Los nuevos pobres, de los países ricos II (un relato trágico de la crisis) (página 5)
Enviado por Ricardo Lomoro
Otro riesgo de alto endeudamiento, como sugieren Olivier Blanchard es el del equilibrio múltiple. Cuando hay que refinanciar una cantidad sustanciosa de deuda pública, hay un riesgo de pánico autoalimentado en torno a esa deuda, empujando las primas a máximos insostenibles.
En igualdad de condiciones, tener un menor ratio de deuda y un menor riesgo de liquidez con deuda con vencimiento más largo puede reducir el riesgo de este tipo de mal equilibrio.
La solución para una crisis de liquidez es la misma en el caso de los pánicos bancarios que en el caso de un pánico sobre deuda soberana: un prestamista de último recurso, esto es, un banco central que puede suministrar liquidez a un soberano monetizando su deuda. Esto es lo que sucedió en la Eurozona en el verano de 2012, cuando los tipos de interés de la deuda italiana crecieron hasta casi el 7% y los de la deuda española se acercaron al 8%.
Así pues, ¿están bajos los tipos en EEUU y Japón porque se presentan como activos "refugios seguros" durante los periodos de aversión al riesgo con elevado riesgo de cola? ¿O son esos bajos tipos el resultado de la flexibilización cuantitativa a gran escala, en la práctica una forma de monetización de deuda que reduce el riesgo de pánico en torno a la deuda pública y mantiene los tipos a largo plazo más bajos que en caso contrario?
El ejemplo griego. En los últimos años, Grecia es el ejemplo más fácil de un país con una política fiscal relajada e imprudente, que gestionó déficits fiscales muy grandes e insostenibles hasta el comienzo de la crisis de deuda en 2010. Los reguladores griegos mintieron eficazmente sobre el verdadero tamaño del déficit, que resultó ser el 15% del PIB. En el caso de una política fiscal imprudente donde la sostenibilidad de la deuda esté en riesgo, la austeridad fiscal -y posiblemente las reestructuraciones de deuda- es la respuesta política apropiada.
Sin embargo, mirando a la pasada década, muchas de las crisis financieras que llevaron a un gran incremento de la deuda pública y de los déficits empezaron con los excesos financieros del sector privado, no del sector público: burbujas de activos, de vivienda, de crédito que finalmente pincharon, provocando un incremento significativo en los déficits presupuestarios y la deuda pública a medida que la recesión subsiguiente indujo la entrada en funcionamiento de los estabilizadores automáticos.
Siempre que una crisis financiera tiene lugar, también existe el riesgo (como en 2008-09) de que una Gran Recesión pueda transformarse en otra Gran Depresión; la respuesta política óptima fue un estímulo fiscal muy grande para contrarrestar el hundimiento de la demanda privada. El coste fiscal de sanear, rescatar y fortalecer el sistema financiero, o incluso las corporaciones (rescates de General Motors, Chrysler) o los hogares, implica que habrá un gran coste fiscal de dichos rescates.
Mirando a estos últimos años, Irlanda, Islandia, España, el Reino Unido, y EEUU, así como mercados emergentes como Dubái, hay excesos inducidos por el sector privado que llevaron a una burbuja y, finalmente, un pinchazo, que acabó provocando un aumento de la deuda pública y del déficit.
Los multiplicadores fiscales. Una vez que los reguladores han decidido implementar el estímulo fiscal, el foco se fija en el tamaño de los multiplicadores fiscales; es decir, ¿aumenta una política fiscal expansiva el PIB? Hay una hipótesis generalizada de que una consolidación fiscal tendrá un efecto positivo de confianza en el crecimiento económico; la visión es que reducir el déficit fiscal aumentará la actividad económica, incluso a corto plazo. Hay poca evidencia empírica de esto. Más bien, como ha mostrado el economista Roberto Perotti, tiende a tener efectos negativos en la actividad económica, incluso en la Eurozona, donde la consolidación fiscal puede ser necesaria con el tiempo para evitar una crisis de deuda.
El trabajo que ha hecho el FMI también es consistente con la visión de que la austeridad fiscal es contractiva, al menos a corto plazo. Si se suben los impuestos se reduce la renta disponible, mientras que si se recorta el gasto público -incluso el gasto público improductivo- se reduce la demanda agregada. Por lo tanto, reducir la renta disponible y la demanda agregada tendrá un efecto negativo en la actividad económica a corto plazo.
Hasta 2012, la austeridad fiscal estuvo limitada a la periferia de la Eurozona y al Reino Unido. Pero en 2013, EEUU tendrá una presión fiscal considerable y, bajo el Pacto Fiscal Europeo (fiscal compact) el centro de la zona euro aplicará la austeridad. En una situación donde muchos países están aplicando la austeridad al mismo tiempo, esos multiplicadores fiscales podrían acabar siendo mayores que cuando la austeridad fiscal está menos sincronizada globalmente.
Hay en torno a una docena de estudios sobre el estímulo fiscal de EEUU en 2009, la mayoría de los cuales concluyen que dicho estímulo fiscal fue expansivo para el PIB, con resultados significativos. Hay cada vez más pruebas de que los multiplicadores fiscales son mayores cuando se está en el límite de la política de tipos de interés cero y cuando hay una debilidad profunda en la economía: cuando se está en recesión o creciendo muy lentamente.
Perotti ha argumentado que la respuesta óptima a un alto déficit y deuda depende en parte de si el país tiene "espacio fiscal" o no, es decir, si hay o no "vigilantes de bonos" activos en los mercados que han elevado las primas de los bonos soberanos del país y han llevado a una pérdida de acceso al mercado. Se ha argumentado que en el caso de la periferia de la eurozona no hubo una opción de estímulo fiscal; que si los mercados están castigando a un país y las primas son altas o están creciendo, o si un país ha perdido el acceso al mercado, la única opción es el ajuste fiscal.
El riesgo de dominación fiscal. En una situación de grandes déficits presupuestarios y un sesgo político hacia el recorte de déficit, siempre existe el riesgo de dominación fiscal, en el que el banco central básicamente es obligado a monetizar estos déficits para prevenir una crisis de deuda. En un juego del gallina entre las autoridades fiscal y monetaria, es esta última la que pestañea si prevalece la dominación fiscal.
En torno al asunto de la dominación fiscal, el BCE y el Banco de Japón de Masaaki Shirakawa están preocupados por el efecto de dominación fiscal, mientras que la Fed y el Banco de Japón de Haruhiko Kuroda no parecen inquietos. La Fed parece sostener que un banco central en realidad no puede intimidar a las autoridades fiscales para que apliquen una disciplina fiscal; no puede denegar la flexibilización monetaria necesaria como una forma de obligar al ajuste fiscal. La Fed también sostiene que si el banco central intentara intimidar a la autoridad fiscal, esto puede acabar en un enfrentamiento político, con la posibilidad de que la reacción consiguiente lleve a una pérdida formal de la independencia del banco central.
El punto de vista alemán y del BCE sobre el asunto de la dominación fiscal ha sido muy diferente. El programa de bonos OMT del BCE se ha creado con unas condiciones estructurales y fiscales estrictas, como una forma de limitar activamente la dominación fiscal. En este caso, si no se tiene respaldo oficial, el incentivo para aplicar esas reformas será pequeño, frente al riesgo de una crisis de deuda.
La contracción a corto plazo. Además, algunas de las reformas estructurales necesarias son, como la austeridad fiscal, contractivas a corto plazo. Supongamos que un país hace más flexible su mercado laboral, y reduce los costes de contratación y despido. El primer impacto de una reforma así será un aumento de la tasa de desempleo, ya que las empresas que no podían despedir a los empleados que les sobraban ahora sí podrán hacerlo. Ese pico en la tasa de desempleo es exactamente lo que pasó en Alemania cuando aplicó sus reformas estructurales a principios de la década de los 2000. Lo que eso implica es que tiene que haber un equilibrio entre las reformas estructurales y la austeridad fiscal, más que una concentración recesiva y dañina de ambas al principio. Si un país hace reformas estructurales más rápido, que son recesivas a corto plazo, debería dársele mayor flexibilidad fiscal, ya que dicha reforma puede empeorar la recesión a corto plazo.
Así pues, debe haber un término medio entre la austeridad y las reformas. No se pueden concentrar al principio tanto la austeridad como las reformas estructurales: si se hace más en el apartado estructural, debe darse mayor flexibilidad fiscal a corto plazo, de otro modo es probable que la recesión se haga más severa.
Una observación final sobre la eurozona: no se está hablando en absoluto de una agenda de crecimiento. Se habla de una unión bancaria, una unión fiscal y una unión política. Pero si no se va a tener crecimiento económico, habrá una negativa social contra la austeridad.
– La pandemia de la austeridad (Project Syndicate – 14/6/13) Lectura recomendada
(Por Isabel Ortiz – Matthew Cummins)
Nueva York.- (…) La nuestra no debe ser una época de austeridad; los gobiernos, incluso los de los países más pobres, tienen opciones para fomentar una recuperación económica que tenga en cuenta las necesidades sociales. Éstas son, entre otras medidas, la reestructuración de la deuda, el aumento de la progresividad de la fiscalidad (del impuesto sobre la renta de las personas físicas, del de bienes inmuebles y del de sociedades, incluido el sector financiero) y poner freno a la evasión fiscal, el recurso a paraísos fiscales y las corrientes financieras ilícitas.
En última instancia, la reducción de los salarios, los servicios públicos y los ingresos de los hogares obstaculiza el desarrollo humano, amenaza la estabilidad política, reduce la demanda y retrasa la recuperación. En lugar de seguir ateniéndose a las políticas que dañan más que benefician, las autoridades deben examinar la posibilidad de adoptar un planteamiento diferente y que contribuya, en realidad, al progreso social y económico de sus países.
B –
El mayor riesgo de la crisis económica es social
Decíamos ayer… De "clase media" a "nuevos pobres"
De mi Paper: La clase media y su proceso de movilidad social descendente, publicado el 15/8/2007:
Dice un graffiti, a la entrada de una "villa miseria" (barrios marginales de las grandes ciudades) en Buenos Aires: "Bienvenida clase media".
Desigualdad y cambio
A principios de los años 70, un envejecido pero aparentemente lúcido Franco se entrevistaba con un enviado del gobierno estadounidense de Nixon, Vernon Walters (viejo "conocido" de Latinoamérica), sobre el futuro de España. La preocupación de "imperio" americano era saber que pasaría en España después de la muerte del dictador, y Franco se mostró accesible ante esa pregunta: todo iría como los americanos, franceses e ingleses querían, una democracia con el hasta entonces príncipe como rey. Vernon Walters quiso saber el porqué de tanta seguridad en sus palabras, a lo que Franco contestó que su mejor creación era "la clase media española". Diga a su presidente que confíe en el buen sentido del pueblo español. No habrá otra guerra civil".
El "caudillo" creó así una clase económica y social fuertemente estructurada y organizada en base a las economías medias y el bienestar socio-económico que el estado subsidiario podía brindarles. Una clase de contención tanto hacia abajo como hacia arriba, una especie de clase vertical sobre la cual reposaban y reposa la realidad política española. Una clase contrarrevolucionaria, una pequeña apisonadora de cambios, la merma desatomizada de la disidencia. La contención pequeñoburguesa numéricamente superior. Una clase y un estado, pero sobre todo una conciencia: la burguesa.
Los análisis marxistas ya hablaron de la proletarización de las clases medias, sobre todo en el marco de crisis económica, en el capitalismo. Según algunos autores, existen dos formas de proletarizar la clase burguesa: la económica y la de conocimiento. La primera es circunstancial y depende del estado económico, aunque en su fase explosiva es más visceral y de éxtasis -y exotismo- revolucionario. La segunda es más profunda y lenta, pues depende de la conciencia de clase -clase trabajadora- que cada individuo o colectividad adquiera.
Actualmente asistimos a una proletarización parcial, pues es económica. Mientras la conciencia mayoritaria es burguesa, conformista, consumista e individualista; la situación socio-económica es cada vez peor, un futuro nada halagüeño -más bien paupérrimo en todos los sentidos– que conformará, modulará y establecerá las nuevas clases económicas. La ruptura de las clases medias podría venir por el incremento de las desigualdades sociales entre la propia clase media, lo que podría ser el embrión de nuevos estados sociales que difícilmente podrían convivir en un mismo sistema político.
Algunos episodios históricos han demostrado que la proletarización forzada por una crisis económica ha servido para crear una conciencia comunitaria de lucha social -y patriótica-. Sin embargo otros tantos episodios han mostrado como una débil proletarización -nula comunalización-, o incompleta, ha devenido es sistemas nuevamente oligárquicos de nuevas clases dirigentes, con la misma estructura que las anteriores situaciones injustas, simplemente cambiando las personas -y los nombres- de las instituciones.
La desigualdad económica ¿realmente se ha incrementado en las últimas dos décadas, conocidas como "la era de la globalización"? ¿Dónde y cuánto? Y lo que es más importante, ¿por qué? ¿Cuál es la relación, si existiera, entre la desigualdad y el desarrollo económico? ¿Cuál es el efecto sobre la desigualdad de las crisis económicas, las guerras, las revoluciones y los golpes de Estado? ¿Cuál es el efecto sobre la desigualdad de las turbulencias financieras en los países en desarrollo y, más específicamente, sobre las crisis de la deuda y los colapsos cambiarios? ¿Cuál es el efecto de factores nacionales como las políticas públicas y cuál es el efecto de factores globales como el nivel internacional de los tipos de interés?
En su libro, "Desigualdad y cambio industrial (Una perspectiva global)", James K. Galbraith y Maureen Berner (Akal – 2004), dicen:
"Con seguridad, la desigualdad en la renta es "el principal problema social de nuestro tiempo". Pero su desarrollo es reciente. El incremento de la desigualdad de la renta en los Estados Unidos de posguerra se remonta únicamente a 1970 y la reaparición de la desigualdad como un problema social data de finales de los años ochenta. Bajo el estímulo del "reaganismo", con su celebración de la diferenciación ostentosa, se volvió a despertar la conciencia de clase en la vida política estadounidense. Previamente, la atención se había centrado en problemas diferentes durante casi sesenta años…
El terreno de juego de estos debates sobre la desigualdad es una cuestión de oferta y demanda. ¿Se debe el incremento en la desigualdad al aumento en la demanda relativa de (léase un incremento en la productividad física marginal de) los trabajadores altamente cualificados? ¿O se debe a un incremento de la oferta efectiva de trabajadores de baja cualificación, mediante la inmigración o el comercio, que ha reducido su salario (por ejemplo, en un esquema de productividad marginal fijo)? En ambos casos, los argumentos se atienden completamente al paradigma de la productividad marginal y el mecanismo de mercado…
En un artículo reciente, Thurow (1998), citando un estudio de Houseman, señala que, mientras la disparidad salarial entre los grados universitarios y medios se incrementó, los salarios reales de ambos grupos descendieron; ¿qué tipo de progreso tecnológico es éste?…
La expansión del modelo al sector exterior es simple. En una economía avanzada, el sector de bienes K predomina en las exportaciones y en el sector de bienes C domina la competencia con las importaciones. Dado que el sector K es hipermonopolístico, tiene pocos competidores en los países en desarrollo. Las alteraciones en el tipo de cambio (Norte-Sur) apenas le afectan. Pero estas alteraciones minan la posición salarial relativa de los trabajadores del sector C mediante el ajuste de los salarios relativos de su competencia directa. Dado que los trabajadores del sector K se encuentran en la cima de la estructura salarial, las apreciaciones de la divisa tienden a incrementar la desigualdad en los países avanzados y las depreciaciones tienden a disminuirla. Igualmente, los incrementos en las exportaciones en un país avanzado tienden a aumentar la desigualdad en la estructura salarial, al igual que lo hacen los incrementos subsiguientes en las importaciones…
Existe una interpretación extendida de que el desempleo en Europa es atribuible a estructuras salariales rígidas, salarios mínimos altos y sistemas de bienestar social generosos. Sin embargo, de hecho, los países que disfrutan de una desigualdad baja producida por estos sistemas suelen experimentar menos desempleo que aquéllos que padecen una desigualdad alta…
La desigualdad y el desempleo están relacionados positivamente en el continente europeo, dentro de cada país, entre los distintos países y a lo largo del tiempo. Las grandes desigualdades existentes entre los países europeos también parecen agravar el problema continental del desempleo, y hallamos evidencia de que, cuando estas desigualdades se toman en cuenta, la desigualdad global en los ingresos es mayor en Europa que en Estados Unidos. Por tanto, sugerimos que la llave para la reducción del desempleo en Europa consiste en medidas que reduzcan, y no incrementen, las desigualdades en la estructura de remuneración -aplicadas a nivel continental-. Ésta es una característica duradera y a menudo ignorada de la política de bienestar social en Estados Unidos…
¿Por qué son ricos los países ricos? ¿Son ricos porqué tienen una participación desproporcionada de trabajos de productividad alta, porqué expulsan las actividades de productividad baja e importan estos bienes y servicios, o porqué se pasan sin ellos? O por el contrario, ¿son ricos porqué la alta productividad en algunos sectores (y quizá la renta de beneficios provenientes del extranjero) les permite ofrecer niveles de vida altos tanto a los trabajadores de productividad alta como a los trabajadores de productividad baja, así como empleo directo en muchos casos para los últimos?…
La productividad en la manufactura es mayor, por regla general, que la productividad en otros sectores. Y los salarios manufactureros suelen ser altos, al menos en relación a los salarios en los servicios y la agricultura, en la mayoría de los países. Los países con participaciones altas de la manufactura en el empleo total podrían considerarse, consecuentemente, como países de productividad alta con las subsiguientes rentas altas; de hecho, la estrategia de industrialización estuvo siempre basada en la idea de que una base manufacturera fuerte era el eje central de la estrategia para elevar las rentas nacionales.
Pero ésta no es la situación en Europa en la actualidad. Por regla general, no es cierto que los países con las rentas más altas tengan una participación mayor de la manufactura en la composición del empleo… Hasta principios de los años setenta, la relación era, de hecho, positiva y bastante robusta. Pero en 1975 la relación comenzó a deteriorarse, y en torno a 1981 ya no existía ninguna relación significativa entre la participación manufacturera en el empleo y el PIB per cápita en Europa. A finales de los años ochenta, la correlación se tornó "negativa", e, incluso, ha llegado a ser significativamente negativa en los primeros años de la década de los noventa. Donde una vez la división entre las ocupaciones de productividad alta y baja era la que se daba entre la manufactura y la agricultura, siendo los países más pobres predominantemente rurales, hoy en día, las ocupaciones no manufactureras -incluyendo el sector público, por supuesto- están tan presentes en los países ricos como en los pobres.
Por supuesto, todavía cabe la posibilidad de que los países de rentas altas tengan una participación particularmente rica de los sectores manufactureros de productividad alta. ¿Se convierten en ricos los países mediante la exclusión de la industria textil y del procesamiento de alimentos, y concentrándose en la informática y la aeronáutica junto con, por ejemplo, una participación particularmente elevada de las ocupaciones de productividad alta en el sector servicios (como el sector bancario, la ingeniería, la arquitectura y la ley)? Ésta es una pregunta algo más difícil de contestar, dado que pueden existir muchos modelos diferentes de especialización industrial en las economías regionales multinacionales. La teoría de la ventaja comparativa predice ciertamente esta especialización: aquí un país químico, allí uno aeronáutico, la informática y la maquinaria en algún otro lugar…
Existen pocos países ricos moderadamente especializados. Noruega es un ejemplo. Dinamarca es el país rico más especializado de Europa. Suecia, aunque diversificado, lo estaba menos en 1992 que en 1970. Y como indican estos ejemplos, estar especializado no significa necesariamente ser poco igualitario. El norte de Europa contiene varios pequeños países especializados con niveles bajos de desigualdad. En ellos, las grandes transferencias fluyen desde un rango estrecho de manufacturas altamente productivas, así como de las industrias extractivas y la agricultura bien situada, al resto de la sociedad. Todos estos países tienen, entre otras cosas, sectores públicos considerablemente grandes y programas de bienestar generosos…
Los países en desarrollo que se liberalizaron y globalizaron han estado sometidos a mayores oscilaciones de la desigualdad que los países que no lo hicieron; se puede constatar en la India de los años ochenta, en Argentina (que se liberalizó tras los golpes de Estado contra el peronismo en los años setenta) o en Filipinas. En la mayoría de los casos, las liberalizaciones más reseñables fueron seguidas por un crecimiento de la desigualdad salarial. Sólo unos pocos países liberalizadores fueron capaces de compensar el incremento en los diferenciales de los salarios brutos con incrementos mayores del empleo de salarios relativos altos -Malasia e Indonesia parecen ser los casos principales-, así como Corea desde la mitad de los años ochenta hasta el final de la década, aunque la desigualdad global se incrementó a principio de los noventa. En casi todos los demás países, los efectos de la liberalización parecen estar asociados al incremento de la desigualdad, y la cuestión se limita a si la nueva configuración de los puestos de trabajo moderó o, de hecho, empeoró esta tendencia.
Teniendo en cuenta que la desigualdad estaba creciendo en todo el mundo, este resultado no puede sorprendernos: los países liberalizadores se vieron forzados a adaptarse a la pauta global. Esto nos conduce a una profunda reflexión. Parece que la modernización basada en las exportaciones es inherentemente un juego de suma cero para la distribución de la renta en los países en desarrollo. Esto es, la mejora de las distribuciones en el empleo en un país conduce a una destrucción que no es especialmente creativa y a un empeoramiento de la desigualdad en el resto de los países, a través de la redistribución de los puestos de trabajo. En una economía mundial liberalizada y globalizada, sólo una compresión en las estructuras de los ingresos puede crear un contexto adecuado para que la igualación se imponga en la escena de desarrollo global. Pero esta situación se desconoce en la economía mundial desde los años setenta…
Aunque los países ricos y otros países concretos logran mantener el control de sus estructuras salariales, nuestro análisis muestra que la tendencia que predomina en el mundo actual es hacia el aumento de la desigualdad. Las liberalizaciones han provocado casi siempre un empeoramiento y sólo unos pocos países en desarrollo han escapado a este efecto mediante la mejora de sus estructuras de empleo, lo cual es una proeza que sólo algunos pueden lograr. La experiencia de los años sesenta y principios de los setenta fue bastante diferente; en aquellos años, un buen número de países redujeron su desigualdad y muchos más mantuvieron estables sus estructuras salariales…
No podemos responder la pregunta habitual de si la igualdad es buena para el crecimiento. Sin embargo, la evidencia nos permite, aunque no firmemente, ofrecer una respuesta a la pregunta contraria. En la mayoría de los países, el crecimiento es bueno para la igualdad; de hecho, el crecimiento rápido parece ser un requisito indispensable para la igualación salarial. Por el contrario, el crecimiento débil en la mayoría de los países en desarrollo en los años ochenta fue un desastre para la igualdad.
No parece que importe en exceso si el crecimiento se logra mediante la sustitución de las importaciones o mediante el crecimiento rápido de los sectores exportadores de salarios altos. El problema es que el crecimiento rápido de estos sectores exportadores es una solución a la desigualdad sólo al alcance de pocos países. Por tanto, una reducción de la desigualdad a nivel global requerirá una vuelta a la sustitución de importaciones y unas estructuras salariales con base nacional, o bien un ritmo de crecimiento económico mundial, sustancialmente más alto.
Y, con seguridad, el mayor crecimiento global sólo puede lograrse si está liderado por las naciones comparativamente exitosas, estables y ricas del centro global, y por las instituciones financieras internacionales que controlan. No se puede lograr a través de reformas liberalizadoras en las pequeñas naciones de la periferia"…
Hacia la "dualización" de las clases medias
La teoría social ha acuñado varias categorías para conceptualizar la sociedad en la época de la globalización: "sociedad red" (M. Castells), "modernidad tardía" (Giddens), "sociedad del riesgo" (Beck) o "sociedad mundial" (Lhumann), entre ellas. Más allá de las profundas diferencias teóricas que encubren estas denominaciones, lo cierto es que la mayoría de los autores coinciden en señalar no sólo la profundidad de los cambios sino también las grandes diferencias que es posible establecer entre la más "temprana" modernidad y la sociedad actual. Para todos, el nuevo tipo societal se caracteriza por la difusión global de nuevas formas de organización social y por la reestructuración de las relaciones sociales; en fin, por un conjunto de cambios de orden económico, tecnológico y social que apuntan al desencastramiento de los marcos de regulación colectiva desarrollados en la época anterior. Gran parte de los debates actuales sobre la "cuestión social" giran en torno a las consecuencias perversas de este proceso de mutación estructural. A esto hay que añadir que dichas consecuencias han resultado ser más desestructurantes en la periferia globalizada que en los países del centro altamente desarrollado, en donde los dispositivos de control público y los mecanismos de regulación social suelen ser más sólidos, así como los márgenes de acción política, un tanto más amplios.
A mediados de la década del noventa, la nueva cartografía social ya revelaba una creciente polarización entre los "ganadores" y los "perdedores" del modelo. Con una virulencia nunca vista, el proceso de dualización se manifestó al interior de las clases medias. La profunda brecha que se instaló entre ganadores y perdedores echó por tierra la representación de una clase media fuerte y culturalmente homogénea, cuya expansión a lo largo del siglo XX confirmaba su armonización con los modelos económicos implementados.
Los fuertes ajustes de los noventa, terminaron por desmontar el anterior modelo de "integración", poniendo en tela de juicio las representaciones de progreso y toda pretensión de unidad cultural y social de los sectores medios. La dimensión colectiva que tomó el proceso movilidad social descendente arrojó del lado de los "perdedores" a vastos grupos sociales, incluso del sector público, anteriormente "protegidos", ahora empobrecidos, en gran parte como consecuencia de las nuevas reformas encaradas por el estado neoliberal en el ámbito de la salud, de la educación y las empresas públicas. Acompañan a éstos, trabajadores autónomos y comerciantes desconectados de las nuevas estructuras comunicativas e informativas que privilegian el orden global. En el costado de los "ganadores" se sitúan diversos grupos sociales, compuestos por personal altamente calificado, profesionales, gerentes, empresarios, asociados al ámbito privado; en gran parte vinculados a los nuevos servicios, en fin, caracterizados por un feliz acoplamiento con las nuevas modalidades estructurales. Una franja que engloba, por encima de las asimetrías, tanto a los sectores altos, como a los sectores medios consolidados y en ascenso.
Clase de servicios
Entre aquéllos que realizaron aportes en este terreno se destaca el sociólogo inglés Goldthorpe quien, a comienzos de los ochenta, apoyándose en el fuerte incremento registrado en el sector servicios, retomó la categoría "clase de servicios", acuñada por el marxista austriaco Karl Renner. Para Goldthorpe, la clase de servicios se distingue de la clase obrera por realizar un trabajo no productivo, aunque la diferencia más básica se ve reflejada en la calidad del empleo. En efecto, se trata de un trabajo donde se ejerce autoridad (directivos) o bien se controla información privilegiada (expertos, profesionales). Así, este tipo de trabajo otorga cierto margen de discrecionalidad y autonomía al empleado, pero la contrapartida resultante de esta situación es el compromiso moral del trabajador con la organización, dentro de un sistema claramente estructurado en torno a recompensas y sanciones.
Al trabajo inicial de Goldthorpe siguió un debate en los que participaron Urry, Giddens, Savage, Esping Andersen, entre otros. Como señala R. Crompton, muchos de estos autores reconocían la deuda que tenían para con "La Distinción" (1979), sin duda el mejor texto de la prolífica obra de P. Bourdieu. Allí, el sociólogo francés no sólo trazaba el mapa de los gustos de las diferentes clases y fracciones de clase, sino que exploraba la asociación (causal) entre ocupaciones emergentes y nuevas pautas de consumo. En efecto, Bourdieu constataba el ascenso de un nuevo grupo social, tanto al interior de la burguesía como de la pequeña burguesía, que se correspondía con una todavía indeterminada franja de nuevas profesiones; básicamente intermediarios culturales (vendedores de bienes y servicios simbólicos, patrones y ejecutivos de turismo, periodistas, agentes de cine, moda, publicidad, decoración, promoción inmobiliaria), cuyo rasgo distintivo aparecía resumido en un nuevo estilo de vida, más relajado, más hedonista, en contraste con la vieja burguesía austera y con la crispada pequeña burguesía consolidada. En fin, la descripción de Bourdieu tenía puntos en común con aquélla ofrecida ese mismo año por dos autores norteamericanos, que denunciaban la emergencia de una "cultura del narcisismo" y la disociación de ésta con la lógica productivista del capitalismo; pero el tono estaba lejos de constituir un llamado al sentido de la historicidad (Christopher Lasch) o a la renovación moral (Daniel Bell).
Tres ejes mayores articularon los debates en torno a las "clases de servicios": el primero, de corte analítico, reportaba a la ya conocida dificultad de conceptualizar las clases medias, cuyas fronteras sociales siempre han sido, por definición, bastante vagas y fluidas. A esto había que añadir la creciente heterogeneidad ocupacional de las sociedades modernas. Por esta razón, Savage propuso distinguir tres sectores de acuerdo a diferentes tipos de calificación o capital: la propiedad (la clase media adquisitiva, empresarial), la cultural (empleados profesionales) y la organizacional (empleados jerárquicos o profesionales con funciones administrativas).
El segundo eje se refiere específicamente a los comportamientos políticos de la nueva clase media. Pese a que el debate reeditaba un clásico sobre el tema de las clases intermedias (la congénita vocación de éstas por las coaliciones políticas, a raíz de la ambigüedad de su posición en la estructura social), la cuestión adquiría un nuevo sentido a la luz del declive manifiesto de las clases trabajadoras. En este contexto, la urgencia por detectar las preferencias políticas de un actor que se revelaba como portador de un nuevo estilo de vida, no constituía un dato menor. Lo cierto es que, mientras algunos autores pensaron, con la mirada puesta en las conductas radicales de los pasados 60, en la posibilidad de una "cooperación" entre clase de servicios y clase trabajadora; otros optaron por subrayar la tendencia de aquella por buscar alianzas con los sectores altos de la sociedad. El tercer eje remitía a la fragmentación visible en el sector servicios, en vistas de la aparición de un proletariado de servicios, ligados a tareas poco calificadas, verdaderos servidores de la clase de servicios en cuestión.
Para completar este cuadro, recordemos que la literatura sobre los llamados Nuevos Movimientos Sociales de los años 60 y 70, coincidía en señalar el rol protagónico de las nuevas clases medias (feministas, estudiantes, ecologistas, regionalistas, movimientos por la paz, entre otros), portadoras de los llamados valores posmaterialistas, referidos a la calidad de vida. En este período, analistas como Touraine y Melucci, pondrían de manifiesto la relación entre la creciente reflexividad de estos actores y la producción de nuevas normas e identidades. Más aún, Melucci aconsejaría centrar el análisis de las transformaciones, no tanto en las acciones de protesta como en los "marcos sumergidos" de la práctica cotidiana.
Los diagnósticos, en gran parte optimistas, fueron superados por la cruda realidad de los 80, signada por el creciente proceso de desafección de la vida pública, claramente acompañado por el pasaje de lo colectivo a lo individual. Otra vez, las clases medias encarnaban el ejemplo más acabado de este nuevo vaivén, a través del deslizamiento de las exigencias de autorrealización desde la esfera pública al ámbito privado. En este ya no tan nuevo contexto, la afinidad de estos grupos sociales con posiciones políticas conservadoras (apelando a una seducción individualista de nuevo cuño, como M. Thatcher, en Inglaterra, o Berlusconi, en Italia) resultaba, pues, un corolario de esta inflexión.
Por otro lado, las imágenes venían a confirmar, de manera definitiva, la centralidad del ciudadanoconsumidor en detrimento de la figura del productor. En este contexto, el proceso de fuerte mercantilización de los valores posmaterialistas aparecía como inevitable y, sus consecuencias, impredecibles. Más aún, si tenemos en cuenta que la estandarización y posterior condensación de estos valores en nuevos "estilos de vida rurales" fue realizada en consonancia con las pautas de integración y exclusión del nuevo orden global. La ruralidad idílica (la expresión es de J. Urry) requería, por ello, la elección de un apropiado contexto de seguridad.
Este proceso de segmentación social termina de diluir la homogeneidad cultural de la antigua clase media. En efecto, en las nuevas comunidades cercadas, la exitosa clase media de servicios ahora sólo se codea con los ricos globalizados. Desde allí comienza a "interiorizar" la distancia social, desarrollando un creciente sentimiento de pertenencia y desdibujando los márgenes confusos de una culpa, como resabio de la antigua sociedad integrada. No olvidemos que sus hijos ahora sólo comparten marcos de socialización con niños de clase alta. Así, mientras los colegios privados facilitan la llave de una reproducción social futura, los espacios comunes de la comunidad cercada contribuyen a "naturalizar" la distancia social. De modo que, aunque la cuestión atente contra cierta tradicional "pasión igualitaria" (J.C. Torre), hay que reconocer que la fractura social desarticuló las formas de sociabilidad que estaban en la base de una cultura igualitaria, desplegando en su lugar una matriz social más jerárquica y rígida. Las urbanizaciones privadas se encuentran entre las expresiones más elocuentes de esta fractura, pues asumen una configuración que afirma, de entrada, la segmentación social (a partir de un acceso diferencial y restringido), reforzada luego por los efectos multiplicadores de la espacialización de las relaciones sociales (constitución de fronteras sociales cada vez más rígidas). En suma, todo parece indicar que, pese las diferencias en términos de capital (sobre todo, económico y social) y la antigüedad de clase, las clases altas y una franja exitosa de las clases medias de servicios, devienen partícipes comunes de una serie de experiencias respecto de los patrones de consumo, de los estilos residenciales; en algunos casos, de los contextos de trabajo; en otras palabras, de los marcos culturales y sociales que dan cuenta de un entramado relacional, que se halla en la base de nuevas formas de sociabilidad. Consumada la fractura al interior de las clases medias y asegurado el despegue social, los "ganadores" mismos van descubriendo, día a día, tras las primeras incongruencias de estatus, algo más que una creciente afinidad electiva.
La insoportable "levedad" de las clases medias
Las clases medias, siempre, en cualquier lugar del mundo, en términos políticos son un fiasco, tontas, banales.
Se mueven entre dos polos contradictorios, antitéticos: no son propietarias de gran cosa, y tampoco están en una situación de todo desposeimiento como las clases más humildes, campesinos u obreros industriales. Realmente están en el medio del huracán de la lucha de clases. Estar en el medio es lo que las torna, justamente, un producto indefinido: demasiado pobres para sentirse aristócratas, demasiado ricos para sentirse pueblo, para sentirse plebe. Su lugar social es casi imposible: un poco de cada cosa, pero sin ser nada en definitiva.
Lugar trágico, incómodo, patéticamente conmovedor. ¿Qué son realmente las clases medias? Son un poco de cada cosa, y por tanto no son nada definido. No pueden dejar de trabajar más de dos meses seguido, pues si no, mueren de hambre; pero jamás permitirían que se les diga "trabajadores" o se les ponga en el mismo saco con "la chusma". Pero… ¿por qué?
Profesionales, comerciantes, empleados de servicios, cuadros medios en las empresas… la gama es amplia, y por supuesto llena de matices. La pertenencia a las clases medias no se da tanto por una cuestión de ingresos sino de posición ideológica. Se definen, ante todo, por su conciencia de clase -o, mejor dicho, por su falta de conciencia de clase-.
Un propietario de medios de producción -industrial o terrateniente- (o de capital financiero, acorde a los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo) tiene mucho que perder ante una transformación social: sus propiedades nada menos. Y un trabajador asalariado -o un subocupado o precarizado, para decirlo también acorde a los tiempos del capitalismo dominante de este comienzo de siglo, figura cada vez más extendida en nuestra aldea global- sigue sin "nada que perder más que sus cadenas", como dijera el Manifiesto Comunista en 1848. ¿Qué pierden las clases medias? Sin duda, nada; al contrario: también se benefician con un cambio social general. Pero es tal su terror ante la perspectiva de sentirse pobres, de perder lo poco que atesoran (una casa, algún vehículo, un mediano ingreso, la esperanza de un futuro más próspero para sus hijos), que ese terror ante el "comunismo" termina siendo tragicómico. La idea de expropiación con que se mueven, aunque provoque risa, es algo real en su cosmovisión cotidiana. Y definitivamente les provoca horrores.
¿De dónde les viene esta "locura" política, esta falta de comprensión tan irracional en estos sectores sociales? Justamente de su particular anclaje social: soñando ser lo que no son, aspirando fantasiosamente un mundo de riqueza que, en lo real, les está vedado, se espantan de perder lo que tienen, logrado sin dudas con grandes esfuerzos. El fantasma que persigue por siempre a las clases medias es la caída social, la pobreza, pasar a ser aquello de lo que escapan eternamente. Muy aleccionador es al respecto lo que en momentos de lo peor de la crisis que golpeó a Argentina en estos últimos años, podía verse en carteles en más de alguna "villa miseria" (barrios marginales de las grandes ciudades). Rezaba ahí, no sin una dosis de sarcasmo por parte de los eternamente desposeídos que veían empobrecerse más y más a toda la sociedad argentina, y habitantes históricos de estos tugurios: "bienvenida clase media".
A partir de esa situación tan particular de ser y no ser, de ser pobres disfrazados de ricos, de ser pobres con saco y corbata, de no querer sentirse asalariados –racismo mediante-, su concepción política está igualmente disociada. Si bien es cierto que las clases medias tienen bastante acceso a la educación y comparativamente están mucho más preparadas que los sectores más humildes (esto es válido en cualquier país del mundo), no menos cierto es también que su conciencia política es raquítica, mucho más que la de los obreros o los campesinos, los indígenas o los desocupados.
Los grandes pensadores, políticos, analistas sociales y cuadros intelectuales que trazan las políticas de las naciones, en general provienen de las clases medias; los sectores menos favorecidos no tienen acceso a educación superior y están, por tanto, muy lejos de esos niveles de decisión. Y los magnates no se dedican sino a gozar de las rentas; para atender los asuntos de Estado o manejar las empresas, para eso están los gerentes (presidentes incluidos) que, en general, son de extracción clasemediera. Así considerado, podría decirse que las capas medias conocen mucho del tema político. Pero eso es una ilusión: los profesionales preparados en la materia política son de clase media, pero todo el sector, como colectivo, tiene un muy bajo o casi nulo pensamiento político-ideológico. Su vida política queda subsumida por el eterno pago de la tarjeta de crédito; y es en eso, prácticamente, como se va el esfuerzo de toda una vida en estos sectores: gastar mucho, o mostrar que se gasta mucho, y después ver cómo se cubren las deudas. Pensar que se puede retroceder en la escala social y terminar en una "villa miseria" merece el suicidio. Y es desde las clases medias de donde surge el prejuicio respecto a que la política es "sucia", que es "mejor no meterse en política" y que los problemas sociales se deben a los políticos profesionales, eternamente corruptos, omitiendo así la lucha de clases como causa final.
Así, a partir de esas circunstancias, las clases medias son el campo más fértil para que los grandes poderes manipulen su conciencia y las transformen, además de consumidores pasivos, en perfectos estúpidos en términos políticos. Las pasadas décadas de Guerra Fría y la furiosa campaña anticomunista que barrió el planeta hicieron bien su trabajo: no hay sectores más reaccionarios que las clases medias.
Azuzando los fantasmas del comunismo ateo que se come a los niños y pone a vivir a la fuerza una familia en la sala de cada hogar de clase media, estos sectores repiten lo que ha pasado en todo proceso popular (pensemos en Chile con Allende, por ejemplo, o la manipulación de las recientes "revoluciones" en Georgia o en Ucrania, por nombrar sólo algunos casos): las clases medias son visceralmente manipuladas y puestas siempre en la perspectiva más reaccionaria y conservadora posible. A partir de sus temores irracionales a perder lo poco que tienen, se transforman en blanco perfecto para desarrollar sentimientos antipopulares, mezquinos, individualistas.
Que un aristócrata sea falto de solidaridad, reaccionario, conservador, si bien no es justificable, es comprensible: cuida a muerte sus privilegios de clase. Las clases medias no pueden -ni quieren- sentirse trabajadoras, asalariadas, uno más como cualquier habitante de un barrio popular. Pero ¿qué otra cosa son sino compañeros de ruta de los humildes? ¿Por qué, entonces, esa falta de solidaridad de clase, de empatía con los más excluidos que vemos tan extendidamente en las capas medias en todos los países?
La desvalorización del "capital humano"
La crisis económica alcanza ahora, incluso en Occidente, a amplias capas sociales, que hasta entonces se habían librado. Por eso la cuestión social vuelve en el discurso intelectual. Pero las interpretaciones continúan adoleciendo de una notoria ligereza y parecen francamente anacrónicas. La polarización entre pobres y ricos, exacerbada de forma irresistible, no encuentra todavía un nuevo concepto. Si el concepto marxista tradicional de "clase" tiene una súbita coyuntura favorable, eso es ante todo una señal de desamparo. En la comprensión tradicional, la "clase obrera", que producía la plusvalía, era explotada por la "clase de los capitalistas" por medio de la "propiedad privada de los medios de producción".
Ninguno de estos conceptos puede explicar con exactitud los problemas actuales. La nueva pobreza no surge por cuenta de la explotación en la producción, sino por la exclusión de la producción. Quien todavía está empleado en la producción capitalista regular figura ya entre los relativamente privilegiados. La masa problemática y "peligrosa" de la sociedad ya no se define por su posición en el "proceso de producción", sino por su posición en los ámbitos secundarios, derivados de la circulación y de la distribución. Se trata de desempleados permanentes, de receptores de operaciones estatales de transferencia o de agentes de servicios en los campos de la terciarización, hasta llegar a los empresarios de la miseria, los vendedores ambulantes y los rebuscadores de basura. Esas formas de reproducción son, según criterios jurídicos, cada vez más irregulares, inseguras y a menudo, ilegales; la ocupación es irregular, y las ganancias transitan en el límite del mínimo necesario para la existencia o incluso, caen por debajo de esto.
Inversamente, tampoco la "clase de los capitalistas" puede aún ser definida en el viejo sentido, según los parámetros de la clásica "propiedad privada de los medios de producción". En el cuerpo del aparato estatal y de las infraestructuras así como en el cuerpo de las grandes sociedades accionistas (hoy transnacionales) el capital aparece en cierto modo como socializado y anonimizado; se volvió abstracto, dejando la forma personalizable de toda la sociedad. "El capital" ya no es un grupo de propietarios legales, sino el principio común que determina la vida y la acción de todos los miembros de la sociedad, no solo exteriormente sino también en su propia subjetividad.
En la crisis y a través de la crisis, se efectúa una vez más una mutación estructural de la sociedad capitalista, disolviendo las situaciones sociales antiguas, aparentemente claras. El meollo de la crisis consiste justamente en que las nuevas fuerzas productivas de la microelectrónica funden el trabajo y, con él, la sustancia del propio capital. Dada la reducción cada vez mayor de la clase obrera industrial, se crea cada vez menos plusvalía. El capital monetario huye rumbo a los mercados financieros especulativos, visto que las inversiones en nuevas fábricas se vuelven no-rentables. Mientras partes crecientes de la sociedad fuera de la producción se pauperizan o incluso caen en la miseria, por otro lado se realiza tan sólo una acumulación simuladora del capital por medio de burbujas financieras. Por lógica, eso no es nada nuevo, pues ese desarrollo ya marca al capitalismo global hace dos décadas. Pero lo que es nuevo es que ahora la clase media en los países occidentales también sea atropellada.
Barbara Ehrenreich (ensayista norteamericana) había publicado ya en 1989 un libro sobre la "angustia de la clase media ante la quiebra". Sin embargo el problema fue aplazado enseguida por una década entera, ya que la coyuntura basada en burbujas financieras de los años 90, junto con el impulso de la tecnología de la información y de la comercialización de Internet, despertó una vez más nuevos sueños de florescencia. El colapso de la nueva economía y la explosión de las burbujas financieras en Asia, en Europa y también, en parte, en los Estados Unidos, comienzan ahora, desde el año 2000, a hacer efectiva de manera brutal la quiebra de la clase media, ya temida anteriormente.
Se propagó el concepto del "Estado antisocial"; las asignaciones para formación y cultura, para el sistema de salud y numerosas otras instituciones públicas fueron cortadas; se iniciaba la demolición del Estado social. También en las grandes empresas sectores enteros de actividad calificada fueron víctimas de la racionalización. Dado el desmoronamiento de la nueva economía, hasta las mismas calificaciones de muchos especialistas "high-tech" se vieron desvalorizadas. Hoy ya no se puede ignorar que la ascensión de la nueva clase media no tenía una base capitalista autónoma; por el contrario, dependía de la redistribución social de la plusvalía proveniente de los sectores industriales. De la misma manera que la producción social real de plusvalía entra en una crisis estructural debido a la tercera revolución industrial, los sectores secundarios de la nueva clase media van siendo sucesivamente privados de su suelo fértil. El resultado no es solamente un desempleo creciente de académicos.
La privatización y la terciarización desvalorizan el "capital humano" de las calificaciones incluso en el interior de la parcela empleada y degradada en su estatus. Jornaleros intelectuales, trabajadores baratos y empresarios de miseria como los free-lance en los medios de comunicación, universidades privadas, despachos de abogados o clínicas privadas no son ya excepciones, sino la regla. A pesar de esto, a fin de cuentas tampoco Kautsky tuvo razón. Pues la nueva clase media decayó, es verdad, pero no para convertirse en el proletariado industrial clásico de los productores directos, convertidos en una minoría que va desapareciendo pausadamente. De forma paradójica, la "proletarización" de las capas calificadas está ligada a una "desproletarización" de la producción.
Por otra parte la desvalorización de las calificaciones corre pareja con una expansión objetiva del concepto de "capital humano". Al revés de la decadencia de la nueva clase media, se realiza en cierto modo un inédito "pequeño-aburguesamiento" general de la sociedad, cuando los recursos industriales e infra-estructurales aparecen más como megaestructuras anónimas. El "medio de producción independiente" se deteriora hasta llegar a la piel de los individuos: todos se convierten en su propio "capital humano", aunque sea simplemente el cuerpo desnudo. Surge una relación inmediata entre las personas atomizadas y la economía del valor, que se limita a reproducirse de manera simulada, por medio de déficits y burbujas financieras. Cuanto mayor se vuelven las diferencias entre el pobre y el rico, más desaparecen las diferencias estructurales de las clases en la estructuración del capitalismo…
Bye bye middle class (la ausencia de futuro)
En su libro, "El fin de la clase media y el nacimiento de la sociedad de bajo coste", Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi (Ed. Lengua de Trapo – 2006), sostienen:
Que la clase media está desapareciendo. Desde el siglo XIX fue la clase social que mantuvo el dique contrarrevolucionario y desempeñó un papel central en el desarrollo y sostenimiento del crecimiento económico. La clase media ha sido el caldo de cultivo de los profesionales y de aquéllos que con su esfuerzo y sus virtudes cívicas han contribuido al desarrollo de la sociedad industrial. Señalan Máximo Gaggi, subdirector del "Corriere della Sera", y Edoardo Narducci, ensayista y empresario en el sector de la alta tecnología, que el Estado moderno es fruto de la voluntad política de la clase media. Dicha clase encarna el espíritu del Estado de Bienestar cuyos primeros pasos son fruto del empeño de Bismarck a finales del siglo XIX. Sin embargo, es a finales de la Segunda Guerra Mundial cuando el gobierno conservador de Winston Churchill se adhiere al Plan Beveridge y crea una red de servicios sociales que van desde la educación a la sanidad pasando por el subsidio de paro y las pensiones. Esta red constituye el gran triunfo de una clase media que legitima el espacio democrático para su desarrollo y una perspectiva política que va más allá de los nacionalismos y que prepara el terreno para lo que con los años será la Unión Europea.
Tal como van mostrando Gaggi y Narducci a lo largo de estas páginas, "en apenas medio siglo el mercado ha creado una situación sustancialmente distinta". La presencia ostentosa de nuevos ricos es cada vez mayor, y mayor es también la sospecha de que su ingente dinero no es únicamente fruto del funcionamiento del mercado sino también de la evasión fiscal. A la par que aumenta el número de millonarios se detecta un aumento de los trabajadores no especializados y los pensionistas. Pero ni ricos ni pobres son la causa del progresivo debilitamiento que está sufriendo la clase media en Europa. El fenómeno es más complejo, y para exponerlo al lector, Gaggi y Naducci comienzan por trazar los cuatro rasgos más característicos que jalonan la pérdida de densidad de la clase media.
El primero de ellos se concreta en la aparición de "una aristocracia muy patrimonializada y acaudalada". Gran consumidora de bienes, sus miembros serían los vencedores de la ruleta de la innovación capitalista. El segundo rasgo radica en la consolidación de una elite de tecnócratas del conocimiento con rentas altas y con una notable capacidad de consumo. Dicha elite sería altamente inestable, casi nunca alcanzaría a la aristocracia acaudalada y con frecuencia caería hacia la clase baja. La tercera característica del nuevo fenómeno social se apreciaría en la aparición de "una sociedad masificada de renta medio-baja", a la que los servicios de bajo coste proporcionarían un acceso a bienes y servicios antes reservados a clases más acomodadas. Ikea o los vuelos a bajo coste ilustran a la perfección el consumo de esta nueva sociedad masificada e indiferenciada. Por último, el escenario de la desaparición de la clase media que plantean Gaggi y Narducci se completa con una clase "proletarizada" cuyo poder adquisitivo no iría más allá de los bienes de primera necesidad. Maestros, funcionarios de bajo nivel o divorciados formarían un grupo cada vez más próximo a poblaciones emergentes del Tercer Mundo.
La transformación social jalonada por las cuatro señales que para los autores marcan el desleimiento de la clase media, no sería, a pesar de todo, decisiva si no fuera porque el doble papel que jugaba la clase media no se hubiera ido al garete. Por un lado, su papel moderador, tanto del comunismo como del capitalismo más brutal y competitivo. Un capitalismo, añadamos nosotros, que ya no sería el del modelo renano sino el de ciertas prácticas anglosajonas. Por otra parte, habría que añadir la incapacidad de la clase media para mantener un nivel óptimo de demanda adicional de bienes de consumo capaces de garantizar economías de escala. Desaparecida la lucha de clases y globalizado el mercado, los productos se hacen infinitos e interclasistas. De este modo las empresas pueden recuperar en los mercados de Brasil o China las ventas perdidas en Alemania o Italia
En opinión de Gaggi y Narducci, el contraste entre una economía en plena expansión y la expansión de amplias masas de gente empobrecida no significa una contradicción sino una muestra más de lo que está ocurriendo. Cada vez son más numerosas las enfermeras a domicilio en Estados Unidos que cobran ocho dólares a la hora o cocineros que ganan siete, lo que viene a sumar mil o mil doscientos euros al mes. Cifra con la que se puede sobrevivir si no se tienen hijos, se vive en una población barata o se goza de una excelente salud que no requiera, por ejemplo, gastos de dentista. (En Estados Unidos, el número de personas sin cobertura sanitaria, excepto la básica y gratuita asegurada por el servicio público, sigue creciendo. En 2005 era de cuarenta y cinco millones de ciudadanos). Si a ese sueldo le añadimos un poco más, entonces ya se puede entrar en los servicios de bajo coste. Skype, Wal-Mart o Ryanair ejemplifican las nuevas empresas que coronan al consumidor de nueva generación y que nada tiene que ver con el comprador de Ferrari, Bang and Olufsen, Versace o Cartier.
El progresivo adelgazamiento de la clase media no ha seguido, para nuestros autores, un proceso homogéneo. Su transformación se ha adaptado a tres modelos. El primero estaría representado por la sociedad norteamericana. Un ámbito caracterizado por una considerable movilidad social y por la polarización de rentas y patrimonios. El segundo correspondería al modelo escandinavo. Alta calidad del servicio público y formas de flexibilidad del mercado de trabajo, en un ámbito social en el que la distancia entre las rentas más altas y más bajas no resulta desmesurada. El tercer modelo se incardina en las sociedades asiáticas emergentes. Singapur, Taiwán y algunas ciudades chinas ilustran espacios sociales caracterizados por sus élites poderosas, tan bien descritas por Charles Wright Mills, superpuestas a una clase "unificada y conforme" espacios en los que las reglas se imponen desde arriba respetando, eso sí, la tradición. Para los autores en ninguno de estos tres contextos existe la clase media. El desarrollo económico es intenso y va acompañado de una reorientación de valores y de estilos de vida nuevos.
Tras describir un mundo en el que la clase media se derrumba -la Unión Europea resiste a la baja el desmoronamiento de lo que fue su columna vertebral-, Gaggi y Narducci tratan de plantear un boceto de lo que será el gobierno de la sociedad posclase media. Tarea que ellos mismos reconocen difícil porque con una realidad social cada vez más magmática mejorar para todos las condiciones de vida y la igualdad de oportunidades es de enorme complejidad. Lo cierto es que tanto el consumidor como el elector se orientan cada vez más en las sociedades occidentales por los deseos de lo que los autores denominan las aspiraciones de la "clase de masa", una amalgama en la que los intereses del votante son móviles, abiertos y tienden a interpretar el presente y el futuro a través de su propia agenda. En esta sociedad "desclasificada", la sostenibilidad del llamado modelo social europeo plantea una pregunta que este libro no acaba de responder: ¿Durante cuánto tiempo se podrá mantener un modelo que tiene una evidente dificultad para generar desarrollo económico e innovación tecnológica al ritmo que marcan China o Estados Unidos?
Destacaré, a continuación, algunos párrafos del libro mencionado, muy significativos:
"Por todas partes aparecen nuevos ricos que ostentan su opulencia; entre los trabajadores (en general los no especializados) y pensionistas se detectan focos de pobreza imprevistos; la clase media, en progresivo decrecimiento, pierde renta y seguridad: la sociedad está inmersa en una tempestad. Un fenómeno común a gran parte de las democracias industriales de Occidente, pero que en Italia se ha agudizado por el impacto de una paralización económica más grave y duradera que en otros mercados y por una difusión de la evasión fiscal que hace difícil mirar a los nuevos ricos como el producto de un mercado cada vez más despiadado -la "ruthless economy" (economía despiadada) teorizada por Simon Head, director de la Century Foundation- pero que en cualquier caso funciona (Head, 2003).
Este terremoto, que altera profundamente los mecanismos de distribución de la renta, acelera los procesos que están llevando a la sustancial desaparición de la "clase media" tal y como la hemos conocido en el siglo XX: poco a poco ha perdido sus señas de identidad porque las condiciones históricas que habían determinado su éxito han desaparecido. Pero también se debe a otros factores: sobre todo el fin de la era de las expectativas crecientes, en la que quien no estaba ya "tocado" por el bienestar se sentía, en cualquier caso, "en lista de espera" y no excluido; el final de las seguridades ocupacionales y también el impacto en la estructura social de mecanismos de mercado cuyas señas de identidad se modifican continuamente debido a la evolución tecnológica.
En muchos países la difusión de la oferta de productos y servicios "low cost" (de bajo coste), al aumentar sensiblemente el poder adquisitivo de los salarios, empieza a tener más peso que una reforma fiscal o que el "welfare" (bienestar). Por lo tanto, tiende a sustituir las viejas estratificaciones de intereses en torno a los mecanismos de redistribución gestionados desde el gobierno por una masa indiferenciada: una "clase que ya no es clase" compuesta por sujetos que, cada vez más, piden ser tutelados como consumidores, además de como contribuyentes y como perceptores -actuales o potenciales- de pensiones, asistencia y ayudas de distintos tipos. Este inmenso "milieu" social limita, por abajo, con las "nuevas pobrezas" de los trabajadores no especializados que se encuentran compitiendo con la mano de obra de los países en vías de desarrollo y, por arriba, con una gran clase acomodada compuesta por los ricos "consolidados" y por la burguesía del conocimiento.
El declive de la clase media no es ciertamente un relámpago que llega sin avisar: en 1985 (Rosenthal, 1985), el economista del departamento de estadística del Ministerio de Trabajo estadounidense Neal H. Rosenthal se preguntaba si ya se había iniciado -como lo habían denunciado otros- una polarización de las rentas con la consiguiente progresiva reducción de la clase media y la creación, por un lado, de una gran masa de ricos y, por otro, de un ejército de nuevos proletarios. Su análisis lo llevaba a concluir que hasta ese momento no se había verificado nada parecido. Añadía, sin embargo, que los procesos de desindustrialización -entonces apenas iniciados- y el desarrollo de las nuevas tecnologías de alta rentabilidad podrían provocar un fenómeno de este tipo a partir de la segunda mitad de los años noventa.
Sus previsiones se han revelado bastante exactas, como también la convicción -con visión de futuro, puesto que en 1985 todavía estábamos en la era pre-Internet, Microsoft era una pequeña empresa y Bill Gates estaba empezando a monopolizar los ordenadores personales mundiales con su nuevo sistema operativo– de que las industrias "high tech" (alta tecnología) favorecerían una polarización de las rentas.
Otras voces se han dejado oír en los últimos años: precisamente a mediados de los años noventa (julio de 1997), Rudi Dornbusch, economista del Massachusetts Institute of Technology (MIT), célebre por sus análisis mordaces y un lenguaje rudo y socarrón, publicó "Bye bye middle class", un ensayo en el que preveía la inminente desaparición del "big government" (gran gobierno) (la tendencia de muchos gobiernos a incluir en la esfera pública la mayoría de los servicios dados a los ciudadanos y también una porción considerable de las actividades productivas), del "welfare state" (estado del bienestar) y de la propia "clase media, acostumbrada a la comodidad, por no decir a la pereza". Dornbusch era consciente de que la abolición del estado del bienestar era un desafío que los gobiernos no sabían cómo afrontar. Advertía, sin embargo, que los políticos debían empezar a prepararse para los tiempos difíciles, en los que la competición entre sistemas y empresas, las privatizaciones y la globalización, además de algunas innegables ventajas económicas, producirían también graves problemas sociales, empezando, precisamente, por una reducción de las rentas del trabajador no especializado. Un desafío políticamente difícil, sobre todo para una Europa sacudida, por un lado, por las "inevitables desigualdades y la coexistencia de millonarios enriquecidos gracias a las tecnologías, mientras, por el otro, los electores de la antigua clase media se sienten aislados". Así pues, Dornbusch pronosticaba desde entonces una navegación tempestuosa por democracias que se ven obligadas a ajustar cuentas, al mismo tiempo, con un aumento de las desigualdades y una difusa seguridad económica. Veía sólo una luz en el horizonte: la inminente llegada del euro como "oportunidad para una nueva y dinámica visión de Europa". Si estuviese vivo aún, quién sabe qué abrasivas ironías reservaría a la Europa de hoy, en plena crisis económica, institucional y de liderazgo político…
De hecho, es un verdadero magma social. Un contexto en continua ebullición en el que alguien sube y otro baja en la jerarquía de la potencialidad de realización y de vida, pero siempre dentro de un campo de acción "delimitado" y compartido. En el magma conviven una, cien, mil y ninguna clase: cada grupo tiende a distinguirse por detalles más o menos pequeños, pero ninguno tiene las características necesarias para que lo consagren como clase media o nueva clase de referencia.
Nos deslizamos, así, casi sin enterarnos, mucho más allá de la lógica -todavía clasista- del estado del bienestar (pensiones modestas para la siderurgia pero suntuosas para la telefónica; la protección de la regulación de empleo para los parados de la industria, pero no para los de servicios, etc.), para dejar sitio a un universo humano flexible, descontractualizado, deseoso de ampliar al máximo las posibilidades de consumo. Un universo infraideologizado, decidido a procurarse bienes y servicios en el proveedor mundial que ofrece las condiciones más ventajosas, que pretende una menor mediación por parte de las instituciones tradicionales, religiosamente abierto, integrado en tiempo real con todos los canales de comunicación o de interacción y cada vez menos centrado en las tradicionales agencias de socialización, empezando precisamente por la familia…
Resulta muy difícil estar en sintonía con una sociedad que, acabada la historia y la economía de la materia, se libera de las limitaciones de la dimensión "contrarrevolucionaria" y de la elección delegada para hacerse preguntas sin límites, fluidas, segmentadas, apolíticas o geopolíticas, simplificadas y cínicas…
La clase media, aunque sin una razón de ser política -su papel de contención de los empujes revolucionarios de la clase obrera-, probablemente habría sobrevivido al transcurrir del tiempo si la razón económica que había favorecido su formación no se hubiera desintegrado como la nieve al sol. La sociedad intermedia representaba y representa el tipo ideal de consumidor de última necesidad, preparado para comprar cualquier producto que la oferta sea capaz de proponerle. Mejor si va acompañado de cualquier mensaje promocional…
El matrimonio era perfecto: la industria concebía nuevos productos capaces de satisfacer necesidades a veces reales, a veces solamente latentes, y los presentaba a la voracidad de la clase media, preparada para representar el propio papel de consumidor obediente y poco selectivo. Así las empresas crecían y con ellas también la potencialidad de adquisición de la clase media. Una relación aparentemente indisoluble: por una parte, la clase media, al ahorrar, ponía gran parte del capital necesario a disposición de la industria material para poder ampliar la oferta; por otra parte, al consumir a manos llenas todo lo que podía, satisfacía sus deseos y se realizaba en el plano de la identidad de clase.
Un sistema con su equilibrio, capaz también de contener el empuje revolucionario de la minoría que estaba llamada a hacer funcionar esas máquinas: obreros que veían en cualquier caso crecer también su nivel de bienestar y que empezaban a tener la fundada esperanza de subir algún peldaño en la escala social, pasando de ser obreros a ser empleados.
Este sistema funciona mientras el escenario de acción e interacción permanece restringido al ámbito nacional o poco más. Cuando algunos aspectos de esta ecuación estallan o se ponen en entredicho en cuanto a su utilidad "superior", entonces también la clase media está obligada a encarar lo nuevo que avanza. Y en este caso lo nuevo ha avanzado con dos máscaras: la del triunfo de la economía de mercado y la del capitalismo sin fronteras.
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