria en la immortalidad a nuestros libertadores,

Honra en la tierra a los obreros de la civilización ».

E] Señor de Lesseps contestó con un hermoso discurso en correcto español, pues el poseía ese idioma con la misma propie-dad que el francés y el inglés.

Al terminar su oración ofreció al Gobierno de Colombia por mi conducto hacer levantar a su costa un pedestal de mármol para la estatua de Cristóbal Colón, regalada por la Emperatriz Eugenia al Gran General Mosquera, y que se hallaba en Colon sobre un pequeño terreno árido guardado por un cercado agreste de toscos leños. Esa magnífica estatua se yergue hoy sobre el hermoso pedestal obsequiado por el Conde de Lesseps sobre un lugar cercano a la embocadura del Cánal de Panamá, el cual, construido hoy por los Americanos nos prometía tan halagueñas esperanzas para el porvenir, y fue sin embargo la fuente de la mayor de nuestras desgracias internacionales como lo es la pérdida del istmo de Panamá, la joya de nuestro territorio, debido a la imprudente osadía pirática de Roosevelt, a la inepcia de nuestra diplomacia y a las pasiones políticas de nuestros Magistrados. El descubridor de América aparece hoy a la entrada del Canal como un testigo de nuestras desventuras y al mismo tiempo de las suyas, y de sus glorias inmortales.

Terminado el banquete el Sr. de Lesseps se retiró a las 11 12 de la noche para ir a tomar el tren que debía conducirlo a Burdeos en donde al día siguiente a las ¡o de la mañana, hizo una notable conferencia sobre el Canal de Panamá.

Los periódicos del 21, al reseñar el gran banquete con que la colonia colombiana había festejado el día de la Patria y obse-quiado al Conde de Lesseps, a su hermano Don Carlos, al Sr. Aepply, Presidente de la Cámara de Comercio de Nueva York, al Sr. Napoleón-Bonaparte Wyse, a varios personajes del Gobier-no francés, propagadores de la empresa del Canal dijroen que el gran banquete había sido presidido por los Señores Torres Caicedo y Quijano Wallis, representantes diplomáticos del Salvador y de Colombia. Estas noticias fueron suministradas a La Liberté y otros diaros franceses por el mismo Señor Torres Caicedo.

He querido referir este incidente y el que se relaciona con la gestión del Dr. Torres Caicedo para aparecer como Presidente del banquete; no por un sentimiento de vanidad (que si entonces lo tenía ya se ha evaporado por la acción disolvente del tiempo), sino para dar una muestra del espíritu que animaba, casi como una manía, de figurar y hacer viso ante el público, al Dr. Tor-res, y también para hacer conocer por ese gesto la sutileza de su talento en cuanto se proponía hacer a impulsos de sus deseos -de notoriedad. Cuando me propuso que declinara el honor de presidir el banquete para tener ocasión de hacer mi elogio en público y en ocasión solemne, contaba sin duda con el sentimiento natural de ambiciosa vanidad que debía animarme en esos momentos como a todos los jóvenes.

Capítulo XXIX.

Primer viaje a España

SUMARIO. En compañía de los Señores Diego Suárez Fortul y Alberto Urdaneta emprendo viaje para España. Recuerdos de Burgos, Valladolid y Madrid. Nuestras entrevistas con Nuñez de Arce y Campoamor. – Interesante conferencia con D. José Zorrilla. – Juicio sobre este gran poeta. – Paseo por Andalucía y por Barcelona. – Des-pedida de España en el álbum de Urdaneta. Encuentro con Al-fonso Karr en la frontera de Cerbére.

Visitar la Península Española nuestra venerable madre, la Patria de nuestra Patria, como tuve ocasión de proclamarlo en ocasión solemne recorrer sus hermosos valles y montañas, co-nocer a sus hombres y evocar sus glorias, eran los deseos mas vehementes que me animaban durante mi segunda estacílá en el Continente europeo. Y, aprovechando la ausencia obligada de Roma, asiento de mi misión diplomática, la cual por otra parte estaba terminada, resolví emprender un viaje por España en compañía de mis muy queridos y simpáticos amigos Don Alberto Urdaneta, a quien ya he mencionado en este libro y "de Don Diego Suárez Fortul, hombre procero, vástago y tronco al mismo tiempo de una de las mas distinguidas familias de Co-lombia, acaudalado propietario y personaje de espíritu fino inte-ligente y sagaz.

Provistos de un billete circular, de fondos y de cartas de recomendación para hacer la gira nos pusimos en marcha para España al terminar el verano de 1879. Recorrimos las ciudades interesantes del Sur de Francia y del Norte de la Península ibérica, deteniéndonos en Burgos, Valladolid y el Escorial para lle-gar cuanto antes a Madrid. En Burgos contemplamos y admira-mos durante largo tiempo la hermosa Catedral, tipo perfecto de la arquitectura gótica, y monumento imponente del arte medioe-val. La Catedral de Burgos, con sus haces de columnas sobre las cuales se desarrollan las magníficas ogivas, por donde filtran su suave luz los rosetones guardados por cristales de colores con magníficas pinturas es el Templo en donde se experimenta la verdadera unción religiosa. En las grandes Basílicas romanas, y en las de San Pedro y San Pablo especialmente, los visitantes gozan de cierta libertad para pasear y discurrir hasta en voz alta sobre las maravillas que contemplan, pero en la catedral de Burgos y probablemente en los otros grandes Templos similares, nadie se atrevería a levantar la voz ni hacer el menor gesto de irrespeto o irreverencia. Indudablemente el orden gótico es el mas apropiado para las imponentes ceremonias del Catolicismo.

Hallándonos en el pórtico del gran Templo, quiso Urdaneta que leyeramos en coro la hermosa poesía de Nuñez de Arce intitulada « Miserere » y en la cual hace una bella alusión a la Catedral de Burgos.

En Valladolid, capital de Castilla la Vieja y antigua metró-poli del Reino, pudimos contemplar con tristeza la decadencia en que se halla esa parte de España después de que, unida la Península, vino a ser Madrid la capital del Reino.

En dicha ciudad visitamos la casa miserable en donde murió, agobiado por los años, aherrojado entre cadenas y devorado por la tristeza el Descubridor de América, Cristobal Colón, quien, como todos los hombres superiores y los grandes benefactores de la humanidad, obtuvo la suprema purificación del dolor y la corona del martirio.

Urdaneta que llevaba un libro precioso de viajes y de au-tógrafos, me hizo escribir en él un verso que dice así:

«Aquí en esta humilde cama

Se extinguió el genio profundo

Que un mundo le dió a otro mundo

Y ambos llenó con su fama ».

Como recuerdo a Cervantes también escribí en el álbum de Urdaneta, el siguiente cuarteto:

De escritores soberanos

En Don Quijote conjuntas

Cuanto hay de grande en lo humano,

E hiciste con una mano

Mas que mil con ambas juntas.

La impresión que tuvimos al llegar a Madrid. fue de sor-presa y agrado, porque, instalados en el mas confortable hotel de esa época (el de Paris) pudimos contemplar el centro de la ciudad que se halla a la altura de las grandes capitales europeas, pues en esa pequeña zona están reunidos los soberbios edificios de la Equitativa, del Palacio de Correcis, los grandes Hoteles, los animados paseos del Retiro y la Castellana, y el magnífico Museo del Prado.

No me detendré a hacer descripciones de Madrid, como no las he hecho de Roma ni de ninguna otra ciudad europea, porque no quiero fatigar al lector con repeticiones desabridas de las narraciones y descripciones escritas por ilustres viajeros. Me limito a referir algunos incidentes que se relacionan con los hombres notables de España en esa época.

Como llevo dicho, Urdaneta tenía un álbum precioso en donde, además de las principales impresiones de viaje diseñaba con su lápiz admirable los bustos de los personajes mas nota-bles que conocía en sus viajes y de los cuales obtenía un re-cuerdo, una palabra, o siquiera sea su firma. Allí en esa exqui-sita colección, se encontraban recuerdos de grandes escritores franceses y quería completarlo con los de los españoles.

Uno de nuestros primeros cuidados, cuando nos hallábamos en Madrid fué solicitar una entrevista con D. Gaspar Nuñez de Arce, el gran lírico español, quien, con sus magníficos cantos, había entusiasmado a todos habitantes que hablaban la lengua castellana en ambos hemisferios.

Nuñez de Arce nos recibió con la cordialidad, sencillez y agasajos que gastaban siempre los hidalgos españoles. Era un hombre de mediana estatura, robusto y fuerte; una hermosa ca-beza, en que brillaban negros y movibles ojos y una boca agra-ciada, estaba coronada por una abundante cabellera gris. Su fi-sonomía expresiva y simpática estaba realzada por una barba espesa, que la cubría en contorno.

Los modales de Nuñez de Arce eran afables y exquisitos:

su voz argentina y bien timbrada y, tanto por su fisonomía, el corte de su barba, el gesto, la voz y las maneras, nos recordó a nuestro D. Solvador Camacho Roldán.

Después de presentar al gran poeta nuestros homenajes de admiración por sus bellísimas poesías y especialmente por ese precioso poema intitulado « Idilio », basado en el mismo argu-mento de la « María » de Jorge Isaacs, le pedimos que pusiese un recuerdo en verso, y su firma en el álbum de Urdaneta.

Nuñez da Arce sacó de un cajón de su Despacho un borra-dor casi confuso que contenía algunas estrofas de « El Vértigo,

poema aun inédito. De ellas tomó, y escribió con pulso firme y

magnífica letra, la hermosa décima que empieza así:

« Cuando a desatarse empieza

La tempestad en el alma

O que imponente es tu calma

O madre Naturaleza

En seguida nos obsequió varias colecciones de sus obras con galantes autógrafos.

Durante la conversación gratísima que tuvimos con el gran poeta, no pudimos excusarnos de expresar la admiración que nos procuraban la rotundidad, la armonía, el hondo pensamiento, la robustez y corrección de la rima y la insuperable acentuación de sus bellísimas poesías, todo lo cual demostraba el númen poético y su maestría y facilidad en el arte de versificar.

– No crean Uds., nos contestó Nuñez de Arce, que yo tengo facilidad para hacer versos como la tienen Campoamor y nuestro gran maestro Zorrilla. Todo lo contrario. Nunca he podido improvisar un verso y para hacer esta décima que he escrito en su álbum de Uds., he empleado mas de ocho días con> sus noches, Muchas veces me causa desvelos el buscar un consonante o hallar un adjetivo apropiado. Mi trabajo de versificador es mas duro que el que labra la piedra bruta; pero no desisto de él porque me abstrae y me hace olvidar las faenas de la vida prác-tica cuando tributo culto a la pasión que él me inspira.

Aunque consideramos que estas palabras eran fruto de la genial modestia del Príncipe de los líricos españoles; juzgamos que había algo de verdad en lo que él decía y dedujimos que, debido al trabajo de lapidario que ejercitaba Nuñez de Arce para hacer sus poesías, resultaban estas insuperables e impecables, siquiera en lo mínimo, tanto en el fondo del pensamiento como en la forma exquisita de la expresión.

Después de Nuñez de Arce, quisimos visitar a Campoamor, el delicioso autor de los Pequeños poemas y Doloras. Campoamor ocupaba una hermosa habitación en la Plaza de Cortes. Era un hombre alto, fuerte, de fisonomía abacial, tez rosada y ojos espa-ñoles. Llevaba favoritas, y tanto sus cabellos como su barba tenían ya la seda brillante de los años.

Campoamor había sido Ministro de Hacienda y era Senador Vitalicio, Miembro del Ateneo de Madrid. y de la Academia Espa-ñola. Retirado de los Negocios y de la vida pública, vivía, célibe, de sus rentas, en ¿ompañía de dos viejas hermanas y consagrado a su pasión favorita que era la de la poesía.

Mas cordial y mas afable, y mucho mas sencillo y llano que,

el de Nuñez de Arce, fué el recibimiento que nos hizo Campoamor. Este gran poeta era entonces muy popular en Colombia, y

viejos y niños recitaban sus sencillos versos que, bajo una forma admirable y simple, encierran hondos conceptos de filosofía prác-tica. Esas poesías tan espirituales como instructivas eran la lectura favorita de los hogares bogotanos.

Cuando nosotros referimos a Campoamor el encanto que en Colombia producían sus versos, él nos dijo con modestia sincera:

« Yo tengo un verdadero placer en hacer versos, los cuales compongo para entretener mis ocios como podría algún otro consagrarse a los deportes, o a los juegos de tresillo o ajedrez. No busco dinero con la publicación de mis obras porque no lo necesito; ni busco gloria ni renombre, porque a mi edad desa-parecen para el hombre todas las ilusiones. Expreso en mis versos mis pensamientos íntimos, sobre las pasiones y las vicisitudes de la vida humana. Me divierto mucho en acicalar y pulir mis com-posiciones como pueden hacerlo los niños con sus juguetes y muñecos. No comprendo como Uds. hacen tantos elogios de mis pequeños poemas, cuando en América hay poetas tan pro-fundos como el autor de esas dos admirables quintillas intituladas « La Vida Humana » y las cuales cambiarla yo por todas las que contiene el tomo de mis poesías

– ¿ Y cuáles son esas quintillas le preguntamos en coro?

Oígalas Uds. nos contestó, y acto seguido con entonada voz y gesticulación de actor, nos recitó los tan ponderados versos anónimos que dicen así:

LA VIDA HUMANA

Ah! del puerto! ah! de la ría!

Qué buque esa señal lanza?

Una alma Trae avería?

Ninguna Qué mercancía?

Ilusiones y esperanza.

Entró la nave al momento,

Y al cabo de pocos años

Volvió a dar su veía al viento,

Llevando por cargamento

Pesares y desengaños!

Estos versos, que eran el objeto de la recitación favorita de Campoamor, hablan aparecido sin firma en algún periódico de la América del Sur. Mas tarde supimos que su autor es el gran poeta

argentino, Olegario Andrade, autor de la inmortal « Atlándita ».

Campoamor nos invitó a comer en otra ocasión; nos deleité con recitaciones de poesías inéditas; nos obsequió con ejemplares de sus poesías, dejando en nuestros ánimos la mas agradable im-presión.

El poeta que nos inspiraba mayor admiración, como creo que sucedería a todos los aficionados a las bellas letras en América, era el popular y célebre Don José Zorrilla, el cantor popular y melodioso de las glorias españolas.

El célebre crítico español que, bajo el seudónimo de Clarín, escribió tan hermosos juicios sobre los literatos peninsulares y sur-americanos, dijo entonces en algunas de sus revistas críticas, « que de todo el numeroso grupo de literatos españoles que habían brillado en tiempos pasados, no quedaban actualmente mas que un solo poeta y dos medio poetas. El poeta era Zorrilla y los medios eran Campoamor y Nuñez de Arce ».

Vivos deseos nos animaban para visitar al autor del Poema de Granada. Preguntamos a Campoamor como podríamos realizar nuestro deseo y él nos manifestó que nos valiéramos de Campoa-rana (para quien nos dió una carta de recomendación) porque él conservaba estrechas relaciones con el Maestro, como así llamaban los hombres de letras a Zorrilla.

Campoarana era Secretario del Ministerio de la Gobernación, hombre de profundos conocimientos en la literatura española, autor de varias obras dramáticas e íntimamente relacionado con todos los literatos de Madrid. Tenía reuniones hebdomadarias en los salones 4e1 Ministerio de la Gobernación, situado cerca de la Plaza del Sol. Cuando le expresamos el deseo de conocer a Zorrilla, por medio de sus buenos oficios, nos contestó:

« No pretendan Uds. ir a visitar al Maestro porque él no recibe a nadie a causa de su extrema pobreza, pues carece hasta de una silla que poderles ofrecer en su miserable vivienda. Yo le daré una cita para una noche en el Ministerio de la Gobernación y avisaré a Uds. para que concurran a la reunión, en la cual conocerán Uds. también a Etchegaray y a otros literatos de esta metrópoli.

Con gran placer concurrimos g la cita. Cuando llegamos al Ministerio estaban reunidos varios literatos que sería prolijo enu-merar, pero no había llegado aun Zorrilla. Poco después, oímos voces fuertes en la galería que conduce a la sala en donde esta-bamos reunidos y en seguida se presentó a nuestra vista el gran poeta, objeto constante de nuestra admiración.

Cubierto por una clásica capa española, bastante raída y des

colorada y llevando en la mano un sombrero de fieltro carme-lita se presentó ante nosotros un hombre pequeño, de gestos y movimientos nerviosos, de ojillos redondos y muy negros, fisono-mía expresiva y morena adornada de mostachos y perilla blancos y espesos. Su hermosa cabeza estaba coronada por una abundante cabellera blanca que nos recordó la de nuestro gran poeta épico Don José Joaquín Ortiz, y tanto por sus movimientos como por el tono de su voz y su piel morena, conocimos que era natural de Andalucía.

Como Zorrilla sabía que iba a ser presentado a tres SurAmericanos, admiradores de su genio, y comprendiendo que éramos nosotros tres, puesto que a todos los demás concurrentes les co-nocía, nos dirigió la palabra al entrar, sin saludar siquiera a sus amigos, que con nosotros se pusieron de pié para recibir al Maestro.

En España, Señores, nos dijo Zorrilla todo anda manga por hombro y nadie está en su puesto. El Ministro se descarga eh el Secretario, el Secretario en el Oficial y el Oficial en el escribiente, lo mismo que el Obispo en el Cura, el Cura en el Sacristán y éste en el monaguillo. Cuando entré al Ministerio no encontré ni portero ni lacayo con quien hacerme anunciar. Excúsenme pues Uds. de presentarme de imprevisto y sin anuncio previo. Mucho placer tengo en conocer a Uds y en estrechar sus manos de sur-americanos.

Acto seguido, Campoarana nos presentó al poeta, quien ya sentado como nosotros, tomó la palabra, porque era gran can-seur y recitador incomparable, y sumamente locuaz.

Yo tengo el mas grato recuerdo y el mas vivo agradecimiento de la América española, pues han de saber Uds. que yo fui lector del Emperador Maximiliano én Méjico, y que cuando estuve en ese pasajero Imperio fué la época mas feliz de mi vida> porque en España, que ha si dopara mí una madrastra, que no madre, he arra; strado una vida miserable a pesar de haber dedicado todas misa facultades a cantar las glorias españolas. En alguna época, pan darme un pan me envió el Gobiernó a Italia en donde permanecí muchos años, dizque estudiando los orígenes de la lengua castel" lana en sus fuentes latinas y griegas. Cúanto tiempo perdí en esos estériles estudios! Cuántas poesías hubiera podido producir mi Musa! De cuántos tesoros de poesía fue privada España durante ese tiempo!

Algo así sucedió cuando Julio II confinó a Miguel Angel a dirigir la explotación de las minas de mármol de Carrara, privando al mundo de muchas obras maestras que hubiera podido producir el gran escultor. Pero a pesar de todo, yo he pasado mi existencia plena de visicitudes siempre entretenido con mi lira, ya comiendo platos de macarrones con los bandidos de Calabria, o saboreando exquisitos manjares en la mesa iínperial de Méjico. »

No pude prescindir de interrumpir su vehemente narración con el siguiente verso del mismo Zorrilla, cuya evocación me pareció oportuna:

«Yo, de nadie Señor, de nadie siervo, Independiente, libre, vagabundo. Mi hondo placer o mi pesar acerbo Desparramo en cantares por el mundo ».

« Viviendo de mi ingenio y de mis manos, Dondequiera que voy me dan, amigos, Su escudilla de barro los mendigos, Su opíparo festín los Soberanos ».

Cómo exclamó entusiasmado Zorrilla, Ud. diplomático y hombre de Estado, se ocupa en las fruslerías de los poetas y conoce mis versos de memoria?

Don José, le contesté, las poesías de Ud. se aprenden de memoria en mi país por niños y viejos, y son recitados por to-dos sus admiradores con el mismo respeto y entusiasmo con que los Mahometanos recitan los versículos del Coran. Digame Ud. cuales son los versos preferidos de Ud. y se los recitaré inme-diatamente.

– Me ha hecho Ud. un obse4uio de tomo y lomo con esta gratísíma evocación, dijo Zorrilla, acepto su ofrecimiento porque me deleita oír mis versos recitados por un sur-americano con su vocalización cadenciosa y suave, semejante a la de los andaluces y que no tieñe la aspereza de la que emplean los castellanos. Yo cambiaria el Poema de Granada, en su parte histórica, por mis cantos y Baladas moriscas.

Acto seguido recité yo la hermosísima cántiga que un príncipe moro cautivo dirije a una princesa cristiana qué habita el castillo de Baena, situado al frente de su prisión, y que empieza así

o Azucena de Baena,

Abre tus hojas al sol del día,

Desdeñosa Nazarena

Abre a mis cantos tu celosía:

Abre Sultana del alma mía.

Sultana hermana de las huries

Que en los Jardines del Cielo moranTus dos mejillas son carmesíes

Como granadas que se coloran.

Tus labios rojos como rubíes,

Y me parecen, cuándo sonríes

Los dientes puros que en sí atesoran,

Corderos blancos entre olelíes.

Tienes el cuello airoso

De la paloma.

Y el aliento oloroso

Como el aroma.

Tus ojos puros

Ojos son de gacela,

Dulces y oscuros.

Cristiana hermosa:

Por ver un rayo de tu mirada,

Por tu sonrisa mas desdeñosa,

Yo te daría

El mejor Cármen de mi Granada,

Mi mejor Torre de Andalucía.

Sultana hermosa de mil colores

Bajo la huella de tus chapines

Nacen rosales, mirto y jazmines

En cuyas ramas llenas de olores,

Duermen los genios de los amores,

Hacen su nido los colorines

Y buscan sombra los serafines.

Tu cintura es esbelta

Como las palmas.

Tu cabellera suelta

Red de las almas,

Suave es tu acento

Como el rumor del agua

Y el són del viento.

Cristiana bella

Por solo un rayo de tu mirada,

Sentir tu aliento,

Seguir tu huella,

De tus cabellos por solo un rizo

Yo te daría

Mi castillejo mas fronterizo

Mi mejor puerto de Andalucía.

Si tu siguieras bella cristiana

Las verdaderas creencias mías.

A mi suntuosa corte africana

Como mi esposa me seguirías.

Tendrías fiestas todos los días

Sortija y toro cada semana.

Y – en mis palacios habitarías

De mis vasallos como Sultana.

Quién en ti osara poner los ojos?

Quien no te hablara puesto de hinojos?

Garza sobre una peña

Mal anidada.

Ven conmigo a ser dueña

De mi Granada.

Vuela sin ruido,

Las torfes del Alhambra

Serán tu nido

Cristiana hermosa

Si tu vinieras a ser mi esposa,

Yo te daría;

Para tu esélava mi alma amorosa;

Para tu Alcázar, mi Andalucía.

etc, etc.

Grande entusiasmo causó a Zorrilla la recitación de las; estrofas que acabo de escribir. No pudo contenerse y me dio -un abrazo, diciéndome: « Qué placer me causa que Ud., diplomático-americano conozca de memoria mis pobres versos. Siento or-gullo positivo al haberlo oído y algo como un rayo de aurora da calor a mi marchito espíritu, y me hace olvidar por un momento de la triste situación y de la miseria en que me tiene sumida esta mi Patria amada, que se ha convertido" en madrastra para mí, no obstante que he dedicado toda mi vida y toda mi po-tencia intelectual, a cantar sus glorias y enriquecer su literatura con los acentos de mi lira ».

Y con efecto, Zorrilla se hallaba sumido en la mas negra pobreza.

Hablamos a Zorrilla de su Don Juan Tenorio, que siempre se representa en todos los teatros de España el día de Difuntos. Ese drama, nos dijo, romántico y fantástico, hijo legitimo de mi imaginación, lo hice en una semana después de haber leído la. leyenda de Don Juan. Y a pesar de sus defectos, que son mu-chos, estimo que es una de las creaciones mas completas de mi estro dramático ».

Recitéle la célebre composición que hizo con motivo de la muerte de Larra.

Es una abominación literaria, me contestó, pero tuvo la particularidad de haber sido improvisada con tinta de teñir en la tienda de un tintorero, cuando en compañía de otros esco-lares nos escapamos del Colegio para asistir al entierro de un suicida, intrigados por este acontecimiento ».

Esta grata velada que pasamos con Zorrilla y los otros-

grandes literatos que hemos mencionado, nunca se ha borrado de mi memoria y hoy mas que nunca me afirmo en la creencia de que Zorrilla ha sido el poeta de mas honda inspiración y de númen insuperable que ha producido España en el siglo XIX. Los millones de versos que surgieron de su inagotable lira, pue-den tener defectos analizados con el criterio severo de la poesía clásica y de la rima disciplinada por las reglas convencionales de los versificadores modernos, pero en ninguna otra poesía española se encuentra mas intención poética, ni mas jugo nacio-nal, ni mas melodía, ni mas espontaneidad, ni mas fluidez, ni mas riqueza de imágenes que en las obras poéticas de Zorrilla. Los versos de los clásicos españoles modernos podrán existir en los archivos de las- Academias y de los Liceos literarios; pero sola-mente los cantos de Zorrilla se conservaran imperecederamente en la memoria y en el sentimiento de los pueblos de uno y otro hemisferio que hablan el hermoso habla de Castilla.

Después de recorrer la Andalucía y visitar la admirable Mezquita de Córdoba con sus grandes alamedas de columnas moriscas, la pintoresca Sevilla con su esbelta Giralda> su opu-lento Alcazar y las risueñas ribas del Guadalquivir, pasamos a Granada para admirar la Alhambra. Declaro que tuve desilusión al ver la ornamentación de pasta que se ostenta sobre los capi-teles de las arcadas del Palacio morisco, pues yo creía que esos filigranas y encajes artísticos eran labrados sobre el mármol y no superpuestos como se hace hoy con cal y yeso en todas las casas y apartamentos burgueses. Mas me sorprendió el Generalife con sus inmensos y aromáticos pensiles.

De Andalucía pasamos a la hermosa ciudad de Barcelona, después (le recorrer en ferrocarril la pintoresca ruta de Valencia, encerrada entre dos grandes hileras de naranjos que refrescan con su follaje y aromatizan con sus azahares la paradisiaca vía.

Barcelona es sin disputa la mas importante, mas poblada mas rica ciudad de España y el puerto de mayor tráfico de toda la costa del Mediterráneo.

De Barcelona se separó nuestro amigo D. Diego Suárez, por tener- necesidad de asistir a una fiesta de familia en Paris. Urdaneta y yo continuamos nuestro viaje de regreso a Francia por la frontera del Rosillón.

Hallándonos en Cerbére, ciudad fronteriza, en espera del cambio de trenes, quiso Alberto que escribiera en su álbum una estrofa sobre Andalucía y otra de despedida a España. Para complacerlo, le dicté las siguientes octavas reales:

Del noble Cid la legendaria espada,

De admiración y de entusiasmo lleno,

Contemplé cual reliquia venerada.

La Mezquita gentil del Agareno

En católico Templo vi cambiada.

En la Alhambra la Cruz del Nazareno

Y en la esbelta Giralda de Sevilla

Los emblemas triunfales de Castilla.

Adiós España. Absortos contemplamos

Tus ciudades, tus valles y tu suelo

De fecundo vigor. Nos abrigamos

Bajo el sol de tu gloria y de tu cielo;

Patria de nuestra patria te admiramos,

Con noble orgullo y amoroso zelo

Y encontramos mas grande, – no te asombres, -Que tus montes y templos, – a tus hombres.

Cuando nos hallábamos en Cerbére en donde pasamos cerca. de tres horas, llegó a la estación un hombre alto, de edad avanzada, de abundante barba blanca y de calva patriarcal. Llevaba un sombrero de fieltro de anchas alas y un vestón de pana acanalada. Al recibir el sorteur su valija de viaje leí sobre una placa de plata dos iniciales A y K. Por el recuerdo que yo tenía de algún retrato en litografía, pregunté a Urdaneta: Quien te parece que es este sujeto que acaba de llegar?

Pues, Alfonso Karr, me contestó inmediatamente.

Aprovechando Alberto la ocasión propicia de obetener un autógrafo del gran novelista francés, entró eh conversación con él. Le expresó la admiración que teníamos todos los surameri-canos por sus obras ; le invitó a almozar y le pidió el permiso para esbozar un retrato en su álbum.

Al pié del retrato puso su firma Alfonso Karr con esta frase: « Arrété par un gentil peintre á Cerbére ».

Al separarnos del autor de « Sous les Tilleuls » nos invitó" a que fuésemos a visitarlo a Niza para donde él siguió. Así lo hicimos tres meses después, pasando en su grata compañía dos horas durante un almuerzo que nos ofréció en la hermosa y rí-sueña villa que ocupaba cerca de Niza y a orillas del Mediterráneo.

CAPITULO XXX.

Regreso a Francia, Italia y Colombia

SUMARIO. – De regreso de España, Urdaneta y yo visitamos la gruta de Lourdes. – Encuentro con el Obispo colombiano, Señor Montoya quien se hallaba desterrado por una Ley del Congreso, en la expedición de la cual tuve yo parte principal. – Entrevista cordial con el Prelado. -Una estrofa en el álbum de viajeros a Lourdes. – Regreso a Colom-bia en compañía del arquitecto italiano Cantini, contratado por mí. -En Fort-de-France la fiebre amarilla hace estragos y uno de los pa-sajeros colombianos es atacado por la epidemia. – Muere al llegar a Barranquilla. Sigo para Bogotá en compañía del Presidente Nuñez.

Urdaneta y yo quisimos conocer antes de entrar a París el célebre Centro religioso de Lourdes, a donde llegamos en la noche que dejamos la frontera española.

Lourdes es un lugar muy pintoresco, en medio de risueñas colinas y de verdes praderas, que encierran las crestas de los Pi-rineos y riega un cristalino río. La población ha aumentado considerablemente y hoy se encuentran hermosas villas y conforta-bles hoteles, que se han construido al rededor de las grandes ba-sílicas que resguardan la milagrosa gruta. El golpe de vista al llegar mí Lourdes es verdaderamente sorprendente y feérico, y uno no sabe qué admirar mas si el luciente verde de los prados o los capiteles magníficos de los hoteles o los frontispicios y torres de las basílicas, o el lugar pintoresco donde se halla la imagen de la Virgen y la fuente milagrosa. Al pié de ésta se ha for-mado un altar sobre la misma roca, y a un lado hay un Púlpito

o Cátedra sagrada, también tallada sobre la piedra. Del otro lado se encuentra la fuente, cuya agua purísima se toma por medio de llaves que la dejan correr" abundantemente cuando se abren.

Imponente y grandiosa es una peregrinación a Lourdes.

Cerca de diez mil personas acuden, en Septiembre de todos los pueblos vecinos y de España principalmente, con sus vestidos de diversos colores y formas, y conducidos por los Obispos o Sacerdotes que encabezan la peregrinación.

Esta peregrinación generalmente tiene lugar por la noche. De las mas elevadas colinas de Lourdes se desprenden en ancha y espesas columnas las masas profundas de los peregrinos, lle-vando en alto sus banderas con la imagen de la Virgen y guia-dos por sus Obispos. Como una inmensa serpiente de múltiples y vistosos colores alumbrada por las antorchas, se mueven las columnas de las peregrinaciones. Al llegar a la gruta, todos los peregrinos se reparten y se extienden sobre la gran pradera a orillas del río y se arrodillan para saludar a la Virgen. Entre los peregrinos van sordos mudos, cojos y paralíticos, llevados en hombros, que van a buscar un remedio a sus achaques y do-lencias en las aguas misteriosas de su fé, ya que la ciencia ha sido impotente para curarlos.

Después de la salutación a la Virgen, los peregrinos se po-nen de pié y escuchan con religioso respeto el sermón que pre-dica el principal de los Obispos o Abates directores. Terminado el sermón, la multitud desfila delante del agreste altar, deposita flores y ofrendas al pié de la efigie venerada que se halla talla-da en la roca sobre el rosal de Bernardette.

Y en el mismo orden en que ha venido desanda el camino recorrido, a la luz de las antorchas, agitando sus banderolas y entonando cánticas religiosas.

En Lourdes encontramos al Ilmo. Señor Montoya, Obispo de Medellín, quien se hallaba enfermo y desterrado por una ley del Congreso expedida en 1877, como creo haberlo dicho.

El Sr. Montoya nos visitó al tener noticia de nuestra lle-gada por la relación de los nombres de viajeros que diariamente se hace en los periódicos de los hoteles.

Era el Sr. Montoya un anciano alto y delgado, de apacible fisonomía, ajada por los años y por el infortunio y la tristeza, que el destierro le había causado.

El Sr. Montoya llevó su amabilidad hasta el punto de in-vitarnos a una misa especial que nos dedicaba en la misma gruta de Lourdes. Aceptamos y al día siguiente a las ocho, Alberto y yo concurrimos a la misa. Terminada ésta, nos ofreció sendos vasos de agua de la fuente, después de bendecidos por su mano episcopal.

Cuando Alberto tomó el vaso de plata que contenía el agua frigidísima de la fuente, puesto que viene destilada entre las rocas de los Pirineos y en esa mañana otoñal se había enfriado aun más por la baja temperatura, me dijo en voz baja y cuando el Obispo se despojaba, dándonos la espalda, de sus vestiduras de ceremonia: « Mira; ola! esta agua está muy fría y temo que me vaya a hacer algún daño, hallándome en ayunas. Quieres que le pongamos un poco dé coñac? Acepté, y sacando Urda-neta del bolsillo una cantimplora, roció el vaso con un poco del excelente brandy que siempre llevaba consigo.

El Obispo nos invitó a comer para esa noche y nos sepa-ramos de él en la mas completa cordalidiad. Cuando llegamos a nuestro hotel yo le dije a Urdaneta: » Mira Alberto que yo voy a referir que tu has mezclado brandy al agua de Lourdes y que esta acción no se compadece con los principios de un conservador y creyente como eres tú. Yo, liberal, no me habría atrevido espon-táneamente a adulterar el agua con el coñac.

No se opone a mi fé el haber rociado el agua con mi brandy, porque en todas estas cosas hay dos partes esenciales o dos na-turalezas como en la de Nuestro Señor Jesús Cristo, divina y hu-mana al mismo tiempo. En el agua de Lourdes se encuentra la

propiedad inmaterial y milagrosa, y la materia física que informa la linfa y como tú sabes que yo tengo la costumbre de tomar un aperitivo de coñac y jamás agua fría por la mañana, no creo que hayamos pecado con haber atemperado la crudeza de la parte ma-terial del agua con unas gotas de brandy, sin irrespetar ni adul-terar la parte inmaterial y milagrosa, o sea su divina esencia.

Me conformé a esta digresión abstracta y teleológica que pa-recía tomada de la célebre obra de Santo Tomás de Aquino, y pasando a otro tema de conversación le dije:

« Estoy pensando en excusarme de asistir a la comida que nos va ofrecer el Sr. Montoya, porque tal vez el Prelado ignora que yo fui uno de los que votaron en el Congreso la Ley en virtud de la dual se halla desterrado, (de lo cual estoy arrepen-tido) y no es delicado de mi parte aceptar su galante invitación ».

« Me parece bien pensado de tu parte, pero tal vez lo mas correcto seria que tu fueras personalmente a visitar al Sr. Obispo y le hicieras de palabra la excusa ».

Aceptando la indicación, me dirigí á casa del Obispo y le ma-nifesté los escrúpulos que tenía para concurrir a la comida, ha-ciéndole saber que yo había sido uno de los causantes de su des-tierro.

Lo sabía, Señor Doctor, me contestó, y yo no conservo ningún rencor ni amargura contra los miembros del Congreso que dictaron la ley. El Gobierno, vencedor de la revolución, se halla-ba en el deber de ejercer severas sanciones contra los revolu-cionarios para evitar otra guerra. Los que verdaderamente hici-mos mal fuimos los sacerdotes que, arrastrados por" el torbellino de la política, nos pusimos al servicio de las pasiones de un par-tido. Suplícole pues que, venga esta noche en compañía del muy simpático D. Alberto, a compartir conmigo el pan y la sal en mi humilde mesa de desterrado y a hablar de nuestra querida patria ».

Después de la comida, el Sr. Montoya me manifestó que se hallaba muy enfermo y pobre por llevar ya dos años de destierro; que deseaba vivamente volver a Antioquia, para morir en el seno de sus amigos y conterráneos, y que él estaba firmemente resuelto a consagrarse a su sagrado ministerio y a no tomar parte ninguna en los ardientes debates de la política.

Al día siguiente escribí una carta al General Trujillo, Presi-dente de la República, interesándole vivamente para hacer cesar el destierro del Sr. Montoya y tuve el gusto de poder comunicar a éste a poco tiempo que se hallaba libre para regresar a la Patria. El Sr. Montoya me dirigió a París con su fotografía, una carta de agradecimiento muy afectuosa y muy expresiva y fué el pri-mero de los Prelados desterrados que regresó a Colombia, gracias al incidente que tengo referido.

En el álbum de los viajeros, escribí, a petición del Sacer-dote guardián, el soneto siguiente:

A LOURDES

Un templo se alza en medio del espacio

Cuyo altar es la roca; – agreste suelo

Su pavimento. – La oblación el celo

Del que va á allá con sentimiento Pío -Su órgano es el murmurar del río;

El follaje del Bosque su ancho velo;

Su cúpula la Bóveda del Cielo,

Y su incienso la brisa del Estío.

En ese campo retirado y lacio,

Ante esa roca, a prosternar sus frentes

Van sin cesar millares de creyentes

Y mas grande que el Templo, y que el Espacio

Como éste, de infinitas dimensiones

Es la fé de sus firmes corazones.

(1879)

De Lourdes nos fuimos a Paris, y allí me separé de Alberto para ir a Roma a despedirme del Rey y de la Ciudad Eterna, porque en 1880, habiendo terminado la Administración Trujillo y entrado a ejercer la presidencia el Dr. Nuñez, resolví renun-ciar el puesto de Agente Diplomático en Italia.

En Roma termine mis trabajos diplomáticos, activé el tra-bajo de la construcción de la estatua del General Obando y contraté al Sr. Píetro Cantini, por orden del Gobierno de Trujillo, para que fuese a Bogotá a continuar la obra del Capitolio Nacional y a dictar clases populares de arquitectura.

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente