Descargar

Memorias autobiográficas, historico-políticas y de caracter social (página 6)


Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17

Zapata era un hombre de tan pequeña estatura que rayaba en lo inverosímil. Sobre un cuerpo de niño, se levantaba una ca-beza desproporcionada, que parecía que la naturaleza había agran-dado para poder contener su gran cerebro. Sus ojos eran de un brillo intenso y tenían una mirada que revelaba el fuego y el poder – de su talento. Hizo estudios en el Colegio de Piedecuesta, dirigido por D. Victoriano de Diego Paredes, ilustre Ministro de la célebre Administración del General Hilario López. Los estudios de Zapata frieron incompletos. Se dedicó espe-cialmente a las Ciencias políticas, pero no obtuvo el diploma de Doctor porque en esa época el espíritu de exagerado liberalismo, rayano en anarquismo consideraba como contrario a los principios democráticos la colación de grados académicos.

Mas tarde, Zapata hizo estudios particulares que formaron de él un verdadero sabio en heterogéneas y antitéticas materias. Tomó parte en la revolución de Santander contra el Dr. Ospina; cayó prisionero en El Oratorio; fué miembro de la Convención de Río Negro; concurrió a varios Congresos; fué Secretario del Interior y Relaciones Exteriores en la Administración Salgar, y Enviado extraordinario y Ministro Plenipotenciario en Inglaterra y Francia.

Retirado de la vida pública, se dedicó al comercio en asocio, de su pariente y amigo íntimo Dr. Carlos Camacho, comerciante y banquero, tan probo cuanto inteligente y laborioso.

En servicio de la nueva Casa de comercio, Zapata se ausentó con su familia para establecerse en Europa y despachar mercancías. Vivió entre Londres, París y Bruselas hasta que murió en esta última ciudad, a principios del presente siglo, relativamente joven y después de haber dado una brillante educación a su familia.

La inteligencia de Zapata era ágil y privilegiada.

Brilló en todos los campos y en todos hizo cosecha abundante y selecta.

Su facultad para percibir y asimilarse los conocimientos que le procuraban sus estudios y sus libros, era múltiple y extraordi-naria. Recordaré algunos hechos que comprueban mi aseveración.

En ¡867, durante la última Administración del General Mos-quera tres jóvenes, grandes intelectuales y, tal vez los mas brillantes de su época, Santiago Pérez, Tomas Cuenca y Felipe Za-pata, se asociaron para fundar el primer Diario político que apa-recía en Bogotá con el objeto de emprender una campaña perio-dística de oposición contra el Gran General, quien, exasperado por las contrariedades que tenía en el Congreso radical, pretendía establecer un gobierno casi dictatorial.

Los tres jóvenes redactores de « El Mensajero » pidieron una imprenta movida por vapor, a los Estados Unidos, con el objeto de editar su Diario con toda libertad e independencia, pues temían que en las pocas imprentas de la Capital se suspendiera la pu-blicación por temor a la cólera del Gran General,

El nuevo y gran Diario se anunció a todos los vientos de la República. Las suscripciones llovieron y la ansiedad era grande para ver la anhelada publicación. Se anunció la aparición del pri-mer número, fijando la fecha precisa. Pero en esos momentos se tropezó con un obstáculo inesperado. La imprenta había sido enviada a Bogotá sin instrucciones del fabricante para su montaje y funcionamiento, y como era la primera de esa clase que llegaba a la capital, los empresarios de « El Mensajero » se vieron en las mayores dificultades para cumplir el ofrecimiento solemne que habían hecho al público de la aparición del Diario.

Santiago Pérez, que era el jefe de la pequeña, selecta asocia-ción, llamó a todos los matemáticos y mecánicos de Bogotá para rogarles que hicieran todo esfuerzo con el fin de poder montar la imprenta de vapor. Nieto París, Codazzi, Ponce de León, Liévano, Ferreira y los demás sabios del ramo se declararon incapaces para hacer funcionar la nueva prensa. Cuenca, el segundo empresario del Mensajero, hombre de gran talento y de vasta ilustración. Secretario de Hacienda del Dr. Murillo en su primera Adminis-tración, era un gran matemático e ingeniero, y Pérez le enco-mendó que hiciera esfuerzos para hacer funcionar la imprenta, ya que él tenía conocimientos que lo hacían apto especialmente para esa clase de estudios y trabajos. Cuenca como los otros colegas se declaró impotente para cumplir la comisión de Pérez, y éste resolvió anunciar al público la suspensión del periódico hasta que viniesen de Norte América las correspondientes instrucciones para el funcionamiento de la imprenta.

« Esperemos, dijo Zapata, unos tres días antes de tomar esta grave resolución: yo voy a hacer un esfuerzo y un estudio especial sobre la nueva imprenta. » Se encerró Zapata con sus libros y todos los elementos de la nueva prensa, alimentándose apenas, como Edison durante sus labores, y antes de finalizar el tercer día que había pedido de plazo, pre-sentó a sus compañeros la imprenta perfectamente montada y en completo funcionamiento. Esto me lo refirió el Dr. Santiago Pérez.

Cuando se fundó la Academia Colombiana correspondiente de la Española, los fundadores todos pertenecientes al bando con-servador quisieron matizar el personal nombrando a dos liberales. Escogieron a Santiago Pérez y a Felipe Zapata para las dos plazas concedidas por favor al partido opuesto. Ni Pérez ni Zapata qui-sieron concurrir a la docta Academia, pero comí el fin de estimular a uno de los dos para que tomase parte en las labores encomendaron a Zapata el estudio de uno de los mas abruptos y escabrosos asuntos de alta filología y lexicografía, relacionado con el uso de los participios y con las etimologías o raíces griegas, latinas y árabes, de lengua castellana.

Zapata por cortesía hizo un profundo estudio sobre esta ma-teria, el cual causó la admiración de todos sus compañeros y se conservó en la Academia como el mejor trabajo que se haya pre-sentado a esa Corporación, según me lo dijo su Director, Don José Manuél Marroquín.

Siendo Zapata Catedrático de Ciencia constitucional en el Co-legio de Piedecuesta el Rector D. Victoriano de Diego Paredes le suplicó que asistiese al examen de un joven que quería con-cluir su carrera de Ingeniero para volver a Pamplona, su ciudad natal. Zapata se denegó por ser completamente ignorante en asuntos de matemáticas y de ingeniería. Paredes insistió porque hacía falta un catedrático del Colegio que formara el quorum requerido por los reglamentos a causa de que se habían ausentado otros pro-fesores de la Facultad.

Para complacer Zapata al Rector pidió un plazo de quince días con el objeto de leer un libro de matemáticas que pudiera darle alguna instrucción, siquiera fuese elemental, en esa materia. Después de haber leído la obra de Don Lino de Pombo sobre aritmética y álgebra, la cual no le satisfizo, consultó otros autores y manifestó al Rector que estaba dispuesto a concurrir al examen del joven y presunto Doctor.

Al reunirse el Cuerpo de examinadores, se concedió la palabra a Zapata para que hiciera algunas preguntas al sustentante y reveló en el examen, hecho durante mas de tres horas, los cono-cimientos de un profesor de matemáticas.

Esta anécdota me la refirió el Dr. Lorenzo Codazzi, quien era el catedrático de matemáticas en el Colegio de Paredes.

Con motivo de un pleito que sostuvo en pro de los intereses de la familia de su esposa, hermana de Cuenca, presentó al juzgado una extensa contestación a la demanda, en la cual con claras y poderosas razones jurídicas, trituró por completo a su adver-sario. Esa contestación a la demanda, que tuvo la fuerza de un sabio alegato en conclusión, bastó para el triunfo jurídico de Zapata. Los eminentes abogados Gutiérrez y Escobar, quienes me refirieron la anterior anécdota, conservan como un tesoro de in-telectualidad, el admirable trabájo de Zapata.

Cuando era Secretario de Relaciones Exteriores del General Salgar, tuvo ocasión de dirigir notas muy importantes a los Mi-nistros extranjeros, las cuales fueron objeto del aplauso y admira-ción de Carlos Holguín, quien regentaba la clase de Derecho in-ternacional en el Colegio de Concha, padre del actual Presidente de la República.

« No hay nada mas preciso, mas sobrio, ni mas pleno de ciencia que las notas de Zapatita » me decía Holguín su adversario político. « Yo las ofrezco a mis discípulos como los mejo-res modelos para imitar y aprender ».

En ¡867, siendo Presidente el Dr. Aquileo Parra, llegó a Bogotá un ingeniero inglés muy notable, de apellido Ross, para proponer al Gobierno la construcción de un gran ferrocarril que, partiendo de Bogotá atravesara toda la región del Norte de la Re-pública y llegara a Paturia en el bajo Magdalena.

La nota del sabio ingeniero contenía una serie de proposicio-nes y de cálculos con apreciaciones técnicas de alta ingeniería civil y de construcciones ferroviarias.

El Secretario de Hacienda, Dr. Luis Bernal, a pesar de su talento, se consideró incompetente para contestar la comunicación de Ross y rogó a Zapata que le hiciere ese trabajo.

Pocos días después se envió a Ross una extensa contestación del Ministro de Hacienda, en la cual se analizaban con cri-terio magistral las grandes cuestiones presentadas por el inge-niero inglés.

En un banquete que Ross ofreció al Gobierno en el Hotel español, estaba el Señor Parra Presidente un centro de la mesa y tenía a su derecha a su Secretario de Relaciones Exteriores, General Salgar, y a su izquierda su Secretario de Guerra, Gene-ral Acosta.

Ocupaba el anfitrión el otroentro de la mesa, teniendo a su derecha a Don Luis Bernal, Secretario de Hacienda, y a su iz-quierda a mí, como Secretario del Tesoro Nacional.

Durante la comida mas de una vez me manifestó el Señor Ross en voz baja para no herir la modestia de Bernalla admi-ración que le había causado la profunda ciencia que revelaba la contestación del Secretario de Hacienda.

Zapata no era orador, pero sí uno de los primeros escritores

y publicistas de la República. Su estilo era Sobrio, conciso, limpio y elegante. Todavía se recuerda el famoso artículo que apareció en « El Relator » con el mote de « la responsabilidad del partido conservador ».

Este famoso escrito, que fué una especie de Memorial de a-gravios contra los conservadores que, aprovechándose de la defección de Nuñez, tumbaron por completo todo el edificio político le-vantado durante muchos años, en constante, leal y filosófica labor, por el partido liberal, sé atribuyó entonces a Dr. Santiago Pérez, la mejor pluma de su época, pero finé obra exclusiva de Felipe Zapata.

Durante su larga permanencia en Europa, Zapata hizo serios estudios respecto de las maquinarias y telares de Manchester y aun proyectó una reforma que debía producir grande economía en los tejidos. De ese célebre Centro comercial.

Este invento no pudo obtener desarrollo y remate, por su inesperada y prematura muerte.

Los principios políticos de Zapata se modificaron profunda-mente con su- larga permanencia en Inglaterra, de tal manera que él decía que la mas avanzada fórmula del progreso político era el sistema parlamentario, tal como estaba organizado en la Gran Bretaña, no obstante que creía que el régimen monárquico era im-posible establecerlo en la América latina, porque en esos pueblos jóvenes faltaba la antigüedad que es base fundamental de los go-biernos dinásticos. Opinaba también que, en Colombia, debía ensa-yarse el verdadero régimen parlamentario que dejando las puertas abiertas a las ambiciones naturales en una Democracia, podría pro-porcionar los medios de hacer efectivo el sufragio y el turno de los partidos en el gobierno, eliminando con esto para siempre la causa de las guerras civiles que no era otra, en su concepto, que la circunstancia de que cada partido vencedor consideraba a los ven-cidos como individuos de un país extraño conquistado, sin mas derechos que el de pagar contribuciones y de rendir parias al victorioso conquistador.

Viviendo ambos alguna vez, en Bruselas, nos veíamos diariamente y de una de esas cordiales entrevistas recuerdo la siguiente interesante anécdota.

Corría el año de 1894. Era Presidente de la República el Sr.D. Miguel Antonio Caro, y Secretario de Gobierno el Dr. Do-mingo Ospina Camacho célebre por su carácter fuerte y por sus principios políticos ultra-conservadores.

El Dr. Santiago Pérez, de quien me ocuparé adelante, diri-gía y redactaba un gran Diario liberal, « El Relator », con el esplendor de su pluma inimitable.

Temeroso el Ministro de Gobierno de que la pluma de Pérez viniera a convertirse en ariete demoledor del grandioso edificio político que la reacción conservadora, patrocinada por la defección del Presidente Nuñez, había levantado sobre las ruinas del libe-ralismo colombiano, resolvió inventar una conspiración, como aque-llas que, según Fouché, debe tener siempre listas en su bolsillo un Ministro de Policía conocedor bien de su oficio, para poder

deshacerse de la oposición que encabezaba y fomentaba Pérez. Decretada la conspiración por el Ministro de Gobierno, la imprenta de Pérez fué allanada y confiscada por el Gobierno, el periódico suspendido y su redactor en jefe, el insigne Dr. Pérez ex-Presidente de la República, reducido a prisión y extrañado del país, sin fórmula de juicio, ni sentencia de Tribunal, por una simple resolución del Ministro de Gobierno.

Hallábame en Bruselas, como llevo dicho, al mismo tiempo que Felipe Zapata quien estaba ocupado en la capital de Bélgica en la educación de su familia y en sus negocios de comercio. Ambos vivíamos en la calle de Florencia y éramos vecinos. Constantemente nos veíamos. Con frecuencia comíamos juntos jugábamos partidas de ajedrez y departíamos sobre diversos asun-tos públicos y sociales. Yo me embelesaba- con su conversación y aprovechaba las enseñanzas que él, sin quererlo me proporcio-naba, porque Zapata era un hombre de quien siempre se aprendía algo cuando con él se conversaba.

Alguna mañana recibí el correo de Bogotá con cartas y periódicos en que se noticiaba la suspensión de « El Relator », el allanamiento de la imprenta y el arresto y destierro del Doctor Pérez.

Indignado por tan fatales noticias, volé a casa de Zapata para participárselas y desahogarme con él en "comentarios contra la injusta medida.

Por qué viene tan cariacontecido? me dijo Zapata con su eterna sonrisa.

– Pues, no sabe, Felipe, lo que ha sucedido en Bogotá? No ha leído los periódicos que ha traído el último correo?

– Ud. sabe que yo nunca pierdo mi tiempo en leer los insulsos periódicos de Colombia cuando puedo emplearlo en ins-truirme en el diarísmo europeo. Los paquetes que me envía Ca-macho, me sirven sin abrirlos de combustible para mi chimenea.

Referíle entonces los acontecimientos de Bogotá relativos al atentado contra Pérez agregando a mi relato las expresiones que me dictaban el pesar y la cólera que esos sucesos habían produ-cido en m¡ ánimo.

Cuando yo esperaba hallar un eco de – mi sentimiento en el de Zapata me sorprendió la frialdad con que éste recibió la cruel noticia.

No se sulfure, me dijo y ponga diques a su fogosidad, pues no hay motivo ni para la sorpresa, ni para, la indignación que Ud. manifiesta.

Cómo es posible que Ud. me diga eso y que no se rebele como yo contra el inicuo atentado?

Analicemos, replicó Zapata, con una frialdad estoica. El país se ha dado las instituciones autocráticas que hoy tiene. Conforme a las disposiciones alfabéticas de la Constitución, el Gobierno tiene facultad para allanar imprentas, suspender periódicos, des-terrar y aun fusilar a los colombianos, cuando a su juicio crea que conspiran contra el orden público. Porqué, pues, se sorprende de lo que han hecho con Pérez? Este tiene la culpa por meterse a escribir en un país en donde no hay libertad de imprenta. Si el Gobierno creía a su juicio que la labor de Pérez podía perturbar la paz pública, no ha hecho otra cosa que ejercitar una facultad constitucional.

Pero si el Dr. Pérez trabajaba por la paz como lo decía siempre en El Relator, repliqué.

Mejor se trabaja por la paz no haciendo oposición, dijo Zapata con sonrisa volteriana.

Irritado con esta frialdad de Zapata que me parecía antipa-triótica y cruel, me retiré enfadado.

Pocos años después murió Zapata, víctima de una pulmonía fulminante, si mal no recuerdo, en 1902, cuando aun no se había apagado en Colombia el incendio revolucionario que devoró al país en los años de 1899 a 1902. El último escrito de Zapata fué una admonición enérgica contra esa terrible revolución en magistral escrito que también firmó el respetable comerciante D, Clímaco Várgas. Fué el canto del cisne que el gran pensador entonó como Ave funeraria sobre los escombros de su patria.

Otro de los hombres prominentes de la Administración Salgar fué el Dr. Salvador Camacho Roldan, Ministro de Hacienda y una de las figuras sobresalientes de la República. Poderosa men-talidad, espejo de virtudes públicas y privadas y hombre dotado de vasta y múltiple instrucción, el Dr. Camacho Roldan brilló en todos los Ministerios que desempeñó y es, sin duda, una de las mas puras glorias históricas de Colombia.

Era el Dr. Camacho un hombre de regular estatura fornido y enhiesto. De temperamento sanguíneo, nervioso, de tez rosada, de mirada dulce y penetrante al mismo tiempo, su físico era digno vaso de su gran mentalidad y de su corazón rebosante siempre de amor a la Patria. Su verbo era vibrante y pleno de majestad. De su boca agraciada caía la palabra llena de animación, tanto en sus parlamentos, como en las conferencias y aun en las simples conversaciones. Su voz era aguda, pero simpática y como siempre encerraba alguna enseñanza, los interlocutores y los oyentes se em-belesaban al escucharlo.

Como escritor tenía un estilo original, galano, conciso y ex-presivo, y, aun cuando no hubo publicado versos, tanto en sus escritos como en sus oraciones se revelaba el poeta de estro sublime.

El Dr. Camacho lució en todos los campos, pero tuvo espe-cial inclinación a los estudios de estadística y de agricultura. Como Ministro de Hacienda del General Salgar, promovió y llevó a cabo una Exposición nacional, que ha sido la mejor de Colombia y fué muy útil y eficaz a las industrias agrícola y pecuaria de la República.

Descendiente de próceres, hizo del amor a la Patria el pri-mero de sus cultos; y no hubo acontecimiento o solemnidad que se relacionara con las glorias nacionales en que el Dr. Camacho dejara de participar con su palabra, con su pluma o con su di-nero para el realze de la fiesta.

Alguna vez que se temió que hubiese una guerra con la Re-pública de Venezuela, causada principalmente por palabras y escritos del Dr. Camacho, hizo un manifiesto al Gobierno en que le dijo:

« pongo a vuestra disposición mi persona, mi familia, mi escasa fortuna y hasta mi honra (prometiendo desdecirse) para servir a mi Patria ».

Hasta los asuntos más áridos, como son los de estadística, los hacía amenos y de agradable lectura, cuando él los adornaba con las galas de su retórica y de su estilo, hasta el punto de que el General Santos Gutiérrez, Presidente que fué de la Repú-blica, dijera con agudeza espiritual: Este Salvador es tan poeta que hace versos hasta con números ».

La vida de Camacho fué una serie continua de servicios a su Patria, de especulaciones honorables, de consagración a su fa-milia y del cumplimiento de todos los deberes que incumben a un ciudadano a un jefe de hogar y a un gran patriota.

La casa de Camacho Roldan que él fundó en Bogotá y la gran librería fueron frutos del sus labores particulares.

Sus numerosos escritos en diversos periódicos y los varios libros que publicó, son un contingente muy valioso a la literatura nacional y fieles exponentes de su mentalidad e ilustración y la honorable familia que él formó, y qué es gala de la sociedad bogotana, la mejor epifanía de sus virtudes.

El General Sergio Camargo, Ministro de Guerra en la Ad-ministración Salgar, era el tipo del militar valeroso y gallardo.

De intrepidez heroica, era el primero en los combates de ofensiva

y el último en la retirada. A su valor incomparable, unía in ta-lento sólido y una ilustración nada común. Notable figura del liberalismo, ocupó muy joven el sillón presidencial como primer Designado y por separación transitoria del Presidente Titular, Dr. Aquileo Parra. Grato me fué servir bajo sus órdenes como Mi-nistro del Tesoro en 1877.

Después de esa terrible revolución, Camargo se esforzó en dulcificar la triste condición de los vencidos, y en dar garantías al bando conservador que se había rebelado contra el Gobierno, pues Camargo, como todos los valientes, era benévolo y generoso con los adversarios, especialmente cuando estaban vencidos.

El General Julian Trujillo, hijo de Popayán, fué uno de los militares que más se distinguieron en la revolución de 1860, bajo las órdenes del General Mosquera. Impávido y sereno en los combates, fué también, como Camargo, noble y generoso con los vencidos.

El General Trujillo limé el mas ilustre de mis amigos, y su carrera rápida desde oficial cívico hasta General en Jefe y Presi-dente de la República, fué una serié de grandes servicios a su Patria y a la causa de su partido, tanto en la administración civil como en los campos de batalla, en los cuales siempre cosechó laureles.

En alguna ocasión presenté un informe a la Cámara de Re-presentantes sobre el General Trujillo con extensos datos biográ-ficos, cuando el Congreso quiso otorgarle el título de Gran Ge-neral de Colombia; y para completar esta silueta, quiero reproducir aquí algunas palabras que pronuncié en la tribuna fúnebre, delante de su cadáver:

« El General Trujillo ha muerto, El Capitán verdaderamente invicto, cuyos hechos guerreros siempre fueron coronados por el triunfo en las batallas de los hombres, acaba de ser vencido en la batalla de la vida. Pero la muerte esta implacable e irresisti-ble vencedora de los grandes y de los pequeños, ha podido ani-quilar la arcilla humana que formaba su cuerpo, mas no ha al-canzado a alterar el perfume de sus virtudes; ni el lauro de sus glorias, que hoy flotan incólumes como la mejor corona sobre su túmulo.

La vida pública del General Trujillo fué el reflejo de su vida privada: modesta, austera y sin mancha. En medio de las borrascas de la política; en el encontrado embate de nuestras disen-ciones, el General Trujillo pudo levantar con orgullo la cabeza sin dejar ver una gota de cieno sobre su laureada frente. En los azares de la vida pública pudo vérsele fatigado, pero no postrado, contrariado algunas veces, pero jamás manchado, ni abatido.

No puede verse carrera más brillante que la que recorrió en su corta vida. Jamás se hallaron en mas estrecha alianza, sin chocarse nunca el patriotismo y la justa ambición de gloria, el noble orgullo del guerrero y la generosidad del valiente, la rec-titud del magistrado y el calor del partidario, la ternura del hom-bre de hogar y el fuego del político. Nunca el valor se vió me-jor servido por la virtud y en el camino de la vida fué siempre guiado por el sentimiento del deber, norte constante de todas sus acciones.

Ejerció magistraturas de carácter extraordinario y administró caudales públicos con ilimitadas facultades, y sus manos, cuando guardaron su espada o resignaron el emblema del Poder, se vie-ron puras, porque esas manos no eran capaces de otra cosa que de empuñar laureles, o de proteger a los débiles y a los oprimidos.

Hoy, al morir el guerrero y el magistrado, en cuyas manos estuvieron varias veces la suerte y las riquezas de la República, no ha podido legar otra cosa que sus coronas, espadas y meda-llas, obsequios todos del pueblo colombiano o de Gobiernos ex-tranjeros, porque su tesoro estaba formado únicamente por esos símbolos de sus victorias y de su patriotismo.

CAPITULO XII.

Viaje a Europa

SUMARIO. Concluidas las labores legislativas emprendo un viaje con mi familia a Europa – Dificultades de la navegación en el Magdalena. – Llegada – a Saint-Nazaire el mismo día en que cayó el Gobierno de M. Thiers (24 de Mayo de 1873). – Mis primeras impresiones en Pa-ris. – Desagradable episodio en La Glaciére – Mi encuentro y mis relaciones con el Dr. José Maria Torres Caicedo. – Boceto biográfico de este célebre compatriota, que alcanzó en Europa altísima posicion Antonio María Pradilla. – Este distinguido diplomático me puso en relación con M. Thiers. – Homenaje a este grande hombre francés.

A principios de 1873 resolví emprender un viaje a Europa como coronamiento de mi carrera de cuatro años que había sido rápida y propicia a mis juveniles ambiciones.

Para los suramericanos, y especialmente para los provin-cianos de esas Democracias latinas, un viaje a Europa es el sueño dorado de la juventud. Entre las multiplicadas ambiciones que en la primera edad bullen en nuestros corazones, confusas algunas, extravagantes otras, pero todas nobles e inocentes, porque en esa época, tan feliz como fugaz, nuestro espíritu está empapado en la miel de la vida uno de los mas constantes ensueños es el de viajar y conocer el viejo mundo, privilegiado por el arte, por las ciencias, por el progreso humano, por la civilización en fin en sus múltiples manifestaciones. Un viaje a Europa es el desideratum de los jóvenes colombianos, y realizarlo forma una de las páginas brillantes de nuestra existencia

Contando con el éxito, que venía siendo fiel aliado de mi vida, emprendí mi anhelado viaje en el mes de Abril de 1873, en compañía de mi joven esposa, y de dos niñas de pocos meses.

El largo y penoso trayecto de Bogotá a las orillas del Mag-dalena sobre lomos de mulas haciendo una travesía por entre riscos y montañas durante cuatro días, con un descenso desde 2700 metros de altura hasta las riberas del río (que apenas cuen-ta 200 metros sobre el nivel del mar) me pareció una senda de flores, a pesar de las cuestas que tenía que bajar y subir al paso lento de las acémilas bajo los rayos de un sol tropical, y de las malas posadas que eran albergues primitivos de pastores y labradores con camas de cañas y juncos, generalmente plagadas de chinches, escorpiones y otras sabandijas de la laya. La ilusión de conocer a Europa y, sobre todo, a París, la Villa luzel Centro de la civilización mundial, el cerebro del planeta, amortiguaba las penalidades y padecimientos físicos del viaje.

Cuando llegamos a Honda, antigua ciudad española, formada por casas de mampostería y, en lo general, de ladrillos y tejados rojos, con una temperatura constante de 30 a 33 grados porque está situada a orillas del Magdalena y encerrada entre colinas, que interceptan toda ventilación, tuvimos la primera contrariedad en nuestro viaje porque el río estaba seco, lo cual quiere decir que no tenía un caudal de agua suficiente para la navegación por los vapores,

En Honda me encontré con el Sr. D. Onofre Vengoechea. caballero cumplido y hombre de claro talento y vasta ilustración, con quien me ligaban relaciones cordiales de amistad desde mi lle-gada a Bogotá.

También se hallaba en Honda el Sr. D. Pedro Blanco Gar-cía, Senador por el Estado de Bolívar, detenido como Vengoecha por falta de agua en el río para continuar el viaje.

A pesar de los calores caniculares de Honda, los tres viajeros, detenidos en su marcha, salíamos todos los a la playa del gran río para contemplar una piedra roja de la opuesta orilla que era lo indicativo de la llegada de los vapores, cuando el agua subía a determinado punto de ella. Así pasamos seis días en me-dio de las penalidades que nos proporcionaban los calores y las incomodidades de nuestro alojamiento en Honda. Por primera vez estos padecimientos físicos atravezaron la coraza de mis ilusiones, que de ellos me había preservado en el camino de tierra.

La esperanza de continuar el viaje empezó a esfumarse y como yo me hallaba en compañía de mi esposa y de dos niñas de pocos meses, que había llevado en una cuna a espaldas de un carguero, resolví desistir de mi tan deseado viaje y volverme a Bogotá para esperar mejores tiempos. "Temía también la enfer-medad de mi familia, porque el clima de Honda es húmedo y siempre ocasionado a enfermedades palúdicas. Mi mujer y mis hijas se hallaban literalmente devoradas por los mosquitos que pululan en esa ardiente región.

Vengoechea me hizo reflexiones en contra de mi proyectado regreso; me animó para continuar el viaje y me ofreció un pues-to en el champan que, en compañía del Sr. Blanco García, ha-bía aparejado para bajar el río hasta el puerto de Nare, en donde debíamos encontrar un vapor para continuar el viaje.

El champanembarcación primitiva del Magdalena desde la época de los conquistadores españoles, era una grande y tosca canoa, formada de un gran tronco de árbol ahuecado a fuerza de golpes de hacha, para darle la forma cóncava necesaria para flotar sobre las aguas. En los dos extremos de esta gran canoa van los pilotos y los remeros, y los elementos para la cocina; en el centro, bajo una cubierta muy baja de hojas o de pajas, se halla la habitación de los pasajeros, que no es otra cosa que un tapizado de esteras o petates tejidos de juncos con toscas al-mohadas y una sábana para cubierta. Los pasajeros estaban obli-gados a permanecer como enfermos durante la navegación, porque el toldo o cobertizo era tan bajo (para conservar el equilibrio de la embarcación y evitar que los vientos la volcaran) que no per-mitía siquiera sentarse sobre la rústica cama.

Vengoechea dividió este estrecho albergue en dos comparti-mentos dejando el uno para mi familia y reservando el otro para él y su amigo. Así, y separados únicamente por un tabique de guaduas, cubierto con las ruanas, viajamos desde Honda hasta Nare en el primitivo champan durante dos días y dos noches, comiendo el sancocho de los remeros y sin podernos cambiar de ropa, tanto por lo estrecho de la embarcación como porque los equipajes se habían mandado en otra canoa.

Llegamos a Nare como a puerto de salvación, y tan pla-centero me fué conocer un vapor del Magdalena como pudo serlo a Colón la vista de la tierra americana.

La vista del vapor con sus barandas recientemente pintadas de diversos colores, con la maquinaria de la planta baja con su agraciado salón y sus pintorescas cabinas, me produjo la mas grata impresión. Creí yo que era una avanzada de la civilización que venía a encontrarme y recibirme.

A pesar de todos los inconvenientes que entonces presen-taba la navegación del Magdalena, ella tiene encantos especiales que no ofrece ninguna otra travesía fluvial (ni la del Misisipi, ni la del Nilo) porque aun cuando en estos grandes ríos se en-cuentran magníficos vapores pequeños palacios flotantes con todos los elementos modernos de conforte y de civilización, no pre-sentan sus riberas la espléndida naturaleza que ofrecen las ribe-ras del Magdalena y las espesas selvas de una y otra orilla, con sus árboles seculares y sus pintorescas llanuras que en muchas partes no han sido aun holladas por la planta del hombre; El Magdalena recorre un trayecto de 200 leguas de Honda a Bar-ranquilla y baña las tierras de siete Estados ó Departamentos de la República, presentando en sus mil revueltas y zig-zags, cuando culebrea majestuoso su inmenso caudal de aguas, paisajes tan va-riados y pintorescos que no podría pintarlos el paisajista imagi-nativo de mas poderosa fantasía. El movimiento del vapor es casi nulo, y la rapidez de su marcha atempera los calores de la atmósfera, de tal manera que la brisa que se recibe produce la sensación de una continuada caricia sobre el cuerpo. El apetito se aviva con el aire puro de las ondas y la alimentación primi-tiva, pero sencilla y sana, conforta nuestros miembros y alegra nuestros espíritus. A cada vuelta del vapor encuentra el pasajero admirables puntos de vista, tan presto de un espeso bosque, ora de una llanura verde entre la selva, o ya de una encenada o laguna formada por las aguas cruzada por los pescadores en pe-queñas piraguas. Las casitas de los habitantes de las orillas del río tienen por lo general a su lado el leñateo, que es el depósito de leña para proveer de combustible el vapor.

El río, en su marcha majestuosa, va enriqueciendo el caudal de sus aguas con los ríos tributarios del trayecto, y forma islas pintorescas en domíde por lo general están descansando y atra-pando moscas los caimanes", o sean los cocodrilos colombianos.

Durante la navegación, que dura por lo general de seis a ocho días, y a veces diez y doce de subida, no §e sienten, por lo menos durante el día los mosquitos del Magdalena terror de los extranjeros que llegan a Colombia, porque la brisa fuerte del río no permite a esos incómodos dípteros detenerse en el vapor a devorar sus víctimas.

Si la navegación del Magdalena se regularizara con vapores confortables y lujosos, haciendo uso del carbón como combustible y no de la lelia, si en las cabinas hubiere- mas conforte y mas espacio para los pasajeros, si en la cocina tuviesen mas esmero, sí los buques estuvieran provistos de ventiladores y de abanicos, etc. etc.; la navegación del Magdalena presentaría mas encantos y atractivos, como llevo dicho, que las del Misisipi, del Rhin y del Nilo, por lo mismo que los elementos de civilización hacían contraste con una naturaleza salvaje, si se quiere, pero majestuosa y espléndida.

Después de ocho días de navegación llegamos a Barranquilla, ciudad formada durante el régimen de la República y una de las mas florecientes y progresistas de Colombia. Es el puerto principal del Magdalena; cuenta con buenos edificios, hermosas casas de habitación, villas primorosas, Colegios, Escuelas y muchas impren-tas. Es un Centro intelectual y quizá el primero industrial de la República. Su clima es ardiente, pero sano, y sus habitantes son cultos y hospitalarios.

De Barranquilla a Sabanilla, o sea el puerto marítimo, se hace la travesía en dos horas, más o menos, y en la época en que me refiero en estas Memorias, había necesidad de embarcarse en un pequeño vapor de mar, porque entonces no existía el her-moso muelle que construyó el célebre emprendedor e ingeniero cubano, Don Francisco Javier Cisneros, iniciador de 105 principales ferrocarriles con que cuenta hoy la República.

En el trayecto de Sabanilla a San Nazario en Franciano recuerdo otro incidente digno de contarse que el que paso a referir.

Durante los pocos días que permanecí en Barranquilla, me entretuve leyendo los periódicos de la ciudad, y muy especial-mente la noticiosa y renombrada « Estrella de Panama »,

En este periódico me impresionó la noticia de la trágica muerte del célebre General Melgarejo, antiguo dictador de Bolivia y ase-sinado en Lima por su yerno.

Bajo estas impresiones, me instalé en el vapor « Guadalupe

de la Compañía Transatlántica, que, aunque viejo y pequeño, me pareció un palacio de Neptuno, porque era el primero que se ofrecía a mi vista.

El mayordomo del buque me instaló en una cabina con mm familia en pequeñas camas, colocadas una sobre otra en forma de anaquel, y en el comedor nos colocó "en una mesa destinada especialmente para los pasajeros sur-americanos. En el primer almuerzo que tuvimos se sentó a mi lado en la mesa, el Cónsul del Perú en Barranquilla, con quien yo me había relacionado durante mí permanencia en esta ciudad. El me presentó a dos de sus com-patriotas, que eran también comensales con nosotros: el General Sánchez y el Dr. Casoz. Inmediatamente después de la presen-tación, supliqué al General Sánchez me diese algunos detalles sobre el horrible asesinato del General Melgarejo, pues suponía que había tenido lugar este crimen antes de salir de Lima aquel General.

Este me contestó un poco extrañado de mis apreciaciones violentas contra el homicida, al mismo tiempo que mi amigo el Cónsul me hacia advertencia con el pié, para que no siguiera en mis investigaciones. Comprendí que alguna relación debía tener el General Sánchez con el matador de Melgarejo y cambié de tema de conversación.

Cuando nos levantamos de la mesa y fuimos a la sala de fumar, el Cónsul peruano me llamó aparte y me dijo:

« Tenga cuidado porque el General Sánchez, a quien yo le presenté, es el asesino de Melgarejo y, justamente, viene con su abogado para hacer una publicación en Europa con el fin de justificar su conducta en esa horrible tragedia ».

Completamente contrariado quedé yo con esta advertencia y temí que el General Sánchez, quien, según decían los que lo conocían, era de un carácter violento y colérico, me buscase alguna querella o desavenencia.

Afortunadamente nada de esto sucedió. Nunca se volvió a hablar de la muerte de Melgarejo. El General Sánchez se mani-festó muy asiduo y afectuoso conmigo. Jugábamos partidas de ro-cambor y departíamos amistosamente sobre temas políticos y de carácter artístico y social.

El 24 de Mayo de 1873 ancló el vapor Guadalupe en la hermosa rada de Saint-Nazaíre.

La vista del primar puerto europeo no me causó la impre-sión que yo esperaba, porque me pareció inferior al de Fort-de-France en la Martinica, el cual a pesar de su ardiente clima ofrece los esplendores de una naturaleza tropical y lujuriosa y la admi-tación de la hermosa estatua de la Emperatriz Josefina.

Grande animación reinaba a nuestra llegada en la pequeña ciudad de Saint-Nazaire, porque se acababa de recibir la noticia de la caída de M. Thiers, el fundador de la tercera república y el liberador del territorio francés.

Después de haber pasado la noche en Nantes llegué a París al siguiente día.

La vista de la Gare Saint-Lazare, con sus innumerables gui-cheis y sus inmensos vestíbulos y galerías, y el movimiento de los carruajes que esperan a los viajeros, me causó una impresión de admiración y de atontamiento al mismo tiempo.

Con alguna dificultad y después de tímidas preguntas a los empleados de la estación, pude instalarme con mi familia y mi equipaje en un pequeño omnibus de familia que me condujo al Hotel Luisa de Nóel, en la rue Vivienne, por haber leído en Bo-gotá en el «Correo de Ultramar », que era un hotel apropiado para hospedar a las familias suramericanas, españolas y portuguesas. Como todas las cosas qué se anuncian con mucho reclamo el hotel era malo, según supe después, pero a mí me pareció muy elegante y confortable, porque era el mejor que en mi corta exis-tencia había conocido.

Al día siguiente pedí un coche para ir a la oficina del Sr. Vengoechea presentarle las letras de cambio traídas de Bogotá.

Di la dirección del N0 3rue d´ Hauteville, en donde estaba situada la oficina de aquel célebre comisionista y emprendí mi marcha hacia el boulevard.

Grande extrañeza me causó la larga carrera del cochero en medio de los omnibus, tranvías y otros vehículos que encon-traba a mi paso y que me causaban estupor, y temor de un ac-cidente, porque en el hotel se me había asegurado que la rue d´ Hauteville se halla muy cerca de la rue Vivienne, en donde yo estaba alojado.

Después de una marcha penosa y lenta de cerca de media hora, el auriga detuvo el coche delante de unas ruinas que parecían producidas por un incendio, porque aun se veían piedras calcinadas y escombros ennegrecidos por el humo.

Me sorprendió mucho que el Sr. Vengoechea tuviese su ofi-cina en aquél extraño sitio. Interrogué al cochero si era evidente que allí estaba situado el local marcado con el N. 3 de la rue d´ Hauteville.

«No señor, me contestó el auriga, pero yo creí comprender a Ud. cuando me dió las señas en la rue Vivienneque Ud. deseaba que lo condujese a ver las ruinas del Hotel de Ville destruido por la Comuna en 1871 y que aun no ha sido reedificado en la parte en que nos hallamos ».

No sé si por malicia, o por mi mala pronunciación, tuvo lugar este incidente. Probablemente por ambas causas porque el cochero que me condujo en seguida a la rue d"Hauteville, y después al Hotel me pasó una fuerte cuenta al terminar la doble carrera, aprovechándose de mi ignorancia de extranjero.

Otro incidente de mi noviciado digno de referirse tuvo lugar pocos días después, durante mi corta permanencia en la rue Vi-víenne.

El extranjero, y sobre todo si éste es provinciano de una nación nueva, de incipiente civilización como era entonces Co-lombia, experimenta, al llegar a París, sensaciones tan extrañas y tan múltiples que perturban por completo su espíritu y desvían su cri-terio estético. Sorpresa, estupor, nerviosidad; mas que regocijo y admiración, dominan en el ánimo del viajero novel. La magnificencia y belleza de Paris, la primera ciudad del mundo, con sus soberbios edificios, sus incomparables Avenidas, lo pintoresco de sus alma-cenes, su feérico Bosque de Bolonia y sus majestuosos monumentos de arquitectura y de arte, no pueden ser comprendidos por el recién llegado hasta que no ha hecho la digestión de las múltiples e tensas impresiones que en tropel recibe. En los primeros momentos no se da cuenta nuestro espíritu cómo es posible que Paris sea la metrópoli universal por la ciencia el arte, y el conforte, y que, desde los tiempos de San Luis, se haya considerado como el faro mundial.

En alguna tarde del mes de Mayo salí del hotel hasta el Boulevard Montmartre, para contemplar ese remolino humano 4ue circula en esas grandes arterias de la ciudad. Al ver la ex-traordinaria multitud moviéndose como las olas del océano, de un lado y otro, en confusión con los omnibus y los coches ex-perimenté una sensación de tristeza y de cansancio porque me creía abandonado en un desierto poblado, pues a nadie conocía. Queriendo combatir este principio de nostalgia, tuve la audacia de tomar puesto en un omnibus que atravesaba el boulevard con la siguiente indicación en su corniza: « Du boulevard Rochechon-art á la Glaciere ». Creía yo que la Glaciére era el gran de-pósito de hielos para servirse en el verano (que ya empezaba) y tuve la curiosidad de conocerlo para matar el ocio y fastidio en que me hallaba,

Durante mas de dos horas el omnibus, conducido por caballos, siguió su marcha lenta y victoriosa, venciendo todos los obs-táculos de las calles. Viajeros entraban y salían a cada paso y yo seguía imperturbable en el carruaje, con el deseo de llegar al término de mi viaje y conocer Lii Glaciére.

Al fin se detuvo el omnibus fuera de las fortificaciones de París en un lugar erial y casi desierto, de donde se desprendía un poblacho de callejuelas estrechas y sucias. No habiendo que-dado mas viajero en el omnibus que yo, el conductor me dijo:

Aquí termina Señor la carrera. Dentro de veinte minutos empren-derá el viaje de regreso a París, pero si Ud. quiere esperarlo puede quedarse aquí sentado y volver a la ciudad, pagando otro pasaje

Inmediatamente bajé del omnibus después de haber pregun-tado si allí era la Glaciére.

Apoyado en la respuesta afirmativa me interné por las callejuelas del pueblo en busca de los sótanos o depósitos del hielo, con el mismo ánimo y entusiasmo que tuvieron los conquistado-res españoles para buscar El Dorado. Después de haber atrave-sado unas cuantas callejuelas tortuosas y mal olientes, encontré en una esquina a un muchacho zarrapastroso que estaba tocando violín. Puse en sus manos una moneda de cobre y le pregunte si él conocía la Gíaciére.

El niño me miró sorprendido, pero al conocer que yo era un extranjero novicio, me contesto animoso: « Sígame, Se-ñor, y marchó adelante. Llegamos a una puerta muy baja y muy estrecha que parecía conducir a un oscuro y húmedo subsuelo, porque al abrir la puerta una vieja de muy mal aspecto y cu-bierta con una cofia mugrienta y aceitosa, vi que había una esca-lera que servía para bajar, y no para subir.

Siga Ud. Señor, me dijo la extraña dueña, y desapareció. Iba a salvar el umbral de la puerta cuando sentí que alguien posaba por detrás la mano sobre mi hombro. Volví inmediata-mente, la cara y me encontré con un policía, quien me dijo: « Cuando Ud. bajó del omnibus comprendí por su acento y por el som-brero que lleva (tenía un panamá) que Ud. era extranjero y que, probablemente por error, venía a esta aldea. Resolví seguirlo para protegerlo porque este es un lugar en donde hay muchos ban-didos. La casa a la cual se dirigía Ud. no ha sido allanada por la policía porque no hay aun la prueba legal suficiente para hacer una inquisición en ella. Yo no me opongo a que Ud. baje a esta cueva pero me quedo en la puerta para auxiliarlo si corre algún peligro.

Dos saltos hacia atrás y cruzar mi brazo con el del policía, fueron la respuesta a mi generoso protector.

« Mil gracias, Señor agente. Yo venía a este lugar por una simple e inocente curiosidad, y, probablemente, gracias a Ud. me he salvado de algún gran peligro. No se como recompensar a Ud. su generosa protección ».

Tuve la torpeza de ofrecerle un luis que él me rechazó con cortesía pero con firmeza, Estrechándome bien a su brazo, volví a tomar el omnibus y cuando llegué a mi hotel al seno de mi familia, creí haber nacido por segunda vez.

Desde ese día, ni las hornazas, ni los depósitos de hielo vol-vieron a ser objetos de mis excursiones y curiosidad.

Pocos días después de mi permanencia en el hotel, recibí la visita del célebre Doctor José María Torres Caicedo, antiguo re-dactor del «Correo de Ultramar»; por haber visto figurar mi nom-bre en la lista de los huéspedes del Hotel Luisa de Nóel, que publicaba dicho periódico.

El Dr. Torres Caicedo, de quien me ocuparé adelante, era el protector y el mentor de todos los sur-americanos y, especial-mente, de los colombianos que llegaban a Paris,

« Yo sigo con interés, me dijo, la marcha de la política de mí patria y leo todos los periódicos que de Bogotá me mandan Su némbre de Ud. figura con honra en los Anales parlamentarios de la República, con motivo de haber combatido el inicuo proyecto de ley para violentar las conciencias de los colombianos, con la impo-sición de textos de enseñanza en los Colegios y Escuelas de la Nación, contrarios a las creencias del pueblo colombiano. Por eso he venido a visitarle y ofrecerle mis servicios en Paris ».

« Sea lo primero abandonar este hotel, que es de segundo ór-den y en donde no puede Ud. continuar con su tierna familia. He buscado para Ud. alojamiento en el Hotel du Helder, calle de Helder, que tiene para mí la ventaja de hallarse cerca de mi ha-bitación y poder ver a Ud. con frecuencia.

Con esa actividad incomparable, que limé la causa primera de su carrera brillante y de su engrandecimiento, el Dr. Torres me instaló en un Hotel muy elegante y muy confortable en la calle que comunica el Boulevard Haussmann con el Boulevard de los Italianos.

Puedo afirmar, sin que se pueda motejárseme de inexacto o de exagerado, que el Sr. Dr. José María Torres Caicedo ha sido el ciudadano americano (sin excluir el continente septentrional) que ha alcanzado mas alta posición y mayor nombradía en los círculos políticos, literarios y sociales de la Europa occidental y especialmente en la nación francesa.

Su carrera fué rápida y brillante, la cual quiero esbozar a grandes rasgos en este libro, como un homenaje al distinguido amigo y al americano ilustre que tanta gloria dió a Colombia.

Nacido en Bogotá de padre pobres y humildes, hizo en la adolescencia estudios para entrar a la carrera del sacerdocio. An-tes de recibir las órdenes mayores, entró al servicio como familiar del gran Prelado D. Manuel José Mosquera Arzobispo que fué de Bogotá.

Dotado de un temperamento nervioso y activo, se apasionó por la política, afiliándose en el bando conservador.

Siendo muy joven, fué atacado violentamente por los señores Joaquín Pablo Posada y German Gutiérrez de Piñerez, quienes re-dactaban una publicación periódica sangrienta contra lo mas gra-nado de la sociedad de Bogotá, intitulada « El Alacran » (escor-pión) y en la cual hacían girones las mas respetables reputaciones que ofrecían en pedazos a los maldicientes y envidiosos, como ha-cen las revendedoras del mercado cuando presentan los trozos de las reses degolladas.

Tórres Caicedo, al sentirse herido por el aguijón envenenado del «Alacran», envió sus testigos al Sr. Posada Gutiérrez para re-tarlo a un duelo a muerte, si no se desdecía de sus calumnias infames.

Posada Gutiérrez manifestó a los emisarios de Torres que él no era el autor del artículo contra éste, que el responsable era el Sr. Gutiérrez de Piñerez, su compañero de redacción, y ellos habían convenido en que cada cual respondiera personalmente de sus escritos y en tal virtud, era a aquel a quien debía hacerse el desafío.

Torres manifestó que él no se batiría en ningún caso con Pi-ñerez, porque éste era un hombre indigno, por su posición y su conducta, de medir sus armas con el agredido, en el campo del honor y que solamente con Posada, quien, a pesar de su morda-cidad, era un caballero, podría tener lugar el encuentro.

Posada aceptó y se concertó el desafío; pero cuando todos se encontraron en el campo del combate, Posada, que era reconoci-damente un hombre valeroso e impertérrito manifestó que tenía miedo de batirse. En tal virtud, los padrinos declararon que Torres se hallaba en la necesidad de combatir con Piñerez que era el pa-drino principal de Posada, y quien debía reemplazarlo, según las leyes del duelo.

Con este subterfugio, Piñerez se batió con Torres, quien no podía excusarse del combate sin incurrir en nota de cobardía.

Torres resultó gravemente herido porque la bala de su adver-sario atravesó el pulmón derecho, y quedó exánime en el campo.

Los dos redactores del Alacrán se ausentaron del lugar del combate haciendo votos por la muerte del monzkrote Tórres, como se le llamaba vulgarmente, por haber sido familiar del Arzobispo Mosquera y haber llevado los hábitos sacerdotales cuando era subdiácono.

«Y si el monigote muere»? preguntó Posada a su compañero.

Pagará quien lo tuviere », contestó Piñerez.

Tórres estuvo al bordo del sepulcro a consecuencia de la he-rida, y como era indispensable la extracción de la bala, so pena de producir un enfisema pulmonar mortal, o acaso una consunción u atrofia del pulmón, se decidió que era indispensable un viaje a Europa porque entonces en Bogotá no había cirujanos, ni instru-mentos que pudieran garantizar el éxito de tan delicada operación.

Como Torres era pobre, se hizo una colecta entre sus amigos con el fin de proporcionarle los fondos necesarios para su translación a Francia.

De esta manera, el dardo envenenado de los alacranes vino a ser causa del encumbramiento inaudito de Torres Caicedo en Europa.

En virtud de recomendaciones de suscritores, fué recibido por los redactores del « Correo de Ultramar », periódico que en París se editaba en español y que era muy popular en Nueva Granada, para trabajar en la imprenta como cajista porque era hábil tipógrafo.

Muy prontos los empresarios del periódico conocieron y esti-maron los talentos de Torres y su incomparable laboriosidad, y le ascendieron de cajista a corrector, y a redactor en parte im-portante de la publicación.

De entonces data su carrera admirable.

Dotado de una actividad que no tenía par, de una laborio-sidad extraordinaria y de lícita ambición para hacerse conocer y alcanzar una alta posición en Paris, se relacionó con todos los diplomáticos suramericanos y con todos los hombres políticos, filósofos y publicistas mas en relieve en Paris, durante el primer Imperio.

En esa época, la mayoría de los diplomáticos de la América española venían a Paris animados, mas que del propósito de desempeñar bien su misión del deseo de conocer la gran ciudad y de disfrutar de los intensos y variados goces que ofrecen a los extranjeros sus grandes atractivos. Casi todos aquellos eran visita-dos a su llegada por Torres, para ofrecerles sus servicios.

Los diplomáticos, encontrando en él joven granadino una actividad y laboriosidad de que ellos carecían, le confiaban los asuntos que debían, ventilar y quedaban sorprendidos de la eficacia j actividad del encargado de ellos. Estas labores, además de pro-porcionar a Torres entradas de dinero, decorosa y correctamente ganado, le procuraban los medios de relacionarse con todos los altos y pequeños empleados del Ministerio de Negocios Extranjeros y sus afines.

Al mismo tiempo que desempeñaba con eficacia extraordi-naria estas comisiones, escribía en los periódicos españoles y edi-taba libros, mas o menos interesantes, pero oportunos y vibrantes que le abrían plaza en el campo de las letras.

Y de esta manera Torres Caicedo, que no era una lumbrera, ni por su talento ni por su ilustración, llegó a ocupar la mas alta posición, como llevo dicho, en Francia, y a adquirir las mas hon-rosas relaciones, debido principalmente a su deseo firme y cons-tante de alcanzar renombre y gloria, a su propósito inquebran-table de realizar sus ambiciones a este respecto, de su actividad, laboriosidad y cortesanía, y todo esto a pesar de ser un hombre pobre y de tener una figura corporal tan minúscula que rayaba en lo inverosímil, porque el Dr. Torres Caicedo era tan pequeño y mas delgado que Felipe Zapata, célebre, entre otras cosas, por su pequeña estatura y su gran talento.

Tórres trabajaba desde las seis de la mañana hasta las doce de la noche. Vivía modestamente y se alimentaba con una frugalidad de cenobita. Los grandes placeres y distracciones de Paris no lograron jamás apartarlo, ni del ascetismo de su vida, ni de la intensidad de sus labores.

Muchas veces, cuando se retiraba a descansar, rendido por las faenas del, día, encontraba en su modesto alojamiento nuevas cartas que había recibido el portero; inmediatamente se sentaba en su despacho privado y procedía a contestarlas, y así, a veces como Napoleón, no dormía mas de tres o cuatro horas.

Nunca dejo de visitar a un suramericano recién llegado, o a un relacionado en momentos de duelo o de felicitarle por algún acontecimiento fausto. Siempre tenía el propósito de contestar toda carta inmediatamente después de recibida. Jamas faltó al mas elemental y mínimo de los deberes de etiqueta, de cortesía y de sociabilidad.

Algún escritor francés dice que la actividad y laboriosidad suplen al genio, y que, en el gran Napoleón, esas dotes singulares contribuyeron, mas que las intelectuales y las procedentes de su genio, a su portentoso encumbramiento.

Esta afirmación se confirma en pequeño con la existencia de Torres Caicedo.

Declarándose el apóstol del americanismo en París, formó muchas sociedades de propaganda en favor de los intereses hispa-no americanos, y con el fin de hacer conocer de estas viejas so-ciedades europeas a esos pueblos jóvenes, de incipiente civiliza-ción, pero sin los vicios de las civilizaciones caducas.

Y así, de escalón en escalón, Torres Caicedo llegó a la cumbre de la mas elevada posición en la Capital del mundo.

Tórres tuvo relaciones con el Emperador Napoleon III y recibió atenciones en las Tullerías de este monarca y de la Emperatriz, de quien conservaba una carta autógrafa, que le escribió en agradecimiento a una poesía a ella dedicada.

Mas tarde llegó a ser miembro del Instituto de Francia en la Academia de ciencias morales y políticas y grande oficial de la Legión de Honor.

Durante el régimen de la tercera República, "Torres ocupó puestos diplomáticos, entre otros el de Encargado de Negocios de Venezuela de Ministro residente de Colombia, y de Ministro Plenipotenciario del Salvador.

En sus libros se encuentran prólogos encomiásticos de Jules Simon. Era amigo estrecho de Castelar, de Cesar Cantú y de Victor Hugo.

Durante la grande exposición de ¡879fué designado por todo el Cuerpo Diplomático de la América española para pre-sidir el Consejo Directivo de la Exposición.

Terminada ésta, Wadington, Ministro de Negocios Extranjeros del Gobierno francés, dirigió a Torres Caicedo una carta tan hon-rosa para él como para Colombia que yo me permití copiar y, dice así: « Excelencia: Al distribuir los obsequios para los principales personajes que han intervenido en la Exposición, he escogido dos hermosos jarrones de porcelana de Sévres, consi-derados por los peritos como las dos mejores obras maestras de nuestra célebre industria nacional y de los cuales he destinado uno para ofrecerlo a V. E. como un tributo de admiración y de reconocimiento por sus servicios en la Exposición francesa. Me es grato agregar que el otro ejemplar se ha destinado para Su Alteza Real el Principe de Gales ».

En cierta época tenía lugar un gran Congreso literario e internacional, compuesto de Delegados de todos los países latinos de Europa y de sus afines, que se reunía alternativamente en Paris, Madrid, Lisboa, Roma y Bruselas, en número considerable de representantes. Cuando durante el Imperio tuvo lugar la reu-nión en la capital de Bélgica, el corresponsal en Paris de uno de los grandes diarios, dirigió el siguiente comunicado:

« Con gran solemnidad y pompa se ha instalado hoy con cerca de tres mil Miembros el gran Congreso internacional y literario. Por unanimidad, y por aclamación, fueron elegidos los siguientes dignatarios: Presidente, S. M. el Rey de los Belgas; Vice-Presi-dentes. Victor Hugo y Tórres Caicedo ».

Cesar Cantú en su Historia de los últimos treinta años dice:

« Si las Repúblicas de la América española enviaran siempre como sus representantes diplomáticos hombres tan eminentes como el Sr. Tórres Caicedo, adquirirían prontamente el crédito y estima-ción que merecen entre los pueblos civilizados de Europa ».

Llegó a tal la nombradía de Torres Caicedo que cuando se fundaron los Estados balcánicos desprendidos de Turquia, el Figaro, en son de guasa, dijo lo siguiente: « No nos explicamos copio se está buscando un rey para Rumania cuando existe en Paris un hombre de tanta nombradía como el Sr. Torres Caicedo ».

Recuerdo haber visto en un número del célebre diario fran-cés, intitulado « El Gil Blass », autógrafos de las principales cele-bridades del día, con los siguientes cuatro nombres:

El Conde de Lesseps.

Pasteur.

Dumas (el gran químico)

Torres Caicedo.

Y sin embargo Torres Caicedo no era un gran intelectual, propiamente dicho. No podía compararse su mentalidad con la de Murillo, Núñez o Felipe Zapata, ni mucho menos. Como escritor era fácil, pero carecía de corrección y elegancia. No era orador, y a pesar de su aplicación y de haber pasado toda su vida en Europa, no consiguió poseer bien el francés. Carecía pues de dotes intelectuales, brillantes y finas; pero tenía un talento de buena clase de aquellos que vulgarmente se llaman talentos prácticos, los cuales, según un célebre escritor francés, consisten en cono-cer su posición en todo momento y saberla dominar. Como llevo dicho, el éxito asombroso de su vida defendió casi únicamente de su fuerza de voluntad para alcanzarlo, de su firme propósito, hijo de su ambición, de elevarse en el medio social en que existía, de su laboriosidad sin par, de su actividad incansable, y, sobre todo, de su cultura, corrección y costumbres intachables.

Pronto tendré ocasión de volverme a ocupar de Torres Cai-cedo, refiriendo algunos incidentes de su vida en Paris, que no relato ahora para no alterar el orden cronológico que me he pro-puesto seguir rigurosamente en la presente obra.

Mi permanencia en Paris, durante mi primer viaje, fue corta y escasa de incidentes dignos de referirse en estas Memorias. Me concreté a pasear y conocer los admirables monumentos y los tesoros artísticos que encierra la Capital del mundo. Tuve la desgracia de perder una de mis niñas, lo cual me obligó a re-gresar a Colombia seis meses después de mi llegada a Francia. Y, como no pretendo escribir un libro de viajes y repetir, co-piando las relaciones y descripciones que contienen las innume-rables obras que se han publicado respecto de las maravillas de

la primera ciudad del Orbe, me limitaré a referir el conocimiento que tuve de algunos personajes salientes de Francia.

Durante mi permanencia en París, tuve la fortuna de encon-trar por cicerone al muy distinguido colombiano y amigo muy querido, a pesar de la gran diferencia de edades, Sr. Dr. Antonio María Pradilla quien ocupaba en esos momentos el elevado pues-to de Enviado Extraordinario y Ministro Plenipotenciario de la República de Costa Rica, y a cuya memoria, siempre venerada, quiero dejar un recuerdo en este libro.

El Dr. Antonio Maria Pradilla, originario del Departamento de Santander fué Presidente de esa importante sección de la Confederación granadina en el año de í 86o, y como tal cayó prisionero con todo el personal del Gobierno y con su ejército, en la célebre batalla del Oratorio, el ¡8 de agosto de aquel año.

Conducidó prisionero a Bogotá bajo la Administración nacional del Dr. Ospina, permaneció en las cárceles hasta el 18 de Julio de 1861 en que fue libertado por las fuerzas triunfadoras de Mosquera.

Bajo la administración liberal, ocupó varios puestos consu-lares y diplomáticos en el extranjero y aun el cargo de Ministro Plenipotenciario de Colombia.

En el año de 1873, se hallaba en Paris transitoriamente por-que su misión principal estaba radicada en Londres como Agente fiscal del Gobierno de Costa Rica ante quien había desempeñado el cargo de Enviado Extraordinario de Colombia.

Pradilla era un hombre que reunía todas las condiciones físicas, morales, intelectuales y sociales que debe tener el verda-dero diplomático.

De figura apolínea, era célebre por su belleza masculina. Su hermosa cabeza, cubierta de rizada cabellera en la cual brillaban como adornos hilos de plata, contenía las mas hermosas facciones que pudiera fantasear un escultor helénico. Sus negros ojos de mirada intensa, eran dulces y expresivos al mismo tiempo. Alto, flexible y delgado, era el tipo del gentilhombre. Pulcro, correcto y esmerado en el vestir y de maneras exquisitas, parecía a pri-mera vista y antes de conocer su origen americano, que era un lord inglés de hermoso modelo.

Dice Lamartine, hablando de Bossuet, que nació pontífice porque tanto en su figura como en su voz y en sus ademanes su majestuosa figura revelaba ser la de un Prelado eminente. Lo mismo puede decirse de Pradilla: nació diplomático, porque como llevo dicho, todas sus dotes, ya emanaran de la naturaleza o del estudio, acusaban al Embajador de alta alcurnia.

Pradilla era elegante y rumboso en sus maneras, en sus re-laciones y en su modo de vivir. Siempre buscaba alojamiento de primera clase. Sus vestidos eran hechos por los mejores sastres y sus botas y sus camisas, eran tan irreprochables como las del mas acicalado inglés.

Estas condiciones, que podemos llamar de carácter externo, son muy apreciadas en los centros civilizados y son medio eficaz para procurarse altas y distinguidas relaciones.

Pradilla me ofreció ponerme en contacto con algunos per-sonajes que eran objeto de mi admiración por haber seguido en los periódicos y los libros el curso de sus trabajos y de sus labores.

El hombre que más impresionaba mi imaginación, juvenil era el célebre Adolfo Thiers, primer Presidente de la República fran-cesa y fundador de ella, quien había caído recientemente por motivos que son bien conocidos. Pregunté a Pradilla que si sería fácil conocer a Thiers personalmente y él me manifestó que no tendría ningún inconveniente, pues como él había desempeñado alto puesto diplomático había adquirido relaciones- con el eminente estadista, quien a la sazón se hallaba en Versailles ocupando su puesto de miembro de la Asamblea Nacional, para el cual fué elegido des-pués del año terrible por 27 departamentos.

Fijado el día, emprendí gozoso mi viaje para Versailles en compañía de Pradilla y tuve la fortuna de oír a Monsieur Thiers en la tribuna, antes de ser presentado a él.

Era Thiers un hombre de pequeña estatura (no tanto como la de Felipe Zapata), pero fornido y enhiesto. Su redonda Cabeza se movía con gracia y majestad sobre sus hombros un poco le-vantados. Sobre su tez rosada y limpia brillaban sus ojos con intenso fulgor, que era aumentado por las lentes, que nunca aban-donaba. De su boca agraciada y carnuda, llena de movimiento, salía la palabra con majestad y gracia. Admirable orador me pareció, y entonces pude comprender el éxito que había alcanzado su verbo sublime.

Al terminar el discurso, las tribunas resonaron con los aplausos y, poco después, salió a fumar un cigarro en uno de los salones de pasos perdidos.

Pradilla aprovechó el momento que juzgó oportuno para acercarse al gran tribuno y después de cumplimentarlo por su triunfo parlamentario, le pidió permiso para presentarme a él como un jóven americano su admirador entusiasta. Confieso que me sentí emocionado al cruzar mi mano con la de Monsieur Thiers, a quien yo consideraba en mi entusiasmo por sus escritos y por su grande obra política, como al primer hombre dé Europa.

Me recibió con suma amabilidad y con noble sencillez. Yo balbucée algunas palabras de elogio especialmente por la Historia del Consulado y del Imperio, que constituía para mí la lec-tura favorita.

Esa obras me dijo Monsieur Thiers, ha absorbido los me-jores años de mi vida, la mas intensa de mis labores, porque me propuse hacer un estudio completo y una estatua de cuerpo entero, en dimensiones heroicas, del Gran Napoleón. Para mis des-cripciones de las batallas hice viajes a los lugares donde ellas se cumplieron, No solamente consulté los archivos y leí todos los libros que sobre el gran Emperador, se habían escrito en di-versas lenguas, sino que tuve largas conversaciones con los glo-riosos sobrevivientes del grande ejército. Creo haber coronado mi empresa y que, a esa obra, se ha debido en gran parte el cambio de un régimen político.

La figura política literaria e intelectual de Monsieur Thiers, ha sido sin duda la mas preclara y culminante que tuvo la fecunda Francia, a mediados del siglo XIX.

Como orador, ninguno limé superior en los Parlamentos del tiempo de Luis Felipe. Como administrador limé el primer Ministro del Rey ciudadano, y como escritor e historiador nadie le ha su-perado, ni ha alcanzado a la altura en que le colocó su inmortal Historia del Consulado y del Imperio.

Lamartine en una de sus obras hace el mas pomposo y me-recido elogio de esta obra incomparable y refiere que en 1850 o 1851, la Academia francesa recibió, en sesión extraordinaria de-clarar por mayoría de votos secretos sin discusión y sin previo acuerdo, como para la elección del Papa cuál era la mejor obra producida en Francia durante el medio siglo transcurrido, y, hecho el escrutinio, resultó elegida por unanimidad la Historia del Con-sulado y del Imperio.

Reconocido está por todos los historiadores que en este libro incomparable es difícil determinar cuál es lo mas digno de admi-ración que contiene, por que el estilo majestuoso y fluido, lo interesante y pintoresco de las narraciones, y las descripciones tan exactas, corren parejas con las apreciaciones profundamente filosó-ficas del eminente pensador.

Recuerdo que, al terminar uno de esos magníficos capítulos,en el cual hace crítica severa el error político en que el Em-perador había incurrido alianza con la Rusia y con el Austria en vez de hacerla con la Alemania, propiamente dicha, por gran-des razones que él expone y en las cuales se reveló al Vate o Adivinador del porvenir, se expresa así:

« Por qué emanando del mismo cerebro todos los actos y pensamientos de un individuo este hombre extraordinario era in-falible en los campos de batalla y cometía graves errores en el campo de la diplomacia? La respuesta es muy sencilla, porque Napoleón dirigía la guerra con su genio y la política con sus pa-siones ».

Thiers creía que una alianza con la Prusia, este Estado nuevo y recientemente formado, vecino de Francia, habría sido un fiel aliado del Imperio francés porque buscaría su protección contra la Austria y la Rusia, Estados mas poderosos que él y vecinos peligrosos.

Si esta alianza se hubiera realizado y conservado, probable-mente el Imperio alemán no se habría formado y las dos terri-bles guerras europeas de 1870 y de 1914, no habrían tenido lugar.

Conocida es la historia de Monsieur Thiers, antes, durante y después del año terrible. En esa época, la historia contempo-ránea le presenta bajo una aureola de gloria que ninguna nube pudo ocultar.

Opositor vehemente al Imperio despótico de Napoleón III; pero mas patriota que adversario político del Emperador, se opuso con todas sus fuerzas a la declaración de la guerra a Alemania en 1870 porque él preveía el desastre espantoso que sobrevino y aunque esta guerra, como él lo decía, acarrearía infaliblemente la caída del Imperio, este arrastraría en su caída a la Francia como aconteció en ¡ 814. Los Gobiernos personales no crean nada. Su obra es efímera y transitoria. El soberbio edificio que levantaron el gran Napoleón con su genio y el segundo Napoleón, con su auda-cia y su sagacidad cayeron al mismo tiempo que sus constructores.

Consumada la catástrofe Thiers se consagró a restañar" las heridas que la guerra causó á Francia. Mas aún, a pesar de su avanzada edad, emprendió viaje para tocar a las puertas de todos los Gabinetes europeos con el fin de solicitar un auxilio para Francia desangrada y vencida por los germanos. Todos en-tonces cerraron los oídos a las súplicas vehementes y elocuentes de Thiers, desoyendo sus vaticinios proféticos. « Si dejáis aniquilar la Francia por los teutones, les decía Monsieur Thiers, el Imperio alemán se reorganizará como en los tiempos de los monarcas del Sacro Romano Imperio, arrebatándole la hegemonía a la Austria y reconstituyéndose el Imperio de Oton el Grande y aun de Car-lomagno. Entonces la Alemania querrá avasallar la Europa y do–minar el Continente, y vosotros todos los Gobiernos europeos que os encerráis en un egoísmo suicida, tendréis que hacer inmensos sacrificios para sacudir el terrible yugo germano. ¡ Qué previsión y qué profecía!

Cuando sobre los escombros del Imperio, Thiers levantó la tercera República, fué elegido miembro de la Asamblea Nacional por el voto unánime Me las dos terceras partes de los Departa-mentos de Francia.

Refiere un escritor en sus Memorias que, cuando Thiers fué comisionado para tratar con Bismarck la conclusión de la paz, no quiso marchar sólo a Versailles y pidió un compañero. Aso-ciado a Jules Fabre, se trasladó a Versailles y tuvo vehementes y interesantes conferencias con el Canciller de Hierro.

Bismarck exigía la cesión de toda la Alsácia y de toda la Lorena, de todos los fuertes orientales de Francia, inclusive Bel-fort y de una indemnización de 10 millares de francos.

Thiers se denegó a aceptar tan monstruosa exigencia y de-mostró a Bismarck que la indemnización sería imposible pagarla aun cuando la Francia se extrajera hasta la última gota de su sangre, y, que la desmembración del territorio haría imposible la paz futura entre los dos pueblos, y con la paz armada que exigiría el Tratado Alemania se vería forzada a mantener un enorme ejército y preparar mas o menos tarde una nueva y terrible guerra.

Al fin logró Thiers que la indemnización se rebajara a la mitad, es decir a cinco millares, que no se cediera toda la Lo-rena y que se dejara a Francia la fortaleza de Belfort.

Con mano trémula firmó Thiers la paz que impusieron los acontecimientos desastrosos del año terrible, y sin perder un minuto de tiempo, se instaló en su coche en compañía de Jules Fabre para volver a París. Durante el trayecto hasta la capital refiere Hanotaux, Thiers no habló una sola palabra con su compañero. Profundamente conmovido, con la cabeza entre las manos, lanzaba hondos suspiros por la suerte de su patria, y, de tiempo en tiempo, llevaba la mano al bolsillo y sacaba un pañuelo de seda para en-jugarse las lágrimas que brotaban de sus ojos.

Fundador de la tercera república, fué elegido por unanimidad Jefe único del Poder Ejecutivo, y en el corto periodo de su Gobierno pudo ser el liberador del territorio francés.

Tal fué la obra política de Monsieur Thiers. Ninguna mas pura, ninguna mas gloriosa ninguna mas grande.

CAPÍTULO XIII.

Francia y sus grandes hombres

SUMARIO. Los principales grandes hombres del siglo XIX. – Rápida ojea-da sobre los hechos portentosos de Napoleón I. – Victor Hugo y su fama mundial. – Admirable posición geográfica de Francia. Su riqueza, sus industrias y su espíritu artístico. – La Historia de Francia es la mas gloriosa del mundo. – Voto que hago por la restauración de su gran-deza.

De las pocas dotes que me otorgó la naturaleza, – por lo demás comunes a todo individuo de la humana especie, la mas saliente, la constante de mi carácter, ha sido el sentimiento estético. El amor a la belleza, en todas sus formas y manifestaciones, ha pri-mado en mi espíritu de español y americano. – Y como lo bello en el orden psíquico es lo grande, y la mas alta expresión de lo grande es el genio, siempre he tributado culto preferente a la his-toria y a la memoria de los grandes hombres que han aparecido en el espacio de los siglos como esos astros errantes que de tiempo en tiempo se presentan en el firmamento, deslumbrando con su fulgor los ojos de los hijos de la tierra y dejando una estela de radiosas luces.

El siglo XIX fué fecundo en hombres ilustres y pueden con-siderarse entre los primeros: Napoleón I el Grande, Coloso de los siglos, que no ha tenido par en ningún país, ni en ninguna edad; Bolívar que realizó la emancipación de un Continente y la crea-ción de cinco nacionalidades; Cavoura quien se debe la unidad de Italia, después de quince siglos de hallarse partida en frag-mentos; Bismarck que hizo revivir el Sacro Romano Imperio y fué el autor de la Unidad germana bajo el cetro de los Hohenzol-lern; Pasteur, que hizo una revolución en las ciencias con sus ad-mirables estudios y observaciones; Edison que arrancó a la electricidad sus misterios y es autor de los mas sorprendentes des-cubrimientos; Wagner que rompió todos los moldes viejos del arte musical para presentarlo bajo una nueva y esplendente forma; León XIII que volvió al Pontificado el esplendor de sus antiguos tiempos y colocó la Cátedra de San Pedro sobre todos los tro-nos temporales. Lincoln, segundo Emancipador de Norte América porque fué el libertador de los esclavos e hizo avanzar un paso enorme la gran República en el camino del progreso militar; Glas-tone, el gran Reformador de las añejas instituciones de la aris-tocracia inglesa y el Regenerador de Irlanda; Thiers, el Creador de la tercera República francesa y el Liberador del territorio de su patria; Victor Hugo, el gran innovador de la literatura, faro mundial que como el sol llevó la luz de su cerebro y el calor de sus ideas, hasta las mas apartadas regiones del planeta; Cánovas del Castillo, gran estadista, restaurador de la monarquía borbónica en España; Castelar, primer orador el siglo y Apóstol fundador de las grandes libertades de la Democracia española.

Entre esta constelación de Genios se destacan, en mi opi-nión, sobre los demás, como las pirámides sobre las cumbres, los dos mas eminentes que resplandecieron en el principio y en el fin del siglo, glorias ambas de la nación francesa; estos dos hombres fueron Napoleón I y Victor Hugo, a quienes quiero dedi-car un homenaje especial en mis recuerdos de París.

No hay en la historia de la humanidad, desde que se conser-van tradiciones de ella, ningún hombre que pueda equipararse por sus múltiples y extraordinarias dotes intelectuales y morales, a la figura colosal de Napoleón I.

Ese guerrero portentoso, superior a Alejandro. a Cesar, a Aníbal y a todos los mas ilustres Capitanes de la antigüedad, (grie-gos y romanos) a Cesar Borgia y Alejandro Farnesio, a Washing-ton y Federico el Grande y a todos los guerreros de la Edad Media y de los tiempos modernos, realizó, en espacio de pocos años, empresas tan extraordinarias y hechos tan inauditos que la Historia toda podría llenarse con su nombre y sus hazañas,

Partes: 1, 2, 3, 4, 5, 6, 7, 8, 9, 10, 11, 12, 13, 14, 15, 16, 17
 Página anterior Volver al principio del trabajoPágina siguiente