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La inflación “buena”: La teoría de la “deaudaflación” (página 3)

Enviado por Ricardo Lomoro


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El ministro de Economía también procuró activar nuevos mercados externos y -con el viejo precepto de la "Tercera Posición"- emprendió una importante gestión en Cuba -bloqueada comercialmente por los Estados Unidos– la Unión Soviética, Polonia, Hungría y Checoslovaquia, países con los que se acordaron créditos y cooperación científica y tecnológica. Indudablemente, esto acentuó tanto la desconfianza del gobierno estadounidense como la de una parte importante del empresariado local.

Por añadidura, la confrontación política no cejaba. En el acto del 1º de mayo de 1974 Perón virtualmente "echó" a las "formaciones especiales" -eufemismo con el que había bautizado a las organizaciones armadas- del multitudinario acto de la Plaza de Mayo… Unos días más tarde, el 1º de julio, fallecía.

La orfandad nacional que produjo su deceso en millones de argentinos fue tan profunda como el caos político, económico e institucional en el que se sumió la Argentina. No sólo moría el líder venerado por muchos durante tantos años, se iba con él la posibilidad de evitar la licuación por centrifugación del sistema político nacional…

Todo el mundo era consciente de la incapacidad de María Estela Martínez de Perón ("Isabel") para manejar la situación, aunque no tanto de su fuerte adhesión a un sector de ultraderecha llamado a desatar una situación terminal en pocos meses.

En octubre de 1974 este sector logró el desplazamiento de Gelbard y con él concluyó un ensayo, tal vez un tanto utópico, de armonizar equidad distributiva con crecimiento económico. El país había perdido otra oportunidad…

Como parte de la nueva etapa, el gobierno convocó a los militares a que abandonaran su "profesionalismo" para involucrarse en el apoyo político al nuevo gobierno…

En el área económica el giro completo a la derecha era difícil, porque implicaba una confrontación abierta con los sindicatos, cuya postura era cada vez más distante del gobierno.

Para zanjar la situación, "Isabel" Perón nombró como ministro de Economía a Alfredo Gómez Morales, un veterano cuadro del peronismo que había sido ministro de Finanzas entre 1949 y 1952, es decir en la etapa en que Perón había intentado modificar el rumbo económico de su gobierno. Gómez Morales adscribía a un enfoque más ortodoxo que Gelbard, pero era esencialmente un moderado que gozaba de respeto tanto dentro como fuera del justicialismo. Se trataba de un hombre ideal para calmar los ánimos y durante algunos meses lo logró.

El nuevo ministro comenzó una gestión para obtener del FMI un crédito internacional "stand by" que no llegaría, mientras intentaba establecer nuevos acuerdos de precios y salarios, con retoques moderados.

El sistema económico había acumulado tensiones por obra del Pacto Social que -aunque roto en la práctica- seguía vigente, junto con el sostenimiento de un tipo de cambio fijo, que terminó revalorizando el peso frete al dólar.

El "Pacto Social" entre la CGT y la CGE volvió a reeditarse el 1º de noviembre de 1974. En el mismo se acodaba un aumento salarial y beneficios sociales adicionales, lo que aun así no alcanzaba para cubrir las expectativas del sector sindical, que propuso a Isabel Perón la "argentinización" de la economía. Esto incluía la nacionalización de bancos que habían sido adquiridos por capitales extranjeros durante el onganiato; la anulación de contratos con ITT y Siemens para proveer a la empresa nacional de teléfonos (ENTEL) y la nacionalización de estaciones de servicio de Esso y Shell.

A estas alturas la confusión era mayúscula, pero la economía todavía se sostenía en pie. Impulsado por el consumo y un nuevo aumento de las exportaciones, en 1974 el producto bruto interno creció un inesperado 6%. Pero como también las importaciones habían aumentado -en parte alentadas por el atraso cambiario- el saldo comercial se había deteriorado abruptamente y, junto con el proceso de salida neta o fuga de capitales, empujaba hacia abajo las reservas. Las presiones para que el gobierno devaluara la moneda eran crecientes.

En medio de la turbulencia, los aumentos salariales le habían ganado la carrera a los precios, que ese año "sólo" se habían incrementado un 24%. Así, el salario real tuvo un alza del 25% y la participación de los asalariados en el ingreso nacional alcanzó al 47%, uno de los puntos más altos de la historia, aunque poco habría de durar.

El déficit fiscal del Gobierno Nacional superó ligeramente el elevado nivel del año anterior y fue financiado en gran parte con emisión monetaria. En medio del descontrol y las luchas por el poder se incorporaron casi 102.000 nuevos agentes públicos.

La desequilibrada situación fiscal impulsó un crecimiento del 33% (1.132 millones de dólares) en la deuda externa, inaugurando un vertiginoso sendero ascendente.

La época arrojaba señales contradictorias. Como si nada ocurriera, un nuevo fenómeno de consumo tuvo inicios en estos tiempos turbulentos: los viajes turísticos de la clase media al exterior, incentivados por un tipo de cambio artificialmente favorable. Entre agosto de 1974 y el primer trimestre de 1975, los argentinos gastaron alrededor de 200 millones de dólares fronteras afuera, un 10% de las reservas…

(1975) El año 1975 fue posiblemente uno de los peores momentos de la historia argentina, cuando se combinaron un enfrentamiento completo entre diversos sectores políticos, un clima de violencia creciente -con un saldo de centenares de muertos-, la ineptitud instalada en el máximo nivel de gobierno y la economía precipitándose al abismo.

El reajuste permanente de precios y salarios se inició con un aumento de éstos últimos del orden del 20% en el mes de marzo. En abril se tornó impostergable devaluar la moneda y el gobierno corrigió el tipo de cambio de $ 10 a $ 15 por dólar. Entre enero y mayo los precios aumentaron un 33 por ciento.

El saldo de la balanza comercial se deterioraba rápidamente. Las exportaciones caían por el efecto combinado de las ventas externas no registradas y el deterioro de los precios de los "commodities". Las importaciones aumentaban por el tipo de cambio artificialmente bajo y el aumento del precio del petróleo.

Para agravar el panorama, el año 1975 presentaba muchos vencimientos de los compromisos externos. El 25 de marzo, el presidente del Banco Central, Ricardo Cairoli, advirtió sobre una peligrosa reducción de las reservas internacionales del país. Estas habían caído a la mitad de su nivel de comienzos de año.

Gómez Morales -en viaje a los Estados Unidos- declaró:

Argentina necesita nuevos créditos para ir compensando parcialmente el esfuerzo de pagar con toda puntualidad los servicios de amortización e intereses de la deuda externa, sobre todo en los próximos tres años. Los préstamos tenderán a facilitar un mejor escalonamiento de la deuda, cuyo principal defecto no es su magnitud, sino la distribución en los cuatro años que vendrán.

Pese a presentar su "Plan de Coyuntura", la suerte de Gómez Morales estaba echada. Las exhortaciones del propio Partido Justicialista y de sus dirigentes no eran escuchadas. El mercado negro alcanzaba el 40% de las operaciones comerciales.

La devaluación de marzo se había licuado por el aumento de precios. Para contener el descontento popular se abrieron negociaciones colectivas de salarios que rápidamente se empantanaron.

Finalmente, Gómez Morales renunció el 2 de junio. Lo sucedió Celestino Rodrigo, entonces funcionario de López Rega en el Ministerio de Bienestar Social. Con él la ultraderecha se apoderó de la situación y produjo uno de los episodios más traumáticos de la vida económica y social del país: el "rodrigazo".

Decidido a "sincerar" las variables, Rodrigo impulsó una devaluación del 100% que fue acompañada de un aumento de las naftas del orden del 175%, de la energía eléctrica del 76% y del transporte entre un 80% y 120%. La tasa de interés se elevó un 50 por ciento.

En un primer momento el gobierno intentó suspender las paritarias y desconocer los acuerdos alcanzados en algunas de ellas. Pero rápidamente debió desistir de su propósito frente a una ola de protesta que encontró unidos en la calle a los sindicatos y las agrupaciones de izquierda.

La dirigencia cegetista convocó, por primera vez en toda la historia una huelga general de 48 horas -con movilización a la Plaza de Mayo- en contra de un gobierno justicialista. Sin embargo, la CGT declaró que el llamado a la protesta tenía como objetivo "apoyar a la presidenta", en contra de López Rega y Rodrigo, delimitando la pugna interna del débil gobierno.

A raíz de la protesta popular que invadió el propio Ministerio de Economía y casi lincha a Rodrigo, comenzó a gestarse un clima de golpismo…

La presión sobre el gobierno precipitó la renuncia de todo el gabinete y se comenzó a generar un vacío de poder que iría en aumento. Para disminuir la tensión, López Rega literalmente huyó del país bajo la figura de "embajador itinerante".

La gestión de Rodrigo duró 50 días, pero más efímera fue la de su sucesor, Pedro Bonanni, que en los 23 días que estuvo apenas llegó a ocupar su despacho.

En julio, los precios aumentaron 35% y en los doce meses siguientes escalaron una magnitud hiperinflacionaria: 476 por ciento.

Atemorizados frente al caos, la Presidenta y sus allegados nombraron en el Ministerio de Economía a Antonio Cafiero, que contaba con la confianza de las 62 Organizaciones (poderoso agrupamiento sindical). Lo secundaba Guido Di Tella, como una señal para que el empresariado no se alarmara más de lo que estaba. A su gestión se sumó como ministro de Trabajo otro abogado de las 62, Carlos Ruckauf.

El nuevo equipo económico enfrentaba una situación crítica en materia fiscal, en el sector externo y en el terreno de la inflación. Pero, además, la economía había dejado de crecer y se precipitaba a una recesión.

Cafiero aumentó considerablemente las asignaciones familiares y suscribió un "Acta de Compromiso Social Dinámico" entre empresarios y sindicalistas.

A diferencia de la política de "shock" seguida por su antecesor, el nuevo ministro optó por un enfoque gradualista. Una pieza esencial de este esquema fue la indexación de la economía, un mecanismo que contemplaba el reajuste por inflación de los precios, tarifas y otras variables, evitando los escalones bruscos que habían sido tan traumáticos. Salvo cortos períodos, la indexación formó parte de la cultura económica de los argentinos durante los veinte años siguientes.

En el campo empresarial, la Unión Industrial Argentina, la Cámara de Comercio y la Sociedad Rural Argentina formaron la Asamblea Permanente de los Grupos Empresariales (APEGE) para hacer frente a lo que quedaba de la CGE, al sindicalismo peronista y a la impotencia estatal.

Absolutamente desbordada, Isabel Perón solicitó licencia en septiembre de 1975 y se mantuvo dos meses alejada del gobierno. El Poder Ejecutivo quedó en manos de Ítalo Argentino Luder, presidente del Senado y un hombre muy respetado dentro del justicialismo.

Durante este período el gobierno emitió tres decretos ordenando a las Fuerzas Armadas que intervinieran en la lucha contra los grupos armados. En ese contexto, el Ejército concretó en Tucumán el "Operativo Independencia", un amplio despliegue militar que produjo grandes bajas en las organizaciones guerrilleras…

A partir del 23 de octubre, un paro ganadero puso a prueba los reflejos del gobierno. En diciembre de 1975 la APEGE decidió enfrentarse con los sindicatos, negándose a cumplir con los aumentos de salarios y las cargas adicionales. Las amenazas de "paro patronal" (lock out) se reiteraron e incluso la más oficialista CGE sufrió la desafiliación de nueve federaciones provinciales, que veían con malos ojos el avance del sindicalismo.

Casi milagrosamente, Cafiero logró obtener apoyo externo por parte del FMI que le otorgó un préstamo de 250 millones de dólares. Pero, naturalmente, no pudo evitar que la economía cayera un 0,7%, el salario real descendiera 6% y el déficit del sector público alcanzara un 13% del PIB, desequilibrio hasta entonces sin precedentes en la historia argentina.

En un intento desesperado por contener el golpe, el 18 de diciembre de 1975 el gobierno anunció que el 17 de octubre del año siguiente tendrían lugar las elecciones para renovar autoridades nacionales. El anuncio fue recibido con frialdad y no modificó la conducta de ninguno de los actores sociales…

(1976) A poco de iniciado 1976, los empresarios de la APEGE impulsaron con agresividad nunca vista, el "lock out" con el que venían amenazando. El 2 de febrero la CGE no se quedó atrás y sus adherentes decidieron la resistencia al pago de los impuestos y planearon apagones y cierre de negocios.

El 3 de febrero de 1976, Antonio Cafiero se alejó del gobierno. A su partida también contribuyó una campaña de hostigamiento del entorno de Isabel Perón.

Veinticuatro horas después, el sillón ministerial fue ocupado por Emilio Mondelli, quien lideraba el Directorio del Banco Central desde la gestión de Bonanni. Al llegar, se encontró con que los ingresos eran muy inferiores a las erogaciones y declaró: "Sin que yo diga que los argentinos somos los que tenemos la culpa de lo que pasa, sin buscar culpas ni hacer imputaciones, reconozcamos que no viene todo de una actitud del exterior. Estos hechos argentinos han destruido el crédito".

Mondelli procuró poner en marcha un "Programa de Emergencia" que incluía un menú clásico: aumento de salarios, devaluación, aumento de tarifas. Nadie lo tomó seriamente.

La inflación se realimentaba y convalidaba con una emisión monetaria imparable, única manera de hacer frente a las obligaciones internas de un Estado impotente, vacío de poder e incapaz de aplicar una política económica que tuviera mínima coherencia y cuya deuda externa seguía creciendo…

El golpe se venía planeando desde comienzos de 1975. Martínez de Hoz en persona reconocería más tarde que su programa de económico fue elaborado por miembros de la APEGE desde ese momento.

Seguramente Isabel Perón no se asombró cuando en la noche de marzo de 1976, le informaron que había dejado de ser presidenta. Para la sociedad éste era un final previsto, que nuevamente fue recibido con extraordinaria indiferencia…

Una gran parte de los argentinos aceptó y saludó el golpe militar de 1976. Esta vez sus actores no se habían apresurado, por el contrario, esperaron hasta que la situación de desgobierno, violencia y crisis económica fuera de tal magnitud que su llegada se recibiera casi con alivio.

Para comandar esta etapa los líderes militares eligieron al general Jorge Rafael Videla, ex Comandante en Jefe del Ejército, que gozaba de gran predicamento entre sus pares. Lo acompañaban en la Junta Militar el almirante Emilio Massera y el brigadier Orlando Agosti…

Con la dinámica acostumbrada, el gobierno disolvió el Congreso Nacional e intervino las empresas del Estado, provincias, universidades, gremios y organizaciones empresariales. Numerosos dirigentes políticos y sindicales fueron encarcelados y sus bienes confiscados…

En 1976 la represión se cobró 4.000 vidas y un número hasta entonces desconocido de "desaparecidos". Una gran cantidad de argentinos marchó también al exilio.

Sobre ese escenario de disciplinamiento de la sociedad, el ministro de Economía, José Alfredo Martínez de Hoz, abogado especializado en Derecho Agrario, desarrolló el Programa de Recuperación, Saneamiento y Expansión de la Economía.

Las Fuerzas Armadas se habían identificado tradicionalmente con una orientación económica nacionalista y estatista. Pero esta vez las cosas serían diferentes, el programa que se ponía en marcha se asentaba sobre dos ejes rectores: la acción subsidiaria del Estado y la apertura de la economía.

Varios de los integrantes del equipo de Martínez de Hoz adherían a una corriente económica conocida como Escuela de Chicago, por tener su base en la universidad del mismo nombre. Esta escuela data de la década de 1930 y -sintéticamente- se basa en tres pilares: confía en la teoría neoclásica de los precios para explicar las conductas económicas; cree en la eficacia del mercado libre para asignar recursos y distribuir el ingreso, y propugna minimizar el rol del Estado en la actividad económica.

En su profundo antiperonismo, los sectores hegemónicos de las Fuerzas Armadas echaban por la borda viejas convicciones y las sustituían por un nuevo credo de destino incierto.

Frente al descalabro económico del gobierno de Isabel Martínez de Perón, no era difícil elaborar un diagnóstico económico con consenso. La ocasión fue aprovechada para introducir un discurso teñido de un profundo ideologismo que, con gran simplicidad, propugnaba que si el Estado dejaba de interferir con la actividad privada y la economía era sometida a una "sana" competencia externa, la Argentina tenía por delante un destino de grandeza. Debían mediar, además, naturalmente, criterios elementales de equilibrada administración fiscal que -dicho sea de paso- jamás habrían de imponerse.

Una vez más, se trataba sencillamente de descorrer el velo que impedía disfrutar de un país rico.

El plan que puso en marcha Martínez de Hoz había sido elaborado por la APEGE y fue expuesto a la población a través de un extenso discurso de dos horas y media de duración, que atravesó la medianoche del 2 de abril de 1976.

Las medidas inmediatas incluían básicamente: liberación de precios, aumento de tarifas de servicios públicos y combustibles, reforma impositiva y la anulación de las negociaciones salariales, reemplazándolas por un sistema de fijación de remuneraciones por decisión del gobierno. También se disponía una importante devaluación -que llevó al doble el tipo de cambio- y un proceso de unificación del mercado cambiario.

En el corto plazo, la principal preocupación seguía siendo la inflación; que en el mes de marzo había llegado al 38% y su principal causa era el enorme déficit fiscal, financiado básicamente con emisión monetaria. El alza de precios resultante inducía aumentos salariales, generando una incontrolable espiral ascendente.

La elevada inflación impulsaba también una fuente adicional de desequilibrio fiscal, dado que los ingresos percibidos por el Estado no se actualizaban instantáneamente, en su totalidad, debido a la tasa de inflación y, en cambio, se debía hacer frente a gastos que eran mucho más sensibles a los ajustes de precios y salarios. Además, los contribuyentes tendían a atrasarse en el cumplimiento de sus obligaciones fiscales, dado que el régimen de castigos era débil y encontraban aplicaciones financieras sumamente rentables a corto plazo para tales recursos.

Frente a esta situación, el gobierno puso en marcha de manera inmediata una reforma tributaria que gravó la transferencia de activos financieros (acciones, etc.), los créditos bancarios, el patrimonio y la propiedad inmobiliaria. También se aumentó del 13% al 16% la tasa del impuesto al valor agregado y se establecieron ajustes periódicos de las tarifas de los servicios públicos.

Unos meses después, en agosto de 1976, se sancionó una nueva Ley de Inversiones Extranjeras, de dirección opuesta a la establecida en 1973, que facilitaba y promovía el ingreso de capital externo. Una vez más, en el corto plazo de tres años, el país daba un giro completo en un tema crucial.

Paulatinamente, las medidas impulsaron un descenso de la inflación. En abril los precios se incrementaron un 33% y en los meses siguientes hasta fin de año el promedio de aumento fue del 8% mensual. Pero el año cerró con un 444% de inflación, un nivel hasta entonces nunca registrado en la historia argentina. La variable de ajuste de este proceso fue el salario, que en sólo doce meses perdió el 40% de su capacidad adquisitiva. Es difícil encontrar asidero teórico a un esquema de política económica que propugnaba la libertad de mercado y liberaba los precios, pero mantenía congelados los salarios. No sería la única inconsistencia.

No obstante, en junio de 1976 los esfuerzos de ordenamiento recibieron el apoyo del FMI, que otorgó un financiamiento de 300 millones de dólares, la mayor suma asignada hasta ese momento a un país latinoamericano. A eso se sumaron 1.000 millones adicionales aportados por bancos privados.

A pesar de los logros iniciales, la inflación seguía mostrándose indómita. El gobierno tenía la tesis de que una amplia conexión comercial y financiera de la Argentina con el mundo daría como resultado una "convergencia" de la inflación interna con la internacional y progresivamente fue dando pasos en esa dirección.

Así, a fines de 1976 se anunció una primera regla de devaluación, que consistía en que la misma tendía un ritmo igual a la tasa de inflación interna menos la tasa de inflación internacional.

Más allá de que se basaba en supuestos incorrectos, como habría de quedar demostrado por la realidad, el mecanismo, de carácter gradualista, no perecía muy propio de un gobierno autoritario. Sin embargo, el tremendo ajuste inflacionario de medidos de 1975 había dejado una lección de prudencia en este terreno. Además, concentradas en la represión, las autoridades pretendían el acompañamiento de un frente económico calmo.

Simultáneamente, el gobierno se decidió a poner en práctica lo que sería luego la primera etapa de apertura de la economía: una rebaja generalizada de los aranceles de importación del 94% al 53%. La medida fue acompañada también de la liberación de otras restricciones cambiarias y financieras sobre las compras en el exterior…

Muy sutilmente se produjo un cambio conceptual de importancia en el uso de los aranceles del comercio exterior, que son naturalmente una herramienta para el desarrollo económico. Esto es lo más relevante.

Como se recordará, hasta bien entrado el siglo XX, las tarifas aduaneras tenían como propósito principal proveer de ingresos al gobierno y poco atendían a la cuestión de la protección a la producción nacional. Ése fue el tema primordial en los alegatos de Carlos Pellegrini a favor de la industria.

Ahora, nuevamente, el nivel de los aranceles pasaba a estar vinculado a consideraciones ajenas al desarrollo productivo y se definía exclusivamente por el objetivo de abatir la inflación…

Al terminar 1976, algunas de las variables de la economía mostraban una inflexión positiva respecto de los resultados de 1975. El producto bruto interno cayó un 0,4% -menos que el año anterior- en lo que influyó el deterioro de la industria, mientras que el sector agropecuario protagonizaba una recuperación. La caída de la industria era producto de la contracción del 12% en el consumo privado que el congelamiento de salarios había producido, pero, a cambio, la inversión privada comenzaba a recuperarse de la mano de la confianza que el programa económico inspiraba en el sector empresarial.

La reducción del consumo también influyó en la caída del 23% en las importaciones. Las exportaciones, en cambio aumentaron un 44%. Buenas condiciones climáticas y un mejor ánimo de los productores agropecuarios habían generado en 1976-1977 una cosecha de cereales 40% superior al promedio de los siete años anteriores. El "milagro argentino" había vuelto a producirse y el saldo de la balanza comercial fue positivo en 883 millones de dólares. Con ese impulso y los préstamos externos recibidos, las reservas internacionales del país se fortalecieron sustantivamente. En materia fiscal, en cambio, el déficit fue de casi el 14% del PBI…

(1982) Cuando estalló la Guerra de las Malvinas (2 de abril de 1982), Roberto Alemann se encontraba negociando la refinanciación de parte de la deuda externa y el equipo económico apenas si llegó a tiempo para trasladar las reservas internacionales del país al Banco de Pagos Internacionales, en Suiza.

En los dos meses que duró la guerra, Alemann, al igual que le ocurriría a uno de sus sucesores unos años más tarde, descubrió la diferencia que los argentinos establecen entre el corazón y el bolsillo. A pesar del apoyo público a la contienda, los depósitos en los bancos disminuían sin cesar y el dólar pasaba de $ 10 a $ 24 por unidad entre enero y junio.

En esos días, en un discurso, el ministro hizo una interesante radiografía del sistema financiero "modelo" ideado cinco años atrás:

El sistema de garantía oficial induce operaciones bancarias de signo inverso al normal (…) La experiencia recogida durante las últimas semanas ha sido aleccionadora. El Banco Central repuso la liquidez que faltaba por extracciones de depósitos inducidas por el terror y las tasas de interés no bajaron sustancialmente porque siempre hubo entidades financieras dispuestas a pagar altas tasas con la garantía oficial (…) La garantía oficial facilita negocios espurios, porque ciertos financistas sin escrúpulos pueden distraer los fondos de los depositantes para negocios particulares o incluso estafar a la entidad y fugar (…) El Banco Central ha sufrido por este concepto pérdidas billonarias por cuenta de la Tesorería Nacional y el país ha pagado esas pérdidas con inflación y empobrecimiento general (…) La salud económica y moral de la Nación reclama que este sistema cese hasta extinguirse…

La derrota en la guerra implicó una descomposición inmediata del Proceso, que también hizo eclosión por las cuentas pendientes del propio desempeño de las tres fuerzas en las Malvinas. La Marina y la Fuerza Aérea, con fuertes reproches, abandonaron el gobierno y el Ejército, en soledad, designó al general Reynaldo Bignone como presidente encargado de negociar la transición hacia la democracia.

Con Bignone volvió al Ministerio de Economía José María Dagnino Pastore, que había ocupado el cargo con la "Revolución Argentina". En el Banco Central asumió Domingo Cavallo.

El nuevo equipo económico ensayó un giro en medio de la tempestad y preparó un plan económico propio, con cierto corte nacionalista que hallaba eco en sectores militares afines, pero que finalmente no podría imponer en los escasos 52 días en la función.

Dagnino Pastores enfrentó un importante recrudecimiento de la inflación al que no pudo dominar. Al mismo tiempo, en el plano externo, además de los atrasos que se acumulaban en los pagos, existía la particularidad de que una parte importante de la deuda externa estaba contraída con la banca británica, lo que daba a la negociación un notable tinte político.

En el Banco Central, fiel a su estilo, Cavallo trabajó febrilmente y adoptó multitud de disposiciones, entre ellas un seguro de cambio para la deuda de las empresas privadas a un valor de $ 15,75 por dólar y, nuevamente, el desdoblamiento del mercado cambiario.

Este seguro de cambio fue ampliado por su sucesor -Lucio González del Solar- a través de una norma que permitió la licuación definitiva de los pasivos de las empresas endeudadas, sistema que operó hasta 1985.

A fines de agosto de 1982 Jorge Wehbe reemplazó a Pastore y llegó, por tercera vez, al Ministerio de Economía.

Las medidas se tornaron eminentemente coyunturales, en un contexto en que la crisis financiera regional se agravaba. Pocos días antes de asumir Wehbe, el 20 de agosto de 1982, México había anunciado la moratoria de su deuda externa desatando un efecto contagio a escala mundial.

Los países del Tercer Mundo y de Europa Oriental estaban comprometidos con deudas externas por 626.000 millones de dólares, cifra más de tres veces superior a la de seis años atrás. En los meses que siguieron, quince países -entre ellos el nuestro- procuraron renegociar vencimientos por más de 90.000 millones de dólares con la banca comercial.

Debido al estallido de la crisis de la deuda, el crédito internacional desapareció y los mayores acreedores -la banca internacional- formaron un "club" para hacer frente al problema. El FMI socorrió a los países endeudados para salvar, a su vez, el sistema financiero internacional. Esta decisión, adoptada durante la asamblea del FMI y el Banco Mundial en Toronto, en septiembre de 1982, implicó la posibilidad de que los países en crisis accedieran al salvataje bajo condiciones que determinarían el curso de futuras políticas económicas.

Como siempre, la Argentina requería un nuevo acuerdo con el FMI, pero el organismo ponía como requisito (al igual que veinte años más tarde) que antes la Argentina llegara a un arreglo con el resto de sus acreedores externos. Conforme al funcionamiento del sistema financiero internacional en esos años, las deudas habían sido contraídas fundamentalmente con bancos privados, que como actuaban de manera sindicada, formaban una gran red de alrededor de 600 entidades.

En medio de gran tensión, la negociación con los acreedores se cerró sobre fin del año y ello abrió las puertas para que en enero de 1983 se restableciera un acuerdo "stand-by" con el FMI.

Durante 1982 el desempeño de la economía fue catastrófico. El PBI se contrajo casi un 6%, la inflación alcanzó el 165% y el poder adquisitivo del salario cayó 20%. Las importaciones disminuyeron bruscamente, lo que facilitó un fuerte saldo comercial positivo, que junto a un endeudamiento externo adicional de 6.000 millones de dólares y la virtual cesación de pagos, permitieron mantener relativamente estables las reservas. Pero a lo largo del año el dólar pasó de $ 10 a $ 68 por unidad y en junio de 1983 nació el peso argentino, con cuatro ceros menos que su anterior y dos años de vida por delante. La aventura había costado cara…

Cuando concluyó la etapa del Proceso la economía había crecido un 0,8% sobre los niveles de 1975. La expansión inicial duró hasta 1980, con un acumulado del 10% que se perdió en los dos años posteriores. En el mismo lapso, la población creció casi 14%, de modo que el ingreso por habitante disminuyó en la misma proporción y, como la distribución del ingreso empeoró notablemente, para una gran parte de la población el descenso fue mucho mayor. Mientras el 1974 el 5% de la población más rica percibía el 17,2% del ingreso total, en 1982 concentraba el 22,2 por ciento.

Durante esos años el poder adquisitivo del salario estuvo -en promedio- 25% por debajo del trienio 1973-1975 y, como consecuencia, la participación de los asalariados en el PBI cayó desde un 47% en 1974-1975 hasta 36% en 1982.

Paradójicamente, la propia apertura, finalmente abrupta, desordenada y agravada por el atraso cambiario, desalentaba la permanencia en el país de quienes tenían al mercado mundial como referencia. Para qué producir en un pequeño mercado de elevados costos si era posible enviarle productos de cualquier parte del mundo con bajos aranceles.

Reseñando su gestión es este campo, Martínez de Hoz expone un análisis sumamente interesante, que testimonia bien su pensamiento económico y cuán lejos se ubicaba de la realidad internacional:

La política de apertura en materia de comercio y de industria se llevó a cabo en una época durante la cual apareció en escena lo que se ha dado en llamar el neoproteccionismo internacional. Las naciones industriales, que en el pasado protegían a sus producciones agropecuarias (…) adoptaban la postura que las exportaciones de manufacturas de países en desarrollo tendrían acceso a su mercado, con lo cual se compensaría gradualmente la reducción de la importación de productos agropecuarios. Pero cuando tales exportaciones alcanzaron un determinado nivel de eficiencia y competitividad, se encontraron con limitaciones, prohibiciones, cuotas obligatorias o supuestamente voluntarias, impuestas por las naciones industrializadas (…)

En el curso de nuestra gestión luchamos permanentemente contra estas prácticas, en todos los ámbitos y foros internacionales, donde tuvimos una activa presencia. Proclamamos allí que estas restricciones eran absolutamente nocivas para la economía mundial (…) Consideramos que hubiera sido un grave error que por el hecho de que algunos países adoptaran prácticas inconvenientes, los imitásemos poniendo en vigencia políticas igualmente equivocadas (…) La apertura económica (…) es un instrumento de modernización interna, independientemente de lo que hagan otras naciones…

Como es conocido, una de las herencias más negativas del Proceso fue el crecimiento de la deuda externa. En 1975 el endeudamiento total del país (público y privado) era de 7.875 millones de dólares, en 1983 llegaba a los 44.781 millones de dólares. En el caso de la deuda pública, en ese lapso se pasó de 4.021 a 32.196 millones de dólares. En los años posteriores, merced a los seguros de cambio y las propias reestructuraciones empresarias, la deuda privada se contrajo sustantivamente. Pero no ocurrió lo mismo con el sector público.

La cuestión del endeudamiento público tuvo, algunos rasgos peculiares. Entre 1976 y 1981 las empresas del Estado incrementaron su deuda en 21.548 millones de dólares. Las "naves insignia" de ese fenómeno fueron YPF, que tomó impagables 7.763 millones de dólares de nueva deuda, y Agua y Energía con 3.814 millones de dólares.

En el dispendio sin límites, entre 1976 y 1983 el Estado emitió 306 avales o garantías para operaciones de crédito por 6.670 millones de dólares. El 43% de este monto, unos 119 avales, tuvieron como destinatario al sector privado. Seguramente se trató de un olvido del principio de subsidiariedad del Estado.

Es difícil pensar en otro país en el mundo donde la voluntad de un grupo de personas profundamente equivocadas sea capaz de imponerse mesiánicamente por sobre las evidencias de la realidad, transformarse en acción de gobierno y producir un proceso de destrucción económica tan grave…

(1983) Las elecciones convocadas para octubre de 1983 volvieron a tener como principales protagonistas a los dos grandes partidos de la Argentina contemporánea. En la Unión Cívica Radical se había dado un cambio importante. Después de la muerte del ancestral caudillo Ricardo Balbín, en 1981, se produjo un proceso de renovación interna que consagró el liderazgo de Raúl Alfonsín…

Con sus discursos encendidos y su enorme carisma, Alfonsín logró captar la voluntad mayoritaria de los millones de argentinos que se conmovían cada vez que sus intervenciones concluían con la cita del Preámbulo de la Constitución Argentina…

Finalmente, el gran día llegó y el 30 de octubre de 1983 el radicalismo recibió casi el 52% de los votos contra el 40% del justicialismo. La victoria se extendió a ocho gobernaciones provinciales, pero fue menos rotunda a nivel legislativo. En la Cámara de Diputados la UCR obtuvo una ajustada mayoría de 129 diputados sobre 254 y en el Senado 18 de las 46 bancas.

En su discurso inaugural -el 10 de diciembre de 1983- el presidente Alfonsín hizo una cruda descripción de la situación económica: "El estado en que las autoridades constitucionales reciben el país es deplorable y, en algunos casos, catastrófico, con la economía desarticulada y deformada, con vastos sectores de la población acosados por las más duras manifestaciones de empobrecimiento"

Los temas clave eran el combate a la inflación a través de la disciplina fiscal y el problema de la deuda externa. Los registros de la deuda heredados del gobierno militar eran caóticos y las motivaciones de muchos préstamos más que dudosas, de modo que el gobierno adoptó el enfoque de identificar la porción "legítima" de la misma y honrar los compromisos sin afectar el crecimiento de la economía.

El programa esbozado por el Presidente también ponía en alto un objetivo de equidad y de recuperación productiva. En este último plano los planteos eran, en general, poco precisos. La defensa de la producción nacional a través de la protección arancelaria y una profundización de la sustitución de importaciones eran los mensajes más concretos en materia industrial, mientras que para el agro se propiciaba la modernización tecnológica con el apoyo del Instituto Nacional de Tecnología Agropecuaria (INTA).

Para acompañarlo en su gestión, Alfonsín eligió un gabinete que combinaba figuras tradicionales del radicalismo con algunos nuevos cuadros. Bernardo Grispun, un hombre de larga militancia partidaria, fue designado al frente del Ministerio de Economía.

(1984) Superado el primer momento de euforia, con el retorno de la democracia y las primeras medidas de gobierno en el terreno político, la dura realidad económica comenzó a acosar a la flamante administración en un contexto en que el ingreso por habitante era igual al de 15 años atrás y el volumen de la producción industrial similar al de 1972.

La gestión cotidiana de la economía pronto se reveló más compleja que la retórica electoral. Ni dentro ni fuera del gobierno abundaban las ideas de cómo enfrentar la situación.

Pocos días antes del inicio del mandato de Alfonsín, el economista y ex ministro Aldo Ferrer publicó un ensayo donde describía con crudeza los problemas que enfrentaba la economía. En su visión, existían tres opciones: el ajuste estabilizador, es decir la receta clásica del FMI, que en el corto plazo necesariamente implicaba una contracción de la economía; el ajuste inflacionario, que consistía en apelar a la emisión para eludir el ajuste fiscal y obtener así los recursos para el pago de la deuda -cuyas consecuencias, según advertía el autor, serían tan devastadoras como en la Alemania de la década de 1920- y una solución nacional independiente.

Esta última consistía en un ajuste fiscal, que incluía como pieza central una refinanciación de los intereses de la deuda, el racionamiento de las divisas provenientes del comercio exterior y un redimensionamiento del sistema financiero para disminuir sus costos. En la concepción de Ferrer, la refinanciación de la deuda debería ser negociada, pero si ello no se lograba "había que prepararse para lo peor", es decir, vivir al contado en materia de pagos externos: "vivir con lo nuestro", como rezaba el título del libro. Es bastante probable que el ministro Grispun haya leído un poco superficialmente la tesis de Ferrer, porque en los meses siguientes intentó casi simultáneamente los tres caminos, naturalmente incompatibles entre sí… El ministro de economía adoptó el peor de los rumbos: amenazó con la rebeldía, pero se mantuvo dentro de los cánones convencionales.

Apoyado en el enfoque de cuestionar el origen espurio de la deuda, el gobierno se involucró en iniciativas políticas, incluso a nivel internacional, tendientes a logar aprobación para una moratoria internacional.

Simultáneamente, Grispun dispuso la suspensión del pago de los intereses de la deuda hasta el 30 de junio de 1984, con el objetivo de evaluar su monto y legitimidad, dejando en claro que el gobierno argentino no emplearía sus reservas para cancelar intereses atrasados.

Naturalmente, esto introdujo enorme tensión en las negociaciones internacionales, en especial porque se bordeaba una virtual declaración de "default" frente a los vencimientos que tenían lugar a principios de 1984. Esta circunstancia pudo ser superada mediante un "crédito puente" de 500 millones de dólares que efectuaron en conjunto los gobiernos de Venezuela, Colombia, Brasil, México, Estados Unidos y, en menor medida, algunos acreedores. Como prueba de buena voluntad, el propio gobierno argentino se "autoprestó" 100 millones de ese total apelando a sus menguadas reservas.

La posición del gobierno era obtener que los pagos no superaran el 15% del valor de las exportaciones y conseguir la formación de un "Club de Deudores", para enfrentar en conjunto el problema de la deuda.

En especial, las negociaciones con el FMI se desarrollaron en medio de extremas dificultades y dieron lugar a que, a mediados de año, el Ministerio de Economía enviara una carta de intención unilateral, es decir no consensuada previamente, que no mereció consideración por el organismo.

El gobierno realizó algunos intentos para crear un marco de apoyo regional para el tratamiento heterodoxo de la deuda, como la reunión de varios países latinoamericanos en lo que se denominó el Consenso de Cartagena, a mediados de 1984. Pero los apoyos que recibió fueron tibios. Nadie quería una confrontación abierta con los acreedores y, finalmente, Alfonsín optó por encauzar las negociaciones por los carriles convencionales y -previo el cumplimiento de un conjunto de condiciones- en diciembre de 1984 el FMI aprobó un nuevo acuerdo…

Mientras estas escaramuzas agitaban el frente externo, a nivel nacional el equipo económico adoptó un enfoque gradualista para atacar la crisis; consistía básicamente en ajustar, de manera supuestamente decreciente respecto de la inflación, las demás variables de la economía. A ello debían contribuir cuestiones tales como los controles de precios, que pronto se convirtieron en una suerte de carrera de obstáculos sin mayor efectividad.

Desde marzo de 1984, el gobierno inició un proceso de concertación con los sectores empresarial y sindical, que probablemente tenía como imagen el hispánico Pacto de la Moncloa, aunque -muy lejos de éste- el émulo doméstico se vio sumido en el fracaso.

Después de una leve respuesta positiva inicial, el alza de precios adquirió nuevo impulso, en medio de una situación económica que se revelaba fuera de control. La reacción sindical no se hizo esperar. En septiembre la CGT realizó el primero de los 14 paros generales de protesta que acosaron al gobierno de Alfonsín…

Como a lo largo de casi todo su gobierno, Alfonsín procuró un complejo equilibrio entre la desafiante situación política y la indómita economía. A fines de 1984 los precios mostraban un meteórico 688% de aumento respecto de doce meses atrás y a lo largo del año el dólar había pasado de 23 a 179 pesos argentinos por unidad. Esto ya no era toda herencia y la población comenzó a computarlo en el pasivo del gobierno. La economía exhibía un desempeño frágil, con señales preocupantes en varios frentes. En 1984 hubo un ligero crecimiento del 2,5% sostenido por el consumo y por el buen desempeño del sector agrícola, pero la inversión -signo inequívoco del clima de negocios- se contrajo fuertemente frente a la mirada impávida del gobierno, cuya precaria situación fiscal no pudo impedir que la propia obra pública cayera un 36 por ciento.

El mantenimiento de un buen saldo de comercio exterior, bastante similar al del año previo, y la asistencia financiera externa permitieron cerrar las cuentas sin llegar a un colapso.

Una parte importante del incremento de las exportaciones provino del sector agrícola, más precisamente de los cultivos de los oleaginosos, un firmamento donde la soja comenzaba a brillar. Las exportaciones de ese producto aumentaron un 65% y la producción alcanzó los siete millones de toneladas sobre un total de 31 millones para todos los cultivos.

Socialmente, el gobierno podía exhibir que, pese a la situación, el desempleo había disminuido de un 4,2% a un 3,8% y el salario real había aumentado casi 9%. También había comenzado a cumplir una de las promesas de la campaña y el Plan Alimentario Nacional se instalaba como paliativo de la deteriorada situación social que había generado el proceso de desindustrialización de los años previos.

El acuerdo con el FMI introdujo conflictos en la mesa de concertación. Los sindicalistas se sintieron el "pato de la boda" y señalaron los efectos recesivos de los compromisos contraídos por el gobierno. En una posición también crítica, aunque no rupturista se manifestaron las organizaciones representativas del campo, la el comercio y la industria… Un extraño efecto tuvo lugar entonces: los sindicalistas y varias asociaciones empresariales aparecieron formando una suerte de frente común…

A continuación del Acuerdo con el FMI, el gobierno pudo cerrar las negociaciones por la deuda externa con los bancos privados, que eran los principales acreedores. El acuerdo incluía préstamos por 7.900 millones de dólares e involucraba virtualmente a toda la comunidad financiera internacional (bancos, Club de París, organismos financieros internacionales y el propio FMI).

(1987) Pero la fragilidad de la situación era enorme. Era difícil conciliar el crecimiento de la economía con la estabilidad de precios y el equilibrio en las cuentas externas. Las exportaciones languidecían afectadas por una caída del 20% en los precios internacionales de los productos agropecuarios y un descenso de la producción, como resultado de importantes inundaciones en la provincia de Buenos Aires. Por su lado, las importaciones aumentaban porque se requerían más insumos para alimentar la mayor actividad económica, al tiempo que el dólar que comenzaba a estar barato favorecía el ingreso de bienes de consumo del exterior. A su vez, la disminución del saldo comercial dejaba menos divisas para afrontar el programa de pagos externos.

Procurando no perder la iniciativa, el gobierno instrumentó programas especiales de fomento a las exportaciones y a la inversión, líneas de crédito a tasas reguladas y un importante programa de obras públicas.

Aunque la situación fiscal había mejorado, resultaba claro que se requerían reformas estructurales en el sector público. A ello apuntó la creación de un Directorio de Empresas Públicas, bajo el cual se colocarían las entidades en manos del Estado para avanzar con el proceso de privatización total o parcial de empresas como la telefónica (ENTEL), la siderúrgica (SOMISA) y la línea aérea (Aerolíneas Argentinas).

Uno de los frentes históricos de conflicto, la explotación petrolera, adquirió un nuevo giro pro mercado a través del denominado Plan Houston, que equiparaba el precio del crudo local con el internacional y permitía ampliar el cupo de las inversiones externas en hidrocarburos

Como ya había ocurrido anteriormente y seguiría aconteciendo en el futuro, el nivel de expectativas de la sociedad estaba muy por encima de lo que la realidad cotidiana marcaba y el gobierno era crecientemente señalado como responsable por no encontrar un camino de estabilidad y crecimiento.

Poco o ningún debate existía acerca de las causas profundas del prolongado estancamiento económico. Más aún, incluso en una cuestión central como la deuda externa -excepto en los círculos académicos- en el seno de la opinión pública y en los medios políticos la discusión se había agotado con señalar quién era el culpable del endeudamiento. Poco importaba profundizar los desequilibrios que le habían dado origen y que seguirían alimentándola en el futuro.

El correlato de esta situación era la completa ausencia de consensos, tanto entre los partidos políticos como entre los sectores económicos y sociales.

Mientras tanto, la Argentina seguía su conflictiva trayectoria con el FMI y el resto de los acreedores externos, quienes demandaban compromisos difíciles de cumplir y políticas que carecían de consenso interno. Como consecuencia, el proceso de renegociación pasó a tornarse casi permanente.

Claro que, aunque la situación Argentina tenía sus matices excepcionales, el problema de la deuda también seguía un curso traumático en buena parte de los países latinoamericanos. En particular, las otras grandes economías de la región, Brasil y México, tampoco lograban estabilizar un arreglo.

A principios de 1987 el panorama de la economía lucía extremadamente complicado. En el frente externo las exportaciones agropecuarias -70% del total- seguían acusando el impacto de los deprimidos precios internacionales y la caída en la producción debido a factores climáticos. El fenómeno inverso se daba del lado de las importaciones. Como la economía estaba en crecimiento, se consumían más materias primas, bienes de capital y de consumo de origen externo. El resultado era que el saldo comercial se reducía abruptamente y, por lo tanto, las divisas disponibles para el pago de las obligaciones externas se tornaban exiguas.

No se requería demasiada imaginación para advertir lo que ocurriría a continuación. En tales condiciones arreciaban las presiones sobre el dólar, que a su vez se trasladaba a los precios internos. Luego, la economía dejaba de crecer, los ingresos fiscales caían y el déficit aumentaba. Para financiar el déficit era necesario apelar a la emisión monetaria y con ello la hoguera inflacionaria volvía a alimentarse. Era un ciclo que se repetía con frecuencia.

Procurando evitar este desenlace, el gobierno firmó en enero un nuevo acuerdo con el FMI a fin de obtener fondos frescos y, simultáneamente, desplegó una nueva ronda con la banca privada. La situación era tan extrema que, como las negociaciones con los acreedores privados no progresaban a suficiente velocidad, en febrero el gobierno apeló a un préstamo transitorio (puente en la denominación técnica) de 500 millones financiado por doce países.

La buena voluntad internacional no era casual. Por esos días Brasil se declaró en "default" en el pago de su deuda externa, de modo que la amenaza de una crisis en gran escala introducía moderación en todos los actores. Además, los resultados iniciales del Plan Austral habían generado una importante dosis de credibilidad en las autoridades económicas argentinas.

Finalmente, entre abril y mayo se pudo llegar a un acuerdo con los acreedores que permitió reestructurar la deuda y contar con nuevos préstamos.

Para entonces la inflación había resurgido y el equipo económico apeló a un nuevo congelamiento de precios de escaso resultado.

Cuando (unos días después de la sublevación militar), el Presidente fue al Congreso a pronunciar su habitual mensaje anual, entregó a los legisladores un informe sobre la situación económica que describía con realismo los problemas existentes y procuraba abrir nuevos cauces en la política económica.

El informe redactado por el Ministerio de Economía, afirmaba:

En las condiciones presentes, con la memoria todavía fresca de muchos años de inflación y grandes fluctuaciones de precios relativos, el esfuerzo por prevalecer en la puja distributiva lleva naturalmente a un proceso de indexación generalizada. Por otro lado, una economía demasiado cerrada al exterior como la nuestra encierra en sí un alto riesgo inflacionario. En ausencia de los mecanismos de regulación que proporciona la oferta de bienes del mercado externo, los comportamientos colusorios de sindicatos y empresas suelen traducirse en aumentos de precios al consumidor.

Realmente, el efecto de los desequilibrios profundos de la economía se potenciaba mediante el reiterado mecanismo de aumentos salariales seguidos de incrementos de precios, que una y otra vez concluían en una espiral ascendente de inflación.

A partir de ese diagnóstico, el gobierno procuró emprender un camino de apertura consensuada de la economía. La cuestión no fue sencilla. Tras el traumático final de las políticas aperturistas del Proceso, buena parte del empresariado -y también del sindicalismo- se resistía a una nueva exposición a la competencia externa

Las relaciones del gobierno con el sector agropecuario también comenzaron a atravesar una etapa difícil. Las organizaciones agropecuarias se sentían marginadas de los distintos procesos de concertación y el deterioro de la situación sectorial había elevado el tono de sus demandas…

La nueva política salarial (en el marco de un sistema de paritarias con "piso" y "techo") también estuvo acompañada de la flexibilización de los controles de precios. En el contexto de los desequilibrios reinantes, estas señales acentuaron la inflación y erosionaron aún más la base de sustentación del gobierno.

La pérdida de popularidad se profundizó cuando en julio se lanzó un nuevo conjunto de medidas económicas, que introducía mecanismos mucho más tradicionales de ajuste del lado de los gastos y los ingresos fiscales.

Con esas decisiones en sus manos, el gobierno volvió a renegociar el acuerdo con el FMI y recibió algo de oxígeno con la esperanza de pasar dignamente la prueba electoral de septiembre de 1987.

Pese al esfuerzo, las elecciones arrojaron un crecimiento del Partido Justicialista, que obtuvo el 41,5% de los sufragios y trece gobernaciones, entre ellas la estratégica provincia de Buenos Aires. La Unión Cívica Radical recibió el 37,4% de los votos, con lo cual en el Congreso Nacional la oposición alcanzó la representación mayoritaria y el gobierno quedó sumido en una profunda debilidad.

Una vez que las elecciones quedaron atrás, el equipo económico procuró poner en marcha una suerte de quinta versión del Plan Austral que incluía el tradicional congelamiento de precios y salarios, aumentos de tarifas, un mayor grado de apertura de la economía, liberación de las tasas de interés y el abandono de un tipo de cambio único.

Con estas medidas la inflación disminuyó y el gobierno pudo concluir un nuevo año casi de pesadilla en que la economía creció sólo un 2,2%, sostenida en gran medida por la actividad de la construcción, a través de programas oficiales de crédito que costaron una importante emisión monetaria y contribuyeron a la aceleración de los precios. El déficit fiscal aumento un 70% respecto del nivel del año previo y la mitad de ese desequilibrio también se financió con emisión. La inflación desanduvo el camino descendente de 1986 y se empinó hasta el 175% a lo largo del año. La economía había sido transitoriamente salvada del colapso por el auxilio externo, pero el fantasma de la hiperinflación rondaba nuevamente.

(1988) A comienzos de 1988 el gobierno no lograba desanudar los renovados desequilibrios internos y externos de la economía. Después de la derrota electoral de septiembre de 1987 se había abierto una pequeña ventana de diálogo con el justicialismo que le permitió la sanción de un nuevo paquete de impuestos a cambio de una nueva Ley de Convenciones Colectivas de Trabajo y de Asociaciones Profesionales, con lo que la negociación salarial fue devuelta al sector privado.

El paquete impositivo incluía aumentos en el gravamen a los combustibles, la tasa del impuesto al cheque y el retorno al denominado ahorro forzoso. También formó parte del acuerdo una nueva Ley de Coparticipación Federal de Impuestos en sustitución de la que había dejado de herencia el gobierno militar, poco antes de alejarse del poder en 1973.

El régimen de coparticipación define la distribución de impuestos entre la Nación y las provincias y, por tanto, es una pieza central para la administración económica del país…

En la ley sancionada en enero de 1988 se preveía que su vigencia fuera transitoria, concretamente hasta fines de 1989, aunque prudentemente también se establecía su renovación automática si a su vencimiento no era sustituida por una nueva norma… En efecto, no sólo esta ley fue renovada automáticamente año tras año desde 1989 hasta la actualidad (mediados de 2006), sino que desde entonces se han dictado alrededor de 70 normas que convierten al sistema de impuestos en un laberinto que refleja el predominio de las negociaciones y equilibrios políticos circunstanciales…

La pequeña victoria legislativa de principios de 1988 alentaba en el gobierno la esperanza de introducir algunas reformas estructurales, sin las cuales era impensable retomar el control de la economía y, menos aún, una relación estable con la comunidad financiera internacional.

A partir de abril el país entró en una virtual cesación de pagos con el exterior y los organismos financieros internacionales interrumpieron los desembolsos de los préstamos acordados. En particular, el FMI canceló la vigencia del acuerdo de asistencia renovado pocos meses antes.

En agosto, el equipo económico ideó un conjunto de medidas pomposamente denominadas "Programa para la Recuperación Económica y el Crecimiento Sostenido", que popularmente fue rebautizado como Plan Primavera, posiblemente porque no era fácil entender en qué consistían los cambios centrales y su rasgo más distintivo era la proximidad con el respectivo equinoccio.

El centro del programa era un mecanismo de desdoblamiento del mercado cambiario, en virtud del cual existía un tipo de cambio oficial al que los exportadores debían liquidar sus operaciones en el Banco Central, mientras que las divisas necesarias para las importaciones y las operaciones financieras se debían adquirir en el mercado libre con un tipo de cambio flotante. De esta manera, el gobierno recibía dólares "baratos" de los exportadores y se los vendía más caros a los importadores y el resto de los demandantes. Tal asimetría tenía el propósito de impulsar una situación más equilibrada en las cuentas externas.

El esquema se completó con un acuerdo de precios por 180 días con los sectores empresariales para, una vez más, desalentar la inflación, y fue precedido por el correspondiente aumento de tarifas para socorrer a las finanzas públicas.

La gobernabilidad se complicaba día a día. Cada una de las medidas era fuertemente resistida por los sectores afectados…

En ese contexto, el Plan Primavera logró detener durante algunos meses las trayectorias crecientes de la inflación y del tipo de cambio. Los precios al consumidor, que habían crecido un 27% en agosto de 1988, descendieron al 6% a fines del año y el dólar, que duplicó su valor durante los primeros seis meses del año, se mantuvo relativamente estable en el segundo semestre. Pero se trataba de un equilibrio extremadamente precario.

Las negociaciones con los organismos internacionales y con el comité de acreedores, virtualmente se interrumpieron. El gobierno pudo avanzar con esfuerzo en algunos acuerdos bilaterales con algunos de los gobiernos agrupados en el Club de París. Inesperadamente, en septiembre, el Banco Mundial brindó una bocanada de aire fresco, otorgando un préstamo de 1.300 millones de dólares.

La otra buena noticia del año provino del sector exportador. La fuerte devaluación de la moneda nacional en los primeros meses del año, una sequía en Estados Unidos que hizo subir los precios internacionales y mejores condiciones climáticas en el país, impulsaron fuertemente las exportaciones agrícolas, en especial las de oleaginosas y aceites. También las ventas externas de productos industriales crecieron fuertemente. El resultado fue un ingreso adicional de divisas por estos conceptos de 2.774 millones de dólares, 43% más que el año anterior.

La administración estadounidense seguía con preocupación el agravamiento de la situación en la Argentina, en especial después que a mediados de año Carlos Menem triunfara en las elecciones internas del justicialismo, derrotando al sector renovador de dicho partido, encabezado por Antonio Cafiero. Por entonces, Menem -convertido en futuro candidato presidencial del justicialismo- era visto como un dirigente imprevisible, dueño de un discurso errático y poco coherente…

Acosado por la situación fiscal, unos pocos días después el gobierno rompió de forma unilateral el frágil acuerdo de precios y tarifas, aumentando los precios de los servicios públicos.

El saldo del año era dramático, la economía cayó casi un 3% y los precios minoristas aumentaron 388%. Como en otras ocasiones, el inicio de 1989 se insinuaba ardiente en todos los frentes.

(1989) "Argentina, levántate y anda". Con esta mística invocación inició Carlos Saúl Menem su discurso inaugural ante la Asamblea Legislativa el 8 de julio de 1989.

También planteaba un proyecto de gestión que integrara al país a la comunidad internacional y el respeto a los compromisos contraídos en materia de deuda externa…

En los días previos al cambio de gobierno, el futuro plan económico se había tornado en un bullicioso campo de batalla. Distintos sectores del justicialismo se disputaban el liderazgo, de modo que el presidente electo decidió adelantar los nombramientos en el equipo económico, como forma de dirimir la disputa. El recurso no sirvió de mucho, pues el locuaz futuro secretario de Coordinación Económica Guido Di Tella, preanunciaba una política de dólar "recontraalto" que aceleraba aún más el proceso hiperinflacionario, mientras que, por otro lado, se hablaba de un acuerdo voluntario de precios y la derogación de la mítica Ley 20.680, que había sido la base legal de los controles de precios de la década de 1980. Miguel Roig, el ministro de Economía designado, guardaba silencio frente a un estilo que le resultaba bastante ajeno a la reserva que rodeaba las decisiones en los legendarios despachos de Bunge & Born (principal grupo empresarial argentino, con diversificados intereses en sectores agropecuarios e industriales a nivel nacional e internacional, del que provenía el ministro Roig).

En medio de ese clima fue abriéndose paso el denominado Plan B&B (por Bunge & Born). El Presidente había advertido que las primeras medidas serían duras y así ocurrió. El paquete inicial consistió en un meteórico ajuste del tipo de cambio, que pasó de 210 a 650 australes por dólar, y de aumentos entre 200% y 600% en los combustibles líquidos, el gas, la electricidad, el agua y los teléfonos, con el compromiso de mantener fijos los nuevos valores. De este modo se procuraba estabilizar las finanzas públicas y moderar la incontrolada emisión de moneda. El esquema incluía también como piezas centrales un acuerdo de precios y pautas para futuros aumentos de salarios.

Sólo un gobierno con alta legitimidad podía adoptar decisiones tan inquietantes para la vida cotidiana de los ciudadanos. En ese clima, el país, que oscilaba entre la parálisis, el temor y la esperanza, recibió desconcertado la noticia del repentino fallecimiento del ministro de Economía a pocos días de iniciada la gestión. El timón de la economía pasó entonces a manos de Néstor Rapanelli, también alto ejecutivo del grupo Bunge & Born.

Las medidas coyunturales de ajuste, aunque profundas, no denotaban ningún cambio de rumbo definido; más bien parecían más de lo mismo. Pero pronto en algunos medios esta sensación comenzó a modificarse. Con la paciencia de un pastor, el Presidente recorrió los más importantes ámbitos empresariales, llevando un mensaje que parecía hecho a la medida de cada sector…

Más allá de las palabras, el Congreso aprobó en tiempo récord dos leyes fundamentales para el rumbo del gobierno: la Ley de Emergencia Económica, que suspendió multitud de subsidios al sector privado que drenaban las arcas fiscales y la de Reforma del Estado, que habilitó los mecanismos para la privatización de las empresas públicas. Al gobierno le costó un poco más ponerse de acuerdo internamente en materia tributaria, pero finalmente impulsó y obtuvo legislación que, entre otras cuestiones, le permitió extender el impuesto al valor agregado a diversos bienes y servicios hasta entonces exceptuados.

Con este arsenal en la mano, en noviembre de 1989 se logró un nuevo acuerdo con el FMI por 1.500 millones de dólares. Los requisitos para los desembolsos terminaban de dar forma a un verdadero plan de gobierno: apertura comercial, libre movimiento de capitales, liberalización del sistema bancario, privatizaciones, desregulación de la economía, reducción del déficit fiscal, desregulación del mercado petrolero y compromiso de recortar la operatoria del Banco Hipotecario Nacional y del Banco Nacional de Desarrollo (BANADE) eran los puntos principales de la nueva agenda económica de la Argentina.

En sólo seis meses el gobierno había introducido un cambio copernicano en la orientación del país, sumiendo en la confusión a todo el espectro político. El Partido Justicialista no lograba asociar el rumbo del gobierno con los ejes más profundos de su doctrina y marchaba detrás de los acontecimientos, arrastrado por un fenómeno nuevo, el "menemismo". La conmoción interna se hizo sentir con fuerza en el sector sindical, culminando con la fractura de la CGT.

En el radicalismo las opiniones también estaban divididas; finalmente buena parte de las reformas parecían extraídas del programa de gobierno de su derrotado candidato, Eduardo Angeloz. Los liberales, por su parte, vacilaban en darle un apoyo definido al gobierno, con excepción de Álvaro Alsogaray, que desde un primer momento tuvo claro el horizonte…

En el corto plazo, sin embargo, las medidas adoptadas no lograban estabilizar la economía. Existía un abismo entre el programa de reformas estratégicas y la administración cotidiana. No se habían logrado ordenar las finanzas públicas, las demandas salariales iban en ascenso y la inflación comenzó a acelerarse. Pronto resultó evidente que el tipo de cambio no podría sostenerse y la compra de dólares aumentó, elevándose abruptamente su cotización en el mercado paralelo, mientras el gobierno intentaba retener a los tenedores de pesos tentándolos con astronómicas tasas de interés en los bancos.

Desbordado por la situación, el equipo económico intentó un nuevo programa de ajuste -el BB II- consistente en una devaluación del 54%, alzas de tarifas y de retenciones a las exportaciones, modificaciones en los salarios públicos y privados y una reprogramación de los vencimientos de la deuda interna.

Lejos de contener la situación, las nuevas medidas acentuaron la desconfianza, los ahorristas retiraron masivamente los depósitos de los bancos, las tasas de interés llegaron al 50% mensual y el dólar comenzó a trepar a un ritmo de más del 10% diario.

Inevitablemente la situación condujo a la renuncia del ministro Rapanelli en medio de fuertes discusiones sobre el rumbo de la economía al interior del gobierno y del Partido Justicialista. Sin muchos recursos a la mano y con el consabido período de feriados bancarios y cambiarios, el Presidente apeló a Erman González, un contador público muy cercano, que había sido ministro de Economía de La Rioja cuando Menem gobernaba esa provincia.

En un improvisado paquete de medidas, el nuevo ministro liberó el mercado de cambios, dejando flotar libremente el dólar, volvió atrás con el aumento de las retenciones, para incentivar la liquidación de divisas por parte de los exportadores agropecuarios y mantuvo el aumento de tarifas dispuesto por su antecesor.

Diciembre cerró con una inflación del 40%, acumulando casi un 5.000% en el año, una caída del poder de compra del salario del 33% y una contracción de la economía del 4,8%. Ese mes, el valor del dólar, que había sido fijado en 650 australes por unidad al inicio del gobierno, alcanzó un promedio de 1.137 australes. La hiperinflación se había instalado nuevamente…

El plan de reformas también tambaleaba. Pasado el impacto inicial, la resistencia a las privatizaciones estaba en ascenso, en especial por parte del sector sindical.

El acuerdo con el FMI, aprobado tan sólo algunos días atrás, parecía una delirante abstracción de la realidad. Sólo llegó a desembolsarse un primer pago, antes de quedar en suspenso.

(1995) En la Argentina, primero los grandes inversores y luego hasta los pequeños ahorristas comenzaron a percibir el riesgo de una crisis y entre diciembre de 1994 y mayo de 1995 llegaron a retirar casi la quinta parte de los depósitos en el sistema bancario. La preocupación de los depositantes era justificada. Las reservas internacionales incluían un 20% de títulos de la deuda pública argentina, que obviamente tenían poca utilidad frente a una corrida bancaria. Como consecuencia de este hecho y del mecanismo de multiplicación del dinero al interior de los bancos, en realidad sólo el 60% de los depósitos estaba respaldado por reservas internacionales en oro y moneda extranjera. Todos los analistas económicos y los grandes operadores conocían esta limitación estructural del sistema, que haría eclosión si la situación se agravaba. Pero este hecho permanecía oculto para la mayor parte de los desinformados pequeños ahorristas.

La crisis en el sistema financiero pronto se convirtió en masiva fuga de capitales, aumento de la tasa de interés, caída de los préstamos bancarios, descenso del consumo y parálisis de la inversión.

El gobierno reaccionó con reflejos rápidos frente a la situación. Con pragmatismo, incrementó "transitoriamente" la tasa del impuesto al valor agregado del 18% al 21%, interrumpió las rebajas en las contribuciones patronales al sistema de la Seguridad social, flexibilizó las normas de asistencia a los bancos por parte del Banco Central y convocó con éxito a la comunidad de negocios -en especial bancos y las AFJP- para que financiaran al gobierno mediante la compra de títulos públicos.

Pero el gran auxilio provino de los organismos financieros internacionales. El ministro de Economía, que un año antes había desairado al FMI interrumpiendo un acuerdo vigente, rápidamente volvió sobre sus pasos y obtuvo un paquete de ayuda de 2.400 millones de dólares, a los que se sumaron los aportes del BID y el Banco Mundial, formando una masa total de 4.200 millones de dólares. Esos recursos y unos 1.000 millones provenientes de las privatizaciones tuvieron un rol central para compensar los casi 9.000 millones de dólares de fuga de capitales. Los argentinos, que en grandes contingentes se habían acostumbrado a viajar al exterior, también hicieron su aporte: el miedo los hizo gastar unos 700 millones menos que el año anterior.

Hacia abril la crisis parecía en curso de estar contenida. La convertibilidad había resistido y el gobierno parecía más comprometido que nunca con el sostenimiento de la paridad del peso. Los miles de familias y empresas que habían contraído deudas en dólares suspiraron aliviados. En los bancos, los préstamos en dólares ascendían a 27.000 millones y en los otros circuitos crediticios, como comercios, escribanías, cooperativas y financieras también se acumulaban cuantiosas obligaciones.

La otra cara de la moneda era el mercado de trabajo. En mayo de 1995 el desempleo alcanzó el 18,4% y el subempleo el 11,3%. Más de cuatro millones de personas tenían problemas laborales y el poder adquisitivo del salario se había deteriorado. De un modo todavía incipiente comenzaba a aparecer en el sur del país el fenómeno "piquetero", impulsado por un número creciente de desocupados provenientes de la privatización de la industria petrolera y la finalización de grandes obras públicas. El 21 de junio de 1996 la ruta 22 fue cortada por una semana por los piqueteros de Cutral-Co y Plaza Huincul, marcando simbólicamente el inicio de un movimiento que alcanzaría grandes dimensiones nacionales.

La Argentina estaba dividida entre quienes se beneficiaban con la convertibilidad, quienes dependían de que se sostuviera y quienes sufrían sus efectos, cuestionaban el rumbo o repudiaban los escándalos de corrupción que teñían la acción del gobierno.

El 14 de mayo de 1995 este balance fue puesto a prueba en las elecciones presidenciales, en las que se estrenaba la posibilidad de reelección consagrada en la reforma constitucional del año anterior. El presidente Menem renovó holgadamente su liderazgo con el 51% de los votos…

Con el aval del electorado al gobierno, la crisis fue quedando rápidamente atrás. El año cerró con una caída del producto bruto interno del 2,8%. El traspié pudo ser mayor, pero el extraordinario desempeño de las exportaciones y un descenso en las importaciones tuvieron un importante efecto de amortiguación.

Un conjunto de factores se combinaron para que las exportaciones crecieran un sideral 32% (5.000 millones de dólares) respecto del año anterior, entre ellos un aumento de los precios internacionales de los productos primarios y una fuerte demanda de Brasil, a cuyo mercado los productos argentinos podían acceder sin restricciones desde principios de 1995…

(1996-1999) El período posterior a la crisis generada por el efecto "tequila" tuvo características singulares. La recuperación fue rápida y vigorosa, pero, a continuación, las debilidades del modelo se impusieron definitivamente y se inició un irresistible proceso de declinación.

En 1996 la economía creció un 5,5%, al año siguiente la expansión fue del 8,1% y a continuación se ingresó en un proceso recesivo que bajó el ritmo al 3,9% en 1998 y se tornó en franca depresión en 1999, con una contracción del 3,4 por ciento.

El tipo de cambio estaba ostensiblemente "atrasado" y los viejos problemas de la economía argentina volvían como un fantasma. A medida que la actividad económica crecía, el país se inundaba de bienes importados a una velocidad mucho mayor que el crecimiento de las ventas al exterior. Pero el fuerte ingreso de capitales, que en esos años sumó 46.000 millones de dólares, cubría con creces esa brecha.

El gobierno emitía bonos a razón de unos 11.000 millones de dólares anuales para sufragar el déficit fiscal y refinanciar vencimientos de la deuda. Las inversiones directas sumaban unos 4.000 millones por año y tenían por destino, fundamentalmente, compras de empresas productivas existentes o entidades financieras y las grandes empresas del sector privado tomaban deuda en el exterior para financiar sus proyectos, en mejores condiciones que en el mercado local.

En los tres años "postequila" la deuda pública externa aumentó en 15.400 millones de dólares y la privada en 25.300 millones. A fines de 1998 la deuda externa del país sumaba 139.000 millones de dólares y tan sólo el pago de intereses demandaba 10.000 millones anuales.

La burbuja financiera impulsaba nuevamente el crédito y con ello la construcción y el consumo de bienes durables. La producción de hierro y cemento se expandía y las terminales automotrices rozaban el montaje de medio millón de unidades. En el campo, la modernización de los años previos y mejores precios internacionales daban frutos: la cosecha 1997-1998 rindió 65 millones de toneladas, 44% más que tres años atrás.

A pesar de estos resultados en el sector productivo, en esencia -como se demostró más adelante- la situación era frágil. El déficit fiscal se había instalado nuevamente en la agenda y con ello crecía la dependencia del mercado internacional de capitales, a la par que las condiciones externas empeoraban.

El segundo mandato del presidente Menem fue un período turbulento. A lo largo de 1996 se conocieron varios escándalos que conmocionaron a la opinión pública, como la venta irregular de armas a Ecuador y Croacia, las comisiones pagadas por la contratación de servicios informáticos entre la empresa IBM, el Banco Nación y la Dirección General Impositiva y el pago de reintegros de impuestos a supuestas exportaciones de oro que no eran tales.

A su vez la situación social seguía sin mejorar, con una tasa de desocupación del 17,1% en mayo de 1996. Pocos días después que se diera a conocer esta cifra se celebraron elecciones para elegir por primera vez Jefe de Gobierno en la Ciudad de Buenos Aires (antes de la reforma constitucional se elegía un Alcalde) y el candidato radical Fernando de la Rúa triunfó con casi el 40% de los votos, mientras el justicialismo protagonizaba su peor derrota desde 1983…

La crisis de 1995 y la persistencia de los desequilibrios externos también habían puesto en tela de juicio la vigencia de la convertibilidad. La nueva tesis del equipo económico y de los economistas afines se basaba en que para mejorar la competitividad de la economía debía lograrse una deflación de precios y salarios, es decir una rebaja lisa y llana de los mismos. Era una suerte de camino indirecto para modificar el tipo de cambio, que no tenía aval serio en la teoría económica y que nunca había sido un camino exitoso de recuperación de ninguna economía. El gobierno se embarcó en ese absurdo empeño y el ministro de Economía impulsó gravar impositivamente los pagos complementarios de los salarios que se realizaban mediante los denominados "tickets canasta", a lo que se sumó una rebaja de las asignaciones familiares para los salarios por encima de mil pesos.

La medida generó una fuerte reacción negativa en toda la sociedad y abrió una brecha en la relación del gobierno con la dirigencia sindical, que a su vez enfrentaba fuertes cuestionamientos internos por su inacción frente al deterioro de la situación social. La respuesta de la CGT fue la convocatoria a un paro general.

Este episodio colocó en un sendero sin retorno a la conflictiva relación que el Presidente y su ministro de Economía mantenían desde largo tiempo. A fines de julio, Menem despidió a Cavallo. Era una prueba de fuego sobre la que había corrido ríos de tinta, pero en lo inmediato el gobierno la superó sin demasiados problemas.

El presidente convocó como nuevo ministro a Roque Fernández hasta entonces al frente del Banco Central. La presencia de un nuevo ministro no logró detener la realización del paro general que tuvo lugar con alto acatamiento el 8 de agosto de 1996.

En medio del escepticismo de la mayor parte de la dirigencia política y empresarial, Fernández lanzó un paquete de medidas para enderezar la situación fiscal. Se trataba de un clásico plan de ajuste de esos que se suponía que los cambios estructurales habían dejado atrás para siempre: aumento de los precios de los combustibles, extensión del impuesto al valor agregado a rubros no cubiertos, modificación del impuesto a las ganancias y rebaja de la devolución de impuestos a las exportaciones.

El paquete enfrentó fuetes resistencias en todos los sectores, pero, con algunas mutilaciones, fue finalmente aprobado por el Congreso, que también convalidó nueva emisión de deuda para financiar el déficit, sin precedentes durante la convertibilidad, de más de 5.000 millones de dólares. La aprobación del paquete también permitió recomponer las relaciones con el FMI.

Parado sobre el "rebote" de la economía luego de la crisis mexicana y un cuantioso ingreso de capitales, el gobierno pudo afrontar en apariencia sin demasiados costos una seguidilla de crisis en el Sudeste Asiático, que afectó a distintas economías con sistemas de tipo de cambio fijo frente al dólar.

Fue como un gran "tsunami financiero", que comenzó en enero de 1997 con un ataque especulativo sobre el bath, la moneda de Tailandia. Al principio la crisis fue sofocada, pero en mayo recrudeció y en los meses siguientes se extendió a Filipinas, donde las autoridades dejaron flotar el peso, a Malasia -que también siguió un camino similar con el ringgit- y a Indonesia, cuya rupiah se desplomó en agosto. La ola también abarcó a Singapur, Taiwán y Corea. Sólo Hong Kong superó con éxito el desafío.

Se trataba, sin dudas, de una nueva señal de alerta, que nuevamente fue ignorada, mientras ese año el déficit fiscal sumaba otros 4.000 millones de dólares.

En su informe sobre la economía mundial de mayo de 1998, el FMI presentó un análisis detallado de las causas de la crisis en Asia y las enseñanzas para otros países, uno de sus párrafos más interesantes planteaba:

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