Vascos
En 1884, en el periódico Sud América se publica como folletín La gran aldea (1), obra que López dedica a Miguel Cané, su "amigo y camarada".
"El subtítulo de La gran aldea, "Costumbres bonaerenses", previene ya las características del realismo a que recurrirá su autor, Lucio Vicente López (1848-1894): una actitud crítica, no disolvente sino reformista, encaminada a registrar tipos y hábitos de una sociedad, y a poner de relieve algunos de entre ellos mediante el sarcasmo, la ironía o la simple caricatura. (…) la propuesta fundamental de La gran aldea es la de demostrar que el Buenos Aires provinciano de 1860 pervive en el Buenos Aires cosmopolita de 1880, que la clase social que manejaba sus destinos en la época de Pavón continuaba controlando los hilos de la política y de las finanzas y dando el tono de la sociabilidad en la época del alumbrado a gas y de los tranvías a caballo" (2).
"Aunque esperanzada con el potencial talento literario del autor, ya en el momento de su publicación la crítica fue en general adversa con la novela, pero útil, según López, porque ‘ha despertado la curiosidad y me ha favorecido la venta’. En ella pesa más la crónica que la densidad literaria -Rojas la ve ‘inferior a su fama’-, y así parece haber sido desde que se publicó: en su época influyeron tanto su calidad de instrumento de lucha política e ideológica como el hecho de ser una novela en ‘clave’, por la que desfilaban las figuras del día (Mitre, Sarmiento, Avellaneda, etcétera); en nuestros días pesa el valor testimonial, intención que ya proclama el autor desde el subtítulo (Costumbres bonaerenses), que permite rastrear el pasaje de un Buenos Aires ‘patriota, semisencillo, semitendero, semicurial y semialdea’, a la ciudad ‘con pretensiones europeas’ en diversos registros: en lo urbano, con la transformación de la ciudad que es más modernización que ampliación, con la incorporación a la vida cotidiana del gas de alumbrado, el tranvía, las nuevas formas de la arquitectura y la decoración; en lo social, con el advenimiento de las nuevas burguesías, el gallego sirviente al lado del mulaterío, la desaparición del tendero criollo; en lo político, con la consolidación del roquismo, que impone la unificación del país desde el poder central –y desde la ciudad capitalizada- y las tensiones que eso provoca; en lo económico, con el pasaje de los buenos tiempos del Estado de Buenos Aires al manejo financiero que culminará con la crisis de 1890; en lo religioso, con el progresivo avance del laicismo estatal y la nueva religión de la burquesía; en lo literario, con el pasaje del Romanticismo al Realismo y al teatro ligero francés…" (3).
López relata cómo trataba a sus clientas vascas uno de aquellos tenderos criollos: "Entre los príncipes del mostrador porteño, el más célebre, sin disputa, era don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador. No había mostrador como el de aquel porteño: todo el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habría disputado ese derecho".
Describe la estrategia del tendero para dirigirse a su clientela: "Don Narciso subía o bajaba el tono según la jerarquía de la parroquiana: dominaba toda la escala; poseía toda la preciosidad del lenguaje culto de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el sí con una cocinera".
"Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por la mañana se permitía tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvía del mercado y entraba en su tienda. Si la clienta era hija del país, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo. Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el ‘se lo doy por lo que me cuesta’, por el tratamiento de madamita. ¡Oh!, ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucir, era irresistible. Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad dela gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes".
Pedro Antón, protagonista de una novela de Julián de Charras, añora cuanto dejó: "Veía, allá lejos, como en una neblina, las escarpadas pendientes de los Pirineos, las casetas ruinosas de los montañeses, las miserables veladas, con pan negro y escaso y luz humeante de candil de aceite; el padre, con su rostro anguloso y cetrino, en un rincón, con la barba en la mano, mirando fijamente la pared, como pensando en algo indefinido; la madre hilando, hilando en la penumbra, diestros los dedos, aunque fatigada la vista… Y él, rapaz, sin raciocinio, raídas las ropas, que remendaba la mano materna, al lado del fuego, hurgándose la nariz, recordando las consejas del oso negro, de las brujas sabáticas, del ahorcado…" (4).
En Secretos de familia (5), Graciela Cabal evoca al vasco que les vendía la leche: "El que sí viene con carro y caballo es el lechero. Cada vez que el carro se para delante de la ventana, el caballo, que tiene sombrero con claveles y dos agujeros para las orejas, hace pis. Un chorro que suena más fuerte que cuando mi papá va al baño. El lechero tiene pelo colorado, usa boina y nunca hace chistes porque es extranjero. Mi mamá deja la lechera en la puerta y el lechero, que viene con un tarro grande y un tarro chiquito, pasa la leche de un tarro al otro y después a la lechera, sin derramar una gota. Al rato viene mi mamá y derrama todo, porque a ella siempre le tiemblan las manos, pobre mi mamá".
Eduardo Belgrano Rawson evoca, en Noticias secretas de América, a los inmigrantes vascos: "Cantabas un himno más light, como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en su momento un operador del Ministro. ‘Tigres sedientos de sangre’ y todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión" (6).
Jorge Torres Zavaleta evoca, en La noche que me quieras, a los inmigrantes vascos (7).
Notas
1 López, Lucio V.: La gran aldea. Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980.
2 Prieto, Adolfo: "La generación del 80. La imaginación", en Historia de la Literatura Argentina. Buenos Aires, CEAL, 1980.
3 Figueira, Ricardo: "Prólogo" a López, Lucio V.: La gran aldea. Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980.
4 Charras, Julián de: "La historia de Pedro Antón", en La novela semanal, Año VII, N° 294, Buenos Aires, 2 de julio de 1923.
5 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos Aires, Debolsillo, 2003.
6 Belgrano Rawson, Eduardo: Noticias secretas de América. Buenos Aires, Planeta, 1998.
7 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.
Sin mención de origen
Narra el protagonista de Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira, de Roberto J. Payró: "Acabé por acostumbrarme un tanto a la escuela. Iba a ella por divertirme, y mi diversión mayor consistía en hacer rabiar al pobre maestro, don Lucas Arba, un infeliz español, cojo y ridículo, que, gracias a mí, se sentó centenares de veces sobre una punta de pluma o en medio de un lago de pega-pega, y otras tantas recibió en el ojo o la nariz bolitas de pan o de papel cuidadosamente masticadas. ¡Era de verle dar el salto o lanzar el chillido provocados por la pluma, o levantarse con la silla pegada a los fondillos, o llevar la mano al órgano acariciado por el húmedo proyectil, mientras la cara se le ponía como un tomate! ¡Qué alboroto, y cómo se desternillaba de risa la escuela entera! Mis tímidos condiscípulos, sin imaginación, ni iniciativa, ni arrojo, como buenos campesinos, hijos de campesinos, veían en mí un ente extraordinario, casi sobrenatural, comprendiendo intuitivamente que para atreverse a tanto era preciso haber nacido con privilegios excepcionales de carácter y de posición" (1).
En Barrio Gris, Joaquín Gómez Bas presenta a una española que vende leche en Sarandí: "El agua cubre ya la mitad de la calle. La gente comienza a utilizar el puente esquinero para atravesarla. Es un artefacto endeble y cimbreante que se yergue a más de cinco metros sobre el nivel del camino ordinario. Representa una hazaña ascender la escalera de carcomidos peldaños de madera, recorrer su piso de tablas inseguras y bajar por el extremo opuesto aferrándose a la barandilla resquebrajada por el sol y las lluvias. (…) Doña Micaela sube trabajosamente la escalera del puente acarreando un tarro de leche en cada mano. Trastabilla en los tramos y acompaña el peligroso tambaleo con imprecaciones más sucias que su indumentaria. Es grotesca como una vaca que bailara sobre sus patas traseras" (2).
Mario, protagonista de Hermana y sombra, de Bernardo Verbitsky, recuerda al español que les vendía leche: "Dejamos en Bahía Blanca varias cuentas impagas, pero la que realmente nos preocupaba era la del lechero, un español bajito y menudo, a quien se le formaban unas arruguitas alrededor de los ojos al sonreír, lo que hacía con frecuencia. Vestía algo parecido a un chaleco oscuro, sin magas, usaba faja, y un chambergo negro echado ligeramente hacia la nuca. Teóricamente, le pagábamos mensualmente los cinco litros que nos dejaba cada día pero siempre fue tolerante para el cobro, aceptando los pretextos con que explicábamos nuestra condición de deudores morosos. En los últimos meses no pudimos darle un centavo sin que él suspendiera el suministro de nuestro principal alimento. Nuestra convicción, reafirmada más de una vez por mamá, era que a ese pequeño español bondadoso debíamos el no haber muerto de hambre, sobre todo nuestra hermanita a quien no le faltaron nunca varias mamaderas diarias para suplir los pechos casi secos de mamá" (3).
En Un dandy en la corte del rey Alfonso, María Esther de Miguel refiere a propósito de unas monedas, el motivo que llevó a su padre a emigrar y la situación económica en la que debió hacerlo: "todas habían pertenecido a mi papá, quien vino de España por no hacer la conscripción en Marruecos. Llegó con una mano atrás y otra adelante, en su maleta un mantón de mi abuela y… Y nada más. ¡Ah, sí: las monedas!" (4).
En El infierno prometido, de Elsa Drucaroff, Vittorio "Siguiendo las instrucciones de Beppo, el estibador del puerto de Buenos Aires, encontró a Julián en El Marinero Negro, uno de los bodegones de la calle Roca, frente al río. Era un hombre sombrío y corpulento de más de treinta años, usaba boina azul y chaleco de cuero sobre la camisa. Estaba sentado en el mostrador cuando se lo señalaron, Vittorio se abrió paso hasta él entre los marineros. Julián lo escuchó con el ceño fruncido, sin mover una ceja ni sacarse el cigarrillo de la boca". El español dice a Vittorio y Dina que es necesario que ella aprenda a tirar: "Si mi mujer hubiera sabido usar un arma, ahora estaría viva aquí conmigo. (…) me la mataron en Asturias los carabineros de Primo de Rivera. Habíamos tomado las minas, yo estaba en la toma y ella estaba sola en casa. Yo tenía un arma, ella no, y no tenía cómo defenderse. Lo hicieron a propósito, fueron por ella porque era el modo de matarme a mí… Saben lo que hacen… Bueno, basta pues, pasaron ya más de tres años y sin embargo aquí estoy, ¿no?" (5).
Notas
1. Payró, Roberto J.: Divertidas aventuras del nieto de Juan Moreira. Prólogo y notas por Graciela Montes. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
2. Gómez Bas, Joaquín: Barrio Gris. Buenos Aires, Compañía General Fabril Editora, 1963.
3. Verbitsky, Bernardo: Hermana y Sombra. Buenos Aires, Editorial Planeta Argentina, 1977.
4. Miguel, María Esther de: Un dandy en la corte del rey Alfonso. Buenos Aires, Planeta, 1999.
5. Drucaroff, Elsa: El infierno prometido. Una prostituta de la Zwi Migdal. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 336 pp. (Narrativas históricas). Pág. 265.
Varios
Mempo Giardinelli escribió Santo oficio de la memoria, obra galardonada con el VIII Premio Internacional "Rómulo Gallegos" en 1993. En esa obra -a la que Carlos Fuentes se refiere como a una "saga migratoria tan hermosa, tan conmovedora, tan importante para estos tiempos de odio, racismo y xenofobia"-, habla de un oficio que desempeñaban algunos españoles. En 1886, "Había muchos policías, allí. Casi todos asturianos, gallegos. No sé por qué. También usaban bigote de manubrio y llevaban pistolas al cinto, capote invernal, quepís duro y alzado y linterna en mano. Cuando se hizo la noche, los policías se movían como luciérnagas nerviosas" (1).
En Noticias secretas de América, Eduardo Belgrano Rawson evoca a los inmigrantes gallegos: "Cantabas un himno más light, como regía desde principios de siglo. Lo habían lijado un poco. ¿Qué otra cosa podían hacer? Necesitaban cortarla con los insultos, como explicó en su momento un operador del Ministro. ‘Tigres sedientos de sangre’ y todo eso. Culpa del himno el embajador no pisaba la presidencia, sobre todo los 9 de julio. A decir verdad, tampoco mostraban mucho aspecto de tigres los vascos y los gallegos que desembarcaban todos los días frente al Hotel de Inmigrantes, pero ésta era otra cuestión" (2).
En La fuga (3), film basado en la novela homónima de Eduardo Mignogna distinguida con el Premio Emecé 1998/99, Camilo Vallejo, uno de los anarquistas, habla con acento español y, al evadirse, es esperado por dos hombres con boinas vascas que lo ocultan en un carro lechero. En el film –al igual que en la novela- aparecen otros inmigrantes; entre ellos, Aldo Mazzini, el catalán Escofet, el mozo andaluz.
En Lunas eléctricas para las noches sin luna, escribe Belén Gache: "Bordeando el convento, la calle Viamonte se extiende alternando fondas llenas de marineros con casas de remates, regenteadas por catalanes, gallegos o andaluces que venden objetos dorados por oro fino y piedras transparentes por diamantes" (4).
Notas
1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
2 Belgrano Rawson, Eduardo: Noticias secretas de América. Buenos Aires, Planeta, 1998.
3 Mignogna, Eduardo: La fuga. Buenos Aires, Emecé, 1999.
4 Gache, Belén: Lunas eléctricas para las noches sin luna. Buenos Aires, Sudamericana, 2004.
En conjunto
En Una ciudad junto al río (1), Jorge E. Isaac escribe, acerca de los españoles: "llegan solos o en parejas. De ellos, más bien habría que decir: siguen llegando. Se muestran desenvueltos, casi altaneros como si –por razones históricas- aún se sintieran un tanto dueños del país, del que en verdad lo han sido. No son pocos los que traen dinero suficiente como para establecerse en ésta u otras ciudades, villas o poblaciones con algún negocio de comestibles –las más de las veces ‘por mayor’- que es una de sus actividades preferidas. Si hay algo que en mí más llame la atención es su manejo preciso del idioma. Se me antoja que, en ellos, lo recibo en estado de real pureza, sin la contaminación que aquí ya está sufriendo por la influencia de los italianos que parecieran confabularse todos para deformarlo".
En Moira Sullivan (2), de Juan José Delaney, la protagonista escribe una carta fechada en 1932, en la que expresa:
"Debo decir que pese a que los hijos de Erín se jactan de haberse integrado con el resto de la población, la verdad no es exactamente así. Tienen sus propios colegios, sus propios templos y clubes, y quien comete la osadía de casarse con un "nap" (¿napolitano y por extensión italiano?) o con un "gushing" (derivado, probablemente, del verbo inglés to gush, que significa hablar con excesivo entusiasmo y que es un neologismo para aludir a los gallegos y también por extensión a los españoles), se aíslan o son lenta pero inexorablemente segregados. En verdad esto ocurre con casi todas las comunidades extranjeras que se han radicado acá: árabes, armenios, ucranios y, muy especialmente, judíos. Para no hablar de los británicos que a su injustificado desdén agregan cierto cinismo ancestral".
Tínkele, bielorrusa sobreviviente de Auschwitz, es uno de los personajes de Hija del silencio, de Manuela Fngueret. A ella "Se le mezclan las historias con la suya. La llegada a Buenos Aires, el primer día de trabajo en la fábrica de camisetas a unas cuadras de la casa de sus primos. Allí emplean también a otras mujeres inmigrantes como ella: italianas, españolas o polacas, con las que casi no intercambian palabra en agotadoras jornadas de trabajo. Una Babel de rostros e idiomas" (3).
Notas
1. Isaac, Jorge E.: Una ciudad junto al río. Buenos Aires, Marymar, 1986.
2. Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, 1999.
3. Fingueret, Manuela: Hija del silencio. Buenos Aires, Planeta, 1999.
Estadounidenses
Eugenio Juan Zappietro escribe en De aquí hasta el alba: "Un hombre delgado y macilento que era ingeniero del ejército, había llegado para estudiar la posibilidad de trasladar el asiento de las tropas un poco más hacia el mar. Se había llamado Jewison y era un americano de Tejas, muy golpeado por la enfermedad que había contraido al atravesar la Florida. Jewison tenía treinta y cinco años y un Colt Forntier a la cintura; vestía levitón Príncipe Alberto y fumaba cigarrillos muy suaves, ambarinos, de Virginia". Una noche, "quedó con los ojos abiertos, mirando el techo de paja trenzada, inmóvil como una piedra. Había muerto sonriendo, cara a un cielo extraño, tal vez muy semejante al de las interminables noches de su Tejas natal" (1).
En 1999 apareció Moira Sullivan (2), de Juan José Delaney, cuya protagonista emigra desde los Estados Unidos a la Argentina. La historia de esta mujer -que se inicia con su nacimiento en los primeros años del siglo XX o al finalizar el anterior- es una historia en sí, desarrollada hábilmente, pero permite también al novelista explayarse acerca de las circunstancias en que esta historia se desenvuelve. Al hablar de los primeros años de la anciana, nos ilustra acerca de la vida en Estados Unidos, no sólo de los irlandeses, sino también de emigrantes de otras nacionalidades que se dirigieron allí en busca de la fuente laboral que significaban las minas carboníferas.
La cautiva que protagoniza La casa de Myra, de Aurora Alonso de Rocha, es atendida por un médico norteamericano: "Myra yacía sobre las mantas y los pelleros al modo de la casa, envuelta en un lienzo blanco que después supe que lo humedecen de cocciones balsámicas. No se le notaba delirio alguno. Me dijo que tenía ‘susto’. Saltaba del camastro presa de pesadillas y allí corrían todos creyendo que ya comenzaban las visiones. A mí no me pareció que tuviera mal la razón ni los miembros duros o la lengua trabada o los ojos virados para atrás, todo lo que el Dr. Cross me había indicado como síntomas desgraciados. El cacique se puso de uñas para arriba cuando mencioné al doctor. Es doctor y es norteamericano pero lo que le molesta es que sea mitrista y arrogante en el trato cuando en otro tiempo había sido Juez de Paz. Es, además, un hombre grande, tanto como el cacique, que se inclina a ser condescendiente sólo cuando mira al otro desde arriba (eso me parece)" (3).
Notas
1 Zappietro, Eugenio Juan: op. cit.
2 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, 1999.
3 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.
Franceses
En 1884, en el periódico Sud América se publica como folletín La gran aldea Costumbres bonaerenses (1), obra que Lucio V. López dedica a Miguel Cané, su "amigo y camarada".
En esta obra aparecen franceses –tenderos y clientas-, vistos desde la perspectiva de un escritor que añora un pasado que no volverá. López compara a los tenderos de antaño con los del presente: "¡Y qué mozos! ¡Qué vendedores los de las tiendas de entonces! Cuán lejos están los tenderos franceses y españoles de hoy de tener la alcurnia y los méritos sociales de aquella juventud dorada, hija de la tierra, último vástago del aristocrático comercio al menudeo de la colonia".
Recuerda a uno de aquellos tenderos criollos: "Entre los príncipes del mostrador porteño, el más célebre, sin disputa, era don Narciso Bringas: gran tendero, gran patriota, nacido en el barrio de San Telmo, pero adoptado por la calle del Perú como el rey del mostrador. No había mostrador como el de aquel porteño: todo el barrio junto no era capaz de desdoblar una pieza de madapolán y de volverla a doblar como don Narciso; y si la pirámide misma le hubiera querido disputar su amor a Buenos Aires, a la pirámide misma le habría disputado ese derecho".
Describe la estrategia del tendero para dirigirse a su clientela: "Don Narciso subía o bajaba el tono según la jerarquía de la parroquiana: dominaba toda la escala; poseía toda la preciosidad del lenguaje culto de la época y daba el do de pecho con una dama para dar el sí con una cocinera".
"Los tratamientos variaban para él según las horas y las personas. Por la mañana se permitía tutear sin pudor a la parda o china criolla que volvía del mercado y entraba en su tienda. Si la clienta era hija del país, la trataba llanamente de hija; hija por arriba e hija por abajo. Si él distinguía que era vasca, francesa, italiana, extranjera, en fin, iniciaba la rebaja, el último precio, el ‘se lo doy por lo que me cuesta’, por el tratamiento de madamita. ¡Oh!, ese madamita lanzado entre 7 y 8 de la mañana, con algunas cuantas palabras de imitación de francés que él sabía balbucir, era irresistible. Durante el día, los tratamientos variaban entre hija e hijita, entre tú y usted, entre madamita y madama, según la edad dela gringa, como él la llamaba cuando la compradora no caía en sus redes".
La novela En la sangre "comienza a publicarse en forma de folletín en el Sud-América el lunes 12 de setiembre de 1887 y continúa apareciendo en forma ininterrumpida hasta el viernes 14 de octubre. Ya el sábado 15, en la Sección Noticias, se anuncia su aparición en un volumen de 300 páginas impreso en los mismos talleres del diario" (2).
En la novela, relata: "Existía en la calle Reconquista, entre Tucumán y Parque, un llamado ‘Café de los Tres Billares’, cuya numerosa clientela en gran parte era compuesta de hijos de familia, empleados públicos, dependientes de comercio y estudiantes de la Universidad y de la Facultad de Medicina. Su dueño, un bearnés gordo, ronco, gritón, gran bebedor de ajenjo, pelado a la mal content e insigne disputador de achaques en historia guerrera y de política, tenía, leguleyo a medias él mismo, una predilección marcada por los últimos. Iba, en su profundo amor a la ciencia representada para él por el gremio estudiantil, hasta hacer crédito a sus miembros de la hora de la mesa y del chinois en épocas adversas de pobreza" (3).
En la Bolsa de Comercio, Julián Martel encuentra "Promiscuidad de tipos y promiscuidad de idiomas. Aquí los sonidos ásperos como escupitajos del alemán, mezclándose impíamente a las dulces notas de la lengua italiana; allí los acentos viriles del inglés haciendo dúo con los chisporroteos maliciosos de la terminología criolla; del otro lado las monerías y suavidades del francés, respondiendo al ceceo susurrante de la rancia pronunciación española" (4).
En Adán Buenosayres, de Leopoldo Marechal, tres personajes discuten acerca de la nacionalidad de unos rufianes. Un personaje afirma: "¡Esos caften son marselleses! (…) y juró que los había visto a montones en las casas del ramo, con sus galeritas melón, sus bigotes mediterráneos y sus pesadas cadenas de oro". Otro personaje sostiene que son polacos, y un tercero, que son rumanos. Doña Venus emite un "fallo inapelable", cuando dice "De todo hay, como en botica" (5).
Desde México, Ricardo Clark me escribe: "Pilar de Lusarreta tiene una magnifica novela (Niño Pedro), sobre la construccion de La Plata, con sus inmigrantes y como personajes principales a dos franceses.(…) Un gran trabajo" (6).
En Un noviazgo, escribe Bernardo Verbitsky: "En Montevideo se anunció que el gobierno había iniciado gestiones para ‘repatriar los restos del cantor uruguayo Carlos Gardel’, y esto permitió explotar el asunto con nuevos bríos. Sostuvo Tribuna que era un gesto senil del dictador Terra, a quien acusó de querer explotar el afecto a Gardel para atraerse la adhesión del pueblo al que tenía sometido; quería despojar a los argentinos de los restos del más porteño de los cantores nacionales para capitalizar en propio beneficio su gran popularidad. Magalhaes, admitiendo que era un hombre de suerte, hizo rodar, como cañonazos de una pesada artillería, comentario tras comentario contra Terra. Era una campaña muy simpática en la que atacaba a un dictador y defendía la argentinidad de Gardel, reconociendo la verdad de que era francés de nacimiento, exponiendo generosas razones humanas opuestas a un mezquino concepto de ‘territorialidad’. Y el dia en que de la Torre dio fin a la lectura de su dictamen, ‘en minoría’, publicaba Tribuna en primera página, con grandes títulos y fotografías, la noticia de que la madre de Gardel había pedido por teléfono, desde Toulouse, con voz entrecortada por el llanto, que trajeran el cuerpo de Carlitos a la Argentina" (7).
La justicia por mano propia es otro de los motivos para dejar el país. En De aquí hasta el alba, novela de Eugenio Juan Zappietro, el cirujano belga Hubert Leroy debe huir de Francia pues durante una operación dio muerte intencionalmente a un ministro asesino: "Cuando Francia descubrió el crimen, Hubert Leroy estaba ya en América" (8).
No sólo en el conventillo o en la escuela se aprendían otras lenguas. Gaetano, uno de los personajes de Santo Oficio de la Memoria, lo hace en su lugar de trabajo, el "tranguay", donde "La gente hablaba en todos los idiomas. Yo aprendí algo de inglés, de francés, de alemán. De polaco también y de yídish. La mayoría de los pasajeros eran inmigrantes. Uno tenía que saludarlos en sus lenguas. Había veinte maneras de decir buen día. Y muchas veces uno tenía que ayudarlos con el cambio, con las monedas" (9).
En Frontera Sur, Horacio Vázquez-Rial describe la llegada a la Argentina de Carlos Gardel y su madre: "Adormilada por el traqueteo del carro y la monotonía del paisaje, Berthe recordaba el agua espesa del río. Charles dormía, envuelto en una manta no muy limpia, encima de la carga informe del vehículo". El hijo "era robusto, algo grueso, de piel muy blanca y pelo recio, y tenía una voz clara y redonda. Seguramente, era menor de lo que parecía" (10).
Acerca de Mireya (11), de Alicia Dujovne Ortiz, escribió Ivonne Bordelois: "Inspirado en una fantasía de Cortázar, este relato narra las vicisitudes de Mireya, una prostituta inmortalizada por Toulouse-Lautrec, que habría recalado en Buenos Aires, donde acaso inspirara el célebre tango que la recuerda. En la recreación de Dujovne Ortiz, la pelirroja Mireille, que se distingue de sus congéneres por un espíritu original y poético sumamente idiosincrático, es elevada por Toulouse-Lautrec al rango de modelo y musa predilecta de su atelier, que convoca a la bohemia más prestigiosa del París plástico y literario. Luego, presa del infaltable, sensual y depravado argentino de la época, se traslada a Buenos Aires, donde no sólo aprenderá a bailar tango, sino que inventará nuevos y memorables pasos, y acabará cotizando la gloria de iniciar sexualmente a un adolescente de pelo lacio y excesivo peso, llamado nada menos que Carlos Gardel. Incapaz de perder una sola ocasión de enlazarse proféticamente con la historia, Mireya -cuyo nombre ha sufrido la transformación fonética necesaria al emigrar a las tierras del Plata- llegará a conocer el eléctrico roce de los dedos de Jean Jaurés, entrevisto fugazmente en un apasionado alegato político. Dujovne Ortiz es una escritora en la plenitud de su oficio: es delicioso su vuelo en las escenas eróticas, tan delicadas como intensas. Las descripciones de las sesiones de tango, que acaban por desencadenar duelos mortales entre los malevos trenzados a Mireya, alcanzan una brillantez poética que sorprende a los agradecidos lectores, ya que se sabe que, en esos dominios, nuestra narrativa contemporánea suele alternar chatura con sordidez. Una ironía sagaz y desacralizadora permea su relato, lleno de alusiones inteligentes y citas sobreentendidas que no dejan de sonreír al lector. Sin embargo, en cierto sentido, la cuidadosa documentalista que dio obras tan espléndidas como la insuperada biografía de Eva Perón, traiciona en Dujovne Ortiz a la novelista. En efecto, si bien cronológicamente posible, el intento de crear una figura verosímil que, de un modo psicológico coherente, pueda enlazar, en trato íntimo sucesivo, a protagonistas culturales tan distintos como Carlitos Gardel y Toulouse-Lautrec, resulta un tanto forzado. Al enfrentar ese desafío, la autora corre el riesgo de distraer al lector de una sostenida atención por la trama misma del relato. Una vez leída esta novela, Mireya aparece ante nuestra memoria como una sucesión de brillantes y agudos posters, sintetizadores de una época rica y desgarrada, expuesta bajo el foco potente de un ojo despiadado y de una pluma tan ágil, humorística y lúcida como los bocetos del genial enano de Montmartre. No imprime, en cambio, esa huella profunda que dejan a su paso las historias con que podemos identificarnos más plenamente. Historias menos habitadas acaso por personajes y trasfondos culturales célebres o populares, pero en las cuales el hilo mismo de la narración nos va estrangulando de ansiedad por saber, no sólo lo que ocurre después, sino cómo pudo ocurrir lo sucedido antes. Historias donde los móviles misteriosos y absurdos del corazón de seres a veces mediocres, esnobs, cotidianos o provincianos (como Swann o Mme. Bovary) son los motores inconscientes del devenir, y no las fechas o los lugares del kitsch o el pop histórico que recogerán los investigadores del futuro. Más brillante y pictórica que íntima y profunda, Mireya podrá permanecer en nuestra memoria, sin embargo, como un talentoso fresco realizado con brío innegable por una de nuestras menos frívolas y mejores escritoras actuales" (12).
Carlos Enrique Pellegrini, padre del Presidente de la Nación, nació en Saboya en 1800; falleció en Buenos Aires en 1875. El hijo, protagonista de La última carta de Pellegrini, de Gastón Pérez Izquierdo, manifiesta en esa obra que su padre era "un inmigrante. Inteligente y culto, sí, pero desprovisto de fortuna y de linaje, que llegó a esta tierra cuando el esplendor rivadaviano convocó a una gran conscripción de inteligencias para transformar el país. Crédulo de la estabilidad política que podría tener la incipiente nación desembarcó pensando en grandes obras públicas: puerto, alcantarillas, desagües y las demás ensoñaciones que un joven ingeniero de talento puede alojar en su cabeza. Pero Rivadavia cayó y con él los sueños de tecnificación y ornato; en realidad se convirtieron en una larga siesta colonial, que mantendría al país al margen de las calderas y el vapor. No trabajó como ingeniero y se debió ganar la vida con la paleta de pintor. Todo el gran mundo porteño intentó quedarse quieto delante de él para que perpetuara sus rasgos en un lienzo. El profesional cedió paso al artista que con el trabajo del pincel pudo fundar una familia, educarla con dignidad y por la aristocracia de su inteligencia y cultura –sólo por ellas- vincularse igualitariamente con las viejas familias del país" (13).
En La noche que me quieras, de Jorge Torres Zavaleta, un protagonista de avanzada edad recuerda su juventud, cuando, después de matar en un duelo al marido de una amante, decidio viajar a Paris. El presente de ese anciano que recuerda transcurre en 1988 y se altema con su rememoracion, que se inicia con episodios sucedidos a partir de 1928. La juventud de ese hombre, tan lejana ya, está unida indisolublemente a una figura mitica, Carlos Gardel, quien lo trata afectuosamente. Las paginas en que el protagonista se entrevista con El Zorzal para ofrecerIe las letras de tango que compuso brindan al lector una imagen vivida del cantor. Un personaje lo describe asi, recordando lo comentado por uno de los peones: «Gardel Ie hablaba en lunfardo, y como este muchacho era del interior y recien habia llegado a Buenos Aires, no Ie entendia ni medio. Dijo que siempre le hacía preguntas sobre su trabajo: si losyobacas dormian bien, como habian trabajado, Carlitos se interesaba por la gente, por eso lo adoraban».
Para algunos, hablar más de un idioma, era testimonio de su condición de inmigrantes. Para otro, en cambio, era un sello de clase. En La noche que me quieras, Torres Zavaleta muestra el conocimiento de otras lenguas vinculado a un estamento social: "Arturo era un muchacho educado, se vestía bien, por supuesto, se la arreglaba con los idiomas. Algo te ha quedado de tantas profesoras franchutas e inglesas de cuando eras borrego" (14).
Orellie Antoine de Tounnens "encontró la manera de convencer a los mapuche, y a un mes de haber llegado al territorio araucano decretó el nacimiento de la primera monarquía constitucional y hereditaria de La Araucanía. Según la interpretación del biógrafo más importante de Tounnens, Armando Braun Menéndez, los caciques lo aceptaron debido a que en él veían el símbolo de la resistencia frente al Estado chileno. Asimismo, por una leyenda mesiánica, influida por su cristianización colonial, que decía que la guerra y la esclavitud terminarían el día en que llegara un hombre blanco a la región. A su proclamación como Rey, muy pronto siguieron la promulgación de la Constitución de la Monarquía, su difusión en varios periódicos y las cartas de aviso al gobierno de Manuel Montt. El 20 de noviembre de 1860 decidió además incorporar la Patagonia a su reino, fijando los límites de la Monarquía en el río Biobío por el norte, la costa del Pacífico por el este, la costa atlántica desde el río Negro al sur por el oeste, y el Estrecho de Magallanes por el sur" (15).
El protagoniza El rey de la Patagonia (Orellie Antoine I), de Claudio Morales Gorleri (16). Transcribo unas líneas: "Esa noche empezaron los desplazamientos para iniciar los ataques al amanecer en forma simultánea. Orellie montaba junto a Catriel. Los dos ministros quedaron en el aduar. El objetivo de su columna de mil indios era el Azul. Se apostaron al sur del camino real desde donde se podían ver algunas luces del pueblo. El silencio era sorprendido por el grito de algún chajá. Al aclarar avanzaron al paso de sus caballos. Se fueron formando grupos para irrumpir por varias calles. Catriel levantó su lanza con el brazo derecho. Todos estaban pendientes de su orden. Cuando la bajó, la gritería fue infernal. Entraron al galope llevándose todo por delante. En cada comercio entraban de a cientos y rompían, quemaban o se llevaban lo que querían. A cuanto cristiano se cruzaba lo atravesaban con las afiladas lanzas. Era un baño de sangre en una borrachera de furia. A las mujeres las tiraban al suelo en un rincón, las amontonaban para llevarlas después. Al mediodía un capitanejo informaba a Catriel: 400 cristianos muertos, 500 cautivas y 300.000 animales en el arreo.Orellie vomitaba sosteniéndose en un palenque, mientras algunos indios enchastrados en sangre y con sus botines a cuestas, lo miraban con desdén".
En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a mediados del siglo pasado: "Por las mañanas, en la escuela pública donde todos concurríamos, conviví con el inglés Stanley y el italiano Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un francés medio raro que se hacía dibujos en las manos con hojitas de afeitar" (17).
En El infierno prometido Una prostituta de la Zwi Migdal (18), Elsa Drucaroff demuestra su talento en la composición de los personajes, especialmente los femeninos. Muestra una Dina que evalúa los beneficios y los perjuicios de las decisiones a tomar. Ella sabe; es esa sabiduría la que la vuelve distinta de las demás. La protagonista puede escapar –o al menos, intentarlo-, pero no lo hace en un principio. Ahí es cuando se pone sobre el tapete la trama de intereses privados, familiares y sociales que permitían que estas mujeres llegaran en esa forma a la Argentina, eludiendo controles, con documentos falsos, burlando a la Asociación Judía para la Protección de Niñas y Mujeres. Porque -demuestra Drucaroff- las mujeres que trae el tratante de blancas, o ya saben a qué vienen, o cuando se enteran, son más seducidas por un plato de comida que atemorizadas por los golpes. La escritora ejemplifica esta aseveración mediante los personajes de Dina, sometida voluntariamente por temor a volver a su tierra, y Rosa, una mujer que creía haberse casado por poder y, ya en Buenos Aires, se niega a trabajar. A ella, le surtió más efecto una buena cena que el castigo físico y el encierro. En esta obra, la autora se refiere a las prostitutas francesas y polacas, destacando que las primeras eran mejor pagadas que las segundas.
Notas
1 López, Lucio V.: La gran aldea Costumbres bonaerenses. Buenos Aires, CEAL, 1980.
2 Frugoni de Fritzsche, Teresita: "En la sangre", en Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
3 Cambaceres, Eugenio: En la sangre. Buenos Aires, Plus Ultra, 1968.
4 Martel, Julián: La Bolsa. Buenos Aires, Huemul, 1979. Prólogo de Diana Guerrero.
5 Marechal, Leopoldo: Adán Buenosayres. Buenos Aires, Sudamericana, 1984.
6 Lusarreta, Pilar de: Niño Pedro. Buenos Aires, Guillermo Kraft Limitada, 1955.
7 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires, Planeta, 1994.
8 Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba. Barcelona, Planeta, 1971.
9 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
10 Vázquez-Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
11 Dujovne Ortiz, Alicia: Mireya. Alfaguara, 1998. 239 páginas.
12 Bordelois, Ivonne: "Peripecias de una musa de Toulouse-Lautrec y de Gardel Brillante fresco de época", en La Nación, 26 de agosto de 1998. Reproducido en www.literatura.org.
13 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Sudamericana, 1999.
14 Torres Zavaleta, Jorge: La noche que me quieras. Buenos Aires, Emece, 2000.
15 http://www.icarito.cl
16 Buenos Aires, Planeta, 1999.
17 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
18 Drucaroff, Elsa: El infierno prometido Una prostituta de la Zwi Migdal. Buenos Aires, Sudamericana, 2006. 336 pp. (Narrativas históricas).
Galeses
En Tama, novela de María Teresa Andruetto distinguida con el Premio Novela Luis José de Tejeda/92, aparece una galesa. Timoteo, "cuando era todavía un muchachito se enganchó en el ejército de Roca y se fue a servir al Sur a cambio de unas leguas, aunque se pareciera más a las víctimas que a sus compañeros de milicias. En una de esas andanzas robó, a los dueños de un molino de trigo, una galesa de las primeras que vinieron a este país y por temor al padre de la joven o por que ya estaba cansado de ir de un sitio a otro, dejó las leguas ganadas con sangre ajena y regresó con ella al Norte. La galesa se llamaba Clydwin Jones y era extraña como su nombre. (… La extranjera se resistió los primeros tiempos, hasta que la desidia terminó por ganarla y se dejó acariciar como una cosa, mientras el deseo del hombre que no había elegido le resbalaba más y mas. Jamás lograron vencerla ni la ternura, ni el dolor, ni la bronca que él puso empeño en demostrar y ni siquiera reaccionó cuando Linares se hizo asiduo visitante del prostíbulo donde una hembra desmesurada hacía estragos" (1).
Hacia el sur se dirigen los galeses –escribe Andrés Rivera en Guido-: "a los que eran menos ricos, a los que sabían trabajar y callar, y ser ordenados, y recordar cómo era Gales, y cómo su idioma, se les deparó la Patagonia. Otro país, la Patagonia, en el Sur, en el confín del mundo, al que bautizaron, un manchón aquí y otro allá entre la uniformidad silenciosa de lagos, bosques y piedra, con nombres recios y venerables" (2).
En Hay que matar (3), de Andrés Rivera, "Milton Roberts, galés, tuvo unas pocas leguas de tierra en El Sur del Sur, algunas ovejas, cuatro o cinco perros y dos o tres caballos, y un hijo llamado Byron Roberts. Hasta que La Compañía hizo su oferta y él dijo, impávido, no. Bill Farrell había escapado, hambriento, de Irlanda, y era comisario de policía en El Sur del Sur. Tenía una mujer a la que llamaban Rosario. Con Bill Farrell, Byron Roberts aprendió, entre otras cosas, el oficio de matar. En El Sur del Sur sobran el petróleo y la violencia. El poder es propiedad de unos pocos, pero la venganza -a diferencia del sexo y del whisky- es una de las cosas que no se compran ni se venden. Allí un hombre mata como Andrés Rivera escribe: en busca de conocimiento y de justicia. En El Sur del Sur hubo un imperio. El imperio no se disolvió: tiene otros nombres, más impersonales. Pero todavía dicta la ley. Todavía mata" (4).
Al publicarse la novela, Demian Orosz entrevista al autor. Transcribimos un fragmento de ese reportaje:
"El título de su último libro sacude el aire como un disparo en la noche. Posee, además, la precisión y la contundencia que requiere un imperativo: Hay que matar. Podría pensarse que esas tres palabras que son la inversión exacta del quinto mandamiento merecerían una aclaración, una trama que despeje los posibles malentendidos. Quien piense así se verá defraudado. El centenar de páginas que componen la reciente novela de Andrés Rivera no se detiene en explicar nada. Entre otras razones, porque no es tarea de la literatura redactar un nuevo decálogo. Quizá, también, porque el ahorro de palabras que viene marcando a fuego la prosa del autor es algo más que un rasgo de estilo. Las ausencias, los vacíos que el lenguaje apenas alcanza a cubrir requieren un lector que no retroceda ante los silencios. Lo que Rivera denomina, sin abundar demasiado, un ‘lector inteligente’ ".
"Tampoco el protagonista de Hay que matar (recién publicado por Editorial Alfaguara) sabe porqué cumple con lo que el título le reclama. Durante 20 años, Byron Roberts fue comisario en un pueblo perdido en la Patagonia. Durante 20 años se acostó con mujeres propias y ajenas, bebió toneladas de whisky y recorrió a caballo una tierra helada y fría mientras se decía a sí mismo cosas que apenas comprendía. No ha olvidado: sin saber las razones, sin esperar nada a cambio, una noche sale en busca de los tres hombres que 20 años antes ejecutaron a su padre".
"Así mata Byron Roberts, que a esta altura de la historia ha cambiado de nombre y ahora se llama Nadie: ‘Nadie tocó el gatillo dócil de su revólver, desde la distancia necesaria para no mancharse con la boca de El Sargento. Saltaron, en la luz de la casa que Nadie calificó de mugrienta, astillas del paladar, pedazos de lengua, dientes, pedazos de labios, de lo que fue la boca viva de El Sargento’ ". (…)
"Byron Roberts sabe bien que la justicia por mano propia o la que puede hacer un solo hombre carece de valor. Byron sabe que lo que hace no cambia nada. Hay que matar arrancó como arrancan la mayoría de sus libros. Cuando empezó a escribirlo tenía el título, algunas líneas del comienzo y otras tantas del final. Lo que había que poner en el medio es una historia que Rivera escuchó a mediados de los ‘60. ‘Yo estaba mucho en el Sindicato de Prensa de Buenos Aires —cuenta el autor—. Uno de los periodistas que frecuentaban la sede se llamaba Milton Roberts, un hombre muy british. Las patotas fascistas tenían por costumbre agredir la casona, y una noche, al término de uno de esos asaltos, Milton me contó la historia de su padre: había sido comisario en el sur. Un día le avisaron que tres personas habían asesinado a un poblador. Salió a buscarlos, mató a dos y volvió con la confesión del tercero’. Milton Roberts también le contó a Rivera que los hombres que su padre había perseguido eran asesinos a sueldo de lo que en la novela se llama La Compañía: ‘No la menciono con su verdadero nombre porque seguramente hay descendientes de quienes fueron sus dueños, y me advirtieron que podían iniciarme un juicio’ " (5).
Notas
1 Andruetto, María Teresa: Tama. Córdoba, Alción Editora, 2003.
2. Rivera, Andrés: Guido, en Para ellos, el Paraíso. Buenos Aires, Alfaguara, 2002.
3. Rivera, Andrés: Hay que matar. Buenos Aires, Alfaguara, 2000. 120 páginas. (Biblioteca Andrés Rivera).
4. S/F: en www.alfaguara.com.ar
5. Orosz, Demian: "Rivera Andrés: Soy un hombre entre los hombres", en La Voz del Interior, Córdoba, 22 de junio de 2001.
Griegos
En su novela Un noviazgo, Bernardo Verbitsky presenta a un griego con ocupaciones no muy claras: El Checato "Tenía mandíbula muy ancha, y aunque su cara era flaca, ahondada debajo de los pómulos, sus maxilares estaban recubiertos de fuertes músculos. ‘Un etrusco sonriente con anteojos’, pensaba. Y la verdad era que sus anteojos de cristales sin virola, quedaban incluidos en su ancha risa que le llegaba silenciosa. Los anteojos quedaban en medio de las arruguitas. Era un efecto raro y más bien siniestro. (…) Trigo limpio, no es. Es un vivo que ve bajo el agua. (…) Dicen que anda en veinte asuntos. Pero no anda, corre detrás de los pesos, claro. Vende alhajas de fantasía. Compra no sé qué. Además es amigo de don Alí y lo peor es que los dos lo disimulan. Quién sabe en qué andarán. A lo mejor son socios" (1).
En Un árbol lleno de manzanas, escribe Marta Lynch: "La casa del griego es triste como la del sexto B pero sucia. En las paredes tienen anotadas medidas y clavados alfileres y fotografías de elegancia en Epsom. Tiene además dos maniquíes también elegantísimos" (2).
Un griego es el propietario del copetín al paso Acrópolis. Relata el hijo –protagonista de Latas de cerveza en el Río de la Plata, novela de Jorge Stamadianos que fue distinguida con el Premio Emecé 1994/95-: "El Acrópolis está ubicado sobre el andén de una estación de la zona norte del Gran Buenos Aires que años atrás, en la década del 50, había conocido su época de esplendor. El lugar había crecido rápidamente en esos años dando origen a una calle principal donde se amontonaron todo tipo de comercios. (…) Mi viejo había hecho pintar el Partenón sobre los vidrios como un símbolo triunfal de su país, pero el paso del tiempo descascaró el dibujo, metamorfoseando esa imagen idílica –pintada de dorado- en la actual del monumento en ruinas" (3).
Notas
1 Verbitsky, Bernardo: Un noviazgo. Buenos Aires, Planeta, 1994.
2 Lynch, Marta: Un árbol lleno de manzanas. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1974.
3 Stamadianos, Jorge: Latas de cerveza en el Río de la Plata. Buenos Aires, Emecé, 1995.
Holandeses
A criterio de Delfín Garasa, "Una de las más cumplidas descripciones de un heterogéneo desembarco es la que ofrece Luis Pascarella en su novela-alegato documental, El conventillo. Llega el Christoforo Colombo y primero bajan los hombres de negocio con su apoplética cerviz, con el paso resuelto de los acostumbrados a dar órdenes y ser obedecidos, los turistas ingleses con sus máquinas fotográficas y algunas señoras un tanto perplejas por no ver en el muelle indios con plumas y taparrabos. Por ese entonces, el viaje a Europa empezaba a otorgar prestigio social, y los argentinos que regresan cambian opiniones en alta voz sobre los modelos de París, el mobiliario inglés o la sinfonía escuchada en la Opera de Viena. Y, finalmente, aparecen los inmigrantes, tan fustigados en los azares de las proclamas políticas, un ‘enorme hormiguero’ que había viajado en el mayor hacinamiento. Rostros curtidos, exhaustos, azorados. En todos se presiente la pregunta: ¿Qué les deparará esta nueva tierra? De pronto, una mirada se ilumina o un brazo se agita en alto porque se ha reconocido a alguien en la muchedumbre que espera. Van bajando los hebreos de desgreñadas barbas y gastados levitones, los ‘turcos’ con sus espaldas combadas, los nórdicos enjutos, los napolitanos pequeños y retorcidos como raíces, los andaluces gárrulos, los gallegos pacientes, los holandeses esponjosos, los genoveses de músculo recio e insaciable voracidad. Una mujer besa la tierra que los acoge y tras su actitud ritual se adivina un pasado de penurias y recelos. Y agrega Pascarella: ‘La gran ciudad de calles dirigidas hacia el Oeste recibe en su seno aquella semilla que purificada en un ambiente de libertad (…) se reproducirá en su inmensidad desierta" (1).
La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, cuenta el proyecto de cuatro generaciones de una familia, que se propone llegar a caballo desde Moisesville, Santa Fe, mediante postas de dos jinetes por vez, con una caja de madera de cerezo que contiene tierra de la primera colonia judía en la Argentina y "una mezuzá, estuche de hueso con un trozo de papel escrito con letras hebreas", hasta la Plaza de Mayo, donde la enterrarán bajo la Pirámide. Uno de los personajes reflexiona, eufórico: "cuando se corra la voz, italianos y españoles y franceses y todos los otros harán lo mismo. Y tendremos, allí en esa Plaza del centro de Buenos Aires, la ceremonia simbólica del crisol de razas o del mosaico de identidades".
En esa obra, dice uno de los personajes: "Incluso, antes de la guerra, vinieron judíos de Alemania, Holanda y Polonia. Esto era Sión para ellos, la tierra de la libertad, de la leche y la miel, donde pudieron salvar sus vidas y tratar de rehacerlas. Más polacos y lituanos llegaron después, en los años ‘40" (2).
En Países Bajos (3), de Federico Jeanmaire, se hace referencia a inmigrantes de ese origen. Sobre esta obra, escribe Sylvia Saítta: "Recién emigrado al país de sus ancestros, sin dinero y sin trabajo, Juan Hilkema, un argentino descendiente de holandeses, conoce a la enigmática y pelirroja Ruska, en un bar de La Haya. En ese casual encuentro, la mujer le ofrece un trabajo: ser una especie de ‘conejillo de Indias’ en un gabinete experimental de la Facultad de Medicina. Juan acepta; durante cuarenta y cinco días estará encerrado, sometido a inyecciones y controles médicos, sin otra relación con el afuera que las cartas de Ruska que, cada cinco días, llegan a su gabinete" (4).
Notas
1. Garasa, Delfín Leocadio: La otra Buenos Aires. Paseos literarios por barrios y calles de la ciudad. Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1987.
2. Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
3. Jeanmaire, Federico: Países Bajos. Buenos Aires, Planeta, 2004. 242 pp.
4. Saítta, Sylvia: "Relato de amor y vida", en La Nación, Buenos Aires, 28 de noviembre de 2004.
Húngaros
José Martín Weisz relata en …mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría (1), la historia de un judío húngaro que debió dejar su tierra, y el viaje que él realiza con su hijo, muchos años después: "Acompañado por su hijo y con la ilusión de recuperar las tierras de su familia, regresa a un país ahora muy diferente al de su infancia. En un viaje lleno de dificultades y emociones, una Hungría devastada por los sucesivos invasores sólo tiene un amargo reencuentro para ofrecerle. Sin embargo, inesperadamente, el sabor de la satisfacción lo alcanza en algún lugar".
Notas
1 Weisz, José Martín: …mientras los violines tocaban csárdás. Un viaje a Hungría. Buenos Aires, Milá, 2002.
Ingleses
Ralf Herne (1), por William H. Hudson "transcurre en Buenos Aires en 1871. Es una historia de amor, pero las circunstancias que la rodean, desencadenan las sucesivas desgracias que aquejan al joven médico inglés, protagonista del romance" (2).
"Con El agua publicada póstumamente en 1968, culmina la importante producción de Enrique Wernicke(1915-1968)" (3). En este libro, el escritor evoca el menosprecio que un personaje evidencia por su descendencia: "Era una casa para vivir bien. Ahora que las chicas crecían, tal vez hubiese venido bien otro baño o, por lo menos, un toilette. Pero don Julio pensaba que las chicas algún día se iban a casar y además, no olvidaba, él también tendría que morir. Un baño es suficiente cuando se convive con gente bien educada… como él. O Julito. No se podía decir lo mismo de las nietas, hijas de una hija de un judío polaco, sin eso imperceptible, casi diríamos inexplicable, que se llama ‘tener sangre inglesa en las venas’ " (4).
En Fuegia, de Eduardo Belgrano Rawson, la viuda del reverendo Dobson evoca los planes que hacían sobre la emigración, alentados por noticias tendenciosas: "Después de pasar una tarde en la Unión Misionera, volvían a casa con su marido por un sendero de gramilla perfumada. Llevaba seis meses de casada con Dobson. Hicieron un alto en el parque y abrieron un paquete de bollos. Charlaron del futuro viaje a Sudamérica. Dobson dibujó la misión sobre el papel de los bollos. Había un grupo de canaleses entonando sus himnos y un paquebote en el horizonte. Los canaleses figuraban como ‘naturales amistosos’ en todas las publicaciones del Almirantazgo, de modo que agregó un nativo haciendo cabriolas. Su mujer le suplicó que dibujara una huerta. Dobson puso la huerta y metió algunas ovejas. Estuvo tentado de añadir el cementerio, pero desistió a último momento. Ella estudió bien el dibujo y concluyó que nada faltaba. Trató vanamente de hallarle algún parecido con su aldea de Sussex. Pero igual le propuso: ‘Pongámosle Abingdon’. Pensó emocionada: ‘El Señor es mi pastor’ " (5).
Un personaje de Frontera sur, novela de Horacio Vázquez-Rial, dice que a Sarmiento le parecía mal que se abrieran escuelas italianas, o alemanas, o inglesas". Otro interviene: ""Era lógico que le pareciera mal. (…) No estaba loco. (…) Un Estado. Quería un Estado, con mayúscula. Y eso se hace con la escuela pública. Esto no puede ser eternamente un centón mal cosido. La gente que llegue tiene que adaptarse, recomponerse, mezclarse para formar una raza argentina" (6).
Carlos Pellegrini, protagonista de la novela histórica escrita por Gastón Pérez Izquierdo, recuerda a Bridges: "Un predicador inglés, Mr. Thomas Bridges, había pasado una larga temporada en la Tierra del Fuego como misionero de la Iglesia Anglicana y de paso criando lanares que había introducido desde las Islas Malvinas. Estaba en Buenos Aires preparándose para embarcar a Inglaterra –y disfrutar una temporada de sus buenos negocios– de manera que no rehusó una invitación de la Sociedad Literaria Inglesa para pronunciar una conferencia sobre su inquietante experiencia" (7).
En La logia del umbral, de Ricardo Feierstein, narra uno de los personajes, que vivía en Villa Pueyrredón, a mediados del siglo pasado: "Por las mañanas, en la escuela pública donde todos concurríamos, conviví con el inglés Stanley y el italiano Badaracco, protagonistas de una pelea memorable donde vi correr sangre por primera vez; con el galleguito Pérez y un francés medio raro que se hacía dibujos en las manos con hojitas de afeitar" (8).
El inglés se titula una novela de Susana Cella (9). En 1892, Jimmy –"nacido James Radburne"- llegó a la Patagonia, "huyendo de la pobreza y los prejuicios ingleses, y pasó toda una vida improvisando oficios para sobrevivir y métodos para huir de las policías argentina y chilena". Se dirigió a esa región pensándola "como garantía de anonimato para pasados difíciles" (10).
En La casa de Myra (11), obra distinguida con el Segundo Premio Xerox para autores inéditos, escribe Aurora Alonso de Rocha: "Al cura que lo quiere adoctrinar el cacique le recordó que uno de los ingleses que están enterrados en la parte de disidentes era tenido por hombre santo aunque vivía con una reunión de mujeres nunca bien contadas por los cambios que hubo, y muchas hijas y sobrinas que complicaban la cuenta, pero que no eran menos de cuatro esposas y una de ellas inválida. (Y ahí es donde se prueba cómo los argumentos de los curas tienen anverso y reverso. Esa mujer que había perdido una pierna por una infección siendo niña y que tuvieron que amputarla, llevaba un artefacto de madera y metal que rechinaba al andar y era horrible de verse para los que lo habían visto, y se decía tanto que el pastor era un refinado monstruo que oía como música el sonar del artificio aquel y se complacía en la desnudez mecánica, como que era un santo porque la amaba y era capaz de cohabitar con tal aparato".
En La noche que me quieras, Jorge Torres Zavaleta evoca la intolerancia criolla ante los diferentes paladares. De "los gringos y los ingleses" afirma el narrador que eran "unos animales" porque arrimaban "hacia un costado del plato los restos del dulce de leche" porque no les gustaba. Eso era vivido por el hombre como una verdadera "falta de educación" (12).
Notas
1 Hudson, William H.: Ralf Herne. Buenos Aires, Editorial Letemendia, 2006. 116 pp. Traducción de Alicia Jurado.
2 Gainza de Aldatz, Felicitas: crítica en el gRillo N° 46, Marzo-Abril de 2007.
3 S/F: en Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo)
4 Wernicke, Enrique: El agua. Buenos Aires, CEAL, 1980. (Capítulo).
5 Belgrano Rawson, Eduardo: Fuegia. Buenos Aires, Sudamericana, 1991.
6 Vázquez Rial, Horacio: Frontera Sur. Barcelona, Ediciones B, 1998.
7 Pérez Izquierdo, Gastón: La última carta de Pellegrini. Buenos Aires, Editorial Sudamericana, 1999.
8 Feierstein, Ricardo: La logia del umbral. Buenos Aires, Galerna, 2001.
9 Cella, Susana: El inglés.
10 Cristoff, María Sonia: "Inglés en fuga", en La Nación, Buenos Aires, 19 de noviembre de 2000.
11 Alonso de Rocha, Aurora: La casa de Myra. Buenos Aires, Fundación El Libro, 2001.
12 Torres Zavaleta, Jorge: El día que me quieras. Buenos Aires, Planeta, 2000.
Irlandeses
Carlos María Ocantos es el autor de Quilito (1), una de las tres obras más representativas del "Ciclo de la Bolsa". En esa obra, él escribe que Quilito "miraba a Míster Robert y se encogía de hombros con lástima. No, no se vería él en ese espejo. Allí estaba desde la mañana casi hasta la noche, la espalda encorvada, los dedos agarrotados sobre el lapicero, sentado en el banco de patas largas, sin descanso, sin distracción, esclavo del trabajo, prisionero del deber; y así todos los días, todos los días… hasta que la enfermedad le clavase en el lecho, la vejez le baldara o le sorprendiera la muerte. Entretanto, habría pasado los mejores años de su vida sin gozarlos, dejando para otros el fruto de lo que él sembrara…".
No sólo Mister Robert era probo; también lo era su familia: el inglés "no concurría a cafés ni a teatros; su distracción única, suprema, que saboreaba con el deleite de un goloso, era su familia: la mujer, un ángel; el hijo, otro ángel, y el padre, viejo patriarca de Irlanda, más católico que el Papa y de una honradez a toda prueba; de esos caracteres que ya no se estilan y que, temerosos, se esconden en el santuario del hogar, como prenda pasada de moda, para no exponerse a la irrisión del público".
En De aquí hasta el alba (2), Eugenio Juan Zappietro escribe sobre un irlandés que llegó al desierto en 1866, y el socio granadino que lo traicionó. O’Flaherty "juraba que Argentina era el país del futuro. No se equivocó por mucho en cuanto a la tierra; se equivocó de hombres, pero una lanza araucana había terminado con él para evitarle la amargura de comprobarlo".
"Vivía con una muchacha de Glasgow, que no tenía miedo a empuñar un mosquete y lo había seguido muchas millas para tener una hacienda propia donde pensaban criar ganado Hereford. La tierra no daba todavía para esas aventuras y O’Flaherty puso un saladero en compañía de un granadino llamado Ozores, que le robó el negocio y trató de hacer lo mismo con la chica de Glasgow. Ella pudo huir y el granadino tuvo que matarla. El irlandés la enterró con todo el rito de su Eire, con azaleas que consiguió nunca se supo dónde, y se sentó a esperar la muerte".
En Barcelona se edita Frontera Sur, de Horacio Vázquez-Rial. En esa novela, evocó la inmigración irlandesa. Una joven de esa nacionalidad se presenta para un puesto de maestra: "Era una muchacha rubia, con pecas, casi una niña. Se sentó ante el tribunal familiar en el borde de una silla, con las manos juntas y las rodillas juntas, paseó sus ojos claros por el fondo de los ojos que la observaban y sonrió". Se llama Mildred Llewellyn y habla castellano con dificultad. Dice la joven: "Llego de Irlanda hace tres días y vengo aquí". Su empleador le enseña: "-Llegué –corrigió Roque, mostrando el pasado con el índice, en un lugar situado detrás de su hombro derecho-. Y vine".
Durante la entrevista se desmaya: "La natural palidez de Mildred se acentuó de pronto. Roque vio nacer dos trazos morados sobre sus pómulos. (…) Ramón echó a correr hacia el fondo, pero, apenas pasada la puerta, le detuvo el ruido grave, como lejano, discreto de la caída del cuerpo de Mildred. Roque, que la alzó del suelo, pensó que jamás había conocido ser tan leve". Es que –como explica en su trabajoso castellano- había comido por última vez en el barco, ya que no había parado en el Hotel de Inmigrantes (3).
En Secretos de familia (4), de Graciela Beatriz Cabal, relata la protagonista: "El Padre Mulleady era pobre, era bueno, ayudaba a las personas y también a los indios (no como el tío de Gran Mamá), y siempre estaba tan contento que cantaba ‘Los ojazos de mi negra son como soles…’ Una sola vez en la vida metió la pata el Padre Mulleady, pero fue sin querer: cuando la casó a mi mamá con mi papá, dice mi mamá. Después de eso, se murió. Cuando yo sea grande me voy a tomar un barco, me voy a bajar en Irlanda y voy a empezar a caminar buscando la casa y la olla del puchero de la abuelita de Gran Mamá y del Padre Mulleady. Y como a cada rato voy a repetir ‘Padre Mulleady, Padre Mulleady, Padre Mulleady’, seguro que encuentro todo perfecto".
En 1999 aparece la novela Moira Sullivan (5) de Juan José Delaney. La historia de esta mujer -que se inicia con su nacimiento en los primeros años del siglo XX o al finalizar el anterior- es una historia en sí, desarrollada hábilmente, pero permite también al novelista explayarse acerca de las circunstancias en que esta historia se desenvuelve. "Lo importante era el silencio escribe Delaney-. Todas las noches lo buscaba, especialmente los domingos cuando las otras recibían visitas y ella más sentía el acoso de la soledad. En rigor, a nadie tenía pese a haber estado en la vida de muchos y a que, por esa acción secreta y persistente del arte, continuaba gravitando sobre gentes extrañas y lejanas. El silencio de ese anochecer dominical le permitiría entregarse serenamente al ensueño en el que resucitarían vivencias y pensamientos provenientes de zonas postergadas por su memoria, y también secretas conexiones que su visión de la vida, del mundo y de los hombres concertaba con cierta independencia".
En Hay que matar (6), de Andrés Rivera, "Milton Roberts, galés, tuvo unas pocas leguas de tierra en El Sur del Sur, algunas ovejas, cuatro o cinco perros y dos o tres caballos, y un hijo llamado Byron Roberts. Hasta que La Compañía hizo su oferta y él dijo, impávido, no. Bill Farrell había escapado, hambriento, de Irlanda, y era comisario de policía en El Sur del Sur. Tenía una mujer a la que llamaban Rosario. Con Bill Farrell, Byron Roberts aprendió, entre otras cosas, el oficio de matar. En El Sur del Sur sobran el petróleo y la violencia. El poder es propiedad de unos pocos, pero la venganza -a diferencia del sexo y del whisky- es una de las cosas que no se compran ni se venden. Allí un hombre mata como Andrés Rivera escribe: en busca de conocimiento y de justicia. En El Sur del Sur hubo un imperio. El imperio no se disolvió: tiene otros nombres, más impersonales. Pero todavía dicta la ley. Todavía mata" (7).
Al publicarse la novela, Demian Orosz entrevista al autor. Transcribimos un fragmento de ese reportaje:
"El título de su último libro sacude el aire como un disparo en la noche. Posee, además, la precisión y la contundencia que requiere un imperativo: Hay que matar. Podría pensarse que esas tres palabras que son la inversión exacta del quinto mandamiento merecerían una aclaración, una trama que despeje los posibles malentendidos. Quien piense así se verá defraudado. El centenar de páginas que componen la reciente novela de Andrés Rivera no se detiene en explicar nada. Entre otras razones, porque no es tarea de la literatura redactar un nuevo decálogo. Quizá, también, porque el ahorro de palabras que viene marcando a fuego la prosa del autor es algo más que un rasgo de estilo. Las ausencias, los vacíos que el lenguaje apenas alcanza a cubrir requieren un lector que no retroceda ante los silencios. Lo que Rivera denomina, sin abundar demasiado, un ‘lector inteligente’ ".
"Tampoco el protagonista de Hay que matar (recién publicado por Editorial Alfaguara) sabe porqué cumple con lo que el título le reclama. Durante 20 años, Byron Roberts fue comisario en un pueblo perdido en la Patagonia. Durante 20 años se acostó con mujeres propias y ajenas, bebió toneladas de whisky y recorrió a caballo una tierra helada y fría mientras se decía a sí mismo cosas que apenas comprendía. No ha olvidado: sin saber las razones, sin esperar nada a cambio, una noche sale en busca de los tres hombres que 20 años antes ejecutaron a su padre".
"Así mata Byron Roberts, que a esta altura de la historia ha cambiado de nombre y ahora se llama Nadie: ‘Nadie tocó el gatillo dócil de su revólver, desde la distancia necesaria para no mancharse con la boca de El Sargento. Saltaron, en la luz de la casa que Nadie calificó de mugrienta, astillas del paladar, pedazos de lengua, dientes, pedazos de labios, de lo que fue la boca viva de El Sargento’ ". (…)
"Byron Roberts sabe bien que la justicia por mano propia o la que puede hacer un solo hombre carece de valor. Byron sabe que lo que hace no cambia nada. Hay que matar arrancó como arrancan la mayoría de sus libros. Cuando empezó a escribirlo tenía el título, algunas líneas del comienzo y otras tantas del final. Lo que había que poner en el medio es una historia que Rivera escuchó a mediados de los ‘60. ‘Yo estaba mucho en el Sindicato de Prensa de Buenos Aires —cuenta el autor—. Uno de los periodistas que frecuentaban la sede se llamaba Milton Roberts, un hombre muy british. Las patotas fascistas tenían por costumbre agredir la casona, y una noche, al término de uno de esos asaltos, Milton me contó la historia de su padre: había sido comisario en el sur. Un día le avisaron que tres personas habían asesinado a un poblador. Salió a buscarlos, mató a dos y volvió con la confesión del tercero’. Milton Roberts también le contó a Rivera que los hombres que su padre había perseguido eran asesinos a sueldo de lo que en la novela se llama La Compañía: ‘No la menciono con su verdadero nombre porque seguramente hay descendientes de quienes fueron sus dueños, y me advirtieron que podían iniciarme un juicio’ " (8).
En Los Jardines del Carmelo (9), Ana María Guerra relata: "El garito hervía: chacareros irlandeses, comerciantes de San Benito, parroquianos del Social y de Socorros Mutuos. Se apostaba fuerte esa noche, y en consonancia el clima era tirante". En otros pasaje, la autora se refiere a "el irlandés Mac Loren, que tenía en sus espaldas dos muertes, sin otro atenuante que el pequeño barril de cerveza bebido sin respirar".
Notas
1 Ocantos, Carlos María: Quilito. Madrid, Hyspamérica, 1984.
2 Zappietro, Eugenio Juan: De aquí hasta el alba. Barcelona, Hyspamérica, 1971.
3 Vázquez Rial, Horacio: op. cit
4 Cabal, Graciela Beatriz: Secretos de familia. Buenos Aires, Sudamericana, 2003.
5 Delaney, Juan José: Moira Sullivan. Buenos Aires, Corregidor, 1999.
6 Rivera, Andrés: Hay que matar. Buenos Aires, Alfaguara, 2000. 120 páginas. (Biblioteca Andrés Rivera).
7 S/F: en www.alfaguara.com.ar
8 Orosz, Demian: "Rivera Andrés: Soy un hombre entre los hombres", en La Voz del Interior, Córdoba, 22 de junio de 2001.
9 Guerra, Ana María: Los Jardines del Carmelo. Buenos Aires, Corregidor, 2003.
Italianos
Abruzzos
Mempo Giardinelli fue distinguido con el Premio Rómulo Gallegos en 1993, por Santo Oficio de la Memoria (1), novela a la que Carlos Fuentes se refiere como a una "saga migratoria tan hermosa, tan conmovedora, tan importante para estos tiempos de odio, racismo y xenofobia".
La obra cuenta un siglo de historia privada, argentina y mundial, desde la llegada a nuestro país de Antonio Domeniconelle, su esposa y su primogénito, a fines del siglo XIX, quienes emigran porque eran "muy pobres. Muy pobres. Más pobres que toda la pobreza que hayas visto".
Relata el hijo mayor, refiriéndose al padre: "Llegaron casados, ya. Conmigo. El decidió que Vincenzo y Nicola se quedaran allá. Luego los buscaría, dijo. No atendió el llanto de Angela. No escuchó las razones de nadie. Nunca. (…) El sabía cuanto sufría ella por los hijos que dejaron en Italia, pero jamás hizo nada por traerlos. Cómo un hombre puede ser así, es algo que yo no me explico. Fue terrible, eso". Otro personaje relata que el hombre también pensaba en i bambini: soñaba que en la nueva casa "habría rosas en los floreros y comerían bien, tres veces al día, o cuatro, con todos los chicos, porque iban a traer a Vincenzo y a Nicola de Italia. El país progresaba a pesar de todo, y él también", pero murió antes de concretar su proyecto.
Entrevistado por Mona Moncalvillo, Giardinelli habla sobre su novela. "Es una novela histórica, sobre la inmigración, y a lo largo de varias generaciones viene recorriendo los distintos cruces históricos, que son los cruces dramáticos de nuestra historia: memoria versus olvido, vida-muerte, noche-día, pacificación-violencia, intolerancia-democracia. Hay una serie de dicotomías, es una cosa muy doble, una especie de gran esquizofrenia que va recorriendo la historia argentina. Al mismo tiempo hice una novela en la que quise meterme con un montón de temas que para mí tenían que ver. Es una discusión sobre la literatura argentina, y también quise hacerla ahí porque la literatura argentina acompaña y se contrapone con la historia. Los epígonos literarios de la Argentina, son en general gente que pertenece a élites que difícilmente llegan a ser valores populares" (2).
Notas
1 Giardinelli, Mempo: Santo Oficio de la Memoria. Buenos Aires, Seix Barral, 1991.
2 Moncalvillo, Mona: reportaje a Mempo Giardinelli, en Humor, 1991. Reproducido en www.literatura.org.
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