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El adiós europeo al Estado del Bienestar (Parte I) (página 3)

Enviado por Ricardo Lomoro


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En este sentido, casi siempre queda el recurso al clásico eslogan que exige que los "ricos" paguen más. Pero lo cierto es que los ricos ya pagan una parte sustancial de los impuestos. A pesar de las noticias puntuales (y muy llamativas) sobre millonarios que esquivan a Hacienda en los llamados paraísos fiscales, lo cierto es que la mayor parte de la recaudación llega de las clases altas. Y con mucha diferencia.

En España, el 28% de los contribuyentes, los que tenían una base imponible de más de 28.500 euros, aportaron el 70% de la recaudación del IPRF en 2010. Y esa tendencia aumenta con la renta. El 5% de las declaraciones (las que tenían una base imponible superior a los 60.000 euros) sumaba el 31% de la recaudación. Es decir, que casi un tercio de lo que se paga en el Impuesto sobre la Renta llega del 5% más rico.

Tras las últimas subidas, estos contribuyentes ya pagan tipos marginales que van del 47 al 52%. Subir aún más los impuestos implica un doble riesgo: desincentivos al trabajo y fuga de talentos. Respecto a lo primero, hay que recordar que también en Europa está vigente la Curva de Laffer: a partir de un determinado nivel, subir los impuestos reduce la recaudación, porque se produce menos riqueza, ya que no merece la pena trabajar para que se lo lleve todo Hacienda. En España, según los cálculos de José Félix Sanz para FAES, ya hemos rebasado ese nivel, por lo que los incrementos en tributos sobre el trabajo (sobre todo IRPF) acaban incluso perjudicando a las arcas del Estado.

En segundo lugar, los países europeos tienen que tener en cuenta que ni las fronteras ni las distancias son como antes. Más allá de casos muy mediáticos, como el de Gerard Depardieu en Francia, lo cierto es que ahora es mucho más fácil escapar del fisco de tu país si el nivel de presión llega a niveles intolerables. Los países emergentes, Asia, EEUU, Reino Unido o los llamados paraísos fiscales: hay decenas de opciones.

Europa sabe que para mantener su Estado del Bienestar necesita alguien que lo pague. Atacar tributariamente a las rentas altas es perjudicial para su competitividad, porque son estos trabajadores los que más aportan al crecimiento de un país. Cuando se habla de inversión en I+D o de ingenieros o de start-ups, hay que recordar que estos trabajadores ganan mucho dinero y tienen muchos destinos para escoger. Si ellos van a pagar la factura, necesitan saber que merece la pena hacerlo. Alrededor de este dilema, se plantea el futuro de un Viejo Continente que cada día es más viejo.

– "Sociedad participativa": ¿la solución a la crisis del Estado del Bienestar? (Libertad Digital – 22/9/13) Lectura recomendada

Los países del norte de Europa exploran cambios en los servicios públicos y nuevas formas de relación entre Estado y ciudadanos.

(Por D. Soriano)

Guillermo de Holanda lo llamó "sociedad participativa". David Cameron lleva más de un lustro hablando de "gran sociedad". Y Mauricio Rojas, uno de los teóricos más importantes del tema, habla de la "reinvención del Estado del Bienestar" sueco.

A pesar de las diferentes denominaciones, todos estos planteamientos tienen numerosos elementos en común. A lo largo del Viejo Continente, el debate sobre los retos a los que se enfrenta el modelo europeo cobra cada día más fuerza. Como explicaba el monarca de los Países Bajos esta misma semana, el incremento en el gasto público es "insostenible". O se hace algo o todo el edificio puede venirse abajo.

Derechos y ayudas

Como apuntábamos ayer sábado, uno de los problemas del Estado del Bienestar es que ha ido creando una clase dependiente que vive de las ayudas públicas, que se otorgan como "derechos" a los que cumplen con determinados requisitos, con todos los efectos perversos que eso tiene: se perpetúa una situación que debería ser temporal y en vez de ayudar a que salgan de ella acaban propiciando su enquistamiento.

En este sentido, la labor que determinadas organizaciones privadas realizan (como Caritas en España) puede ser un buen punto de partida para rediseñar el trabajo del Estado. En general, las instituciones públicas y privadas enfocan la ayuda a sus beneficiarios de una forma muy diferente.

Para alguien que se encuentra en una situación puntual de necesidad es relativamente sencillo conseguir asistencia en una institución privada. Éstas no suelen exigir ningún requisito y son rápidas en la asistencia. Eso sí, normalmente, para mantener esta ayuda, el beneficiario debe intentar salir de la situación en la que ha caído. Es decir, no tiene garantizado que, haga lo que haga, seguirá siendo favorecido.

Mientras tanto, lograr una ayuda pública suele ser mucho más complicado. Hay que demostrar ante el organismo oficial de turno que se cumple con los requisitos, rellenar formularios, convencer a la administración de que realmente entra dentro del grupo previsto legalmente… Eso sí, una vez que se alcanza el objetivo, mantenerla es relativamente fácil. Sólo hay que seguir en la situación de dependencia que dio origen a la concesión del derecho.

Una de las claves en este cambio hacia una "sociedad participativa o gran sociedad" pasa por impulsar un cambio de actitud en los beneficiarios. Éstas ya no serán más derechos, sino ayudas que tienen como objetivo la salida de esa situación. Y por lo tanto, tendrán una contraprestación en forma de obligaciones que tendrán que cumplir, con la amenaza implícita de perder la prestación correspondiente.

Además, está la cuestión del montante de las ayudas. No puede ser que salga más rentable no trabajar que trabajar. Y, como veíamos ayer, hay ejemplos en los medios de personas que han hecho del welfare su forma de vida. En este sentido, una de las medidas más comentadas y más polémicas de David Cameron fue poner un límite a lo que una familia puede cobrar. Ningún hogar de dos miembros tendrá más de 500 libras a la semana en ayudas públicas.

Más opciones

No es sólo una cuestión de costes. En una sociedad como la actual, cada vez con más opciones al alcance de los ciudadanos, quizás no tenga mucho sentido que todo lo que hace referencia a las pensiones, la salud o la educación, entre otros temas, sea escogido por un ministro o por su equipo de expertos.

Los países del norte de Europa han puesto en marcha un proceso de descentralización en la toma de decisiones. La idea consiste en acercar lo más posible los servicios al ciudadano ("empoderar" es el feo término de moda). En este sentido, el Gobierno británico quiere entregar algunas de sus competencias en su poder a los municipios y condados, en los que el control del vecino es mucho más estricto.

Pero algunos países han ido más allá. En Suecia o Dinamarca están vigentes sistemas educativos cercanos al cheque escolar, quizás no con todas sus características, pero sí con algunas de las más importantes: autonomía para los centros, control de resultados, premios para los que mejor lo hagan,… Es decir, que tanto profesores como familias empiezan a dominar lo que pasa en la escuela. Ya no son burócratas los que deciden cómo, cuándo, dónde y qué estudia exactamente cada niño.

Los cambios no sólo se ciñen a la educación. En Holanda, por ejemplo, a mediados de la pasada década se puso en marcha una reforma sanitaria revolucionaria que ha logrado uno de los sistemas más elogiados del continente. Básicamente, consiste en que cada ciudadano está obligado a escoger al asegurador de su conveniencia. El Gobierno se limita a establecer el catálogo de servicios básicos que todos deben ofertar y prohíbe la discriminación por el historial médico. Además, hay ayudas públicas para aquellos que no pueden pagarse el seguro obligatorio. Pero en todo caso la decisión final queda en manos de cada familia.

Y en Suecia, uno de los países más innovadores en la materia, el sistema de pensiones público ya incluye un elemento de capitalización, que premia el ahorro individual. Además, se fomentan los planes privados y los de empresa, con importantes incentivos para su contratación.

Este tipo de soluciones no son un bálsamo mágico que sana todos los males. Pero al menos permiten que los ciudadanos vuelvan a tomar el control de partes muy importantes de sus vidas. Digamos que el Estado se asegura de que todo el mundo tiene acceso a los servicios básicos, pero permite que sea cada familia la que decida cómo aprovecharse de ellos.

Muy vinculada con todo este fenómeno está la cuestión de cómo controlar a un poder político que cada día acumula más control sobre la vida de sus ciudadanos. Cameron apunta a la transparencia y la rendición de cuentas como dos claves para el desarrollo de su Gran Sociedad. Pero además, si buena parte del presupuesto se gasta según los criterios de cada ciudadano particular, lo lógico es que desaparezcan también parte de los peores incentivos de la política. Ya no es el mandatario el que decide, sino que se convierte en un mero coordinador.

La factura

Probablemente, el gran problema del Estado del Bienestar está en su financiación. Los costes han ido subiendo y ha llegado un momento en el que los ciudadanos se preguntan si merece la pena soportar este nivel de impuestos a cambio de los servicios que reciben. Para pagar todas estas prestaciones es imprescindible subir los tributos, pero eso tiene un peligro aparejado: puede espantar a los creadores de riqueza.

¿Qué pasaría si todos los trabajadores con sueldos superiores a 60.000 euros decidieran quedarse en sus casas o irse a otros países con una fiscalidad más ventajosa? De un día para otro, cualquier Estado europeo entraría en quiebra. Son estos contribuyentes, de clase media-alta, los que sostienen sus sistemas públicos. Y si desaparece el que paga la factura, se viene abajo el chiringuito.

En este sentido, hay que traer de nuevo a colación la famosa Curva de Laffer. Si los impuestos estuvieran en el 0%, no se recaudaría nada. Pero si estuvieran en el 100%, tampoco, porque nadie trabajaría. Por lo tanto, hay un punto en el que seguir subiendo los tributos comienza a ser perjudicial para la Hacienda de un país. ¿Cuál? No se sabe con exactitud. Pero en Europa, parece claro que casi todos los países están cerca.

Exceptuando a los estados ex comunistas, el nivel de presión fiscal en una situación de normalidad (en crisis puede haber grandes fluctuaciones) está entre el 40 y el 55%. Parece complicado subir más este nivel sin provocar una fuga de cerebros. De hecho, son habituales las historias de alemanes, franceses o españoles que encuentran en Silicon Valley las facilidades que no existen en sus países.

De nuevo, los países nórdicos aparecen a la cabeza de las innovaciones. Por una parte, el nivel de presión fiscal se ha reducido en ellos de forma notable. Sí, siguen siendo los estados más voraces del mundo, pero a niveles muy inferiores a los de comienzos de los noventa. Y si medimos el esfuerzo fiscal (es decir, presión fiscal en función del nivel de riqueza), éste es menor que en muchos países del sur de Europa.

Pero hay otra cuestión relevante. Suecia, Holanda o Dinamarca encabezan de forma recurrente los rankings de libertad económica junto a Singapur, Hong Kong, Nueva Zelanda o Australia. Esto es notable, porque una de las cuestiones que más en cuenta tienen estos índices es el nivel impositivo y ya hemos visto que su puntuación en este apartado no es demasiado buena. Lo que quiere decir esto es que en el resto de aspectos, sus economías son muy competitivas, lo que les permite compensar (en parte) lo que pierden en materia tributaria. En cuestiones laborales, regulatorias, comerciales o de respeto a los derechos de propiedad tienen unas excelentes calificaciones.

En general, en todos estos países, el debate sigue abierto. Y las actitudes hacia los cambios son mucho más positivas que en España. Las preguntas no son sencillas de contestar. ¿Cómo conseguir un sistema impositivo que pueda pagar las prestaciones sociales actuales sin disparar una fuga de talento? ¿Qué hacer para evitar la aparición de una clase parasitaria que desanime al conjunto de la sociedad? ¿Es posible rebajar la factura de los servicios públicos? ¿Se puede competir con las economías avanzadas del resto del mundo con un 50% de presión fiscal? ¿Qué incentivos hay para innovar, arriesgarse o crear riqueza en unos estados que le garantizan al ciudadano que cuidarán de él "de la cuna a la tumba"? La respuesta a estos interrogantes marcará el éxito o el fracaso de los países europeos en las próximas décadas.

1.4 – Reinventando el Estado del Bienestar

– Otro Estado del bienestar. El nuevo modelo sueco (RdL – 2008) Lectura recomendada

(Por Fernando Eguidazu)

El debate sobre el Estado del bienestar, su sostenibilidad y su futuro suscita, por desgracia, más pasiones que razonamientos. Para quienes creen posible la permanente reivindicación de nuevas conquistas sociales y defienden un modelo de gestión pública, el cuestionamiento de este modelo, o la reflexión sobre sus costes y consecuencias, constituyen una expresión de insensibilidad social que excluye la posibilidad de diálogo.

Posturas tan extremas no son hoy ya, afortunadamente, generales, pero aún existen. Y sobre todo, perviven todavía dos ideas muy arraigadas, y que ofrecen tenaz resistencia al debate: la primera es la convicción de que los bienes y servicios propios del Estado del bienestar (sanidad, educación, servicios sociales…) deben ser provistos directamente por el sector público, como única forma de asegurar su carácter universal e igualitario (cualquier participación privada se mira con desconfianza, por su riesgo de "mercantilizar" o, incluso, de "parasitar" el campo de lo social). La segunda tiene que ver con una falta de preocupación respecto de los costes, y de sus consecuencias para el crecimiento económico y el empleo. No es que se consideren inexistentes o irrelevantes (aunque haya quien piense que casi cualquier tamaño del Estado del bienestar es viable), pero sí se tiende a minimizar la importancia de esta cuestión.

Entendámonos. Un Estado que asegure a sus ciudadanos la igualdad de oportunidades (a través, fundamentalmente, de una educación universal y gratuita) y la protección frente a la adversidad (a través de un sistema sanitario universal y gratuito, y una cobertura de las contingencias de jubilación, invalidez, viudedad y orfandad, entre otras) es algo universalmente aceptado, que goza de un respaldo social pleno, y que aun en los países más reticentes a la intervención de los poderes públicos en la vida económica se acepta sin reservas. Son, en definitiva, ideas que han dejado de ser ya patrimonio de la izquierda. Pero que el Estado del bienestar sea hoy indiscutible e indiscutido no significa que lo sea también su tamaño. Muy al contrario, sus límites son actualmente tema de vivo debate en Europa.

El primer problema que plantea el Estado del bienestar es su propensión estructural al crecimiento. Por una parte, las demandas sociales son, por definición, infinitas. Por amplias y generosas que sean las prestaciones sanitarias, educativas o asistenciales, siempre será posible exigir más. Siempre podrán plantearse nuevas conquistas sociales, nuevos "pilares" del Estado del bienestar, sobre todo si existe el criterio de que toda necesidad genera necesariamente un derecho. Y, por otra parte, los costes de las prestaciones son crecientes. En materia sanitaria, por ejemplo, los avances médicos y los nuevos tratamientos permiten salvar más vidas y mejorar la salud de los ciudadanos, pero a costes cada vez más altos. Por último, el factor demográfico genera también mayores costes: más jubilados, y con mayor esperanza de vida, suponen pensiones de jubilación más prolongadas, mayores gastos médicos y mayores gastos asistenciales.

A todo esto debe sumarse un electoralismo no siempre responsable. Una forma primaria de buscar votos consiste en ofrecer nuevos y mayores "derechos" (más prestaciones, más ayudas, más cheques asistenciales…), porque "nuestro nivel de desarrollo lo permite". Si tal cosa fuera siempre cierta, poco habría que discutir. Pero el hecho es que en buena parte de Europa (y, muy en concreto, en Alemania y Francia) se ha llegado, tiempo ha, a la conclusión de que su actual volumen de gasto social está estrangulando el crecimiento económico. Que su financiación, vía presión fiscal creciente y deuda pública disparada, está frenando el desarrollo y afectando seriamente al empleo. Y que, en consecuencia, un país debe atenerse no al gasto social que le gustaría, sino al que puede permitirse.

Determinar los límites del Estado del bienestar no es tarea fácil. No existen ecuaciones que nos indiquen cuál es el gasto social óptimo compatible con tasas aceptables de crecimiento de la renta y el empleo. En este terreno, como en otros, debemos guiarnos por el sistema de prueba y error. Podemos saber cuándo ese nivel de gasto social tiene efectos negativos sobre la renta y el empleo (caso de Francia y Alemania), o cuándo la bonanza económica deja un margen para aumentos de ese gasto. Pero sobre cuál sea el nivel adecuado, el porcentaje óptimo de gasto social sobre el PIB, no cabe sino aspirar a una intuición razonable.

No puede, por otra parte, abordarse el problema de la cuantía del gasto social sin abordar a la vez la cuestión de sus formas de gestión. Subsiste en buena parte de la izquierda la convicción de que los bienes y servicios públicos deben ser provistos por las Administraciones públicas. La gestión privada se contempla con indisimulada hostilidad por dos razones: primera, por un claro prejuicio ideológico, ya que hay algo intrínsecamente inmoral en la obtención de beneficios en este tipo de actividades; y, segunda, porque se piensa que sólo la gestión pública puede garantizar la igualdad y la ausencia de discriminación entre los beneficiarios.

Pero esta gestión pública de las prestaciones sociales presenta inconvenientes que no deberían obviarse. Ante todo, la limitación de recursos y la peor capacidad gestora del sector público suelen redundar, desgraciadamente, en una pérdida de calidad. O, al menos, en una calidad que no es la que los beneficiarios desearían. Nos encontramos, así, con un sistema sanitario poco satisfactorio (con listas de espera superiores a las razonables), un sistema educativo con resultados decepcionantes (en términos de fracaso escolar y bajo nivel de conocimientos), o un sistema de pensiones con mensualidades insuficientes. Podemos extendernos hasta el infinito en la discusión sobre el nivel de calidad de estas prestaciones, pero sobre lo que cabe, creo, poca discusión es sobre la percepción social de que esa calidad no es la que los beneficiarios reclaman.

Si de lo que se trata es de asegurar la igualdad, aunque sea a costa de una calidad discreta, algunos podrían defender que la ecuación merece la pena. Pero el hecho es que el deterioro en la calidad de estas prestaciones contribuye al crecimiento de las desigualdades. Los más pudientes siempre podrán recurrir, por supuesto, a servicios sanitarios y educativos privados de mayor calidad, y podrán suscribir planes privados de pensiones más generosos. Nada hay de malo en ello si el nivel de lo que reciben quienes dependen de las prestaciones públicas es razonable. Pero cuanto más bajo sea este último, mayor será el número de personas que deban destinar una parte de sus recursos a asegurarse unas prestaciones privadas mejores. Y con ello se abrirá el camino a una desigualdad creciente.

La educación es un ejemplo evidente. Durante muchas décadas la educación en España ha sido un gran factor de igualación social. Insuficiente, posiblemente, y con importantes defectos pero, con todo, el sistema educativo ha constituido una palanca de promoción económica y social para muchos ciudadanos. Ahora bien, en los últimos tiempos diversos indicadores evidencian serias deficiencias (y aun un deterioro) en nuestro sistema educativo. Y ello es preocupante, porque puede acabar por llevarnos a una situación de hecho discriminatoria e injusta, en que quienes disponen de recursos para ello pueden obtener una educación privada de calidad, y quienes no los tienen deben conformarse con una formación deficiente -o en todo caso, peor- que les colocará en inferioridad de condiciones en su vida laboral.

Aún cabe otra reflexión. Un monopolio público de las prestaciones sociales, aunque asegurara la igualdad -cosa discutible, como antes se argumentó-, lo haría a costa de una pérdida de libertad para el beneficiario. La posibilidad de elegir entre diversas opciones, en este campo de las prestaciones sociales, no es algo que deba descartarse por principio, ni tampoco algo imposible de conseguir. Y, sin embargo, el Estado paternalista tiende a rechazar cualquier posibilidad en este sentido: se garantiza a los ciudadanos unas determinadas prestaciones, pero en régimen de monopolio y sin posibilidad de elegir. Nos encontramos con que somos libres para decidir qué automóvil o televisor compraremos, o en qué hotel pasaremos nuestras vacaciones, pero en cambio no lo somos para elegir en qué colegio educaremos a nuestros hijos, o en qué hospital atenderán nuestras enfermedades (salvo que lo paguemos aparte, claro), pese a ser estos últimos supuestos bastante más importantes. La libertad de elección es una parte consustancial de la libertad a secas, y es un privilegio irrenunciable del ciudadano. Y la igualdad de derechos, o la universalidad de la cobertura en materia sanitaria o educativa, no deberían ser incompatibles con la posibilidad de los usuarios de elegir entre diversas opciones. Ahora bien, ¿es posible en la práctica esta libertad de elección? De todo ello trata el libro de Mauricio Rojas Reinventar el Estado del bienestar.

La obra tiene un grave inconveniente: está prologada por José María Aznar. Y eso, en un país tan maniqueo como el nuestro, la descalificará a priori para muchos. Pero si uno es capaz de superar los prejuicios y de prescindir de las etiquetas, se encontrará con una lúcida y revulsiva reflexión sobre el Estado del bienestar y sus posibilidades.

Mauricio Rojas es un economista chileno autor de numerosos ensayos, entre ellos uno espléndido sobre la economía argentina. ("Ajá, chileno -dirán algunos-, otro cachorro de Pinochet". Pues no: Rojas se afincó en Suecia en 1974 huyendo de la dictadura), y en el libro que comentamos analiza la experiencia de Suecia en materia de derechos sociales.

Durante mucho tiempo, Suecia ha sido un admirado ejemplo de modelo social avanzado, compatible con la economía de mercado, una prueba palpable de que era posible disfrutar de un Estado del bienestar generoso en un marco de economía de mercado con libertad de empresa y progreso económico. Un ejemplo a imitar, como alternativa tanto frente al comunismo que asegura la igualdad a costa de la prosperidad, como frente al capitalismo que asegura la prosperidad a costa de la igualdad.

Lo que nos cuenta Rojas es que ese modelo sueco pertenece ya a la historia. Aunque una parte de la izquierda no parezca haberlo percibido, el actual modelo sueco tiene ya muy poco que ver con aquel que durante tanto tiempo encandiló a los socialdemócratas y que ha venido señalándose como meta a alcanzar.

Este gran Estado benefactor sueco, tan admirado por la izquierda europea, y que se instauró en los años sesenta, entró en los años noventa en una profunda crisis que provocó profundas reformas, hasta desembocar en un modelo que es hoy bien distinto del que aún perdura en la imaginación de muchos.

Hasta los años sesenta Suecia había sido un país que disfrutaba de altas tasas de crecimiento (la segunda mayor de Europa, detrás de Suiza, entre 1870 y 1950), con un nivel impositivo bajo (inferior al de Francia, Alemania o Reino Unido, e incluso al de Estados Unidos), y con un sector público de reducido tamaño (inferior incluso al británico o al estadounidense). En este período se construyó un sistema de seguridad y servicios sociales básicos, y se logró un consenso entre los agentes sociales que dio estabilidad al mercado laboral. Esta vía de reformismo prudente fue la línea predominante de la socialdemocracia sueca durante la primera mitad del siglo xx.

A partir de los años sesenta, sin embargo, se impuso un viraje en la socialdemocracia sueca hacia fórmulas más radicales. La carga tributaria creció entre 1960 y 1990, pasando del 28 al 56% del PIB (de ser inferior en un 2,1% a la de la OCDE pasó a ser superior en un 54,1%). Con este descomunal incremento de los recursos públicos se financió un Estado del bienestar gigantesco (el gasto público pasó de ser el 31% del PIB a ser el 60%), caracterizado por la gestión pública exclusiva de las prestaciones sociales (con ello el empleo público se triplicó durante el período). Paralelamente aumentó el intervencionismo del Estado en la economía, se rompió el delicado equilibrio de consenso de la etapa anterior, con un clima de confrontación creciente, y se abrió la puerta a reivindicaciones salariales permanentes. El resultado fue la rápida expansión de la economía planificada a costa de la economía de mercado. Como botón de muestra, entre 1965 y 1985 el empleo en el sector privado se redujo en 274.000 personas y el empleo en el sector público aumentó en 850.000.

El propósito del modelo era asegurar a todos los ciudadanos una amplia y generosa cobertura social (atención sanitaria, educación, prestaciones por desempleo, pensiones…) financiada públicamente y gestionada también públicamente. Pero para que tal cosa pueda cumplirse se requiere, por una parte, una carga tributaria muy elevada y, por otra, una favorable relación entre cotizantes y beneficiarios. Y esta ecuación tiene límites. Un gasto social creciente que exige, para financiarlo, impuestos y cargas sociales crecientes, en la medida en que desincentiva el trabajo termina por alterar negativamente la mencionada relación entre población activa y pasiva. La elevada tributación, unida a los estímulos al no trabajo (las prestaciones sociales, entre ellas un generoso subsidio de desempleo) desincentivan la oferta de trabajo, mientras que unas excesivas cargas sociales desincentivan la contratación por parte de las empresas.

Esto es lo que terminó por suceder en Suecia a partir de los años setenta. La carga tributaria fue aumentando hasta llegar, a fines de los años ochenta, al 56,2% del PIB. Esta alta tributación afectó incluso a los perceptores de salarios más bajos (los impuestos más cargas sociales para este segmento de población llegaron al 55% del coste laboral). Y, paralelamente, el sistema de acuerdos salariales con escala rígida castigó especialmente a los sectores con menor productividad y, por ende, a los trabajadores menos cualificados.

El resultado fue que el aumento del empleo entre 1960 y 1990 fue de sólo el 25%, frente al 81% de Estados Unidos, y este aumento, además, fue esencialmente empleo público. Y en cuanto al PIB per cápita, que en 1975 era el 90% del de Estados Unidos (y el más alto de la Europa Occidental), en 1995 había bajado al 75% (por debajo del de Alemania, Francia, Bélgica, Austria o Reino Unido).

A principios de los años noventa, Suecia experimentó la crisis económica más grave desde los años treinta. Entre 1990 y 1993 el PIB per cápita cayó en más del 6%. Se perdieron más de medio millón de puestos de trabajo. El paro pasó del 2,6% en 1989 al 13% en 1994. Como consecuencia de la crisis, los ingresos fiscales cayeron en picado. Y, paralelamente, el gasto público se disparó hasta alcanzar, en 1993, el 72,4% del PIB.

Estos datos evidenciaban que el sistema era insostenible. El nuevo gobierno debió acometer por ello un duro programa de ajuste, con reducción del gasto público, limitación o reducción de los subsidios, reducción del empleo público, control de costes en los servicios públicos e introducción en estos últimos de un cierto nivel de competencia, dando acceso a los mismos al sector privado.

No profundizaremos aquí sobre el programa de reformas económicas del gobierno sueco a partir de 1991, que permitió superar la crisis, y al que Rojas dedica interesantes páginas. Lo que nos interesa, a efectos de este comentario, es la reforma acometida en el modelo del Estado del bienestar.

Los ejes de la reforma del Estado benefactor sueco, excelentemente sintetizados por Rojas, han sido los siguientes: 1) ruptura del monopolio estatal sobre la provisión de servicios del bienestar, abriendo dicha provisión al sector empresarial privado, con el propósito de mejorar la gestión y reducir los costes gracias a la competencia; 2) como consecuencia de lo anterior, posibilidad de elección para los beneficiarios de tales servicios, con un doble resultado: primero, mayores dosis de libertad para el ciudadano (cosa deseable en sí), y segundo, mejora en la calidad de los servicios ofertados, gracias precisamente a la competencia entre los prestadores de los mismos; 3) reforma tanto del sistema fiscal como del sistema de subsidios, a fin de incentivar el trabajo y el empleo, y reducir el efecto desincentivador del anterior nivel de subsidios.

Refirámonos inicialmente a los dos primeros puntos mencionados. La apertura del sector de los servicios de bienestar a la iniciativa privada se efectuó progresivamente (y a ritmo desigual, según las regiones y municipios, dado el grado de descentralización del sistema político sueco). Ello permitió la creciente aparición de un pujante sector empresarial de servicios sociales que introdujo en el mismo, criterios de gestión privada y ahorro de costes, así como estímulos a la mejora de la calidad y atención al usuario como consecuencia de la aparición de la competencia.

La apertura de escuelas, centros sanitarios y empresas de servicios sociales (guarderías, residencias de ancianos, servicios de atención a discapacitados, etc.) de titularidad privada en régimen de competencia permitió además a los ciudadanos disponer de una diversidad de opciones donde antes sólo había una. Como señala Rojas, bajo el anterior sistema de monopolio estatal, uno "le pertenecía" a un hospital público, y los hijos de uno "le pertenecían" a una escuela pública determinada, aquella que se les había asignado de acuerdo al área donde residían: "El Estado benefactor les aseguraba a los ciudadanos un nivel comparativamente alto de bienestar, pero al precio de una casi total falta de diversidad y libertad de elección" (pp. 17 y 18).

El modelo de estandarización de las condiciones de vida de los ciudadanos es el que fue siendo sustituido por otro que otorgaba a esos mismos ciudadanos una efectiva libertad de elección, lo que posibilitó, en frase de Rojas, el desarrollo de un auténtico "poder ciudadano". El ciudadano sueco, hasta entonces súbdito de un Estado benefactor que le ofrecía amplias prestaciones sociales, pero a cambio de negarle toda capacidad de elección, se convertía en un ciudadano libre que podía comparar entre distintos oferentes, y elegir aquel que le ofreciera mayor calidad o que, por alguna razón, mereciera su preferencia.

La clave de este nuevo modelo era lo que podríamos denominar el "desplazamiento de la financiación". Ésta seguía siendo pública, es decir, el gasto dedicado a estos servicios sociales continuaba sufragándose con recursos públicos, pero el receptor de la misma ya no sería el oferente (la escuela o el hospital), sino el demandante, es decir, el ciudadano. Tal cosa se materializaba en un bono o voucher que el ciudadano recibía y que podía emplear para el pago de los servicios médicos o educativos que la escuela u hospital de su libre elección le proporcionase. A su vez, y para evitar cualquier vía a la discriminación, las escuelas o clínicas privadas no podrían cobrar cantidad adicional alguna por sus servicios, sino que sólo podrían financiarse con los bonos de sus usuarios. El beneficio de tales empresas se obtendría, por tanto, de sus ganancias de eficiencia, por la vía de reducción de costes. Y la competencia entre ellas aseguraría que ese ahorro de costes no se produjera a costa de un deterioro de la calidad.

Todo esto no significó que el Estado abandonase toda implicación en la provisión de los servicios del bienestar. Primero, porque persistían empresas y centros sanitarios de titularidad pública (sólo que ahora debían competir y preocuparse por costes y calidad), y segundo porque el Estado ejercía importantes funciones de control y supervisión (la apertura de centros privados requería, para su autorización, el cumplimiento de condiciones estrictas en cuanto a medios, ausencia de discriminación, renuncia al cobro de cantidades adicionales, etc.).

Rojas expone con detalle las condiciones de este nuevo modelo en los campos de la sanidad, la educación y otros como las guarderías, atención a discapacitados o residencias de ancianos. Dedica a su explicación un buen número de páginas que, dadas las limitaciones de este comentario, no expondremos aquí, pero cuya lectura me parece muy recomendable.

Rojas advierte que aún es pronto para evaluar con solvencia los resultados de la reforma, aunque las primeras valoraciones son positivas y, sobre todo, han suscitado la plena aprobación de los usuarios, es decir, los ciudadanos. Es significativo que el camino de reformas iniciado por los conservadores en 1991 fuera continuado decididamente por los socialdemócratas una vez recuperado el poder en 1994, cosa que habla a favor tanto del pragmatismo y ausencia de dogmatismos ideológicos de estos últimos como del grado de consenso social suscitado por el cambio de modelo.

Las reformas hasta aquí comentadas supusieron un cambio de modelo radical. El abandono del monopolio público en la provisión de servicios sociales, y la apertura a la iniciativa privada no sólo supusieron la renuncia a un dogma propio de la izquierda clásica en aras de una mayor eficiencia y un ahorro de costes (cosa vital para evitar el colapso del sistema), sino que, en realidad, provocaron un salto cualitativo en la propia concepción del Estado del bienestar. Éste no sólo no se desmantelaba -como habrían podido temer los partidarios del modelo anterior- sino que se potenciaba y reforzaba sus, diríamos, "fundamentos éticos" al reconocer a los ciudadanos el ejercicio pleno de su libertad.

Por supuesto, esta reforma, con ser trascendente, no resolvía el problema del peso del Estado del bienestar sobre la economía, del enorme nivel del gasto público, del efecto desincentivador de impuestos y cargas sociales sobre el factor trabajo, de los estímulos al no trabajo añadidos por unas prestaciones sociales excesivamente permisivas y, como consecuencia de todo lo anterior, de unas decrecientes productividad y competitividad de la economía sueca.

A hacer frente a estos problemas es a lo que se orientó el tercer eje de la reforma, ya mencionado más arriba, el replanteamiento del sistema de transferencias: las del Estado a los ciudadanos vía subsidios, y las de los ciudadanos al Estado vía impuestos y cargas sociales.

Como ya se ha señalado, el mantenimiento de un Estado del bienestar generoso requiere un gasto público elevado que sólo puede mantenerse con una elevada fiscalidad y un elevado nivel de empleo que asegure una fuerte base recaudatoria. Pero, a su vez, una excesiva fiscalidad y unas cotizaciones sociales altas desincentivan tanto la oferta como la demanda de trabajo, y reducen, al penalizar el empleo, tal base recaudatoria.

Por ello era evidente la necesidad de fomentar el crecimiento económico y el crecimiento del empleo. La vía elegida fue doble: por una parte, se trabajó en la reducción de los incentivos al no trabajo endureciendo las condiciones de acceso y permanencia en el subsidio de paro, a fin de estimular la búsqueda de empleo, todo ello unido a otras medidas en la misma dirección en materia de prestaciones sociales, como el seguro de enfermedad (aumentando el control sobre la duración y justificación de las bajas laborales). Por otra, se redujeron los impuestos, especialmente los que gravaban los ingresos más bajos, y se abarataron los gastos de contratación, especialmente también los correspondientes a los empleos peor remunerados.

Aún cabe hacer referencia a otra reforma nada desdeñable: la relativa al sistema de pensiones. La reforma de este sistema ha venido a crear dos sistemas complementarios, uno colectivo y básicamente de reparto, aunque con elementos de capitalización, y otro individual y de capitalización pura. Se trata de un sistema original, que ha merecido el elogio de organismos como el Banco Mundial, y que resulta plenamente exportable a otros países. Del ahorro obligatorio para pensiones, que es el 18,5% del salario bruto, el 16% debe destinarse al sistema colectivo, y el 2,5% restante puede dedicarse libremente por cada ciudadano a suscribir un fondo de pensiones, a su elección entre los más de setecientos autorizados (que son objeto de supervisión por un ente estatal).

Especialmente interesante es el funcionamiento del sistema colectivo. En él, la pensión recibida por el jubilado es el resultado de dividir la suma de las cotizaciones que ha pagado a lo largo de toda su vida laboral, con sus intereses, por el número de años de expectativa de vida que se le supone en función de su grupo o cohorte de edad. La ventaja de este sistema es que incentiva la postergación de la edad de retiro, puesto que con ella disminuye el divisor y, en consecuencia, incrementa la pensión resultante. Otras fórmulas persiguen asegurar el equilibrio financiero del sistema a largo plazo, aunque su descripción alargaría en exceso estas páginas. Remito al lector al libro de Rojas.

El poco tiempo de vida de todas estas reformas dificulta un juicio definitivo sobre los frutos de la misma. La positiva evolución del empleo a partir de 2005 (especialmente entre los de más edad y los de menos) y el crecimiento del PIB parecen ser tributarios en buena medida de tales reformas, aunque no sea aún posible determinar en qué proporción. Lo que sí cabe asegurar es que las reformas cuentan con un amplísimo respaldo social. Y, por otra parte, nos ofrecen una importante enseñanza: Suecia ha transitado desde un modelo de Estado benefactor, paternalista, monopolista, con escaso margen para la libertad de elección de los beneficiarios, hacia lo que Rojas llama un "Estado posibilitador", que preserva los beneficios sociales del Estado del bienestar, en términos de protección social e igualdad, pero con mayor eficiencia, menores costes y mayores márgenes de libertad para los ciudadanos.

Ello demuestra que es posible un Estado del bienestar que compatibilice la universalidad de la sanidad, educación y prestaciones sociales, con la igualdad de los ciudadanos a la hora de acceder a tales servicios, la colaboración entre el sector público y privado, la participación de la iniciativa privada y la libertad de elección que devuelve a los ciudadanos la plenitud en el ejercicio de sus derechos.

Si el modelo resulta un éxito, como parece estar siendo el caso, constituye un ejemplo de cómo, aparcando dogmatismos y prejuicios ideológicos, es posible asegurar las conquistas sociales y lograr un Estado del bienestar viable para ciudadanos libres. En nuestro país, en el que aún permanece bastante arraigada la idea de que los servicios sociales deben ser gestionados en exclusiva, o casi, por el sector público, y donde se mira con desconfianza la participación del sector privado, sería bueno estudiar atentamente el nuevo modelo sueco. La clave última de este nuevo sistema reside, como antes se ha apuntado, en financiar a las personas (el bono escolar, o sanitario, o asistencial) y no a los prestadores monopolistas de tales servicios. No son pocas las voces que en España están ya alzándose en este sentido, y no estaría de más que se les prestase atención. Aunque ello sea pedir demasiado.

– Reinventar el Estado de Bienestar (El Mundo – 3/8/11) Lectura recomendada

(Por Mauricio Rojas)

La crisis que vive España es, evidentemente, una crisis de su modelo productivo, pero también de su modelo de Estado. Por sus amplias funciones y su gran tamaño, el Estado se ha transformado en un eje fundamental para el progreso en las naciones modernas. Esto resulta aún más evidente si consideramos el peso específico del Estado en materias sociales que abarcan sectores tan estratégicos como educación y sanidad. España está aquejada de una seria crisis por la fragmentación caótica de sus funciones y la inflación de sus administraciones derivada del Estado autonómico. Esto es obvio. Además, España, en cuanto Estado de Bienestar, adolece de todos los defectos e ineficiencias propias de los sistemas jerárquicos cerrados y planificados.

El Estado de Bienestar, tal como lo conocemos, está haciendo agua por los cuatro costados, pero no por la maldad de los neoliberales o de los mercados sino por sus propios fallos y su desmesura. Por ello la reforma radical del Estado de Bienestar es una tarea tan decisiva, no sólo para mantenerlo en vida sino también para reencontrar una senda de crecimiento que asegure el bienestar futuro. Esta reforma debe, en lo esencial, asumir un gran reto: devolverle a la sociedad civil el protagonismo en política social.

El Estado de Bienestar actual presenta un fallo clave: está pensado como un aparato jerárquico que desde arriba debería resolver las necesidades sociales de los ciudadanos. Se ha enquistado la idea de que las cosas se hacen mejor mediante monopolios públicos y una gran planificación que elimine el caos de la libertad ciudadana. Este planteamiento es responsable de haber privado al Estado de Bienestar de la fuente más vital de progreso de la sociedad moderna: la libertad que hemos conquistado para llevar a cabo nuestras ideas y ponerlas al servicio, compitiendo unas con otras, de quienes estén dispuestos a elegirlas libremente, ya que las consideran provechosas para sus proyectos de vida.

La hegemonía social del Estado, en conflicto con la sociedad civil, ha sido el eje de la formación de los Estados benefactores tradicionales. Esta rémora ideológica se ha convertido hoy en un impedimento al progreso que, para potenciar sus posibilidades, debe buscar una fructífera colaboración entre ambos actores. Esto implica diseñar un modelo de reforma del Estado de Bienestar donde la función estatal básica sea poner a disposición de la sociedad civil instrumentos para que ella misma resuelva sus problemas.

Hace unos 20 años, el país-paradigma del Estado de Bienestar, Suecia, estuvo sumido en una profunda crisis de la cual salió gracias a decididas reformas que hicieron de su viejo Estado benefactor uno renovado, que ha sabido combinar una gran moderación fiscal con una amplia apertura a la cooperación públicoprivada, la competencia y el empoderamiento de la sociedad civil. Suecia lidera hoy el desarrollo europeo, con altísimas tasas de crecimiento, plena estabilidad fiscal y notables logros en política social. De esta exitosa experiencia se pueden extraer algunas lecciones útiles para formular una propuesta de modernización del Estado de Bienestar español.

En primer lugar, la reforma del Estado de Bienestar debe ser llevada a cabo por la sociedad. El papel del Estado debe limitarse a abrir la posibilidad del cambio renunciando a su monopolio de la gestión de los servicios públicos y dándole al ciudadano una voz determinante.

Seguidamente, el principal agente de la modernización de los servicios públicos debe ser el ciudadano mismo. Para que ello sea posible, el ciudadano debe recibir la responsabilidad directa por la conformación de la oferta de servicios públicos mediante su libre elección de los mismos. La forma más simple y eficiente de alcanzar esto es un sistema de bonos del bienestar, por el cual el Estado transfiere a los ciudadanos el poder efectivo de configurar, mediante su demanda respaldada por los bonos del bienestar, la oferta misma de los servicios de responsabilidad pública.

En tercer lugar, se requiere pluralismo de proveedores que compitan por el favor ciudadano. La libertad de elección no puede realizarse si no existe una posibilidad real de elegir entre muchas alternativas que compitan entre sí en igualdad de condiciones y que, para su subsistencia, dependan de la elección libre de los ciudadanos. Esto implica separar la responsabilidad púbica por el acceso universal e igualitario a ciertos servicios y prestaciones sociales de su gestión. De esta manera se rompen los monopolios públicos, abriendo lo que ha sido un sistema cerrado al dinamismo de la libre competencia.

Y por último, desfuncionarizar los servicios de responsabilidad pública. La modernización del Estado de Bienestar implica romper no sólo el monopolio de la gestión pública sino, además, el de ciertas categorías laborales sobre la prestación de los servicios de responsabilidad pública. La estabilidad en el empleo de quienes prestan servicios que no tienen directamente que ver con el ejercicio de la autoridad del Estado no debe, en el futuro, estar relacionada con asignaciones presupuestarias ni privilegios como la inmovilidad laboral, sino únicamente con la capacidad de atraer la demanda ciudadana y, con ello, el financiamiento público canalizado vía bonos del bienestar

Todo esto es una realidad en la Suecia de hoy, sin por ello haber disminuido ni un ápice el espíritu solidario que inspira su Estado de Bienestar ni su compromiso como garante del acceso universal e igualitario a servicios de calidad. Las reformas aquí resumidas no han pretendido desmontar el Estado de Bienestar, sino reinventarlo desmontando aquellas jerarquías, monopolios y excesos que lo amenazaban.

Los momentos de crisis pueden ser también momentos de lucidez. Aquello que por mucho tiempo ni siquiera hemos sido capaces de pensar puede transformarse en algo evidente e imperioso para no seguir empantanados. España vive hoy un momento de crisis de tal envergadura que requerirá, para ser superado, de toda la lucidez que seamos capaces de recabar. Y también de la valentía de enfrentar los riesgos políticos de decir lo que se debe y no sólo lo que se puede.

Las propuestas aquí recogidas requieren, básicamente, comprender que la política serial del futuro no nos caerá como maná del cielo del poder del Estado. Ni el Estado ni la política pueden hacer tales milagros en un mundo tan cambiante, diverso y complejo como el de hoy. Lo que la política sí puede hacer es más modesto pero no menos importante: crear condiciones propicias para el ejercicio más pleno y más amplio de nuestra libertad. El paso de un Estado benefactor desde arriba a un verdadero Estado social de Bienestar requerirá, además, de un gran coraje por parte de los políticos que lo hagan posible: el coraje de desprenderse de una importante parcela de poder para devolvérsela a los ciudadanos.

(Mauricio Rojas es profesor de la Universidad de Lund (Suecia) y autor de Reinventar el Estado del bienestar. la experiencia de Suecia (Gota a Gota, 2010)).

– Hacia un sistema regulatorio del siglo XXI (The Wall Street Journal – 18/1/11)

(Por Barack Obama) Lectura recomendada

Por dos siglos, el libre mercado de Estados Unidos ha sido no solo la fuente de deslumbrantes ideas y productos que abren caminos, también ha sido la mayor fuerza generadora de prosperidad que el mundo haya conocido. Ese vibrante emprendimiento es la clave de nuestro continuo liderazgo global y del éxito de nuestra gente.

Sin embargo, a lo largo de nuestra historia, una de las razones por la que el libre mercado ha funcionado es que hemos buscado el balance adecuado. Hemos preservado la libertad del comercio a la vez que aplicamos las reglas y regulaciones necesarias para proteger al público de amenazas contra nuestra salud y seguridad y para evitar que la gente y los negocios sean víctimas de abusos.

Desde las leyes que prohibieron el trabajo para niños, pasando por las leyes ambientales y nuestras recientes regulaciones contra los cargos escondidos y las multas que imponían las empresas de tarjetas de crédito, hemos, de cuando en cuando, implementado regalas de sentido común que han fortalecido a nuestro país sin interferir indebidamente en la búsqueda de progreso y el crecimiento de nuestra economía.

A veces esas reglas se han salido de control, colocando cargas poco razonables sobre los negocios, cargas que han ahogado la innovación y que han ejercido un efecto negativo sobre el crecimiento y los empleos. En otras ocasiones, no hemos cumplido con nuestra responsabilidad básica de proteger el interés público, lo que ha tenido consecuencias desastrosas. Tal fue el caso de los años anteriores a la crisis financiera de la cual aún nos estamos recuperando. En ese caso, una ausencia de supervisión adecuada y transparencia casi condujo al colapso de los mercados financieros y a una depresión a gran escala.

A lo largo de los últimos dos años, la meta de mi gobierno ha sido el encontrar el balance adecuado. Hoy, firmaré una orden ejecutiva que deja claro que este es el principio operativo de nuestro gobierno.

Esta orden requiere que las agencias federales se aseguren de que las regulaciones protejan nuestra seguridad, salud y ambiente a la vez que promueven el crecimiento económico. Además, ordena una revisión a lo largo y ancho del gobierno de las reglas que ya se encuentran implementadas para retirar regulaciones anticuadas que frenen la creación de empleos y hagan a nuestra economía menos competitiva. Es una revisión que ayudará a organizar regulaciones que se han convertido en una colcha de retazos de reglas que se sobre imponen, el resultados de ligeros ajustes de gobiernos y legisladores de ambos partidos y la influencia de los intereses especiales en Washington a lo largo de varias décadas.

En donde sea necesario, nos encargaremos de cerrar las brechas más obvias: nuevas reglas de seguridad para la fórmula para infantes; procedimientos para detener infecciones previsibles en hospitales; esfuerzos para atacar a los infractores crónicos de las leyes de seguridad laboral. Pero también estamos convirtiendo en nuestra misión el sacar de raíz regulaciones que entren en conflicto, que no valgan el costo, o que sean sencillamente tontas.

Por ejemplo, la FDA (la agencia de seguridad de alimentos de EEUU) ha considera desde hace tiempo al edulcorante artificial sacarina, como seguro para el consumo humano. Sin embargo, por muchos años, la Agencia de Protección Ambiental (EPA) hizo que las compañías trataran a la sacarina de la misma forma que tratan a los químicos peligrosos. Si usted se lo echa a su café, entonces no es un desecho peligroso. La EPA sabiamente eliminó esa regla el mes pasado.

Sin embargo, crear un sistema regulatorio para el siglo XXI va más allá de qué reglas agregar y cuales sustraer. Como dejo en claro en la orden ejecutiva que estoy firmando, buscamos formas más accesibles y menos intrusivas para alcanzar los mismos objetivos, dándole una cuidadosa consideración a los costos y beneficios. Esto significa redactar reglas con más ayuda de expertos, negocios y personas del común. Significa usar la transparencia como una herramienta para informar a los consumidores de sus opciones, en vez de restringirlas. Eso significa el asegurarse que el gobierno haga más de su trabajo en línea, de la misma forma en que las compañías lo están haciendo.

También nos estamos deshaciendo de los absurdos e innecesarios requerimientos de papeleo que hacen perder tiempo y dinero. Estamos mirando al sistema como un todo para asegurarnos que evitamos regulación excesiva, inconsistente y redundante. Finalmente, hoy he indicado a las agencias federales que hagan más para identificar y reducir las cargas que las regulaciones impongan sobre los pequeños negocios. Las firmas pequeñas impulsan el crecimiento y generan la mayor parte de los nuevos empleos en este país. Necesitamos asegurarnos que nada se interponga en su camino.

Un ejemplo importante de esta estrategia son los estándares de ahorro de combustible para autos y camionetas. Cuando asumí mi cargo, el país enfrentaba años de litigios y confusión debido a las reglas conflictivas impuestas por el Congreso, los reguladores federales y los estados.

La EPA y el Departamento de Transporte trabajaron con las automotrices, sindicatos, estados como California y activistas ambientales a principios del año pasado para transformar una madeja de reglas en un agresivo estándar nuevo. Fue una victoria para las compañías automotrices que deseaban una certeza regulatoria, para los consumidores que pagarán menos cada vez que vayan a echar gasolina a sus autos, para nuestra seguridad, ya que ahorraremos 1.800 millones de barriles de crudo y para el ambiente a medida que reducimos la contaminación. Otro ejemplo: el miércoles, la FDA presentará un nuevo esfuerzo para mejorar el proceso para aprobar aparatos médicos, para mantener a los pacientes seguros a la vez que se llevan al mercado de manera más rápida productos innovadores y que pueden salvar vidas

Pese a mucha de la acalorada retórica, nuestros esfuerzos a lo largo de los dos últimos años para modernizar nuestras regulaciones han conducido a reglas más inteligentes y en algunos casos más estrictas, para proteger nuestra salud, seguridad y medio ambiente. Sin embargo, según algunos cálculos actuales de su impacto económico, los beneficios de esas regulaciones exceden sus costos en miles de millones de dólares.

Esa es la lección de nuestra historia: Nuestra economía no es un juego suma cero. Las regulaciones tienen su costo; a menudo, como país, tenemos que tomar decisiones duras sobre si esos costos son necesarios. Lo que sí está claro es que podemos alcanzar el equilibrio. Podemos hacer a nuestra economía más fuerte y competitiva a la vez que cumplimos nuestras responsabilidades fundamentales con los demás.

(Obama es el presidente de Estados Unidos)

Otros artículos de opinión que pueden enriquecer el debate (lecturas recomendadas)

– ¿Los pobres son los causantes de la crisis? (Project Syndicate – 19/1/11)

(Por Simon Johnson)

Washington, DC.- Estados Unidos sigue desgarrado por un acalorado debate sobre las causas de la crisis financiera de 2007-2009. ¿Hay que echarle la culpa al gobierno por lo que salió mal? Y, si fuera así, ¿de qué manera?

En diciembre, la minoría republicana en la Comisión de Investigación de la Crisis Financiera (FCIC, por su sigla en inglés) intervino con una narrativa de disenso preventiva. De acuerdo con este grupo, las políticas equivocadas del gobierno, destinadas a aumentar la cantidad de propietarios de viviendas entre la gente relativamente pobre, empujó a demasiada gente a contraer hipotecas de alto riesgo que no podían pagar.

Potencialmente, esta narrativa puede ganar mucho respaldo, especialmente en la Cámara de Representantes controlada por los republicanos y en las vísperas de la elección presidencial de 2012. Pero, mientras que los republicanos de la FCIC escriben elocuentemente, ¿tienen alguna prueba para respaldar sus aseveraciones? ¿La gente pobre en Estados Unidos es responsable de causar la crisis global más grave en más de una generación?

No, según Daron Acemoglu del MIT (y autor junto conmigo en otros temas), que presentó sus conclusiones en la reunión anual de la Asociación de Finanzas de Estados Unidos a principios de enero. (Las diapositivas están en su sitio web del MIT.)

Acemoglu desglosa la narración republicana en tres interrogantes diferentes. Primero, ¿hay pruebas de que los políticos estadounidenses responden a las preferencias o deseos de los votantes de menores ingresos?

La evidencia en este punto no es tan definitiva como a uno le gustaría, pero lo que tenemos -por ejemplo, a partir del trabajo de Larry Bartels de la Universidad de Princeton- sugiere que, en los últimos 50 años, prácticamente toda la élite política estadounidense dejó de compartir las preferencias de los votantes de ingresos bajos o medios. Las opiniones de los funcionarios se acercaron mucho más a las que comúnmente se hacen oír en la cima de la distribución de ingresos.

Existen varias teorías con respecto a por qué se produjo este cambio. En nuestro libro 13 banqueros, James Kwak y yo destacamos una combinación del creciente papel que juegan los aportes de campaña, la puerta giratoria entre Wall Street y Washington, y, sobre todo, un cambio ideológico hacia la idea de que las finanzas son buenas, que más finanzas es mejor y que lo mejor son las finanzas sin control. Existe un corolario claro: las voces e intereses de la gente relativamente pobre poco cuentan en la política norteamericana.

La evaluación que hace Acemoglu de la investigación reciente sobre el lobby es que las partes del sector privado querían que se relajaran las reglas financieras –y trabajaron duro e invirtieron mucho dinero para obtener este resultado-. El ímpetu por un gran mercado de hipotecas de alto riesgo surgió del interior del sector privado: "innovación" por parte de prestadores hipotecarios gigantes como Countrywide, Ameriquest y muchos otros, respaldados por los grandes bancos de inversión. Y, para hablar sin rodeos, fueron algunos de los mayores jugadores de Wall Street, no los propietarios excesivamente endeudados, los que recibieron rescates gubernamentales después de la crisis.

Acemoglu luego pregunta si existen pruebas de que la distribución de ingresos en Estados Unidos empeoró a fines de los años 1990, lo que llevó a los políticos a aflojar las riendas en lo que concierne a prestarle dinero a gente que estaba "rezagada". Los ingresos en Estados Unidos, efectivamente, se volvieron mucho más desiguales en los últimos 40 años, pero el momento elegido no encaja con esta historia en absoluto.

Por ejemplo, a partir del trabajo que hizo Acemoglu con David Autor (también del MIT), sabemos que los ingresos correspondientes al 10% que más gana subieron marcadamente durante los años 1980. Los ingresos semanales crecieron lentamente en el caso del 50% que menos gana y del 10% que menos ganaba en ese momento, pero al sector menos favorecido en la distribución de ingresos en realidad le fue relativamente bien en la segunda mitad de los años 1990. De modo que nadie tuvo que pelearla más que este segmento en la víspera de la locura de las hipotecas de alto riesgo, que se produjo a principios de los años 2000.

A partir de datos de Thomas Piketty y Emmanuel Saez, Acemoglu también señala que la dinámica de la distribución de ingresos para el 1% que más gana en Estados Unidos parece diferente. Como sugirieron Thomas Philippon y Ariell Reshef, el marcado incremento de este grupo en el poder de ingresos parece más relacionado con la desregulación de las finanzas (y quizás otros sectores). En otras palabras, los grandes ganadores de la "innovación financiera" de todo tipo en las últimas tres décadas no fueron los pobres (ni siquiera la clase media), sino los ricos -la gente que ya cobraba mucho.

Finalmente, Acemoglu examina el papel del respaldo del gobierno federal a la vivienda. Sin duda, Estados Unidos durante mucho tiempo ofreció subsidios a la vivienda ocupada por sus dueños –principalmente a través de una deducción impositiva para los intereses hipotecarios-. Pero este subsidio en absoluto explica el momento del auge del sector inmobiliario y de los descabellados préstamos hipotecarios.

Los republicanos de la FCIC acusan con firmeza a Fannie Mae, Freddie Mac y otras empresas patrocinadas por el gobierno que respaldaron los préstamos para la vivienda mediante garantías de diferentes tipos. Tienen razón cuando dicen que Fannie y Freddie eran "demasiado grandes para quebrar", lo que les permitió pedir dinero prestado a un menor costo y asumir más riesgo -con un escaso financiamiento de capital para respaldar su exposición.

Pero, si bien Fannie y Freddie se lanzaron a hipotecas dudosas (particularmente aquellas conocidas como Alt-A) e hicieron operaciones con prestadores de alto riesgo, esto representaba algo relativamente pequeño y surgió tarde en el ciclo (por ejemplo, 2004-2005). El principal ímpetu para el auge surgió de toda la maquinaria de la securitización de "sello privado", que era justamente eso: privado. De hecho, como señala Acemoglu, los poderosos jugadores del sector privado consistentemente intentaron marginar a Fannie y Freddie y excluirlas de los segmentos de mercado en rápida expansión.

Los republicanos de la FCIC están en lo cierto al ubicar al gobierno en el centro de lo que salió mal. Pero este no fue un caso de sobrerregulación o de exceso de alcance. Por el contrario, 30 años de desregulación financiera, que fue posible gracias a que se cautivó el corazón y la mente de los reguladores, y de políticos tanto republicanos como demócratas, le dieron a una estrecha élite del sector privado -principalmente en Wall Street- casi todas las ventajas del auge inmobiliario.

La parte negativa recayó en el resto de la sociedad, en especial en las personas de bajo nivel educativo y mal remuneradas, que ahora perdieron sus casas, sus empleos, las esperanzas para sus hijos o todo a la vez. Esta gente no causó la crisis. Pero está pagando por ella.

(Simon Johnson, ex economista principal del FMI, es cofundador de un importante blog de economía, http://BaselineScenario.com, profesor en el MIT Sloan y miembro sénior en el Instituto Peterson para la Economía Internacional. Su libro, 13 banqueros, que escribió junto con James Kwak, está actualmente disponible en tapa blanda. Copyright: Project Syndicate, 2011)

– El Estado no da felicidad (I) (Negocios.com – 23/9/13)

(Por Luis I. Gómez)

No se trata de imponer un sistema social exactamente igual para todos, se trata de permitir el desarrollo de diferentes sistemas sociales.

Así concluían Herrnstein y Murray en su obra The Bell Curve, basándose para ello en la hipótesis por la cual, dado un factor social igual para todos los individuos, la diversidad individual respondería en un 100% a la heredabilidad. En otras palabras: si una estructura estatal consiguiese generar un medio social uniforme, los individuos, lejos de avanzar en la igualdad, responderían a la heredabilidad, tanto genética como de su propio entorno particular. La consecuencia sociológica de tal afirmación aún no ha sido discutida en su totalidad. Los programas que se vienen desarrollando desde los 60 para mejorar la situación de grupos sociales marginales se basan todos en un modelo falso: se trata de igualar las condiciones de su medio social -ojo, y cultural- a las de la clase media blanca occidental.

Las principales herramientas han sido las llamadas "leyes de igualdad" y, sobre todo, la escolarización estatal obligatoria. Herrnstein y Murray, pero también Christopher Jencks antes, demostraron con cifras el fracaso en EEUU de todas esas medidas: la adopción de medidas sociopolíticas no son suficientes para convertir a todos los individuos de una sociedad en igualmente felices. Esta afirmación es al mismo tiempo falsa y cierta. Es cierta en sentido lógico: si el medio social es igual para todos, son las limitaciones y/o ventajas biológicas heredadas las que definen las diferencias. Es falsa en su consecuencia sociológica: hasta la fecha, las medidas sociales encaminadas a compensar situaciones deficitarias en uno o un grupo de individuos han nacido de la falsa creencia por la que una sociedad es más igual cuanto más iguales sean las condiciones del medio en que se desarrollan los individuos.

Los individuos son diferentes, ya sea por limitación/ventaja biológica, limitación/ventaja cultural o limitación/ventaja social. No se trata de imponer un sistema social exactamente igual para todos, se trata de permitir el desarrollo de diferentes sistemas sociales que permitan a cada individuo la mejor compensación de sus limitaciones y el fomento óptimo de sus ventajas.

No es en absoluto preocupante constatar que existen diferencias entre los individuos de una sociedad. Lo verdaderamente preocupante es constatar cómo, víctimas de sistemas estatales de ingeniería social, un gran número de individuos se ven limitados en el desarrollo de sus propias capacidades.

Si grave fue el error de los sociobiólogos atribuyendo exclusivamente a la genética la individualidad de los humanos, cayendo no pocas veces en la trampa racista, no menos grave es el de los sociólogos obviando por completo la base natural del hombre abandonándose en una loca carrera por ver quién es capaz de diseñar la sociedad perfecta. Hayek lo llamaba constructivismo de la sociología: nos fabricamos una estructura social ideal y suponemos que los humanos se encontrarán en ella felices, dado que no podrán seguir otros intereses que aquellos que su socialización en esa estructura social enseña.

Es necesaria una nueva sociología, una sociología libertaria, menos apegada a la estadística, a las tradiciones, a las estructuras; más interesada por el hombre, preocupada por sus contradicciones pero capaz de reconocer el potencial de desarrollo de cada uno de ellos. El sociólogo debería huir de la obsesiva búsqueda de medidas y soluciones para todos los hombres incluidos en grupos sociales arbitrarios. Estructuras sociales construidas como "los blancos", "los negros", "los españoles", "los europeos", "los países occidentales" o "los países en vías de desarrollo" no son las adecuadas para fomentar el desarrollo de los valores individuales ni sus estrategias de mejora.

El Estado debería ser más abierto a diferentes formas de organización social para así generar verdaderas bolsas de oportunidad social a los diferentes individuos o grupos. Debería abandonar los experimentos por los que se pretende alcanzar profundos cambios individuales en todos los administrados mediante la impostura de estructuras únicas obligatorias (educación, por ejemplo).

La identidad de grupo es algo que ha sido ocupada y manipulada por el Estado. Tiene, ciertamente, raíces naturales: la familia, el entorno cultural/religioso, el paisaje son factores que se conforman para la creación de un entorno que solemos identificar con "el nuestro". Desde ese natural de todo ser humano como ser social no se deben postular dos de los principios fundamentales que caracterizan un Estado: ni es necesario establecer fronteras entre grupos sociales diferentes, ni la "sociedad" tiene ningún tipo de derecho sobre cada uno de los individuos que la componen. Un niño nace en el seno de un grupo social. El niño no firma ningún contrato de ningún tipo que habilite a ese grupo social a constituirse en acreedor. Es más, un grupo social no es un ente independiente del individuo con capacidad de acción, a no ser que un Estado se autoarrogue la función de "representante y comandatario" de la sociedad. La sociedad carece de voluntad y de existencia propias.

La institución o estructura que se autoatribuye el papel de representante de la sociedad no es más que un subgrupo social cuyos individuos pretenden dominar al resto. Por ello la verdadera solidaridad social es un obstáculo para todo Estado. Allí donde el poder del Estado pretende extenderse más allá de las marcas naturales de una lengua, un pueblo, una cultura, se encuentra con gravísimas dificultades para alcanzar una homogeneización satisfactoria. Las tradiciones locales y las estructuras familiares se encuentran en clara oposición con la voluntad homogeneizante del estado y son, por ello, eliminadas o minimizadas.

Mientras las ideologías estatistas conservadoras asientan sus razones para un estado fuerte en la cultura, el idioma, la religión y la familia, combaten las ideologías materialistas precisamente estos principios, claramente opuestos a la idea de una estructura social construida y supuestamente válida para todos.

– El Estado no da la felicidad (II) (Negocios.com – 23/9/13)

(Por Luis I. Gómez)

No es competencia de nadie ayudar a quien porta el pañuelo o el crucifijo a integrarse mejor en una cosmovisión social predeterminada: eso es un asunto puramente privado.

En el momento en que estamos convencidos de que debemos ayudar a otro nos autoconcedemos permiso para saltarnos las fronteras de su esfera privada y convertirlo en objeto de aquellas medidas correctoras que nosotros creemos que son las mejores. De esta manera aparece una nueva "intimidad", nacida de la eliminación de fronteras personales, caracterizada por una nueva frontera: la frontera entre aquellas personas que se comportan conforme a la "norma social" y las que no lo hacen. Todo aquel que se diferencie en alguna forma de lo aceptado socialmente será objeto de medidas sociales de ayuda con la única meta de readaptarlo a lo convenido (a lo conveniente).

Esta paradójica eliminación de fronteras (las personales) por la creación de otra nueva (la social) alcanza incluso los niveles más profundos de privacidad. Marta se queja de que su amigo Julio es un "macho" que pierde demasiado tiempo con sus amigotes y que esa forma de ser es definitivamente anticuada. No se para a preguntarse si el haberse enamorado de Julio tal vez sea consecuencia de que precisamente ella no está dispuesta a mantener una relación más estrecha con un hombre. Mide su relación con un rasero social, un estándar público, en lugar de hacerlo desde sus propias necesidades.

Para la mayor parte de los humanos la necesidad de compañía es absolutamente básica. En las relaciones de pareja el día a día y las necesidades de cada uno de los participantes son las que marcan las fronteras de lo que no es común. La necesidad de "no soledad" nos lleva a formar también grupos más grandes, para mejor alcanzar determinados objetivos. Las relaciones en grupos más grandes también necesitan fronteras. Cualquier característica de un individuo que no afecte a las metas para las que se ha agrupado debe permanecer en el ámbito de lo puramente privado. Si el hecho de llevar un pañuelo en la cabeza, o un crucifijo en el pecho, no afectan a la capacidad de una clase para aprender matemáticas, no es competencia de nadie ayudar a quien porta el pañuelo o el crucifijo a integrarse mejor en una cosmovisión social predeterminada: eso es un asunto puramente privado.

Las diferentes formas de agrupación presentan diferentes niveles para el establecimiento de las fronteras personales. Si la portadora de un pañuelo en la cabeza se enamora de alguien que no acepta la exhibición de signos religiosos encontrará serias dificultades para mantener la relación o mantener intacta su frontera particular. Pero ello sigue sin ser asunto del profesor de matemáticas, ni de la clase de matemáticas. Tampoco de la escuela.

En nuestra sociedad las cosas son diferentes. Dado que hemos derribado las fronteras de lo particular nos convertimos cada uno de nosotros en entes públicos frente a cualquiera de los otros. Ya no hay nada secreto o personal. Cualquiera puede exigir que no se lleven pañuelos en la cabeza o crucifijos en el pecho… y si la mayoría está de acuerdo (bendita democracia y sus malusos), lo privado pasa a ser de interés social, público. A cambio, cada individuo recibe la atención de la sociedad, no de forma personal, de forma anónima mediante ayudas estatales y las estructuras del estado. Quien tiene problemas de subsistencia no recibe ayuda del vecino, pero tal vez tenga derecho a recibirla de la burocracia.

La diferencia entre las dos formas de solidaridad, de comprensión de lo social, es muy significativa:

-La ayuda de los vecinos es un contacto directo, personal. El ayudador conoce el caso, la persona, valora en qué medida puede ayudar y lo hace renunciando a algo suyo. El ayudado percibe agradecimiento y valora el gesto del vecino. El ámbito de la relación es privado.

-La ayuda burocrática, por el contrario, es algo a lo que "se tiene derecho", y se basa en criterios abstractos válidos para grandes grupos de personas, lejos del caso particular. Quien mejor sepa manejar la situación legal recibirá más y mejores ayudas. Ya no es necesario atender al vecino, pues lo hacemos vía impuestos y no es necesario prever reciprocidad (tal vez algún día nosotros necesitemos ayuda): tenemos derecho a que nos ayude el estado. Nos convertimos en un poco más egoístas, nos centramos más en nuestra "realización personal" y no sentimos necesidad de vernos como responsables directos de lo común.

Les dirán que la culpa de todo esto es la progresiva individualización y el abandono de los verdaderos valores sociales. ¡Que nos hacemos egoístas! ¡Avariciosos! ¡Descreídos! … ¡Insolidarios! Que hemos de regresar a los verdaderos valores que nos hacen humanos… si es necesario mediante las leyes, obligando a todos a vivir según esos valores que "creemos" (o "sabemos"… ¿quiénes?) mejores. Esta receta conservadora de enajenación y superprotectorado es compartida por los conservadores de izquierdas y de derechas, aunque varíen los temas: para los conservadores de derechas será necesario volver a recuperar los valores de la familia tradicional (por ejemplo), para los conservadores de izquierdas se trata de perpetuar y mejorar los "logros sociales" (por ejemplo).

Defino nuestra sociedad como la "sociedad del consumo pasivo". Las personas, en una sociedad estatalizada, no tienen ni la posibilidad de generar por ellas mismas las bases de su "realización personal", ni deben enfrentarse a las consecuencias de sus acciones. Al final, pierden la voluntad de hacerlo. No estamos ante un problema de "individualización". Lo que realmente caracteriza nuestra sociedad es la asunción por parte del Estado de los riesgos (es decir, de la responsabilidad). Liberados de "la vida en serio" y sus consecuencias, la individualidad apenas es más que consumo pasivo, conformidad generalizada.

Estructura social de la sociedad estatalizada. La sociedad responde a los intereses de los individuos: su seguridad material, pero la absolutización de esa meta agrede la esfera privada de los individuos y sus otros intereses. En lugar de una estructura represiva aparece una red de instancias burocráticas respondiendo al deseo de reducir riesgos mediante una mejor organización. La diferencia entre formas legales privadas y públicas de estas instancias desaparece. Se genera una red burocrática incontrolable por la política (por lo tanto por los votantes) o por el mercado. Como las personas, gracias a la red de instancias burocráticas "sociales" no necesitan responder individualmente de sus actos, aparecen continuamente nuevas y más numerosas "víctimas": parados de larga duración, receptores vitalicios de asistencia social… La red del estado se fortalece para atender a los nuevos necesitados.

Estructura psicológica de la sociedad estatalizada. Como a las personas todo se les presenta "precocinado" y "válido para todos", es imposible que lo que se les oferta atienda exactamente a sus necesidades particulares (y solamente éstas permiten, mediante la acción individual, una verdadera satisfacción) Siempre queda algo atrás, algo que no es exactamente como nos gustaría que fuese. Algo que no podemos conseguir. Pero ya no existe un enemigo represivo ante el que rebelarse. Somos una democracia social y de derecho…. ¿ante quién rebelarse? La consecuencia es la resignación o, en casos aislados, la violencia.

A modo de resumen, desde un punto liberal podemos hacer la siguiente crítica social:

1. Cuando la red social estatal asume la responsabilidad de los errores particulares, el individuo carece de toda posibilidad estructural-social para recuperar su responsabilidad. Desde el punto de vista psicológico carece de toda motivación para hacerlo.

2. Cuando la solución a los problemas vitales particulares ya no es la propia acción, nos dedicamos en exclusiva a "solucionar" las necesidades menos vitales: diversión y entretenimiento.

3. Cuando la red social estatal cubre las necesidades de los otros, desaparece la solidaridad. Dado que los individuos productivos pagan esa red social mediante cargas impositivas enormes (bajo amenaza de uso de violencia si no pagan), la motivación a la generosidad disminuye… o desaparece.

4. Cuando la responsabilidad última está en manos de la red social, el individuo no puede ser dueño único de sus actos. El abandono de la responsabilidad favorece la aparición de violencia.

5. Mayor presión laboral, mayor paro. Los costes de la red social estatal acarrean sobre todo un aumento del coste salarial. Los exorbitantes costes laborales fuerzan al empleador a buscar trabajadores de alto nivel, que justifiquen el pago de las altas tasas impuestas por el Estado. Los otros individuos caen en el desempleo, lo que aumenta el coste de la red social y, por consiguiente, los laborales.

Cualquier solución debe alejarse del debate tradicional derecha-izquierda, de las posturas neo-conservadoras, neoliberales o romántico-socialistas. La solución debería tener como meta la devolución al individuo de sus fronteras privadas, de su capacidad para tomar decisiones vitales y, por consiguiente, recuperar la responsabilidad perdida.

– La reforma que viene (Libertad Digital – 16/2/11)

(Por GEES)

El plan franco-alemán tiene mucho de bueno, pero no se dedica al crecimiento ni a la competitividad, como lo hacía la fracasada agenda de Lisboa propuesta por Aznar y Blair hace diez años, ni tampoco a la inevitable transformación del Estado del Bienestar

El rey está desnudo. Es decir, el Estado del Bienestar es inviable.

La UE ha entrado en la hora de la verdad. Para finales de marzo deberá haber logrado el acuerdo sobre la propuesta germano-francesa llamada de competitividad, en realidad un mensaje de que esta vez sí hay que cumplir el pacto de estabilidad. A cambio, el mecanismo oficial de rescate que se establecerá por reforma de los tratados contará con 500.000 millones de euros. En cuanto al mecanismo existente, de momento se ha quedado sin incremento, con el sabio argumento de que si hay estabilidad no hará falta más para lograr la confianza del mercado.

Dice Standard & Poor's, hablando sólo de pensiones, que en ausencia de reformas, la deuda germana alcanzará en 2050 el 400% de su PIB, la francesa, el 403%, la italiana el 245%, y la española el 544%. Habrá que hacer algo.

Sin embargo la gran reforma que propone Alemania con el respaldo de Francia, y lograrla sería ya un éxito notable, pasa "sólo" por: fijar límites al déficit anual en la Constitución, aplicar sanciones a los incumplidores de los criterios de estabilidad llegando a la supresión de los derechos de voto, desligar salarios de inflación, elevar las edades de jubilación, y equiparar la imposición sobre sociedades. Esto último, por ejemplo, es más bien nocivo. Así lo demuestra una investigación publicada por la OCDE dedicado al impacto de los cambios en los tipos impositivos en 21 países en las últimas tres décadas. Resulta que los impuestos sobre sociedades deberían reducirse para incrementar la competitividad. No hacía falta tanto estudio. Reagan lo explicaba muy bien: "Las empresas no pagan impuestos; los pagan sus clientes".

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