(Jeffrey D. Sachs es profesor de Economía y Director del Earth Institute de la Universidad de Columbia. También es Asesor Especial del Secretario General de las Naciones Unidas sobre las Metas de Desarrollo del Milenio. Copyright: Project Syndicate, 2011)
– Atravesando como sonámbulos la crisis de desempleo de Estados Unidos (Project Syndicate – 1/5/11)
(Por Mohamed A. El-Erian) Lectura recomendada
Newport Beach.- Fue relegada a una sesión de preguntas y respuestas, en lugar de quedar expuesta de manera prominente en la declaración de apertura, en la primera conferencia de prensa de la historia que ofreció Ben Bernanke, el presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, la semana pasada. Es una cuestión que muchos en Washington D.C. están deseosos por descartar como "transitoria", a pesar de la evidencia visible que indica todo lo contrario. Es extremadamente vulnerable a los elevados precios del petróleo y los alimentos. Y socava las presunciones operacionales que apuntalan la caracterización de larga data de la economía estadounidense como una economía vibrante y receptiva.
La cuestión es la magnitud y la composición del desempleo en Estados Unidos -un problema que todavía no ha sido reconocido como corresponde por su impacto cada vez más perjudicial en el tejido social del país, su potencial económico y su posición fiscal y dinámica de deuda, ya bastante frágil.
Empecemos por los datos:
· En un 8,8% casi tres años después del estallido de la crisis financiera global, la tasa de desempleo de Estados Unidos sigue tenazmente (e inusualmente) alta;
· En lugar de reflejar una creación de empleos, gran parte de las mejoras de los últimos meses (con respecto al 9.8% en noviembre del año pasado) se deben a los trabajadores que salieron de la fuerza laboral, lo que llevó la participación de la fuerza laboral a un mínimo de 64,2%, que no se registraba desde hacía muchos años;
· Si se incluyen los trabajadores de tiempo parcial ansiosos por trabajar jornada completa, casi uno de cada seis trabajadores en Estados Unidos están subempleados o directamente desempleados;
· Más de seis millones de trabajadores han estado desempleados durante más de seis meses, y cuatro millones, por más de un año;
· El desempleo entre los jóvenes de 16 a 19 años está en un asombroso 24%;
· Prácticamente sin ingresos generados y con ahorros menguantes, los desempleados están en peores condiciones para poder hacer frente al alza de los precios del combustible y los alimentos, decididamente no tienen acceso al crédito y muchos tienen una deuda hipotecaria que excede el valor de sus viviendas.
Estos y otros muchos factores hablan de una realidad desagradable e inusual para Estados Unidos. El país ahora tiene un problema de desempleo que es grande en magnitud y cada vez más estructural en naturaleza. Las consecuencias son multifacéticas e implican una angustia personal inmediata, crecientes tensiones sociales y políticas, pérdidas económicas y presiones presupuestarias.
Esto es mucho más que un problema para el aquí y ahora. Un desempleo alto e inextricable tiene serias consecuencias negativas a largo plazo que amenazan con volverse exponencialmente peores. Esto es una crisis.
La investigación internacional sustancial demuestra que cuanto más tiempo uno está desempleado, más cuesta conseguir un empleo. Esto erosiona la base de habilidades de una economía y mina sus capacidades productivas a largo plazo. Y, si el desempleo es particularmente profundo entre los jóvenes, como sucede hoy en día, un alto porcentaje de los desempleados corren el riesgo de volverse inempleables.
Sin duda, la Gran Recesión desatada por la crisis financiera global contribuyó a agravar esta situación preocupante. Desafortunadamente, el problema es mucho más profundo, ya que se venía gestando desde hacía mucho tiempo.
En su origen, la crisis de empleos de Estados Unidos es el resultado de muchos años de desinversión en recursos humanos y en los sectores sociales. El sistema educativo estuvo rezagado respecto del progreso registrado en otros países. Las iniciativas de reentrenamiento laboral han sido deplorablemente inadecuadas. La movilidad laboral viene registrando una caída. Y se ha dedicado una atención insuficiente a mantener una adecuada red de seguridad social.
Estas realidades se vieron empañadas por la locura que caracterizó a la "Edad de Oro" del apalancamiento, el crédito y el derecho de endeudamiento previa al 2008 en Estados Unidos, que alimentó un auge gigantesco pero insostenible en la construcción, la vivienda, el ocio y el comercio minorista. La resultante creación de empleos, aunque temporaria, adormeció a los responsables de las políticas hasta caer en la complacencia sobre lo que realmente estaba sucediendo en el mercado laboral. Cuando el auge se convirtió en un descalabro prolongado, las ineficiencias de la situación laboral a más largo plazo se volvieron visibles a los ojos de cualquiera que se preocupara por mirar, y son alarmantes.
Librado a sus propios mecanismos, el problema del desempleo de Estados Unidos se profundizará. Esto ampliará la ya importante brecha entre los que tienen y los que no tienen en el país. Socavará las capacidades y la productividad del mercado laboral. Acentuará la carga impuesta a la cantidad cada vez menor de personas que permanecen en la fuerza laboral y tienen empleos. Y hará que resulte aún más difícil encontrar una solución a mediano plazo para la dinámica de deuda pública y déficit que es cada vez peor en Estados Unidos.
El gobierno estadunidense tiene poco tiempo que perder si quiere evitar un problema de desempleo más prolongado y arraigado. Debe tomar medidas ahora para abordar las causas del problema a través de programas de muchos años que van desde la reestructuración educativa y el reentrenamiento de los trabajadores hasta una mejora de la productividad y una reforma del sector de la vivienda. Y debe hacerlo al mismo tiempo que protege mejor a quienes están desempleados desde hace mucho tiempo, muchos de los cuales tienen escasa responsabilidad por sus aprietos actuales, alguna vez impensables y desafortunadamente de larga data.
Ya es hora de que Estados Unidos se despierte y enfrente de una manera holística su crisis de desempleo. Como sabe cualquiera que alguna vez haya tenido un trabajo indigerible, apagar el despertador y taparse la cabeza con la sábana no es la solución.
(Mohamed A. El-Erian es máximo responsable ejecutivo (CEO) y máximo responsable de información (CIO) de PIMCO, y autor del éxito de ventas When Markets Collide. Copyright: Project Syndicate, 2011)
– Economistas y democracia (Project Syndicate – 11/5/11)
(Por Dani Rodrik) Lectura recomendada
Cambridge.- Últimamente he estado presentando mi nuevo libro The Globalization Paradox (La paradoja de la globalización) a diferentes grupos. A esta altura ya estoy acostumbrado a todo tipo de comentarios de parte de la audiencia. Pero en un evento reciente de lanzamiento del libro, el economista asignado para analizarlo me sorprendió con una crítica inesperada. "Rodrik quiere que el mundo sea seguro para los políticos", dijo, enfurruñado.
Para que el mensaje no cayera en saco roto, luego ilustró su argumento recordándole al público al "ex ministro japonés de Agricultura que sostuvo que Japón no podía importar carne vacuna porque los intestinos humanos son más largos en Japón que en otros países".
El comentario generó algunas risitas entre dientes. ¿A quién no le gusta hacer bromas a expensas de los políticos?
Pero la observación tuvo una intención más seria y evidentemente estaba destinada a exponer un error fundamental en mi argumento. El hombre que analizaba mi libro encontraba evidente que dejarles a los políticos más espacio de maniobra era una idea disparatada -y suponía que la audiencia estaría de acuerdo-. Si uno elimina las limitaciones a lo que los políticos pueden hacer, insinuó, lo único que conseguirá son intervenciones tontas que estrangulan a los mercados y frenan el motor del crecimiento económico.
Esta crítica refleja un malentendido grave respecto de cómo funcionan realmente los mercados. Educados con libros de texto que oscurecen el papel de las instituciones, los economistas suelen imaginar que los mercados surgen por sí solos, sin la ayuda de una acción resuelta y colectiva. Adam Smith puede haber tenido razón al decir que "la propensión a transportar, trocar e intercambiar" es innata de los seres humanos, pero hace falta una panoplia de instituciones ajenas al mercado para materializar esta propensión.
Consideremos todo lo que se necesita. Los mercados modernos precisan una infraestructura de transporte, logística y comunicación, que en gran parte es el resultado de inversiones públicas. Necesitan sistemas de cumplimiento de contratos y protección de los derechos de propiedad. Precisan regulaciones que aseguren que los consumidores tomen decisiones informadas, que las externalidades se internalicen y que no se abuse del poder del mercado. Necesitan bancos centrales e instituciones fiscales para evitar el pánico financiero y los ciclos comerciales moderados. Precisan protecciones sociales y redes de seguridad para legitimar los resultados distributivos.
Los mercados que funcionan bien siempre están arraigados en mecanismos más amplios de gobernancia colectiva. Esa es la razón por la cual las economías más ricas del mundo, las que tienen los sistemas de mercado más productivos, también tienen grandes sectores públicos.
Una vez que reconocemos que los mercados requieren reglas, luego debemos preguntarnos quién escribe esas reglas. Los economistas que denigran el valor de la democracia a veces hablan como si la alternativa a la gobernancia democrática fuera la toma de decisiones de reyes-filósofos platónicos de mentes elevadas -idealmente economistas.
Sin embargo, este escenario no es ni relevante ni deseable. Por un lado, cuanto más baja la transparencia, representatividad y responsabilidad del sistema político, más probabilidades hay que intereses especiales se apropien de las reglas. Por supuesto, también se puede capturar a las democracias. Pero siguen siendo nuestra mejor salvaguarda contra el régimen arbitrario.
Es más, la formulación de las reglas rara vez tiene que ver sólo con la eficiencia; puede implicar compensar objetivos sociales enfrentados -estabilidad versus innovación, por ejemplo- o tomar decisiones distributivas. Estas no son tareas que querríamos encomendar a economistas, quienes podrían saber el precio de muchas cosas, pero no necesariamente su valor.
Es verdad, la calidad de la gobernancia democrática a veces se puede aumentar si se reduce la discreción de los representantes electos. Las democracias que funcionan bien suelen delegar el poder de formular las reglas a organismos cuasi-independientes cuando las cuestiones que se barajan son técnicas y no plantean cuestiones distributivas; cuando el intercambio de favores políticos podría resultar en desenlaces subóptimos para todos; o cuando las políticas están afectadas por la miopía y descartan considerablemente los costos futuros.
Los bancos centrales independientes ofrecen una ilustración importante de esto. Puede estar en manos de los políticos electos la tarea de determinar el objetivo de inflación, pero los medios utilizados para alcanzar ese objetivo son relegados a los tecnócratas en el banco central. Aún entonces, los bancos centrales normalmente siguen siendo responsables ante los políticos y deben ofrecer una explicación cuando no logran los objetivos.
De la misma manera, puede haber instancias útiles de delegación democrática a organizaciones internacionales. Los acuerdos globales para ponerle un tope a las tasas de aranceles o reducir las emisiones tóxicas son, por cierto, valiosos. Pero los economistas tienden a idolatrar estas limitaciones sin escudriñar suficientemente las políticas que las producen.
Una cosa es defender las limitaciones externas que mejoran la calidad de la deliberación democrática -impidiendo el cortoplacismo o exigiendo transparencia, por ejemplo-. Otra cosa totalmente distinta es subvertir la democracia privilegiando intereses particulares por sobre otros.
Por caso, sabemos que los requerimientos globales de adecuación del capital generados por el Comité de Basilea reflejan abrumadoramente la influencia de los grandes bancos. Si las regulaciones fueran escritas por economistas y expertos en finanzas, serían mucho más rigurosas. Por el contrario, si las reglas fueran relegadas a procesos políticos internos, podría existir una mayor presión compensatoria de parte de los accionistas que se oponen (aunque los intereses financieros también son poderosos fronteras para adentro).
Del mismo modo, a pesar de la retórica, muchos acuerdos de la Organización Mundial de Comercio no son el resultado de la búsqueda del bienestar económico global, sino del poder de lobby de las multinacionales que buscan oportunidades para generar ganancias. Las reglas internacionales sobre patentes y propiedad intelectual reflejan la capacidad de las empresas farmacéuticas y de Hollywood -para dar apenas dos ejemplos- para salirse con la suya. Estas reglas son ampliamente ridiculizadas por los economistas por haber impuesto limitaciones inapropiadas a la capacidad de las economías en desarrollo para acceder a productos farmacéuticos baratos u oportunidades tecnológicas.
De manera que la opción entre discreción democrática en casa y limitación externa no siempre es una elección entre buenas y malas políticas. Aún cuando el proceso político interno funcione de manera deficiente, no existe ninguna garantía de que las instituciones globales vayan a funcionar mejor. Muy a menudo, la elección es entre ceder ante quienes buscan rentas en el país o los extranjeros. En el primer caso, al menos las rentas se quedan en casa.
Para terminar, el interrogante tiene que ver con a quién le concedemos el poder para hacer las reglas que los mercados necesitan. La realidad inevitable de nuestra economía global es que el principal sitio de responsabilidad democrática legítima sigue estando dentro del estado nación. De manera que de buena gana me declaro culpable de la acusación de mi crítico economista. Sí quiero que el mundo sea seguro para los políticos democráticos. Y, francamente, me preocupan aquellos que no quieren lo mismo.
(Dani Rodrik, profesor de Economía Política Internacional en la Universidad de Harvard, es autor de The Globalization Paradox: Democracy and the Future of the World Economy. Copyright: Project Syndicate, 2011)
La des-Unión Europea en el diván (Dr. Freud: me he quedado sin "sueños" ¿qué pasa?)
"La crisis de los valores, la confianza, el euro, la política exterior y el liderazgo: pocas veces en su historia el proyecto europeo ha estado tan en entredicho"… Cinco razones por las que Europa se resquebraja (El País – 15/5/11)
Recojo algunos de los comentarios de José Ignacio Torreblanca, director de la oficina en Madrid del European Council on Foreign Relations (ECFR) y profesor de la UNED:
"Dinamarca reintroduce los controles fronterizos con la excusa de una criminalidad inexistente. Con ello, el país que fue un modelo de democracia, tolerancia y justicia social se sitúa en la avanzadilla de la rendición europea ante el miedo y la xenofobia. Grecia lleva más de un año al borde del precipicio sin que parezca que haya muchos Gobiernos que lamentaran su eventual salida de la zona euro; algunos incluso azuzan secretamente a los mercados contra Atenas. Finlandia se resiste hasta el último minuto, a la zaga de Eslovaquia, a financiar el rescate de Portugal. Francia e Italia aprovechan la crisis tunecina para, en periodo electoral, limitar la libertad de circulación dentro de la Unión Europea. Y qué decir de Alemania, que no contenta con gestionar la crisis del euro a golpe de elecciones regionales, rompe filas con Francia y Reino Unido en el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, se desentiende de la crisis libia y revienta diez años de política de seguridad europea.
Con el futuro del euro en entredicho y el mundo árabe en erupción, los líderes europeos gobiernan a golpe de encuestas y procesos electorales, aferrándose al poder por cualquier vía, aunque para ello tengan que deshacer la Europa que tanto tiempo y sacrificios ha costado construir. Pocas veces el proyecto europeo ha estado tan en entredicho y sus vergüenzas tan públicamente expuestas. Pareciera que en esta Europa del presente, tener un gran partido xenófobo fuera obligado. El hecho es que Europa se resquebraja. De no mediar un cambio radical, el proceso de integración podría colapsarse, dejando en el aire el futuro de Europa como entidad económica y políticamente relevante.
Un proyecto sin fuelle
Esta crisis no es coyuntural ni pasajera: no estamos ante una mala racha, ni somos víctimas de un pesimismo infundado. Para darnos cuenta de hasta qué punto el proyecto de integración está en peligro no hace falta más que rebobinar una década. Si lo hiciéramos, el contraste con la situación actual no podría ser más revelador. Después de lanzar el euro el 1 de enero de 1999, la Unión Europea aprobaba la Estrategia de Lisboa, que prometía convertir a la UE en la economía más dinámica, competitiva y sostenible del mundo. También se comprometía a ampliar el espacio de libertad, seguridad y justicia, llevando la integración europea a los ámbitos policiales, judiciales y de inmigración, que hasta entonces habían quedado al margen de la construcción europea. Y para culminar ese proceso y darse a sí misma una verdadera unión política que le permitiera ser un actor globalmente relevante en el mundo del siglo XXI, ponía en marcha el proceso de elaboración de la Constitución Europea.
Pero la UE no se completaba sólo hacia dentro, sino también hacia fuera: lanzaba el proceso de ampliación más ambicioso de la historia, que incorporaría en su seno a 10 países de Europa Central y Oriental además de Chipre y Malta y, en un acto repleto de visión estratégica y de futuro, se comprometía a abrir negociaciones de adhesión con Turquía, tendiendo así unos puentes de máximo valor con el mundo árabe y musulmán…
Acostumbrados hoy al ninguneo de las grandes potencias sorprende recordar cómo, por entonces, con el euro en la mano, las ampliaciones en marcha, una Constitución a la vuelta de la esquina y una política exterior y de seguridad rebosante del liderazgo, Europa no provocaba hastío ni indiferencia, sino admiración, e incluso, en Washington, Pekín o Moscú, indisimulados recelos.
Una década más tarde, esa brillante lista de logros y optimistas promesas se encuentra más que en entredicho: en lugar de esa Europa exitosa y abierta al mundo que nos prometimos, nos encontramos con una Europa que pese a las ampliaciones se ha empequeñecido; que a pesar del euro se ha vuelto egoísta e insolidaria y que ha dejado de creer y practicar sus valores para encerrarse en el miedo al extranjero y el temor a la pérdida de identidad. Muchos se arrepienten de haber hecho las ampliaciones y no quieren volver a oír hablar de ellas; ni se plantean cumplir las promesas de adhesión a Turquía y ni siquiera son capaces de vislumbrar la adhesión de los países de los Balcanes. Los más de veinte años transcurridos desde la caída del muro de Berlín suponen un margen de tiempo más que razonable para que Europa se hubiera completado, hacia dentro y hacia fuera. Pero la realidad es bien distinta: tras las ampliaciones, hablamos de fatiga de ampliación; tras el fallido proceso constitucional, de fatiga de integración política; tras la crisis del euro, de fatiga económica y financiera. Tras diez años de reformas institucionales y de introspección institucional, el Tratado de Lisboa, que iba a salvar a Europa de la parálisis e introducirla en el siglo veintiuno, es un perfecto desconocido y sus logros, invisibles.
Crisis de valores y miopía política
La gravedad de la actual crisis europea se origina en la confluencia de varias fuerzas centrífugas: el auge de la xenofobia, la crisis del euro, el déficit de la política exterior y la ausencia de liderazgo. Sus temáticas son paralelas, pero se entrecruzan peligrosamente bajo un mismo denominador común: la ausencia de una visión a largo plazo. La consecuencia de ello es que cada diferencia entre los socios, sea del carácter que sea, se convierte en un juego de suma cero, en una feroz pelea donde todo vale con tal de obtener una victoria con la que presumir una vez de vuelta en la capital nacional, por pequeña y dañina para el proyecto común que sea…
El fin de la solidaridad
Se dice que la crisis económica es la culpable, pero no es del todo cierto. El principal riesgo de ruptura del proyecto europeo no proviene de la crisis en sí misma: al fin y al cabo, Europa ya ha estado en crisis en otras ocasiones y ha salido reforzada de ellas. Ante la crisis de los años ochenta, presionados por la pujanza tecnológica de Estados Unidos y Japón, los Gobiernos europeos decidieron dar un salto cualitativo en la integración. Entonces, los líderes europeos visualizaron de forma clara lo que entonces se denominó "el coste de la no-Europa", es decir, la riqueza y bienestar que se podría crear eliminando el conjunto de trabas que ralentizaban el crecimiento económico.
A mayo de 2011, con todo lo serios y difíciles de solucionar que son los desafíos que penden sobre la economía europea (especialmente en cuanto al envejecimiento de la población y la pérdida de competitividad), existe un amplio consenso sobre cómo superar dichos problemas. La cuestión debe entonces buscarse en otro sitio: en la existencia de lecturas irreconciliables sobre cómo entramos en la crisis del euro y, en consecuencia, cómo saldremos de ella. Para unos, liderados por Alemania, estamos ante una crisis que se origina en la irresponsabilidad fiscal de algunos Estados. Ello supone que para salir de la crisis, dichos Estados simplemente tienen que cumplir las reglas de austeridad que estaban en vigor y que ahora han sido reforzadas. Todo ello se acompaña de un sermoneo moralizante y condescendiente, como si el déficit o el superávit de un país reflejara la superioridad o inferioridad moral de todo un colectivo humano. Muchos desean una Europa a dos velocidades, pero no basada en el mérito, sino en los estereotipos culturales y religiosos: en la primera clase, los virtuosos ahorradores de religión protestante; en la segunda, católicos gastosos de los cuales uno no se puede fiar y a los que hay que mantener a raya o, incluso, si es necesario, poner de patitas en la calle.
Esa narrativa de la crisis, que va camino de acabar con Europa, debe ser contestada. Que países tan diferentes como la pobre Grecia y la rica Irlanda, la primera campeona del dirigismo corporativista y la segunda del neoliberalismo y la desregulación, se encuentren en situaciones parecidas obliga a explicaciones algo más sofisticadas. Estamos ante una crisis de crecimiento, lógica en un proceso de construcción de una unión monetaria donde la existencia de una única política monetaria, no complementada adecuadamente por políticas fiscales y de regulación del sector financiero, va generando desequilibrios que se van acumulando hasta provocar los problemas que vemos actualmente. Ante esa tesitura, dado que la unión monetaria se diseñó sin tener en cuenta los mecanismos necesarios para que pudiera capear crisis como la actual, lo lógico parecería discutir cómo perfeccionar dicha unión para que funcionara de forma equilibrada y, como parece necesario, mejorar su gobernanza dotándola de nuevos instrumentos y reforzando la autoridad de sus instituciones.
Pero en lugar de tomar el camino de la profundización de la unión, lo que estamos viendo es la aplicación de una lógica de vencedores y vencidos en la que unos aprovechan la coyuntura para imponer a otros su modelo económico, como si todos los países tuvieran las mismas condiciones y pudieran funcionar bajo los mismos supuestos. La consecuencia de todo ello es que, en ausencia de medidas más ambiciosas, nos instalaremos en un sistema de crisis permanente. Mientras tanto, los ajustes y recortes asociados a los actuales planes de rescate agravarán la crisis que sufren algunos países en lugar de ayudarles a salir de ella.
De seguir así, la Unión Europea acabará siendo para muchos europeos lo que el Fondo Monetario Internacional fue para muchos países asiáticos y latinoamericanos en los años ochenta y noventa: un instrumento para la imposición de una ideología económica que carecerá de legitimidad alguna, pero al que se obedecerá en ausencia de otra alternativa. Puede incluso que funcione, pero esa Europa no será un proyecto político, económico o social, sino simplemente una agencia reguladora encargada de velar por la estabilidad macroeconómica que, con toda razón, sufrirá un grave déficit democrático y de identidad.
Ausente del mundo
Tan grave como la ruptura de los consensos internos es la incapacidad europea de hablar y actuar con una sola voz en el mundo del siglo veintiuno. A pesar de ser el primer bloque económico y comercial del mundo, el mayor donante de ayuda al desarrollo del mundo, e incluso, pese a los recortes, de seguir disponiendo de un muy considerable aparato militar y de seguridad, Europa sigue ejerciendo su poder de forma fragmentada y, en consecuencia, como vemos todos los días, desde las relaciones con Estados Unidos, Rusia o China hasta su actuación en la más inmediata vecindad mediterránea, de una forma sumamente inefectiva. Claro está que ni el poder de Europa es comparable al de una gran potencia ni esta quiere ejercerlo de la manera que lo hacen ellas. El problema está en que Europa no es capaz de actuar unida y ser decisiva ni siquiera en aquellas áreas geográficas más próximas, como el Mediterráneo, donde su peso es o debería ser abrumador, y que tampoco sea influyente ni efectiva en instituciones como la ONU, el G-20, el FMI donde su peso político y económico es enorme. En todas esas instituciones multilaterales, hay muchos europeos, pero poca Europa, y lo que es peor, muy pocas políticas que coincidan con sus intereses…
La rebelión de las élites
Durante años, el proyecto europeo ha avanzado sobre la base de un consenso implícito entre ciudadanos y élites acerca de las bondades del proceso de integración. Ese consenso se ha roto por los dos lados. Por un lado, los ciudadanos han retirado el cheque en blanco que habían concedido a las instituciones europeas para que gobernaran, a la manera del despotismo ilustrado, "para el pueblo pero sin el pueblo". Con el tiempo, el proceso de integración ha tocado las fibras más sensibles de la identidad nacional, especialmente en lo referido al Estado de bienestar y las políticas sociales. El sesgo económico, liberal y desregulador de la construcción europea ha terminado por politizar e ideologizar un proceso que antes se consideraba que debía estar en manos de expertos y burócratas. Pero de forma más sorprendente e inesperada, a esta rebelión de las masas se ha añadido lo que podríamos denominar como "la rebelión de las élites".
Alemania es quizá el ejemplo más claro de este fenómeno. Según una encuesta de mayo 2011, un 63% de los alemanes ha dejado de confiar en Europa y un 53% no ve el futuro de Alemania vinculada a ella. Pero del lado de la élite, las cosas no son muy distintas: mientras que las exportaciones a China están a punto de superar las exportaciones a Francia, el sur de Europa es visto como una rémora que lastra su crecimiento. La memoria del compromiso europeo se desvanece con el cambio generacional: solo 38 de los 662 miembros del Parlamento ocupaban sus escaños en 1989. Sin duda alguna, estamos ante una nueva Alemania. Dado su peso e importancia, cualquier cambio en Alemania tiene un profundísimo impacto sobre construcción europea. Sin embargo, como la característica clave de la nueva Alemania es la desconfianza hacia la Unión Europea, en lugar de, como hizo en el pasado, exportar su confianza a los demás, lo que está haciendo es exportar su desconfianza. Una pieza esencial del motor europeo está pues gripada, sin que exista ninguna otra alternativa para sustituirlo. Francia puede sobrevivir económicamente a la falta de fe alemana, e incluso tapar con Reino Unido los agujeros que Alemania deje en materia de política exterior, pero es evidente que Europa no avanzará sin una Alemania plenamente comprometida con la integración europea.
En ausencia de liderazgo alemán y de alternativas a este, el proceso de integración se deshilacha. Los presidentes de la Comisión, José Manuel Barroso; del Consejo, Herman Van Rompuy, y la Alta Representante para la Política Exterior, Catherine Ashton, vagan perdidos entre la bruma europea, incapaces de articular un mínimo discurso que les ponga en contacto con los europeístas que todavía creen en este proyecto. Solo el Parlamento Europeo se erige ocasionalmente en conciencia moral, levanta diques contra los excesos populistas y xenófobos e intenta hacer avanzar el proceso de integración. Sin embargo, solo unos pocos eurodiputados tienen una voz propia y están dispuestos a volverse contra sus Gobiernos y partidos nacionales cuando es necesario. En Alemania, Francia e Italia, pero también en otros muchos sitios, nos encontramos ante la generación de líderes más miope y entregada al electoralismo: entre ellos, ninguno habla por Europa ni para Europa.
¿Se puede romper Europa?
Cada día que pasa, la sensación de que Europa se resquebraja es más real y está más justificada. ¿Se puede romper Europa? La respuesta es evidente: sí, por supuesto que puede. Al fin y al cabo, la Unión Europea es una construcción humana, no un cuerpo celestial. Que sea necesaria y beneficiosa justifica su existencia, pero no impedirá que desaparezca. Igual que un conjunto de circunstancias favorables llevaron de forma bastante azarosa a la puesta en marcha de este gran proyecto, el encadenamiento de una serie de circunstancias adversas muy bien pudiera hacerla desaparecer, especialmente si aquellos que tienen la responsabilidad de defenderla dejan de ejercer sus responsabilidades. Muchos europeístas comprometidos son conscientes de que el peligro de que Europa se deshaga es real, y están sumamente preocupados por el rumbo de los acontecimientos. Sin embargo, al mismo tiempo, temen que alimentar el pesimismo con advertencias de este tipo pudiera acelerar el proceso de ruptura. Pero cuando día tras día vemos cómo las líneas rojas de la decencia y de los valores que Europa encarna son cruzadas por políticos chovinistas que alientan sin escrúpulos los miedos de los ciudadanos, es imposible seguir mirando hacia otro lado. Viendo la claridad de ideas y la determinación con la que los antieuropeos persiguen sus objetivos, cuesta pensar que el mero optimismo será suficiente por sí solo para salvar a Europa de los fantasmas de la cerrazón, el egoísmo, la solidaridad y la xenofobia que la acechan estos días. Sin una determinación y claridad de ideas equivalente de este lado, Europa fracasará".
En una célebre cita sobre los Estados Unidos, Winston Churchill dijo que podía contarse con que ese país hiciera lo correcto una vez que hubiera agotado todas las demás alternativas. Esperemos que esto se cumpla también en el caso de Europa.
– A tropezones con el trabajo (Project Syndicate – 19/5/11)
(Por Robert Skidelsky) Lectura recomendada
Londres.- Mientras el mundo se recupera de la Gran Recesión, se ha vuelto cada vez más difícil discernir la verdadera tendencia de los acontecimientos. Por un lado, medimos la recuperación según nuestro éxito en volver a los niveles de crecimiento, producción y empleo previos a la recesión. Por otro lado, existe la inquietante sensación de que la "nueva normalidad" de hoy puede ser un crecimiento más lento y mayores niveles de desempleo.
Así que el reto ahora es formular políticas para dar trabajo a todos quienes lo deseen en las economías que, tal como están organizadas en la actualidad, pueden no ser capaces de hacerlo. Este problema es mucho más agudo en los países desarrollados que en los países en desarrollo, si bien la interdependencia hace que, en cierta medida, se trate de un problema común.
El problema tiene dos aspectos. A medida que los países se vuelven más prósperos, cabe esperar que sus tasas de crecimiento sean más lentas. En épocas anteriores, el crecimiento era impulsado por la escasez de capital: la inversión de capital atraía una alta tasa de retorno, y esto creaba un círculo virtuoso de ahorro e inversión.
Hoy, el capital en el mundo desarrollado es abundante; la tasa de ahorro disminuye a medida que la gente consume más, y la producción se centra cada vez más en los servicios, donde los aumentos de productividad son limitados. Por lo tanto el crecimiento económico el aumento de los ingresos reales – se desacelera. Esto ya estaba ocurriendo antes de la Gran Recesión, por lo que la generación de empleos a tiempo completo que paguen salarios decentes se estaba volviendo cada vez más difícil. De ahí el crecimiento de empleos informales, discontinuos y a tiempo parcial.
El otro aspecto del problema es el aumento a largo plazo del desempleo impulsado por la tecnología, en gran parte debido a la automatización. En cierto modo, esto es un signo de progreso económico: la producción de cada unidad de trabajo está en constante aumento. Pero también significa que se necesitan menos unidades de trabajo para producir la misma cantidad de bienes.
La solución del mercado es redistribuir la mano de obra desplazada hacia el área de servicios. Sin embargo, muchas ramas del sector de servicios son un sumidero de puestos de trabajo sin proyecciones ni esperanza.
La inmigración exacerba ambos aspectos del problema. Gran parte de la migración, especialmente en la Unión Europea, es casual: hoy aquí, mañana no, con ninguno de los costos asociados con la contratación a tiempo completo. Esto la vuelve atractiva para los empleadores, pero se trata de un trabajo de baja productividad y aumenta la dificultad de encontrar un empleo estable para la mayoría de los trabajadores de un país.
Entonces, ¿estamos condenados a una recuperación sin empleo? ¿Es el futuro uno en el que los trabajos son tan escasos que muchos trabajadores tendrán que aceptar una miseria para encontrar un empleo, y volverse cada vez más dependientes de las transferencias sociales a medida que los salarios del mercado caen por debajo del nivel de subsistencia? ¿O deberían las sociedades occidentales esperar una nueva ronda de magia tecnológica, como la revolución de Internet, que produzca una nueva ola de creación de empleo y prosperidad?
Sería insensato descartar a priori la última posibilidad. El capitalismo tiene un gran talento para reinventarse a sí mismo. Ha visto desaparecer a todos sus rivales y no hay otros nuevos a la vista. Más aún, nadie puede predecir el descubrimiento de nuevos conocimientos; si se pudiera, ya habrían sido descubiertos. Pero también hay una posibilidad más inquietante: si, por proseguir nuestro actual camino de despilfarro, acabamos por hacer escasos los recursos naturales, necesitaremos una nueva ola de la tecnología que, sin importar el coste, nos rescate de la calamidad.
Pero hagamos a un lado estas sombrías perspectivas y reflexionemos sobre lo que sería una solución civilizada al problema del desempleo generado por la tecnología. La respuesta, sin duda, es compartir el trabajo. Para el economista anglo-estadounidense típico, cualquier propuesta de este tipo equivale a anatema, porque suena a la temida falacia de la "masa de trabajo": la idea, una vez popular en los círculos sindicales, que existe sólo una cierta cantidad de trabajo que debe ser compartida de manera justa.
Por supuesto, esto es una falacia cuando los recursos son escasos, pero ni siquiera los economistas han pensado que el crecimiento prosiga por siempre. Los fundadores de la disciplina esperaban que, en algún momento en el futuro, la humanidad podría alcanzar un "estado estacionario" de crecimiento cero. Entonces sólo requeriríamos una cierta cantidad de trabajo -mucho menos de lo que se realiza ahora- para satisfacer todas las necesidades razonables. Las opciones serían un desempleo ilimitado impulsado por la tecnología o distribución del trabajo por hacer.
Sólo un adicto al trabajo preferiría la primera. Lamentablemente, personas así parecen estar a cargo de las políticas en los Estados Unidos y Gran Bretaña. Muchos países europeos están adoptando la segunda solución. Los sistemas de trabajo compartido, en muchas formas diferentes, se están convirtiendo en la norma en Holanda y Dinamarca, y han hecho avances en Francia y Alemania.
El elemento clave en este enfoque es separar el trabajo de los ingresos. Una ley promulgada en 1993 en Dinamarca reconoce el derecho a trabajar de forma discontinua, al tiempo que reconoce el derecho de las personas a un ingreso continuo. Permite a los empleados elegir un "año sabático", que se puede dividir en períodos más cortos, cada cuatro o siete años.
Las personas desempleadas tomarían el lugar de quienes están ausentes, que por su parte recibirían el 70% de la prestación por desempleo que obtendrían si perdieran sus puestos de trabajo (por lo general, el 90% de su salario). Los sindicatos daneses han logrado utilizar estos derechos individuales establecidos por ley para reducir las horas de trabajo de la plantilla de empresas enteras, y así aumentar el número de puestos de trabajo permanentes. La idea de una renta básica universal que reciben todos los ciudadanos, independientemente de su posición en el mercado de trabajo, es uno de los pasos que se derivan lógicamente de esto.
Esto no será del gusto de todos. Y, como ya he sugerido anteriormente, todos los planes destinados a aliviar la carga de trabajo y aumentar la cantidad del tiempo de ocio corren el riesgo de fracasar ante nuestra gran habilidad para conjurar nuevos desastres. Después de todo, tanto el capitalismo y la economía necesitan la escasez para justificar su existencia y no renunciarán a ella fácilmente.
(Robert Skidelsky, miembro de la Cámara británica de los Lores, es Profesor Emérito de Economía Política en la Universidad de Warwick. Copyright: Project Syndicate, 2011)
Siguen los "eufemismos": después de la rentabilidad negativa, el crecimiento estancado.
"Tras un decepcionante primer trimestre, los economistas predijeron ampliamente que la recuperación de Estados Unidos volvería a ganar fuerza tan pronto como se aliviaran dificultades de corto plazo como el alza de los precios de la gasolina, el mal tiempo y los problemas de suministro en Japón. Pero hay pocas señales de que eso esté ocurriendo. La producción se está enfriando, el mercado inmobiliario sigue de capa caída y los consumidores aún no han perdido el miedo a gastar. Esto quiere decir que es posible que el camino que debe recorrer la economía estadounidense hasta su completa recuperación sea mucho más largo y lento de lo esperado"… ¿Salió EEUU de la crisis con un problema crónico de crecimiento? (The Wall Street Journal – 30/5/11)
"Es muy difícil generar una rápida recuperación cuando tradicionalmente, las recuperaciones rápidas solían estar impulsadas por los bienes raíces y los consumidores", apunta Nigel Gault, economista de la consultora IHS Global Insight. Según sus cálculos, el crecimiento se estancaría en una tasa anualizada y en términos reales de menos de 3% en los próximos trimestres; mejor que la tasa de 1,8% en los primeros tres meses, pero todavía demasiado débil para compensar el desempleo.
Un número mayor de expertos está revisando a la baja sus predicciones de crecimiento para el segundo trimestre. Economistas de J.P. Morgan Chase & Co. redujeron su estimado de 3% a 2,5%, mientras que los de Bank of America Merrill Lynch recortaron el suyo de 2,8% a 2%. Deutsche Bank ha rebajado su pronóstico de 3,7% a 3,2%.
Este panorama deprimido plantea una pregunta más profunda sobre la salud de la economía estadounidense: ¿ha salido de la crisis de 2008 y 2009 con un problema crónico de crecimiento? Algunos economistas creen que ha sido así.
"Esperamos que la economía se desempeñe de acuerdo con normas que son muy difíciles de cumplir cuando se carga con una deuda privada y pública tan grande", señala Carmen Reinhart, economista del Instituto Peterson de Economía Internacional. Reinhart cree que las previsiones de crecimiento de la Reserva Federal de EEUU han sido demasiado optimistas y que al país podría esperarle un período prolongado de crecimiento insuficiente y alto desempleo.
En los pronósticos de abril (2011), los funcionarios de la Fed proyectaron que la economía crecería a una tasa anualizada y en términos reales de entre 3,1% y 3,3% en 2011, y entre 3,5% y 4,2% en 2012. Eso supera las expectativas de los economistas independientes, que en promedio, predijeron una tasa de 2,9% para 2011 y de 3,1% en 2012, según Blue Chip Economics, que encuesta cada mes a economistas.
Incluso si las dificultades temporales se calman, la economía podría enfrentar problemas a medida que la Fed vaya minimizando sus esfuerzos de estímulo, los gobiernos estatales y locales reduzcan el gasto para equilibrar sus presupuestos y el Congreso trata de ahorrar en gastos fiscales el año 2012.
Desde que la recesión terminó oficialmente a mediados de 2009, la tasa anualizada de crecimiento ha promediado 2,8%. Eso no es mejor que su rendimiento tras la recesión mucho más suave de 2001, y mucho peor que la de 7,1% después de la recesión de casi la misma gravedad de 1982.
"No generar una recuperación considerable tiene altos costos", advirtió Joseph Lupton, un economista de JP Morgan Chase & Co. Una de las consecuencias más destacable: un alto desempleo. Unos 5,8 millones de estadounidenses llevan más de seis meses desempleados, y un crecimiento económico lento y prolongado debilita las probabilidades de que se reintegren a la fuerza laboral.
– La verdad sobre la economía de EEUU (El Economista – 4/6/11)
(Por Robert Reich) Lectura recomendada
El ex secretario de Trabajo con Clinton y canciller de la Universidad de Berkeley, Robert Reich, sostiene que no es posible una economía creciente y vibrante sin una clase media creciente y vibrante, por lo que insta a "restaurar la enorme clase media estadounidense" para volver a la senda de la recuperación económica.
La economía estadounidense sigue estancada. El consumo es bajo. Los salarios, también. Es vital que comprendamos cómo hemos pasado de la Gran Depresión a 30 años de Gran Prosperidad; de ahí a 30 años de ingresos estancados y crecientes desigualdades, para terminar en la Gran Recesión, y de ésta a una recuperación anémica.
Desde 1947 a 1977, la nación aplicó lo que podría denominarse una negociación básica con los trabajadores estadounidenses. Los empresarios les pagaban lo suficiente para comprar lo que producían. La producción y el consumo en masa demostraron ser complementos perfectos. Casi cualquiera que quería un trabajo podía encontrarlo con un salario decente. Durante estas tres décadas crecieron los sueldos de todos, no sólo de quienes estaban arriba. Y el Gobierno hizo cumplir esa negociación básica de muchas maneras. Utilizó una política keynesiana para conseguir casi el pleno empleo. Brindó a los trabajadores comunes más capacidad de negociación. Proporcionó el seguro social. Y amplió la inversión pública. Por consiguiente, creció la parte de los ingresos que iba a la clase media mientras mermó la porción destinada a lo más alto. Pero no consistía en un juego de suma cero: a medida que la economía crecía, casi todo el mundo mejoró, también los que estaban en lo más alto.
La paga de los trabajadores incluidos en el 20 por ciento más pobre creció un 116 por ciento en estos años, más rápido que los ingresos del 20 por ciento más rico (que subió un 99 por ciento). La productividad también subió más rápido. El rendimiento por hora trabajada se dobló, así como los ingresos medios. Expresadas en dólares de 1997, las rentas de una familia media se elevaron de unos 25.000 a 55.000 dólares. La clase media tenía los medios para comprar, y al hacerlo creaba nuevos empleos. A medida que la economía crecía, la deuda nacional reducía su peso.
La Gran Prosperidad también trajo una reorganización del trabajo. A los empresarios se les exigía por ley dar una paga extra -la hora y un 50 por ciento más- por lo que rebasara las 40 horas a la semana. Esto creó un incentivo para que se contrataran más trabajadores cuando la demanda repuntaba. Además, estaban obligados a abonar un salario mínimo, lo que mejoró los sueldos más pobres. Cuando se despedía, normalmente durante una recesión, el Gobierno concedía prestaciones por desempleo que solían durar hasta la recuperación. Lo que no sólo sacaba a las familias del apuro, sino que les dejaba seguir comprando, un estabilizador automático para una economía en receso.
Quizá lo más significativo sea que el Gobierno elevó la fuerza negociadora del trabajador común. Se le garantizaba el derecho a afiliarse a sindicatos, con los que los empresarios tenían que negociar de buena fe. A mediados de los 50, más de un tercio de los empleados del sector privado estaba afiliado. Y los sindicatos exigían una ración justa del pastel. Las compañías sin sindicatos, temiendo que sus trabajadores quisieran uno, ofrecían tratos similares.
Los estadounidenses también disfrutaban de una seguridad económica frente a los riesgos, no sólo con prestaciones de desempleo, sino también a través de la Seguridad Social, el seguro por discapacidad, por pérdida del sostén económico de la familia, por lesión en el lugar de trabajo o por incapacidad de ahorrar lo suficiente para la jubilación. En 1965, llegó el seguro sanitario para las personas mayores y pobres (Medicare y Medicaid). La seguridad económica fomentó la prosperidad. Al exigir a los estadounidenses compartir los costes de la adversidad, les permitía compartir los beneficios de la tranquilidad. Y eso los dejaba libres para consumir los frutos de su trabajo.
El Gobierno patrocinó los sueños de las familias estadounidenses de tener su hogar en propiedad, facilitando hipotecas de bajo coste y deducciones de los intereses. En muchas zonas del país, subvencionó la electricidad y el agua para que las casas fueran habitables. Y construyó carreteras que conectaban sus hogares con los principales centros comerciales.
El Gobierno también amplió el acceso a la educación superior. Pagó la de quienes volvían de la guerra. Y la expansión de las universidades públicas hizo que la clase media pudiera acceder a ella. El Estado sufragó todo con los ingresos fiscales procedentes de la creciente clase media. Los ingresos también se vieron impulsados por quienes estaban en lo alto de la escala de ingresos, cuyos impuestos marginales eran mucho más altos. El tipo marginal máximo del impuesto sobre la renta durante la II Guerra Mundial era superior al 68 por ciento. En los años 50, con Eisenhower, a quien pocos llamarían un radical, subió al 91 por ciento. En la década hasta 1970, el tipo marginal máximo estaba en torno al 70. Incluso después de explotar todas las posibles deducciones y créditos, el contribuyente medio de ingresos altos pagaba un impuesto federal marginal de más del 50 por ciento. Pero en contra de lo que los conservadores habían predicho, los altos tipos no redujeron el crecimiento. Al contrario, permitieron ampliar la prosperidad de la clase media.
Durante la Gran Prosperidad de 1947-1977, la negociación básica había garantizado que la paga de los trabajadores estadounidenses coincidiese con su rendimiento. Pero después de este punto, el rendimiento por hora siguió subiendo. Sin embargo, se dejó que la retribución real por hora se estancase. Es fácil echarle la culpa a la globalización, pero los avances tecnológicos han desempeñado un papel equivalente. Las fábricas que quedan en EEUU han ido echando trabajadores según se automatizan. Y lo mismo le ha ocurrido al sector servicios. Pero en contra de lo que dice la mitología popular, el negocio y la tecnología no han reducido el número de trabajos estadounidenses. Su efecto más profundo ha sido sobre la paga. En lugar de quedarse sin empleo, la mayoría de los estadounidenses se ha contentado con salarios reales inferiores o que se han elevado más lentamente que el crecimiento de la economía. Aunque el desempleo que vino después de la Gran Recesión sigue siendo alto, los puestos de trabajo lentamente vuelven. Pero, para conseguirlos, muchos tienen que aceptar una paga inferior.
Hace más de tres décadas, el comercio y la tecnología empezaron a abrir una brecha entre las ganancias del nivel más alto y las demás. La paga de los titulados por prestigiosas universidades ha remontado el vuelo. Pero la paga y prestaciones de la mayoría de los trabajadores se han mantenido o bajado. Y la consiguiente división también ha hecho que las familias estadounidenses de clase media se sientan menos seguras.
El Gobierno podría haber hecho cumplir la negociación básica. Pero hizo lo contrario. Redujo drásticamente los bienes públicos y las inversiones, golpeando los presupuestos escolares, incrementando el coste de la educación pública superior, reduciendo la formación laboral, recortando el transporte público y dejando que los puentes, puertos y autopistas se deterioraran.
Hizo trizas las redes de seguridad, reduciendo la ayuda para las familias desempleadas con hijos, endureciendo las condiciones para optar a los cupones de alimentos, y recortando el seguro de desempleo tanto que, en 2007, sólo el 40 por ciento de los parados estaba cubierto. Redujo a la mitad el tipo máximo del impuesto sobre la renta, pasando del ámbito del 70-90 que prevalecía durante la Gran Prosperidad al del 28-35 por ciento; permitió a muchos ricos tratar sus ingresos como ganancias de capital sometidas a un impuesto del 15 por ciento; y contrajo los impuestos de sucesiones que sólo afectaban al 1,5 por ciento de los asalariados del máximo nivel. Pero al mismo tiempo, EEUU impulsó los impuestos sobre el consumo y las nóminas, que se llevaron un trozo de la paga de la clase media y los pobres mayor que de los ricos.
Tres mecanismos de supervivencia
Pero Estados Unidos siguió comprando mediante tres mecanismos de supervivencia. El primero: las mujeres entran en el trabajo retribuido a partir de finales de los 70, y subiendo en los 80 y 90. Para la parte relativamente pequeña de mujeres con títulos universitarios, era la consecuencia natural de oportunidades educativas más amplias y de las nuevas leyes contra la discriminación, las cuales abrieron posibilidades profesionales. Pero la gran mayoría lo hizo para aumentar los ingresos familiares cuando los hogares se vieron golpeados por el estancamiento de los salarios de los hombres. Esta transición de la mujer al trabajo remunerado ha sido uno de los cambios sociales y económicos más importantes de las últimas décadas. En 1966, el 20 por ciento de las madres con hijos pequeños trabajaba fuera de casa. A finales de los 90, la proporción se había elevado al 60. Para las mujeres casadas con hijos de menos de 6 años, la transformación ha sido aún más dramática, del 12 de finales de los 60 al 55 por ciento a finales del siglo XX.
Mecanismo de supervivencia número dos: todos trabajan más horas. En 2005, no era extraño que los hombres trabajaran más de 60 horas a la semana y las mujeres, más de 50. Es decir, el estadounidense medio hacía más de 2.200 horas al año, 350 por encima del europeo medio, más incluso que un japonés.
Mecanismo de supervivencia número tres: gastarse los ahorros y tomar prestado hasta las cejas. Tras agotar los dos primeros mecanismos, era la única forma en que los estadounidenses podían seguir consumiendo como antes. Durante la Gran Prosperidad, la clase media ahorraba el 9 por ciento de sus ingresos. A finales de los 80 y principios de los 90, esa parte se había cercenado al 7 por ciento. Después, la tasa de ahorro cayó al 6 en 1994, y siguió bajando hasta el 3 en 1999. En 2008, los estadounidenses no ahorraron nada. Mientras, la deuda de los hogares explotó. En 2007, el estadounidense medio debía el 138 por ciento de sus ingresos después de impuestos.
Los tres mecanismos se han agotado. El desafío consiste en restaurar la enorme clase media estadounidense. Esto exige resucitar la negociación básica que relaciona los salarios con las ganancias generales, y facilitarle a la clase media una porción de la tarta suficiente. Como deberíamos haber aprendido de La Gran Prosperidad, no es posible una economía creciente y vibrante sin una clase media creciente y vibrante.
El número de estadounidenses que recibe cupones de alimento bate récords: el Gobierno alimenta de forma directa a más del 14% de la población
"Unos 44 millones y medio de americanos recibieron cupones de comida del Gobierno en el último mes. El número de personas que recurren a esta ayuda lleva aumentando 30 meses de forma consecutiva. Con un gasto público mensual de 6.000 millones de dólares, el programa de asistencia bate récords históricos en paralelo al aumento del desempleo, pero una gran parte de estos recursos se utiliza de forma fraudulenta"… Obama, el presidente de los cupones de comida (Libertad Digital – 10/6/11)
Unos 44,5 millones de estadounidenses recurrieron a estos cupones el último mes, según los datos del departamento de Agricultura, responsable del programa. Se trata de un récord histórico tanto en números absolutos como relativos: más del 14% de la población. Es decir, casi uno de cada siete americanos recibe comida pagada por el gobierno, en un país cuyo principal problema de salud es la obesidad.
Además, se trata del 30º mes consecutivo en el que aumentan estos datos. Desde octubre del 2007 se ha pasado de 27 millones de beneficiarios a los actuales 44,5.
En el último año se han sumado al programa más de 4 millones de personas, una subida del 11%. Este aumento ha afectado a 47 de los 50 estados, en algunos casos con incrementos superiores al 20%.
Con estos números y unos gráficos tan llamativos, los conservadores no han tardado en culpar a Barack Obama de la extensión de la pobreza. "Es el presidente de los cupones de comida", aseguró el ex congresista republicano Newt Gingrich, quien acaba de anunciar su candidatura a las elecciones presidenciales del 2012. "Yo en cambio quiero ser el presidente de los sueldos".
Sin embargo, aunque las políticas de Obama no ayudan precisamente a mejorar la economía ni a sacar de la dependencia a los millones que viven del Estado, el problema se remonta a mucho antes, como se puede ver en el siguiente gráfico.
Como cualquier otro programa gubernamental, el de los cupones de comida ha ido a más con el tiempo. Su alcance es enormemente mayor ahora que cuando se puso en marcha, hace 40 años, a pesar de que entonces las familias vivían en condiciones mucho peores.
– Un mundo cargado de riesgos después de la crisis (Project Syndicate – 15/6/11)
(Por Michael Spence) Lectura recomendada
Milán.- La característica más llamativa de la economía global en la actualidad es la magnitud y la interconexión de los riesgos macroeconómicos que afronta. El período posterior a la crisis ha producido un mundo con múltiples velocidades, cuando las más importantes economías avanzadas -con la notable excepción de Alemania- lidian con un crecimiento escaso y un gran desempleo, mientras que las principales economías con mercados en ascenso (el Brasil, China, la India, Indonesia y Rusia) han recuperado los niveles de crecimiento anteriores a la crisis.
Esa divergencia se refleja en las finanzas públicas. Las proporciones deuda-PIB de las economías en ascenso están reduciéndose hasta el nivel del 40 por ciento, mientras que las de las economías avanzadas están acercándose al del ciento por ciento, por término medio. Ni Europa ni los Estados Unidos han preparado planes creíbles a medio plazo para estabilizar sus posiciones fiscales. La inestabilidad del tipo de cambio euro-dólar refleja la incertidumbre sobre cuál lado del Atlántico afrontará riesgos mayores.
En Europa, la consecuencia de ello han sido varias rebajas de la calificación de la deuda soberana de los países que tienen una situación más difícil, acompañadas de episodios de contagio que han afectado al euro. Parece probable que se repitan.
En cuanto a los Estados Unidos, Moody"s hizo pública recientemente una advertencia sobre la deuda soberana del país ante la incertidumbre sobre la disposición del Congreso a aumentar el límite máximo de la deuda en medio de un debate con posiciones muy partidistas sobre el déficit. Los dos problemas -el límite máximo de la deuda y un plan creíble de reducción del déficit- siguen sin haberse resuelto.
Además, el crecimiento económico en los EEUU es débil y parece deberse principalmente a los segmentos del sector de los productos comercializables que reciben la demanda de los mercados en ascenso y se benefician de ella. El sector de los productos no comercializables, que creó prácticamente todos los nuevos puestos de trabajo en los dos decenios anteriores a la crisis, está estancado a causa de una escasez de demanda interna y unos presupuestos gubernamentales gravemente limitados. El resultado es un desempleo persistente. Entretanto, el sector de productos comercializables no es lo bastante grande desde el punto de vista de la competitividad para impulsar el crecimiento y el empleo.
En cambio, los rápidos crecimiento y urbanización de los países con mercados en ascenso están creando un auge de la inversión mundial, documentado en un reciente estudio del McKinsey Global Institute. Una probable consecuencia de ello es la de que el costo del capital aumentará en los próximos años, lo que someterá a presiones a unas entidades muy apalancadas, incluidos los gobiernos que se han acostumbrado a una situación con tipos de interés bajos y podrían no prever ese cambio.
Los países con persistentes déficits estructurales por cuenta corriente tendrán que afrontar costos de financiación exterior suplementarios y acabarán agotando sus límites de apalancamiento. En ese momento, resultará clara la debilidad de la productividad y la competitividad de sus sectores de productos comercializables.
Habrá que hacer ajustes. Las opciones son unos niveles mayores de inversión financiados por el ahorro interno, un aumento de la productividad y una mayor competitividad o ingresos reales estancados, pues la reequilibración se hace mediante el mecanismo de tipos de cambio (o una gran dosis de deflación interna en los países de la zona del euro que tienen problemas de deuda, pues no pueden fijar sus tipos de cambio).
Muchos de esos problemas estructurales no estaban a la vista antes de la crisis, por lo que las reacciones de los mercados y de las políticas se retrasaron. En los EEUU el exceso de consumo interno, basado en una burbuja de activos alimentada por la deuda, ayudó a sostener el empleo y el crecimiento, pese a que la cuenta corriente daba señales preocupantes. En varios países europeos, los gobiernos, ayudados por unos tipos de interés bajos, colmaron el desfase creado por una productividad rezagada.
En todos los casos, las evaluaciones del equilibrio fiscal se basaron erróneamente en la supuesta estabilidad y sostenibilidad de las vías de crecimiento existentes. La suposición de que una situación favorable en cuanto a crecimiento y tipos de interés sería permanente propició un fracaso en gran escala de la política fiscal anticíclica en las economías avanzadas, pues los déficits presupuestarios se volvieron crónicos, en lugar de ser una simple reacción ante la demanda interna deprimida.
En los mercados en ascenso, el crecimiento de China es decisivo, por su tamaño y su importancia como mercado exportador para el Brasil, la India, Corea del Sur, el Japón e incluso Alemania, pero la inflación es una amenaza doble para China, que pone en peligro tanto el crecimiento económico como la cohesión interna. La vivienda se ha vuelto prohibitiva para muchos jóvenes que entran a formar parte de la fuerza laboral. La de contener la inflación de precios y activos sin socavar el crecimiento será una operación equilibradora difícil.
Además, China comparte con los EEUU el imperativo de limitar el aumento de la desigualdad de los ingresos. En los dos casos, los motores del empleo deben seguir funcionando o ponerse de nuevo en marcha para prevenir la inestabilidad política y los disturbios sociales. El proteccionismo en gran escala no es un resultado probable -al menos no aún-, pero, si no se abordan adecuadamente las cuestiones del empleo y de la redistribución, la situación al respecto podría cambiar.
Para Asia, que es relativamente pobre en recursos en comparación con Oriente Medio, América Latina y África, el aumento del costo de los productos básicos, impulsado en parte por el crecimiento de los mercados en ascenso, es un motivo de preocupación. También la seguridad energética es un factor de riesgo, en particular dados los inciertos resultados de los levantamientos populares en Oriente Medio.
El crecimiento de los mercados en ascenso es el dato positivo que presenta el mundo y parece que va a ser sostenible justo cuando los países avanzados experimentan un largo período de reequilibración y crecimiento lento, pero aun en ellos acechan los riesgos. Una importante contracción en Europa o los Estados Unidos tendría importantes repercusiones negativas en esas economías, que pueden crear suficiente demanda suplementaria para sostener su propio crecimiento, pero no para compensar una gran reducción de la demanda en los países avanzados.
Los mercados pueden haber tenido en cuenta el efecto combinado de esos riesgos en el nivel macroeconómico, que ahora son omnipresentes y están en correlación, pero lo dudo. No obstante, todos los países comparten un gran interés inmediato en reducirlos. Esperemos que la concienciación al respecto infunda una muy necesaria sensación de urgencia a las reacciones normativas nacionales, como también a las medidas adoptadas por el G-20 y otros órganos internacionales para mejorar la coordinación internacional de las políticas.
(Michael Spence, premio Nobel de economía, es profesor de Economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York, miembro visitante distinguido del Consejo de Relaciones Exteriores e investigador superior de la Institución Hoover de la Universidad de Stanford. Su último libro es The Next Convergence – The Future of Economic Growth in a Multispeed World ("La próxima convergencia. El futuro del crecimiento económico en un mundo con múltiples velocidades"). Copyright: Project Syndicate, 2011)
"The Truth About the Economy"
En un video llamado "The Truth About the Economy" (17/6/11) Robert Bernard Reich un economista que estuvo en el gobierno de Bill Clinton, antiguo profesor de Harvard y actualmente en la Universidad de California en Berkeley, expone lo que considera es la verdad sobre la economía actual, sobre cuál es el principal error que estamos cometiendo.
El razonamiento que se realiza, con datos válidos para Estados Unidos, es el siguiente. En los últimos 30 años el PIB se ha doblado, pero, paradójicamente, los sueldos se han estancado y son prácticamente iguales que por aquel entonces. ¿Quién es el responsable? La inflación, ganamos más nominalmente pero no realmente. Entonces, ¿a dónde van las ganancias? Según el Sr. Reich a los "super rich" (súper ricos), que identifica como los que están en la cima de la pirámide cuando de dinero hablamos. Lo justifica con los datos de ingresos, hace treinta años el 1% más rico de la población se llevaba a su casa el 10% de los ingresos totales, hoy es el 20% y poseen el 40% de la riqueza del país.
Vemos que el "top 20%" gana un 59.1% de los ingresos totales, pero por la contra paga el 64.3% de los impuestos.
La cuestión no son tanto los tipos impositivos como la creciente divergencia entre "ricos y pobres", no es que los ricos paguen poco, es que "los pobres" ganan poco.
Más datos interesantes, cómo evoluciona el sueldo de un CEO en relación al empleado medio:
¿Curioso, no? Actualmente un CEO gana unas 350 veces más que un empleado medio mientras el ratio histórico es inferior a las 100 veces. Además vemos que los sueldos en la parte alta de la jerarquía suben muy por encima de los beneficios a la par que los de los trabajadores se estancan. Y si bien es simplificar demasiado centrarse en los "CEO" vamos enfocando el problema.
¿En dónde converge todo esto? Globalización… Observen el siguiente gráfico.
Si bien los resultados del 40% son puntuales, el progresivo menor porcentaje sobre el total por el impuesto de sociedades es un hecho. A raíz de la Segunda Guerra Mundial y coincidiendo con la apertura de mercados y fronteras parece que las empresas han buscado la forma de "optimizar" su carga fiscal aprovechando esta circunstancia, llegando a mínimos del 10% sobre el total o incluso menos.
Claro, con un tipo marginal de los más altos del mundo en Estados Unidos la "optimización" puede entenderse, donde ya jugamos a algo peligroso es cuando una empresa como Google tributa el 2.4% gracias a Irlanda pero sus beneficios vienen de otros lugares con altos impuestos. Es decir, hago mis negocios gracias a unos pero les doy el dinero a otros. Y si bien es injusto personificar en Google porque muchas lo hacen, es un ejemplo que muestra perfectamente lo que está ocurriendo globalmente.
Los viejos paradigmas tributarios están "KO". Es cierto que las empresas crean riqueza, pero el Estado no puede sustentarse gracias a los sueldos que generan, salvo aplicando tipos de tinte confiscatorio, y por tanto se necesita también una parte de sus beneficios. Algo francamente difícil tal y como están las cosas.
– La trampa de la competitividad de Europa (Project Syndicate – 16/6/11)
(Por Simon Tilford) Lectura recomendada
Londres.- Una idea errónea de lo que impulsa el crecimiento económico se ha convertido en la amenaza más grave para la recuperación en Europa. Los políticos europeos están obsesionados con la "competitividad" nacional y parecen pensar realmente que la prosperidad es sinónimo de superávits comerciales. Esto explica en gran medida por qué se cita habitualmente a Alemania como ejemplo de una economía sólida y "competitiva".
Sin embargo, el crecimiento económico, incluso en las economías tradicionalmente orientadas a la exportación, se ve impulsado por el aumento de la productividad, no por la capacidad de capturar una parte creciente de los mercados mundiales. Si bien es evidente que las importaciones deben ser financiadas por las exportaciones, el énfasis en la competitividad del comercio está desviando la atención del problema subyacente de Europa: el muy débil crecimiento de la productividad. Y esto es un problema tan serio en las economías con superávits comerciales como en las deficitarias.
La idea de que el crecimiento económico está determinado por una batalla por la cuota de mercado mundial de productos manufacturados es fácil de entender para los políticos y de comunicar a sus electores. Las economías con superávits externos son vistas como "competitivas", independientemente de su productividad o su crecimiento. La balanza comercial se ve como el "resultado final" de un país, como si los países fueran empresas. De hecho, tienen poco en común (la balanza comercial es simplemente la diferencia entre el ahorro interno y la inversión o, en términos más generales, entre el gasto agregado y la producción), pero hablar de Deutschland AG o UK plc es conceptualmente atractivo y seduce con facilidad.
Los gobiernos obsesionados con la competitividad nacional tienen mayores probabilidades de impulsar políticas económicas perjudiciales. Si el crecimiento económico se considera dependiente de la competitividad en términos de costes de las exportaciones, los gobiernos se centrarán en temas que puede que tengan sentido para los exportadores, pero no para sus economías en su conjunto, como las políticas del mercado de trabajo destinadas a mantener artificialmente bajo el crecimiento de los salarios, que redistribuyen los ingresos del trabajo al capital y agravan la desigualdad.
De hecho, la disminución a largo plazo de la proporción del ingreso nacional correspondiente a sueldos y salarios en los últimos 10 años en casi todas las economías de la UE es un gran obstáculo para una recuperación del consumo privado. Y la otra cara de la disminución de los salarios y sueldos -un fuerte aumento en la proporción del ingreso nacional correspondiente a las ganancias de las empresas- no ha dado lugar a un auge de la inversión.
Esto no debería ser una sorpresa. Una empresa individual puede recortar los salarios sin poner en peligro la demanda de cualquier bien o servicio que produzca. Pero si todas las empresas reducen los salarios al mismo tiempo, la debilidad resultante de la demanda global socavará los incentivos de las empresas para invertir, lo que su vez deprime el crecimiento de la productividad.
En pocas palabras, reducir la proporción del ingreso nacional correspondiente a los salarios, aceptar un aumento importante de la desigualdad y estimular el aumento de la proporción del ingreso nacional correspondiente a las ganancias corporativas no es manera de lograr un crecimiento económico sostenible. Pero eso es precisamente lo que sucede cuando los gobiernos creen que la salvación económica radica en ganar una participación creciente de los mercados de exportación.
No es así. Existe una correlación muy fuerte entre elevar la productividad del trabajo y el crecimiento económico, que vale para los países con superávits comerciales, así como para aquellos con déficit. Por ello, lo que determinará en gran medida las perspectivas económicas de la Unión Europea será el crecimiento de la productividad, no el tamaño de su superávit comercial.
Desafortunadamente, el crecimiento de la productividad está disminuyendo en toda Europa, desde alrededor de 3,5% anual en la década de 1970 a apenas el 1% en la década de 2000. Y ha sido casi tan débil en el núcleo de la eurozona como en su atribulada periferia.
Los gobiernos en toda la UE deberían centrarse en incrementar la productividad no sólo en los sectores más expuestos a nivel internacional, como la manufactura, sino también en sectores menos transables, como los servicios, que ahora representan alrededor de dos tercios de la actividad económica. Sin mayores aumentos de la productividad allí, el crecimiento económico resultará difícil de alcanzar.
Sin embargo, el logro de mejoras supone el diagnóstico de por qué el rendimiento de la productividad de Europa, con unas pocas excepciones notables, ha sido tan malo. Existen dos problemas centrales. El primero son los niveles insuficientes de cualificación, agravados por la complacencia. Algunos países -Escandinavia y los Países Bajos, por ejemplo-muestran buenos resultados en este ámbito. Pero el panorama en otros lugares es fragmentario. Alemania tiene una buena formación vocacional, Gran Bretaña posee una buena cantidad de las mejores universidades, y Francia una buena educación técnica. Otros países, especialmente en el sur, muestran un mal desempeño en la mayoría de las áreas.
El segundo problema es una competencia inadecuada. En muchos sectores, los actuales titulares de un empleo están protegidos. Esto se justifica en términos de mantener la "justicia social" o defender a "campeones de la nación", pero no hace más que impulsar la búsqueda de rentas: la capacidad de determinados grupos de la sociedad de extraer beneficios desproporcionados por su trabajo. En los países en que esta tendencia es más fuerte, los niveles de productividad son más débiles.
Si bien las perspectivas económicas de crecimiento de Europa pueden ser malas, esto tiene poco que ver con lo que está sucediendo en otros lugares. Los líderes europeos se encontrarán con que mejorar la educación y la formación -y abrir mercados hasta ahora protegidos- es una tarea larga y ardua. Pero, a diferencia de la obsesión por la "competitividad", este tipo de reformas llevarían a Europa a la senda del crecimiento sostenible.
(Simon Tilford es economista en jefe del Centro para la Reforma Europea. Copyright: Project Syndicate, 2011)
– Confesiones de un desregulador financiero (Project Syndicate – 30/6/11)
(Por J. Bradford DeLong) Lectura recomendada
Berkeley.- A fines de los 90, al menos en los Estados Unidos, dos escuelas de pensamiento buscaron impulsar una mayor desregulación financiera, es decir, eliminar la separación legal entre banca de inversión y banca comercial, relajar los requisitos de capital para los bancos y fomentar la creación y el uso más proactivos de instrumentos derivados. Si la desregulación parece tan mala idea ahora, ¿por qué no lo fue entonces?
La primera escuela de pensamiento, en términos generales correspondiente al Partido Republicano de los Estados Unidos, sostenía que la regulación financiera era mala, porque toda regulación lo era. La segunda, en términos generales la del Partido Demócrata, era algo más compleja y se basaba en cuatro observaciones:
· En el núcleo industrial de la economía global, al menos, habían transcurrido para entonces más de 60 años desde que una perturbación financiera hubiese tenido más que un impacto menor sobre los niveles globales de producción y empleo. Si bien los bancos centrales modernos habían tenido dificultades para hacer frente a los shocks inflacionarios, habían pasado generaciones desde que la aparición de un shock deflacionario que no se hubiera podido manejar.
· Los beneficios de la oligarquía de la banca de inversión (el puñado de bancos de inversión globales, como Goldman Sachs, Morgan Stanley y JP Morgan Chase, entre otros) fueron muy superiores a lo que cualquier mercado competitivo debería generar, gracias al mucho dinero a su disposición y a su capacidad de maniobra por entre frondosos laberintos normativos.
· La pendiente de retornos del mercado de largo plazo -por el cual quienes con mucho dinero y la paciencia para asumir los riesgos de inversiones en bienes raíces, acciones, derivados y otros cosecharon utilidades desmesuradas- parecía indicar que los mercados financieros eran totalmente inadecuados para movilizar la capacidad de asunción de riesgos de la sociedad como un todo.
· Los dos tercios más pobres de la población de Estados Unidos parecían estar excluidos de las oportunidades de acceso a créditos con tasas de interés razonables y, en consecuencia, de las inversiones con grandes beneficios de las que disfrutaba el tercio superior (especialmente los ricos).
Estas cuatro observaciones sugerían que era la hora de un poco de experimentación institucional. Las restricciones de la época de la depresión sobre el riesgo parecían menos urgentes, dada la probada capacidad de la Reserva Federal de los EEUU para construir barreras entre las turbulencias financieras y la demanda agregada. Las nuevas maneras de acceder a créditos y extender el riesgo parecían implicar pocos inconvenientes. Una mayor competencia para los oligarcas de la banca de inversión por parte de los bancos comerciales y las compañías de seguros con abundantes fondos a su disposición parecía ayudar a reducir las desmesuradas ganancias de los bancos de inversión.
Parecía que merecía la pena intentarlo, pero no fue así.
Analíticamente, todavía estamos recuperándonos del desastre que significó este experimento. ¿Por qué fueron tan malos los controles del riesgo de los bancos generales altamente apalancados y centrados en el dinero? ¿Por qué los bancos centrales y los gobiernos no estuvieron dispuestos ni fueron capaces de acelerar y mantener el flujo de la demanda agregada a medida que la crisis financiera y sus consecuencias ahogaban la inversión privada y el gasto de consumo?
Más preguntas surgen de la respuesta política a la recesión subsiguiente. ¿Por qué, una vez que la magnitud de la crisis se hizo evidente, los gobiernos no estuvieron dispuestos a intervenir para hacer que el desempleo volviera a niveles normales, sobre todo ante la ausencia de expectativas inflacionarias, presión alcista sobre los precios, o incluso aumentos de las tasas de interés que pudieran desincentivar el gasto de inversión privado? ¿Y cómo ha podido la industria financiera conservar tanto poder político para bloquear la reforma normativa?
Más aún, sigue sin estar clara la forma de reestructurar el sistema financiero. La separación establecida por la Ley Glass-Steagall entre la inversión y la banca comercial benefició en gran medida de la oligarquía ya asentada de los bancos de inversión, pero de alguna manera la entrada de los bancos comerciales y las aseguradoras como competidores aumentó aún más los beneficios de las compañías financieras.
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