Como hemos explicado antes, no puede determinarse en abstracto o «en general» cuál es la más adecuada de las diversas formas legítimas de neutralidad o de beligerancia respecto a las cuestiones socialmente controvertidas. Lo que el profesor deba hacer en cada caso frente a este tipo de cuestiones depende de diversos factores o variables. A continuación pasaremos revista a los que consideramos más significativos de estos factores. De la consideración de los mismos podrán desprenderse criterios orientativos para la acción del profesor.
Estos factores y criterios relacionan entre sí los elementos fundamentales que entran en juego en la situación: la propia cuestión controvertida, el educando, el educador, el contexto escolar y el contexto social. Y, en este sentido, es muy importante advertir que ninguno de los criterios que se apuntarán debe ser tomado, per se, como norma universal o absoluta: cada uno de los criterios puede quedar relativizado por los otros, de modo que, en cada caso, la decisión procedimental deberá desprenderse de la apreciación conjunta y ponderada de todos los factores y criterios.
1. La relevancia y actualidad social de la cuestión controvertida. La decisión de tratar en clase una cuestión controvertida y la forma de hacerlo pueden depender, en primer lugar, de la actualidad o relevancia que en aquel momento tenga la misma. Un criterio orientativo podría formularse de la siguiente forma: cuanto mayor sea la actualidad y relevancia social de una cuestión controvertida más justificado estará pasar de la neutralidad pasiva a la neutralidad activa o, en su caso, a la beligerancia. En realidad, este es un criterio de selección y de oportunidad: el profesor debe seleccionar aquellas cuestiones controvertidas que tengan significatividad en el contexto social; y, en general, será mejor presentarlas cuando el interés público hacia ellas les confiera actualidad.
2. El grado de conflictividad social que suscite la controversia. Este factor matiza el anterior. Independientemente de su actualidad, una cuestión controvertida puede generar mayor o menor grado de conflictividad o virulencia en la confrontación. Por ejemplo, las controversias de carácter estético, en general, suelen producir menor conflictividad social que las políticas o las morales. Por decirlo así, se suele tolerar mejor que el profesor sea beligerante a favor de los pintores abstractos y en contra de los figurativos, que a favor o en contra de la legalización del aborto. De este factor sobre el grado de conflictividad social de la controversia difícilmente puede desprenderse ningún criterio normativo específico si de entrada no lo ponemos en relación con algún otro factor. En todo caso, es siempre un factor a tener en cuenta por el profesor, pues las repercusiones de su elección neutral o beligerante serán distintas según sea la conflictividad social del objeto. Puede enunciarse, de todos modos, lo siguiente: las consecuencias externas (padres, institución, autoridades educativas, comunidad, etc.) de la beligerancia del profesor serán mayores en razón directa al grado de conflictividad social que suscite la controversia. Si este factor lo relacionamos con otro que explicaremos después (la capacidad de control de las consecuencias y el grado de responsabilización del educador) sí que cabe formular entonces algún criterio más propiamente normativo: en relación al grado de conflictividad social que genere la controversia, el educador podrá pasar de la neutralidad pasiva a la activa y a la beligerancia siempre y cuando su capacidad de control de la situación y su grado de responsabilización le permitan asumir las consecuencias que se deriven de su decisión procedimental.
3. La capacidad cognitiva del educando para entender la controversia y para dar sentido a los valores que entran en juego. Es obvio que éste ha de ser un factor determinante en la decisión del profesor de actuar de una u otra forma en relación a las cuestiones controvertidas. Cuando el educando (y, en general, los sujetos que forman el grupo-clase) carecen de la capacidad cognoscitiva necesaria para comprender la controversia y dar significatividad a los valores que están en conflicto, lo más razonable será la neutralidad pasiva: es decir, no marear al niño con problemas que están muy lejos de su entendimiento. Lo más fácil es que ejercer beligerantemente frente a sujetos que carecen de las aptitudes cognoscitivas suficientes derive hacia el adoctrinamiento puro y simple. A medida que estas aptitudes se van incrementando, el profesor estará legitimado para pasar a formas de neutralidad activa y de beligerancia. El criterio normativo correspondiente podría formularse así: el paso de la neutralidad pasiva a la neutralidad activa y a la beligerancia estará en razón directa a la capacidad cognoscitiva del educando para entender la controversia y para dar sentido a los valores que entran en juego10.
4. La distancia emotiva o grado de implicación personal del educando o grupo en relación a los temas o valores de que se trate. Este es también un importante factor que debe ser siempre considerado. Por un lado, el hecho de que exista algún tipo de implicación entre el alumno o los alumnos y el objeto de la controversia será, sin duda, un elemento motivante para que este objeto sea tratado en clase; es decir, en determinados casos, este hecho puede facilitar o aconsejar el paso de una neutralidad pasiva a una neutralidad activa o a la beligerancia. Sin embargo, también es verdad que ciertos tipos de implicación afectiva o según qué grado de emotividad suscite en el educando el tema en cuestión, obligarán al educador a ser extremadamente escrupuloso y prudente en el momento de decidir el rol que va a desempeñar. En algunos casos, los temas controvertidos pueden estar penetrados por elementos emocionales muy hondos a los que el profesor deberá ser sensible. Es por todo ello que de este factor no puede derivarse un criterio normativo unilateral y preciso. En ocasiones, la implicación personal del alumno puede hacer recomendable que el profesor actúe también en su dimensión más personal y afirme honestamente su propia opción; en otras ocasiones, la prudencia aconsejará la abstención o neutralidad pasiva. Únicamente cabe, pues, hacer hincapié en lo siguiente: el educador debe extremar su sensibilidad para captar las posibles implicaciones personales de los educandos en relación a las cuestiones controvertidas, y debe ponderar las consecuencias que en relación a estas implicaciones tendrá su decisión de intervenir neutral o beligerantemente.
5. El compromiso personal del educador en relación a las cuestiones controvertidas y a los valores en conflicto. Este es un factor semejante al que acabamos de ver, si bien aquí lo referimos a la persona del profesor. Como en el caso anterior, es un factor importante a considerar aun cuando de él tampoco puede derivarse un criterio unívoco. Obviamente, a un profesor muy comprometido -por creencia religiosa, por militancia política, etc.- con una determinada parte de la controversia le puede resultar psicológicamente bastante difícil sostener una postura de neutralidad. De ello, sin embargo, no debería deducirse el que entonces pueda abrirse la veda de la beligerancia cuando otros factores la hicieran indeseable. En otras partes del trabajo ya hemos argumentado in extenso que ni la beligerancia ni la neutralidad deben ser privativas, respectivamente, de profesores con creencias o certidumbres muy arraigadas y de profesores escépticos o relativistas. En cualquier caso, para decidir sobre la mejor opción procedimental a tomar, el profesor debe ser consciente del conflicto que puede suscitarse entre su implicación personal en las cuestiones controvertidas y los requerimientos del rol educativo que desempeña. Así, por ejemplo, si el profesor considera, en función de otros factores, que debe adoptar una neutralidad activa, pero percibe que él mismo no va a poder plantear imparcialmente las posiciones enfrentadas en la controversia, deberá buscar otras formas más objetivas (a través de fuentes originales, etc.) para que los alumnos reciban una información pertinente más completa y menos sesgada.
6. El grado de responsabilidad que el educador objetiva y subjetivamente esté en disposición de asumir. La acción neutral o beligerante del profesor suele tener consecuencias no sólo sobre el educando sino también en relación a otros sectores implicados (padres, los otros profesores, el contexto social, etc.); incluso la abstención o neutralidad pasiva las puede tener. Por tanto, el profesor debe estar responsablemente dispuesto a asumir tales consecuencias. En general, aunque no siempre, las beligerancias conllevan repercusiones más conflictivas que las neutralidades. Sobre todo, como es natural, cuando la beligerancia se ejerce en favor de opciones que no son las mayoritarias en el contexto donde se plantea el asunto controvertido. Un profesor que, pongamos por caso, decida defender una sexualidad muy permisiva en una escuela en la cual los padres de los alumnos sean en su mayoría conservadores, es previsible que vaya a tener problemas. También es verdad que no carecerá de ellos un profesor que adopte la neutralidad en un contexto muy polarizado. (En el factor número 9 retomaremos desde otra dimensión este aspecto). Ante determinadas cuestiones constituye una frivolidad irresponsable que el profesor defienda ciertas posiciones cuando las consecuencias de su beligerancia quedan fuera del marco de su posible control. Es importante destacar las dos vertientes que deben ser consideradas en este factor que llamamos de responsabilidad. En primer lugar, la responsabilidad objetiva; es decir, la capacidad de control que efectivamente tiene el educador sobre las consecuencias de su acción neutral o beligerante. Sería algo así como la jurisdicción de la que social, material o institucionalmente puede disponer. La otra vertiente de este factor es la responsabilidad subjetiva; esto es, la responsabilidad que como persona esté dispuesto a asumir. Como decíamos más arriba, quien no quiera crearse previsibles conflictos con los padres o con otros miembros del colectivo escolar, habrá de renunciar a ciertas beligerancias. Sea como sea, el profesor deberá tomar la decisión de actuar neutral o beligerantemente habiendo ponderado y asumido con responsabilidad las consecuencias previsibles de su opción.
7. El grado de dependencia moral del educando respecto al educador. Desde el punto de vista normativo éste es tal vez uno de los factores más relevantes en el momento de decidir sobre la actitud de neutralidad o de beligerancia a adoptar. Nos referimos aquí al nivel de autonomía moral que tiene el educando respecto al educador, y también a la capacidad del primero de deslindar la autoridad profesional del maestro de lo que sólo son opiniones personales en temas socialmente controvertidos. Este nivel de heteronomía-autonomía depende de factores evolutivos que Piaget, Kholberg y otros autores han estudiado. Depende también, en cada caso particular, de la especificidad de la relación que se haya establecido entre educador y educando. En cualquier caso, de acuerdo con los objetivos formulados antes, parece que el criterio que debe desprenderse de la consideración de este factor puede formularse de la siguiente forma: cuanto mayor sea el grado de independencia o autonomía moral del educando frente al educador, más legitimado estará éste para ejercer su beligerancia. Aprovechar la dependencia del alumno (el «respeto unilateral», en términos de Piaget) para inculcarle las propias opciones en temas controvertidos no es otra cosa que una forma de adoctrinamiento o de manipulación. En la medida en que el educando vaya alcanzando (por efecto del desarrollo evolutivo y de la experiencia educogénica) cotas mayores de madurez y autonomía moral, el profesor podrá actuar a su vez con mayores dosis de beligerancia.
8. La existencia o no de demanda explícita del educando hacia el educador. La beligerancia la puede ejercer el profesor por iniciativa propia o bien a partir de una demanda explícita del alumno o del grupo. No es extraño que la decisión procedimental del profesor de actuar neutralmente, en algún momento del proceso, pueda verse alterada por la petición de los alumnos de que aquél manifieste y razone también cuál es su opinión o posicionamiento. Por lo general, aunque no de forma ineluctable, parece que esta demanda legitime una cierta beligerancia del educador11. El criterio podría enunciarse como sigue: la toma de postura beligerante del profesor tiende a justificarse si existe una demanda explícita del educando en tal sentido.
9. Relación entre los posibles posicionamientos asumidos por la comunidad escolar y la actuación neutral o beligerante del profesor. El profesor actúa en un contexto institucional que generalmente no será ajeno a su decisión de proceder de una u otra forma. Es posible que en la institución, tácita o explícitamente, se hayan generado ciertas normas en relación al tema que nos ocupa. Los posicionamientos de la comunidad escolar pueden referirse a aspectos de contenido o bien a aspectos de procedimiento. Por lo que hace a los aspectos de contenido, las escuelas que poseen alguna identidad ideológica específica (escuelas confesionales, por ejemplo) tendrán, por lo general, una posición institucional asumida respecto a ciertas cuestiones socialmente controvertidas. Las escuelas pluralistas, por definición, carecen de un posicionamiento definido en este aspecto. Sin embargo, tanto las unas como las otras pueden haber establecido unas pautas o normas procedimentales de actuación en cuanto al tratamiento de tales cuestiones (por ejemplo: que ellas sean tratadas sobre todo por los tutores; que en temas delicados o potencialmente muy conflictivos el profesor someta antes la actividad al claustro de profesores, al consejo escolar del centro o a los padres de sus alumnos). De todo ello cabe desprender el siguiente criterio: el profesor debe ser consciente de los posicionamientos de la comunidad escolar -sean de contenido o de procedimiento– en relación al tratamiento de las cuestiones controvertidas, y será deseable que exista la suficiente concordancia entre tales posicionamientos y su propia decisión de ejercer en cada caso la neutralidad o la beligerancia. Difícilmente puede afinarse más en la formulación de este criterio de concordancia, salvo que se quiera entrar en análisis casuísticos y en las importantes cuestiones legales a las que remite este aspecto: libertad de cátedra, confesionalidad de la escuela, derechos de los padres, etc., etc.
10. El momento escolar y curricular de la actuación del profesor. Este es un factor contextual de carácter más concreto y técnico que el anterior. La actuación neutral o beligerante del profesor en el tratamiento de los temas controvertidos debe tener en cuenta el momento de la misma. No es igual la valoración que de ella cabe hacer según se realice, por ejemplo, en conexión directa con ciertos contenidos curriculares (en clase de ciencias sociales, por ejemplo), en la asignatura de ética o de religión, durante la asamblea de clase, o en el seno de una materia que nada tenga que ver con la cuestión controvertida de que se trate. De la consideración de este factor no cabe excluir, por principio, ninguna posibilidad, pero desde luego parece que está en la lógica de las cosas que las clases de religión incluyan casi inevitablemente dosis de beligerancia, que materias como ética o sociales sean el terreno más abonado (aunque no exclusivo) para el tratamiento de ciertas cuestiones socialmente controvertidas, y que en las asambleas de clase y en las tutorías puedan también éstas aparecer y a veces conectarse con situaciones concretas de la vida escolar o con problemas personalmente vividos por los alumnos. También es previsible que haya quien se sorprenda si en clase de matemáticas se discute sobre el tema de la eutanasia, pero no si ello ocurre en la clase de ética. En cualquier caso, cabe formular el siguiente criterio de correspondencia: la decisión del profesor de tratar una cuestión controvertida y el cómo hacerlo deberá tomar en consideración el momento escolar y curricular que contextualice esta actividad. Contribuirá a legitimarla el que exista correspondencia entre la cuestión controvertida a tratar y la función o el contenido del tiempo o materia en la que se ubique la actividad.
Ya hemos advertido que la consideración de estos factores y criterios debe hacerse de forma conjunta: ninguno de ellos, por sí solo, es suficiente para orientar convenientemente la conducta del profesor. Desde luego, es obvio que no constituyen una suerte de recetario. No era ésta nuestra intención al plantearlos, pues tampoco sería un propósito realizable. La complejidad del tema -o nuestras propias limitaciones- nos ha obligado a formular los enunciados normativos de una forma muy abierta. De todos modos, y a pesar de que vistos en su conjunto pueden parecer factores y criterios muy de sentido común, planteando discusiones a partir de casos concretos nos hemos dado cuenta de que en ellas no siempre se llega tan fácilmente a estos factores y criterios para elucidar tales casos. Por otro lado, el que fueran criterios «muy de sentido común» estaba también en nuestra intención en el momento de formularlos: debían ser criterios asumibles por el más amplio espectro posible del profesorado y del resto de instancias que constituyen la comunidad escolar. Criterios que pudieran servir como bases deontológicas y metodológicas del ejercicio docente en lo que hace referencia a este viejo tema de la neutralidad y la beligerancia ideológica.
Apéndice: casos y dilemas pedagógicos
A continuación presentamos un par de ejemplos de la colección de casos, dilemas, «role-playings», etc., que hemos elaborado para ser utilizados en sesiones prácticas de formación de educadores en cuestiones relacionadas con el tema de este artículo. La mayor parte de las situaciones son hipotéticas, si bien algunas proceden -más o menos retocadas- de casos reales presentados y discutidos en sesiones de formación.
Estas actividades, desde el punto de vista didáctico, tienen básicamente tres objetivos. El primero, motivar al profesor en formación o en ejercicio sobre el tema de cuál debe ser su papel ante las cuestiones socialmente controvertidas y, en general, sobre el problema de la neutralidad y la beligerancia. En segundo lugar, facilitar que el profesor descubra la complejidad del problema y, de forma dialógica, pueda ir elucidando o dando significatividad a los factores y criterios que podrían orientar su conducta en casos y situaciones de este tipo. En tercer lugar, se pretende también entrenar a los profesores para resolver situaciones semejantes a las planteadas que puedan presentarse en su desempeño profesional.
1. Sobre el aborto
Juan es un adolescente de 14 años. Su madre ha quedado embarazada sin desearlo y, después de pensarlo mucho, de acuerdo con su marido, ha decidido abortar. Juan se ha enterado y ha vivido muy de cerca y con mucha intensidad todo el proceso que ha llevado a los padres a tomar esta decisión. Cuando los padres ya estaban decididos, Juan se lo cuenta a su profesor en la escuela. Durante la conversación, el niño le pide al maestro su opinión. Antonio, el maestro, es simpatizante de un grupo de defensa de la vida y piensa que el aborto no es lícito. Pero, a pesar de que tiene muy arraigada esta opinión, la pregunta de Juan le ha inquietado y en este momento duda sobre lo que debe de hacer. No sabe si, a pesar de todo, debe explicarle su opinión contraria al aborto o, por el contrario, salir del paso evadiendo la respuesta o con algún comentario general.
1. ¿Qué debe hacer Antonio? ¿Por qué?
2. En cualquier caso, ¿cómo deberá responder a Juan?
3. ¿Qué debería hacer Antonio si Juan, en lugar de 14 años, tuviera 11 ó 18?
4. ¿Debería Antonio actuar de forma distinta si pensase de la misma manera que los padres de Juan?
5. ¿Tiene algo que ver en lo que Juan deba hacer el tipo de escuela (pública o privada, religiosa o laica…) en la que trabaje?
2. Discusión sobre racismo12
Ante los brotes de racismo que iban apareciendo en el país, Roberto, que enseña Ética y Filosofía a jóvenes de 16 años, pensó que sería bueno preparar alguna actividad sobre este tema. La actividad constaba de diversos aspectos: que los alumnos recogieran información de la prensa sobre conceptos como racismo, xenofobia, discriminación…; visionado y comentario de algún film sobre el tema, etc. En uno de los debates que se planteó en clase, Javier, un chico de los más inteligentes del grupo y a quien le gustaba mucho discutir, empezó a defender posturas muy próximas al racismo. También otras veces, más que nada por afán polemista y por llevar la contraria, Javier asumía la defensa de posturas minoritarias, de opciones aparentemente indefendibles, etc. Roberto, que conocía esta costumbre de Javier, pensó que en el fondo éste no creía en lo que estaba defendiendo. Sin embargo, se percató que a medida que iba discurriendo la discusión parecía que Javier se iba autoconvenciendo progresivamente. Roberto tenía por norma actuar neutralmente en los debates; limitarse a moderar y a mantener un clima dialógico y respetuoso. Sin embargo, en este caso empezó a dudar. Se daba cuenta de que Javier, con su habilidad dialéctica, estaba conduciendo el debate por donde le convenía y que algunos alumnos, al principio opuestos a lo que Javier defendía, estaban siendo convencidos por él y que los que se mantenían radicalmente en contra del racismo no eran capaces de rebatir a Javier. El tiempo de la clase se estaba acabando.
1. ¿Qué debería hacer el profesor en aquel momento?
2. ¿Actuó antes de forma correcta?
3. Si la discusión fuera, por ejemplo, sobre la pena de muerte, ¿la conducta del profesor debería ser la misma que en el caso del racismo? ¿Y si el tema fuese el de la despenalización del aborto?.
Jaume Trilla Bernet, catedrático de la Facultad de Pedagogía y miembro del grupo de Investigación en Educación Moral (GREM) de la Universidad de Barcelona. Doctor en Pedagogía
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Notas
(1) Por ejemplo: Ennis, 1959, 1969; Eckstein, 1969; Snook, 1972; Elliot, 1975; Bayley, 1975; Stenhouse, 1975; Warnock, 1975; Wilson, 1975; Dusoir, 1975; Touriñán, 1976; Gordon, 1978; Downey & Kelly, 1978; Nordembo, 1978; Crittenden, 1980; Stenhouse & Verma, 1981; Strike, 1981, 1988; Straughan, 1982; Freire, 1984, 1985, 1990; Bridges, 1986; Kelly, 1986; Rudduck, 1986; Singh, 1988, 1989; Furlog & Carroll, 1990.
(2) Somos conscientes de lo discutible que resulta establecer tajantemente una división entre cuestiones de hecho y cuestiones de valor (ver, por ejemplo, Bunge, 1982; Moulines, 1991; Kurtines, Azmitia, Gewirtz, eds. 1992). En cualquier caso, en este momento nos interesa tan sólo describir aproximativamente el tipo de objetos a los que nos referiremos. Por otro lado, más adelante ya precisaremos más ajustadamente el concepto de «cuestiones socialmente controvertidas».
(3) Es obvio, no obstante, que si, por ejemplo, el maestro se pone a repartir propaganda antiabortista a la salida de la escuela, aun cuando no lo haga dentro del horario o del estricto marco físico de la misma, ello estará inevitablemente relacionado con su rol institucional. La distinción entre actuaciones privadas y profesionales nunca es del todo nítida, pero el sentido común generalmente, como en este caso, suele establecer las pertenencias oportunas.
(4) En relación a esto, también se ha argumentado que el profesor que ante un determinado asunto opta por proceder con neutralidad, puede dar a sus alumnos la impresión de que está, en realidad, despreocupado por el mismo. Como afirma y razona J. Rudduck, este argumento parte de una concepción errónea del procedimiento neutral (Rudduck, 1986: 100).
(5) Con variantes terminológicas esta misma distinción conceptual ha sido utilizada por Ennis (1959: 129 ss), Strike (1981: 35 ss), Touriñán (1976: 111).
(6) Con un significado parecido al que damos aquí a estos términos, otros autores han hablado de «exclusive neutrality» y «neutral impartiality» (Hill, 1982; Kelly, 1986).
(7) En realidad, a los valores compartidos podríamos haberlos denominado consensuados. Ello nos pondría directamente en la pista de algunas importantes líneas de profundización. Por ejemplo, la de Habermas o la de Rawls.
(8) Esta definición que proponemos se inspira, con matices, en la de J.J. Wellington (1986: 3).
(9) Queda implícito que cuando decimos que «el educando conozca y asuma» (o «conozca y rechace») estos valores, queremos referirnos no sólo a una adquisición cognoscitiva, sino también actitudinal y conductual: esto es, se trata no sólo de dar a conocer y facilitar la introyección (o el repudio) de tales valores, sino también de formar las predisposiciones y habilidades necesarias para un comportamiento consecuente.
(10) El carácter genérico que estamos dando a estas orientaciones normativas y la breve presentación de los criterios que proponemos soslayan, desde luego, cuestiones de gran interés en las que no podemos entrar ahora. Una de ellas, por ejemplo, sería la del grado de comprensión del alumno exigible para que el profesor pueda plantear una determinada cuestión controvertida. Es cierto que a veces la supuesta insuficiencia cognoscitiva de los niños no es más que una excusa de los profesores para dejar de plantear según qué controversias (ver al respecto Short 1988). Además, uno de los objetivos educativos principales de estas actividades es precisamente el de favorecer el desarrollo socio-cognitivo. Con ello se plantean también en relación al tratamiento de cuestiones controvertidas los recurrentes temas psicopedagógicos: desarrollo/aprendizaje, si la educación debe seguir o anticiparse al desarrollo, etc. G. Short, en el artículo que acabamos de citar, incide en estos aspectos a partir de referencias a Piaget y Vygotsky.
(11) Por un lado, aun cuando el educador haya decidido la neutralidad, por un principio de reciprocidad parece que si se pide a los alumnos que dialoguen y opinen sobre una cuestión controvertida, también el educador debe posicionarse si así se lo solicitan. Sin embargo, cuando el profesor considera que su intervención cerrará o polarizará el debate (la palabra del profesor no suele tener el mismo rango que la del alumno), por una cuestión técnico-procedimiental, puede rehuir -o quizá posponer- la manifestación de su criterio.
(12) Este caso se encuentra analizado y comentado en Romañá, T.; Trilla, J. (1993).
EDUCACIÓN EN VALORES
TEMA 6
Los valores y la familia
Los valores constituyen un complejo y multifacético fenómeno que guarda relación con todas las esferas de la vida humana. Están vinculados con el mundo social, con la historia, con la subjetividad de las personas, con las instituciones. Realmente vivimos un mundo lleno de valores. Y, por supuesto, uno de los ámbitos fundamentales donde los valores tienen su asiento es la familia.
La familia y las crisis de valores
Sabemos que continuamente se está hablando de una crisis de valores que muchas veces se asocia a una crisis de la familia. Y ciertamente, a pesar de que la familia es la más antigua forma de organización humana y tal vez el ámbito social donde mayor fuerza tienen las tradiciones y la tendencia a su conservación, esto no significa que no cambie y que sea una entidad siempre idéntica a sí misma, dada de una vez y para siempre.
Los cambios en la familia, por supuesto, se insertan dentro de determinados cambios globales de la sociedad. Hoy mismo estamos viviendo en un mundo muy dinámico, matizado por el tránsito hacia lo que se ha dado en llamar Posmodernidad. Y esta transición representa un cambio en la interpretación de los valores. Hay toda una serie de valores, vinculados a la Modernidad, que comienzan a entrar en crisis. Ya no existe la misma confianza en la razón, en el progreso, en la ciencia, en la técnica. Se instaura cierta psicología nihilista, de desesperanza; pierden fuerza las utopías, los sueños en un cambio progresivo, en la posibilidad de alcanzar una sociedad más justa. Claro que todo esto está asociado a la caída del Muro de Berlín, a la ideología del "fin de la historia", a la situación internacional prevaleciente. Estos fenómenos globales, de una u otra forma, llegan a la psicología individual y a la psicología de la familia, poniendo en entredicho algunos de sus valores tradicionales. Si la sociedad está dictando un modo de vivir y un modo de hacer no basado en la solidaridad, no dirigido a la construcción de un futuro social, común, comunitario, sino enfilado hacia la búsqueda de salidas individualistas, eso, traducido al mundo de valores subjetivos, significa que cada cual debe atender a lo propio, a lo personal, a lo egoísta y no a lo social, ni a lo colectivamente constructivo. Este tipo de psicología tiende a repercutir en las relaciones intra-familiares, como veremos más adelante. Pero lo importante ahora es destacar la idea de que la familia está inserta en un mundo social y que, a pesar de que es más estable en comparación con otros ámbitos de la sociedad, ella también es dinámica y sus cambios en alguna medida reflejan y reproducen las variaciones que tienen lugar a un nivel social general.
Al mismo tiempo, vivimos en una época en la que ha adquirido mucha fuerza la idea del incremento del papel de la mujer en el ámbito social y familiar y de su igualdad de derechos en relación con el hombre. Nos encontramos, de manera casi universal, en un período crítico de lo que podríamos llamar el modelo patriarcal tradicional de la familia. Es cierto que las crisis no hay que asumirlas en un sentido apocalíptico, que éstas no necesariamente representan la antesala de la muerte, ni significan de manera inevitable un derrumbe de la institución dada, en este caso de la familia. De ellas pueden derivarse tanto tendencias positivas como negativas. De la crisis actual del modelo patriarcal emana una opción positiva: la integración de la mujer a una vida social cada vez más plena, el tránsito hacia una situación de respeto de sus derechos y la tendencia a democratizar las relaciones intra-familiares.
Pero al mismo tiempo se abre la posibilidad de una opción negativa. Puesto que el modelo viejo sigue perviviendo y coexistiendo con el nuevo, en la práctica lo que se produce en realidad muchas veces es una duplicación de la jornada laboral en la mujer, en el trabajo y en su casa, unido a cierta contradicción, sobre todo en el hombre, entre discurso y práctica, una especie de doble moral entre la vida pública y privada: se asume de manera teórica un deber ser que después no se introduce por vía de la práctica en la vida real. Todo esto redunda no sólo en que la mujer no alcance aún un status de igualdad plena, sino también en cierta desatención en la educación de los niños.
Se genera también una agudización de las contradicciones intra-familiares. No debemos olvidar que la familia es la sede fundamental de las contradicciones entre generaciones (padre-hijo) y géneros (hombre-mujer). Como sectores sociales diferentes, cada uno de ellos tiene su propia interpretación de los procesos de cambio que ocurren. Las nuevas generaciones son por lo general más sensibles a esos procesos. Los jóvenes, como resultado de su propia maduración psicológica, tienden siempre a cierta rebeldía asociada a la búsqueda de una autonomía en el desarrollo de su personalidad. Si este proceso ontogenético natural coincide en tiempo con determinadas tendencias al cambio dentro de la sociedad, es lógico que sean precisamente ellos los más sensibles a esos cambios. Las generaciones más viejas, por su parte, tienden más a la conservación, a la tradición, a educar en el espíritu en que ellos fueron educados. De igual forma, por partir desde posiciones diferentes dentro del antiguo modelo patriarcal, el hombre y la mujer no tienen por lo general igual disposición a aceptar los nuevos valores asociados al cambio. Como resultado, se produce en el seno familiar el choque, la confrontación, entre diferentes sistemas subjetivos de valores.
Tomando en cuenta todo lo anterior, no es casual entonces que muchas veces se le atribuya a este modelo transicional de familia que hoy prevalece la causa fundamental de la crisis de los valores.
Pero tratemos de indagar hasta dónde esta afirmación es consistente. Si apelamos a nuestra propuesta sobre los planos fundamentales de existencia de los valores podremos percatarnos que, ciertamente, la familia guarda relación con las tres dimensiones: la familia es un valor en sí misma (dimensión objetiva), es un factor instituyente de valores (dimensión instituida) y es mediadora de las influencias valorativas que se reciben tanto desde la vida como desde el Estado, la política y demás instituciones en la conformación de los sistemas subjetivos de valores (dimensión subjetiva). Veamos esto por partes:
La familia como valor
La familia posee una significación positiva para la sociedad y en tal sentido es ella misma un valor. Como forma primaria de organización humana, como célula comunitaria existente en cualquier tipo de sociedad, la familia es el primer grupo de referencia para cualquier ser humano. Y lo ha sido siempre: hubo familia antes de existir clases sociales, antes de que aparecieran las naciones, antes de que se concibiera siquiera cualquier otro tipo de vínculo humano. Al mismo tiempo, la familia está inserta en los más disímiles ámbitos, en los marcos de cualquier clase social, de cualquier nación, de cualquier Estado, de cualquier forma civilizatoria. Y en todos los casos siempre es el más inmediato y primario medio de socialización del ser humano. Eso le otorga un lugar privilegiado, un valor especial dentro del sistema de relaciones sociales.
Es a través de los vínculos afectivos prevalecientes al interior de la familia, sobre todo en relación con los niños, que se produce la apropiación del lenguaje como medio fundamental de comunicación y socialización, es en ese marco donde se aprende a sentir, a pensar, a concebir el mundo de un determinado modo y se reciben la orientaciones primarias de valor.
Las primeras orientaciones de valor que recibe el niño desde que es bien pequeño son aquellas vinculadas a su propia sobrevivencia, a lo que es imprescindible hacer para garantizarla, a lo que puede constituir un peligro que la amenace. Las primeras nociones sobre lo que se puede y no se puede o lo que se debe y no se debe tienen el propósito fundamental de garantizar la supervivencia de ese pequeño y frágil ser humano.
Más adelante, en el propio seno familiar, se adquieren las primeras normas de conducta y de relación, vinculadas a lo que se considera un comportamiento moralmente bueno y a una adecuada relación de respeto con el otro. Todos estos valores se asumen por el niño en una primera etapa como un proceso lógico y natural de identificación con su medio social inmediato -la familia-, que sintetiza para él lo que es su género, el género humano. Y esto el niño por lo general lo asume sin cuestionarlo. Los padres incluso, en muchas ocasiones, no se preocupan en esta etapa por explicar el por qué, simplemente orientan, a través de un "esto no se hace" o un "haz tal cosa", lo que en su opinión representa una actitud y un comportamiento adecuados. El alto grado de dependencia existencial que todavía aquí tiene el niño en relación con sus familiares adultos hace que asuma la autoridad de estos últimos como infalible.
Es en la familia, además, donde se adquieren las primeras nociones culturales y estéticas y los valores a ellas asociados. Otros valores -ideológicos, políticos, filosóficos- también tienen en la familia a uno de los primeros y principales medios de transmisión ya en etapas más avanzadas del desarrollo de la personalidad.
Debido a la fuerte presencia que tiene la familia en la educación más temprana del niño, su papel es extraordinariamente importante en la configuración del mundo de valores de esa conciencia en formación. La función que en este sentido juega la familia es en realidad insustituible. Esos valores adquiridos en edades tempranas quedan casi siempre más arraigados en la estructura de la personalidad, lo cual hace más difícil su cambio. De ahí la importancia de que esa educación primera sea lo más adecuada posible. Siempre presentará muchas más dificultades reeducar que educar. Sin embargo, en muchas ocasiones los padres no tienen plena conciencia de la gran responsabilidad que recae sobre ellos en lo atinente a la educación valorativa de sus hijos o, simplemente, no están lo suficientemente preparados para asumirla. No pocas veces muestran más preocupación por los aspectos formales de la educación que por el contenido racional de la misma. Pensando tal vez que el peso de su autoridad es suficiente, no se ocupan de explicar el porqué de lo bueno y de lo malo y de trasmitirle a los pequeños los instrumentos necesarios para que ellos aprendan a valorar por sí mismos. Obvian el hecho evidente de que en algún momento ese ser humano, ahora pequeño y dependiente, tendrá que asumir una posición autónoma ante la vida y tendrá que enfrentarse a situaciones inéditas, presumiblemente no contempladas en las normas que sus padres le trasmitieron.
Por supuesto, aunque los valores adquiridos en el seno familiar son los de mayor arraigo, eso no significa que necesariamente marquen con un sello fatalista y predeterminado toda la evolución de la personalidad en lo que a los valores se refiere. En el transcurso de su vida, en la evolución natural de niño a adolescente y de adolescente a joven y a adulto, el individuo se inserta en otros grupos humanos -el barrio, la escuela, el colectivo laboral- y de todos ellos recibe determinados influjos valorativos. La propia realidad social a la que pertenece, cambia, evoluciona y ello también condiciona variaciones en su mundo subjetivo de valores. Pero, lo que es más importante, el propio individuo no es una entidad pasiva sometida a dictados valorativos externos, sino que es capaz -mucho más mientras más preparado esté para ello- de asumir actitudes personales, propias, creativas, diferenciadas, en relación con los valores. No es casual entonces que en determinado momento del desarrollo de la personalidad el individuo comience a cuestionarse los valores arraigados desde el seno familiar. El resultado de este cuestionamiento puede ser la asunción de esos mismos valores, ya ahora plenamente concientizados, racionalizados y lógicamente entendidos, o puede ser la renuncia parcial o total a aquellos. En este último caso se asumen patrones valorativos diferentes, se adopta una lógica valorativa distinta y, como resultado, comienzan determinadas manifestaciones de contradicciones generacionales dentro de la familia.
Nos podemos percatar que, aun en este último caso, la familia es un referente obligado -aunque sea por contraposición- en relación con los valores que porta cualquier individuo. Todo esto refuerza la idea del enorme papel de la familia en los marcos de cualquier tipo de sociedad y el porqué debe ser considerada como poseedora en sí misma de un alto valor social.
La familia como factor instituyente de valores
De la exposición anterior se desprende que la familia, como forma de organización humana relativamente autónoma y variada, es capaz de conformar ciertas normas que regulan el comportamiento de sus miembros y que se basan en valores que, por una u otra vía, se convierten en dominantes en su radio de acción. Ya sea por la vía de la autoridad del padre -en el modelo patriarcal tradicional- o por cierto consenso democrático entre sus integrantes, la familia logra instituir ciertas normas y valores. La institucionalización de valores es un proceso que se da no sólo al nivel global de la sociedad, sino también al nivel de grupos, como puede ser una escuela o una universidad, e incluso en una comunidad humana tan pequeña como la familia. La familia instituye, "oficializa" en su radio de acción, convierte en normas, ciertos valores que son los que operan a su nivel, regulan las relaciones intra-familiares y proyectan una determinada actitud hacia el mundo extra-familiar.
La acción instituyente de valores de la familia, como se produce sobre todo a través de una relación afectiva y no tanto por medio de una argumentación racional, es muchas veces más dependiente de su práctica cotidiana que de su discurso retórico. En la familia funcionan normas que no están escritas y ni siquiera dichas, pero que todos sus miembros conocen porque se han convertido en costumbres. La familia presenta un marco de intimidad tal que favorece las actitudes más abiertas y francas de sus miembros. Es el medio mas favorable para que el individuo se exprese tal como es, con menos inhibiciones, menos sujeto a normas exteriores que tal vez en otros contextos cumple, pero que no ha interiorizado y hecho suyas, aunque las comprenda y promueva como valores necesarios. En este sentido resulta más importante el ejemplo, la práctica, la cotidianeidad, con todos los valores inmersos dentro de la conducta misma, que la propia retórica discursiva acerca de lo que es bueno o malo, de lo que debe ser o no ser. Poco útil resultaría, a fin de instituir ciertos valores, el gran "sermón axiológico" que un padre dirija a sus hijos, si al rato hace totalmente lo contrario y realiza una práctica que no es entendible desde el punto de vista de la lógica valorativa que poco antes estuvo tratando de explicar. Es muy difícil lograr, por mucho que se le diga, que un niño adopte una actitud igualitaria y de respeto hacia una niña, sea su hermanita o una compañerita de escuela, si lo que vive en su casa es el maltrato constante de la madre por el padre o la sumersión exclusiva de la primera en las labores domésticas y la subvaloración de su inserción social o su actividad profesional. Lo lógico aquí es que el niño reproduzca a su pequeña escala las relaciones de desigualdad con el otro sexo. Ante tal situación, la reacción natural del niño o el joven es asumir como suyo más el "valor" hecho que el valor dicho, el mundo real y no el mundo de un abstracto deber ser, los valores insertos en la praxis cotidiana y no los de los sueños o los cuentos infantiles.
La familia como mediador de influencias valorativas
Los valores que la familia instituye tienen diferentes fuentes. Muchos de ellos no son originarios del propio seno familiar, sino procedentes de otros ámbitos. Debido precisamente a la alta presencia que tiene la familia en la formación de los sistemas subjetivos de valores en las primeras etapas de la formación de la personalidad, se constituye en uno de los mediadores fundamentales de todas las influencias valorativas. En este sentido, la familia actúa como especie de intermediario en relación con los factores de naturaleza valorativa que trasladan su influjo hasta cada uno de sus miembros desde la vida, la comunidad, otras instancias educativas, los medios masivos de comunicación, el discurso político, las leyes, los preceptos morales vigentes en la sociedad y también, a través de las tradiciones, desde las generaciones precedentes.
Es por estas razones que puede afirmarse que la familia es una especie de termómetro social que reproduce y refleja en qué situación se encuentra la sociedad, a qué sistema socioeconómico pertenece, por dónde anda éste, en qué etapa se encuentra. Parece oportuno presentar un ejemplo de cómo el cambio de la situación de la sociedad hace variar las orientaciones valorativas al interior de la familia. Es un ejemplo relacionado con la familia cubana en dos etapas -1988 y 1997-, extraído del artículo "Familia, ética y valores en la realidad cubana actual" de la psicóloga cubana Patricia Arés Muzio. Recordemos que todavía en 1988 Cuba se encontraba en uno de los momentos de mayor estabilidad económica y con un nivel decoroso de bienestar social al alcance prácticamente de todos sus habitantes. La situación cambió drásticamente a partir de los primeros años de la década de los noventa con el derrumbe del socialismo en la URSS y Europa del Este, que habían sido hasta entonces el principal origen y destino del comercio cubano internacional. "En un estudio realizado en el año 1988 -escribe Patricia Arés- por el Centro de Investigaciones Psicológicas y Sociológicas sobre orientaciones de valor en la familia(…) se constató que tanto en padres como en hijos las orientaciones se relacionaban con valores tales como afán de conocimiento, familia, trabajo, valor estético y, por último, el valor de lo material".[2] Puede apreciarse que en ese momento los valores subjetivos predominantes en la familia reflejaban las transformaciones valorativas que el propio proceso revolucionario trajo consigo y que llevaban en ese momento casi tres décadas de afianzamiento. La otra investigación se realiza en 1997, esta vez por la Facultad de Psicología de la Universidad de la Habana y en ella "se pone de manifiesto un cambio en las orientaciones de valor, así como en el contenido de éstos(…), aparecen como valores familiares, en su jerarquía, la inteligencia, la astucia, la familia, la salud, el éxito. Es significativo el hecho de que la inteligencia aparece con más valor que el trabajo, y ello como vía para tener, más que para ser (de ahí la palabra astucia)".[3] Estos cambios reflejan la crisis económica por la que atraviesa la sociedad y su incidencia en la cotidianeidad. Ya lo que el Estado y la sociedad había estado garantizando para todos, a nivel de alimentación, salud, transporte, educación, seguridad social, a pesar de la intención de mantenerlo a ciertos niveles, comienza a deprimirse, ya no es suficiente para mantener satisfechas las necesidades elementales y, como resultado, se produce un cambio en los sistemas de valores que predominan al interior de la familia, varía su ordenamiento jerárquico, ascienden a un primer plano los valores asociados a la satisfacción de las necesidades materiales. Aunque no puede afirmarse el carácter definitivo de estos cambios, sí muestran una entrada en crisis de los valores afianzados durante los años anteriores.[4]
Pero la crisis de valores es en realidad un fenómeno universal, de lo cual es muestra una concepción como el posmodernismo que, al intentar captar el espíritu epocal predominante, adopta una actitud nihilista y de cuestionamiento absoluto hacia todos los valores tradicionales, incluidos los asociados a determinados preceptos religiosos. En vínculo con lo anterior se produce una crisis paradigmática sobre cuál debe ser el modelo de ser humano y el modelo de sociedad a que se aspira, lo que a su vez hace difícil elaborar un proyecto de vida axiológicamente valioso y encontrar una finalidad al accionar humano que esté más allá del inmediatismo mercantil. Al inculcarse cierta desesperanza y pérdida de fe sobre la posibilidad de una sociedad mejor y más justa, se debilita la posibilidad de que el individuo inserte un proyecto individual de vida dentro de cambios sociales axiológicamente positivos. Esta situación estimula el egoísmo, la búsqueda de salidas estrictamente individuales y la disposición a encontrarlas a cualquier precio.
Es éste realmente un problema universal, aunque en cada lugar tiene sus expresiones concretas en dependencia de las características específicas. La crisis global de valores no tiene las mismas manifestaciones en Europa, digamos, que en los países del Tercer Mundo; no es igual en las clases adineradas que en las desposeídas. Si en un contexto se expresa en un consumismo exacerbado que por lo general se acompaña de un gran vacío espiritual, en el otro se entroniza en lo que se ha dado en llamar "cultura de la pobreza", que centra su preocupación fundamental en la supervivencia misma y que no tiene muchas posibilidades de ocuparse más que del presente inmediato.
Esta situación se acompaña de un proceso de estandarización y banalización de la cultura. La cultura tiende cada vez más a transnacionalizarse, lo cual lamentablemente no significa que se enriquezca con los aportes culturales de todos los pueblos, sino que se produzca preponderantemente en determinados centros mundiales de poder y se irradie por todo el planeta mostrando una imagen simplificada de supuestos valores universales e incitando hacia un modo de vida que, además de superfluo, no está al alcance real de la mayor parte de la humanidad. Esto constituye un golpe muy fuerte contra la diversidad, la tradición, la espiritualidad cultivada y sus valores asociados.
Esta coyuntura social que atravesamos a escala global necesariamente se refleja en la familia y ha estado muy asociada a la divinización del mercado, a su asunción como "vara mágica" que debe venir a resolver todos y cada uno de los problemas humanos. Cuando el mercado se instaura socialmente como valor supremo, el individuo comienza a ser portador de una ética del tener y no de una ética del ser. El ser humano importa más por lo que tiene que por lo que es. Esta cultura, asociada al consumo, a la competencia, al promocionismo de los más diversos artículos, a la comercialización al infinito de todo, está constantemente dictando al individuo un mismo mensaje: ten, ten, ten todavía más. No es una cultura que promueva un determinado tipo de ser, axiológicamente valioso, sino que constantemente diluye el ser mismo en el tener.
La influencia de esta cultura mercantilista sobre la familia depende por supuesto de sus condiciones de existencia y de la actitud misma que ella adopte ante este influjo. Ello se refleja en el tipo de necesidades que en el seno familiar se entronice como jerárquicamente superior. De acuerdo a las necesidades que se asuman como preponderantes en las relaciones intra-familiares, así serán los valores que predominen en su seno y la forma de familia que sobre esta base se construya.
Tipos de familia
En concordancia con lo anterior, podemos hablar de tres formas típicas de familia. La primera es aquella que, debido a las condiciones mismas de su existencia, no tiene otra opción que asumir las necesidades de subsistencia como las principales y primarias. Esto es inevitablemente así en los millones de familias pobres que habitan nuestro planeta. Aquí no puede esperarse el otorgamiento de prioridad a la cultura o a los grandes valores espirituales. Cuando se tiene hambre se es insensible al más maravilloso de los espectáculos. Aunque no se descarta cierta presencia de algunos valores morales o religiosos, es indiscutible que en estos casos el gran problema es el asociado a la satisfacción de las necesidades básicas más elementales: alimentación, vivienda, salud. Incluso un asunto lógicamente tan básico en la vida intra-familiar como lo es la educación de los hijos, pasa en estos casos también a un segundo plano ante el apremio de la búsqueda del sustento, lo que provoca que muy pronto los pequeños se integren también a esa tarea y no asistan a la escuela o la abandonen temprano. Como se trata de una situación que, por lo general, se repite de generación en generación, el ambiente cultural que predomina al interior de la familia es muy enrarecido, se reproduce la ignorancia y el analfabetismo ancestral. Las parejas habitualmente tienen muchos hijos, lo cual se acompaña por una alta mortalidad infantil. Todo, incluso el número de hijos, se concibe y gira alrededor de su función pseudoeconómica. La llamada "cultura de la pobreza" aquí prevaleciente se caracteriza por el mayor inmediatismo, la ausencia de planes o proyectos que desborden las necesidades más elementales, la resignación, la inexistencia de esperanzas de cambio, el sentimiento de marginalidad y de exclusión.
La pervivencia del tipo de familia que acabamos de describir es, por supuesto, ante todo una responsabilidad de la sociedad más que de la familia misma. No cabe censurar a un grupo humano que no tenga más que una opción de conducta. La sociedad debe ofrecerle a la familia las condiciones mínimas necesarias para que ésta pueda levantarse por encima de las necesidades de subsistencia y cultivar otros valores. Y esta exigencia no es ningún imposible: vivimos en un mundo -ésta es su gran paradoja- en el que el producto interno bruto planetario es más que suficiente para otorgarle una vida digna a cada ser humano. Y, sin embargo, tenemos 800 millones de hambrientos que no tienen otra alternativa que mantener con sus familiares relaciones exclusivas de subsistencia. No cabe aquí decir que éste es un problema sólo de los pueblos del Tercer Mundo y de su exclusiva incumbencia. En primer lugar, porque la contrastante situación también se presenta, aunque lógicamente en menor medida, en el Norte Industrializado y, en segundo lugar, porque la tan "cacareada" globalización no puede significar beneficio único para quienes ocupan un lugar privilegiado en este proceso. El hambre y la pobreza son problemas globales y responsabilidad de todos. Las causas y derivaciones de este tipo de familia constituyen un problema social. Todo el que se preocupe por la familia tiene que preocuparse por la sociedad y por promover un tipo de organización social que garantice las condiciones mínimas para que la familia pueda ser familia y tenga la posibilidad de estructurar sus relaciones internas en la órbita de otros valores.
Si las necesidades elementales de subsistencias se encuentran satisfechas, entonces ya la familia no está obligada a centrar la atención sobre ellas y se abre la posibilidad de que se asuma como prioritario otro tipo de necesidades. Aquí caben dos grandes posibilidades. La primera es aquella que ve en el lucro, la ostentación y el tener el sentido más profundo de la convivencia familiar. En este caso también se hiperboliza la dimensión económica, pero ya no en función de la satisfacción de las necesidades elementales, sino para ostentar, para tener siempre más y mejor. El lucro, el poder y el prestigio se asumen como sinónimos. El éxito se identifica con los altos niveles de consumo y se busca a cualquier precio. Corrupción, individualismo, egoísmo son "valores" (más bien anti-valores) que por lo general se asocian a este tipo de psicología, muy ligado a la competencia (para triunfar yo tienen que fracasar muchos otros) y, por lo tanto, a la anti-solidaridad y el anti-colectivismo.
Claro que este sistema de "valores" funciona más allá del seno familiar, en un contexto social más amplio, pero casi siempre se refleja también en la familia y tiene en ella sus formas específicas de manifestación. En no pocas ocasiones, incluso, se trasladan al ámbito familiar las relaciones de contrato típicas de los vínculos mercantiles. Las propias parejas o matrimonios se constituyen muchas veces por conveniencia económica. El concepto de "buen partido" se refiere, ante todo, a aquella posible pareja que, más allá de cualidades humanas, representa potencialmente un buen "socio" en el vínculo matrimonial. El matrimonio en tales casos equivale a un trato que actúa en detrimento de la lógica afectiva que debe predominar en la familia. Es característico de este tipo de familia que el que más tiene o el que más aporta económicamente sea el que manda, el que instituye las normas y valores. Quien menos tiene o menos aporta se considera dependiente, subordinado, sumiso, tolerante ante el abuso, el maltrato o el adulterio. Como resultado se produce una degradación moral de las relaciones familiares, una especie de prostitución familiar (de hecho, el hombre o la mujer que entra en una relación de pareja con esta finalidad se está vendiendo a sí mismo), que necesariamente se traslada como modelo a los hijos y crea un inadecuado ambiente educativo para el fomento de altos valores espirituales. Como resultado, el niño o el joven tiende a reproducir a su escala la misma psicología, la psicología del valor de cambio, del "todo vale siempre que sea vendible", lo cual dificulta en él la distinción moral entre el bien y el mal. Esa es la gran limitación axiológica del mercado, que puede igualar en precio, en la abstracción del valor de cambio, lo más sublime y lo más bajo, las mejores y las peores cosas. No ha de extrañar entonces que un joven que ha crecido en un ambiente familiar donde prevalecen las relaciones contractuales, se convierta en un mero agente mercantil, un vendedor de drogas o de cualquier cosa.
La otra forma posible de construcción familiar es aquella en la que se coloca en un primer plano las necesidades vinculadas al desarrollo de la calidad de vida. Es éste realmente el más deseable tipo de familia por su superioridad axiológica. Aquí, por "calidad de vida" se entiende sobre todo el ser y no tanto, o no exclusivamente, el tener. Por supuesto que es legítimo en toda familia la aspiración al desarrollo material, a alcanzar cierto confort dentro de determinadas normas racionales. Estos elementos lógicamente deben formar parte del proyecto de vida de cualquier familia. Pero este tener se encuentra, dentro de este tipo de familia, subordinado al (y en función del) ser. Aquí el centro es lo humano mismo, lo genéricamente valioso; no el valor de cambio, sino el valor de uso de las cosas, asociado a las necesidades humanas que satisfacen. En otras palabras, los objetos sobre todo interesan por su valor cognoscitivo, utilitario, estético, artístico, moral y no por su precio o por su capacidad de cambio. Debido a esa razón, los intereses intra-familiares se desplazan hacia lo educativo, lo cultural, lo social, lo filosófico, lo ecológico, lo político (entendido este último no en su versión corrupta, como medio de vida dirigido a la obtención de ingresos fáciles, sino en tanto proyección de una sociedad más justa y equitativa).
Al colocar a lo humano en el centro mismo de la atención, los valores que tal tipo de vida intra-familiar debe engendrar estarán asociados a la solidaridad, la justicia, la reciprocidad, el apoyo mutuo, el respeto por el otro, lo cual debe reflejarse en su interior en relaciones más democráticas, en una praxis de real igualdad de géneros y en el cultivo de una elevada sensibilidad y espiritualidad,. En su influjo sobre los hijos, este tipo de familia tendrá más posibilidades de fomentar y preparar individuos distintos, más solidarios, más preparados para la construcción de una sociedad mejor, aun cuando se enfrenten a un mundo exterior axiológicamente adverso del que emanen otros dictados valorativos.
En este último caso, la familia puede actuar, si sus relaciones son bien coordinadas y dirigidas, como una especie de refugio de valores, como antídoto contra las negativas influencias valorativas que provienen de una sociedad en crisis. Claro que esto no significa una práctica educativa en la que a los hijos se les dibuje un idílico mundo de fantasías ajeno al mundo real. Los jóvenes han de ser preparados para lidiar con esa realidad que alguna vez tendrán que enfrentar de manera autónoma, pero también para que no se dejen arrastrar por ella, si es que para entonces mantiene su contenido axiológico adverso.
Hemos tratado de dibujar a grandes rasgos tres formas posibles de familia, típicas del mundo de hoy, que responden a prioridades distintas en las relaciones intra-familiares: la subsistencia, en el primer caso; el lucro y la ostentación, en el segundo y el desarrollo de la calidad de vida, en el tercero. La primera es una forma obligada por las condiciones de existencia de la propia familia, las otras dos son el resultado de una determinada opción ética entre el tener y el ser como los criterios básicos para la estructuración familiar. Se trata apenas de tres modelos teóricos que nos permiten comprender de manera más concreta los posibles vínculos entre familia y valores. Aunque todos podremos encontrar un correlato real para cada uno de estos modelos, ello no significa que no existan de hecho muchas familias que ocupen posiciones intermedias entre ellos, en las que encontramos rasgos típicos de dos o, incluso, de las tres formas de familia. Es posible también el tránsito de una misma familia desde un modelo a otro, en dependencia del cambio de sus condiciones de vida o de cierta revaloración ética de su estructura. Las propias circunstancias sociales que envuelven a la familia pueden provocar el tránsito en uno u otro sentido. El último modelo descrito se corresponde con cierto deber ser, necesario para dirigir el trabajo de orientación familiar en lo que a valores se refiere, sobre todo, por la incidencia positiva que sus atributos pueden tener en la formación de valores en los hijos.
Por una nueva relación entre familia y sociedad
Precisamente por este lugar tan significativo que ocupa la familia en la formación de valores en los niños, en los jóvenes, en las nuevas generaciones, resulta de vital importancia potenciarla como grupo humano. La familia representa un marco insustituible para fortalecer lo moral y los más altos valores en el mundo de hoy.
Claro, no ha de tomarse a la familia como chivo expiatorio de todos los problemas que existen en la sociedad y que necesitan un enfrentamiento particular. No debe olvidarse que la familia no existe en abstracto, sino en un contexto social determinado que favorece u obstaculiza la labor formativa de la propia familia. La incidencia de la familia sobre los niños y jóvenes tiene sus límites y estos últimos no deben ser olvidados. Por eso no podemos pensar que la transformación de la familia en el sentido axiológico que aquí hemos descrito es ipso facto la solución de los problemas del mundo.
Pero, al mismo tiempo, la familia puede ser un importante antídoto a la cultura de la racionalidad instrumental, donde todo -incluso los otros seres humanos- es asumido con mentalidad de cálculo, a través de la relación costo-beneficio, como medio o instrumento para fines mercantilistas o lucrativos. Por las relaciones esencialmente afectivas y humanitarias que le son consustanciales y naturales, la familia puede convertirse en el germen, el embrión, de relaciones comunitarias cada vez más amplias, donde al ser humano se le asuma no como medio, sino como fin y valor más alto.
Ya habíamos descrito un tipo de familia en la que el contrato se traslada desde la sociedad hasta el ámbito familiar. Pero eso es no sólo antivalioso -y en cierto sentido anti-humano-, sino también antinatural. La constitución misma de la familia tiene un basamento biológico, natural, dado por el necesario apareamiento para la procreación y el vínculo de dependencia de los hijos en relación con los padres. La conservación de la especie necesita de nexos familiares afectivos y no contractuales. El segundo modelo aquí presentado es, en realidad, una enajenación de la forma natural de familia. Lo natural en ella son las relaciones de afecto, de amor, donde predomina no la venta, sino la entrega gratuita de lo mejor de cada uno, el deseo de ofrecer sin pedir nada a cambio, el desinterés material, el altruismo.
De lo que se trata, entonces, es, no de mercantilizar las relaciones familiares, sino más bien a la inversa, de familiarizar las relaciones sociales, de extender los vínculos de afecto, naturales a toda familia, hacia la sociedad, como prototipo o deber ser de cualquier relación humana. Para lograr el tan anhelado -y hoy más necesario que nunca- mundo nuevo, centrado en lo humano mismo, habrá que trabajar entonces -aunque no sea por supuesto lo único que haya que hacer- sobre el perfeccionamiento de la familia.
[1] Propuesta presentada y desarrollada en el capítulo introductorio del presente libro.
[2] Patricia Arés Muzio: "Familia, ética y valores en la realidad cubana actual", Temas, La Habana, 1998, N.15, p. 59 (el destacado es nuestro). Deseo reconocer que el excelente artículo de Patricia Arés nos ha servido de fuente inspiradora para muchas de las reflexiones sobre la familia aquí presentadas.
[3] Idem, p. 63
[4] Un análisis más detallado de la sintomatología característica de la crisis de valores que afecta parcialmente a la realidad cubana actual y, en especial, a los jóvenes, puede encontrarse en: José Ramón Fabelo: Retos al pensamiento en una época de tránsito. Edit. Academia. La Habana, 1996, pp. 165-169.
EDUCACIÓN EN VALORES
TEMA 7
La Educación Ambiental: una estrategia flexible, un proceso y unos propósitos en permanente construcción
EL ESTUDIO COLOMBIANO
1. Contextualización
Dado que desde la década del 70 en el ámbito internacional [Conferencia de Estocolmo (1972), Seminario de Belgrado (1975), Conferencia de Nairobi (1976), Reunión de Tbilisi (1977), Encuentro de Moscú (1978), Conferencia de Malta (1991), Seminario de El Cairo (1991), Acción 21 (1992), Conferencia de Río (1992), Encuentro de Chile (1995), Encuentro de Cuba (1995), Encuentro de Paraguay (1995), entre otros], se hacía cada vez mayor la preocupación por encontrar soluciones a la crisis ambiental y que para esto se planteaba la Educación Ambiental como una de las estrategias fundamentales, en Colombia se venían aplicando propuestas que apuntaban a la inclusión de la dimensión ambiental como uno de los componentes fundamentales del currículo de la educación formal y de las actividades de la educación no formal.
Entre estas propuestas sobresale la expedición del Decreto 1337 de 1978, derivado del Código Nacional de los Recursos Naturales y Renovables y de Protección del Medio Ambiente (expedido en 1974), el cual, si bien presentaba limitaciones por cuanto su perspectiva era fundamentalmente conservacionista, por lo menos ubicaba el tema de la educación ecológica y la preservación medio ambiental en la agenda de discusiones del sector educativo. Así mismo, las propuestas que en el ámbito de la educación no formal venían presentando diversas organizaciones no gubernamentales del país, propuestas que aunque también introducían limitaciones similares a las anteriores en lo que a la perspectiva y al enfoque se refiere, eran un buen esfuerzo por hacer consciente a la población sobre sus responsabilidades con respecto al ambiente.
1.1. Hacia una propuesta nacional de Educación Ambiental
Una vez expedida la Constitución Nacional de 1991, el Ministerio de Educación Nacional, al tanto de las responsabilidades que la Carta Magna le asigna al gobierno (en particular al sector educativo) y a la sociedad civil en lo que a Educación Ambiental se refiere, se planteó la necesidad de poner en marcha un programa que apuntara a responder al reto propuesto en dicha Constitución y que atendiera a la necesidad de incluir, de forma sistemática, la dimensión ambiental tanto en el sector formal como en los sectores no formal e informal de la educación, en el marco de sus competencias y responsabilidades.
El Programa de Educación Ambiental del Ministerio de Educación Nacional nació, entonces, como respuesta a estas necesidades. Con miras a concretar la misión, las estrategias y las metodologías de trabajo que se constituirían en el eje central de dicho Programa, en 1992 se firmó un convenio con la Universidad Nacional de Colombia. El objetivo de este convenio era impulsar un equipo interdisciplinario de trabajo, conformado por profesionales del Ministerio de Educación y del Instituto de Estudios Ambientales de la Universidad Nacional (IDEA). La función de este equipo era empezar a explorar las posibilidades estratégicas, conceptuales y metodológicas, entre otras, de la Educación Ambiental; reflexionar en torno al concepto de formación integral (campo específico de la Educación Ambiental), de lo que en este aspecto estaba sucediendo en el país en el campo de la Educación Ambiental, y buscar caminos para orientar a las regiones en sus procesos para el logro de resultados en materia de formación de nuevos ciudadanos y ciudadanas, éticos y responsables en sus relaciones con el ambiente, uno de los fines últimos de la Educación Ambiental.
El haberse planteado la necesidad de llevar a cabo esta exploración y esta reflexión partió del reconocimiento de que la Educación Ambiental no era nueva en el país. De hecho, se sabía de los esfuerzos que estaban haciendo personas y organizaciones tanto del sector educativo formal como del no formal, para trabajar en sus proyectos y propuestas la dimensión ambiental.
Sin embargo, existía el convencimiento de que había que partir de una sistematización de lo que se estaba haciendo, para construir bases sólidas que permitieran seguir nuevos rumbos y alcanzar logros más amplios. Se partía de la premisa de que la Educación Ambiental tiene en el país más de 20 años y de que ha sido promovida, dinamizada y propiciada fundamentalmente por las ONGs y por algunas instituciones gubernamentales que han dirigido sus esfuerzos, tanto financieros como de potencial humano, hacia procesos o actividades en esta materia.
La forma como nació el Programa de Educación Ambiental en el Ministerio de Educación Nacional, se relaciona de forma directa con la orientación que se le ha dado en las diferentes etapas por las cuales ha atravesado. Del equipo interdisciplinario que se formó inicialmente hacían parte, como se dijo anteriormente, profesionales del IDEA y del MEN, provenientes de diversas áreas del conocimiento: filosofía, trabajo social, comunicación social, economía, biología, pedagogía y didáctica del ambiente, fundamentalmente.
Estos profesionales contaban con conocimientos y experiencia reconocidos en los campos de lo ambiental y de la investigación pedagógica y didáctica. Estuvieron presentes en la primera parte del proceso de conceptualización de la Educación Ambiental y en toda la reflexión con los diversos actores regionales, a propósito de lo que es y ha sido la Educación Ambiental, sus fundamentos filosóficos, sus porqués, sus para qués y sus cómos.
Todas estas reflexiones se hicieron y se siguen haciendo en el contexto de la necesidad de contribuir a la formación de ciudadanos y ciudadanas capaces de relacionarse en forma adecuada con el ambiente, teniendo en cuenta las necesidades actuales y las propuestas de desarrollo sostenible que se vienen construyendo en las diferentes regiones del país, con el ánimo de trascender logros aislados y momentáneos en materia de manejo de los recursos naturales y del entorno.
Estas reflexiones iniciales condujeron a la necesidad de reconocer en el país el trabajo que se venía desarrollando en materia de Educación Ambiental, ya que había preguntas a propósito de la apropiación de los conceptos fundamentales para los procesos, tales como, por ejemplo, el concepto de ambiente y el de Educación Ambiental.
Las conceptualizaciones y estrategias planteadas en foros y seminarios internacionales formaban entonces un ambiente propicio para mirar lo que estaba sucediendo en el campo de la Educación Ambiental en Colombia, dado que en esos eventos se venían discutiendo y delineando políticas globales muy importantes sobre el tema.
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